Ruku, chakwas y runa
… a los Puquios, que son los manantiales y fuentes [...] a los ríos [...] les piden hablando con ellos [...] a cerros altos y montes y algunas piedras muy grandes también adoran y mochan, y les llaman con nombres particulares y tienen sobre ellos mil fábulas de conversiones y metamorfosis y que fueron antes hombres que se convirtieron en aquellas piedras. Las Sierras nevadas, [...] Todas cosas sobredichas son huacas (Arriaga [1621] 1999: 28-30).
Arriaga redactaba así su definición de wakas en el tratado en contra de las idolatrías en la primera mitad del siglo XVII. Hoy, en el Callejón de Conchucos, en la provincia de Huari, Ancash, Perú,1 el territorio está lleno de lugares significativos, es decir, elementos que destacan por tener nombres propios, por tener capacidad de comunicar y de relacionarse entre ellos y con los seres humanos, por tener género, carácter y gustos específicos y personales, por vincularse con lazos parentales con los seres humanos, además de compartir con ellos un pasado y un territorio.
En la provincia de Huari no hay un único nombre comprensivo para identificar a esas personas no humanas2 que tienen una vida y una red de relaciones dentro de la comunidad, que tienen voluntad -una voluntad a veces muy caprichosas- y que interfieren en la vida de la comunidad, cada una a su manera. No tienen un nombre específico comprensivo, tal vez porque es muy variada la apariencia material exterior -el cuerpo (Viveiros de Castro 2009)- a través de la cual se manifiestan: lagunas, piedras, callejones, chacras, ruinas prehispánicas, ríos y varios elementos del territorio; sin embargo, más que todo, son cerros y nevados con nieves perennes. No se habla tanto de huacas, o wakas, de manera genérica, porque, como cualquier persona, cada una tiene su nombre propio, y así se les llama. Con esos nombres hay que hablarles durante las ofrendas, cuando se les pide apoyo en el camino o se les solicita fertilidad para una chacra o un rebaño.
Aparte del término muy genérico hirka (que en quechua ancashino3 significa cerro [Parker y Chávez 1976: 66]), las únicas palabras generales que se utilizan provienen del léxico familiar. Esos términos se utilizan de manera cariñosa y respetuosa, y son los mismos que se usan para designar a los ancianos del colectivo humano: ruku, (anciano) (Parker y Chávez 1976:152) y chakwas, (anciana) (Parker y Chávez 1976: 50). Así, no sorprende que los comuneros se refieran a esos lugares con términos que proceden de la esfera del parentesco, como tayta (padre) (Parker y Chávez 1976: 171). Sin embargo, la palabra más utilizada que los comprende a todos es awilitus o awilus, una “quechuización” del español abuelito, abuelo; esta expresión que se usa en un doble sentido, ya sea con el significado de abuelo de una familia, ya sea para indicar a los antepasados, es decir de manera menos vinculada con una familia en particular y relacionada con toda la comunidad.4
Rolando, comunero de Olayán, cuando lo conocí, durante una corrida de toros en Huari en la fiesta de la Virgen del Carmen, tenía poco más de treinta años. Él había alquilado sus bravos, los toros para la corrida, los capitanes de la tarde taurina, para que jugaran en honor de la Virgen a finales de junio de 2003. Mi permanencia en su casa, con él y con su familia, ha sido fundamental para mi comprensión de esa particular manera de relacionarse con algunos elementos del territorio en Conchucos.
Lo que Rolando valora como más importante, después de su familia, son sus bravos y su puna: un terreno entre Huari y San Marcos del cual ha sido propietario por herencia desde la muerte del padre, y que en aquella época le fue comprado por la compañía minera Antamina5 para la cual Rolando todavía trabaja hoy. Cuando Rolando me habla de los cerros, decía “mis andes”, cuando hablaba con los cerros los llama por sus nombres (Venturoli 2011). En sus palabras, aparece evidente, por un lado, su vínculo personal y casi íntimo con algunos cerros específicos; por otro lado, esos lazos se abren a toda la comunidad construyendo esa visión de parentesco colectivo entre cerros y grupo humano.
En el momento de ofrendarles se habla con los cerros. Los cerros son como personas y me protegen, así agarro mi coca [y digo]:
a ver, coquita mamita, me ofrenda a nuestro Señor al Dios a Santa Rosa y a mi padre, los tres diositos Santa Rosa y papá, ayúdame en esta caminada con los cerros, con estos cerros. Cada cerro tiene su nombre, todo los cerros, digo sus nombres, de los cerros, ayúdame, por favor. Mayormente no se le dice cerro se le dice viejo y vieja, rukus y chakwas, awilitus, abuelo y abuela, nuestros antiguos, nuestros antepasados, así se les dice a los cerros: abuelos protéjanme que no me pase nada. Hay cerros mujeres y cerros varones. Por ejemplo: allí en Ururpa, que te digo, allí hay Rukucha pues o sea abuelo y abuela. Por ejemplo se dice que los abuelos no son como nosotros, son rubios barbas de oro cabello de oro, así claro, se imagina que son claros, gringos, abuelos se le dice. A veces hay figuras: por ejemplo este cerro hasta el momento yo no logro distinguir dónde está su cara del abuelo y de la abuela. Siempre están hermanos, en pareja, igualito con las lagunas, se dice que por ejemplo Ururpa es mujer, Murucocha es varón (charla con Rolando, Olayán 2003).
En este artículo, quisiéramos esclarecer algunos aspectos de la relación entre humanos y awilitus, de cómo ella se funda sobre el acto de compartir comida, espacio común y comunicación verbal. Veremos cómo, entre comuneros y awilitus, se establece una reciprocidad que pretende ser mantenida mediante ofrendas y diálogos cotidianos. No obstante, esa reciprocidad se asiente sobre una dinámica de poderes, donde los awilitus representan al sujeto más fuerte; queremos demostrar cómo los habitantes de las comunidades de Conchucos consiguen negociar y modular el acercamiento a los awilitus mediante la alteración de las categorías chúcaro y manso. Trazaremos una presentación, con base en algunos datos etnográficos, de ese conjunto dual muy denso y articulado, chúcaro y manso, que traza y divide el territorio de las comunidades y define las prácticas con las cuales los runas (hombres y mujeres de las comunidades) se relacionan con los awilitus. Asimismo trataremos de esbozar un análisis del significado y del tipo de vínculo que estas categorías mantienen, de cómo se producen esos procesos y cómo se insertan en la dinámica histórica y cultural del área.
