El problema y la década
El presente estudio aborda la participación de mujeres en los movimientos armados clandestinos mexicanos en la década de 1970. A la fecha han dominado los testimonios sobre la investigación propiamente dicha de la participación femenina en la llamada guerra sucia; como queda de manifiesto en seguida, los estudios de la violencia política europea y de otras experiencias latinoamericanas del mismo periodo han resaltado el fenómeno de la militancia femenina.1 En este artículo me propongo mostrar tendencias básicas de la participación de mujeres en organizaciones armadas. De entrada, trato de estimar la proporción de mujeres involucradas en las organizaciones clandestinas y ofrecer puntos de comparación con otras experiencias del periodo. En seguida identifico los orígenes geográficos y la escolaridad de las mujeres involucradas. Finalmente presento los números y proporciones de mujeres en cada una de las organizaciones guerrilleras. En los tres niveles introduzco historias personales, microhistorias si se quiere, y la manera como engarzan con los números y las proporciones que calculo a partir de la base de datos que sustenta esta investigación. Procuro que ambos registros, la serie y las historias personales, estén vinculados en beneficio de la narración.
Reza un adagio entre los historiadores de la segunda parte del siglo XX: “si puedes recordar los sesenta, en realidad no estuviste ahí”.2 Esta es una advertencia contra la tentación de tomar en serio la mitología que los actores de la década crearon de sí mismos. Agregaría de mi parte: si podemos recordar la década siguiente, la de 1970, no significa que la hayamos entendido. Y no la entendemos, al menos no en su integridad. La Guerra Fría y las movilizaciones por el desarme nuclear, el desenlace de la guerra de Vietnam y el conflicto árabe-israelí, el desempeño de las economías centrales y los pataleos del subdesarrollo, la crisis energética y la quiebra del Estado de bienestar, en fin, todos esos tópicos son también sombras que se proyectan sobre el suelo sociocultural, y lo simplifican. Es lo que suele acaecer con las miradas desde arriba. Sin duda, esos tópicos geopolíticos e ideológicos son indispensables. Pero es momento de ampliar el programa y reaprehender el tono, el timing y algo de las formas de vida en los setenta, incluyendo sus expectativas. Y nada de esto se plantea en menoscabo de la historia política; al contrario, todo en aras de enriquecerla, ampliando sus registros. Buscamos algo similar a lo que Tony Judt identificó como “los quiebres” en la “sociología política” de los setenta, esos procesos no siempre estridentes ni reconocibles de inmediato, aunque de consecuencias en el largo plazo.3 Y eso es enteramente aplicable al caso mexicano, en el cual el reformismo autoritario del presidente Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), parcialmente modelado por la demografía, el ciclo económico global y la Guerra Fría, sigue siendo a la fecha una de las asignaturas pendientes de la historiografía de tema mexicano.4
El asunto del periodo no es sencillo; los historiadores encaramos problemas de orden teórico y metodológico específicos en su estudio. Para los años setenta gravita negativamente lo que llamaría una cierta ilusión de contemporaneidad, que es un error típico de paralaje derivado del malentendido según la cual somos herederos directos de la época y por tanto gozamos de privilegios analíticos. Se trata de una ilusión por la cual atribuimos a esos tiempos, a esos procesos y a esas palabras significados y emociones que en realidad son nuestros, hoy. Pero como se miren, aquéllos eran otros tiempos.
Existe un segundo problema, menos obvio: la lentitud de la historiografía en reconocer la importancia de las cuentas y los conceptos que las ciencias sociales estaban produciendo y que son -postulo- materia legítima, una verdadera fuente primaria que informa de la época. Los datos, indicadores y discursos provenientes de la investigación sociopolítica, demográfica y cultural de los setenta nos permiten usufructuar -en tanto historiadores- un extraordinario corpus antropológico, comunicacional, demográfico, geográfico y sociológico. Es cierto que esos indicios, datos y discursos deben ser traducidos en una narración porque este género es el único que autoriza a hablar del pasado.5
Un tercer asunto, esencial, es la plataforma de observación. Este artículo tiene como trasfondo y tema la violencia política. En el estudio de los actores y modalidades que involucra la violencia una operación necesaria es testarla dentro de los parámetros del proceso de civilización, y no sujeta a las mitologías idiosincrásicas. El proceso de civilización es, lo sabemos, un conjunto de normas y comportamiento prescritos para inhibir y castigar, material y simbólicamente, la amenaza de violencia, la violencia como tal y su parafernalia.6 Sostengo que el proceso de civilización exhibe -según los gestiona- los flujos y reflujos entre disciplina, seguridad, resistencia y violencia en el corazón y en los márgenes de las sociedades; el proceso de civilización opera en el corazón de las subjetividades, y sin embargo es mesurable empíricamente. Los fenómenos oscilan: la violencia política de los setenta quedó inscrita en el llamado “proceso descivilizatorio” -expresión exagerada, pero didáctica al fin- que tocó áreas de Europa occidental, Canadá y Estados Unidos. Esa expresión señala el repunte de las tasas de homicidios, luego de décadas de disminución sostenida.7 Paradoja: en México, al contrario, la tasa de homicidios siguió disminuyendo en los setenta, como lo hizo desde principios de la década de 1950. Esa tendencia a la baja sólo se modificó a mediados de la década de 1990.8
La década de los setenta se asocia con la discusión y la lucha por la consolidación y expansión de derechos de las mujeres. Pero habría que hacerse cargo de un asunto historiográfico: no es dable confundir la enunciación de unos problemas y su discusión pública, por un lado, con propuestas legislativas y políticas públicas en la materia, por otro. Esto es relevante en al menos dos planos. De entrada, la expansión de derechos de las mujeres, esto es, su implementación legislativa y política, tuvo lugar (con algunas excepciones) a partir de la segunda mitad de la década de 1970, e incluso después. Y en segundo lugar, siempre debe distinguirse entre una agenda de grupos militantes e informados, y un estado de ánimo más general, que de verdad considera esas demandas como prioritarias en su quehacer político.9 En estos planos los historiadores de los setenta estamos amenazados por el anacronismo.
De la indistinción: mujeres en armas
“¡Es una pinche vieja!”, alcanzó a escuchar Rosa Albina Garavito al momento de caer herida de bala en su departamento de los condominios Constitución, en Monterrey, Nuevo León, el 12 de enero de 1972. La irrupción policiaca vino horas después de un doble asalto bancario en el cual Garavito no participó directamente; su ausencia fue un acuerdo de su grupo armado, cuyos integrantes consideraron, en lo que parece una ironía del destino, que una mujer en una acción armada llamaría la atención y sería ubicable con mayor facilidad.10 La postergación de Garavito de una acción armada fue una excepción, no una regla; como argumento en este artículo, las organizaciones armadas clandestinas mexicanas de los setenta incorporaron a las mujeres como combatientes, quizá en una proporción superior a su participación en el total de militantes.
