En enero de 1916 se organizó en Mérida el Primer Congreso Feminista de Yucatán (y de México). En el marco de una acalorada discusión tomó la palabra una joven “nieta del ilustre don Pablo”.1 Se trataba de Francisca García Ortiz, hija de Luisa Ortiz y Luis García Mezquita, quien fue gobernador de Campeche en la última década del porfiriato hasta su muerte.2 Su tío, Sebastián García Mezquita, fue muchos años profesor del Instituto Literario e incluso llegó a presidirlo por un par de meses en 1813.3 Institución educativa que un egresado y partícipe importante en la revolución yucateca recordó como un enclave de avanzada del Partido Liberal.4 ¿Pero, quién fue el ilustre García y por qué mereció tan cálido recuerdo?
El presente artículo tiene como propósito estudiar las ideas de Pablo García sobre la humanidad y la política expresadas en El Libre Examen entre 1879 y 1881. La historiografía del positivismo en México se ha concentrado en el estudio del pensamiento de las grandes figuras nacionales. Esto ha descuidado el análisis del pensamiento de los intelectuales de menor rango en la escala del poder. En consecuencia, se ha formado la idea de un positivismo mexicano menos heterogéneo y diverso de lo que en realidad fue. Al concentrarse en estudiar el pensamiento de este importante pensador local, se espera contribuir a una próxima síntesis historiográfica que permita atajar la pluralidad del pensamiento positivista en nuestro país.
Con este propósito en mente, el artículo se divide en dos apartados. El primero discute la posición de García en el mundo intelectual de su época; el segundo busca transmitir un planteamiento integral de sus ideas políticas en este periodo. Antes de continuar, se dedican unas palabras a exponer la semblanza de García, para colocar los textos que se estudian en su espacio biográfico y social.
Pablo García Montilla nació en 1824, hijo de María Francisca Montilla, modista oriunda de Nueva Orleans, y Sebastián García, peluquero.5 De origen modesto, contó con el apoyo de su padrino de bautizo Santiago Duque de Estrada, quien ocupaba una importante posición en la sociedad de Campeche.6 Fue así como en la década de 1840, estudió Latinidad, Filosofía y Derecho en el Colegio Clerical de San Miguel de Estrada de Campeche, en donde también impartió cursos de Sicología, Teodicea y Física. Su primera incursión en el periodismo fue en estos años.7 Antes de 1857 llegó a ser inspector de escuelas, síndico del ayuntamiento campechano, juez de primera instancia de lo criminal, juez de distrito y secretario de la jefatura política.8
Llegó al pináculo de su carrera política al ser el primer gobernador de Campeche. Desde la independencia, los intereses comerciales de la élite campechana en el comercio del Golfo contrastaban con los de la meridiana hacia el Caribe. Se formaron dos partidos políticos en torno a estos intereses, agrupados alrededor de Miguel Barbachano en Mérida y Santiago Méndez en Campeche.9 Tras las elecciones a gobernador de 1857, ambos grupos estaban desgastados por los largos años de disputa del poder, por la reconfiguración económica del comercio del Golfo, y bajo la presión de la joven generación ávida de poder político.10 García figuraba en la agrupación Juventud Campechana, apoyada por una importante casa comercial del puerto contraria a los intereses de Méndez, quien resultó electo vicegobernador.11 La facción de García alegó fraude y en agosto un grupo militar comandado por Pedro Baranda, hijo de un antiguo capitán del puerto, tomó el control de la ciudad.12 Motines como éste habían sido recurren tes desde la independencia, pero las circunstancias habían cambiado: la amenaza latente de los mayas rebeldes prevenía a las élites contra la inestabilidad militar, la cúpula campechana se había dividido, y el inde penden tis mo de los años cuarenta habían alertado a los gobernantes de México sobre el peligro latente de secesión. A sabiendas, García se apresuró a enviar dinero a Juárez para apoyarlo en la lucha de Reforma y ganar su favor. Bajo la amenaza constante de los mayas rebeldes e incapaces de encontrar una solución favorable al conflicto, ambos bandos firmaron un decreto por el que se reconocía la formación del estado de Campeche, siendo su primer gobernador Pablo García y Pedro Baranda el comandante militar.13
Al frente del gobierno de Campeche, García aplicó las Leyes de Reforma y fundó el Instituto Campechano.14 En 1861, se hizo también con el mando militar al desterrar a Pedro Baranda y a su hermano menor, Joaquín. Los Baranda aprovecharon su exilio para relacionarse con grupos liberales del interior del país. Joaquín llegó a ser secretario en el gobierno de Manuel Ruiz en Tamaulipas, puesto en el que conoció a Juárez y a Lerdo de Tejada. Pedro se posicionó como jefe político y comandante militar de Orizaba.15
Durante la Intervención francesa, García vivió unos años en el extranjero.16 En 1866 lideró, con el apoyo del gobernador de Tabasco y junto con Manuel Cepeda Peraza, la toma de Campeche y Mérida. De nuevo en el poder, García ordenó el fusilamiento del comandante militar de Campeche y algunos prefectos políticos,17 y presionó a Cepeda Peraza a pasar al general imperialista Francisco Cantón por el paredón, pero éste se negó. Esto causó tensión entre García y la élite del puerto, mientras que los Baranda movían sus influencias en el congreso nacional para conseguir su destitución en 1870,19 tras lo cual se refugió en Mérida, arropado por el grupo de liberales organizados alrededor de la logia La Oriental.20
En 1878, Díaz concertó con el gobernador interino de Yucatán, José María Iturralde, nombrar a Romero Ancona como sucesor para el periodo 1878-1882. Liberal moderado, “amigo de la causa” y representante de distintos empresarios en la capital del país, fue el primer gobernador desde la restauración que culminó su periodo.21 Fue entonces que García editó El Libre Examen, periódico ligado a La Oriental, como muestra la lista de colaboradores que incluye al coeditor Antonio Cisneros: Eligio Ancona, Rita Cetina Gutiérrez, Gertrudis Tenorio Zavala y el rico hacendado Carlos Peón Machado. Su obra periodística estuvo estrechamente ligada al trabajo ideológico a favor de este grupo. También fue profesor de la Facultad de Jurisprudencia y director del Instituto Literario desde 1877 hasta ser promovido a la presidencia del Consejo de Instrucción Pública en diciembre de 1880. Durante el gobierno de Octavio Rosado (1882-1886) fue magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Yucatán. Siguió siendo una figura destacada del Instituto Literario y el periodismo hasta su muerte en 1893.22
Su esfuerzo al frente del Instituto Literario, fundado en 1867, contribuyó a convertir a la institución en baluarte ideológico del liberalismo. Al hacer esto, García fue una de las figuras intelectuales que más influencia tendrían sobre la generación que llegaría a presidir la revolución yucateca, como las feministas del Congreso de 1916. No olvidemos que la educación liberal y positiva del porfiriato formó a la generación de la revolución.23 No es el propósito de este ensayo establecer el vínculo que lleva desde la generación de García hasta la de las revolucionarias. Es más modesto, un estudio de caso de las ideas políticas de García cuando estuvo al frente de la educación yucateca, y su lugar en la historia del pensamiento mexicano.
