He de procurar no perderte
W. Whitman
Si yo intento conservar tu vida no es sólo porque intento conservar la mía,
sino también porque quien “yo” soy no es nada sin tu vida
Judith Butler
Introducción
Este artículo se sitúa en una lectura de la ficción como generadora de disposiciones morales y afectivas que establecen una posición antagónica a los discursos dominantes respecto de sujetos y cuerpos cuyas vidas, en determinados marcos históricos y sociopolíticos como guerras o desplazamientos de personas que buscan refugio en países diferentes al de origen, no se califican como vidas “merecedoras de ser lloradas” (Butler 64) en relación con su pérdida. En este sentido, en la novela Desierto sonoro, de la escritora mexicana Valeria Luiselli, las vidas de los niños apaches del siglo XIX y la de los niños que migran en la actualidad desde Centroamérica hacia Estados Unidos ponen de relieve los condicionamientos políticamente inducidos que pesan sobre ellas en cuanto a la desigual distribución en términos económicos, raciales y jurídicos. Desierto sonoro proyecta una mirada aguda en torno a las vidas que reclaman su derecho a protección, pervivencia y prosperidad, para lo cual requieren del otro anónimo -sujetos, instituciones- pues el sostén de la vida implica redes de contención social y política que implican la interdependencia (Butler 30-31, 42-43).
Judith Butler señala que “la responsabilidad exige capacidad de respuesta” (79) en función de los recursos que se tengan disponibles y que la respuesta moral “debe volverse crítica social para conocer su objeto y actuar sobre él” (59). Cuando las condiciones que sostienen una vida fallan, la responsabilidad implica centrarse en ellas mediante una reflexión crítica sobre las normas que excluyen del campo de reconocibilidad a determinadas vidas respecto de otras. Que una pérdida sea socialmente percibible, depende de estructuras sociales. El afecto está estrechamente vinculado a las valoraciones que, en determinados marcos, hacen que ciertas vidas se consideren dignas de protección mientras que otras no. La filósofa sostiene que los afectos, lo que sentimos frente a determinadas situaciones, están condicionados por la manera de interpretar el mundo que nos rodea, lo que se encuentra tácitamente regulado por ciertos tipos de marcos interpretativos (68): “El afecto depende de apoyos sociales para sentir: llegamos a sentir sólo con relación a una pérdida percibible, la cual depende de estructuras de percepción sociales; y sólo podemos sentir afecto, y reivindicarlo como propio, a condición de estar ya inscritos en un circuito de afecto social (80)”.
Cabe considerar también la especificidad del afecto en el arte. El cuerpo del lector o del espectador constituye una superficie sensorial que es afectada por el mundo y por los productos estéticos. En sus consideraciones sobre el cine y los afectos, Irene Depetris Chauvin retoma distintos pensadores que reflexionaron sobre este aspecto:
La experiencia estética es, según Deleuze, la reactivación de ese “bloque de sensaciones” que está en el centro del arte y de la constitución del sujeto (1993). En su abordaje sobre la estética de los afec tos, Simon O’Sullivan (2001) argumenta que una obra es una configuración particular de forma y contenido que produce “algo más”, un residuo difícil de describir. El arte es “parte del mundo” pero, al mismo tiempo, se sitúa “aparte del mundo”; funciona produciendo “un exceso”, un excedente que permanece en la dimensión de lo afectivo (125). Entonces, una de las tareas creativas del arte sería, justamente, explorar formas del afecto que nos sacan del mundo para luego devolvernos a él. (13)
Estas consideraciones sobre el vínculo del sujeto con la experiencia afectiva que transmite el arte resultan interesantes para pensar en nuestra novela como generadora de disposiciones morales y afectivas en torno a la situación de los menores que buscan asilo en un país diferente al de origen.
Vale recordar que Luiselli suspendió la escritura de Desierto sonoro, interpelada por su labor de intérprete jurídica de los niños migrantes en el Tribunal de la ciudad de Nueva York, donde se valora la situación de cada caso para considerar la aceptación o la deportación de los menores de edad en el país del norte. Escribe entonces Los niños perdidos. Un ensayo en cuarenta preguntas (2016),1 donde sienta las bases de su compromiso con las infancias que no constituyen, para las políticas migratorias de diversos países, vidas dignas de ser protegidas y son, en cambio, presas de una situación global y de una “guerra hemisférica” (Los niños perdidos. Un ensayo 76). Luiselli considera que los niños que cruzan la frontera “son refugiados de una guerra y, en tanto tales, tienen derecho al asilo político” (Los niños perdidos. Un ensayo 77). En Desierto sonoro la misma idea aparece formulada en los siguientes términos:
Nadie considera el panorama más amplio, en un sentido histórico y geográfico, cuando se habla de migración. La mayoría de la gente piensa en los refugiados y en los migrantes como un problema de política exterior. Pocos conciben la migración sencillamente como una realidad global que nos atañe a todos […] Nadie considera a los niños que ahora mismo llegan a la frontera como refugiados de una guerra hemisférica. (71-73)
El ensayo, que incorpora testimonios y recoge una considerable cantidad de datos sobre la situación de los niños que cruzan la frontera, oficia de germen para el desarrollo de una de las líneas argumentales de Desierto sonoro que se profundiza en el texto apócrifo de las Elegías.
