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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.74 no.1 Ciudad de México jul./sep. 2024  Epub 23-Ago-2024

https://doi.org/10.24201/hm.v74i1.4793 

Dossier

Caridad eficaz: la justificación de la violencia en el catolicismo liberacionista1

Effective Charity: Revolutionary Violence in Liberationist Catholicism

Saúl Espino Armendáriz1 

1El Colegio de México


Resumen:

Este artículo es un acercamiento a la historia del liberacionismo revolucionario en México, centrado en la justificación de la revolución violenta como recurso político. Analiza cómo se conjugó la teología católica con el marxismo para justificar la violencia como recurso de cambio social a finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo XX. Se centra en actores y publicaciones establecidos en México, con un enfoque transnacional que atiende las dinámicas regionales del liberacionismo católico. Se usan como fuentes primarias libros, revistas y boletines publicados por grupos o intelectuales liberacionistas de la época, así como a gacetas, discursos y documentos oficiales del Magisterio.

Palabras clave: liberacionismo católico; teología de la liberación; revolución; violencia política; guerra justa

Abstract:

This article provides an approach to the history of revolutionary liberationism in Mexico, focused on the justification of violent revolution as a political mechanism. It analyzes how Catholic theology was combined with Marxism to justify violence as a mechanism of social change in the late sixties and early seventies of the twentieth century. It is centered on established actors and publications in Mexico, with a transnational approach that addresses the regional dynamics of Catholic liberationism. Its primary sources include books, magazines and bulletins published by liberationist groups or intellectuals at the time, as well as educational gazettes, discourses and official documents.

Keywords: Catholic liberationism; liberation theology; revolution; political violence; just war

“A cambio de una sola vida,

miles de seres salvados de la corrupción.

Por una sola muerte, cien vidas.

Es una cuestión puramente aritmética.”

Fiódor Dostoievski, Crimen y castigo

Introducción

El cristianismo no es una religión pacifista. A pesar de los lugares comunes, una fe cuya historia de salvación tiene como centro un brutal deicidio no ha podido desdeñar las complejidades de la violencia. Durante siglos, la teología moral cristiana perfiló una casuística para discernir la violencia aceptable de la inaceptable. En la tradición católica, la única violencia aceptable es la que puede ser justificada, es decir, aquella que es indispensable y justa por sus orígenes, medios y propósitos.2

La doctrina de la guerra justa es el núcleo del que se desprende la casuística sobre la violencia legítima. Hasta antes del siglo XIX, el Magisterio católico no había vacilado a la hora de justificar la guerra, los conflictos armados y la violencia como recurso de cambio social; desde entonces, y sobre todo después del trauma nuclear de la segunda Guerra Mundial, la ambivalencia respecto a la legitimidad de la violencia se instaló en la doctrina social de la Iglesia.

El catolicismo liberacionista latinoamericano revivió el empolvado concepto de la guerra justa. A las valoraciones teológicas morales tradicionales, se añadieron las herramientas teórico-políticas del materialismo histórico para discernir la justeza de la violencia en el contexto social latinoamericano en la década de los setenta del siglo XX, una época caracterizada, en lo político, por regímenes autoritarios y la represión y articulación de disidencias, incluidos movimientos armados. En el entrecruce de marxismo y cristianismo, una escatología socialista fundió la economía de la salvación con la lucha de clases, poniendo en el centro la revolución -necesaria, previsible, lamentablemente violenta- como método político. La violencia revolucionaria no sólo podía ser tolerada por los cristianos, sino que, en determinadas circunstancias, se imponía como la obligación que concretaba el amor al prójimo de la manera más eficaz. Conquistar la justicia social a través de las armas era, en el concepto camilista, la única caridad eficaz para los cristianos de América Latina.

Este artículo es un acercamiento a la justificación de la violencia política en el pensamiento católico liberacionista. Mi objetivo es analizar cómo teólogos, intelectuales, prelados y militantes vinculados a la teología de la liberación conjugaron la tradición católica con el marxismo-leninismo para justificar la violencia como herramienta de cambio social y político. Me centro en los finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo XX, un periodo “enloquecido de la historia política mexicana [en el que] la revolución estaba a la orden del día”3 y que fue campo fértil para las ansiedades escatológicas. Por las propias características del liberacionismo -el dinamismo de sus redes y el latinoamericanismo de su retórica-, mi enfoque de análisis es transnacional, pero presto mayor atención a los debates e ideas que circularon en México a través de libros, revistas y boletines publicados por grupos o intelectuales liberacionistas de la época.4 Como fuentes primarias, recurro también a gacetas, discursos y documentos oficiales del Magisterio.

En términos metodológicos, centrar el análisis en las ideas sobre violencia justificada plantea restricciones importantes, puesto que no se abunda en temas relevantes como la historia de la violencia efectivamente ejercida por el Estado y quienes lo combatían, así como las redes sociales católicas que posibilitaron núcleos de movimientos armados. No obstante que se trata de campos en los que hay mucho por documentar, existe una reciente historiografía que analiza a detalle estos y otros temas ligados al liberacionismo revolucionario.5 Consideré relevante centrar la investigación en los argumentos, premisas y fraseos que justifican la violencia como un recurso legítimo de cambio político y social por tratarse de un tema que se ha mantenido deliberadamente ambiguo en las culturas políticas del catolicismo, y también porque la sofisticada elaboración teórica al respecto sirvió de fundamento e inspiración para el surgimiento de movimientos armados en México, América Latina y otras latitudes del mundo católico.6

Guerra justa, violencia institucionalizada y no-violencia: conceptos de legitimación de la violencia en el contexto de regímenes autoritarios

Para la década de los sesenta del siglo XX, guerra justa parecía un concepto obsoleto, propio de tiempos preindustriales y príncipes soberanos. En tiempos en que la amenaza de un cataclismo nuclear estaba presente todos los días y frente a movimientos contraculturales como el pacifismo, parecía un absurdo que la Iglesia católica pudiera declarar una guerra como justa. Esta convicción era compartida también por la curia romana y las jerarquías del mundo católico.

La doctrina de la guerra justa se construyó a lo largo de milenios y, como en otras cuestiones de teología política, sus raíces se remontan a la antigua Roma. Teólogos medievales pulieron esas reflexiones y perfilaron criterios específicos en los que una guerra podía ser justificada. Al respecto, Tomás de Aquino estableció tres requisitos: primero, que la autoridad que emprendía la guerra fuera legítima, es decir, que el soberano -el “príncipe”- lo hiciera obrando en representación de toda la colectividad y para el bien común; segundo, que la causa fuera justa, es decir, que quienes fueran atacados lo merecieran por ofensa o atropello impune, o bien para restituir lo injustamente despojado; en tercero, que fuera recta la intención, es decir, que la guerra se iniciara buscando el bien y no el mal. Los tres requisitos eran indispensables para justificar el uso de la fuerza.7 La legítima defensa, por ejemplo, era una causa justa, pero precisaba de la recta intención para ser justificada: se debía usar la violencia procurando salvar la propia vida, no buscando lastimar ni matar a quien agredía; el dolor y daño tendrían que ser un efecto no deseado para que se conservara el recto propósito.

En el Renacimiento tardío, particularmente con la escolástica salmantina y los debates político-teológicos derivados de la conquista de América, se complejizó la casuística de la guerra justa, precisando que era posible por el derecho natural, como en la rebelión de los que por naturaleza eran considerados subordinados (Sepúlveda), o cuando se ejerciera contra quienes obstaculizaban la evangelización (Vitoria).8 También se perfilaron como requisitos para justificar la guerra tener una razonable probabilidad de triunfo antes de emprenderla y la convicción de que los beneficios resultantes serían mayores a las calamidades bélicas. La tiranía grave, evidente y prolongada, características que constituyen a una autoridad como ilegítima, fue también definida por jesuitas españoles como motivo que justificaba la violencia de la subversión, resistencia y hasta el tiranicidio.9

La expansión imperialista de la segunda mitad del siglo XIX y, sobre todo, las dos guerras mundiales del siglo XX, trastocaron la doctrina católica sobre la guerra justa. La oposición a la injusticia como núcleo fue sustituida por un rechazo a la guerra como medio. Si bien la guerra y sus colaterales -violencia, uso de la fuerza- nunca fueron considerados en la tradición teológica católica como un acto de caridad, lo cierto es que, en la medida en que estaban justificados, podían ser tomados como justos y prudentes con relación a sus fines. En el siglo XIX, en buena medida por las nuevas tecnologías bélicas y el cambio fundamental de la dinámica de las batallas, la doctrina, hasta entonces un ius ad bellum centrado en la justificación de las causas, fue desplazada por la doctrina sobre un ius in bello, es decir, las guías morales para controlar, contener y reducir al mínimo la violencia de las guerras (respeto a no combatientes, proporcionalidad de medios, etc.)10 Con las guerras mundiales, la doctrina de la guerra justa fue enterrada por el Magisterio y sustituida por un pacifismo que rechazaba la guerra como medio legítimo y que consideraba la violencia como intrínsecamente mala.11

En la ansiedad colectiva de la Guerra Fría, cuando la catástrofe nuclear era una amenaza muy presente, el Magisterio católico desmanteló partes fundamentales de la doctrina de la guerra justa para sostener que “en nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado”.12 Los padres conciliares redujeron la justificación para el uso de la fuerza “al derecho de legítima defensa” y se llamó a los católicos a “preparar una época en que, por acuerdo de las naciones, pueda ser absolutamente prohibida cualquier guerra”.13

En el México moderno, los discursos católicos que no sólo justificaban, sino que hasta sacralizaban la violencia, tenían una larga tradición. Sucedió durante la Revolución, cuando católicos radicalizados ante el secularismo de la facción constitucionalista clamaban “un bañito de fuego a todo el mundo de los independizados de Dios”,14 y sobre todo con el conflicto cristero, una guerra civil por episodios en la que se enfrentaron dos bloques fundamentalistas. Durante la guerra cristera la retórica violenta del catolicismo se avivó y actuó de manera cruenta. Aunque con dobleces estratégicos, durante el levantamiento el episcopado mexicano justificó que “casos hay [en] que los teólogos católicos autorizan […] la defensa armada contra la injusta agresión de un poder tiránico”;15 otros, con menos ambigüedad que los obispos, sostenían que “los mexicanos, civiles y eclesiásticos, tienen pleno derecho a ejercer la resistencia armada en las actuales circunstancias, si se tienen sólidas esperanzas de éxito y no de producir males mayores”.16 Décadas después de finalizado el conflicto, intelectuales católicos tradicionalistas encomiaban a los líderes cristeros como héroes que defendieron con las armas “los valores más sagrados y eternos”17 y las muchedumbres católicas mantuvieron viva la violencia justiciera con brutales linchamientos.18 La retórica y devoción cristeras perdurarán en el imaginario martirial del liberacionismo revolucionario, planteando una sorprendente continuidad en la cultura política del catolicismo mexicano.19

La guerra justa sería desempolvada a finales de los sesenta y principios de los setenta por el liberacionismo revolucionario de América Latina.20 En la historia del catolicismo, el liberacionismo no puede ser comprendido sin dos hitos institucionales: el Concilio Vaticano II (1962-1965) y la Segunda Conferencia General del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), celebrada en la ciudad colombiana de Medellín en el convulso verano de 1968. El Concilio representó un parteaguas en la historia de la Iglesia católica romana cuyos efectos y significados aún son motivo de polémica.21 Más allá de las reformas institucionales, el clima aperturista que detonaron las discusiones públicas -o filtradas- antes, durante y después del Concilio fueron determinantes para que se llevaran a cabo experimentos ideológicos impensables apenas unas décadas antes.