El lugar de Pablo García en las corrientes intelectuales de principios del porfiriato
Los textos de García Montilla que se estudian en el presente trabajo se enmarcan durante los gobiernos de Porfirio Díaz (1877-1880) y Manuel González (1880-1884), cuando el caudillo oaxaqueño intentaba consolidar su poder y pacificar el país. El positivismo no era la ideología asociada al grupo político de Los Científicos que llegó a ser en la primera década del siglo XX. Por el contrario, se experimentaba una redefinición en la correlación de fuerzas entre las ideologías liberales-románticas, el conservadurismo católico y el positivismo de reciente introducción.
El liberalismo mexicano había experimentado tres transformaciones a lo largo del siglo XIX, siguiendo el ritmo de desarrollo internacional de las sensibilidades políticas y condicionado por las características de la política interna. El estudio de esta evolución nos permitirá comprender el pensamiento de García dentro de su contexto.
El liberalismo clásico partía del supuesto de que la sociedad se componía de individuos autónomos, unidos en una nación, que debían ejercer sus derechos para desarrollar sus intereses. Esto se lograría poniendo límites constitucionales al poder, estableciendo legalmente la igualdad y quitando los derechos corporativos. Los liberales mexicanos de la primera generación guardaron en común haber nacido y sido educados durante las últimas décadas del gobierno español. La primera generación de liberales mexicanos criticó el legado espiritual y social de España en América, considerándolo inconsistente con los valores de libertad e individualismo necesarios para el desarrollo de la sociedad liberal moderna.24
El liberalismo clásico sufrió importantes cuestionamientos internos durante el segundo cuarto del siglo XIX, frente al fracaso de la revolución francesa en establecer un gobierno estable, republicano y democrático. Como consecuencia, los liberales empezaron a revalorar las inclinaciones y costumbres nacionales en su análisis de las instituciones políticas dando lugar al liberalismo romántico. A juicio de Charles Hale, esta corriente de pensamiento liberal no llegó a ser dominante en México por el ambiente extremadamente polarizado que se vivía entre liberales y conservadores a mediados del siglo.25 Sin embargo, esto no implicó la ausencia de figuras representativas del liberalismo romántico en México, como Mariano Otero (1817-1850), quien en 1842 escribió sobre las condiciones materiales que habían impedido la concretización del ideario político liberal en la república.26 Importantes pensadores de esta segunda generación de liberales mexicanos fueron también Miguel Lerdo de Tejada (1812-1861), Melchor Ocampo (1814-1861) e Ignacio Ramírez (1818-1879).27 Todos ellos vivieron los años más importantes de su formación en el caos político del México independiente. Cabe destacar que esta fue la generación de Pablo García Montilla, lo que explica en parte su inquietud por comprender las condiciones sociales que posibilitaban o inhibían el establecimiento del régimen liberal.
La tercera generación del liberalismo político mexicano se gestó con la entrada en el terreno ideológico del positivismo. Ésta fue una doctrina filosófica y social originaria de Francia en la cuarta década del siglo XIX, pero no alcanzó su máxima influencia sino hasta el último tercio del siglo. Fue naturalista en su base y consideraba el método de las ciencias naturales, sobre todo la experimentación, como la base del conocimiento de lo social. Se caracterizó por un intelectualismo rígido en el cual la razón era un instrumento para erigir verdades científicas a partir de la experiencia. Consecuentemente, rechazó como metafísica banal todo intento por teorizar más allá de la realidad material. Para su fundador, Auguste Comte (1798-1857), los valores máximos eran el amor, el orden y el progreso, que en México se amalgamaron con el ideario liberal en libertad, orden y progreso.
La alta estima para el orden que propugnaban los positivistas era una clara diferencia con los liberales de las generaciones anteriores. Por lo mismo, argumentaban la posibilidad de un cambio lento y pacífico, en contraposición al bélico y revolucionario. El positivismo iba aparejado de una teoría del progreso: desde un estado social primitivo y metafísico, pasando por uno teológico, para finalmente establecer una sociedad en los principios positivos de la ciencia.28 En México, sus principales características fueron la crítica al liberalismo “metafísico” de las generaciones anteriores, el llamado a la reforma constitucional y la apología de un gobierno fuerte.29
El positivismo llegó a México de la mano de Pedro Contreras Elizalde (1823-1875) y Gabino Barreda (1818-1881), quienes habían sido miembros en París de la Sociedad Positivista en la década de 1840. Contreras se desempeñó como diputado del Constituyente de 1856-1857 y contrajo matrimonio con una hija de Benito Juárez.30 No obstante, esta ideología no empezó a tener un verdadero peso político sino hasta la República Restaurada, cuando el presidente instruyó a su yerno y a Barreda la organización de la educación en los territorios federales, y colocó a este último al mando de la Escuela Nacional Preparatoria. Aunque este factor dotó de autoridad a la ideología positivista en México, hubo una franca pugna entre el bando liberal y el positivista por dictar el rumbo de la educación. Acataban ambos grupos la enseñanza laica, pero los liberales afirmaban que ésta no debía poner en duda los principios metafísicos de la moral y la religión, mientras que los segundos rechazaban su postura por considerarla contraria al pensamiento científico.31
A diferencia de Pedro Contreras y Gabino Barreda, la mayor parte de la primera generación de positivistas mexicanos se familiarizaron tardíamente con el positivismo durante la década de los sesenta, después de haber profesado por largo tiempo el liberalismo.32 Esto implicó una adopción parcial de los conceptos y valores positivistas dentro de un sustrato liberal previo. Parece ser que la irreligiosidad fue un factor importante en la adopción del positivismo por algunos de los liberales románticos mexicanos, como Pablo García. Caso paradigmático resulta el de Ignacio Ramírez, quien ya desde la década de los cuarenta había declarado públicamente su ateísmo y se había definido como “materialista político” en 1847.33 En la década de los sesenta promulgó un positivismo que se alineó con los principios empiristas, la fe en la ciencia, el rechazo a la metafísica y la filosofía del progreso en tres estados. Sin embargo, estaba lejos de ser un positivista doctrinario. “Soy positivista”, expresó, porque “todo hombre que no es infalible, absoluto ni intolerante, debe ser positivista; es decir, debe buscar la realidad de las cosas”.34 Una definición que deja escapar el carácter ecléctico de su filiación positivista, en donde el pensamiento de esta escuela no llegó a ser dominante.35
El positivismo se internó en la República no sólo por la lectura de los textos producidos en la capital, sino porque gozó de amplia difusión en los medios franceses tras la caída de Napoleón III. En los años setenta, el positivismo francés estuvo marcado por el peso de dos escuelas rivales, la presidida por Émile Littré y la de Pierre Laffitte, quien declaró en sus memorias haber sido cercano a Contreras Elizalde. Los positivistas de la Escuela Nacional Preparatoria guardaron alguna cercanía con el segundo grupo, mientras que el contacto con el grupo de Littré fue mínimo.36 Pablo García leyó directamente la producción de Littré en la época que estudiamos, y fue éste el positivista que más peso tuvo en sus escritos. Sus textos corroboran una lectura cotidiana de la producción literaria francesa y española de la época. La constante comunicación con Europa significó que hubo un reiterado flujo de ideas y diversos puntos de introducción y comunicación de las ideas positivistas a México.