La situación del migrante como sujeto social involucra la precariedad en diversos planos de la existencia -material, simbólica, jurídica, entre otros-. Esto se complejiza cuando los sujetos que se desplazan son niños, que es el colectivo al que remiten los textos de Luiselli. La condición de minoría de edad resulta más compleja desde el punto de vista de los marcos legales, pero también en referencia a los cuerpos, los afectos, el conocimiento de mundo, etc. Por ello, los protagonistas de este tipo de desplazamiento se encuentran en una zona de mayores peligros, pues los niños, junto a otros sujetos históricamente subalternizados, constituyen lo otro del poder y tienden a ser victimizados y revictimazados. En un mundo adultocéntrico y en el contexto del desplazamiento sujeto a redes ilegales donde los menores viajan sin familiares, la capacidad de agencia no queda reducida sino anulada por completo. De este modo, la ficción apunta a la captación y al tratamiento de uno de los sectores más vulnerables e invisibilizados por los discursos de mayor impacto social respecto a los desplazamientos forzados y las políticas migratorias.
El foco en los menores que buscan asilo en los dos textos mencionados pone de manifiesto un posicionamiento de la escritora que, aunque en condiciones diametralmente diferentes, es también una inmigrante en Estados Unidos.2 Luiselli aborda el asunto sin evadir sus complejidades asumiendo un compromiso con la visibilización de la problemática y con la escritura. Se adhiere así a una tradición literaria sobre la temática de la migración planteando un nuevo giro al enfocar la figura de los menores, asunto que también ha tratado recientemente María José Navia en el relato “Una música futura” (2023). 3
Desierto sonoro, con una potencia renovadora que articula el arte de la novela con las urgencias políticas, narra al modo de una road novel el viaje que una familia emprende desde Nueva York hacia la frontera sur, Arizona, mientras se va concretando su disolución al tiempo que recrea otros desplazamientos: los de los niños que migran desde Centroamérica hacia Estados Unidos de América. La estructura, dividida en cuatro partes, se asocia a las cajas archivo que cada miembro de la familia -padre, madre, niño y niña- coloca en el auto para el viaje. A través de los elementos que cada integrante incluye en su caja o va produciendo durante la travesía, el texto apela a y dispone de gran cantidad y variedad de materiales: se convocan sonidos, se remite a mapas, documentos, libros, lecturas en silencio o compartidas, música, fotografías. Todos estos elementos articulan el afán archivístico y documental con la ficción.4
Las vidas de los niños que buscan asilo se presentan como vidas devaluadas que soportan la pobreza, el hambre, la desemancipación jurídica, la enfermedad, el daño, la muerte y otros tipos de violencias. La novela aprehende estas vidas a contrapelo de los marcos discursivos hegemónicos que las legibilizan como presencias desconfiables que alteran el orden social y opera a modo de un estallido de rabia e indignación por su pérdida, lo que produce un afecto de condolencia y moviliza un posicionamiento de responsabilidad y valoración moral que involucra la respuesta afectiva frente a la injusticia.
Dentro de la complejidad que es el mundo ficcional de Desierto sonoro5 nos detendremos, primero, a considerar el texto titulado Elegías para los niños perdidos, un conjunto de apartados que puede extraerse y estudiarse como un relato dentro del relato. Se trata de un libro rojo que la madre de la familia lleva en su caja archivo, la misma en que va guardando las fotografías del viaje que su hijo toma con una cámara Polaroid. Este texto es un apócrifo que Luiselli construye en el interior de la novela, “escrito originalmente en italiano por Ella Camposanto, y traducido luego al español por Sergio Pitol” (185).
¿Qué interés específico tienen estas Elegías? En primer lugar, ofician de centro aglutinador de la experiencia de los niños que buscan refugio en otro país y dialogan con la línea argumental del relato marco, a nuestro entender más sobresaliente, que es la preocupación de la madre por los menores que viajan solos desde Centroamérica a Estados Unidos y que involucra búsquedas, archivos, proyectos y reflexiones transmitidas a los hijos durante el viaje. Los vasos comunicantes entre los dos planos diegéticos -el relato marco y los textos que constituyen las Elegías- se establecen no solo por el tema sino, como veremos, por una serie de motivos. En segundo término, desde el punto de vista de la construcción de este texto, resulta interesante advertir que, mientras una elegía se repite -y se remite a su repetición- en diferentes tramos de la novela, otra falta. Esta dinámica o tensión entre la repetición y la falta evidencia la necesidad de contar una y otra vez lo que ocurre a nivel extradiegético en un ciclo de reiteración constante para capturar, subrayar y recordar aquello que inducidamente se desaparece del mapa, lo que se borra: la vida de los niños que buscan asilo en el país del norte. Luego, consideramos el tono elegíaco que permea toda la novela. Finalmente, nos detenemos en un análisis de la relación entre los cuerpos y las atmósferas afectivas durante el desplazamiento en el marco de las Elegías como un aspecto clave para la configuración de una cronotopía de la intemperie que remite a una biopolítica del espacio de la frontera.