Del awilitu como persona y de su manera de relacionarse con el hombre
La relación con los awilitus se renueva día a día a través de un diálogo que debe mantenerse constante, y mediante una serie de ofrendas que, además de comprender hojas de coca, cigarros y alcohol, involucran siempre un conjunto de comida que incluye el alimento preferido del awilitu con quien se está hablando -normalmente son dulces: azúcar, caramelos, naranjas u otros tipo de frutas. Teniendo en cuenta que cada awilitu posee sus gustos, es esencial conocerlos para no equivocarse y establecer una buena relación y un provechoso diálogo. Rolando recomendaba que:
… cada cerro tiene diferente gusto. Por ejemplo, por este lado le gusta la haba tostada, pero lo fundamental es, como te decía: alcohol, coca, cigarros, naranja y azúcar, eso es lo fundamental, a eso se le puede incluir otras cosas [como] anisado (charla con Rolando, Olayán 2003).
Igualmente, don Amancio, comunero de San Bartolomé de Acopalca, es una figura de referencia importante para toda la comunidad y centro de una familia extensa con la cual yo pasé buena parte de mi trabajo de campo, en varias charlas insistía sobre el hecho que: “… a las hirkas les gustan las cosas dulces, si no hay caramelo o naranja se le da azúcar nomás, y siempre se le cuenta lo que se le está ofreciendo” (charla con don Amancio, Acopalca 2004). Los runas, por lo tanto, desempeñan su relación con los lugares ofrendándoles comida pero también comiendo junto a ellos la misma comida que les están ofrendando.
De esa forma runas y awilitus comparten el territorio de la comunidad y juntos ambicionan defenderla, conservar la propiedad, el derecho de decidir sobre los recursos naturales allí presentes, de mantener claros y definidos los linderos que delimitan los confines de la comunidad (De la Cadena 2010, 2015; Venturoli 2011). Eso resulta particularmente evidente porque algunas hirkas, u otro tipo de rukus o chakwas, asumen el papel de mojones de la comunidad, es decir signos más o menos permanentes que definen los confines de las tierras de las comunidades. En el caso de la comunidad de San Juan de Yacya y San Bartolomé de Acopalca, se guardan los manuscritos originales del siglo XVII de los títulos de la tierra en donde algunos de esos parajes son nombrados ya desde época colonial como mojones. En los manuscritos, son hitos artificiales construidos por los comuneros, así como elementos naturales como cerros, lagunas, riachuelos, fuentes, etcétera6 (Basso 1988; Bellenger 2005; Santos Granero 1998; Venturoli 2011).
Como decíamos, la relación entre la comunidad humana y los awilitus, singularmente y colectivamente, se construyen compartiendo. El acto de compartir, en los Andes, es el fundamento de los vínculos. Las relaciones personales se establecen principalmente compartiendo dos elementos cardinales: la comida y el espacio de vida. La misma noción de parentesco se construye compartiendo la comida y el espacio del hogar (Leinaweaver 2009; Van Vleet 2008; Weismantel 1988, 1995) en diferentes niveles, desde el hogar hasta el territorio étnico de la comunidad. En términos más amplios, la comunidad se define, ya desde época prehispánica, sobre un territorio común en el cual se reconoce y en el cual ella reconoce lugares sagrados y awilitus compartidos.7 Zuidema escribía que el “antiguo concepto andino de ayllu se fundaba sobre una relación jerárquica entre un grupo de personas, de una parte, y la tierra que este grupo ocupa, así como el agua necesaria para su irrigación y cultivo, de la otra” (1989: 118). Aunque no podemos sobreponer lo que hoy es la comunidad a lo que era el ayllu en época prehispánica (Sendón 2016) -sobre todo en el área de Conchucos donde esa terminología y esas organizaciones no se utilizaban sino por influencia incaica procedente del área sureña-8 es interesante destacar cómo el reconocimiento en el territorio sigue siendo elemento focal. A estos dos queremos añadir un tercer elemento que nos parece central en la configuración del establecimiento de relaciones personales: los comuneros y los awilitus, además de compartir comida y un territorio, siempre necesitan compartir la palabra. La palabra resulta ser otro elemento fundamental para que se establezca el vínculo entre hombres y awilitus, es el último nivel que resulta posible solo porque existen los otros dos. El diálogo se establece gracias al hecho de compartir: el hombre puede dar inicio a su diálogo con el ruku ofrendándole comida o por lo menos dirigiéndole hojas de coca. Compartir palabra, comida y espacio hace posible designar a este colectivo no humano como un colectivo de personas, porque el acto de compartir permite construir relaciones y la posibilidad de relacionarse es el atributo principal de las personas. Se considera a las personas como un microcosmos de lazos sociales (Strathern 1988), capaces de construir y mantener relaciones que actúan con intencionalidad, los cuales no necesariamente se presentan con un cuerpo humano (Viveiros de Castro 2009). En ultima instancia, así como las familias comparten memorias comunes y sus representantes se relacionan entre ellos a través de una trama de sentido común que tiene raíces en la memoria familiar, los awilitos comparten con los comuneros también un pasado común. Chakwas y rukus entran en los mitos de origen y en las narraciones sobre los primeros grupos que formaron y dieron comienzo a las comunidades humanas; toman parte de esas narraciones, cada uno con su biografía que la comunidad humana conoce y reconoce trasmitiéndola de generación en generación pues las biografías de los lugares están considerablemente entretejidas con las biografías de los grupos humanos. De cada awilitu emanan narraciones que relatan y renuevan sus redes de relaciones y de parentesco con las comunidades. Algunos awilitus están relacionados con el nacimiento de la comunidad y con las narraciones que construyen los mitos de origen del grupo que formó el primer asentamiento sobre el cual surgió el pueblo en época prehispánica.9 La comunidad de San Bartolomé de Acoplaca y la comunidad de San Juan de Yacya en la provincia de Huari, reconocen sus lugares de origen en dos lagunas respectivamente: la de Purhuay y la Chonta. Ambas lagunas se encuentran arriba del pueblo mirando a los nevados y rodeadas de asentamientos prehispánicos (Ibarra 2009; Orsini 2013). Algunos lugares participan en el ciclo ritual, entrando en contacto con la comunidad humana de manera colectiva, y al mismo tiempo dialogan individualmente con los comuneros.10 Como todas las personas, los awilitu tienen su individualidad: atributos personales los caracterizan a nivel físico, moral y emotivo. Además, se les distingue por nombre propio y por género, y es crucial conocerlos cuando se les habla y se le ofrece comida. Asimismo, ellos tienen índoles que los identifican, algunos son más caprichosos, otros que son más pacientes, así como tienen gustos diferenciados para la comida. A pesar de ser cerros, lagunas, riachuelos etcétera, los comuneros identifican también rasgos humanos en los awilitus a menudo se les describe como “gringos”, con barbas largas los masculinos y pelo largo y rubio los femeninos, esas son las fisionomías que exteriorizan el ápice de poder en la construcción jerárquica de las categorías étnicas.