En América Latina, Medellín es un hito eclesiológico que puso en marcha un posconciliarismo con características latinoamericanas. No pocos experimentos osados predatan de hecho al encuentro de Medellín, pero la conferencia, presentada en la historiografía militante de manera hiperbólica como “el acontecimiento más importante de la Iglesia latinoamericana en el siglo XX”,22 es revisitada constantemente para justificar la ortodoxia doctrinal del catolicismo latinoamericano de izquierda. Medellín ha sido también representada como la cuna de la teología de la liberación.23

Entre otras cosas, la teología de la liberación se distinguió por colocar al pobre, entendido en su acepción socioeconómica, como el centro de las reflexiones teológicas (locus theologicus), y construir discursivamente al Pueblo de Dios como el sujeto colectivo de una historia teleológica y progresiva de liberación. El énfasis en que las reflexiones teológicas no partieran de las fuentes de la revelación divina, sino del análisis y crítica social desde la situación histórica del teólogo y su comunidad, permitió que la teología de la liberación fuera receptiva a métodos de las ciencias sociales. En particular, y sobre todo en la primera generación de los liberacionistas, el análisis social de los signos de los tiempos se hizo con el instrumental teórico del marxismo.24 El materialismo histórico fue empleado como una herramienta que, en su cientificidad, era pretendidamente neutra, y por lo tanto, susceptible de ser usada como instrumento de análisis en cualquier estudio o reflexión social, incluida la teología. Conceptos como praxis, capitalismo, socialismo, burguesía, superestructura y lucha de clases se volvieron parte del vocabulario teológico, salpimentado además con la geopolítica tercermundista. Años después, es precisamente este préstamo directo de las categorías marxistas lo que llevó a la censura de la teología de la liberación por parte de la curia romana.25 Una parte fundamental del liberacionismo católico dependerá para su articulación ideológica del marxismo a través de las mediaciones tercermundistas.

El emparejamiento de cristianismo y marxismo del liberacionismo revolucionario fue posible en un contexto peculiar. En primer lugar, los regímenes autoritarios -en una amplia gama que va desde el partido único oficialista mexicano hasta las juntas militares de la doctrina de seguridad nacional en el Cono Sur- reprimieron no sólo a los grupos políticos opositores, sino las protestas sociales, incluido el movimiento estudiantil de 1968. En el caso mexicano, la masacre de Tlatelolco en octubre de ese año y, sobre todo, los sucesos del 10 de junio de 1971 (el Halconazo), convencieron a un sector de los universitarios, incluidos los que provenían de movimientos católicos ortodoxos, sobre la imposibilidad de lograr un cambio político por vías pacíficas.

En no pocos países de América Latina, sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos, laicas, y hasta prelados, optaron por denunciar las atrocidades cometidas por los regímenes autoritarios y militares de la región durante las décadas de los sesenta y los setenta. Según los datos citados por Jaime M. Pensado, alrededor de 850 religiosos y clérigos católicos (incluyendo obispos, religiosas y sacerdotes diocesanos) fueron víctimas mortales de la violencia de Estado.26 Esta cifra, evidentemente, no incluye a los miles de laicos y laicas que encontraron en su fe la inspiración para combatir por diversos medios el autoritarismo y la represión. Por la importancia demográfica y social para la institución eclesiástica, la prominencia de sus teólogos e intelectuales liberacionistas y la fecha temprana en la que se instauró la dinámica de resistencia-represión-subversión (1964), el catolicismo brasileño se convirtió en un paradigma en la región. Gracias a las redes liberacionistas, varios líderes opositores al régimen militar encontraron refugio en México, una estancia que, si bien fue breve, contribuyó significativamente al debate sobre la violencia revolucionaria en las publicaciones del país.27

Además del contexto político, el liberacionismo revolucionario fue posible también gracias a dos procesos sociodemográficos de la región, ambos asociados a una acelerada urbanización producto del crecimiento económico. Por un lado, la migración del campo a las ciudades derivó en la creación de asentamientos irregulares en las periferias urbanas. Como ha demostrado Óscar Calvo, en el entrecruce de técnicas de urbanismo y saberes sociológicos se creó la categoría de marginal para describir a los inmigrantes urbanos asentados en barriadas.28 A pesar de su hetereogeneidad, los marginales fueron entendidos como un solo sujeto colectivo caracterizado por su desintegración, estar atrapado entre la tradición y la modernidad, y ser potencialmente violento, agresivo o desestabilizador. La sociología católica latinoamericana de la época contribuyó de manera significativa a la construcción de los marginales como masas que precisaban de un liderazgo externo para la organización y movilización por medio de estrategias político-pastorales como la “promoción popular” y la inserción comunitaria. Por la casi natural propensión a la violencia que se les atribuía, eran también sujetos potencialmente revolucionarios que, a ojos de intelectuales y líderes católicos, había que evangelizar antes de que cayeran en manos de comunistas y, a ojos de liberacionistas de años posteriores, representaban el añorado pueblo oprimido que encabezaría la liberación. La categoría marginal fue naturalizada como una realidad social a tal punto que fue uno de los ‘datos’ básicos de los que partió el diagnóstico de los documentos emanados del encuentro episcopal de Medellín.29

Por otro lado, el segundo factor sociodemográfico que posibilitó al liberacionismo revolucionario fue el crecimiento de clases medias urbanas con mayor escolarización. Los jóvenes universitarios se articularon como un sujeto global, entre otras cosas, gracias a los nuevos medios e industrias de comunicación masiva.30 Una primera cohorte de revolucionarios latinoamericanos se fascinó con el éxito de la revolución cubana (1959) y pretendió replicarla, independientemente del contexto, con focos guerrilleros.31 En la segunda mitad de la década de los sesenta, la mayoría de estos grupos armados revolucionarios de América Latina habían sido abatidos, desarticulados o diezmados. Una segunda generación de revolucionarios, nacida en la década de los cuarenta y principios de los cincuenta, ya distanciados de la ilusión foquista y estimulados por la contracultura, el tercermundismo, las movilizaciones estudiantiles de 1968, los referentes intelectuales de la Nueva Izquierda, y con una cultura política que subrayaba la importancia subjetiva y volitiva de “hacer la Revolución”, conformó a los nuevos grupos subversivos activos en los años setenta.32 En la primera cohorte se encuentra la mayor parte de los teólogos e intelectuales liberacionistas; en la segunda, los universitarios que consumieron sus prédicas.

La conceptualización de la violencia en el liberacionismo se nutrió de la teología moral posconciliar y, en particular, de un nuevo concepto: violencia institucional, un término que consolidó la interpretación dialéctica que presentaba a la injusticia como la causa efectiva del resto de las violencias. Toda clasificación de la moralidad de la violencia parte de una teoría primaria sobre su génesis y dinámica. En este punto, el concepto cristiano paz fue fundamental para comprender las desigualdades sociales como violencia primordial: si la paz era “producto de la justicia” (Is 32, 17), la violencia entonces era el fruto de la injusticia. Desde la teología moral y pastoral, la paz es algo más que la ausencia de conflicto. De ahí la importancia para los padres conciliares de definir la paz en negativo: “no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica”.33

Reunidos en Medellín, los obispos latinoamericanos delinearon una posición derivada de la conciliar en la que “la paz en América Latina no es, por lo tanto, la simple ausencia de violencias y derramamientos de sangre”. Evocando las palabras de Pablo VI, añadían que “la opresión ejercida por los grupos de poder puede dar la impresión de mantener la paz y el orden, pero en realidad no es sino ‘el germen continuo e inevitable de rebeliones y guerras’ ”.34 En el contexto latinoamericano, la justicia social significaba, sobre todo, la redistribución de la riqueza. Las resistencias a una repartición más equitativa eran el principal obstáculo para la construcción de la paz y, por lo tanto, la raíz de la violencia. Los obispos precisaron que las “transformaciones profundas” que precisaba América Latina requerían, en primer lugar, que “los que tienen una mayor participación en la riqueza, en la cultura o en el poder” no retuvieran “celosamente sus privilegios y, sobre todo [que] no los defiendan empleando ellos mismos medios violentos, [pues] se hacen responsables ante la historia”.35 Esa violencia primordial fue nombrada en Medellín como “violencia institucionalizada”,36 una expresión que, con distintas variantes, se repetiría en las siguientes décadas para apuntar a la injusticia que detonaba la “tentación de la violencia”37 de los grupos marginales que producen “las revoluciones explosivas de la desesperación”.38 En la medida en que una se derivaba de la otra, la relación causal entre las violencias no sólo marcaba una secuencia, sino que las jerarquizaba en una escala moral de manera implícita.

Esta teoría dinámica de la violencia fue repetida con leves variaciones por líderes del catolicismo liberacionista. Helder Câmara, obispo brasileño de Olinda y Recife, le llamó la espiral de la violencia, e incluso la numeró para explicitar su relación causal.39 Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca, se refirió a la “escalada” de “la violencia institucionalizada [que] provoca la violencia de los oprimidos y la violencia de los oprimidos provoca la violencia de la represión”.40 Los prelados de Chihuahua, Adalberto Almeida, arzobispo de Chihuahua, y Manuel Talamás Camandari, obispo de Ciudad Juárez, así como la provincia mexicana de la Compañía de Jesús, repitieron esta teoría para explicar y denunciar la represión de movimientos sociales a principios de los setenta.41 Años después, Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, explicitaba un criterio de magnitud: la primera violencia era peor no sólo por ser el motor que desencadenaba el ciclo, sino porque causaba más violencia que las otras.42

La comprensión dialéctica de la violencia establecía una prelacía moral en la que los violentos originales eran los potentados del sistema injusto ante quienes se rebelaban los oprimidos. La violencia institucional descargaba a insurrectos y rebeldes de la responsabilidad primigenia y -retomando a Emmanuel Mounier- apuntaba a los tiranos como los auténticos sediciosos.43 Por más que se insistiera en que la violencia no era evangélica, al establecer las sublevaciones como una respuesta a la violencia de la injusticia se les presentaban como defensivas y, por lo tanto, menos malas que la violencia originaria. En todo caso, se trataba de una violencia que no se podía “condenar con ligereza sin analizar con seriedad sus causas”.44

En ocasiones, esa jerarquización moral se fraseaba como comprensión y hasta admiración por el heroísmo sacrificial de quienes tomaban las armas. “Respeto a quienes, en conciencia, se han sentido obligados a optar por la violencia”, decía el obispo Câmara, “no la violencia demasiado fácil de los guerrilleros de salón, sino la de aquellos que han probado su sinceridad con el sacrificio de su vida”.45 Si Câmara pensaba al decir eso en figuras como el Che Guevara, asesinado en 1967, el obispo Méndez Arceo sostenía que el movimiento armado de Genaro Vázquez Rojas, muerto en condiciones sospechosas cinco años después, “como un grito de inconformidad, fue válido”.46

El énfasis de la condena a la violencia del Magisterio católico se desplazó del rechazo absoluto a su ineficacia como método de justicia. Pablo VI desalentó la revolución armada porque “los cambios bruscos o violentos de las estructuras serían falaces, ineficaces en sí mismos”.47 Los episcopados de América Latina y México reiteraron este mensaje en sucesivas ocasiones, añadiendo que, frente a la ineficacia de la violencia, la caridad cristiana y la política de conciliación de clases de la doctrina social de la Iglesia eran los métodos más eficaces para la transformación social a largo plazo. Apenas unos meses después de la revolución cubana, el CELAM, en un mensaje firmado, entre otros, por el cardenal Miguel Darío Miranda, arzobispo de México, y Helder Câmara, entonces obispo auxiliar de Río de Janeiro, declaró que si las disposiciones de la doctrina social de la Iglesia “fueran totalmente puestas en práctica, como se debía hacer, eliminarían cualquier injusticia y se llegaría a una mejor y más equitativa distribución de las riquezas […][a partir de la] cooperación entre las diversas clases sociales”.48

Poco después de la muerte del Che Guevara, los obispos mexicanos sostuvieron que, contrario a lo que sostienen aquellos “espíritus ávidos de lo absoluto, de soluciones rápidas, enérgicas y eficaces del problema social” que legitiman el uso de la violencia, “la acción revolucionaria engendra de ordinario todo un cortejo de injusticias y de sufrimientos”. 49 Después de la masacre de Tlatelolco, Ernesto Corripio, entonces arzobispo de Oaxaca y presidente de la CEM, sostenía en un mensaje pastoral publicado a nombre de todo el episcopado que la ineficacia de la violencia estribaba en que “es contra algo o contra alguien, no es camino de progreso hacia algo”.50 En una carta pastoral posterior, la CEM aclaraba que la “lógica de la violencia [es] vence[r] el mal con el mal” y que para atender los “males profundos” sólo la “caridad, mediante el uso de métodos no violentos”, resultaba eficaz.51 Si la jerarquía estaba tan interesada en demostrar que la violencia como método era contraproducente, se deduce que un grupo de creyentes pensaba que se trataba de la vía más eficaz. Era el caso de liberacionistas revolucionarios mexicanos, radicalizados a raíz de las represiones de 1968 y 1971.