Entre la repetición y la falta: las elegías para los niños perdidos
Las Elegías están a cargo de un narrador heterodiegético, omnisciente, que relata la travesía de siete niños con un guarda o coyote que los dirige. Inician con la imagen de los cuerpos dormidos de los niños sobre la góndola de un tren y, desde allí, la narración discurre en torno al origen de los menores y su vida anterior a la experiencia del desplazamiento, la travesía por el río, la selva y el desierto, el encuentro con otros, el vínculo entre ellos, los obstáculos, los juegos, el dolor, el llanto, los temores, las violencias.
Creemos que la elección del género para la construcción de este texto, que va escanciándose en fragmentos a lo largo de la primera y segunda parte de la novela, constituye una respuesta afectiva y una valoración moral en tanto percibe la vida de los niños migrantes como una pérdida que merece ser llorada, pero además moviliza una actitud responsable, es decir, de respuesta ante esta situación urgente. En el capítulo “Capacidad de supervivencia, vulnerabilidad, afecto” de Marcos de guerra, Butler señala: “Nuestro afecto nunca es solamente nuestro: desde el principio, el afecto nos viene comunicado desde otra parte. Nos dispone para percibir el mundo de cierta manera, para dejar entrar ciertas dimensiones del mundo y oponer resistencia a otras” (79). En el relato marco, leemos las referencias a publicaciones periódicas y programas de radio de la zona fronteriza, donde se revela el discurso de los medios de comunicación dominantes sobre los niños migrantes: provienen de “tierras de nadie”, de “periferias bárbaras cuyo caos y color de piel amenazan la blanca paz de los civilizados” (164); son los aliens (203), los invasores que desatan el rechazo de los ciudadanos, algunos de los cuales salen, literalmente, a cazarlos. Estas respuestas afectivas mediadas realizan el marco interpretativo de los medios de comunicación, pero las acciones y el discurso de la familia cuestionan dicho marco e instalan otras condiciones afectivas que proyectan una crítica política y social de lo que ocurre en la zona fronteriza. El discurso de la madre, sus manifestaciones de rabia y enojo, así como el libro rojo que contiene el apócrifo, inscriben un marco interpretativo diferente y serán los hijos de la pareja -y los lectores de la novela- los principales receptores de este.
La elegía en tanto género vehiculiza, entonces, una memoria que conlleva afectos y dispone a una percepción de la situación de los niños contraria a las valoraciones del marco interpretativo hegemónico que reproducen los medios; así, por ejemplo, la familia reacciona frente a la cobertura periodística que “explota la tristeza y la desesperación” (100). De modo que el género intensifica la dimensión afectiva de empatía frente a la situación de los niños e interpela la acción responsable, la respuesta. En La política cultural de las emociones (2015), Sara Ahmed señala que más que definir las emociones interesa preguntarse qué hacen (24). Algunos de los afectos como la rabia o la indignación -considerados por algunos teóricos del Affectiv Turn como negativos o desagradables- son revisados por la línea crítica de los afectos (Ahmed, Berlant) para valorar su capacidad de aglutinación de comunidades y agencia. En Desierto sonoro la rabia de la madre frente a la injusticia que experimentan los niños se liga a la ideación de un proyecto documental que implica registrar la situación sin exponer a los menores y a la acción de los hijos que, por medio del juego, se escapan y en la travesía se encuentran con un grupo de niños perdidos con los que por un breve tiempo conforman una pequeña comunidad basada en la solidaridad.
Otro aspecto destacable es que en la calculada distribución de las numeradas elegías, la primera se repite, mientras la undécima falta. La repetición de la primera se justifica a nivel textual, en parte, en el cambio de narrador-lector. En la primera aparición la madre es quien lee y, además, se menciona que lee dos veces la primera elegía (190); en la segunda, lee el hijo. Además, la “Elegía decimosexta” se inicia repitiendo la primera. Una lectura posible de este aspecto constructivo de la novela yace en considerar la reiteración de una situación que inicia y reinicia en un ciclo interminable de violencia que somete a los menores a un sinfín de vulneraciones y que deja como saldo miles de vidas perdidas y no registradas. La repetición de este comienzo y recomienzo resuena como eco, letanía o estribillo de un mal que, lejos de cualquier consideración esencialista, se afinca en decisiones políticamente inducidas que distribuyen y regulan el valor de la vida y de la muerte, que atan miles de destinos a condiciones de existencia devaluadas.
La “Elegía undécima” está elidida. Este vacío a nivel textual resulta significativo pues remite a aquello que no se dice pero que, en parte, se infiere; implica una interrupción de la diégesis, un ahuecamiento: el lector deduce que se trata de aquella que refiere a la muerte de uno de los siete niños que emprenden el viaje, pues en la siguiente elegía ya no está el mayor y, en adelante, serán seis. Si en la primera elegía la referencia a los niños es “seis; siete menos uno” (190), en el recuento, las elegías son dieciséis: diecisiete menos una. En esa resta, lo que falta, lo que se pierde o desaparece, es la vida de un niño. Esta elipsis puede considerarse, primero, como la ausencia del valor que estas pérdidas humanas tienen en la visibilidad social, es decir, ninguna. Pero en el concierto de todas las elegías esta falta se resignifica y la ausencia puede aludir al enmudecimiento por una herida a la que es difícil poner palabras. Puede considerarse entonces un blanco de respeto, un significativo silencio frente a una tumba que no tendrá nombre. Dicha ausencia, además, coincide con el momento del relato marco en que los hijos de la narradora se separan de los padres para ir a buscar a los niños perdidos dirigiéndose a Echo Canyon. Así, la ausencia de la “Elegía undécima” remite a una pérdida en cada nivel diegético, aunque dichas pérdidas tienen resoluciones opuestas: el niño siete “se pierde”, mientras los hijos de la narradora se reencuentran con sus padres. Lo elegíaco de la novela es, entonces, la orientación que conduce hacia la captura de lo que falta, de lo que se pierde o desaparece como un gesto no de totalización, sino de rescate de restos, de vestigios que puedan conservarse para construir un archivo que aloje esas otras memorias, esas historias mínimas no registradas por la historia oficial.