Todos los awilitus toman parte de la vida política, social y cultural. Como cada persona, ellos expresan su voluntad y su opinión sobre varios aspectos de la vida política, social y cultural, de la comunidad en conjunto y de los comuneros singularmente, y cada uno lo hace a su manera con base en su carácter y en sus peculiaridades (Venturoli 2011). Los curanderos (especialistas no solamente curan individuos sino también a la esfera espiritual y política de la comunidad) se ocupan de producir y mantener relaciones particulares con algunos awilitus poderosos. En San Bartolomé de Acopalca se suele solicitar la intervención de los awilitus en los asuntos comunitarios en condiciones de ocurrencias adversas, mediante un ritual nombrado awiluturkuy.11 Ese diálogo se desarrolla en unas chullpas -construcciones funerarias de época Recuay-12 presentes en las alturas fuera del pueblo, a través de la mediación de los restos humanos de época prehispánica. De esa forma, los awilus hablan con los comuneros de asuntos importantes y participan de la vida del colectivo humano. Asimismo, la laguna Chonta en Yacya y la laguna de Purhuay en Acopalca son involucradas e interpeladas por esos especialistas en varios rituales periódicos del ciclo agrícola como parte activa de la comunidad, como signo de respeto hacia su potestad.
Los awilus tienen un gran poder sobre la fertilidad de los rebaños, la abundancia de la cosecha y el bienestar humano en general. Mantener un fuerte y sano vínculo con los rukus y las chakwas resulta particularmente importante para la reproducción social, económica y cultural de toda la comunidad. Las relaciones entre hombres y lugares son tan importantes para la reproducción de la comunidad cuanto lo son las relaciones entre los hombres, y son igualmente reguladas bajo un régimen de reciprocidad. La ruptura de esa reciprocidad y el poder de los awilitus, su malestar hacia algún comportamiento humano se expresa indiscutiblemente con alguna advertencia, a veces no inmediatamente visible para el hombre -tal vez expresada en sueños o mediante otra forma de visión o de lectura a través las hojas de coca- así como con una inmediata enfermedad que se manifiesta de diferentes formas y que se identifica por varios diagnósticos como, por ejemplo, el susto o el malcampo (Ciccacci 2009; Canghiari 2009; Rossi 2009). Ese descontento de los awilitus debe ser identificado lo más pronto posible y el error debe ser corregido mediante un ritual reparador, a través del apoyo de un especialista que pueda sanar el daño, restablecer y equilibrar la relación. Esos episodios de enfermedades13 evidencian la posición de poder en la que se encuentran los awilitus en relación con los runas.
Creemos que las relaciones en las que se inserta esa tipología de personas no humanas se articulan también en forma de reciprocidad, una de las categorías centrales para la reglamentación de las relaciones sociales y económicas entre humanos en las comunidades andinas. Mayer y Alberti definieron la reciprocidad andina como:
… el intercambio normativo y continuo de bienes y servicios entre personas conocidas entre sí, en el que entre una presentación y su devolución debe transcurrir un cierto tiempo, y el proceso de negociación de las partes, en lugar de ser un abierto regateo, es más bien encubierto por formas de comportamiento ceremonial. Las partes interactuantes pueden ser tanto individuos como instituciones (Alberti y Mayer 1974: 21).
La reciprocidad implica un intercambio entre dos partes, no necesariamente del mismo nivel social y de poder, un intercambio que se produce en el momento en que se contrae una obligación hacia alguien que nos ha hecho objeto de una “ayuda” o “generosidad”. Murra (1972) escribió que en el mundo andino la generosidad obliga y compromete a alguien a la reciprocidad. La reciprocidad andina expresa también un enlace que se establece mediante el intercambio explícito o simbólico (Faas 2017): implica la posibilidad de obtener algo a través de gestos y palabras rituales, comprendiendo el compartir comida (Bellenger 2005; Allen 1988; Bastien 1978; Isbell 1978).