En el verano de 1978 las Brigadas Rojas italianas decidieron reanudar sus vínculos, siempre titubeantes, con el grupo alemán conocido en los medios como Baader-Meinhof, y cuyo nombre oficial era Fracción del Ejército Rojo. Se acordó una cita en una estación del metro de Milán. Quienes acudieran de Baader-Meinhof llevarían una novela policiaca en la mano, a manera de identificación. Un militante de las Brigadas Rojas fue enviado a la estación para, se suponía, conducir luego a los invitados a lugar seguro; sin embargo, regresó desalentado: “nos han tomado el pelo […] había un montón de gente, pero nadie que se pareciese a un alemán. Con una novela policiaca solo había tres chicas”. En uno de los pocos pasajes con cierto humor en una larguísima y magistral entrevista, Mario Moretti, líder histórico de las Brigadas, recuerda:
Nos precipitamos a buscarlas. No les dijimos a las [militantes de la Fracción] -eran ellas las que en ese momento la dirigían- que la primera cita con las Brigadas Rojas se había arruinado por un prejuicio machista. No estábamos seguros de que se rieran con nosotros, mientras hacíamos trizas el amor propio del compañero, que estaba avergonzado. Tenía como atenuante que en las fábricas de Sesto, de donde provenía, habitualmente las mujeres nunca dirigían nada.11
No existen testimonios semejantes en el caso mexicano, no con esa fuerza expresiva y esas consecuencias. Por las razones que ofreceré, y que aún deben ser afinadas, no hubo exclusión visible -al menos así de visible- de mujeres en las responsabilidades implicadas en la lucha armada clandestina. Diez de las veinte mujeres entrevistadas por María de Jesús Méndez Alvarado en su estudio paradigmático de la militancia femenina en la clandestinidad armada ocuparon cargos de responsabilidad en sus organizaciones.12
Convengamos que, en términos metodológicos e historiográficos, la problemática de género de los combatientes es ardua, ya se trate de conflictos armados locales, guerras civiles o guerras internacionales. Las certezas son aún elementales, y en ocasiones ocultan más de lo que iluminan. La participación de mujeres en los ejércitos regulares ha sido minoritaria. Incluso las cotas más elevadas de participación de mujeres en ejércitos convencionales así lo muestran: de los 12 000 000 de soldados encuadrados en el ejército soviético durante la segunda Guerra Mundial, entre 8 y 10% eran mujeres. En la primera Guerra del Golfo, unas 40 000 mujeres participaron, esto es, 6% del total de soldados desplegados por Estados Unidos. Aunque la mayoría de las soldados soviéticas estaban en labores de apoyo médico-sanitario, administrativo y logístico, fue notable su participación en unidades de combate como los cuerpos de tanques, las baterías antiaéreas (un cuerpo casi totalmente feminizado), las unidades de zapadores y las guerrillas detrás de las líneas enemigas. En la Guerra del Golfo Estados Unidos enfrentó el problema de que “frente” y “retaguardia” se confundían constantemente, por lo que la preferencia original del alto mando por colocar a las mujeres en la retaguardia resultó una salvaguarda relativa.13
La historia de las mujeres en ejércitos convencionales sigue siendo una imagen de rasgos muy gruesos. En cambio, la participación femenina en conflictos irregulares y guerras civiles ha sido mejor comprendida, y en todo caso más documentada. De todos modos, habría tres premisas para avanzar en el establecimiento de la magnitud y cualidades del fenómeno de mujeres en guerra. La primera es alcanzar una narración liberada de una sobredeterminación biológica que explicaría exhaustivamente la violencia según el género; en otras palabras, no existen razones de orden histórico para suponer que un hombre o una mujer se comportarán de manera distinta en una acción ofensiva o defensiva que conlleve el uso de armas de fuego si -y solo si- suponemos un nivel similar de entrenamiento, adoctrinamiento y armamento.14 Lucía Rayas Velasco ha ilustrado este fenómeno. El desempeño del batallón Silvia del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) en la defensa de una colina y en el ulterior rechazo de dos batallones de élite del ejército regular tuvo una importancia material y simbólica extraordinaria en el curso de la guerra civil salvadoreña. El batallón Silvia era un batallón sólo de mujeres, convenientemente pertrechado y entrenado.15
Por supuesto que la distinción hombre/mujer tiene sentido en el estudio de la violencia política contemporánea. Pero es necesario distinguir dos momentos: por un lado la miríada de relaciones que anteceden y suceden a un enfrentamiento; estas relaciones son temas conocidos en el estudio de las relaciones de género dentro de un grupo: reclutamiento, adoctrinamiento y entrenamiento; jerarquía de autoridad, relaciones interpersonales y reglas de clandestinidad; roles en la logística y planeación. El otro plano es el enfrentamiento propiamente dicho, ese momento en que se usufructúa el adoctrinamiento, entrenamiento y armamento. Distinguir el momento del combate: de una parte, de una antropología o una sociología de las relaciones de género de las organizaciones armadas (clandestinas o no); de la otra, tiene amplias consecuencias analíticas y narrativas.16
“Nunca es más igual un hombre a una mujer que detrás de una pistola [calibre] 45”, declaró un anónimo guerrillero uruguayo a una revista chilena en 1970.17 De manera sintética, queda establecido un punto: en una refriega o en una batalla los combatientes, hombres y mujeres, tienden a ser iguales, más que diferentes, siempre y cuando tengan entrenamiento, adoctrinamiento y armamento similares. En este sentido, la proliferación de armas ligeras, de fácil adquisición y mantenimiento y precio relativamente bajo, ha expandido el universo de combatientes.18 Ésta no es, de ninguna manera, una explicación exhaustiva de la participación de mujeres, pero es un criterio que considerar al lado de los planos antropológicos, sociológicos y políticos.19
Mujeres: base del cálculo, número, geografía, educación
Este estudio está fundado en cálculos e inferencias de una base de datos construida sobre todo (pero no exclusivamente) de registros de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), que incluyen fichas informativas, perfiles de organizaciones o de trayectorias individuales, actas de interrogatorios, etc.20 Recurrí además, y siempre que fue posible, a otros registros, como documentos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado y a estudios académicos, memorias, relatos, entrevistas publicadas y tesis de grado con datos pertinentes para la base de datos y las historias de vida. Los cálculos que se presentan en este artículo se hicieron a partir de 960 registros de militantes armados clandestinos, aunque los datos útiles puedan ser menos según se destaquen ciertos aspectos.21
De acuerdo con mis cálculos, en México las mujeres eran 16.6% del total de los militantes de grupos armados clandestinos en la década de 1970; como veremos, existieron diferencias notables entre organizaciones. Pero es un hecho que las mujeres en la clandestinidad armada representaban una proporción mayor (es un ejemplo) que las mujeres en el Consejo Nacional de Huelga (sólo 9%), la entidad que dirigió la protesta estudiantil de 1968 en la ciudad de México.22 Es probable, más aún, que el involucramiento de mujeres en la militancia armada clandestina estuviera a la par o por encima de su participación en actividades políticas abiertas, como las dirigencias de partidos políticos legales (o al menos no armados) o su presencia en las cámaras federales, por ejemplo. ¿Acaso en la década hubo, en términos relativos, más guerrilleras que diputadas y senadoras?23
Es verdad que la proporción de mujeres oscila según su origen documental y el abordaje del investigador. En el polémico Informe histórico presentado a la sociedad mexicana (2006) la Fiscalía especial contabilizó 436 “casos que se consideran plenamente acreditados de desaparición forzada”; en 331 de esos casos la persona desaparecida está adscrita a un grupo armado clandestino; de estos, 37 eran mujeres, esto es, 11.1%. Otro estudio calcula la participación de mujeres en tres organizaciones con raíces en la ciudad de Monterrey en porcentajes similares o superiores: FLN,24 10%; LCA, 13%; Procesos, 21%. Y de los 31 militantes del grupo Lacandones apresados en 1972 en la ciudad de México, cuatro eran mujeres (13%).25 Pero existe evidencia en otra dirección. Amanda Arciniega Cano llegó a ser una militante destacada de la LC23S, a pesar de (o quizá debido a) su afiliación tardía a la organización, en 1976. En los interrogatorios a que fue sometida en mayo de 1980 proporcionó el nombre o apodo de 64 militantes con los que mantuvo contacto en su paso por la clandestinidad. De esos militantes, 22 eran de mujeres, 34.3 por ciento.26
En una perspectiva global y comparativa el número de mujeres en grupos políticos armados ciertamente no muestra un nivel constante a lo largo de tres décadas (1960-1990). Así, la militancia de mujeres en ETA (en España) se ubicó entre 12 y 13% hasta 1982; entre 1966 y 1982, 329 mujeres fueron arrestadas y acusadas en los tribunales de colaboración con el grupo. Las Brigadas Rojas alcanzaron otro nivel en Italia en los años setenta y ochenta; de 911 militantes, 228 eran mujeres, 25%, una buena cuarta parte del total.27 En Argentina, a principios de los años setenta, algunos cálculos establecen en 30% (de unos 10 000 militantes) la participación de mujeres en Montoneros y entre 40 y 50% (de 2 000 militantes) en el Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Popular Revolucionario.28
Al momento de su desmovilización, hacia 2016, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) contaban con 10 015 elementos; 22.6% eran mujeres, aunque esa proporción aumenta según disminuye la edad de los combatientes.29 En América Central, entre fines de la década de 1970 y la primera mitad de la de 1990, la proporción de mujeres es mayor según Karen Kampwirth: 30% del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), un tercio del EZLN en Chiapas y 40% del FMLN en El Salvador. Sin embargo, y como reconoce Kampwirth, debemos ser prudentes. En Chiapas y Nicaragua esos porcentajes son producto de estimaciones, con frecuencia de los líderes (hombres) de las organizaciones armadas. Caso distinto es El Salvador; ahí la fuente es un registro administrativo, resultado de una desmovilización regulada por Naciones Unidas, lo que en principio supondría una mayor precisión.30
Existe una ilusión de homogeneidad cuando se habla de grupos armados clandestinos. ETA, Brigadas Rojas, Montoneros, PRT-ERP (en menor medida) son organizaciones que se incuban y desarrollan en ciudades; éstas, las ciudades, eran su teatro de operaciones; su retaguardia era, por decirlo de alguna manera, virtual (la mímesis del combatiente en el barrio, el centro de trabajo, la escuela, el sindicato, la casa de seguridad) y no geográfica en el sentido estricto del término. En cambio, los sandinistas, los combatientes del FMLN, las FARC, el EZLN crearon retaguardias y una geografía militar con frentes de combate, por una parte, y zonas de apoyo, por otra, que proporcionaban santuarios, logística, tiempo. Está por establecerse si esta modalidad de lucha, esto es, una guerra prolongada cuyo teatro de operaciones incluía zonas rurales, tendía a un mayor reclutamiento de mujeres (como podría inferirse de los porcentajes presentados). Esta hipótesis está aún sujeta a verificación, y las excepciones son de peso, como la alta militancia femenina en Montoneros e incluso el caso mexicano.