En tanto género luctuoso, la elegía marca el tono afectivo general de los dieciséis textos que leemos en fragmentos separados por otros que corresponden al nivel diegético marco. El desarrollo de las elegías está minado, además, de alusiones a la memoria literaria que en “Obras citadas (Notas sobre las fuentes)”, Luiselli, remedando el afán documental de la narradora de la novela, se ocupa de explicitar: “En la composición de las Elegías empleo una serie de alusiones a obras literarias sobre viajes, travesías, migraciones, etcétera. No me interesa la intertextualidad como un gesto explícito y performativo, sino como método o procedimiento compositivo” (470). La explicación minuciosa de la autora respecto al método de composición de las Elegías remite a cadencias rítmicas, elecciones léxicas, analogías, traducciones, etc., que involucran a autores como Homero, Ezra Pound, T. S. Eliot, Joseph Conrad, Marcel Schwob, Juan Rulfo, Rilke, entre otros. Creemos que este intenso dialogismo con diversas tradiciones literarias que apunta a la figura de una escritora letrada, es convocado y reelaborado logrando que la narración de la historia de los niños perdidos -los temas, los motivos- adquieran valor general, aplicable a diversas zonas fronterizas. Así, cuando la madre comenta el prólogo del texto, refiere que la historia de Camposanto, fallecida en 2014, “está inspirada vagamente en la histórica Cruzada de los Niños, en la que decenas de miles de menores viajaron solos a través de Europa […], y que tuvo lugar en el año 1212” (185). La historia narrada, comenta también:
sucede en lo que parece ser un futuro no tan lejano y en una región que quizá podría situarse en África del Norte, Medio Oriente y el sur de Europa, o bien entre Centroamérica y Norteamérica (los niños del libro montan en el techo de “góndolas”, por ejemplo, una palabra que en Centroamérica designa a los vagones o los carros de los trenes de carga). (186)
Más allá de la especificidad del lenguaje latinoamericano y, en algunos casos, específicamente mexicano en la también apócrifa traducción, la historia narrada puede hacerse extensible, entonces, a la situación de numerosas fronteras del planeta y recrea así experiencias humanas comunes en el marco de situaciones similares.
Las Elegías son, además, un relato de viaje, de aventuras; elaboran atmósferas ominosas que podrían inscribirse en el género de terror, con tintes góticos y están, al mismo tiempo, intervenidas por voces, cosmovisiones y valoraciones de diferentes personajes, así como de un narrador omnisciente. Estos elementos colaboran en la configuración de un mundo que es el del desplazamiento donde, a partir del foco en los menores, se da cuenta de una sociabilidad, una economía, unas formas de vincularse con los otros que configuran el espacio fronterizo como una zona de peligros, carencias y múltiples violencias.
Desierto sonoro, una elegía biopolítica
En el universo de Desierto sonoro, las Elegías para los niños perdidos dialogan, primero, con aquella vertiente de la antigua tradición del género definida por el lamento de la desaparición, la pérdida de alguien o algo y, luego, con la historia narrada en el relato marco: la situación de los apaches a fines del XIX, de los niños que buscan refugio en Estados Unidos y de la familia que emprende la travesía por ese “país de ruinas y vestigios” (73), “enorme y vacío” (238), mientras se va concretando su disolución. En tal sentido, la evocación del género en el título pone en primer plano afectos y sus manifestaciones: dolor, llanto, rabia, entre otros, y transporta al lector a una atmósfera emocional que invita a un posicionamiento moral. Luiselli ya se había referido a este género en Los niños perdidos. Un ensayo en cuarenta preguntas a propósito de la historia de un adolescente hondureño directamente afectado por la violencia de las bandas criminales en su país. En un enfrentamiento con una pandilla, matan al mejor amigo del menor. En este contexto, la escritora evoca la composición Elegía que el poeta español Miguel Hernández escribe por la temprana muerte de su amigo Ramón Sijé (Los niños perdidos. Un ensayo 71). Pero a diferencia de esta y otras elegías donde la identidad de quien se pierde suele estar particularizada, en las que construye Luiselli el dolor, la rabia y el lamento por la pérdida asumen un carácter más general que posibilita hacer extensible la situación de los niños que buscan refugio en otros países a diferentes espacios y tiempos. El género luctuoso se torna así un canal semiótico de reflexión sobre la biopolítica en la medida en que pone en evidencia algunos de los dispositivos que en el contexto de los desplazamientos forzados regulan la vida y la muerte.
