“Laberinto”, “enigma”, “régimen peculiar”, “espécimen singular”.1 Por décadas, académicos e intelectuales se han valido de expresiones como aquéllas para caracterizar el sistema político mexicano del siglo XX, máxime en lo que atañe a la complejidad de su estudio. Ni siquiera la memorable denominación acuñada por Mario Vargas Llosa está exenta de alusiones a una naturaleza críptica; después de todo, la “dictadura perfecta” habría debido su solidez y perdurabilidad a su condición “camuflada”, de ahí que, afirmó el nobel peruano, se requiera escarbar para advertir la verdadera sustancia que subyace tras sus múltiples vestiduras. No obstante la magnitud de semejante reto, Soledad Loaeza se adentró en las profundidades del laberinto y, mediante la obra aquí reseñada, trajo a la luz los resultados de sus indagaciones.
A la sombra de la superpotencia versa sobre el proceso de modernización del centro y pináculo de dicho régimen: la presidencia de la República; es decir, recorre el trayecto mediante el cual se conformaron sus rasgos básicos, lo mismo que los principales patrones de comportamiento y las reglas formales e informales que guiaron el actuar de quienes encabezaron el ejecutivo durante la segunda mitad del siglo XX. Este enunciado entraña dos de los postulados nodales del texto. Primero, hablar de procesos y trayectos supone desprenderse de nociones esencialistas en favor de una comprensión histórica del fenómeno. En efecto, lejos de concebir el autoritarismo mexicano de la posrevolución como un orden fijo y predeterminado, o como la implementación escrupulosa de algún modelo, la autora dio cuenta de un desarrollo paulatino, no lineal, un tanto aleatorio y resultado de distintas coyunturas. Evolución en lugar de diseño inteligente, para expresarlo con brevedad.
Segundo, el énfasis en el establecimiento de normas y pautas revela la distancia que la autora guarda respecto a la tan extendida tesis de la omnipotencia presidencial. Ésta procede tanto de la percepción popular y de la propaganda gubernamental como de diversos historiadores y cientistas sociales que han referido el “poder casi ilimitado” de los mandatarios mexicanos, a quienes han identificado con términos dotados de cierta estridencia como “hiperpresidente”, “emperador sexenal”, “amo omnipotente de la vida política” y cabeza de una “autocracia presidencial”, si no es que de una “monarquía absoluta sexenal”.2 En cambio, Soledad Loaeza forma parte de una corriente de autores -Rogelio Hernández y Luis Aboites entre ellos- que, tras cuestionar tan desmesuradas atribuciones, ha explicado a dichos gobernantes más como grandes negociadores que como potentados implacables.
Así, lejana a la creencia en demiurgos que se limitaban a expresar deseos y a esperar su cumplimiento total y expedito, la obra muestra a los mandatarios mexicanos como hombres restringidos por multitud de elementos. En vez de transformadores del país a voluntad, cual pintor vanguardista frente a un lienzo en blanco, se trataría de sujetos cuyos actos derivaron de las numerosas presiones a las que se vieron sometidos y, en términos generales, de los contextos nacionales e internacionales de su época -yo soy yo y mi circunstancia, diría José Ortega y Gasset-. Es más, en el texto se subraya que muchos de los atributos primordiales del régimen autoritario mexicano tuvieron su origen en las respuestas, en buena medida improvisadas, que la élite articuló frente a los problemas inmediatos y contingentes con los que debió lidiar entre 1945 y 1958.
De cierto, la noción de límites al poder presidencial data de hace más de cinco décadas, como ilustran las obras de Pablo González Casanova y Jorge Carpizo.3 Sin embargo, más allá de mencionar su existencia, Soledad Loaeza estructuró su propuesta explicativa con base en ellos; a fin de cuentas, etimológicamente definir significa poner fines, límites, fronteras; para entender cualquier realidad primero hay que confinarla, identificar dónde termina. En cuanto a tales márgenes, de los numerosos obstáculos que los gobernantes nacionales enfrentaron, el libro se enfoca en el más formidable: el exterior, básicamente Estados Unidos y la Guerra Fría. He ahí la hipótesis central; a saber, que el desarrollo del sistema político mexicano se orientó en función de sus interacciones con la superpotencia capitalista.
El texto sostiene que los esfuerzos de la élite política para adaptarse al nuevo orden mundial desembocaron en una progresiva, si bien irregular, institucionalización de la presidencia. El poderío estadounidense habría inducido al gobierno mexicano a autolimitarse dada la necesidad de exhibir colores democráticos acordes con su alineación en el conflicto bipolar, pero también habría favorecido la concentración del poder y la sistematización de prácticas antidemocráticas como estrategias defensivas ante la influencia externa. La dinámica bilateral, en pocas palabras, habría impulsado tanto la suavización como la consolidación del autoritarismo mexicano. A mayor abundamiento, las respuestas estatales a los bretes coyunturales vinculados con la Guerra Fría, aunque también originados en dinámicas internas, habrían dejado huellas indelebles en el sistema al fomentar o afianzar atributos como el pluralismo limitado, la no reelección, la autonomía sexenal y la existencia de un partido hegemónico subordinado al presidente. Desde este ángulo se analizan diversos casos ocurridos entre 1945 y 1958 -cabe precisar que cuatro de los ocho capítulos del libro se concentran en los tres primeros años de dicho intervalo-; verbigracia, la Conferencia de Chapultepec (1945), la matanza de León (1946), la visita de Estado de Harry Truman (1947) y el golpe de Estado contra Jacobo Árbenz (1954).