Estudios recientes sobre Cuba en el periodo de la resistencia antibatistiana y la insurrección (1952-1959) abonan para replantear la importancia de la militancia de las mujeres en la violencia política organizada. Un primer asunto que ya se perfila es que la dominancia de la teoría del foco guerrillero en la montaña como punto de fuga ha operado en contra de una explicación comprensiva del fenómeno revolucionario cubano. Han quedado de lado recursos como la resistencia cívica y la lucha de masas urbanas (propaganda, denuncias públicas, huelgas, manifestaciones, defensa de presos, etc.). Y serían estas últimas (que con frecuencia incluyen clandestinidad y combate) espacios de las insurgentes cubanas para incorporarse al proceso revolucionario. La imagen del guerrillero heroico, una figura casi siempre masculina, ha difuminado la historia de las actividades político-militares en las ciudades, donde la participación de mujeres fue numerosa e intensa. En todo caso el asunto ha sido reestablecido historiográficamente: el proceso revolucionario tuvo una raigambre urbana, y desde esta plataforma es posible observar la robusta insurgencia de las mujeres.31
Ahora bien, ¿en qué niveles de acción y dirección encontramos a las mujeres en los años álgidos de la llamada guerra sucia en México que, grosso modo, podemos fijar entre 1971 y 1979? ¿Dirigieron o sólo militaron? ¿Tomaron decisiones que afectaban al grupo o sólo obedecieron órdenes? ¿Hablaron y fueron escuchadas? Hay evidencia que sugiere voz y decisión en momentos trascendentes. En dos oportunidades entre 1971 y 1973 se reunieron miembros del MAR, una organización ya para entonces severamente lastimada por golpes policiacos propinados en enero y febrero de 1971.32 Los cuatro temas que se abordaron en esas reuniones eran de fondo, sin duda: evaluar la fusión con el Partido de los Pobres de Lucio Cabañas en la sierra de Guerrero; discernir si el campo o la ciudad eran el escenario de la lucha revolucionaria; sopesar la unificación de los grupos clandestinos para crear un frente armado nacional; y esclarecer si el país estaba en una situación revolucionaria. En uno de los cónclaves estarán presentes 13 militantes, cuatro de ellos mujeres (30%); en la segunda reunión, nueve militantes, tres de ellos mujeres (33%). Grandes o pequeños datos al calce, a saber, pero el registro abigarrado y rico de discusiones en la bitácora de una militante, un material que cayó en manos de la policía política, deja en claro su pleno involucramiento en cuestiones estratégicas.33
La investigación de la militancia femenina en la clandestinidad armada mexicana se encuentra apenas en sus inicios, sobre todo en términos del herramental teórico y metodológico imprescindible. Es obvio que las relaciones de género dentro de las organizaciones serán un asunto para considerar en cualquier historia, pero carecemos aún de una enunciación convincente de la problemática toda.34 En entrevistas impresas y videograbadas recientes las exmilitantes suelen asumir su condición de mujeres con naturalidad, al menos en lo que toca al trato con hombres como compañeros de lucha, y a las responsabilidades y tareas asignadas. Si hay algo que cuestionar en esas prácticas y relaciones, el asunto se ha pospuesto en la memoria de las veteranas y en el análisis de los estudiosos. Sin embargo, documentos tempranos de algunas organizaciones presentan otra clase de indicios. En la primavera de 1976 las FRAP espetaban:
Debemos considerar a las mujeres por lo que son: seres humanos, con iguales capacidades mentales, incluso físicas, si las incentivamos y se les da instrucción de ejercicios físicos y preparación militar. [Si] se les adiestra mediante una intensa preparación en artes marciales de defensa y ataque […] superarán la inferioridad de fuerza física que innatamente poseen […].
El alegato, condescendiente, era la puerta de entrada a una preocupación mayor: que los militantes varones arrastraban una actitud de “machistas pequeñoburgueses”, en la medida en que consideraban a las mujeres como “soldaderas”, esto es, “vaginas que acompañan a los revolucionarios para que éstos tengan sus momentos para desahogar sus tensiones”.35 El documento intenta normar las relaciones, esto es, los “matrimonios o [las] uniones entre militantes combatientes”, pero también los encuentros de los “combatientes” en momentos de una “atracción física casual o temporal”.36
Pero algunos matices son imprescindibles: una agenda de género, en los términos que la entendemos en la actualidad, podría ser un anacronismo en los programas de las organizaciones clandestinas de la década de 1970. Entre las militantes de la organización más importante, la LC23S, “existía una animosidad hacía las organizaciones feministas existentes”.37 Las reivindicaciones de género se diluían en una noción de lucha de clases que todo lo subsumía. Sea negación o acto consciente, esa postergación está sustentada, sugiero, en dos hechos políticos contundentes en el seno de los movimientos armados clandestinos mexicanos: la presencia indisputable de mujeres en operaciones armadas, primero; y sus expectativas cumplidas en cuanto a responsabilidades de dirección, en seguida.38 Ambos hechos (que son su epopeya) tienden a emparejar sus recuerdos vis à vis un sentimiento de exclusión. Los testimonios son fehacientes.
Alejandrina Ávila Sosa, militante de uno de los comandos serranos de la LC23S en los límites de Sonora y Chihuahua declararía, medio siglo después: los “campesinos, [la] gente de campo [los que andaban] con nosotros [no tenían] esa idea de que las mujeres éramos menos. No, no, no, parejitos [todos]”; “Alba” y “Vanesa” recordarían sus experiencias, con un énfasis que no deja duda tampoco, en los mismos términos ecuménicos, años después; y Bertha Lilia Gutiérrez Campos, de la LC23S, sería enfática: “no sentí ninguna desventaja de género”.39 Una mujer dirigente, entre varias: María de la Paz Quintanilla, fue la responsable política de la LC23S en Sonora, y se encargó de la conducción de comandos y células clandestinas en las ciudades del estado, aún con mayores responsabilidades cuando empezó a languidecer el proyecto foquista en la sierra (por la represión del ejército y los desacuerdos internos). María de la Paz nació en Monterrey, en donde estudió economía en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Ella perteneció a un cuadro político formado en el Movimiento de Estudiantes Profesionales (MEP), católico, venero de las organizaciones clandestinas, en especial de la LC23S.40 Un caso extremo, que exige aún de una indagación profunda, es el de Teresa Gutiérrez Hernández (LC23S); ella fue, a decir de un testimonio, la persona más buscada por la policía política a lo largo de todo un año, luego de la muerte de Miguel Ángel Barraza, el 22 de enero de 1981; a los 25 años Teresa quedó como la dirigente nacional de la Liga, una herencia envenenada.41
El universo de las mujeres clandestinas y armadas tiene otro sentido en una geografía. El cuadro 1 muestra que son originarias del centro y del norte-frontera del país (casi 60% del total si consideramos ambas regiones). En cambio, su peso relativo en la región centro occidente (Bajío, Jalisco, Michoacán) es bajo; este es un fenómeno llamativo dado que la región centro occidente fue un polo crucial en el surgimiento de los movimientos armados (Guadalajara en especial). Otro hecho a considerar: en la región Pacífico Sur la presencia relativa de mujeres en las organizaciones armadas clandestinas es significativa, a pesar de la dominancia de la BCAPP, la organización liderada por Lucio Cabañas, que por sí misma reporta pocas mujeres (véase el cuadro 4); ello quiere decir que las militantes de la región optaron por otras organizaciones, en especial por las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR); a final de cuentas, las mujeres en el Pacífico Sur no están muy a la zaga de los hombres.42
El cuadro 1 oculta procesos cuyo esclarecimiento esperan investigaciones concluyentes; muestra sólo el lugar de nacimiento y no el movimiento de personas. La movilidad intra e interregional es crucial en nuestra historia y refleja un fenómeno masivo y quizá no tan añejo. Y sus consecuencias sociopolíticas apenas las empezamos a entrever. Futuras integrantes de los movimientos armados clandestinos se han trasladado (solas o con familiares) entre ciudades, estados y regiones. Rosa Albina Garavito nació en Hermosillo, Sonora, creció en Mexicali, Baja California, y estudio economía en Monterrey, Nuevo León. Amanda Arciniega Cano, de la LC23S, fue aprehendida por la policía en el barrio de San Lorenzo Tezonco de la ciudad de México, en abril de 1980; nació 26 años antes en Santa María del Oro, Durango, e hizo sus estudios primarios, secundarios, de bachillerato y superiores en Ciudad Juárez, Chihuahua; ahí mismo inició su vida laboral en dos maquiladoras.43 Elia Hernández, del MAR, nació en Almoloya, Estado de México, y egresó de la Escuela Normal de Toluca. De 23 años al momento de su captura, en febrero de 1971, residía en la colonia Agrícola Oriental en la ciudad de México, y enseñaba en una escuela primaria de la vecina Ciudad Netzahualcóyotl. Rosalba Tenorio Herrera, de los CAP, de 21 años en el momento de su aprehensión en noviembre de 1971, nació en Tehuacán, Puebla, pero vivía en la colonia Prados Ermita de la ciudad de México. Era trabajadora social.44
Región/Género | Hombres/ mujeres % | Mujeres % | Hombres % |
Centro | 17.10 | 31.10 | 14.0 |
Norte y Frontera | 26.50 | 28.50 | 26.0 |
Pacífico Sur | 28.20 | 23.30 | 29.30 |
Centro Occidente | 23.30 | 11.60 | 26.0 |
Golfo | 4.60 | 5.10 | 4.50 |
Registros: 864. Centro: Ciudad de México, Hidalgo, México, Puebla, Tlaxcala. Norte y Frontera: Baja California, Coahuila, Chihuahua, Durango, Nuevo León, San Luis Potosí, Sinaloa, Sonora, Tamaulipas, Zacatecas. Pacífico Sur: Chiapas, Guerrero, Morelos, Oaxaca. Centro Occidente: Aguascalientes, Colima, Guanajuato, Jalisco, Michoacán, Nayarit, Querétaro. Golfo: Tabasco, Veracruz, Yucatán. No se reportan militantes en Baja California Sur, Campeche y Quintana Roo. Fuente: Bd: Mc.