En su lectura de Desierto sonoro, Mabel Moraña (2021) apunta el leitmotiv de la novela como los ecos, los fantasmas, lo que va deshaciéndose o desapareciendo, lo que se pierde: “todo apunta a una atmósfera de residuo y de duelo, al lamento por todo lo que se va diluyendo en el tiempo” (425). En esta línea, considera a Desierto sonoro como una novela elegíaca “en la medida en que se sitúa en un espacio de desapariciones, corriendo tras la huella de los indígenas exterminados en el siglo XIX y de los migrantes victimizados en el presente” (429). Asimismo, lo que se va diluyendo durante el viaje es, como señalamos, la familia y, en este sentido, la novela opera como un esfuerzo de captura de vestigios, de los restos que pueden arrebatarse a las ruinas que va dejando la historia cultural pero también la personal o íntima. De este modo, el tono elegíaco excede el espacio de las Elegías y permea toda la novela.
A propósito de la recuperación de Hojas de hierba de Walt Whitman en la novela (45) y de la interpretación que realizan la narradora y el esposo de este texto como el encuentro efímero pero íntimo con los desconocidos, leemos: “Ese poema termina con una promesa para el desconocido: ‘He de procurar no perderte’. Es una promesa de permanencia: este efímero momento de intimidad que compartimos tú y yo, dos desconocidos, dejará una huella, seguirá reverberando siempre” (46). En el contexto de la cita, la referencia se liga, primero, a las voces de los desconocidos que graban la narradora y su esposo para un proyecto sonoro y, finalmente, a la inminente separación de ellos. Sin embargo, aplica también para las otras líneas argumentales: procura no perderse la historia -los ecos y fantasmas- de los apaches como las huellas de los niños migrantes perdidos en el desierto. Aquello aprehendido que produce un rapto, pero muestra al mismo tiempo la inminencia de su desaparición es lo que busca capturar y registrar la novela.
Uno de los procedimientos nodales en Desierto sonoro es la repetición de motivos por medio de los que se produce una insistencia que encuentra, en cada aparición, su propia modulación de sentidos. Así, por ejemplo, la historia de los niños perdidos en el desierto se refleja en la pérdida de los hijos de la familia; la imagen de un avión que deja “una cicatriz blanca en el paladar azul del mediodía” (13) se reproduce con matices en distintas partes de la novela evolucionando desde una imagen visual potente en la primera página hasta convertirse en signo de la deportación de los menores en las Elegías. El inicio de Desierto sonoro refiere a los hijos de la narradora durmiendo en el asiento trasero del auto enfocando sus rostros y, de modo similar, inicia la “Elegía primera” de Ella Camposanto en referencia a los niños que viajan durmiendo sobre la góndola de un tren. En relación con las diferentes líneas argumentales de la novela, este procedimiento permite concentrar y vincular los elementos dispersos por la fragmentación, la adición de elementos sonoros, visuales, literarios, entre otros. Ahora bien, la repetición más evidente es la de los hechos, en otra versión y desde la perspectiva de otro narrador. Las obsesiones de la madre en la primera parte de la novela, particularmente con relación a los niños perdidos, se replican cuando asume la voz el segundo narrador, el hijo. ¿Qué sentido es posible derivar de este recurso cuando el lector se encuentra “leyendo de nuevo” la misma historia? Esta insistencia, como las anteriores, se orienta a la aprehensión de aquello que se encuentra ante la inminencia de una pérdida irreparable. Entonces, leer, subrayar, memorizar, transcribir (82) y repetir no son solo actitudes de la madre frente a las fuentes y archivos sino lo que sostiene la estructura de la novela; se trata de la insistencia para capturar las “cosas hermosas que se desmoronan, escombros, polvo, borraduras” (194), ecos y fantasmas como intento de dejar una materia -discursiva, sonora, afectiva- que pueda engrosar el caudal archivístico de memorias otras.
Atmósferas afectivas y cuerpos en el espacio fronterizo: Una cronotopía de la intemperie
Partiendo de la idea de que el espacio habitado es una dimensión del mundo de la vida, resulta interesante explorar en las Elegías la experiencia de los cuerpos vivientes que se desplazan; ello implica atender a la configuración de la relación entre el espacio y las atmósferas afectivas que los fragmentos construyen. Andrés Osswald y Micaela Szeftel, contrastando diferentes tradiciones fenomenólogicas de los abordajes del espacio (Husserl, Levinas, Schmitz), consideran posible “caracterizar en términos afectivos las dimensiones del espacio habitado merced a la descripción de las atmósferas que las ocupan” (150). Recuperan la noción de atmósfera de Hermann Schmitz como un espacio sin superficie que “define un tipo de fenómenos en que siempre nos encontramos inmersos y que sobrepasa la capacidad del sujeto de poseer y controlar lo que se da” (149). Estos fenómenos espaciales involucran al cuerpo vivido “y se caracterizan por difundirse y propagarse sin delimitar formas cerradas. Por la ocupación difusa del espacio que los caracteriza, los fenómenos atmosféricos se presentan como un medio inabarcable -dotado de volumen, pero carente de forma- en el que el cuerpo vivido está inmerso” (146).