Ahora bien, es necesario aclarar que ni la preponderancia atribuida al factor americano ni el rechazo a presentar a los mandatarios del periodo, Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán y Adolfo Ruiz Cortines, como motores inmóviles significa que la autora los considerase entes pasivos, carentes de iniciativa y resignados al inexorable destino de los débiles. Al contrario, el texto recalca su capacidad para leer los tiempos, jugar sus fichas y usar las restricciones en favor de sus objetivos hasta volver propicios escenarios originalmente adversos. Por ejemplo, valerse del ambiente continental de anticomunismo para relegar a los cardenistas, y rechazar presiones estadounidenses so pretexto de una supuesta izquierda radical capaz de fortalecerse si se atropellaba la soberanía nacional. Esta atención a la indocilidad mexicana, por cierto, armoniza con la nueva ola historiográfica de la Guerra Fría y su comprensión del Tercer Mundo como sujeto activo.
La viabilidad de semejante margen de maniobra se explica en virtud de un concepto de Mario Ojeda que atraviesa la obra de principio a fin: la independencia relativa;4 esto es, el que México, gracias a que su estabilidad y cooperación eran asuntos de seguridad nacional para Estados Unidos, pudiera disentir de su vecino en temas cruciales para el primero que no le importasen demasiado al segundo (en cualquier otro escenario habría tenido que alinearse). Además, evidencia la autora, los gobiernos de ambos países querían un México estable e institucionalizado. Los tres presidentes habrían aprovechado tales pros, derivados de la contigüidad geográfica, para avanzar en sus agendas; sin embargo, por supuesto, el saldo no siempre fue exitoso, como patentizó el intervencionismo estadounidense en Guatemala, ya que Ruiz Cortines no pudo evitar que el corazón de la política exterior mexicana se viese vulnerado y, por ende, que Lázaro Cárdenas resurgiera como figura nacional.
Cierro con tres observaciones sobre aspectos puntuales del libro. Primero, la reticencia a pensar en los presidentes como seres omnímodos, sin más norma que su conciencia, podría extenderse aun a dominios extremos. Eugene Genovese aseveró que la esclavitud estadounidense, con todo y su ruindad, no se redujo a sometimientos unilaterales, pues hubo contrapesos informales y aun alianzas esporádicas entre amos y esclavos dado el interés de los primeros por mantener vigilados a sus capataces.5 Asimismo, Hitler y Mussolini, según Robert Paxton, más que caudillos solitarios, debieron negociar continuamente para mantener el equilibrio entre partido, burocracia y sectores conservadores.6 Ergo, si ni el Führer gozó de soberanía absoluta, cuánto menos los tlatoanis sexenales.
Segundo, debido a su óptica, A la sombra de la superpotencia se aleja de las interpretaciones habituales del proceso en la medida en que tilda a cardenistas y lombardistas de “defensores del statu quo” mientras subraya la “voluntad transformadora” de quienes gobernaron el país a partir de 1940. Tal es el contraste, que en el tercer capítulo se les alude como antípodas; por un lado, avilacamachistas dotados de convicciones democráticas genuinas y conscientes de la necesidad de adecuar el sistema a los nuevos tiempos; por el otro, una “coalición cardenista” intransigente, intolerante, de mira estrecha, reacia a compartir el poder y “piedra angular de más de medio siglo de autoritarismo”.
Sin duda, Ávila Camacho es descrito como un democratizador infatigable, y los tres mandatarios, como industrializadores, creadores de instituciones, generadores de desarrollo económico y defensores de los intereses nacionales. Esta loable faceta, empero, se ve correctamente matizada con recordatorios acerca de la dimensión frívola y represora de Alemán, así como de la verticalidad inherente al autoritarismo: exclusión de actores políticos, manipulación electoral, etc. La corrupción también es referida -17 veces según mis cuentas-, pero mayoritariamente de forma indirecta al figurar como una percepción social o como denuncia de la oposición, y aun cuando la autora llegó a señalar su presencia extendida en la vida nacional, la sugirió como un aspecto hasta cierto punto secundario. Esta visión contrasta con la de académicos como Stephen Niblo y Stephen Morris, para quienes la corrupción no fue meramente un defecto aislado, sino mecanismo crucial y elemento constitutivo del régimen mexicano, sobre todo el poscardenista; de ahí que, opinaron, su análisis sea indispensable para entender el sistema.7 Roger Hansen, por su parte, declaró que la prioridad de la élite política del milagro mexicano no fue otra que el enriquecimiento personal.8 Frente a tal panorama, habría convenido un posicionamiento explícito de la autora a fin de calibrar, cual Jano, ambos rostros, el de estadistas y el de ladrones.
Tal ausencia, desde luego, no opaca ni demerita la investigación de Soledad Loaeza, cuya claridad, rigurosidad, originalidad, perspectiva amplia, riqueza de ideas, valiosos aportes y elogiable manejo de fuentes documentales e historiográficas seguramente contribuirán al esclarecimiento del “enigma” que representa dicho “espécimen singular”. Al cabo, es meta común para los estudiosos de la materia coadyuvar a una comprensión más profunda de aquel régimen tan estable y longevo que -apelo a los recuerdos de mi infancia en la década de 1990- incluso durante su declive a menudo fue descrito por sus mismos gobernados como eterno: un predominio que, para más mal que bien, jamás tendría fin.