En Conchucos, encontramos varias formas de reciprocidad: de tipo laboral, de tipo ritual, individual y colectiva, que están en la base de la reproducción económica, social y también ritual en diferentes comunidades (Venturoli 2011). Analizando la relación entre comuneros y awilitus, ésta parece estar incluida en estos mecanismos de reciprocidad. El diálogo no debe interrumpirse para no incurrir en la ruptura del equilibrio. Los comuneros deben respetar la relación con los awilitus y mantener vivo el diálogo compartiendo palabras y comida. A cambio, los awilitus protegen la fertilidad de las chacras, de los animales y tutelan el bienestar humano. En Conchucos, “cuidar la naturaleza” 14 es la expresión que se utiliza para indicar ese tipo de relación y evidencia los elementos que toman parte en la reciprocidad. Cuidar la naturaleza es considerada una obligación del comunero activo dentro de la comunidad, pues en esa frase densa se inscribe parte de la reciprocidad que se debe establecer entre el comunero/a y awilus. El hombre cuida la naturaleza mediante una serie de acciones que se concretan desde el trabajo agrícola cotidiano, necesario para la reproducción económica, hasta el diálogo realizado, ya sea de manera simple y cotidiana ya sea de manera más organizada con etapas rituales dentro del calendario festivo.
Para los conchuquinos esa relación involucra diferentes lugares percibidos por los hombres y divididos en dos macro categorías: por un lado, los lugares que se encuentran en el espacio doméstico y vivido cada día por la comunidad, ya sea familiar ya sea comunal y en los inmediatos alrededores, como las chacras; por otro, los lugares que se encuentran lejos del espacio de residencia y trabajo de los comuneros y que tal vez pueden encontrarse hasta afuera de los límites del territorio de la comunidad. Ambas tipologías de lugares forman parte de la socialidad15 de Conchucos, sin embargo lo hacen mediante diferentes modalidades y categorías que, como veremos, son fluidas y negociables. Awilitu chúcaros y awilitu mansos son personas y todos entran en la relacionalidad del colectivo humano. Sin embargo, existen dinámicas de poder que evidencian una clara jerarquía en el marco de la cual las hirkas, es decir los nevados, se encuentran en el escalón más alto, posicionándose en aquel espacio fuera del área doméstica del pueblo que los comuneros definen chúcaro. El espacio más cercano al pueblo -no necesariamente a nivel físico sino sobre todo a nivel de participación en la vida comunitaria y de explotación para la subsistencia- se define manso, y allí se encuentran los awilitus que se asientan en un nivel jerárquico más bajo. La altitud, la presencia de glaciares y de nieves perennes, la existencia de ruinas prehispánicas -que normalmente se hallan en áreas de altura- y la distancia desde el área habitada parecen ser las categorías en las que se basa esa jerarquización.
La reciprocidad que se establece entre los hombres y los awilitus presenta evidentemente una discrepancia de poderes y de posicionamiento de las dos partes, pues el ser humano, ya sea colectiva o individualmente, se expone a riesgos mayores al no respetar el intercambio contraído con el awilitu. Sin embargo, la posibilidad de negociación del hombre dentro de este mecanismo de reciprocidad es bastante relevante y el espacio de actuación del hombre resulta aún más significativo de lo que podría aparecer. En Conchucos los runas tienen la capacidad de modificar el conjunto dual chúcaro y manso, es decir salvaje y domesticado, que define y construye la jerarquía de los awilitus. Como veremos más adelante, a través de una serie de prácticas rituales, las comunidades pueden modificar la clasificación de un lugar de chúcaro a manso y esto puede influir en una serie de cuestiones que modifican la posición y la relación del lugar con el colectivo humano y, consecuentemente, su poder y su posición en la jerarquía de los lugares.
El “carácter” de los awilitus: lugares chúcaros y lugares mansos
Para explicar y tratar de analizar lo que implica para los comuneros de Conchucos este conjunto espacial, chúcaro y manso, que por supuesto involucra una serie de significados que sobresalen de una simple división espacial -después veremos en qué sentido-, o de categorías con las cuales individuar el carácter de los awilitus, necesitamos ir un paso atrás en la historia. Para tratar de entender cómo se despliega y se regula la socialidad entre hombres y lugares en las comunidades de Conchucos necesitamos reconstruir, aunque muy velozmente, algunos procesos históricos que producen parte de las dinámicas contemporáneas. No es mi intención abordar aquí temas ya ampliamente analizados sobre la lucha contra las idolatrías y de lo que fue la política de las reducciones16 en los Andes (Duviols 1971, 2003; Mills 1994, 1997; Polia 1999; Durston 1999; Gose 2008), sin embargo me parece necesario abrir una pequeña ventana sobre una práctica precisa dentro de esa larga historia, que podríamos llamar el bautizo cristiano de los lugares sagrados andinos, o que las campañas de evangelización consideraban como tales.17
En los largos e incesantes caminos de los evangelizadores -que duraron siglos- el espacio andino, y americano en general, fue resignificado, reconstruido, reinscrito de manera real y de manera simbólica. Una vez derrumbados los templos, quemadas las momias, destruidas las tumbas, arrasados los santuarios y todos los posibles elementos de sacralidad prehispánica, los mismos evangelizadores se dieron cuenta de que la evangelización no podía ser sólo cuestión de destruir sino también de proponer o imponer. En este proceso, la política de las reducciones tuvo un papel preciso. El pasado acreditado -en el sentido de un pasado social, política y religiosamente importantes- es waka y las wakas se materializan en el paisaje físico, sobre todo en elementos que no pueden ser destruidos, así que las reducciones se transformaron en el principal instrumento para cortar este vínculo. Como afirma Zuidema, refiriéndose a la sociedad inca en su estudio sobre los ceques, “el antepasado era concebido en términos de un lugar sagrado o huaca, ubicado dentro del territorio del grupo” (Zuidema 1964: 146). Hubo probablemente un momento preciso en el que los evangelizadores comenzaron a darse cuenta del papel que esos elementos del territorio desempeñaban en el marco de la sociedad andina (Mills 1994). Si bien ellos estaban condicionados por una visión del mundo sacralizada, sabemos que el papel de las wakas, ya desde época prehispánica, no se limitaba solo a la esfera espiritual, pues esa no estaba separada de la social, política y económica (Venturoli 2006).