Se puede colegir que la movilidad de las mujeres está asociada -al menos en alguna medida- a la urbanización (en las tres dimensiones usualmente reconocidas en la academia: la demográfica, la económica y la cultural) y a la movilidad social ascendente. Véase el caso de Rosa María González, quien formó parte del Frente Estudiantil Revolucionario (FER) de Guadalajara, luego de la LC23S, del FRAP y de la UP. Nieta e hija de obreros de Guadalajara, su madre fue asimismo obrera antes de casarse y dedicarse al hogar. Rosa María estudió en la Escuela Normal y cursó los primeros semestres de la carrera de medicina. Decía de sí misma: es la “vivencia propia de quien fue la primera nieta, la primera hija y la primera sobrina” -y la primera normalista y la primera universitaria.45
Durante la segunda mitad de los años sesenta y en los setenta el fenómeno de la movilidad geográfica y social se hizo visible en virtud de investigaciones de antropólogos, demógrafos y sociólogos. Hay más. Superpuesto a esos hallazgos académicos corría un desasosiego intelectual más o menos extendido respecto a la urbanización acelerada de los pobres en la segunda posguerra mundial en América Latina, que dio pie a una agenda política hemisférica. Aunque en ocasiones se sobrestiman, hay huellas de un programa pergeñado en el Departamento de Estado en Washington, en algunas oficinas de organismos internacionales como Banco Mundial y en las fundaciones estadounidenses abocadas a financiar la investigación de las migraciones y la pobreza urbana. En todo esto hay algo (o mucho) de Alianza para el Progreso, militancia anticubana e inquisiciones científicas genuinas.46
Fue justo en esos años cuando se publicaron los textos clásicos de la gran migración mexicana, cuyos dos grandes problemas conocemos: por un lado, los orígenes geográficos, los motivos socioeconómicos y las estrategias del migrante rural; por otro, las modalidades según las cuales los migrantes ofrecieron favores políticos a cambio de suelo, vivienda, escuela y servicios en sus nuevos asentamientos.47 Con todo y que esa literatura es extensa, hay vacíos temáticos y explicativos de aspectos cruciales. Escasean estudios de la aculturación familiar y comunitaria de los hijos de los inmigrantes. ¿Cómo ha sido la vida de hijas e hijos en cuanto a su socialización barrial y educativa?; esa segunda generación ¿cómo vivió el acceso a ciertos bienes culturales como la escuela, los maestros, los libros, la propaganda política, las reuniones y asambleas?48 Pero incluso la cuestión es más básica: ¿cómo procesaron los jóvenes que llegaban a la adolescencia en la década de 1960 o a inicios de la siguiente (con frecuencia los primeros en sus familias en acceder a niveles educativos más allá de uno o dos años de educación primaria de sus progenitores) la novedad radical de criarse y educarse en la ciudad? ¿Y cómo, más aún, las mujeres? Estas preguntas, y en relación con la aparición de grupo armados clandestinos, han sido enunciadas pero no desarrolladas.49
Es un hecho que la fundación de grupos armados clandestinos fue contemporánea del boom de estudios sobre la urbanización en México; sincronía y síntoma. Es un hecho que el clandestinaje armado no fue un fenómeno de masas, y ni siquiera tumultuario: fue un asunto minoritario, estadísticamente marginal. Y las mujeres fueron una minoría dentro de una minoría apenas más grande. Toda metodología desplegada para entender el papel de las mujeres en los grupos armados clandestinos debe partir de esta base, con algunas precauciones adicionales. Si bien se pueden hacer comparaciones con los agregados y los subconjuntos que resulten pertinentes para saber de qué mujeres hablamos y dónde están situadas sociodemográfica y culturalmente, debe quedar establecido que los grupos armados clandestinos se autoseleccionaron. Sus números no son representativos de los de la sociedad abierta; esas mujeres clandestinas no son muestra de un universo más amplio.
Las mujeres armadas y clandestinas solían ser más jóvenes que los hombres (24 contra 25.7 años como promedio); la edad que más se repite es 19 años (contra 21 de los varones). Es un universo de jóvenes, sin duda. Por tanto, uno de los trasfondos posibles de aquellas disidencias era la educación, sin suponer que el mundo de los jóvenes de los setenta era idéntico al mundo de la escuela. El cuadro 2 ofrece una aproximación a los niveles de escolaridad de los militantes de los movimientos armados clandestinos.
Es destacable la importancia del bloque de educación secundaria, normalista, media y superior entre los militantes. Sin embargo, para valorar los datos es necesario tener una perspectiva lo más amplia posible: en 1970 el promedio de escolaridad de los mexicanos mayores de 15 años era de 3.5 años de primaria, aunque las mujeres alcanzaban sólo 3.2 años (los hombres 4.5). En 1980 el promedio general había mejorado: osciló alrededor de 5 años (mujeres 4.5; hombres 5.5).50 Pero en el caso de los militantes, 43.7% se ubican en algún punto entre la secundaria, educación normal y preparatoria, y un alto 46% había iniciado educación universitaria o equivalente. Más aún, el porcentaje sin educación entre los militantes en el cuadro 2 es irrelevante (1.4%). Por contraste, el analfabetismo nacional seguía siendo un tema: 33.5% en la población de más de 10 años en 1960; 23.7% en 1970, y 17% en 1980.51
Nivel/ género | Sin educación | Primaria | Secundaria | Normal | Preparatoria | Educación superior |
Hombres/ Mujeres | 1.40% | 8.50% | 6.76% | 14.40% | 22.60% | 46.10% |
Mujeres | 1.40% | 4.20% | 11.40% | 24.20% | 18.50% | 40.00% |
Hombres | 1.40% | 9.50% | 5.50% | 11.80% | 23.90% | 47.60% |
Registros: 371. *Nivel educativo indica el ingreso y no necesariamente la conclusión del ciclo respectivo. Fuente: Bd: Mc.
Los niveles educativos en los movimientos armados clandestinos permiten hacer un par de matices. De entrada, la clandestinidad armada ha sido un fenómeno de hombres y mujeres muy por encima de los promedios nacionales de alfabetización para las décadas comprendidas entre 1960 y 1980. Al mismo tiempo está sobrevalorada la idea de que la clandestinidad armada fue un movimiento de universitarios. Si bien este grupo representaba 46.1% del total, una proporción casi idéntica, 43.5%, eran jóvenes con educación secundaria, normalista o de bachillerato. Y las mujeres tienden a hacer más dramático el horizonte. En ellas el bloque de secundaria, normal y bachillerato era aún más robusto: 54.1%. Una paradoja de la época: mientras el analfabetismo nacional decreció en las décadas 1960-1980, la participación relativa de mujeres en sus remanentes aumentó; en 1960 las mujeres eran 55.4% del total de analfabetas; en 1970, 57.3%; y en 1980, 60.9%.52 Pero el cuadro 2 dice otra cosa: las mujeres sin instrucción primaria son un porcentaje ínfimo (e idéntico al de los hombres) y tienen una mayor participación que los varones en educación secundaria y normal.
El cuadro 3 ofrece noticias sobre los estudios normalistas y universitarios de los militantes. Entendamos que en 1970 solo 6.6% de los jóvenes entre 15 y 24 años acudían a la escuela normal, de bachillerato o universitaria (algo así como 1 de cada 20); para 1980 el sistema educativo había experimentado una mejoría importante, con un porcentaje que ascendía a 16.5% (3 de 20).53
En un país en el cual la mayoría de los adolescentes y jóvenes está desescolarizada, las islas de la educación normalista y universitaria necesariamente destacan y subvierten, casi por el hecho de existir. Es probable que las escuelas normales y universitarias fueran guetos sociodemográficos y culturales con sus ritos de paso, sus contraseñas de ingreso, sus expectativas particulares. Pero no perdamos lo esencial: los comienzos de la década de 1970 exhiben un camino estrecho para los estudios magisteriales y universitarios. Y habría que reconocer entonces un escenario emocional específico: las dificultades subjetivas para habitar el privilegio.54 Los jóvenes sin nombre del cuadro 3 probablemente difuminaban el privilegio en la prisa, la ansiedad y, más importante, en una suerte de espíritu prometeico: sentían que estaban autorizados a robar el fuego y entregarlo a los otros. Esto sería más acusado en las mujeres (es una hipótesis): su acceso a la educación profesionalizante, si bien reducido demográficamente, era una novedad absoluta en ese orden de magnitudes en un momento en que ellas contribuían (y es una paradoja) con 60% del analfabetismo nacional.
Carreras | Mujeres % | Hombres % | Hombres/ Mujeres % |
Magisterio | 34.8 | 24.3 | 27 |
Ciencias sociales y humanidades | 15.7 | 2.5 | 5.5 |
Derecho | 8.7 | 12.1 | 11.5 |
Enfermería | 8.7 | 2.0 | |
Ingeniería | 6.5 | 15.3 | 14 |
Medicina | 6.5 | 13.4 | 12 |
Ciencias | 6.5 | 2.5 | 3.5 |
Economía | 4.3 | 7.6 | 7.0 |
Contaduría | 4.3 | ||
Administración | 2.5 | 2.0 | |
Otros | 4.5 | 19.2 | 16 |
Registros: 200. Fuente: Bd: Mc.