El positivismo de gente como García y Ramírez no renunció a su pasado liberal al grado de defender la instauración de un nuevo régimen autoritario. Fue en la generación más joven de positivistas que el proyecto dictatorial de Díaz, aún en ciernes, encontró sus principales ideólogos. Esta segunda generación entró en contacto con el positivismo durante sus años de formación y juventud. Algunos como estudiantes, otros como maestros, en general lo conocieron en la Escuela Nacional Preparatoria o en alguno de los institutos estatales.37 Según Alfonso Campos, su obra marca una brecha generacional extrema al convertir la etiqueta de positivista en una manera clara de distinguir entre quienes lucharon contra la Iglesia, los norteamericanos y el Imperio, y quienes apenas nacían en medio de las luchas. Para los positivistas de segunda generación, pertenecer a esta escuela significaba ser progresista, poseer el entendimiento de la verdad científica, estar a la moda, haber superado el pasado, ser joven y estar contribuyendo al futuro del país.38 Por el contrario, para los pocos liberales de la generación anterior que, como García, adoptaron el positivismo, éste era una manera de conciliar sus posturas antimetafísicas con el ideario del liberalismo romántico. Este matiz permitirá comprender las principales dife rencias que aflorarán entre García y los positivistas de la segunda generación.
Los positivistas de segunda generación se agruparon en torno al periódico capitalino La Libertad (1878-1884), editado por Francisco Cosmes, Telésforo García y Justo Sierra, todos afines al itinerario político de Díaz, que usaron la prensa no sólo para justificar las medidas del presidente sino como vehículo para sus aspiraciones políticas personales dentro de su partido.39 Creían que Díaz podría cumplir la misión de instaurar un régimen de orden positivo, donde la observación, la investigación y la experiencia tomarían en cuenta la economía concreta y práctica en la planeación del estado. Ello implicaba la necesidad de un régimen autoritario, una tiranía honesta como diría Cosmes.40 Un paso fundamental en la creación del nuevo orden consistía en instaurar el imperio de la ley en la República, lo cual implicaba la reforma de la Constitución de 1857, basada en ilusiones metafísicas que orillaban a su violación sistemática, y reescribirla para que fuese la expresión del orden social imperante en la nación.41
Las ideas de esta segunda generación de positivistas se caracterizaron por su heterodoxia respecto de Comte, acercándose sobre todo a las tesis de Herbert Spencer (1820-1903). Este último justificó las consecuencias sociales de la revolución industrial mediante un modelo del cambio permanente desde estados inferiores difusos hacia superiores diferenciados, según una ley inmanente y eterna de adaptación. De esta manera pretendía explicar tanto el progreso como las diferencias entre sociedades. Mediante la cultura era posible la herencia de caracteres adquiridos entre generaciones en instituciones de gobierno, educativas, religiosas o comerciales. No obstante, a diferencia de los spenceristas mexicanos, el británico no creía que para alcanzar la libertad fuera primero necesario llegar a un cierto nivel de disciplina social. Por el contrario, la problemática de limitar el poder público estuvo muy presente en su pensamiento,42 al igual que la ausencia de un Estado rector. En contraste, en Estados Unidos se enfatizaron con fuerza los aspectos de su teoría que hablaban de la supervivencia del más fuerte y la lucha por la existencia. Ello ha hecho pensar a Natalia Priego que el grupo de editores de La Libertad conoció sus ideas por la intermediación del trabajo del norteamericano William Graham Sumner. Este pensador creía que el poder debía residir solamente en una élite compacta y educada que guiaría el desarrollo social.43 Como se verá, la ausencia de Spencer de los textos de García es otro de los elementos que diferencia su positivismo de primera generación del de los editores de La Libertad.
Cabe agregar que los positivistas confiaban en que la difusión de su doctrina contribuiría a aliviar la pluralidad ideológica imperante en la nación, al fundamentar todo el pensamiento social en la ciencia.44 Para sus críticos, no dejó de ser paradójico que no pudieran establecer consenso ni en su propia casa. Desde las páginas de El Monitor Republicano, el liberal José María Vigil (1829-1909) criticó en estos términos a los editores de La Libertad. Para él, los positivistas apenas y coincidían laxamente en abrazar el empirismo, el escepticismo epistemológico y criticar la metafísica; pero diferían en prácticamente todos los demás aspectos al formar escuelas alrededor de Comte, Spencer, o Littré, en lo que llamó sarcásticamente una “anarquía positivista”,45 etiqueta dolorosa para los misioneros del orden.
Como demuestra la expresión de Vigil, las ideas de los editores de La Libertad encontraron rechazo y contrapeso en el grupo de liberales románticos a finales de la década de los setenta. Éstos defendieron el sentido de la Constitución del 57 y acusaron a los positivistas de conservadores.46 En el momento más álgido del debate, Vigil declaró que el positivismo era contrario a la libertad y la democracia; aceptó la metafísica como sustento del liberalismo. Le parecía que las libertades civiles eran corolarios de la libertad moral que aparecía en autores tan diversos como Aristóteles, Espinoza o Kant, y por lo tanto rechazaba la estrechez de miras de la educación positivista que negaba el estudio de los clásicos.47 Es importante destacar que en las páginas de El Libre Examen se transcribieron con frecuencia artículos publicados tanto en El Monitor Republicano como en La Libertad, hecho que expresa simbólicamente que el positivismo de primera generación del editor Pablo García emanaba de una matriz liberal originaria y se colocaba a medio camino entre ambas posturas.
Dado que García se desempeñó en estos años como funcionario de educación pública, es pertinente analizar cómo la pugna entre liberales y positivistas se expresó en la política educativa seguida por el gobierno de Manuel González (1880-1884). Este presidente guardó mayor simpatía que su antecesor por los intelectuales afines a un liberalismo más tradicional, e intentó sin éxito desplazar al grupo positivista del control de la enseñanza.48 En efecto su ministro de Justicia e Instrucción Pública, Ezequiel Montes (1820-1883), luchó por modificar la enseñanza de la lógica en la Escuela Nacional Preparatoria. Una de sus primeras acciones fue mandar sustituir el texto de lógica del positivista Alexander Bain (1818-1903) por el de Guillaum Tiberghiem (1819-1901), un humanista espiritualista que insertaba una discusión sobre el conocimiento trascendente y la ciencia de Dios. A su juicio, la lógica de Bain invalidaba el principio de la educación laica, al dificultar con su materialismo la enseñanza religiosa en el ambiente doméstico. Con el propósito de imponer su reforma, nombró a María Vigil en la cátedra.49 La controversia se resolvió a favor de los positivistas en 1882, cuando se nombró a Joaquín Baranda secretario de Educación.50 Como veremos, en Yucatán también hubo una controversia semejante sobre la enseñanza de la lógica en el Instituto Literario, en donde García se inclinó por el bando positivista, si bien de talente distinto al del centro.