De todas formas, cerros, lagunas, chacras y ruinas prehispánicas comenzaron, en un determinado momento, a ser objeto de atención por parte de los evangelizadores. El procedimiento fue de modificar la simbología andina de algunos lugares o elementos del paisaje que no era posible eliminar, con el fin de resimbolizarlos mediante una semántica cristiana. Como sabemos, el acto de poner cruces en los cerros o cambiar los topónimos con palabras cristianas fue parte de aquella tentativa española, puesta en práctica en las reducciones, por redefinir el espacio según un damero colonial (Duviols 2003; Mills 1994; Durston 1999; Gose 2008; Merluzzi 2014). La cristiandad comenzó a animar el territorio (Gose 2008): la tentativa tuvo el efecto de perpetuar los códigos anteriores. No se suprimió la identidad de un lugar, sino que se le añadieron atributos procedentes de la tradición cristiana. Poner una cruz sobre ruinas prehispánicas que se identificaban como pacarinas (lugar de origen de una comunidad) no trajo como consecuencia que el grupo olvidase su simbología originaria tomando en cuenta solo el nuevo marco ideológico, sino que suscitó una confirmación de la autoridad del lugar y de su posición en las dinámicas de poderes de la comunidad. El bautizo de los lugares con nuevos nombres o nuevos elementos iconográficos produjo una nueva reformulación del espacio, no tanto mediante nuevos significados sino mediante nuevos significantes. Colocar cruces en las cumbres de los cerros dio origen a los cultos cristianos de los cerros calvarios y a las fiestas de las cruces; eso fue una de las vías más fáciles para introducir a los awilitus dentro del ciclo ritual cristiano y considerarlos parte activa de una religiosidad que no se agotaba adentro de la iglesia, alrededor de un altar (Gose 2013), sino que se le permitía expandirse en el espacio periférico, al aire, libre afuera de la iglesia (Gose 2013). Esa, para las comunidades andinas, fue la ocasión para mantener sus relaciones con los awilitus, para actualizarla, renovarla y renegociarla. Por supuesto, si por un lado estamos aquí considerando la capacidad de rearticulación y de resiliencia de las comunidades andinas, no hay que olvidar que el proceso fue violento y dramático, que el suceso del destructivo ejercicio contra las huacas y la sucesiva reconsagración de la sacralidad cristiana mediante símbolos materiales como la cruz, proporcionó a las comunidades indígenas un fuerte recuerdo de la humillación, de la pérdida y la derrota de sus wakas (Mills 1994: 112). Sin embargo, esto no significó un abandono del vínculo con éstas ni un total olvido de su rol dentro de la comunidad. Lo que es cierto es la incorporación y la articulación de la simbología cristiana dentro de aquella andina.
En la imposición de la visión aristotélica donde había que decidir entre bien y mal (o mejor dicho diablo y dios), el intento de los españoles, a través de las reducciones y durante las campañas de extirpación de las idolatrías, era reconfigurar el territorio andino en un espacio reducido y otro no reducido. El espacio reducido debía ser del pueblo español donde:
... lo que se quería transmitir era la cualidad de policía -policía y cristiandad eran los efectos interdependientes de la vida urbana. El término policía implicaba un conjunto de comportamientos relacionados con conceptos europeos de civilidad (hábitos de vestimenta, higiene, etc.), pero sobre todo implicaba vida urbana, bajo una forma de gobierno legítima, o sea, vida en república (Durston 1999: 79).
En la forma del damero del pueblo español se resumía la sociedad religiosa y civil de la corona de Castilla, su ansia de control político, económico y religioso. Por un lado, el damero “busca[ba] detener los movimientos y agrupaciones no deseadas de personas, como disponen las instrucciones toledanas con su insistencia en el encasillamiento de cada unidad familiar en un espacio separado sin comunicación lateral” (Durston 1999: 84). Por otro lado, alrededor de la plaza principal se construía la idea toledana del lugar de la socialidad, pues allí aún más incuestionablemente se inscribía la jurisdicción del imperio: era en la plaza donde se asomaban los emblemas del poder religioso y del poder civil: la iglesia y el municipio. La plaza era entonces el centro del espacio reducido, español, cristiano y civilizado por excelencia. Sin embargo, los comuneros seguían cultivando sus chacras en las afueras del pueblo, chacras que no siempre se encontraban en las cercanías de los pueblos reducidos y, muchas veces, obligaban a los indios a largos caminos de vuelta a sus lugares de origen. De allí también la necesidad de esos ejercicios de cristianización de lugares lejanos.18
Sin embargo, la frecuentación y la peregrinación a los cerros, lagunas y otros lugares lejanos del pueblo, si no era estrechamente necesaria, era mal vista y prohibida, pues esas eran las comarcas de la idolatría, del diablo. Esa imposición espacio-cultural fue creando así una duplicidad entre un espacio reducido, cristiano, controlado por la ley española y un espacio no reducido, idólatra y salvaje. Esa dualidad no se limitó a existir y a ser percibida como una condición espacial/territorial sino que es una condición claramente ontológica.
Como resultado de los intentos de evadir el régimen reduccional, los andinos entran en esta dialéctica y asimilan una categorización hispana del espacio según la oposición reducido/no reducido, que se articula con las categorizaciones propiamente andinas … (Durston 1999: 92).
Es decir, este conjunto binario se incorpora a las dinámicas duales de cultura quechua que expresan la complementariedad de los dos lados en los que se divide el mundo: una parte alta, masculina, derecha y socialmente superior y una parte baja, femenina, izquierda, que se representa como el hermano menor (cf.Zuidema 1977, 1989; Ossio 1974, 1992; Platt 1978; Isbell 1978). Eso es válido también para el dualismo aymara formado por un conjunto bajo, húmedo, femenino e izquierdo, resumido en la aldea o conjunto uma o urinsaya, y otro constituido por lo alto, seco, masculino y derecho en urco o aransaya (véase Bouysse-Cassagne 1988; Platt 1976).19
Como mencionamos líneas atrás, hoy en día, las relaciones entre el colectivo humano y los awilitus, en las comunidades de Conchucos, están construidas sobre un conjunto dual definido por las palabras chúcaro y manso, es decir salvaje y domesticado. Esas categorías, tan complejas y densas, disciplinan la manera de relacionarse con los awilitus con base en su pertenencia a una u otra categoría. Los comuneros parecen rearticular y actualizar la dialéctica espacio reducido y no reducido en el conjunto chúcaro-manso. Todo el territorio, adentro y afuera de los confines de las comunidades, está dividido entre espacio chúcaro y espacio manso. Al mismo tiempo, los awilitus están divididos entre aquellos que se encuentran en el área chúcara y aquellos que se encuentran en el área mansa, consecuentemente existen awilitus chúcaros y mansos. La simbología chúcara se asocia con un ámbito semántico vinculado con el peligro, la lejanía en el espacio y en el tiempo, lo que es desconocido, la irracionalidad, el caos, lo que no es previsible y lo que no se puede comprender. Aunque se asocia también con lo que es poderoso y se relaciona con los antepasados, la época prehispánica y lo que había antes de la llegada de los españoles y de la religión católica.