En marzo de 1971 Elia Hernández dijo a la policía política que las materias de economía y sociología cursadas en sus estudios normalistas la sensibilizaron con los problemas de México. En marzo de 1967 había conocido a Salvador Castañeda Álvarez, alias Jaime, quien frecuentaba la escuela para visitar a su padre, conserje, y se hicieron novios. Éste le contó que había estudiado agronomía en la Universidad Patricio Lumumba, en Moscú. Salvador se ausentó el primer semestre de 1969 y sólo tiempo después Elia supo que su novio había hecho un viaje a Corea del Norte para recibir entrenamiento militar. Elia tenía sus propias inquietudes y aceptó la propuesta de Salvador para realizar su entrenamiento. En enero de 1970 solicitó un permiso temporal como maestra, tramitó su pasaporte y se casó por lo civil y religioso con Salvador; el viaje a Corea del Norte lo hizo en calidad de mujer casada, según acordaron ambos.55 Estudios normalistas que la elevaban más allá de cualquier promedio nacional, sensibilidad en el tema social, noviazgo y matrimonio con su par ideológico, en fin, son circunstancias todas que están detrás de una decisión absolutamente prometeica: viajar al fin del mundo, a Pyongyang, a recoger el fuego.
Elia ilustra asimismo tendencias y matices en las relaciones de género y escolaridad. Las mujeres en la clandestinidad armada provienen en una tercera parte de la carrera magisterial, en proporción mayor que los varones. Es histórica la resiliencia de la carrera de maestro en el imaginario de la cultura popular toda; se trata de uno de los legados más poderosos de la Revolución. Sabemos, además, que el mundo de las normales rurales fue objeto de una reestructuración draconiana en 1969, por obra de Gustavo Díaz Ordaz; 14 de las 29 normales rurales se convirtieron en secundarias técnicas agropecuarias y curricularmente la educación secundaria fue cercenada de la carrera del magisterio rural a lo largo y ancho de todo el sistema educativo nacional.56 Más allá de cualquier otra consideración, este hecho redundó en una conmoción profunda de un modo de vida de los hijos de campesinos pobres a lo largo de toda la República.57 Sus implicaciones para la militancia armada clandestina fueron mayúsculas.
Otro aspecto de las trayectorias profesionalizantes de las mujeres fue el lugar destacado de las ciencias sociales y las humanidades (15.7%), y de las ciencias (6.5%). Disciplinas como antropología, ciencia política, filosofía, idiomas, sociología, o bien biología, física, matemáticas, que apenas iniciaban su despegue en el mundo universitario, atraparon la atención de las mujeres -al menos de las futuras militantes- en una proporción superior a los hombres. Tal vez sea pertinente leer estas elecciones como síntoma de inconformidad (y amor por la aventura).
La trayectoria escolar de Francisca Victoria Calvo Zapata llamó la atención de la policía política. Conocida como Paquita Calvo, nació en la ciudad de México en 1944. Vivía con sus padres en Lomas Virreyes, una zona residencial de altos ingresos de la capital. Francisca era fundadora y militante del FUZ, un pequeñísimo grupo armado clandestino que ejecutó una operación arriesgada, casi inédita: el 27 de septiembre de 1971 secuestró a Julio Hirschfeld Almada, director general de Aeropuertos y Servicios Auxiliares. Hirschfeld era allegado al presidente Luis Echeverría y yerno de Aarón Sáenz, empresario paradigmático de la posrevolución. El FUZ obtuvo 3 000 000 de pesos y liberó ileso a Hirschfeld luego de 60 horas. El 2 de octubre de 1973 Francisca fue condenada a 29 años de prisión como responsable de nueve delitos, incluyendo secuestro y lesiones. No apeló.58 Tres años después, la DFS tuvo a la vista toda la trayectoria escolar de Calvo, incluyendo calificaciones y certificado de educación primaria, una fotografía de la fachada de la escuela Helena Herlihy Hall, en la colonia Condesa, el reglamento interior y el acta constitutiva de la sociedad propietaria. Asimismo, la policía obtuvo copia del certificado de educación secundaria (que Calvo cursó en el periodo 1953-1955) con el listado de materias, sus calificaciones y los exámenes presentados a título de suficiencia. Se muestra además la documentación de bachillerato en la preparatoria número 1 (1957-1958) y de la carrera de derecho (1959-1963), ambos en la Universidad Nacional (todavía en 1976 Calvo no había presentado el examen de grado).59 ¿Es convencional la trayectoria escolar de Calvo, atendiendo a su origen social privilegiado? No; sería una afirmación errónea si observamos los promedios nacionales de educación de las mujeres, pero lo es también en el seno de las mujeres de la élite. Aun a pesar de que no tenemos historias de la educación superior que consideren el nivel de ingreso de las familias en las décadas de 1950 y 1960, es plausible la hipótesis de que Calvo, con su bachillerato y su carrera universitaria concluidos, era la excepción, no la regla, entre las mujeres de clase alta en la década de 1960.
Afiliación, reclutamiento
Las organizaciones armadas clandestinas de la década de 1970 se propusieron derrocar al gobierno. Pero esta certeza pura y dura es sólo un punto de partida para entender la decisión de las mujeres de militar en las organizaciones en que lo hicieron. Estamos lejos de comprender la naturaleza de las decisiones precisas que las llevaron a militar en determinados grupos, aunque existe una literatura puntual que ilustra las condiciones preexistentes en cuanto a experiencia organizativa, formación ideológica y socialización que lleva a una persona a afiliarse a un grupo armado clandestino.60 El cuadro 4 muestra que las mujeres optaron de manera clara por la LC23S. Solo esta organización alcanzó y superó los porcentajes de participación de mujeres en agrupamientos armados clandestinos europeos, sudamericanos y centroamericanos. Como todo proceso en momentum, la noticia de una organización unificada que terminaría con la dispersión retroalimentó sus capacidades de reclutamiento, su atractivo. Esta sinergia se extendería desde su fundación hasta, quizá, el primer semestre de 1974, aunque habría que reconocer de entrada de que no contamos con ninguna estimación objetiva de los ritmos de reclutamiento. La LC23S se explica como un proyecto político-militar que trató de encausar y racionalizar la dispersión organizativa preexistente. De hecho, la Liga es una de las últimas organizaciones en formarse (marzo de 1973).
Aquello que representaba la LC23S para las mujeres debe escrutarse, aunque no es improbable que su atractivo haya sido general, esto es, no explicable en términos de género. Por lo pronto, y en contraste, las alternativas son ilustrativas. El caso de la BCAPP, la de Lucio Cabañas, ayuda a un entendimiento más amplio; ésta fue la segunda organización clandestina nacional por el número de militantes, pero ocupó un lejano cuarto lugar en número de mujeres incorporadas. Éstas prefirieron al MAR y a la UP, ambas de un perfil urbano más definido. Es indisputable que la BCAPP, que se desplegó en la Sierra de Atoyac y la Costa Grande de Guerrero, era una organización de varones.
No hay nada obvio en los resultados del contraste entre la LC23S y la BCAPP. En la experiencia latinoamericana el origen (campo o ciudad) y el teatro principal de operaciones militares de los grupos armados no predicen por sí solos el reclutamiento de mujeres. En los casos salvadoreño y colombiano las organizaciones de base rural atrajeron mujeres en número significativo; pero en Argentina sucedió lo mismo con grupos de fuerte raigambre urbana, como Montoneros. Debe haber otros factores gravitando sobre el reclutamiento mexicano.
Organización | Mujeres. Porcentaje sobre el total de mujeres militantes | Hombres. Porcentaje sobre el total de hombres militantes | Total. Porcentaje sobre el total de militantes |
LC23s | 38.8 | 32.5 | 33.5 |
MAR | 13.8 | 8.3 | 9.2 |
UP | 6.9 | 4.6 | 4.9 |
BCAPP | 4.8 | 15.6 | 13.9 |
Lacandones | 3.4 | 3.5 | 3.4 |
CAP | 3.4 | 1.2 | 1.6 |
ACNR | 2.7 | 6.4 | 5.8 |
FRAP | 2.7 | 3.2 | 3.1 |
FLN | 2.7 | 2.2 | 2.3 |
FAL | 2.0 | 1.5 | 1.6 |
FAR | 1.3 | 5.8 | 5.1 |
LCA | 1.3 | 1.4 | 1.3 |
FER | 0.6 | 1.8 | 1.6 |
Otros | 12.5 | 11.6 | 12.0 |
Registros: 960. Fuente: Bd: Mc.
Si bien el cuadro 4 muestra el peso relativo de las mujeres en las organizaciones más importantes, los motivos y mecanismos de reclutamiento no han sido esclarecidos. Para avanzar, es obvio que debamos omitir dos presunciones extremas: que ingresar a una organización armada clandestina es una decisión absolutamente racional (como si se eligiera un objeto teniendo toda la información disponible); o, al contrario, que es absolutamente azarosa (al margen de cualquier patrón inteligible). Ninguna de las dos idealizaciones está en el campo de la historia.