El positivismo y el liberalismo no fueron las únicas escuelas de pensamiento progresista que gozaron de popularidad en los años setenta entre los intelectuales occidentales. El socialismo mexicano había evolucionado desde los años cincuenta a partir del jacobinismo romántico y liberal.51 Encontró temprana expresión en las utopías literarias de Nicolás Pizarro escritas en 1861, El monedero y La coqueta. En ellas buscó reconciliar el liberalismo social con el socialismo fraterno a partir de una raíz cristiana de inspiración franciscana52 e influida por la obra de Vasco de Quiroga.53 Su utopía se sustentó en principios asociativos y proponía regeneración social a un estado idílico, el respeto al orden liberal del 57 y la reforma moral de pautas y valores conforme al ideal del cristianismo primitivo.54 Enmarcó su socialismo en un entramado conceptual liberal, como aparece en su Catecismo de la moral de 1868, libro que ambicionaba llenar el espacio dejado por la ausencia de la religión en las escuelas.55 La resonancia de sus ideas con buena parte de los educadores del país explica las cinco ediciones que alcanzó su obra para 1887.56
A finales de los años setenta, el socialismo era un movimiento con creciente presencia política en Occidente. Este desarrollo condujo a los sucesos de la Comuna de París de 1871, y a conflictos sociales en España en 1873 y en Italia en 1874 que llevaron a la prohibición en estos países de la organización obrera durante el resto de la década. En general, el comienzo de los años ochenta fue un momento en el que los países latinos vieron el resurgimiento en la vida pública de las organizaciones y prácticas revolucionarias de grupos socialistas y anarquistas confabulados en los márgenes de la legalidad.57
Estos movimientos de carácter internacional tuvieron resonancia en México en donde se formó el Primer Congreso Obrero en 1876, adherido a la Primera Internacional. También hubo movimientos armados de carácter socialista en Querétaro, Guanajuato y la Sierra Gorda en los cuatro años siguientes, estos últimos ligados al movimiento agrario y al movimiento municipalista, que se expresó en el Plan Socialista de junio de 1879. De manera que en el socialismo mexicano de principios del porfiriato convivían influencias doctrinales de los socialismos tempranos con avances más recientes, y tendencias agrarias, comunitaristas y municipalistas del liberalismo romántico decimonónico. Este eclecticismo, por supuesto, no era exclusivo de México.58
Pablo García ciertamente no fue ajeno a estos acontecimientos. Desde El Libre Examen se cubrieron las reuniones del Congreso Obrero de agosto de 1881.59 Justamente dos meses después García publicaría un artículo advirtiendo sobre la necesidad de resolver las contradicciones entre el capital y el trabajo.60 Además, al menos en una ocasión se resumió una nota aparecida en el periódico El Socialista61 y con reiterada frecuencia se tradujeron artículos de diarios ligados a la izquierda francesa, como Le Rappel o La Lanterne. El 10 de mayo de 1879, por ejemplo, se publicó un artículo de Édouard Lockroy, quien había participado en la Comuna de París.
Es importante destacar que la divulgación del socialismo no fue parte de la línea editorial de El Libre Examen y que García no fue un socialista. En los casos en donde se cubrió la prensa socialista en el periódico era porque coincidían en el marcado anticlericalismo irreligioso. Aquí, el anticlericalismo fungió como una bisagra articuladora entre distintas escuelas progresistas. Aunque no se adhirió a sus principios, estas fuentes muestran que García no fue ajeno a las discusiones emanadas del pensamiento socialista.
En Francia, tras la derrota del Imperio y de la Comuna, el positivismo se legitimó entre sus élites políticas como el único medio capaz de lograr el progreso de su país. En este contexto Émile Littré fue elegido a la Asamblea Nacional en 1871. Convertido en senador inamovible hasta su muerte en 1881, se invistió de la confianza de los intelectuales republicanos que luchaban en dos flancos contra la anarquía revolucionaria y la contraofensiva monárquica. Médico de formación y aprendiz de Comte, propuso la generación positiva de las condiciones de la renovación social en el estudio de la sociología. Fundó así la Société de Sociologie en 1872, y participó con Stuart Mill y otros intelectuales en el estudio de las interacciones entre biología, sociología y moral. Al hacer esto, proclamó la muerte del positivismo doctrinario de su maestro Comte y el surgimiento de un positivismo más flexible y pragmático con vocación de transformación política.62
Littré publicó en 1879 su Conservation, révolution et positivisme, que planteaba el positivismo como la tercera vía entre la conservación y la revolución. Al escribir, entendió el socialismo como el interés por la problemática social de desarrollar intelectual, moral y materialmente a las masas populares como condición inherente a cualquier forma óptima de gobierno. En este sentido, el positivismo sería la versión sistemática del socialismo. Desde Comte, la exigencia de la repartición equitativa de la propiedad no era vista como un fenómeno patológico, sino como la reacción esperable de un proletariado desarraigado en una sociedad industrial, pero al mando de élites sobrevivientes de edades teológicas. En este sentido, el movimiento obrero se consideró como una fuerza que obligaría a la élite a asumir un nuevo carácter histórico. Littré reflexionaba que la diferencia fundamental entre el socialismo y el positivismo era que el primero amenazaba constantemente el orden social, mientras que el segundo jamás lo haría. A juicio de Sylváin Pérignon, éstos son los orígenes de la sociología que busca el cambio por medio de la reforma y no de la revolución.63 En las raras ocasiones en que García hizo énfasis en las contradicciones del capital y la necesidad de solventarlas, fue dentro del marco de esta discusión.