En estas atmósferas, el cuerpo vivido es “tomado” o “movido” por un sentimiento (tristeza, felicidad, temor, amor, entre otros): “La experiencia concreta de la atmósfera es la de algo que me estremece, me rodea y me invade” (149). Osswald y Szeftel ponen como ejemplo de las atmósferas afectivas la tensión en una reunión entre colegas o el estado melancólico de un domingo, es decir, entornos que conllevan un carácter emotivo. Según los sentimientos predominantes en las atmósferas se producen estrechamientos o expansiones del cuerpo vivido:
Por ejemplo, en el miedo, el cuerpo vivido se contrae, llevando a un estrechamiento del espacio vivido y de las capacidades de actuar sobre él, especialmente cuando ocurre un shock y quedamos «congelados». En contraste, otros sentimientos tienen una dirección expansiva, como cuando contemplamos un hermoso paisaje y sentimos la necesidad de inspirar profundamente, expandiendo nuestros pulmones y alargando nuestras extremidades. (149)
Esta consideración de los cuerpos en relación con las atmósferas de los espacios que se habitan nos permite penetrar en una lectura de las Elegías que dispone afectiva y moralmente a los lectores con relación a la experiencia de los niños que se desplazan en busca de un refugio.
En su ya clásica La poética del espacio, Gaston Bachelard se concentra en el valor humano de los espacios vividos que son defendidos contra las fuerzas hostiles. A diferencia de las imágenes espaciales que configuran poéticas de la intimidad como las trabajadas por el filósofo francés, Desierto sonoro construye en las Elegías el espacio dinámico del desplazamiento como una cronotopía de la intemperie signada por afectos donde prevalecen atmósferas de temor. Paradójicamente, el movimiento de los menores hacia la búsqueda de un espacio de refugio, protección y seguridad se trama como una lucha por la existencia en una intemperie hostil.
Las distinciones conceptuales legales entre el migrante por razones económicas y el refugiado por razones políticas ubican el desplazamiento de los niños como parte de una población forzada a abandonar sus hogares, como consecuencia de la violencia, y a solicitar asilo en otro lugar, situación que usualmente implica la incorporación a “redes ilegales de inmigración” (Espinar Ruiz 41). Este tipo de desplazamiento es justamente el que recrea el texto apócrifo de la novela. Se concentra en los siete niños que migran con la compañía de un hombre al mando o coyote, figura amenazante que despierta el temor de los menores. La travesía implica para los niños, en tanto cuerpos vivientes, el abandono de los espacios familiares, del hogar, hacia aquellos desconocidos, extraños. Los menores se encuentran a merced de todo tipo de hostilidades, tanto de la naturaleza como humanas, y solo en escasos momentos se producen distensiones donde tienen lugar momentos de intimidad.
Atendemos a continuación a la configuración de las atmósferas afectivas en las Elegías, que involucra diferentes motivos subsumidos en el del desplazamiento. En este sentido, organizamos la lectura analizando, primero, el motivo del mapa y las referencias espaciales asociadas a dimensiones verticales y horizontales, elementos de la naturaleza y medios de transporte; luego nos detenemos a considerar lo que podemos denominar la sociabilidad y la economía de la frontera, donde se hacen presentes dinámicas y personajes que ofician como ayudantes de los menores o como agentes de producción de sus temores y pesadillas.
En la segunda elegía, advertimos la referencia a los mapas y las fronteras que establecen las localizaciones “allí” y “aquí” con relación a la vida de los siete niños. Estas vidas que “nunca debieran haberse encontrado” (191), trazan un recorrido que reformula el sentido del mapa como una abstracción geopolítica para subrayar la fisura vital que implica para los sujetos que se desplazan y atraviesan fronteras:
Si alguien trazara un mapa de su recorrido, el recorrido de estos seis, pero también de las decenas de niños como ellos y de los cientos y miles que han viajado y seguirán viajando a bordo de idénticos trenes, ese mapa tendría una sola línea: una delgada grieta, una larga fisura partiendo en dos el hemisferio entero” (191).
Esa delgada grieta y larga fisura que representa las vidas de los niños se refuerza con la introducción de una voz: “Chingada frontera sirve nomás pa partir esas vidas chingadas aquí y allá” (191). Este “aquí” y “allá” que implica también un “ahora”, un “antes” y un “después” no involucra valoraciones opuestas, pues el carácter devaluado de estas “vidas chingadas”, “partidas”, es situado a ambos lados de la frontera y en todas las temporalidades. En la “Elegía octava”, uno de los niños saca de su mochila un mapa y dibuja con el índice “una línea desde un punto sobre una gruesa línea roja, una frontera, pasando las llanuras desérticas y los valles entre dos montañas. Dijo: Aquí. Aquí es donde nos bajaremos del tren, y aquí vamos a caminar, hasta acá” (335). Así, el mapa se liga al desplazamiento de la experiencia migratoria y no resulta casual que la frontera aparezca como una “gruesa línea roja” pues es el espacio concreto donde miles de migrantes son acribillados por las balas de los vigilantes del muro en la caminata entre el “aquí” y el “acá”. Esto se asocia a otras referencias de la novela, en el nivel del relato marco, que atienden a los mapas marcados con puntos rojos que representan los lugares donde se encuentran los cadáveres de los migrantes en el desierto.