La no-violencia, un concepto gandhiano que fue cristianizado en el movimiento por los derechos civiles de Estados Unidos, arraigó en el catolicismo posconciliar como el método de cambio social más acorde a la fe cristiana. En cierto modo, la no-violencia encajaba perfectamente con el espíritu tercerista del catolicismo, tendiente a rechazar los binarios e insistir en una tercera opción, a veces a manera de síntesis, a veces como mediana y otras más como mera quimera discursiva. Entre la paz y la violencia, la no-violencia surgía como “el único medio viable de acción revolucionaria para América Latina”.52

Talleres y manuales de no-violencia circularon profusamente en los ámbitos católicos mexicanos de la época. La pareja conformada por Hildegard Goss-Mayr, austriaca, y Jean Goss, francés, activistas católicos famosos como gurúes de la no-violencia, fue invitada a Morelos para impartir un “seminario de entrenamiento en la no-violencia” a finales de 1968. En el seminario, la pareja presentaba la no-violencia como la “violencia del amor, esta violencia de palabra por la causa de la verdad y la justicia”.53 Ante un público que quizá tendía a asimilar la no-violencia con el pacifismo, Goss advertía que se trataba de la espada “del amor” que había traído Jesucristo (Mt 10, 34) para hacer “sangrar moral y físicamente”; si alguno de los asistentes tenía “la desgracia de confundir la noviolencia [sic] con la simpatía, la dulzura”, habría optado por una paz que no es la cristiana.54 Más allá de los retruécanos, la no-violencia predicada por la pareja Goss-Mayr se traducía en transgredir los órdenes injustos. Entre los tránsfugas de la violencia revolucionaria convertidos a la no-violencia a principios de los setenta, se mantuvo la radicalidad retórica de “la violencia del amor”.55 La no-violencia no implicaba pasividad ante la injusticia social, sino “luchar contra esa violencia institucionalizada con armas distintas”.56 Es significativo el recurso a metáforas violentas y bélicas para justificar los métodos no violentos.

Cristianos en la revolución: la red cristianos por el socialismo, el camilismo y la aportación específica

Revolución era una mala palabra en el vocabulario político católico preconciliar. El Concilio Vaticano II, “la Revolución francesa en la iglesia”,57 propició un desplazamiento semántico del término. A decir de los obispos tercermundistas, las revoluciones violentas podían ser “necesarias” y dar “buenos frutos”, tal como sucedió en 1789 con la aparición de los derechos humanos.58 Inspirados por el hito revolucionario de Cuba, surgió un liberacionismo radical que se subsumió teórica y políticamente en el socialismo marxista-leninista.

Los integrantes del movimiento transnacional Cristianos por el Socialismo (CPS) fueron quienes más esfuerzos teóricos hicieron por compatibilizar cristianismo y marxismo-leninismo. El movimiento tuvo sus orígenes en Chile, un país que por entonces estaba gobernado por la Unidad Popular (1970-1973), una coalición de partidos de izquierda diversos, incluidos grupos católicos. La llamada “vía chilena al socialismo” representaba la añorada posibilidad de hacer la revolución por la vía electoral y pacífica y, por lo tanto, aparecía como el modelo socialista latinoamericano más compatible con la doctrina social de la Iglesia.59 Cuando el gobierno constitucional y electo encabezado por Salvador Allende fue derrocado en el golpe militar de septiembre de 1973, este suceso se convirtió, para algunos, en la prueba de que no era posible hacer la revolución pacíficamente y, por lo tanto, también catalizó la radicalización de jóvenes católicos.60

En 1971 se conformó el Comité Coordinador Mexicano de Cristianos por el Socialismo, integrado, entre otros, por José Álvarez Icaza, laico cofundador de CENCOS y anterior copresidente del Movimiento Familiar Cristiano, y el jesuita Martín de la Rosa. Recibieron a delegados chilenos en la ciudad de México y viajaron a Costa Rica para participar en la planeación del Primer Encuentro Latinoamericano de Cristianos por el Socialismo, a celebrarse en Santiago de Chile en abril de 1972.61 En el Encuentro de Santiago, la delegación mexicana fue de las más grandes e incluía, además de a Álvarez Icaza, a líderes del grupo Sacerdotes para el Pueblo (SPP; Martín de la Rosa SJ, Luis G. del Valle SJ y fray Alex Morelli OP), a religiosas de las Hermanas del Servicio Social (Ymelda Tijerina y Leonor Aída Concha) y, notablemente, al único prelado que participó en el encuentro, el obispo de Cuernavaca, Sergio Méndez Arceo.62

El Encuentro de CPS aceleró la conformación de capítulos en el mundo católico, especialmente en Europa, lo que alarmó a la curia romana y a los episcopados latinoamericanos.63 En México, la CEM se pronunció de manera indirecta sobre la conformación de la red al declarar que “el cristiano que pusiera toda su esperanza en una ideología liberal, marxista, o de otra índole, […] estaría negando de hecho la fe a Jesucristo”. Aunque reconocían que “la palabra ‘socialismo’ ya no indica una realidad única”, sentenciaban que “el marxismo es incompatible con la fe cristiana”.64

A diferencia de la CEM, una parte de los liberacionistas católicos no sólo encontraban que el marxismo y el cristianismo eran compatibles, sino que identificaron la liberación del Pueblo de Dios con la revolución socialista. Los liberacionistas revolucionarios encontraron en la figura de Camilo Torres Restrepo (1929-1966) a su prototipo martirial. La muerte del sacerdote colombiano y fugaz guerrillero del Ejército de Liberación Nacional fue el testimonio sacrificial de los cristianos socialistas y su nombre quedó desde entonces identificado con el liberacionismo revolucionario.65 El camilismo fue el fantasma que acosó a Pablo VI en su viaje a Colombia (1968), el primero de un pontífice a América Latina. En sus homilías y discursos ante campesinos, estudiantes, sacerdotes y líderes sociales, el papa insistió en que no se podía poner la esperanza “en la violencia ni en la revolución”,66 ni se podía hacer de “la violencia un ideal noble, un heroísmo glorioso, una teología complaciente”,67 pues “no es evangélica ni cristiana”.68

Con todo, el camilismo se expandió por toda América Latina a través de movimientos armados y publicaciones clandestinas.69 Como sostenía la revista Cristianismo y Revolución, paradigma del discurso camilista, ”para todos los revolucionarios, la opción del Último Día del Evangelio se nos presenta cada jornada como el imperativo fundamental” para organizar una revolución que sería “a veces necesariamente violenta”.70 El camilismo era un socialismo revolucionario escatológico en el que no había lugar para concesiones y en el que todas las jerarquías, incluidas las de los partidos comunistas de la región y las de la Iglesia católica posconciliar, eran repudiadas como cúpulas reformistas.71

Además de los liberacionistas revolucionarios mexicanos, el camilismo en México se hizo presente a través de exiliados sudamericanos y la radicalización de misioneros estadounidenses y europeos. Entre los misioneros radicalizados, destacan los Melville, llamados por un diplomático de la Santa Sede la pareja de la “Diablología de la violencia”.72 Thomas Melville y Marjorie Bradford, maryknollers, se establecieron brevemente en México después de ser expulsados de Guatemala acusados de crear un Frente Camilo Torres en solidaridad con la guerrilla Fuerzas Armadas Rebeldes.73

Además de los colaboradores colombianos más cercanos a Camilo Torres que se refugiaron en México entre 1966 y 1968,74 al país llegaron también sacerdotes brasileños que huían de la represión de la dictadura militar instaurada en 1964. Aunque pequeño, el exilio brasileño en México es relevante para la historia del liberacionismo revolucionario cercano al camilismo. Entre los exiliados católicos destacan dos sacerdotes: Francisco Lage Pessoa y Alípio Cristiano de Freitas. Lage fue militante del Partido de los Trabajadores, obtuvo un cargo de representación popular y, una vez instaurado el régimen militar, fue perseguido y torturado, por lo que optó por el exilio en México en 1965. Fue incardinado a la arquidiócesis de México y estuvo en una parroquia en el barrio de Tepito y después en la colonia América.75 El padre Alípio de Freitas, militante de la Ação Popular, una organización marxista-leninista derivada de la Juventude Universitária Católica surgida a inicios de la década, fue uno de los primeros asilados en México pues se resguardó en la embajada apenas ejecutado el golpe de Estado y llegó al país unos meses después.76

Los camilistas, si bien muy visibles, eran una minoría del liberacionismo revolucionario en México y América Latina. Sin embargo, más que el reducido número, a la jerarquía le inquietaba cómo estos discursos compatibilizan la fe cristiana con el socialismo marxista-leninista, especialmente por el concepto de lucha de clases, que estaba en franca contradicción con la vía tercerista católica de la armonía y conciliación de clases. Se aceptaba un “socialismo pluralista y democrático”,77 pero la violencia implícita en el concepto de lucha de clases resultaba anticristiana para la jerarquía por ser sinónimo de “odio de clases y […] lucha civil”.78 El episcopado mexicano se esforzó incluso por plantear “la caridad no violenta del cristianismo” como “más radical y sus objetivos más realistas y profundos que los de la lucha de clases”.79

Entendiendo el materialismo histórico como una herramienta científica para analizar la realidad social, para los liberacionistas revolucionarios la lucha de clases era una premisa. Como motor de la historia, la lucha de clases, si bien era necesariamente violenta, podía no entrañar odio. Lucha de clases no era “un concepto, [sino que] es la más cruda realidad”.80 Aún más, la opción revolucionaria que los cristianos socialistas tomaban era una expresión de amor. Los liberacionistas revolucionarios sostenían que “los cristianos amamos luchando, junto con todos nuestros prójimos oprimidos. Y también amamos a los poderosos, quitándoles las cosas que explotan a los pobres”; quitarle a la burguesía el poder “es como quitarle a alguien una pistola cargada”, por lo que incluso era un acto de amor hacia la propia burguesía.81 La opción política por la revolución de los cristianos “no busca en sí el revanchismo, el odio, la violencia”.82 Sin embargo, los liberacionistas revolucionarios, en tanto que partían de la lucha de clases como una realidad histórica, rechazaban siquiera que la violencia fuera una ‘opción’: ante la injusticia estructural, la violencia era un punto de partida y la opción política era entre “violencia instalada versus lucha de clases abierta”.83

Una cuestión que les importaba a los cristianos revolucionarios era propiamente identitaria. Si los católicos debían sumarse a la lucha revolucionaria, una pregunta que se reiteraba constantemente era cómo y para qué lo hacían, es decir, si conservaban alguna especificidad como cristianos y si su adhesión aportaba algo especial a la revolución. Este dilema identitario, sin duda síntoma de la secularización, era repetido con ansiedad colectiva, oscilando entre la prisa por disolverse en un sujeto histórico mayor y la angustia de desaparecer. Ante esto se plantearon dos tipos de respuestas: o bien debían encargarse de desarmar el bloqueo ideológico-religioso, o bien debían cristianizar la revolución.