Como se constató, los liberales de la generación de García con los que mejor resonaron las ideas positivistas fueron aquellos que, como Ignacio Ramírez, buscaron una forma de entender el mundo natural y social renunciando a cualquier a priori trascendental o divino.64 Por el contrario, algunos liberales románticos como María Vigil fueron declaradamente católicos y consideraron el positivismo una doctrina “demasiado desconsoladora y fea” que promovía la desorientación moral, el materialismo rampante y el ateísmo militante.65 Paralelamente, existió desde los años sesenta un creciente movimiento espiritista que cooptó a una parte de los liberales espiritualistas quienes, como Pizarro, no toleraban la rigidez dogmática de la Iglesia, pero también rechazaban lo que a su juicio era un materialismo positivista.66 Así, parece existir un vínculo entre la adhesión al positivismo entre los liberales de la generación de García y la irreligiosidad.67
Siguiendo criterios generacionales e ideológicos, se podría argumentar que Ramírez es quizá la persona que en la política nacional más converge en su ideario con el de García; pero aun así encontramos diferencias claras entre ambos pensadores. En los dos casos, los autores se declararon positivistas, y lo fueron más cercanos a la escuela francesa; su obra filosófica no fue coherente y sistematizada, sino expresada para ser comprendida por un público determinado. La divulgación de sus ideas perseguía objetivos claros: educar al pueblo y formar un hombre liberal: antidogmático, crítico, patriota, trabajador, de cultura universal y defensor de las libertades.68 Sin embargo, García no compartió la desesperanza de Ramírez hacia las instituciones liberales, ni creyó que fuera posible instruir a los indígenas en los principios científicos usando sus propias lenguas.69 Además, pese a su consabido ateísmo, el Nigromante apoyó la publicación del catecismo de Pizarro cuando estuvo al frente del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública en 1868. Este mismo libro fue vetado por Gabino Barreda por considerar que atentaba contra los principios de la sociedad industrial, que tomaba un bando claro en contra de la Iglesia en vez de abstenerse de tratar la materia religiosa, y por profesar un vago e incoherente deísmo.70 Como veremos, la postura práctica de García habría sido más cercana a la de Barreda que a la de Ramírez, aunque aprobaría por entero la crítica frontal a la Iglesia. Esto viene a comprobar una máxima del estudio histórico: mientras más detalladamente se estudia un caso particular, y con más minuciosidad se desmenuzan sus partes, más imprácticas nos resultan las abstracciones que se han probado útiles para el estudio de la generalidad.
Las ideas políticas de García en el libre examen
Si queremos entender a una persona y su vida, es necesario estudiar sus ideas.71 Las nociones del derecho suelen estar influenciadas por las concepciones que tenemos sobre el ser humano y su relación con el mundo. De aquí que sea necesario hablar de la visión que Pablo García tenía de la naturaleza. Para él, ésta era una máquina compuesta por una inmensa diversidad de partes cuya interacción daba lugar a fenómenos emergentes.72 De allí que hubiese seis ciencias dedicadas a los estudios de estos fenómenos según su nivel de complejidad: matemáticas, astronomía, física, química, biología y sociología. Éstas conocían los fenómenos del mundo según eran experimentados por el ser humano, si bien nada podían decir sobre el mundo tal cual era.73 Es una división netamente kantiana del cosmos,74 aunque procesada a través de la filosofía natural positivista de August Comte.75
García desconocía la existencia del alma y con ella de la vida eterna,76 así como la existencia de una división clara entre el ser humano y las bestias.77 Esto porque estaba convencido de la evolución natural.78 Desconoció incluso la existencia de algún Cristo real, pues sostenía que la Iglesia había creado uno ideal a lo largo de su historia.79 En este sentido, su anticlericalismo era antirreligioso, a diferencia de la mayor parte de los liberales de la generación de la Reforma.80 Su rechazo a la religión no fue una mera ocurrencia, sino una creencia profunda que definía a la persona que era y la manera en que interactuaba con el mundo y la sociedad. Una de esas creencias radicalísimas que se confunden para nosotros con la realidad misma.81 A tal grado llegaba su convicción anticlerical, que negaba la fe a otros seres humanos:
Hoy, por ejemplo, después de una experiencia de más de un mil ochocientos años, no hay un solo individuo de cualquier estado, sexo o condición que se le suponga, que crea por la fe en la re surrec ción de los muertos, y lo mismo decimos de la transustanciación […] La frase de Pascal “Lo creo porque es absurdo” se puede traducir por esta “Lo creo de palabra, porque de corazón no lo creo”, pues nadie puede creer aquello de que no está convencido su ánimo.82
Por el contrario, para él las verdaderas convicciones sólo podían provenir de las ciencias.83 Estas ideas son esenciales para comprender su visión de la política y la sociedad. Como él mismo expresó, para construir un buen orden político era indispensable tener un conocimiento verdadero del hombre, su papel en la tierra, sus relaciones con los demás objetos de ella, con los otros seres vivos y en especial con los individuos de su especie; así como apreciar las influencias que el mundo exterior y su propio organismo tenían sobre él.84 Creyente en que la lucha por la supervivencia era el motor de la evolución natural, sostenía que el instinto egoísta era innato a todo ser humano por ser indispensable para su conservación biológica.85 Existían también otros instintos innatos menores: el de venerar a una autoridad86 o el sexual,87 y pasiones universales como el temor y la esperanza.88 Pero sólo estos atributos eran comunes a todo ser humano, todo lo demás tenía un origen en la interacción de su persona con el resto del ambiente social y natural.
En este sentido, Pablo García rechazó la idea de que el derecho se fundamentara en una ley natural: “el derecho”, escribió, “y consiguientemente la justicia, que es el ideal de la moralidad, nada tiene de absoluto, como pretenden los metafísicos”.89 Ésta fue la opinión general de los juristas positivistas que rechazaron la convicción ilustrada del origen natural de los derechos.90
En consonancia, para García el sentido moral surgía de un proceso equiparable al cultivo mental de las pasiones humanas, fomentando aquellas que propiciaban la adaptación al entorno social. En este sentido, el individuo en realidad no existía ni podía existir descontextualizado de su entorno social.91 En esto siguió de cerca la postura del materialista D’Holbach (1723-1789),92 para quien la infelicidad y la esclavitud eran consecuencia de una falsa idea de la humanidad en la naturaleza; la felicidad vendría del correcto ordenamiento de la sociedad, con base en el estudio de la naturaleza por medio de la ontología y la antropología.93
Por su fe en la educación para cambiar a los pueblos, llegó a exclamar que un tierno cerebro humano no era más que una tabla rasa,94 metáfora popular en el siglo XIX, cuando era común pensar que todas las personas eran creadas iguales, y que fue perdiendo fuerza conforme progresaba el siglo y surgió el racismo científico, que atribuía las diferencias y semejanzas socioculturales de importancia entre los pueblos a variables dependientes de tendencias y actitudes hereditarias rígidas.95 En contraste, en México tendieron a sobrevivir las concepciones menos rígidas de la herencia, por lo menos entre los intelectuales.96 El racismo científico occidental difícilmente podría echar raíz en un hombre de origen humilde y tez oscura como García. Sin duda juzgó que los mayas eran en su mayoría ignorantes y bárbaros, pero jamás pensó que esto se debiera a su naturaleza prenatal: “¡Pobres gentes cuya ilustración ha estado tan descuidada! ¡Cuán dignos son de toda la atención y favor de las autoridades!”.97
Pero si bien García rechazaba el racismo, no por eso dejó de creer que había diferencias de personalidad y comportamiento entre los individuos de una misma especie. Esto lo llevó a rechazar el socialismo y luchar por un orden meritocrático. Éste debía declarar la igualdad y favorecer a todos los individuos en un mismo grado para el desarrollo de sus facultades, al mismo tiempo que distribuir sus servicios y recompensas en virtud del mérito de cada cual. Después de todo, creía García, la desigualdad era indispensable para la existencia misma de la sociedad: en la sociedad ideal, la desigualdad social correspondería a la desigualdad de méritos.98
El papel de las mujeres en esta meritocracia no parece muy claro. García ciertamente estaba imbuido de ciertas ideas feministas de su época, y no hay que olvidar que entre los colaboradores de El Libre Examen aparecen Rita Cetina Gutiérrez y Gertrudis Tenorio Zavala, dos destacadas feministas de la época. En estos textos jamás defendió explícitamente el voto de las mujeres ni su derecho a la participación política, pero sí lo vemos preocupado por defender la igualdad de los sexos frente a las ideas católicas. Así, criticó severamente el mito de Adán y Eva por considerar que colocaba a las mujeres en una condición de subordinación y dependencia respecto a los varones.99
García asumía como algo dado que las mujeres debían cumplir un papel reproductivo en la sociedad, en el cuidado del hogar; pero lo usaba como un argumento para defender su derecho a la educación: una madre educada formaría buenos ciudadanos,100 un argumento usado por algunos movimientos feministas para exigir su acceso a la educación en aquella época.101 En efecto, cuando en México se organizó la Sociedad Protectora de la Mujer en 1905, se dijo que su lema era “Patria, ciencia y hogar”.102 Concordantemente, García equiparó el estado de ignorancia de la mujer a la esclavitud y sostuvo que su educación tendría también una función liberadora.103 Su modelo ideal fue Hipatia, última bibliotecaria de Alejandría.104
La defensa que hizo García tanto de la meritocracia como de la igualdad humana, aunque matizada por la diferencia sexual, me convence de que este autor nunca abandonó su antigua formación liberal. Por el contrario, se acercó al positivismo atraído por la preocupación de conciliar el pensamiento liberal con las preocupaciones de estabilidad y seguridad social románticas, al igual que por su metafísica materialista.