A las hirkas chúcaras -pues la mayoría de los awilitus chúcaros son cerros o lagunas- hay que hablarles con coca, alcohol, cigarros y con el puru,20 hay que dominarlos con esos elementos, esos son los “ayudantes” necesarios para poder establecer un diálogo con las hirkas:
Coquita linda, cigarro lindo, por favor dile a nuestros cerros, a nuestro viejo, a nuestra vieja, barbas rubias, estoy acá suplicándoles para pedirle que mañana, cerro querido, viejito viejita, te pido que mañana no hagas bromas pesadas como lluvia o que me canse, que no me caiga, que todo vaya bien. Si vengo acá es porque soy tu hijo y te quiero, ruku y chakwa, coquita linda poderosa, háblame ayúdame y mañana pienso llevar tus hijos para que jueguen, son sólo prestados tus animales van a regresar, haz que tus animales jueguen bien que tu nombre quede en alto, y que no le pase nada a tus animales. Cigarro lindo, por favor domestica nuestros cerros que no se molesten. Coquita María, por favor avísame si mañana nuestros animales van a salir con toda tranquilidad o van a haber problemas, si todo va a salir bien, por favor que salga por su piel y por su cara, si va a haber algún problema por favor dime, si voy a tener problema demuéstrame. Viejito, viejita, mi cerro permíteme (charla con Rolando, Olayán 2004).
El espacio manso se asocia con el mundo cotidiano, doméstico, familiar, conocido, con la racionalidad y con la religión católica. Eso es percibido no tanto como menos poderoso, sino que los awilitus mansos son más afines al humano y los poderes que expresan están más vinculados con la esfera de lo cotidiano, de la producción y de la reproducción del ciclo vital humano, del mundo agrícola y de los animales domésticos. Los awilitus mansos apoyan la vida del hombre en el día a día, en un diálogo cotidiano. Hombres y mujeres aprenden desde niños a “hablar a los cerros” y siguen haciéndolo a lo largo de toda la vida. Este nivel de diálogo es el más inmediato, el más cotidiano, los niños lo aprenden a través de la experiencia de los mayores, o porque la abuela les cuenta o porque el papá y la mamá les explican cómo hacer, cuando, desde la edad de cinco o seis años, empiezan a ir a la puna para llevar el ganado (Venturoli 2011).
En todos los trabajos cotidianos el hombre necesita “la amistad del awilu” [gracias a ella] trabajas sin sentir cansancio, aliento te queda, regalas un poco y con su cariñito de los awilus avanzas, trabajo sin cansar, tú dices: awilitu, awilitu aquí está tu, coca tu cigarro. Eso es cuando está amistad ya cuando somos amigos ya, ‘ayúdame voy a terminar como cuatro, como cinco personas, estando yo solo. A ver coquita, doña María, awilitu awilitu, ayúdame pues’.[...] Te da aliento, sientes como si no hubieras trabajado (charla con Don Amancio, Acopalca 2005).
El término amistad explica muy bien el carácter dialógico, directo y espontáneo de este tipo de vínculo que, como decimos, implica un lazo parental que debe ser reivindicado, protegido y mantenido mediante esta relación recíproca; pues, la manera de relacionarse con los lugares del espacio manso difiere de la manera de relacionarse con los lugares del espacio chúcaro, resulta un diálogo más directo, más cotidiano sin necesidad de ayudantes -como el puru- no requiere apoyo de especialistas o intermediarios, de fórmulas específicas y de una ritualidad codificada.
“Antes era chúcaro ahora es manso”,21 procesos de cambio y espacios de negociación
Esa demarcación dual del espacio, en la región de Conchucos, no es algo fijo sino que puede estar sujeta a cambios, esas categorías son siempre in fieri y continuamente en disputa. De hecho, existen prácticas humanas capaces de modificar el estatus del lugar y de actuar sobre su categoría. Hay varias narraciones que relatan cómo los runas actúan sobre el espacio chúcaro para amansarlo, narraciones que, por un lado, recuerdan la acción española sobre el territorio andino de la época colonial.
La laguna Purhuay -chakwa central y muy poderosa del área, como ya mencionamos- capaz de otorgar y denegar fertilidad, reconocida como lugar de origen de la comunidad de Acopalca y elemento sustancial también en el mito de origen de la cabecera provincial, Huari,22 fue mansita mediante la acción ritual de los runas: “Purhuay ya no es chúcara porque mandaron a decir misas, tantas misas, y ahora está mansa, ahora (María Rupay fundadora de Acopalca) ya se ha ido por la Tayancocha que está más allá en la puna” (charla con Maura Acopalca 2005).
Eso nos da, aún más, la idea de la profundidad de la relación entre el colectivo humano y sus lugares: si por un lado vemos que los awilitus entran en la vida de los hombres asegurando su bienestar o creando problemas en situación de falta de cuidado, igualmente el hombre tiene la posibilidad de intervenir en la existencia de los lugares. Si es verdad que las relaciones entre humanos y awilitus, así como todas las relaciones personales, se establecen siempre con una dinámica jerárquica, de poder desigual, en la cual los hombres a menudo tienen una posición subalterna con respecto a la mayoría de los awilitus, también es verdad que el hombre tiene posibilidades de actuar y de negociar con los lugares y hasta de modificar su posición y su categorización adentro de la clasificación chúcaro-manso.