En primer lugar, quienes descartaban la especificidad cristiana en la revolución identificaban la historia salvífica con el materialismo histórico: habiendo una sola historia, una sola era la forma de los revolucionarios y sus luchas. Los cristianos no eran una clase humana peculiar, “no tenemos glándulas propias, diversas de las que los demás que segreguen situaciones históricas determinadas”,84 por lo que no estarían al margen de la dialéctica de la lucha de clases: se era revolucionario o contrarrevolucionario; para los fines de la revolución socialista, ser cristiano o no era irrelevante. Al sumarse a la revolución, los cristianos deberían ser “simples y verdaderos militantes en las organizaciones de clase marxista”.85 Aún más, su participación en la revolución era un proceso de conversión religiosa en el que los cristianos descubrían que “el amor transformador se vive en el antagonismo y el enfrentamiento, y que lo definitivo se acoge y se construye en la historia”.86 Los cristianos resultaban contraevangelizados por el marxismo y renunciaban a la pretensión de una ‘cristiandad socialista’.87 Hugo Assmann, sacerdote y teólogo brasileño que a partir de 1964 peregrinó por buena parte de América Latina y cuyas publicaciones fueron traducidas y circuladas en México, incluso resignificó un viejo concepto teológico al establecer que los cristianos debían tener “presencia kenótica (auto-aniquiladora)” en la revolución.88 En tanto la “kénosis [es] consustancial a su fe”, el cristiano revolucionario no debe resistirse al sacrificio ontológico que representa que “se aniquile en ‘lo otro’” revolucionario.89

En segundo lugar, estaban quienes reconocían que los cristianos sí tenían misiones específicas en la revolución, a saber, el desbloqueo religioso y la trascendentalización del proceso revolucionario. El bloqueo religioso refería al papel que desempeñaba el cristianismo como ideología que preservaba el statu quo; por su procedencia, los cristianos revolucionarios debían comenzar erosionando la legitimidad ideológica del capitalismo a través de la crítica a las doctrinas e instituciones religiosas. Lejos de ser “maestra de la revolución”, la fe cristiana tenía un papel ancilar al empeñarse en ir “desbloqueando frenos ideológicos que buscan amarrar al cristiano, en nombre de su fe, a esquemas reaccionarios”.90 Se trata de la actualización de la tesis sobre la herejía teológica de Friedrich Engels en la que los cristianos disidentes servían a la revolución en la medida en que debilitaban la superestructura: “para poder atacar el orden social existente”, decía Engels, “había que despojarlo primero de su aureola de santidad”.91

Quienes se sentían llamados a cristianizar el proceso revolucionario concebían como misión, por un lado, morigerar los excesos de violencia y, por otro, aportar trascendentalidad sacrificial. En una reedición del ius in bello, la misión intrarrevolucionaria consistía en contener los excesos de la violencia. Si los cristianos participaban como un acto de amor al prójimo, su aportación consistía en “crear una moral y una mística de la revolución”92 que evitara que “la violencia necesaria se transforme en odio, venganza o brutalidad”.93

Por otro lado, el cristianismo podía aportar un sentido trascendente al proceso revolucionario que no se encontraba en la teoría marxista. Para Assmann, la perspectiva escatológica del cristianismo permitiría que la teoría revolucionaria no quedara atada a la coyuntura, sino que desembocara en “la elaboración planificadora de los objetivos de liberación en forma de proyecto histórico”.94 Aún más, con la dimensión escatológica, esta vez concretada en perspectiva personal, el cristianismo aportaba a la revolución algo sobre lo que “Marx no supo decir nada importante o satisfactorio”, a saber, “la derrota de la muerte” que abre el camino al “misterio amoroso de saber jugar la vida en favor de los demás”.95 Según se desprende de estas palabras, los cristianos eran relevantes en la revolución porque aportaban la férrea convicción sacrificial de quien se sabe justo, vence el miedo a morir y, con ello, a la propia muerte. En otras palabras, la aportación específica del cristianismo a la revolución socialista era el martirio.

Violencia justa como amor eficaz: eficacia, guerrilla justa y obligación sacerdotal

La eficacia era uno de los criterios fundamentales para condenar o justificar la violencia revolucionaria desde el cristianismo. No se trataba sólo de un valor pragmático de la época, como el sentido común pudiera sugerir, sino que en la variable de la eficacia se conjugaba la praxis marxista con las tradiciones teológicas.

En la fe católica, la eficacia es un concepto relevante para entender el proceso de la justificación, es decir, el paso del pecado al estado de santidad a través de la gracia divina. Una de las especificidades doctrinales del catolicismo que lo separa de otras confesiones cristianas es la importancia concedida a la libertad humana en la justificación. Si bien protestantes y católicos coinciden en que la justificación sólo es posible por la gracia divina, confieren distinta relevancia al papel de la voluntad humana en el proceso de salvación. Dios provee de gracia suficiente pero precisa de la cooperación y asentimiento libre de los humanos para volverse eficaz, es decir, para desarrollar su potencia salvífica. Esto es relevante porque la caridad, en tanto virtud teologal, está ligada a la gracia eficaz y santificante. En otras palabras, la caridad, aunque sea un don divino, requiere la cooperación humana para hacerse realidad. En la teología sobre la justificación, protestantes y católicos también difieren sobre el mérito humano. Para Lutero y otros, el pecado original ha manchado a los humanos de tal forma que para ser santificado depende absolutamente de la gracia divina. Según la doctrina católica tridentina, la gracia divina precede a las buenas obras, pero para su realización se requiere la voluntad humana, de tal forma que las buenas obras son a la vez don de Dios y mérito de los humanos por medio del cual colaboran en su santificación (justificación).96 En suma, la tradición católica ofrecía un campo fértil, abonado durante milenios, para juzgar la moralidad de una acción por sus efectos y para comprender que la justicia/santidad requería de las obras libres, meritorias y buenas de las personas.

Esta digresión teológica fue necesaria para comprender por qué el concepto de eficacia fue omnipresente en los discursos liberacionistas sobre la violencia revolucionaria. En ocasiones, eficacia tenía su significado ordinario, a saber, la capacidad para producir el efecto deseado. En ese sentido, algunos liberacionistas rechazaban la violencia por estrategia, no por principios éticos. Este tipo de argumentos forman parte de la crítica al foquismo de los movimientos armados previos; aunque no descartaban que, dadas algunas condiciones sociales, la insurrección armada pudiera ser la vía más efectiva para lograr justicia, cuestionaban que las sociedades latinoamericanas de finales de los sesenta y principios de los setenta estuvieran en ese punto. El teólogo José Comblin sostenía que “pensar que es posible que un grupo de guerrilleros conquisten el poder y lo ejerzan por la virtud mágica de la violencia, transformada en espada sagrada, es puro romanticismo”.97 El propio Assmann decía que “en la mayoría de las situaciones de América latina, un levantamiento violento, a nivel estratégico y táctico, sería insostenible y por eso inmoral”, pero que ese rechazo no lo hacía desde “una teoría de absoluta no violencia”.98

Para los liberacionistas revolucionarios cercanos al camilismo, la violencia, aunque nunca era la primera opción ni se buscaba apriorísticamente, era el recurso más eficaz para acabar con las violencias institucionalizadas en América Latina. Si el amor cristiano se conoce por sus frutos (véase Mt 7, 15-20), el pacifismo o la no-violencia eran anticristianas por su ineficacia. Optar por la ineficacia de la no-violencia convertía al cristiano latinoamericano en “cómplice de la opresión […] [y] la violencia de Estado”.99

Los tránsitos entre no-violencia y violencia revolucionaria solían ir acompañados de la exaltación propia de toda conversión religiosa. Rumbo al Damasco revolucionario, muchos se cayeron del caballo de la violencia y otros se subieron tras haberlo rechazado al inicio. Unos y otros argumentaban haber encontrado en las respectivas vías el método más eficaz de conseguir la justicia social. Hubo quienes predicaron la violencia revolucionaria y luego, tras la culpa que representó la desaparición o muerte de quienes fueron empujados a las armas por sus apasionados sermones, se convirtieron con radicalidad a la no-violencia. Es el caso de fray Alex Morelli OP, quien confesaría a principios de los setenta haberse vuelto “partidario de la no-violencia después de haber profesado la violencia en la primera parte de mi vida”.100 Y también hubo quienes recorrieron el camino inverso y se convirtieron en misioneros de la violencia revolucionaria tras la frustración experimentada con los métodos de la no-violencia y, sobre todo, después de vivir la represión y tortura. En este último caso está el padre Lage Pessoa, exiliado en México:

Aun a riesgo de parecer abandonarme al resentimiento, diré que mi conclusión es que no queda más solución fuera del recurso a la violencia. No ciertamente a causa de mi caso personal […] sino porque la evidencia de los hechos demuestra que los medios pacíficos son ineficaces y que son incluso contrarios a los fines perseguidos. Soy, pues, partidario de la violencia, si se entiende este término como antítesis de la no-violencia que he profesado durante la primera parte de mi vida.101

La eficacia quedó ligada de manera directa al liberacionismo revolucionario en los escritos y discursos de Camilo Torres. El pensamiento de Torres es una mezcla de sociología, idealismo político, clericalismo eclesial y teología preconciliar. Martín de la Rosa SJ, uno de los liberacionistas revolucionarios que divulgó la obra de Torres en México, sostenía “que sus formulaciones son poco desarrolladas, a veces incluso sólo se encuentran en un estado embrionario, pero no por eso resultan menos estimulantes”.102 Torres transitó aceleradamente -en sólo un lustro- de comprender sociológica y pastoralmente la violencia política a predicarla. En 1961, advertía que “a las doctrinas que pregonen la solución violenta es necesario combatirlas con ideas y hechos”. Unos años después, trasladaba la responsabilidad de la violencia revolucionaria enteramente a las élites, y confesaba que su “convicción es que el pueblo tiene suficiente justificación para una vía violenta”. En su último mensaje antes de morir, reiteró que “todo revolucionario sincero tiene que reconocer la vía armada como la única que queda”.103

El razonamiento de Torres es silogístico: ser cristiano significa ante todo amar al prójimo con autenticidad; para ser auténtico, el amor debe traducirse en obras de justicia; en las condiciones sociohistóricas latinoamericanas, la única eficacia posible es la revolución armada; ergo, los cristianos latinoamericanos, para amar y ser auténticos cristianos, deben comprometerse con la revolución, incluida la violencia eficaz y necesaria. En esa cadena lógica se acuñó el concepto de caridad eficaz. Torres consideraba que la violencia revolucionaria era un “sacrificio”104 que se imponía y que era “obligatoria para los cristianos que vean en ella la única manera eficaz y amplia de realizar el amor para todos”.105

En las cartas abiertas de Camilo Torres, formado en el catolicismo tridentino, se pueden identificar resonancias sobre la doctrina tradicional de la justificación y la gracia eficaz. Torres sostenía que “lo principal en el catolicismo es el amor al prójimo” y que “este amor, para que sea verdadero, tiene que buscar la eficacia”.106 Con el criterio de eficacia divide a la caridad cristiana entre “lo que se ha llamado ‘la caridad’”, es decir, el amor que no rinde frutos duraderos (como las ‘obras de caridad’” asistencialistas), y la auténtica caridad cristiana, que es el amor hecho obras eficaces. Para Torres, la única forma de convertir la caridad (virtud teologal) en caridad eficaz era a través del conocimiento social científico que permitiría hacer diagnósticos claros y trazar proyectos viables. Si Torres se hizo sacerdote para dedicarse “al amor al prójimo de tiempo completo”, se hizo sociólogo, según explicaba, porque vio que para que el amor fuera eficaz “era necesario unirlo a la ciencia”.107 Al reconocer el materialismo histórico como la única herramienta analítica útil para dar cuenta de la realidad social, la sinonimia entre sociología y marxismo-leninismo quedaba establecida. Según el fugaz guerrillero, la “eficacia del amor al prójimo no se logra sino mediante una revolución” y esa revolución no se logra sino “en la acción, en la práctica, con algunos métodos y objetivos marxistas-leninistas”; la revolución marxista era pues una “solución técnica de los problemas de las mayorías de los latinoamericanos y […] esta solución debe ser permitida no sólo para los católicos, sino obligatoria para el sacerdote”.108

Además de la eficacia, los liberacionistas revolucionarios desempolvaron la casuística tradicional de la guerra justa. No se hizo esto sin cierta ambivalencia. Después de siglos de descrédito en los que el propio Magisterio se distanció del concepto, adjetivar una guerra como justa parecía revivir un modelo de cristiandad. Sin embargo, para los teólogos liberacionistas estaba claro que la doctrina sobre la guerra justa había mutado históricamente y que la condena absoluta de medios violentos era una innovación reciente, pues “jamás la Iglesia pensó así [sino] hasta el siglo XX”.109

La guerra podría no ser justa, pero la guerrilla sí. Ernesto Cardenal, involucrado él mismo en el movimiento armado del sandinismo después de una breve estancia en el Monasterio de Santa María de la Resurrección (Ahuacatitlán, Morelos),110 sostenía que la “guerra justa tal vez ahora no puede existir en el mundo”, pero la liberación popular era violencia de otra índole, distinta a una empresa bélica, pues se trataba de “la lucha de liberación o la defensa de un pueblo [que] no solamente puede ser justa, sino que es justa”.111 Unos años antes, había sostenido que “desde el punto de vista cristiano se puede defender la guerra justa y se puede defender también la guerrilla justa por lo mismo (la guerrilla es como la guerra) y considerarla lícita incluso como un deber, como lo consideró el padre Camilo”.112 Se tomaba pues distancia del significante por el modelo de cristiandad que evocaba (una guerra justa), pero no del significado (la justificación de la violencia).