Junto a la organización horizontal del espacio que remite a la travesía, se advierte también, desde la “Elegía primera”, una vertical: “Sobre el techo de la góndola silba el viento, ulula, arrastra los sonidos de la noche hasta las cuencas blandas de los oídos de los niños, perturbándoles el sueño. Abajo, el suelo del desierto es pardo; arriba, el cielo azabache, inmóvil” (190). Esta verticalidad del espacio -cielo, góndola, suelo- irá nutriéndose de diferentes formas, sentidos y valoraciones a lo largo del desplazamiento -horizontalidad- y se vinculará a los medios que transportan a los niños. El cielo aparece como el espacio que uno de los niños mira desde la góndola del tren y se pregunta por los dioses. El narrador concluye esta elegía -la sexta- diciendo: “pero no había ningún dios, no había nada” (258). En la “Elegía decimocuarta” se reitera la imagen de los niños viajando sobre las góndolas “mirando un cielo baldío, sin dioses” (392) y ven un avión. Allí va otro niño, como los del tren, deportado, “borrado y expulsado de ese país de mierda que se extiende abajo” (393). La imagen del avión que “pasa dejando una larga cicatriz en el cielo” (393) se reitera en varias partes de la novela, desde la primera página. La idea de cicatriz, más allá de la imagen visual que comporta, remite a la marca de una herida asociada al dolor de la expulsión que devuelve a los menores al espacio de la violencia en sus países de origen.
El río es el primer accidente geográfico que deben sortear los niños en la travesía, subidos a una precaria cámara de camión. El cruce por “el río marrón y furibundo” (214) que fluye “como un sueño intranquilo” (215) es, lejos de los juegos infantiles, una experiencia amenazante. La selva y el desierto son los otros espacios que atraviesan a pie o subidos en las góndolas de trenes. La “Elegía cuarta” narra la llegada de los niños al otro lado del río y la travesía de diez días a pie por la “selva tupida” (217). En contraste con la luz y el espacio abierto del río, la selva resulta en principio un espacio de contención donde los niños pueden ocultarse y sentirse protegidos. Sin embargo, cuando anochece, la selva se convierte en un espacio más cerrado y su condición temible se exaspera cuando los caminantes comienzan a escuchar pasos, susurros y voces: “hado”, “golpe”, “fosa”, “sombras”, “muertos” constituyen un campo semántico que moviliza el afecto del temor y su contagio entre los menores, y que se agudiza luego con la aparición de un pastor evangélico que sostiene que se trata de las voces de “[l]os insepultos, lanzados sobre la tierra vasta” (219). De este modo, se cierne sobre los niños una atmósfera ominosa que ocasiona en ellos temores y pesadillas.
El otro aspecto de esta elegía focaliza en la narración de las extensas caminatas y en el agotamiento extremo de los niños cuyos cuerpos “no estaban preparados para caminar tantas horas” (219), situación que produce llantos y vómitos como manifestación del dolor. A la dureza de la travesía y al dolor en los cuerpos se suma la comida frugal y el deseo de no soñar cuando se duermen, aspectos que contribuyen a la configuración de una biopolítica que hace de los menores supervivientes.
En la “Elegía sexta”, el grupo se encuentra desplazándose sobre la góndola del tren, alerta, cuidándose de hombres, bestias y plantas (256), a merced de las picaduras de tábano y del veneno del dengue. Las referencias a la travesía por la selva tropical, de tintes góticos, produce “visiones salvajes”, pesadillas de terror en los menores y el deseo de escapar. Este sentimiento de temor se intensifica cuando escuchan historias y rumores sobre maleantes y asesinos que agredirán a los migrantes: “‘Nos sacarán los corazones a todos, los clavarán en una pica’, dijo una señora que viajaba en el techo del furgón. ‘A uno le arrancaron ambos ojos, le quitaron las pertenencias’, decían” (257). En la “Elegía duodécima” el tren avanza por el desierto, “amplio e inmutable […] en paralelo al largo muro metálico” mientras los seis niños van callados, “encerrados en sus miedos” (383). El silencio y el temor como atmósferas predominantes remiten a una intensidad afectiva que proyecta la situación de la vivencia del espacio donde los cuerpos se repliegan, sin capacidad de acción. Pocos momentos de distensión de los cuerpos, como compensación de las atmósferas atemorizantes que predominan, se refieren en las Elegías: por ejemplo, cuando los niños juegan a aguantar la respiración mientras cruzan un puente (“Elegía séptima”); el alivio, el júbilo y las sonrisas cuando todos logran subirse al tren en movimiento (“Elegía décima”); el momento de diversión e intimidad que se produce cuando juegan con un celular roto (“Elegía decimosegunda”); o bien, el episodio de liberación de las tensiones del viaje, del “miedo” y del “odio”, cuando se genera un ritual de percusión sobre la góndola del tren antes de llegar a la frontera (“Elegía decimoquinta”).
Las Elegías construyen una atmósfera afectiva que recrea la vivencia del desplazamiento de los niños en los términos de una cronotopía de la intemperie. En tanto que ambiente atmosférico, la intemperie implica la vivencia de un mundo abierto, extraño, que resulta hostil y atemorizante. El temor y sus efectos, el silencio y el repliegue de los cuerpos impiden cualquier tipo de resistencia significativa que modifique la situación de supervivencia extrema en la que se encuentran los menores.