Las narraciones sobre esas prácticas se relacionan con procesos similares entre si, repiten etapas parecidas e involucran casi siempre una representación de los awilitus en forma de santos o vírgenes católicas. Como sabemos, dentro de la gramática del proceso de evangelización santos y vírgenes tuvieron un lugar significativo. Eso parece haber producido hoy una superposición entre santos y awilitus, es decir, en Conchucos, algunos awilitus tienen nombres y semblanzas de santos o de vírgenes cristianas, las estatuas que están dentro de las iglesias se interpretan como representaciones de aquel cerro o aquella laguna. Como mencionamos antes, los awilitus tienen rasgos blancos, son rubios igual que las estatuas. En general, la relación con las imágenes que se encuentran dentro de las iglesias de las comunidades es muy articulada y compleja pues presenta diferentes facetas, y no se puede simplificar en un esquema predefinido o estándar, válido para todas. Cada imagen es única, tiene su historia y su manera propia de relacionarse con los comuneros. La percepción y el trato que los comuneros dan a cada imagen es diferente y depende de la narración que está ligada a cada una. Debido a que las imágenes que están vinculadas con un awilitu son percibidas como reproducción de una persona específica, ya sea un cerro o una laguna, generalmente tienen una historia de aparición en el lugar que representan y la narración sobre el encuentro con la imagen cuenta el hallazgo por parte de la comunidad. Estas narraciones incorporan también las secuencias en las cuales los habitantes tratan de llevar al pueblo la imagen e instalarla en la iglesia, lo cual habitualmente revela un proceso largo y complejo de negociación con el awilitu; las negociaciones se llevan a cabo mediante actos rituales que incorporan prácticas, católicas y no católicas, que producen un cambio de estatus del lugar y a menudo su nuevo posicionamiento dentro del conjunto chúcaro-manso. La acción ritual, que involucra el compartir comida y palabras, produce un efecto performativo, en el sentido que modifica la categorización, resimbolizando el lugar e introduciéndolo en la esfera del doméstico.
En San Bartolomé de Acopalca el santo patrono fue hallado en ruinas prehispánicas arriba del pueblo, justo en el lugar del asentamiento prehispánico. Cada vez que los acopalquinos intentaban llevarlo al pueblo seguía regresando a su lugar, resistiéndose al desplazamiento (cfr. Sallnow 1987, 1991; Howard-Malverde 1990). De esa forma lo contaba don Amancio:
… hay un sitio que se llama Agopallga en Gatunpampa, hay una pequeña ruina, ahí dicen ha nacido el santo y cada rato que traían acá regresaba y no podían, no sabían cómo establecerlo acá, regresaba y regresaba, entonces en un tiempo en sueños se ha revelado y dijo “hagan igualito como a mí” con su Biblia en la mano […] Por eso mandan hacer otra imagen que se quede acá para siempre. Según la creencia en ese Gantupampa hay una flor gantu ahí dicen que existía un San Bartolomé. Así es la leyenda, han hecho igualito y por eso se queda acá (Amancio, Acopalca 2005).
Una de las hijas de don Amancio, Elsa, preparando cashqi en la cocina de la casa -la sopa de papas y hierbas perfumadas que se toma en la mañana- unos días antes de la fiesta de San Bartolomé también me contó cómo, en un “tiempo pasado” los ancianos habían encontrado la estatua del patrón de Acopalca en los cerros. Las dificultades para llevar a San Bartolomé a la comunidad fueron muchas, solamente ofrendas y peticiones, junto al ritual de la shogada23 hecho por los curanderos, fueron capaces de convencer el awilu: “… varias misas han hecho acá en su lugar mismo y le han dejado de cariño fruta, flores, con coca, con cigarro con todo le han shogado” (Elsa, Acopalca 2005).
En el mito de fundación de Huari -cabecera provincial y fruto de una reducción española, pueblo mestizo y centro del poder político, económico y simbólico del área- la virgen del Rosario, ahora virgen patrona, fue hallada cerca de una laguna y el proceso de llevarla al pueblo no fue tan sencillo:
… la mama Huarina apareció en la laguna de Purhuay entre las plantas de shashal, la bajaron por acá pero ella siempre regresaba a la laguna, muchos intentaron pero siempre en la noche regresaba a la puna y, en la mañana siguiente, la encontraban de nuevo allá. Hasta que un día un señor soñó a la virgen que le explicó que debían traerla con fiestas, música y danzas, por quince días, así que se mandó a traer a la virgen con fiestas y danzas. De acá nace la fiesta de los quince días (Clorinda, Huari 2003).
Ambos, San Bartolomé y la Virgen del Rosario, se identifican como preexistentes a la fundación del pueblo, es decir, su presencia en el área del pueblo a donde se les lleva es percibida como anterior a la presencia de su fundación española y, además, su descubrimiento en el caso huarino es señalado como la causa de la fundación del pueblo. En los dos casos se necesita cumplir un proceso ritual para lograr el desplazamiento, porque en los dos casos las imágenes aparecen estrechamente vinculadas con el lugar donde son halladas (cfr. Sallnow 1991; Poole 1991). En ambos casos se habla de fiestas que los devotos deben celebrar en honor del santo o de la virgen que, por un lado, son semejantes a las celebraciones que se desarrollan actualmente durante las fiestas patronales, incluyendo la presencia del cura en las misas; por otro a las prácticas curanderiles de la shogada, una serie de momentos de ofrendas y oraciones, que se remontan mayormente a la tradición prehispánica y que se realizan en diferentes ocasiones con finalidad de purificación y de transformación. El vínculo que ideal y simbólicamente liga al santo y a la virgen, cada uno en su lugar es claramente expresado por la complicación y la fatiga de llevarlo al pueblo. Purhuay ya no es chúcara, como mencionamos más atrás, pues la acción de los runas produjo un cambio de estatus de la chakwa, lo cual no significa que la laguna no siga siendo una persona central en la socialidad, no solamente de la comunidad de Acopalca sino también de la cabecera provincial. Purhuay es parte del mito de origen de ambos pueblos, hito de los confines del territorio acopalquino, presencia central en las memorias colectivas de los pueblos de la área, dialoga individual y colectivamente con lo comuneros, recibe comida y dispensa fertilidad.