En la misma operación paradójica de criticar la doctrina de la guerra justa pero a la vez reivindicar sus contenidos estaba Thomas Melville, uno de los “diablólogos de la violencia”.113 Para el misionero de Maryknoll, la doctrina tradicional de la guerra justa era a la vez una prueba de la hipocresía de las acusaciones que pesaban sobre él y un arsenal de argumentos teológicos que le permitían justificar la vía armada. En una carta abierta que publicó en la revista mexicana Siempre! en febrero de 1968, Melville sostenía que “no necesitamos una teología de la violencia. Ya tenemos una. La Iglesia, a través de los siglos, nos la ha dado”. Recordaba que la doctrina de la Iglesia, “según un antiguo principio legal”, reconocía el derecho a defender al prójimo de una agresión en “una guerra justa”. Equiparaba al régimen guatemalteco con una tiranía y, finalmente, consideraba necesario “tomar las armas al lado de mis hermanos para terminar de una vez el sistema de violencia practicado por la oligarquía de Guatemala”.114

El padre Francisco Lage Pessoa, quien había abjurado de la no-violencia después de la represión militar en Brasil que lo orilló al exilio en México, argumentaba su nueva posición mezclando diversas tradiciones para demostrar las posibilidades de una “insurrección justa”. El sacerdote brasileño mezclaba condiciones ius ad bellum, como la causa justa de acabar con una tiranía que representa un “mal común” y la esperanza fundada de éxito, con condiciones ius in bello, como la prohibición de medios “intrínsecamente perversos” como “violar [a] las mujeres”. Además de la doctrina sobre el tiranicidio posible, añade el criterio de eficacia al apuntar la necesidad de que se opte por la violencia cuando se compruebe la ineficacia de los medios pacíficos, tal y como él lo había comprobado en carne propia. Finalmente, otro grupo de condiciones enlistadas por Lage pueden ser identificadas como provenientes del diagnóstico científico social marxista, “la más importante de las cuales es la adhesión de los trabajadores y campesinos”.115

Además de la guerra justa, otros más rescataron la legitimidad del tiranicidio en el pensamiento católico. Assmann consideraba que los documentos del CELAM de Medellín habían dado los elementos para sustituir “el viejo problema de dar muerte al tirano” y la fórmula magisterial de “tiranía evidente y prolongada” por “una descripción sin más de la situación” social de América Latina que pudiera justificar la insurrección, es decir, que la teología de la liberación y el propio Magisterio latinoamericano permitían equiparar la tiranía clásica con la injusticia social diagnosticada a través del análisis científico social, previsiblemente con herramientas marxistas.116 Por otro lado, respecto al “viejo problema de la guerra justa”, Assmann, en línea con el desplazamiento del Magisterio en el tema a lo largo del siglo XX, reconocía que por “las modernas armas bélicas [ya] no podemos imaginar una guerra justa”, pero que es necesario rescatar “el verdadero núcleo de justificación de las guerras pasadas”, que en la visión del teólogo brasileño está en “la defensa del oprimido, motivada por el amor al prójimo, frente a los poderes opresores”.117 Por todo ello, reactualizando la doctrina de la guerra justa y del tiranicidio, Assmann sostenía que “la opción fundamental del cristiano no consiste en renunciar a la violencia, sino en comprender con realismo histórico la intención fundamental del amor como superación de la violencia”. Esta intención fundamental sigue vigente incluso si, “en caso extremo, se emplea la violencia para superar la misma violencia”.118

Camilo Torres acudió explícitamente a las doctrinas católicas de la guerra justa y el tiranicidio cuando fue interpelado sobre su ortodoxia. En un reportaje publicado en México en 1967, apenas un año después de su muerte, Torres sostenía que “la Iglesia muchas veces ha expresado su doctrina con relación a la guerra justa y a la guerra contra la tiranía”.119 Enlistaba sólo tres condiciones para la justificación de la violencia: agotar vías pacíficas, pronosticar un buen resultado y “prever asimismo que las consecuencias de dicha revolución violenta no serán peores que la situación actual”.120 En su “Mensaje a los cristianos”, publicado un año antes de morir, conminaba a sus hermanos en la fe a la rebelión armada apelando a la doctrina del tiranicidio. La razón más clara para denominar tiranía al régimen colombiano que acusaba era su naturaleza oligárquica, es decir, el gobierno ilegítimo de una minoría: “cuando hay una autoridad en contra del pueblo, esa autoridad no es legítima y se llama tiranía. Los cristianos podemos y debemos luchar contra la tiranía. El gobierno actual es tiránico porque no lo respalda sino el 20% de los electores y porque sus decisiones salen de las minorías privilegiadas”.121

En un desplazamiento semántico que es significativo respecto de la posición integrista del liberacionismo revolucionario, la guerra justa comenzó a ser presentada como una guerra sagrada por la liberación de los oprimidos de América Latina. En la medida en que la revolución fue presentada como un deber cristiano, la responsabilidad recaía, en primer lugar, en aquellos que tenían “la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal”,122 es decir, los ministros ordenados. Como en el caso de la justificación de las guerras, la tradición católica tiene una casuística mucho más compleja de lo que se asumiría respecto a la posibilidad de que los clérigos usen la violencia. Desde la Baja Edad Media se ratificó que, con excepciones y siempre en legítima defensa, los clérigos podían estar armados, una disposición que fue ratificada por Trento. La elasticidad de lo que se podía interpretar como legítima defensa queda manifiesta cuando se recuerda a los pontífices renacentistas que encabezaron ejércitos en batallas. Más que las muertes o daños que los clérigos guerreros pudieran hacer con sus propias manos, era la violencia performativa de portar armas y encabezar ejércitos lo que sacralizaba las guerras.123

En el liberacionismo revolucionario, la responsabilidad pastoral se extendió consecuentemente al liderazgo armado. Algunas de las críticas más agudas apuntaron a que los llamados al levantamiento armado se explicaban más por la desesperación moral de sacerdotes comprometidos por saldar una deuda institucional que les abrumaba que a una necesidad orgánica de los pueblos latinoamericanos. Michel de Certeau SJ advertía en 1968 que en América Latina había “demasiados ‘clérigos’ [que] al defender la guerrilla […] no hacen más que expresar su malestar”.124 Otros liberacionistas establecidos en México recelaban de las guerrillas no por la ilegitimidad de la violencia, sino porque los llamados al levantamiento armado venían de “una moralidad interesada en salvar la pureza individual […] la valentía, por heroica que sea, y en cuanto cualidad del individuo virtuoso, no sirve al pueblo sino al hombre preocupado por sí mismo”.125 En la misma línea, el obispo Méndez Arceo alertaba contra el “clericalismo de izquierda” que se percibía en el cristianismo revolucionario.126

Sin embargo, el propio Méndez Arceo, hablando desde su autoridad como doctor en Historia de la Iglesia, aplaudía la participación de clérigos en movimientos armados de la historia mexicana. Como en el caso de la legitimidad de la violencia, la participación de clérigos en revoluciones era, para el obispo, un asunto que no podía calificarse apriorísticamente como bueno o malo; su calidad moral y cristiana dependía del tipo del movimiento armado en el que participaban. Así, para el obispo de Cuernavaca, era laudable que “la Revolución, la primera [la Guerra de Independencia], la hicieron verdaderamente los sacerdotes”, mientras que la participación clerical en “la segunda”, la revolución mexicana, era deleznable, pero no por la violencia como método, sino porque estaban en la “contrarrevolución”.127 Para el obispo era imposible optar entre su deber pastoral y su deber revolucionario: “yo no puedo hacer esa dicotomía […] quiero ser sacerdote y quiero ser revolucionario”.128

Quien llevó a sus últimas consecuencias la revolución como obligación sacerdotal fue Camilo Torres. Torres compartía -recuérdese que su formación ministerial es anterior al Vaticano II- la importancia que el sacramento del orden tenía como medio de la gracia divina, expresado especialmente en la eucaristía, pero, en tanto cabeza del cuerpo eclesial, consideraba que sus obligaciones socio-pastorales precedían a las litúrgico-eclesiásticas:

Cuando existen circunstancias que impiden a los hombres entregarse a Cristo, el sacerdote tiene como función propia combatir esas circunstancias […] El sacerdocio cristiano no consiste únicamente en la celebración de ritos externos […] Fui elegido por Cristo para ser sacerdote eternamente, motivado por el deseo de entregarme de tiempo completo al amor de mis semejantes […] Estimo que la lucha revolucionaria es una lucha cristiana y sacerdotal.”129

Antes de ingresar al Ejército de Liberación Nacional, Torres solicitó en carta abierta a su ordinario lo que comúnmente se llama reducción al estado laico. Un bautizado que recibe el sacramento del orden será ministro ordenado para el resto de su vida, pero el derecho canónico permite que se le dispense de sus obligaciones ministeriales y se le reduzca al estado laical. Este gesto, que evidentemente tenía un contenido simbólico más que práctico, fue una forma por la cual Torres sostuvo haber “dejado los deberes y privilegios del clero, pero no he dejado de ser sacerdote”.130 Su ministerio ordenado lo viviría -fugazmente- como combatiente de la guerrilla, en un último gran acto de violencia performativa.

Del dicho liberacionista al hecho revolucionario

Las palabras del liberacionismo revolucionario para justificar la violencia como recurso legítimo de cambio social fueron semillas que germinaron en el convulso clima social y político mexicano de finales de los sesenta y principios de los setenta. Los argumentos, pronunciados desde la autoridad del predicador y el teólogo, inspiraron a algunos a tomar las armas. Las profecías sobre la revolución y su inevitable violencia eran escuchadas por jóvenes ansiosos de cambio y esperanza que, al optar por la subversión armada, remataban la cadena de razonamiento de las prédicas liberacionistas. Una minoría de los universitarios católicos de los círculos liberacionistas revolucionarios, prácticamente todos con una situación económica desahogada e incluso parte de las élites locales, decidieron ser guerrilleros; otro grupo, más numeroso, quedó atrapado entre la dicotomía violencia/no-violencia, colaborando directa, indirecta, sistemática o casualmente con quienes habían dado el salto a la clandestinidad.131

Los liberacionistas revolucionarios se dedicaron mayormente a las elaboraciones teóricas y pocos dieron el salto a la clandestinidad. A pesar del principio marxista que concebía teoría y praxis de manera dialéctica e indisociable, lo cierto es que, en la práctica, los grupos del liberacionismo revolucionario se especializaron en dar fundamento ético, político y teológico a las acciones subversivas. La desproporcionada importancia concedida a la teoría, incluso por los católicos que tomaron las armas, es quizá un hábito heredado de la teología como campo profesional y del prurito casuístico con el que se abordan las cuestiones morales en el catolicismo.