En efecto, García creía imposible que existiera la libertad sin la sociedad. Porque si la pasión fundamental del individuo era el egoísmo que impulsaba su lucha por la supervivencia, era también un sentimiento negativo cuyo germen no debía permitirse brotar en el seno de la sociedad. “La sociedad”, nos dijo, “tiene por mira hacer desaparecer el combate por la existencia”.105 Su positivismo se distanció aquí del que en el centro de México seguía el grupo de redactores de La Libertad, que hemos visto estableció el darwinismo social como uno de sus pilares ideológicos. Si en La Libertad el personaje más citado fue Spencer, en los textos de García este autor es ignorado y en contraposición aparecen las figuras de Comte y Littré.106 En este sentido, su antropología estaba imbuida del pensamiento francés de la restauración que proclamaba que somos malos por naturaleza y buenos por la sociedad.107
De ahí que comprendamos la insistencia de García de que el derecho era una creación social e histórica y por lo tanto no podía ser estudiado con los métodos de la ciencia.108 Pero al mencionar estas palabras sus declaraciones parecieran rozar el abismo del relativismo cultural, algo que García en definitiva no suscribía. Entonces, ¿si todo derecho y toda justicia era socialmente construido, bajo qué criterio se podría escapar del relativismo? Bajo el abrigo de la idea del progreso. La idea del progreso albergaba cierto grado de relativismo, al juzgar las formaciones sociales como producto de un tiempo en el que servían ciertas funciones.109 Así, García podía valorar la Iglesia como algo positivo, pero sólo durante la Edad Media.110
El progreso daba espacio a un tipo de relativismo, pero también dotaba de un criterio para juzgar las instituciones de acuerdo con su acoplamiento a las cambiantes circunstancias sociales. El sistema de Comte le dio un criterio para catalogar y juzgar grados de adelanto jurídico. “La moral”, escribió García, “está sometida a la ley del desarrollo […] y del perfeccionamiento progresivo”.111 La teoría del progreso, que había cristalizado durante la Ilustración en una verdadera filosofía de la historia en las diestras manos de Turgot y Condorcet,112 desempeñó un papel esencial en el pensamiento político decimonónico porque bridó cohesión y sustento a las ideas de igualdad, justicia social y soberanía popular que acabaron apareciendo como históricamente necesarias e inevitables.113 Al hacer esto, sirvió para dar bríos y alientos a los espíritus combativos: “[…] la iglesia”, comentó García, “está condenada a someterse y conformarse con las evoluciones políticas y sociales de los pueblos y los adelantos científicos, so pena de perecer”.114 Este teleologismo histórico se convirtió en un arma ideológica, pues presentó el triunfo liberal como inevitable.
El desarrollo del derecho estaba por lo tanto anclado a esta ley ineludible del progreso universal. Las sociedades primitivas, como las que García creía haber en Tierra de Fuego, Borneo, África, Australia y los polos, eran sociedades sin propiedad, ni herencia o familia; sin idea siquiera de dios, de la moral y el pecado, o la justicia y deberes sociales.115 En el estado de barbarie no podía haber ningún derecho porque el individuo sólo se preocupaba por disputar el alimento con los animales y los semejantes. El derecho nacía cuando se aumentaba su sociabilidad y surgía el trabajo común, con lo que cada cual entendía la necesidad de retribuir los esfuerzos individuales que redundaban en el bien del colectivo. Los ilustrados, explicó, habían creído en el derecho natural porque habían aprendido sus nociones elementales desde edades muy tiernas, y falsamente habían supuesto que les habían sido innatas.116
La evolución del derecho marcaba necesariamente las pautas de la organización social del trabajo. En un momento reinó la antropofagia en el mundo, porque en tribus desesperadas por conseguir alimento, era natural que se comieran a sus prisioneros. Cuando surgió la idea de propiedad, la gente se dio cuenta de que ganaría más esclavizándolos y tratándolos como bestias. De allí se desarrolló el feudalismo que era una forma de explotar el trabajo ajeno aprovechando las ideas del estado teológico. Sólo tras el pleno desarrollo de la idea de libertad, fue posible que surgiera el estado más adelantado del trabajo en la forma del proletariado.117
¿Pero cuáles serían las características de la sociedad del mañana? Evidentemente, tendría que ser una sociedad positiva en donde la autoridad descansara sobre principios laicos;118 pero además sería una sociedad sin religión alguna.119 Sería una sociedad sustentada en el trabajo de pequeños propietarios en donde todos poseerían los instrumentos propios para su labor y apreciarían el producto de éste en su verdadero valor, sin la “llaga asquerosa” de la explotación del hombre por el hombre.120 Porque los positivistas no ignoraban la pobreza, las imperfecciones de los mercados, las desigualdades sociales y la explotación del proletariado, pero pensaban que eran males transitorios que desaparecerían con el crecimiento económico, la educación y los adelantos científicos.121
Sería la futura una sociedad fundada sobre el altruismo y la caridad, en donde el pobre tendría derecho a exigir socorros y la sociedad el deber de darles limosna,122 alejada de los sentimientos de venganza y libre de la pena de muerte,123 en donde la libertad se realizaría mediante la subordinación de los intereses privados al común,124 y reinaría victorioso el derecho más importante y fundamental de todos: la igualdad establecida en la verdad científica.125
Quedaba un lugar muy importante para la libertad política en la nueva sociedad, entendida como la participación de cada uno en el gobierno de acuerdo con la constitución política de su nación. Pues García creía que el sustento del derecho estaba en la llamada experimentación sociológica. Solo a través de una amplia participación política se podrían multiplicar las experiencias sociales, su intercambio y vulgarización para su organización, estudio y sistematización en un nuevo orden de cosas que mejoraría el estado previo de la sociedad.126 La democracia era una vía para el adelanto social, y no su consecuencia.