Familia, amistad, experiencia estudiantil y barrial, noviazgo, parecen ser las vías de contacto más importante de un reclutamiento. Bertha Vega Fuentes nació en Zaragoza, Chihuahua, y vivió ahí hasta 1970. En la plaza de su pueblo natal conoció a un militante del MAR, Alejandro López Murillo, alias Ramón Ramírez, quien la introdujo, dijo ella, al marxismo leninismo. Bertha aceptó incorporarse al MAR, pero tenía el problema de sus padres: éstos no consentirían en que se fuera de su casa y de su pueblo sin haber contraído matrimonio. Alejandro le propuso a Bertha que se casaran, sin que esto implicara tener relaciones sexuales, y sólo con el fin de que sus padres quedaran tranquilos. Así lo hicieron, y viajaron a Ciudad Juárez de luna de miel; se hospedaron en casa de unos parientes de Bertha donde compartieron habitación. Bertha insistiría en el interrogatorio que Alejandro respetó el acuerdo, que además era un principio reglamentario del MAR. Luego de esa jornada, ambos viajaron a Morelia. La dura e ingrata rutina de la clandestinidad se impuso. En una práctica de tiro de los guerrilleros (un grupo de cinco miembros, incluyendo a Bertha) fue muerto de manera accidental Manuel Arreola Téllez; el cadáver fue abandonado por sus compañeros en el hospital de la Cruz Roja de la ciudad. Bertha se trasladaría a Xalapa, a una escuela de cuadros. Fue arrestada por la policía política en algún momento de la segunda quincena de febrero de 1971.61
Martha Elba Cisneros Zavala fue capturada en septiembre de 1971, luego de un asalto fallido al Banco de Londres y México en León, Guanajuato. De 18 años y originaria de Morelia, Michoacán, fue reclutada por Ángel Bravo Cisneros, su primo, para lo que luego sería el MAR; Bravo la persuadió no solo de incorporarse a la organización en ciernes sino de viajar a Corea del Norte para entrenamiento militar. Hasta su reclutamiento Martha Elba estaba poco familiarizada con la política; fue la lectura de La madre de Gorki y La guerra de guerrillas del Che (ambas sugeridas por Bravo) lo que despejó su apolitismo adolescente, según registra la minuta de su interrogatorio. Para que la joven abandonara la casa de sus padres y se incorporara a la clandestinidad Bravo organizó el matrimonio de Martha Elba con otro militante, Ramón Cardona Medel, alias Antonino. En realidad, sería el propio Bravo quien haría vida conyugal con Martha, una vez que regresaron ambos, meses después, de los campos de entrenamiento en las cercanías de Pyongyang; la vida en pareja estaba autorizada por el MAR, siempre y cuando, acotó Martha, “las mujeres tomaran medidas preventivas para evitar la natalidad”.62
Los matrimonios formalizados era un reservorio moral de las mujeres en los movimientos armados clandestinos. Existen más casos como los de Bertha y Martha, esto es, el paso de la vida familiar a la clandestinidad mediado por un enlace matrimonial, legal o simulado. De hecho, algunas mujeres revindicarán el matrimonio bajo el canon “revolucionario”, ese que se celebra en la intimidad del grupo clandestino y atenido a sus reglas. Nada sabemos de estas últimas. Es un dato que la mayoría de los testimonios de las militantes provienen de declaraciones ante los policías.63 Usualmente mujeres jóvenes, interrogadas en secreto y en lugares clandestinos, sin noticia pública de su captura, sin la solidaridad de sus compañeros (capturados, en fuga, en la clandestinidad), en fin, sin el recurso a la defensa de un abogado, la insistencia de declararse casadas buscaba -sugiero- salvaguardar su dignidad y su cuerpo. Esa confesión era el método para establecer un límite a la violencia de sus captores (siempre varones), una violencia que amenazaba su cuerpo y su alma. Ante la indefensión y la soledad, el recurso era vindicar un estado civil.
Por este camino nos acercamos a otros planos de la vida en la clandestinidad, superpuestos a los políticos y organizativos. Lo que una historiadora enumeró como “los noviazgos, los embarazos, la maternidad y los conflictos de pareja”, a los que yo agregaría desde luego el duelo y el miedo, habrán de ser anudados en una historia general de la lucha armada clandestina. Tómese en cuenta la experiencia de “Eva”, quien a su paso por el clandestinaje sufrió la muerte de dos novios militantes (uno de ellos asesinado por sus compañeros de la LC23S, al decir de “Eva”). En un plano similar, pero en clave de renuncia, “Lorena” tenía una certeza: “el embarazo implicaba que te tenías que ir. No podías [andar] con el embarazo en la sierra”.64 Es aquí donde lo personal, que es político, sigue siendo personal; para el historiador el camino del testimonio se bifurca, y a veces se trunca. Por un lado están las historias de familiares de militantes, que han escrito su propia saga de la muerte o desaparición de padres, madres, hijos, hermanos; y están, por otra parte, las reminiscencias, escasas y estandarizadas, de veteranos que sólo rozan apenas emociones como el miedo o el duelo.65
Y en medio de todo eso hay rupturas políticas y emocionales que esperan mayores explicaciones. Ana María Parra de Tecla había estado casada 19 años cuando, en febrero de 1971, fue capturada por la DFS, acusada de pertenecer al MAR. Ana María había procreado siete hijos, el más pequeño de seis años. Con 36 años al momento de su arresto, y originaria de la ciudad de México, tenía estudios de secundaria; se había dedicado por entero a los trabajos del hogar. Su esposo era Rosendo Tecla Jiménez, gerente de una mueblería de la cadena Mex-Hogar. A mediados de 1968 una sobrina de su esposo, Georgina Tecla, militante de las Juventudes Comunistas, la puso en contacto con la literatura política de izquierda. Ana María se afilió al Partido Comunista en julio de 1968, y quedó incorporada a una célula. En diciembre de 1970, embarazada, Ana María tuvo un disgusto con su marido, seguido de un aborto espontáneo que la llevó a un internamiento de tres días en el Hospital General de la ciudad México. Candelario Jiménez, alias Ismael o Víctor, también de las Juventudes Comunistas, ya involucrado en la organización del MAR, se había convertido en su amigo y confidente; cuando Ana María le adelantó que dejaría el hogar conyugal y buscaría un trabajo para subsistir, Jiménez le ofreció la alternativa de la clandestinidad en el MAR. Ana María aceptó; militó en la clandestinidad dos meses; viajó a Celaya y Querétaro. Durante el desarrollo de una escuela de cuadros en Xalapa fue aprehendida por la policía política.66 Ana María estuvo presa entre marzo de 1971 y agosto de 1977. Una vez amnistiada, volvió a la brega, ahora en la Liga Comunista 23 de Septiembre. Recapturada el 12 de abril de 1979, está desaparecida.67
Los caminos de la clandestinidad están marcados por el instinto de las militantes y, sin duda, por su fortaleza moral, su entrenamiento y su astucia. Esto plantea naturalmente problemas para el análisis del historiador. No se trata sólo de concluir que puede haber dos versiones de un acontecimiento, sino que su significación puede variar, y con ello el papel que atribuimos a una mujer en una organización clandestina. Elisa González Trejo fue interrogada por Miguel Nassar Haro, subdirector de la DFS, el 17 de febrero de 1971. Elisa dijo haber nacido 28 años atrás, en la ciudad de Oaxaca y trabajar, aseguró, como prostituta en los alrededores de la Alameda de la ciudad de México. En diciembre anterior conoció a Mario Fernández, del MAR, con quien se reunió al menos en cuatro ocasiones en hoteles por el rumbo de la avenida Hidalgo. Fernández le propuso a Elisa que lo acompañara en un viaje a Celaya, Guanajuato. Allá se reunieron con tres compañeros de Mario y se dieron a la tarea de buscar una casa en renta; nada lograron y decidieron buscar en San Miguel Allende y en Pachuca. Luego viajaron a Xalapa, donde rentaron una casa en la calle Victoria número 122. A ese inmueble llegaron dos militantes más. Iniciaron entonces unos cursos de “marxismo y de fabricación de explosivos y la manera de aplicar éstos”, dijo Elisa (o eso se transcribió en el acta). Mario, quien fungió como el primer instructor en la escuela de cuadros, desapareció sin despedirse (o eso dijo Elisa); la batuta la tomaron “Ramón” y después “Carlos”. Elisa recordó, seguramente a instancias de Nassar Haro, que la palabra “tupamaros” fue mencionada en alguna de las clases; sin embargo, cuando le mostraron el pizarrón incautado en la casa xalapeña del MAR, anotado de frases, lemas y esquemas, Elisa dijo que nada podía abundar al respecto “porque no [sabía] leer”.68
La anterior es una versión del involucramiento de Elisa. Otra historia es posible. Aleida García Aguirre ha mostrado que Elisa pudo no haber dicho la verdad a sus interrogadores. En otro interrogatorio Elisa adujo que sólo era compañera sexual de un integrante del MAR, y que habría llegado a Xalapa desde Pachuca para encargarse del servicio doméstico de la casa de seguridad. En ambos casos, Elisa se ubica ella misma fuera de la guerrilla; la constante en ambas declaraciones era un vínculo sexual con un guerrillero varón. Para García Aguirre, Elisa era un cuadro de importancia en la guerrilla; lo que ella hizo fue administrar y distorsionar la información para reforzar así los prejuicios machistas de los policías, que en febrero de 1971 buscaban hombres, no mujeres, como dirigentes de un grupo armado clandestino entrenado en Corea del Norte. Quería pasar desapercibida.69 Si fuera el caso, aquella era una mujer en la primera línea de combate (psicológico).