Evidentemente, la radicalización de jóvenes universitarios no fue un asunto exclusivo de católicos y, por lo tanto, no atañe de manera exclusiva a la legitimación de la violencia política que hizo el liberacionismo revolucionario. Para católicos y no católicos, fueron fundamentales corrientes marxistas que subrayaban la importancia volitiva y subjetiva para hacer la revolución. Sin embargo, quienes se habían formado en el liberacionismo, incluso ya en la clandestinidad, cuando aparentemente habían secularizado su discurso totalmente, se distinguieron por la impronta religiosa de su formación, perceptible en su rigorismo doctrinal, el ánimo martirial, el imaginario profético, la vocación eminentemente teórica y hasta su moral sexual.

En el liberacionismo, optar por la subversión armada era otra forma -la más radical- de dar testimonio. A la manera de Camilo Torres, muerto en su primer enfrentamiento apenas unos meses después de haber anunciado y justificado en numerosas cartas públicas su paso a la clandestinidad, la participación de los guerrilleros de origen católico en México en combates y enfrentamientos, con contadas excepciones, fue escasa, simbólica o incluso inexistente, pues eran detenidos, desaparecidos o asesinados antes de siquiera concretar un acto militar. Como los cristianos primitivos, su muerte era el testimonio fundamental de su fe: el martirio, en el sentido etimológico de la palabra. Si el cristianismo, en palabras de Assmann, contribuía a la revolución con “la derrota de la muerte”,132 el liberacionismo revolucionario parecía menos interesado en guerrilleros triunfantes y más volcados en poblar el panteón devocional de mártires, entroncando con la tradición cristera, su imaginería martirial y su devoción bélica.

En México, la Liga Comunista 23 de Septiembre tuvo como una de sus raíces ideológicas el liberacionismo revolucionario. Alrededor de una parroquia de Ciudad Nezahualcóyotl (Estado de México), se congregó un grupo de religiosos y laicos que conformaría el núcleo más relevante de la corriente en el país. Se trata del Centro Crítico Universitario (CECRUN), fundado a principios de la década de los setenta por los jesuitas Luis del Valle, Martín de la Rosa y Humberto García Bedoy, y los laicos José Luis Sierra, Ignacio Salas Obregón, Esther Alicia Urraza y Patricia Safa.133 El establecimiento en la periferia urbana era parte de la inserción comunitaria y de las brigadas de propaganda y trabajo social, estrategias de incidencia social que estuvieron en boga entre distintos tipos de militancia de la época. Por entonces, Neza era un escenario atractivo para ensayar estas estrategias, pues se encontraba en la efervescencia del movimiento organizado de colonos y la represión y cooptación del régimen priista.134 El CECRUN dio pie al surgimiento de otros grupos relevantes en el liberacionismo y el liberacionismo revolucionario, como Sacerdotes para el Pueblo (SPP), creado con la colaboración de religiosos de otras órdenes y congregaciones involucradas en la pastoral universitaria y la inserción comunitaria, como fray Alex Morelli OP.135 Después de extenderse a algunas ciudades del país, SPP desaparecería en 1975, poco después de haberse abierto a la participación de laicos ya con el nombre Iglesia Solidaria. SPP fue relevante en México para el establecimiento local de la red transnacional de CPS.

Todos los integrantes del CECRUN, de diversas maneras y en distintas latitudes, habían vivido de cerca el movimiento estudiantil de 1968: De la Rosa y García Bedoy en el mayo francés mientras realizaban sus estudios en París, y Sierra -expresidente de la Federación de Estudiantes del Tec- y Salas Obregón -dirigente nacional del Movimiento Estudiantil Profesional, rama de la Acción Católica- en el Tec de Monterrey, en el hoy llamado campus Garza Sada -nombrado, por cierto, en memoria de la primera víctima mortal de la Liga-, protagonizando protestas y expresiones estudiantiles que los directivos y empresarios atribuyeron a la influencia jesuita sobre el estudiantado.

Después de un viaje a Sudamérica en el que entraron en contacto con grupos liberacionistas revolucionarios, fundaron el Centro y comenzaron a editar un boletín que, si bien era modesto en su presentación -hojas mecanografiadas engrapadas que apenas se conservan en los archivos-, era recio en su retórica. Se llamó Liberación, publicado con una periodicidad irregular durante poco más de dos años (1969-1972), justo en la transición de los sesenta a los setenta, años tristemente fecundos en violencia política y violencia de Estado.

Al parecer, el Halconazo fue el parteguas que animó a varios de los jóvenes del CECRUN a pasar a la clandestinidad. La represión de la manifestación del 10 de junio de 1971, en cuya organización y desarrollo participaron integrantes del grupo, convenció a los exestudiantes de que las vías pacíficas eran inútiles en México. Un par de ellos, Sierra y Salas Obregón, recién casados, confrontaron a sus guías espirituales por rehusarse a tomar las armas.

Ya en la clandestinidad, la impronta católica de su formación los distinguió de entre quienes venían de la militancia comunista u otras luchas. Tómese por ejemplo a Ignacio Salas Obregón, nacido en 1958, desaparecido en 1974 y quien se desempeñaba como ‘bibliotecario’ del CECRUN.136 Salas Obregón, quien adoptó el nombre del profeta Oseas en la clandestinidad y quien, al parecer, había querido ser jesuita antes de liderar el Movimiento Estudiantil Profesional, destacó entre los grupos fundadores de la Liga Comunista 23 de Septiembre por su radical denuncia de todo reformismo y apertura política -para “Salas Obregón es más importante, siempre, el deslinde”, dice Rodríguez Kuri-,137por la exuberancia teórica -según recordaría el periódico Madera años después, “se preocupó siempre por promover el desarrollo de la teoría revolucionaria”-138 e incluso por una moralidad casi monacal en el aspecto sexual.139 Después de su desaparición, no es exagerado llamar veneración al tipo de devoción revolucionaria que le profesaban los editores de Madera.

Reflexiones finales

En el mes de septiembre de 2022, durante un encuentro interreligioso en Kazajistán en el que se repitieron los lugares comunes de buena voluntad y pacifismo, el papa Francisco pidió a los líderes religiosos que “no justifiquemos nunca la violencia” porque “Dios es paz y conduce siempre a la paz, nunca a la guerra”.140 El encuentro y el viaje pastoral al centro de Asia hubiera pasado desapercibido para la prensa internacional si no fuera por las desconcertantes palabras que pronunció el papa en el vuelo de regreso. En franca contradicción con lo que había afirmado apenas un día antes, el pontífice sorprendió a los reporteros justificando la venta de armas para apoyar a Ucrania en la guerra contra Rusia: “es una decisión política, que puede ser […] moralmente aceptada […] Defenderse no sólo es lícito, sino también una expresión de amor a la patria”. Para rematar su comentario, pidió “reflexionar más sobre el concepto de guerra justa”.141

Esta postal contemporánea condensa la ambivalencia del catolicismo respecto a la legitimidad de la violencia como método de cambio social. La guerra justa es una tradición doctrinal que, a pesar del pacifismo magisterial del siglo XX, ha sobrevivido por más de un milenio. En sus variantes históricas, se engarza en las discusiones y conflictos de la época para justificar el uso de la fuerza. En el caso del liberacionismo, la tradición de la guerra justa fue un campo fértil para que echara raíces el marxismo leninismo, la lucha de clases y la revolución del proletariado. La identificación entre historia de salvación y materialismo histórico no era una hibridación ideológica insospechada, sino que, como ha mostrado -con entusiasmo- Löwy, se hacía a partir de las “preferencias eticopolíticas y su anticipación en una utopía futura” que conformaban el piso común del cristianismo y el marxismo.142 La escatología revolucionaria resultante ordenaba la historia humana como la undécima hora del advenimiento del comunismo, un ya pero todavía no en el que la lucha de clases y la liberación del Pueblo de Dios aceleraban los tiempos.

El sectarismo del liberacionismo revolucionario no provenía de una radicalidad marxista, sino de la convicción escatológica de que se luchaba una guerra justa, sagrada y sacerdotal. No era un análisis materialista el que les llevaba a repudiar al capitalismo: era un rechazo “cargado de repulsión moral”.143 Como sostiene Beatriz Sarlo, “en la cultura católica radicalizada todas las salidas conducen a la revolución”.144 De ahí que la geometría política se trastoque en el radicalismo católico y haya una inesperada filiación entre cristeros y liberacionistas, así como una capilaridad sorprendente entre la extrema izquierda y la extrema derecha católicas, especialmente en los grupos que optaron por la clandestinidad y la violencia subversiva.145 A pesar del vocabulario socialista, el liberacionismo católico comparte una “matriz doctrinal”, profundamente anticapitalista y antiliberal, con las derechas católicas.146

De ahí que el liberacionismo pueda ser considerado como una expresión del catolicismo intransigente e integralista.147 Mientras que Pablo VI o el liderazgo panista de la época concluía que de una sola fe pueden derivar diversas convicciones ideológicas y, por lo tanto, en política habría que separar lo eterno divino de lo humano contingente, los liberacionistas llenaban de trascendentalidad las acciones humanas. Como concluye Fernando M. González a propósito del impulso jesuita a grupos disímbolos como El yunque y la Liga Comunista 23 de Septiembre, la radicalidad de los grupos católicos subversivos y clandestinos comparte modos de operación, visiones maniqueas, desprecio por la democracia y, sobre todo, “el síndrome de considerarse una especie de detergentes sociales mezclados -según el caso- con la ‘sosa cáustica’ política o paramilitar” con el propósito de purificar al mundo.148

Sin este purismo moral no se entienden los discursos sobre violencia en el liberacionismo revolucionario. Los afanes de pureza moral son una actitud que trasciende a las religiones y están presentes en todo movimiento sectarista. Por ello, los movimientos marxistas más violentos han sido estudiados frecuentemente con categorías religiosas.149 Habría que prever, sin embargo, contra la conclusión fácil de establecer un nexo entre religión, política y violencia. El “mito de la violencia religiosa”, una narrativa liberal denunciada por Cavanaugh, establece un binarismo entre el fanatismo religioso y el Estado moderno pacífico y racional.150 Por todo lo anterior, el sectarismo escatológico del liberacionismo revolucionario se explica más por su purismo moral que por sus raíces religiosas.

Para Carl Schmitt, la política permite que el enemigo se convierta en el otro reconocible frente al cual se define la identidad propia y la de los aliados; la moralidad, por el contrario, hace del enemigo el otro absoluto, una alteridad inconmesurable que no pertenece al mismo orden que uno. Definir los enemigos morales entraña un potencial de violencia cualitativamente distinta a la del conflicto político.151 El liberacionismo revolucionario, amén del vocabulario marxista y los ecos teológicos, debe ser entendido en la radicalidad que se articula desde la moralidad y no desde la política. Su sectarismo moral lo constituye como la versión marxista del milenarismo cristiano.152 Precisamente por su fundamento moral y sus anhelos trascendentales, el liberacionismo revolucionario fue un potente discurso que inspiró a dar el salto a la subversión armada.

Michel de Certeau, en un artículo publicado en 1976, sostenía que la “guerrilla mística” crea “Cristos políticos [que] dan la señal” y toman “entonces un valor ‘espiritual’ mucho más que ejemplar o estratégico”.153 En la resistencia a la brutalidad de la violencia de Estado y sus avatares -represión, desapariciones, torturas, encarcelamientos y exilios-, la “mística violenta” del liberacionismo revolucionario y sus mártires “creó el espacio de una esperanza [e] hizo verosímil la revolución que se alejaba”.154 En la medida en que jóvenes percibían que todos los espacios políticos se cerraban, ese ‘espacio de esperanza’ fue indispensable, a la vez vital y mortal.

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1Agradezco a Ariel Rodríguez Kuri por el diálogo y las pistas para la elaboración del presente texto, así como el envío del manuscrito de “Enunciación de la violencia”; a Fernando M. González por compartirme el manuscrito de su libro Cuando un futuro se disuelve, entonces en imprenta; al Seminario sobre Catolicismos Posconciliares por la lectura y retroalimentación de una versión previa, y a Dalia Dinorah Lara López por la asistencia en la investigación.