El derecho por lo tanto no podía estar basado en la costumbre, lo que lo llevó a rechazar categóricamente cualquier principio de justicia que se basara en las ejecutorias y no en las leyes.127 El buen derecho estaría sustentado en el conocimiento científico objetivo e incuestionable, pues seguir la tradición sólo conducía al error.128 La política, pues, era entendida como administración y se reducía a la creación de buenas leyes mediante la acumulación de experiencias y a su aplicación.129
Por supuesto, García perteneció a la generación de los liberales románticos que había aprendido de las experiencias de la primera mitad del siglo XIX. Si regímenes explotadores como los basados en la esclavitud, la división de castas y la servidumbre habían podido perdurar durante siglos había sido porque la mentalidad individual había evolucionado al mismo ritmo que lo hicieron los estados mentales teológicos y metafísicos de sus sociedades. Para llegar al mundo positivo era necesario, entonces, que por medio de la libertad de expresión y de la educación se implantasen en las nuevas generaciones los valores liberales y positivistas.130
De esta forma vinculó la individualidad de una persona a su capacidad de razonar. Es decir, un ser humano era más racional cuanta más educación tenía, y mientras más educación más facultades para hacer uso responsable de su individualidad.131 No solo la educación era necesaria para implantar en las gentes las nociones de igualdad, sino que la educación en sí misma humanizaba a quien la recibía:
El hombre no es un ser superior por el simple hecho de su nacimiento; su valor relativo depende del medio en que vive, de la educación que recibe; sin educación se confunde con las bestias; una mala educación desarrolla también su bestialidad, porque se puede enseñar a un hombre a hacer lo malo, como se enseña a un caballo a cocear y morder. El hombre civilizado no es más que un animal afortunado. En cuanto al salvaje, ha sido superado por ciertos animales, como esos hijos de los grandes señores que son superados por los hijos de los campesinos. El hombre sin agricultura es inferior a las hormigas agrícolas de Texas. El hombre sin industria es inferior a la abeja y al castor. En general, los hombres imprevisores son inferiores a los animales que hacen provisión para el invierno.132
En consecuencia, García compartía la esperanza de las élites liberales y conservadoras de que la educación era la llave del futuro.133 Este tipo de aseveraciones nos ayudan a comprender el sentido de responsabilidad que sintió en sus cuatro años al frente del Instituto Literario y su posterior ascenso al frente del Consejo de Instrucción Pública. Pues al promover la educación pública no solo creía estar cimentando las bases del orden positivo venidero, sino que exterminaba el mal que siempre tenía su origen en la ignorancia, según su visión socrática.134 La prensa, a la que dedicó tanto tiempo, tenía un lugar importante en esta empresa, pues la lectura podía ayudar a aquellos que recibieron una enseñanza retrógrada a darse cuenta de los errores que les habían sido impuestos por buena o mala fe por sus primeros maestros.135 De allí que aplaudiera la lista de libros prohibidos de la Iglesia, por considerar que fungía como una excelente lista de recomendaciones.136
En este sentido, García no abogó por una educación laica sino plenamente ideológica. Impulsó en su tiempo al frente de Consejo de Instrucción la traducción e impresión de la Doctrina de lo real del francés Próspero Pichard, discípulo de Comte, para su enseñanza en las escuelas del Estado. Su traductor, Manuel Sales Cepeda, fue egresado de la primera generación del Instituto Literario, profesor en él durante muchos años y su director entre 1885 y 1894 cuando fue sustituido en el puesto por Adolfo Cisneros. Este último discípulo de García e hijo de Antonio Cisneros, fue codirector de El Libre Examen. El libro debió de haber causado mucha impresión en varios de los alumnos del Instituto, pues fue reimpreso en 1923 por la entonces Universidad Nacional del Sureste.137
Cisneros se haría famoso a nivel nacional por su ferviente oposición en el congreso federal al proyecto de ley de 1889 que pretendía uniformar la educación en todo el país y por haber sido una de las principales cabezas en los congresos pedagógicos de los años noventa que defendió la educación laica a toda costa y la prohibición de la religiosa. Los esfuerzos conjuntos de García, Cisneros y otros pedagogos permitieron la fundación de la Normal del Estado en 1882, cinco años antes que la de México, y sus discípulos fueron inspectores de escuela y profesores en todo el estado. Este grupo se tomó la educación muy en serio. Yucatán llegó a ser uno de los estados más escolarizados del país al momento de estallar la Revolución,138y no es posible negar el alto grado de responsabilidad social que asociaron a su labor educadora:
En suma, la persistencia de los dogmas no puede quebrantarse entre nosotros sin la recta aplicación de nuestras instituciones políticas. Éstas reclaman dos cosas esenciales: la abolición de las absurdas prácticas del bautismo y confirmación de los niños, como contrarias a la libertad religiosa que garantiza la Constitución, y la necesidad de reformar la enseñanza primaria armonizándola con la científica. Si la generación actual, bajo el peso de la tradición teocrática, es incapaz de dar a la sociedad estos beneficios que reclama, forzoso es resignarnos a esperarlos de la generación de mañana; pero ésta será tan impotente como la presente si no procuramos por cuantos medios estén a nuestra disposición divulgar y generalizar las buenas doctrinas, cuyo reinado está llamado a poner término a la persistencia de los dogmas.139
En efecto, el anticlericalismo de García se convirtió en un rechazo pleno a toda forma de educación religiosa. Su argumento era que al introducirse los principios religiosos a los infantes, que carecían de criterio propio, se violaba el principio de libertad religiosa.140El clero no era educador por ninguna de las razones correctas: deseo de progreso, respeto a la ciencia o amor a la infancia, sino por su avaricia e insaciable deseo de poder.141 El catolicismo era ante todo incompatible con la buena educación, porque santificaba el celibato, mandaba huir de la familia y de la sociedad, confinar el alma al desierto y a la vida ascética para ganar el cielo.142 La doctrina católica evitaba el pensamiento pues enseñaba el dogma de la infalibilidad papal,143 se oponía a pactos civilizados como el juramento porque no reconocía como tales a los que contradecían su autoridad,144 corrompía el corazón humano al obligar a sus fieles a comerse cada domingo a un dios que no les había hecho ningún mal,145 y jamás podría ser científica pues rechazaba el origen animal de la humanidad, base de toda buena educación.146 En suma, la educación católica sólo deformaba la moral y engendraba el egoísmo. De allí que los sacerdotes fuesen “crueles, inhumanos y criminales obedeciendo sus impulsos”.147 Esto lo distanció de la posición que en el centro del país siguió en aquel entonces el ministro de Instrucción Pública Ezequiel Montes, y posteriormente Joaquín Baranda, afín a la política de reconciliación que defendía la educación pública laica, y la religiosa circunscrita al ámbito de la familia y el sacerdote en el hogar.148