Durante el desplazamiento se producen encuentros, cruces y articulaciones entre los niños y otros personajes o colectivos que acentúan o atenúan el sobresaliente sentimiento de amenaza y temor. Entre los personajes que colaboran con la atmósfera ominosa se encuentran: el coyote de quien los niños reciben permanentes amenazas e intimidaciones, una bruja que les arroja una maldición, un evangelizador loco que profiere palabras siniestras, los pobladores violentos que arrojan piedras e insultos cuando pasan subidos al tren, los soldados que deben cuidar la frontera pero que les roban sus pocas pertenencias y los vigilantes de la frontera que les disparan. Son menos, aunque presentes en el texto, los personajes que ofician de ayudantes: los jóvenes de organizaciones humanitarias, las mujeres que arrojan comida, agua y fruta a los migrantes durante un tramo del desplazamiento, y las niñas que gratuitamente les desencarnan las uñas para que puedan proseguir la travesía más aliviados. A ello se suman gestos de solidaridad y contención entre los menores y de parte de una de las niñas con “la mujer voladora”, una migrante que pierde su vida al caerse del tren. Estas y otras referencias configuran una sociabilidad y una economía de la región fronteriza; los personajes que allí se mueven forman parte residual del sistema y buscan subsistir, en algunos casos timando a los migrantes incautos para sacar algún provecho o bien ofreciendo algún servicio en una economía de la supervivencia.
Frente a la destrucción y el miedo que experimentan, los menores imaginarán la ciudad que los espera como un futuro impecable (“Elegía octava”) y, ante la basura, los huesos y las ruinas solo pueden preguntarse sobre el futuro (“Elegía decimocuarta”). Ya adentrándose en el desierto, los niños no saben a dónde llegan, pero se configura un pasado de oscuridad frente a un presente de luz, la del desierto, como un signo de esperanza; aunque sabemos finalmente, si asociamos las Elegías con el relato marco, que solo cuatro de los menores sobreviven a la travesía y que el desierto “es una tumba para aquellos que necesitan cruzarlo” (411).
Conclusiones
Frente a la evidencia de que “en el torbellino de basura de lo que llamamos historia” (Desierto sonoro 275) los niños que buscan asilo se encuentran perdidos, borrados de la historia, Desierto sonoro y especialmente las Elegías no solo los capturan y rescatan del olvido, sino que insisten en torno a su situación. En Los niños perdidos. Un ensayo en cuarenta preguntas, Luiselli sostiene esta idea que es la que sustenta la propuesta de la ficción:
Mientras tanto, mientras la historia no se termine, lo único que se puede hacer es contarla y volverla a contar, a medida que se sigue desarrollando, bifurcando, complicando. Pero tiene que contarse, porque las historias difíciles necesitan ser narradas muchas veces, por muchas mentes, siempre con palabras diferentes y desde ángulos muy distintos. (88)
Así, narrar “muchas veces” apunta a la insistencia, a la repetición de la falta. En relación con esto, advertimos que el tono elegíaco permea toda la novela y propusimos pensar Desierto sonoro como una elegía biopolítica en tanto se edifica en la tensión de fuerzas opuestas: lo que se borra, lo que queda indocumentado y desaparecido de la historia oficial, y la insistencia en evidenciar los dispositivos que inducen esa tachadura para dejar registro. La dinámica entre la repetición y la falta adquiere diversos tratamientos en la novela ligada a las diferentes líneas argumentales. En función del foco en las Elegías que da protagonismo a los niños migrantes y entablando algunas asociaciones con el relato marco, las repeticiones y faltas se producen a nivel del contenido y también de la estructura. Detectamos en este último sentido que mientras una elegía se repite, otra falta. Leímos este aspecto constructivo como la forma que Luiselli elige para denunciar una situación que comienza y recomienza, la de los niños que emprenden una migración forzada en contextos de ilegalidad y violencia, mientras que la ausencia de la “Elegía undécima” codifica todas las vidas perdidas; en este sentido, esa ausencia a nivel textual es también la marca de una repitencia.
En el análisis de las Elegías atendimos a la relación entre el espacio experimentado por el cuerpo de los niños y las atmósferas afectivas que predominan en el desplazamiento. Las referencias a mapas, la organización vertical y horizontal del espacio, los medios de transporte (cámara, góndola, avión), los entornos naturales (río, selva, desierto) y el encuentro con otros personajes pueden condensarse en una cronotopía de la intemperie. El predominio de las atmósferas atemorizantes, producto de diversas violencias, implica movimientos de repliegue en los cuerpos infantiles que impiden la capacidad de agencia para un colectivo cuya minoría de edad agudiza la situación de vulnerabilidad. La relación entre los cuerpos y las atmósferas afectivas configura la experiencia biopolítica del espacio de la frontera para proyectar la devaluación de las vidas de los niños cuyas pérdidas, cuando no resultan indiferentes, son esperadas o ejecutadas por los vigilantes de la frontera o por los ciudadanos estadounidenses que los cazan.
Desierto sonoro y, específicamente, las Elegías se instalan desde la ficción en una posición antagónica y crítica frente a los marcos dominantes que regulan el valor de las vidas y las muertes de los niños que buscan refugio, así como los afectos en torno a ellas. Intervienen como una oposición ética y política a la pérdida de esas vidas produciendo afectos de indignación frente a la injusticia e invitando a seguir contando, denunciando, una y otra vez la situación, procurando evitar también la pérdida de esta historia porque, entendida la interdependencia de unos y otros para el sostenimiento de la vida, nadie se salva solo.