2Se trata, pues, del sentido secular de justificar (según el Diccionario del Español de México, justificar es: “dar las pruebas, las razones o los motivos que vuelven válida, necesaria o justa alguna cosa”) y del sentido teológico, en el que algo de naturaleza pecaminosa puede ser santificado. Véase Appold, “Justification”, pp. 257-259.

3 Rodríguez Kuri, Historia mínima Las izquierdas, p. 18.

4El liberacionismo revolucionario se articuló a través de publicaciones, exilios, encuentros y redes a nivel regional. Como nodos fundamentales, destacan ciudades y publicaciones de México, Brasil, Colombia y Chile, de ahí la constante referencia en el presente texto a estos países. Para el análisis de este texto, se eligieron grupos y líderes de estos países, entre otros: el grupo que editó el boletín Liberación en México; el teólogo brasileño Hugo Assmann y los liberacionistas revolucionarios exiliados en México; el padre Camilo Torres, de Colombia; y el núcleo fundador de la red Cristianos por el Socialismo de Chile. Como espero quede reflejado en este artículo, el intercambio y circulación de ideas, recursos y personas fue constante entre estos nodos de la red liberacionista revolucionaria.

5Por ejemplo, para la violencia de Estado contra católicos liberacionistas en México, véase Pensado, “Silencing Rebellious Priests”; para las redes sociales del liberacionismo revolucionario en México, en el que son claves las parejas, familias y amistades, el ya mencionado libro de González, Cuando un futuro se disuelve; para la impronta liberacionista de guerrillas mexicanas, véase Rodríguez Kuri, “Enunciación de la violencia”.

6Para la influencia liberacionista latinoamericana en el catolicismo progresista italiano, véase Panvini, “The Legitimization of Latin America Guerrilla Warfare in the Italian Radical Catholicism”.

7 Tomás de Aquino, Suma de teología, II-II (a), cuestión 40, artículo 1.

8Véase Dussel, “Teología de la liberación”, pp. 16-18.

9Véase Font, “Suárez, Mariana y el tiranicidio”.

10 Steffen, “Religion and Violence”, p. 10. La ius in bello siempre existió, pero fue hasta entonces que se convirtió en el centro de la doctrina de la guerra justa. Ius ad bellum puede ser traducido vagamente como el derecho para recurrir a la guerra y el ius in bello como el derecho que regula el desarrollo de una guerra.

11Véase Braun, “The Catholic presumption against war revisited”, pp. 3-7.

12 Juan XXIII, Pacem in terris, § 127.

13 Gaudium et spes, §§ 79 y 82.

14Rafael Esquer, Columna El Látigo, La Patria (5 ene. 1920), citado en García, “Discurso y violencia”, p. 19.

15Citado en González, Secretos fracturados, p. 127.

16Citado en González, Secretos fracturados, p. 129. Son palabras del padre Cuevas.

17Citado en Mora, “Concilio y disidencia”, p. 73.

18Véase Kloppe-Santamaría, “The Lynching of the Impious”, pp. 102-104; Piccato, Historia mínima La violencia en México, pp. 77 y ss.

19Fernando M. González explicita estas continuidades al analizar los elogios fúnebres de fundadores de la Liga Comunista 23 de Septiembre. Véase González, Cuando un futuro se disuelve, pp. 309 y ss.

20Entiendo por liberacionismo el movimiento político derivado de la teología de la liberación y por liberacionismo revolucionario el sector de este movimiento que identificó la revolución socialista con la liberación del Pueblo de Dios.

21Véase Faggioli, La onda larga del Vaticano II, pp. 27-28.

22 Dussel, De Medellín a Puebla, p. 67.

23Esta visión de Medellín y la teología de la liberación como una aportación auténticamente latinoamericana a la Iglesia universal esconde la importancia de los recursos y redes académicas e intelectuales de Europa -notablemente Bélgica, Francia y Alemania- y Estados Unidos para la formación y desarrollo del liberacionismo. Véanse al respecto los trabajos de Corten, “El establecimiento de una red”; Tahar-Chaouch, “Teología de la liberación” y Múnera Dueñas, “La teología y las ciencias sociales”.

24 Dussel, “Teología de la liberación”, pp. 122-124.

25 Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, “Instrucción sobre algunos aspectos”, §7.

26 Pensado, “Silencing Rebellious Priests”, p. 264.

27Miembros de Acción Popular, grupo marxista-leninista que tenía como una de sus raíces la Juventude Universitaria Católica, e incluso Francisco Julião, líder de las Ligas Campesinas, se cuentan entre los exiliados brasileños que encontraron refugio en México a través de las redes liberacionistas.

28Para más sobre la relación entre explosión urbana, creación teórica de sujetos potencialmente revolucionarios y la pastoral católica al respecto, véase Calvo, “Urbanización y revolución”.

29Véase Calvo, “Urbanización y revolución”, pp. 118-119.

30Para una caracterización de la larga década de los sesenta, véase Marwick, The Sixties, pp. 17-20.

31Para una exposición sobre el desarrollo del foquismo, véase Rojas, El árbol de las revoluciones, pp. 219 y ss.

32En la periodización y caracterización de estas dos cohortes, sigo a Martín Álvarez y Rey Tristán, “Introduction”, pp. 6-12.

33 Gaudium et spes, § 78.

34 Celam, “Documentos finales”, II § 14.

35 Celam, “Documentos finales”, II § 26.

36 Celam, “Documentos finales”, II § 15.

37 Pablo VI, Populorum Progressio, § 30.

38 Pablo VI, “Santa Misa para la ‘Jornada del Desarrollo’”.

39 Câmara, Spiral of Violence, p. 34.

40Citado en Macín, Méndez Arceo, p. 162.

41Véase Concha Malo, González Gari, Salas y Bastian, La participación de los cristianos, p. 102; Aspe, Cambiar en tiempos revueltos, p. 197.

42Véase Bedolla Villaseñor, “La teología de la liberación: pastoral y violencia revolucionaria”, pp. 212-213.

43“On pense beaucoup trop para illeurs aux actes de violence, ce qui empêche de voir qu’il y a plus souvent des états de violence […] et que, de même que le tyran est le vrai séditieux, la vraie violence, au sens odieux du mot, c’est la permanence du régime”. Mounier, Révolution personaliste, p. 209.

44Son palabras de Eduardo F. Pironio, obispo argentino y secretario general de la celam entre 1967 y 1972, citado en Liberación, 10 (1970), p. 3.

45Discurso de Helder Camara, París, 25 de abril de 1968, citado en Morelli, Libera a mi pueblo, p. 100. En esto, Câmara seguía casi textualmente al intelectual católico brasileiro Tristão de Ataíde. Véase Altmann, “Recurso à violência e transformação social”, p. 126. Llama la atención la lógica martirial del obispo liberacionista de mayor fama: es el sacrificio de la propia vida lo que prueba la sinceridad de la convicción. Se diría que el único guerrillero respetado por él es el que se salió del salón para morir.

46Citado en Macín, Méndez Arceo, pp. 164-165.

47 Pablo VI, “Santa Misa para la ‘Jornada del Desarrollo’ ”.

48AHARZOBISPADO, Gaceta…, sn (1960, enero), “Declaración del Consejo Episcopal Latino americano a raíz de su IV Reunión”, p. 11.

49AHARZOBISPADO, Gaceta…, -1 (1967), CEM, “Ni asilacionistas ni revolucionarios”, pp. 9-10.

50AHARZOBISPADO, Gaceta… 11-12 (1968), Ahumada, “Mensaje pastoral de la Presidencia del Episcopado Nacional”, pp. 25-26.

51AHARZOBISPADO, Gaceta…, 1-2 (1974), CEM, Carta pastoral conjunta “El compromiso cristiano ante las opciones sociales y la política”, pp. 19-20.

52 Martín-Baró, “Los cristianos y la violencia”, p. 439.

53Dvc in Altium, 2 (1968), p. 35. La revista del Seminario Conciliar del Arzobispado de México reprodujo las charlas y conversaciones del taller, lo que muestra la relevancia del tema para el catolicismo mexicano de la época.

54Dvc in Altium, 2 (1968), pp. 41-42.

55 Morelli, Libera a mi pueblo, p. 106.

56 Morelli, Libera a mi pueblo, p. 104.

57Citado en Faggioli, La onda larga, p. 33. Son palabras del cismático Marcel Lefebvre.

58Citado en Gheerbrant, La Iglesia rebelde, p. 120.

59Citado en Roitman, “La vía chilena al socialismo”, p. 62. Véase Cristianos por el Socialismo, Los cristianos y el socialismo, pp. 44-45. Para la narrativa de la excepcionalidad chilena explotada por el allendismo, véase Rojas, El árbol de las revoluciones, pp. 222-223.

60Las redes de CPS no se limitaban a Chile. La cercanía de CPS con el régimen cubano era pública y se materializó en varias entrevistas de sus líderes en 1971 y 1972, en una de las cuales Fidel Castro declaró que los cristianos revolucionarios no eran “compañeros de viaje”, sino “aliados estratégicos de la revolución”. Citado en Harnecker, Estudiantes, cristianos e indígenas en la Revolución, p. 178.

61Véase Liberación, 28-29 (1972), p. c1; Concha Malo, González Gari, Salas y Bastian, La participación, p. 112.

62AHRMSM-CENCOS-ENAH, caja 55, exp. 22, “Delegación mexicana al I Encuentro Latinoamericano de Cristianos por el Socialismo: Santiago de Chile, abril de 1972”. Véase Cristianos por el Socialismo, Los cristianos y el socialismo, p. 29.

63 Girardo, Cristianos por el socialismo, pp. 16-17. Para el uso en grupos socialistas católicos de los discursos sobre violencia elaborados en el liberacionismo revolucionario, véase Panvini, ““The Legitimization of Latin America Guerrilla Warfare in the Italian Radical Catholicism”.

64AHARZOBISPADO, Gaceta…, 1-2 (1974), CEM, “El compromiso cristiano ante las opciones sociales y la política”, pp. 17-22.

65 Silva Gotay, Teología de la liberación, p. 5.

66 Pablo VI, “Santa misa para los campesinos colombianos”.

67 Pablo VI, “Inauguración de la II Asamblea General”.

68 Pablo VI, “Santa misa para la ‘Jornada del Desarrollo’ ”.

69 Bolívar, “Una historia de comandos camilistas”; Cancino, “Los cristianos revolucionarios”.

70Juan García Elorrio, “Tiempo de avanzar”, en Cristianismo y Revolución, 1 (1966), p. 23. El grupo Cristianismo y Revolución tuvo como nodo a García Elorrio, exseminarista, y como inspiración las misas universitarias de Carlos Múgica. Una parte del grupo conformó el Comando Camilo Torres (los Camilos) en 1967, un núcleo que ha sido llamado en la historiografía “protomontonero” por su participación en la constitución de la guerrilla peronista Montoneros. Para más del grupo, véase Morello, “El Concilio Vaticano II y la radicalización de los católicos”.

71Véase el documento final del Primer Encuentro Latinoamericano ‘Camilo Torres’ (Montevideo, 1968) en Cancino, “Los cristianos revolucionarios”, pp. 5 y ss.

72Citado en Gheerbrant, La Iglesia rebelde, p. 222.

73Bradford era de hecho méxicoestadounidense. Los Melville estuvieron brevemente en el CIDOC de Cuernavaca, lo que ocasionó que Ivan Illich y Méndez Arceo fueran linchados mediáticamente por su supuesta complicidad con la guerrilla guatemalteca y el secuestro del arzobispo de Guatemala, quien se encontraba de visita en México para, entre otras cosas, averiguar el estado y actividades subversivas de los Melville. CAMENA-SMA, caja 15, exp. 8-6, Carta de Méndez Arceo a Corripio Ahumada, 24 de mayo de 1968. Véase Gheerbrant, La Iglesia rebelde, pp. 199-222; Du Plessix, Divine Disobedience, pp. 304-305; Cayley, Ivan Illich, p. 96.