Ante todo, para García la Iglesia católica no era compatible con el Estado liberal ni con sus instituciones, porque su soberano y el de su feligresía residía en Roma, su única patria.149 No era una idea ajena a otros estadistas; por ejemplo el sacerdote británico Henry Newman se preguntaba entonces si los católicos eran súbditos confiables de su Estado.150 “Creemos” -confesaba García en su tradicional tercera persona que contribuía a transmitir la idea de que hablaba en nombre de una colectividad- “que el catolicismo, tal cual existe, no es una religión sino simplemente un partido político militante” que se definía por su oposición sistemática a las instituciones civiles.151 Observación que coincide con la del historiador John William Draper, a quien García leía con avidez.152
Para nuestro autor, los dueños de las haciendas defendían con ardor las prácticas católicas y la supremacía sacerdotal, precisamente porque no querían que las leyes se aplicasen y que les quitasen a sus sirvientes bajo la estricta obediencia de la ley.153 El catolicismo había dado origen a la idea de que el pecado no consistía en la transgresión a la ley, sino puramente en el escándalo público; y si este último se evitaba cualquier vicio era aceptable.154 Una subversión de las formas por el fondo que García contemplaba simplemente como intolerable.155
Por eso no toma por sorpresa que se haya opuesto rotundamente a la política de reconciliación impulsada por Porfirio Díaz en la República. Una motivación tal vez exacerbada por el contexto político local, pues mientras en México el poder del grupo liberal parecía tener mejores cimientos,156 en Yucatán los grupos liberales peleados entre ellos se enfrentaban a un grupo de eximperialistas muy bien organizado.157 De esta manera, si en México el positivismo apareció ligado a un liberalismo conservador que consideraba a la democracia como propia de un estado de desarrollo lejano todavía al del país,158 en Yucatán apareció ligado al liberalismo más radical de la mano de García.
Desde El Libre Examen se opuso a la política defendida por los editores de La Libertad, para quienes la Constitución debía adaptarse a las leyes sociológicas de la nación. Sin llamarlos por su nombre, García se refirió a ellos como liberales falsos. Tampoco fue partidario de la observancia laxa de las Leyes de Reforma exigiendo su estricto cumplimiento:159 “Hay casos en que las costumbres ofrecen una moralidad superior a la de las leyes”, nos explica, “y entonces éstas deben ser corregidas por aquéllas por medio de una nueva legislación […] Mas otras veces, como en nuestro caso, hay que imponer a la sociedad prescripciones contrarias a las costumbres”.160
Al referirse a las costumbres, coincidía con la opinión general de que, en una sociedad en donde prevalecía la ignorancia, era necesaria la religión para dar cohesión al entramado social.161 Sin embargo se alejaba de la postura de Sierra, e incluso de la de Comte, al sostener que había que erradicar el catolicismo y favorecer la implantación del protestantismo.162 Esto se debía a que el protestantismo era más respetuoso de las instituciones políticas, menos cínico al no prestar tanta atención a las formas sino al fondo y más favorable al desarrollo intelectual del individuo al encomendarle la práctica personal de la religión.163 En su lucha contra el catolicismo en favor del protestantismo, nunca dudó en recurrir a argumentos teológicos.164 A pesar de que él mismo declaró abiertamente no ser protestante, “porque hay en el protestantismo un límite más o menos remoto a la libertad de pensamiento”.165
En sustitución de la religión, proclamó que la sociedad futura tendría por oración al trabajo166 y por alivio de las dolencias, conservación del ser e incentivo moral e intelectual a la cultura de las ciencias y las artes.167 Idea común a autores de la primera mitad del siglo XIX, como Comte, Proudhon, Saint-Simon y Renan.168 Con estos trazos, García dibujó sus esperanzas de un futuro mejor en su etapa como educador de la juventud yucateca.
Dirán algunos que estoy soñando como Pallavicini. -No lo niego-. Pero hay sueños que en nada se diferencian de la verdad, porque están como está[n] en la conciencia de todos, y no hay quien se atreva a desmentirlos. Entonces el soñador es superior al vidente que necesita que el tiempo venga a confirmar su profecía, al paso que de la exactitud de mi sueño muchos habrá que se estén dando cuenta en este momento.169
Conclusiones
Tales fueron las ideas expresadas públicamente por Pablo García Montilla en su época como director del Instituto Literario y al frente del Consejo de Instrucción Pública. Una labor que emprendió imbuido por la convicción antropológica de que la naturaleza humana era esencialmente maleable, de que la evolución social superaría a la biológica y que su camino podía dirigirse con esfuerzo y esmero en la vía del progreso. Un progreso entendido como una época distante, en la que la sociedad sería laica y científica, gobernada por una meritocracia en que cada uno sería dueño de los frutos de su propio trabajo, en la que el interés individual se armonizaría con el colectivo, pero perviviría la libertad política como forma de organización. Su pluma en El Libre Examen ayudó a brindar cohesión a un grupo de liberales anticlericales que compartían firmemente varias de estas convicciones. Desterrado de su estado natal, sin la posibilidad de volver a dirigir un gobierno, García siguió participando activamente en la vida pública de Yucatán hasta sus últimos días.
Las ideas de García hay que contextualizarlas en el comienzo del porfiriato, en una redefinición del equilibrio de fuerzas entre las tres ideologías dominantes: el liberalismo anticlerical, el positivismo organizacional y el conservadurismo católico. Miembro de la segunda generación de liberales mexicanos, influenciados por las inquietudes sociales del romanticismo, García conoció tardíamente el positivismo. Esta doctrina le pareció atractiva porque daba sustento ideológico a su postura antirreligiosa, pero la aceptó eclécticamente sin renunciar a su formación liberal. En este momento crucial de reconfiguración intelectual, García desempeñó un papel activo en la conformación del Instituto Literario imprimiéndole una particular huella ideológica.
Pese a que nunca abandonó del todo su ambición de poder, es claro que tampoco menospreció su labor como educador, a la que entendió como una continuación de su antigua lucha en las armas contra los partidarios del imperio. Pues sabía bien que lo que había sido derrotado con las armas tendría que ser vencido también en las mentes y corazones de los ciudadanos. Su lucha no fue en vano, pues él y sus colaboradores educaron e influyeron a toda una generación de jóvenes del Instituto Literario que llegarían a desempeñar un papel muy importante en la Revolución. Una generación que, como recuerda la presentación de Francisca García en el Congreso Feminista, conmemoraría a sus primeros profesores con cariño. Pero éste es un tema que merece ser estudiado en futuros trabajos, pues el presente se limitó a plantear la base ideológica sobre la que García creía estar cimentada la educación en un tiempo en el que desempeñó un papel crucial en ella.