Para concluir
La incorporación de la simbología católica en las comunidades de Conchucos se produce también salvaguardando el vínculo con los lugares. Esto genera una dialéctica entre espacio “reducido” y espacio “no-reducido”: en nuestro caso, el pueblo y el sitio donde se encuentra la imagen. Dialéctica de origen cristiano que se asienta sobre una dinámica dual andina entre espacio doméstico y espacio no-doméstico, espacio del pueblo y espacio de los nevados, que orienta la vida de esas comunidades (Orsini y Venturoli 2007; Ibarra 2009; Walter 2003). Esa dialéctica se acerca a otra muy conocida en los Andes, estudiada en particular por Pierre Duviols (1973, 2003) y Tom Zuidema (1989), la que existe entre Huari (Llacta) y Llacuaz. Partiendo del tratado de Arriaga, Pierre Duviols desarrolla un análisis del dualismo Huari-Llacuaz, en particular con base en los documentos de Cajatambo que relatan procesos de idolatría (Duviols 2003). Esos dos grupos se presentan como originarios de lugares diferentes y dedicados a diferentes ocupaciones de subsistencia. Un grupo estaría más relacionado con el culto del rayo, con el área de la puna y con el pastoreo; el otro estaría dedicado al culto del dios Huari y a la agricultura, en la zona ecológica de la quebrada.24 Zuidema, por su parte, trata la temática partiendo de la visita de Hernández Príncipe ([1620] 1923), bajo la perspectiva del parentesco, definiendo la oposición llachua/llacta como una oposición entre “clase superior/clase inferior” o “macho/hembra” que se combina con dos principios organizadores: uno patrilineal, para los hombres y uno matrilineal para las mujeres (Zuidema 1989: 119).25
Sin entrar en el debate (cfr. Orsini y Venturoli 2007), queremos aquí subrayar cómo los conjuntos puna-pastores y quebrada-agricultores podrían todavía producir, a nivel simbólico, una supremacía de una parcialidad con respecto a la otra, y cómo eso se podría reflejar también en la percepción y la interpretación del territorio andino. Sin embargo, hay que subrayar que se queda como algo fluido, negociable y que se modifica en el tiempo. Tratando diferentes tradiciones, desde el mito de fundación de Roma hasta los mitos de la Polinesia y hawaianos, pasando por la Grecia y muchos otros, Sahlins (1985) muestra cómo es muy común un dualismo entre una parcialidad vinculada con la tierra, con la agricultura y otra vinculada con la fuerza y con el mundo salvaje - lo que explicaría también la idea de los Llacuaz como grupo extranjero conquistador; bien conocida por los estudios antropológicos ya desde los escritos de Frazer (1905, 1911) y Hocart ([1927] 1969). Utilizando la oposición complementaria indicada por Dumézil, Sahlins indica dos fuerzas, que en nuestro caso serían los arquetipos de las dos parcialidades, de los dos “grupos” (Huari-Lacta/Llacuaz): la celeritas y la gravitas. Celeritas se refiere al lado joven, activo, desordenado, mágico y a la creatividad violenta de la conquista. Gravitas sería la vulnerabilidad, el juicio, la firmeza, la paz y la disposición productiva (Sahlins 1985: 90). La idea de poder y de sociedad se fundaría sobre la alternancia entre una situación de predominancia de celeritas sobre gravitas y viceversa: en cierto momento de la historia, celeritas y gravitas se cambian de lugar y se produciría una inversión de poderes y de los órdenes sociales y, sin embargo, la presencia de las dos fuerzas sería esencial para la existencia de la sociedad (Rivera Andía 2016; Venturoli 2011; Orsini y Venturoli 2007).
Como vimos en Conchucos, esos son opuestos y lejanos entre sí solamente hasta que no se pone en acto un proceso de articulación y negociación entre las dos categorías y entonces los dos espacios, capaces de modificar lo que es chúcaro en sus manos. Hablamos de articulación también en el sentido de superación de esta dicotomía y de inclusión dentro el conjunto de otros elementos y de diferentes posibilidades de representación (Hall 1985). Como explicamos, los habitantes de Conchucos tienen la posibilidad de actuar sobre esta dialéctica, que resulta ser fluida y flexible y emana también de las relaciones que ellos custodian con los awilitus. Este proceso admite la articulación de las categorías y las torna dinámicas y permeables, produciendo un espacio indígena donde se originan otras narraciones que se generan negociando diferentes caminos y reconociendo historias discrepantes que involucran múltiples aproximaciones (Clifford 2013). Eso se traduce en un circuito de relaciones entre personas -no solamente humanas- que se retroalimenta mediante una socialidad vivida que se genera dentro de procesos intencionales y recíprocos. La socialidad se despliega aquí como espacio donde interactúan diferentes seres relacionales, que generan diferentes “redes” relacionales, en un proceso dialéctico que se compone como ampliaciones, reformulaciones y modificaciones de las categorías indígenas. Este circuito relacional se muestra mediante formas rituales y otras formas más cotidianas, a veces muy estandarizadas y reguladas, a veces más coloquiales y directas. Es decir el vínculo con los awilitus se puede desplegar mediante un cotidiano compartir de palabras, espacio y comida, sencillo y continuo; así como también a través de rituales más complejos que deben ser organizados y manejado por un especialista -como aquellos que sirvieron para llevar los santos al pueblo (Venturoli 2011: 249). El compartir espacio, comida y memoria revela además formas andinas de parentesco más allá de lo humano que tienen mucho para explorar (Salas Carreño 2016).