Carmen Teresa Carrasco Martínez vivía en la ciudad de Oaxaca; en 1972 se casó con Gerardo Cruz Ruiz, propietario de un taxi. En el verano de 1973 un militante de la LC23S, Alberto Vázquez Castellanos (amigo de la niñez) le pidió a Cruz Ruiz que guardara en su casa unos “petates” y “unos libros comunistas”, al decir de Carmen Teresa. Luego, en septiembre de 1973, “y después de que politizaran a su marido” y a ella misma, la pareja se trasladó a la ciudad de México, acompañados por Rodolfo Gómez García, alias El Viejo. Se instalaron en una casa de seguridad. Carmen Teresa fungía como cocinera (al menos eso dijo ante Miguel Nassar Haro, su interrogador) y su marido como chofer, adscrito al área de logística de la LC23S. Responsabilidades extrañas en una organización clandestina y armada (aunque podría ser una coartada). Cocinera, chofer ¿de quién? Sabemos por su declaración que en aquella casa de seguridad Carmen Teresa conoció a “los profesionales”, entre ellos a Ignacio Salas Obregón, Luis Miguel Corral García, Ignacio Torres Olivares, Paulino Peña, Ana Lilia Tecla Parra y Wenceslao José García, es decir, y en gran medida, la primera generación de dirigentes de la LC23.70
Si las cosas hubiesen sido tal como las confesó Carmen Teresa a Nasar Haro, estaríamos ante una transgresión pasmosa de las reglas elementales de seguridad de un grupo clandestino y armado, y ante la reproducción de esquemas socioculturales de división del trabajo, comunes en ciertos sectores de la sociedad mexicana: una cocinera y un chofer para atender una casa donde viven o pernoctan personas con otro poder y otros recursos. Sin embargo, uno podría sospechar otra cosa: que el reclutamiento de Carrasco Martínez y de su esposo Gerardo en Oaxaca fue de la mano de un infiltrado. En abono de esta teoría están algunos hechos: que el hombre que llevó al matrimonio de Oaxaca a la ciudad de México, Gómez García, El Viejo, tuvo una actitud para algunos equívoca al momento de la captura de Salas Obregón (líder de la LC23S y en ese momento el hombre más buscado por la policía política) en Tlalnepantla, en abril de 1974; y que el propio Nasar Haro habría ordenado que el matrimonio de Carrasco Martínez y Cruz Ruiz no fuese molestado una vez que ambos regresaron, libres, a Oaxaca, dado que eran “contactos”.71 Aunque la consulta de los interrogatorios y otros documentos de la policía política es imprescindible en cualquier historia de los grupos armados clandestinos, nada es seguro a la hora de establecer ciertos equilibrios entre la literalidad de los documentos, las estrategias de supervivencia de los presos y una verdad que siempre es más anhelo que certeza plena.
Mujeres en combate
Un asunto es el número de mujeres respecto al total de militantes en las organizaciones armadas clandestinas; otro más, el número de las mujeres directamente involucradas en operaciones que implicaron el uso de armas de fuego. Para decirlo llanamente, una cosa es la adscripción de mujeres a organizaciones clandestinas y otra su participación en asaltos, robos, secuestros, homicidios y enfrentamientos con policías y soldados. En esa lógica, un corolario sería establecer el número de mujeres que fueron apresadas, heridas o muertas en combate con policías y soldados, esto es, las mujeres que podrían haber participado en hechos armados. No existe tal estimación, y en el corto plazo es improbable.
Las razones de esa imposibilidad son varias. La primera es el ocultamiento y falseamiento de datos en los registros oficiales. En un recuento interno de la DFS de 1979 -que respondía a los cuestionamientos de Amnistía Internacional sobre desapariciones políticas- se identificaron 314 casos de personas que, según la policía política, no podían ser considerados como desaparecidos. Según mi estimación, 286 de esas personas estaban adscritas -al menos nominalmente- a alguna organización armada y clandestina. En esa cuenta sólo 16 eran mujeres (5.6%). ¿Qué fue de ellas? Cinco habrían sido asesinadas por sus propios compañeros de grupo (siempre en la versión de la DFS); seis murieron en enfrentamientos con policías o soldados; una desertó; otra había sido informante de la policía de Guerrero y estaba activa en esos momentos en Oaxaca; una más, estaba prófuga. Sólo dos de esas 16 mujeres estaban “desaparecidas”, pero para la policía política esto significaba otra cosa que para Amnistía Internacional: que simplemente no se tenía idea de su paradero.72 El documento de la DFS era una coartada para no reconocer que buena parte de las 314 personas (286 con adscripción a grupos armados clandestinos) habían sido asesinadas o estaban secuestradas en cárceles clandestinas. De manera dolosa, ese informe enturbia las circunstancias en que las mujeres (y los hombres) fueron vistas, apresadas, heridas, muertas o desaparecidas en enfrentamientos con policías y soldados; atribuye saldos letales a enfrentamientos sin fecha ni lugar precisos.
El punto es otro. Como sostuve antes, las organizaciones clandestinas no excluyeron a las mujeres (ni ellas se autoexcluyeron) de los enfrentamientos armados.73 El caso de Martha Elba Cisneros Zavala, del MAR, capturada a sus 18 años, nos recuerda que las mujeres formaban parte de cuadros militares y actuaban en primera línea. En un enfrentamiento en 1971, luego del asalto a una sucursal del Banco de Londres y México en León, Guanajuato, Martha, con sangre fría, disparó su escuadra nueve milímetros contra un policía que abrazaba a un compañero guerrillero y lo usaba como escudo; acertó, sin causar la muerte del policía. Calles adelante, no obstante, fue aprehendida.74 Avelina Gallegos participó en el asalto simultáneo y fallido a tres sucursales bancarias en la ciudad de Chihuahua, el 15 de enero de 1972. Avelina era normalista, trabajaba como maestra y estudiaba derecho (quinto semestre) en la Universidad Autónoma de Chihuahua. Avelina recibió un disparo en la cabeza de un soldado quien, en labores de vigilancia por el rumbo, irrumpió en la sucursal. Avelina murió al instante.75 En su deceso, como en la captura de Martha Elba, sobresale el hecho duro de su participación directa, temeraria en realidad, en operaciones armadas.
Hay explicaciones del involucramiento al alza de mujeres en refriegas con armas de fuego. El aumento de la violencia entre las fuerzas del Estado y los grupos armados puede ser fechado en los larguísimos meses que transcurrieron entre el segundo semestre de 1973 y principios de 1975.76 Tal proceso coincide con la consolidación y declive de la organización más importante entre los grupos armados clandestinos, la LC23S. Ésta intentó llevar a la práctica un acuerdo interno perfilado desde fines de 1973: obtener recursos pecuniarios (por medio de asaltos y secuestros) y desmoralizar a las fuerzas armadas del gobierno (con ataques directos a sus representantes más notorios, esto es, policías y soldados). Con una cierta mirada, tales prioridades no necesariamente debían estar vinculadas política o lógicamente, pero la LC23S las anudó.
La decisión de la LC23S se dio con antelación y se continuó luego del golpe policiaco que supuso la captura y desaparición de Ignacio Salas Obregón, su líder ideológico y político, en abril de 1974. Este revés habría consolidado procesos en marcha: la descentralización de facto de las operaciones de la LC23S, por la cual los comandos en distintas ciudades de la República empezaron a decidir sus objetivos y sus momentos de actuar.77 Así, los asaltos a establecimientos comerciales, fabriles y bancarios no necesariamente estaban planeados por un mando político centralizado ni obedecía a una estrategia; se obedecía en realidad una consigna. Pero los resultados fueron espectaculares. La policía política calculó que entre abril de 1973 y abril de 1975 la LC23S habría obtenido 51 627 000 de pesos, esto es, 4 130 000 dólares de la época.78
Para sostener semejante esfuerzo la LC23S tuvo que recurrir a todos sus cuadros. Mantener presencia pública, ingresar dinero y proseguir su campaña militar de ojo por ojo la obligó a involucrar a todos sus cuadros, sin distinción de género. En el asalto simultáneo a las sucursales del Banco Nacional y Banco de Comercio de la avenida Inguarán de la ciudad de México, el 1o de diciembre de 1974, participaron 13 militantes de la LC23S; cuatro eran mujeres (30%). La jornada fue sangrientísima: siete policías y un civil asesinados por los asaltantes. Al menos uno de éstos, Teresa Hernández Antonio, disparó a dos policías de guardia como primer paso para todo lo demás. El botín fue de 2 400 000 pesos.79 Pero sería el asalto al Banco de Comercio en Villa Coapa (también en la ciudad de México), el 25 de abril de 1975, el hito en la violencia de los grupos armados. La operación arrojó un magro botín de 206 0000 pesos (otro registro indica 280 000); sin embargo, fueron asesinados nueve policías y tres civiles ajenos a los asaltantes (un cajero y dos clientes). El comando habría estado formado por siete personas, tres de las cuales eran mujeres (42%). Al huir los asaltantes dejaron dos automóviles con trampas caza bobos, esto es, con dispositivos preparados para estallar en caso de que los autos fuesen abiertos sin precaución. No estallaron.80 Entre las mujeres del comando estaba Olivia Ledesma Flores, veterana del 68 en la Vocacional 5, recién ingresada como alumna a la Escuela Superior de Economía del Instituto Politécnico Nacional. Desde 1972 Ledesma frecuentó las reuniones de Lacandones, un grupo concurrente en la fundación de la LC23S. Ledesma fue muerta en el asalto policiaco a una casa de seguridad de la LC23S en la colonia Reforma Iztaccíhuatl, en la ciudad de México, el 6 de julio de 1977.81 El 9 de noviembre de 1977 fueron tomadas por la DFS seis casas de seguridad de la LC23S en Ciudad Juárez. En dos enfrentamientos distintos murieron cuatro militantes: Carlos Dorado López, Isela Arvizu Quiñones, Salvador Vázquez Terán y Marina Alejandra Herrera Torres, esto es, dos varones y dos mujeres; se detuvo además a Luis Benito Espinosa Lucero, Eduardo Sánchez Díaz, María Olga Navarro Fierro, Jorge Hermelindo Barrera y Marcela Sánchez Fuentes, esto es, tres hombres y dos mujeres. Según la versión policiaca, se habría sorprendido a Dorado Álvarez en una cita a las afueras de una tienda; capturado, fue obligado a trasladarse a la casa de seguridad donde estaba su compañera Marina Alejandra. Al llegar al domicilio, Dorado López se zafó de sus captores y se introdujo en la casa para resistir el asalto al lado de Marina. Ambos murieron; un bebé de dos años, hijo de Marina, resultó ileso. El Diario de Juárez, no obstante, publicó su versión, que contradecía la policiaca, y acusaba a la DFS de masacrar a la pareja.82 Lo que parece irrecusable es que en 1977, en uno de los últimos bastiones de la Liga, las mujeres estaban en el centro de la batalla. Y estaban ahí, quizá más que nunca.