74Por ejemplo, Germán Guzmán Campos y Marguerite-Marie Olivieri.

75Véase Morales, El exilio brasileño, p. 199. Junto con Francisco Julião, líder campesino exiliado en México y cercano al grupo del CIDOC, Lage fue el único de los dos brasileños cuya expulsión del país fue solicitada por un grupo católico de ultraderecha. Véase Morales, El exilio brasileño, pp. 195, 218.

76Véase Morales, El exilio brasileño, pp. 90-91, 277; Gheerbrant, La Iglesia rebelde, p. 258.

77Entrevista de Giulio Girardi al cardenal Silva Henríquez, 1972, Liberación, 28-29 (1972), pp. D1-d2.

78AHARZOBISPADO, Gaceta…, 1-2 (1974), p. 29.

79AHARZOBISPADO, Gaceta…, 1-2 (1974), CEM, “El compromiso cristiano ante las opciones sociales y la política”, p. 19.

80“Carta de los teólogos a los curas obreros”, Santiago de Chile, 1971, Liberación, 18 (1971), p. d2.

81 Secretariado de Cristianos por el Socialismo, El pueblo camina… ¿y los cristianos?, pp. 43-44.

82Izquierda Cristiana de Chile, “El cristiano y la lucha de clases”, 1972, citado en Fierro y Mate, Cristianos por el socialismo, p. 275.

83Citado en Fierro y Mate, Cristianos por el socialismo, p. 184.

84González Ruiz, “El cristiano y la revolución”, Liberación, 6 (1970), p. 9.

85“Documento de Ávila”, en Fierro y Mate, Cristianos por el socialismo, pp. 152-152.

86Documento final del primer encuentro, Liberación, 28-29 (1972), p. g12.

87Liberación, 6 (1970), p. 11.

88Assmann, Liberación, 22 (1971), p. c12. Kenosis es el abajamiento-vaciamiento de la segunda persona de la Trinidad, el hijo de Dios, al momento en que se encarna y se hace hombre. Véase Crisp, Divinity and Humanity, pp. 118 y ss. Illich también usaba el concepto de kenosis para describir su misionología antiimperialista. Véase Illich, The Church, p. 115.

89Citado en Vekemans, Teología de la liberación, p. 208.

90 Assmann, Teología desde la praxis, pp. 81-82.

91Citado en Harnecker, Estudiantes, cristianos e indígenas en la Revolución, p. 111.

92Expresión del canónigo González Ruiz, Liberación, 6 (1970), p. 10.

93Jalles Costa, “Cristianismo, revolución y violencia”, Liberación, 6 (1970), p. 3. Para Jalles Costa, véase Campos, “¿Cristo guerrillero o Cristo rey?”, pp. 5-7.

94Assmann, “El aporte cristiano”, Liberación, 22 (1971), p. c12.

95Assmann, “El aporte cristiano”, Liberación, 22 (1971), p. c13.

96Véase OTT, Manual de teología dogmática, “La gracia habitual”, pp. 383-411; McGrath, Iustitia Dei, p. 339.

97Citado en Gheerbrant, La Iglesia rebelde, p. 168.

98 Assmann, Teología desde la praxis de la liberación, p. 205.

99Jalles Costa, “Cristianismo, revolución y violencia”, Liberación, 6 (1970), pp. 1-3.

100 Morelli, Libera a mi pueblo, p. 116.

101Citado en Gheerbrant, La Iglesia rebelde, p. 273.

102Martín de la Rosa, “La teología de Camilo Torres”, Liberación, 26 (1972), p. b11. De desarrollar esos ‘embriones’ teóricos se encargaron los camilistas y, de ponerlas en acto, los guerrilleros a los que inspiraron.

103German Guzmán Campos, “Ideario del padre Camilo Torres Restrepo sobre la violencia”, Liberación, 26 (1972), pp. A5-a9.

104 Torres, Escritos políticos, p. 108.

105“Mensaje a los cristianos”, 26 de agosto de 1965, Torres, Escritos políticos, p. 115.

106“Mensaje a los cristianos”, 26 de agosto de 1965, Torres, Escritos políticos, p. 114.

107Entrevista con Armin Hindrichs y Fernando Foncillas, en Torres, A 41 años, p. 98.

108 Torres, A 41 años, p. 215.

109Citado en Gheerbrant, La Iglesia rebelde, p. 169. Son palabras de Comblin.

110Véase González, Crisis de fe, p. 25.

111 Cardenal, La santidad de la revolución, pp. 28-29.

112Citado en Mario Benedetti, “Ernesto Cardenal: Evangelio y Revolución”, Casa de las Américas, 11: 63 (1970), p. 179. Cursivas mías.

113Véase Gheerbrant, La Iglesia rebelde, p. 222.

114Citado en Gheerbrant, La Iglesia rebelde, pp. 219-220.

115Citado en Gheerbrant, La Iglesia rebelde, pp. 274-275. Es justamente esta adhesión la que no se concretó en las guerrillas con un origen católico. Para quienes tomaron las armas, la inercia de la clandestinidad y de la defensa militar hizo que “el ‘pueblo’, las ‘masas’ o el movimiento obrero por el que decían luchar se convirtieran, en la mayoría de los casos, en un simulacro o abstracción”. González, Cuando un futuro se disuelve, p. 29.

116 Assmann, Teología desde la praxis, p. 205.

117 Assmann, Teología desde la praxis, p. 204.

118 Assmann, Teología desde la praxis, p. 204.

119Entrevista de Jean-Pierre Sergent a Camilo Torres, Hora Cero, 1 (1967), en Torres, Obra escogida, p. 129.

120Entrevista de Jean-Pierre Sergent a Camilo Torres, Hora Cero, 1 (1967), en Torres, Obra escogida, p. 129.

121Mensaje a los cristianos, 26 de agosto de 1965, en Torres, Escritos políticos, p. 115.

122Lumen Gentium, § 10.

123Véase Bereiter, “Clerics in Arms”, p. 25. Juergensmeyer, “Religious Terrorism as Performance Violence”, pp. 1-3, utiliza la categoría de violencia performativa para explicar el intenso simbolismo de la violencia religiosa.

124Citado en Martín-Baró, “Los cristianos”, pp. 427-428.

125Karl Lenkersdorf, “Iglesia y liberación del pueblo. Reflexiones después de Tlatelolco”, Liberación, 12 (1970), p. b5.

126Citado en Macín, Méndez Arceo, p. 169.

127Citado en Macín, Méndez Arceo, pp. 169-170. Llama la atención el silencio sobre las guerras cristeras.

128Citado en Macín, Méndez Arceo, p. 170.

129Declaración del 24 de junio de 1965, Torres, Escritos políticos, pp. 107-108. En palabras similares expresaba su vocación sacerdotal revolucionaria el padre Domingo Lavín, quien se unió también al Ejército de Liberación Nacional de Colombia y a partir de 1970 fue uno de sus líderes intelectuales: “ahora [con la unión a la guerrilla] comienza mi verdadera consagración sacerdotal, que exige el sacrificio total de sí a fin de que todos los hombres puedan vivir”, en Certeau, “Místicas violentas”, p. 113. La dimensión redentora del sacrificio sacerdotal queda explicitada.

130Mensaje a los cristianos, 26 de agosto de 1965, en Torres, Escritos políticos, p. 116.

131El libro de Fernando M. González, Cuando un futuro se disuelve documenta y analiza de manera detallada la responsabilidad ética de los “implicados de clóset”, aquellos predicadores liberacionistas que, autoasumidos como mentores de conciencia, se sorprendían o desentendían de los efectos de sus palabras sobre su audiencia cautiva. Para este apartado del artículo, dependo de su valiosa investigación.

132Assmann, “El aporte cristiano”, Liberación, 22 (1971), p. c13.

133Para la historia sobre el origen, desarrollo y trayectorias individuales de este grupo, véase González, Cuando un futuro se disuelve. También véase González, “Algunos grupos radicales”; pp. 68 y ss; Pensado, “El Movimiento Estudiantil Profesional”, pp. 184-185, y Rodríguez Kuri, “Enunciación de la violencia política”.

134Véase Calvo, “Urbanización y revolución”, pp. 293 y ss.

135Para la historia de Sacerdotes para el Pueblo dependo de Rosa, “La Iglesia católica”, y de Concha Malo, González Gari, Salas y Bastian, La participación, pp. 109-140. Morelli es el dominico arriba citado que abjuró de la violencia y predicó la no-violencia después de las primeras muertes y desapariciones de jóvenes a los que había conocido.

136Para este breve perfil, sigo fundamentalmente a Rodríguez Kuri, “Enunciación de la violencia” y a González, Cuando un futuro se disuelve

137 Rodríguez Kuri, “Enunciación de la violencia”.

138Movarm-Colmex, “Oseas: semblanza del dirigente revolucionario”, Madera, 7: 58 (1981), p. 17.

139Gracias al trabajo de historia oral de Fernando M. González, sabemos que Salas Obregón, si bien estaba casado desde antes de la clandestinidad con Graciela Mijares, también militante fundadora de la Liga, era percibido por sus camaradas como estricto en términos de moral sexual. Uno de los entrevistados de González, a propósito de la ejecución de un guerrillero por la propia Liga debido a las negligencias respecto a la seguridad y por acosar a las compañeras, recuerda que “Ignacio Salas (Oseas) era muy severo para juzgar cualquier tipo de relación que le diera preeminencia a lo sexual sobre lo político y con el compañero que quisiera utilizar su posición para obtener chavas, se prestaba a la bronca”. González, Cuando un futuro se disuelve, p. 242, nota 51.

140 Francisco, “Apertura de la sesión plenaria…”.

141 Vatican News, “El Papa: es difícil dialogar con quien ha iniciado una guerra…”. Cursivas mías. El propio Francisco había denunciado en su encíclica Fratelli tutti que “hoy es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible ‘guerra justa’. ¡Nunca más la guerra!”. Francisco, Fratelli tutti, § 258.

142 Löwy, “Marxismo de la teología de la liberación”, p. 347.

143 Löwy, “Marxismo de la teología de la liberación”, p. 347.

144 Sarló, La pasión y la excepción, p. 170.

145Un ejemplo latinoamericano paradigmático de esto son los Montoneros de Argentina. Véase Donatello, Catolicismo y Montoneros, p. 31; Bradbury, “Revolutionary Christianity”, p. 20.

146 Blancarte, “Introducción”, p. 17.

147 Blancarte, “La doctrina social del episcopado mexicano”, p. 27.

148 González, “Algunos grupos radicales”, p. 60.

149Es el caso de las Brigadas Rojas italianas y su gnosticismo revolucionario caracterizado por la expectativa ansiosa del fin de los tiempos, el catastrofismo radical y la obsesión con la pureza moral y la purificación política. Véase Orsini, Anatomy of the Red Brigades, pp. 3-4.

150 Cavanaugh, The Myth of Religious Violence, pp. 3-5.

151Véase Slomp, Carl Schmitt, p. 13.

152Para ver el milenarismo como expresión política de la escatología cristiana, viva desde san Agustín y hasta el siglo XX, véase Carozzi y Taviani-Carozzi, La fin des temps, pp. 11 y ss.

153 Certeau, “Místicas violentas”, pp. 112-113.

154 Certeau, “Místicas violentas”, p. 114.

Siglas

AHARZOBISPADO

Archivo Histórico del Arzobispado de México

CAMENA-SMA

Archivo de Sergio Méndez Arceo, Centro Académico de la Memoria de Nuestra América

AHRMSM-CENCOS-ENAH

Archivo Historia de las Religiones y los Movimientos Sociales en México, Centro Nacional de Comunicación Social, Biblioteca Guillermo Bonfil Batalla, Escuela Nacional de Antropología e Historia

MOVARM-COLMEX

Colección digital “Movimientos armados en México”, Ciudad de México, El Colegio de México

Recibido: 31 de Octubre de 2022; Aprobado: 25 de Julio de 2023

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