Antes me referí a Amanda Arciniega Cano, de 26 años al momento de su captura en mayo de 1980. En el interrogatorio de la DFS ofreció señas de su biografía como mujer en armas. Originaria de un pueblo de Durango, pero educada en Ciudad Juárez, entre 1973 y 1974 trabajó en la maquiladora de RCA Víctor y en otra llamada Toko; de esta última fue despedida en junio de 1974 por repartir propaganda política y “agitar” a las trabajadoras. Fue reclutada para la LC23S por una antigua amiga de la niñez, Rosario Elena Castillo Saucedo, quien le dio a leer Madera y algunos textos fundacionales de la organización. En febrero de 1976 Amanda entró a la clandestinidad, en parte porque se estrechó la vigilancia a su alrededor y en parte por una confusión: luego de un enfrentamiento con la policía, una guerrillera muerta fue confundida por la policía con Amanda. Esto representó una oportunidad dorada para entrar en el clandestinaje.83
Son varios los rasgos reconocibles en la trayectoria de Amanda. En primer lugar, su itinerario, presumiblemente familiar, desde un pueblo duranguense (Santa María del Oro) a Ciudad Juárez; en seguida una educación básica y secundaria con una salida un tanto inesperada (idiomas) para luego trabajar en establecimientos de maquila, una experiencia imborrable en la historia colectiva de la ciudad. Destaca enseguida su temprano compromiso político en el centro de trabajo, que dio motivo a su despido. Más aún, su incorporación plena a la Liga tuvo lugar no en los momentos del entusiasmo inaugural del primer semestre de 1973 sino cuando la organización había sido severamente golpeada por la policía política y estaba a la baja en muchas zonas del país (su paso a la clandestinidad fue apenas en 1976). Y hay otros aspectos a considerar en su trayectoria.
Uno de ellos es su movilidad: entre 1976 y 1980 militó en la ciudad de México, Mazatlán, Culiacán, Naucalpan, y otra vez en la ciudad de México (en las zonas de Vallejo e Indios Verdes). Otro, el espíritu espartano en una mujer educada; dado su alejamiento voluntario de la Liga a lo largo de tres meses (mayo-julio de 1978), a su regreso dejó de recibir emolumentos como cuadro profesional. Por esa razón, y en obediencia a una orden directa de la Liga, ingresó como albañil en las obras de construcción del Metro en Indios Verdes, con la consigna de organizar a los trabajadores (y no hay noticia de cómo le fue). Más allá, era un cuadro activo; en los cuatro años de su militancia clandestina estuvo adscrita a seis brigadas distintas. Participó en al menos dos asaltos: a una sucursal del Banco Confía en San Pedro de los Pinos, con un botín de un millón de pesos, en mayo de 1979, y en un asalto a una vinatería, con un botín de 700 000 pesos, en una fecha sin especificar.
Lo más notable de la trayectoria de Amanda sería su participación directa en tres secuestros, todos los cuales salieron mal. Así el de Jorge Díaz y el de la niña Mariana Pérez Olegaray (en marzo de 1979). En el caso de Díaz, éste fue secuestrado en la creencia de que era hijo del director general de Pemex, Jorge Díaz Serrano; una vez que cayeron en cuenta de la confusión, fue liberado sin rescate. En cuanto a la niña Pérez Olegaray, el pago de 25 millones de pesos se lo apropió un grupo desconocido, probablemente de policías; la Liga, burlada y humillada, liberó a la secuestrada, indemne. Es probable que la liberación de ambos secuestrados proviniera de una experiencia trágica. El profesor universitario Hugo Margáin Charles (hijo del entonces embajador mexicano en Washington) fue secuestrado el 29 de agosto de 1978 en Ciudad Universitaria; según la transcripción de un interrogatorio, Margáin recibió un disparo en una pierna en el forcejeo con sus captores. Se desangró en una casa de seguridad en Ciudad Netzahualcóyotl y su cadáver fue abandonado en una carretera en Chalco, Estado de México.84 Amanda Arciniega Cano fue sentenciada a 34 años de prisión por su participación en el secuestro y homicidio de Margáin Charles.85
Hay otro elemento singular en la biografía política de Amanda. En un informe del 15 de mayo de 1979, la DFS reportó que Amanda había visitado a una amiga de la infancia, de nombre Bertha Pérez Reyes, mexicana con residencia legal en San Antonio, Texas, a quien conminó a militar en la Liga. Pérez Reyes reportó el encuentro a la Border Patrol; según el informe, Amanda amenazó a Bertha con dañar a su hijo de cinco años en caso de rechazar su invitación.86 Esa visita y esa amenaza, si de verdad existieron, no tuvieron consecuencias, pero en cambio delinean un área de interés crucial en el estudio de los movimientos armados, y que ha quedado de lado: el valor estratégico de la frontera para el clandestinaje armado mexicano de los setenta y la posible colaboración entre las policías y servicios de inteligencia a uno y otro lado de la frontera. Aunque historiográficamente la saga de la frontera México/Estados Unidos es extensa, rastreable a los años duros de la Revolución mexicana, la literatura es prácticamente inexistente en relación con los setenta y el periodo de la Guerra Sucia. La frontera era crucial en términos de la provisión de armas y parque y, presumiblemente, para el trasiego de militantes en busca de refugio (cruzando la frontera de manera ilegal, es de suponerse).
Consideraciones finales
¿Por qué la Liga Comunista 23 de Septiembre, esto es, la organización armada clandestina más radical en términos discursivos, ideológicos y políticos, resultó asimismo la más eficaz en el reclutamiento de mujeres durante la Guerra Sucia de los setenta? No hay una respuesta exhaustiva para esta organización, como no la hay para el conjunto de agrupamientos armados. Están pendientes aún correlaciones imaginativas, contextos amplios e íntimos, e historias de vida que puedan explicar decisiones que llevaron a las militantes a tomar decisiones que ponían en peligro su vida y su integridad moral. Pero lo que ya se perfila como un campo a explorar es que, más allá de los niveles precisos de participación de las mujeres en la lucha armada, ésta resultó en un hito en la politicidad del género. Aunque quizá sea aún precipitado una conclusión así, uno podría decir que, desde el punto de vista de las representaciones de las mujeres en la cosa pública, la clandestinidad fue -enorme paradoja- crucial. Las capacidades subversivas de una fotografía en un periódico de una muchacha veinteañera presa, demacrada, azorada, exhausta en su angustia y rodeada de una suerte de soledad insalvable debió resultar estremecedora, al menos para una parte del público.
Existe, y para bien, un reconocimiento universal de la ferocidad e ilegalidad de la represión gubernamental de la disidencia armada en México. En cambio, poco sabemos de las reacciones sociales y políticas de los ciudadanos frente a la naturaleza de la violencia política de los grupos clandestinos. Y menos aún de la manera en que se entendió la violencia de y contra las mujeres en la llamada guerra sucia. La década de 1970, como se adujo en la introducción de este estudio, se caracterizó por cambios e incluso mutaciones políticas cuya impronta se extendería por décadas. De ahí que las percepciones colectivas de la violencia y su evolución sean dimensiones inexploradas para el entendimiento de la historia política de la década. Este retraso obedecería, sugiero, a que no hemos desagregado las dimensiones de ese constructo que llamamos opinión pública. Los públicos son un misterio y una cuenta pendiente en la construcción de una historia de la política que se consume. Y la militancia armada de las mujeres flota en esos ambientes sin recibir aún la atención (y la enunciación, por cierto) que se merece.
Es obvio que aún existen campos de investigación insuficientemente explorados para conformar una antropología y una geopolítica de la disidencia armada en la década de 1970. Las mujeres gravitarán en esas aproximaciones. Como mostré en este estudio, los fenómenos convergentes de urbanización y aculturación están en la base de una explicación amplia y matizada de lo que significó el fenómeno de la violencia política armada. Son esos procesos lo que dotarán de otra sustancia a una historia de la violencia política que explore su geografía, su economía y el papel del género tal como se experimentaba en la década de los setenta. En otras palabras, identificar las mutaciones en las sensibilidades y expectativas de los y las jóvenes urbanizados y más o menos educados será un sustento antropológico y sociológico en el entendimiento del fenómeno del clandestinaje armado. Y procediendo así es probable que la militancia de las mujeres deba ser explicada en al menos dos dimensiones diferenciadas: ciertamente como una resistencia ante y una rebelión contra las andanadas represivas de los gobiernos nacionales y locales (que siguen siendo un catalizador imprescindible), pero también como inserción ardua, intempestiva y violenta en la actividad pública por excelencia, la política, aunque ésta se presente en la forma de la clandestinidad armada. Sin duda hay un fuego robado y un Prometeo en la militancia armada de las mujeres.