En enero de 1848, unas semanas antes de que San Francisco dejara de pertenecer a México por la firma del Tratado Guadalupe-Hidalgo, se descubrió oro cerca de ahí. El episodio no solo cambió la historia de Estados Unidos y de su apetito expansionista, sino que fue el inicio de la formación de un eje comercial de largo alcance entre San Francisco y Panamá, lo que a su vez modificó “por completo el mapa de las comunicaciones y el comercio a nivel mundial” (p. 122). El libro de Karina Busto Ibarra inscribe en este eje el estudio del Pacífico mexicano, de sus puertos, sus transformaciones y de las redes de comunicación e integración que ocurrieron en un ciclo que pareció cerrarse hacia 1927.
Éste es un trabajo con amplitud de miras, que privilegia la perspectiva espacial, que lo hace en un arco temporal largo y sobre ese litoral del que a México le corresponden más de 8 000 kilómetros. No son frecuentes las investigaciones históricas en la academia mexicana que, desde un claro mirador geográfico, se plantean la comprensión de un proceso para un espacio extenso, más allá de las fronteras nacionales, sobre todo -pero no únicamente- por razones prácticas, por ejemplo, reunir y analizar sistemáticamente corpus bibliográficos dispersos y diversos.
Se trata de una investigación geográfica y económica, interesada en la historicidad de la globalización, en la construcción y funcionamiento de ejes de intercambio de largas y cortas distancias, los transportes, la tecnología, la historia empresarial, las redes y las regiones, el crecimiento y las cualidades de lo urbano y lo portuario. El de Karina Busto es un libro que participa de estas inquietudes, que establece diálogos con preguntas historiográficas compartidas en diversos ámbitos académicos,1 pero que tiene claramente un sello personal.
Los puertos se entienden aquí, por un lado, como centros desde los que se establecen relaciones marítimas y terrestres, y por otro, como piezas de un sistema dentro de un eje definido, preguntándose por sus tiempos. Todo lo anterior ha supuesto operaciones epistemológicas que están lejos de ser simples, que tienen detrás un trabajo teórico y empírico de gran envergadura y que no sólo son una ruta, sino uno de los aportes más notables por el nivel explicativo que otorgan, que además es susceptible de adaptarse a otras investigaciones. Hay que hacer notar que los puertos se estudian en plural, en conjunto. Ocuparse exclusivamente de los puertos principales pudo ser una tentación, pero la autora la evitó al encontrar que incluso los pequeños “tienen un papel central para el área que sirven” (p. 146) y cumplen funciones, así sea modestas, pero no siempre, con el resto de puertos.
El equilibro se consigue con la construcción de una sofisticada clasificación de los puertos (adaptación de un modelo de Brian Hoyle, pero con un camino analítico y expositivo propio) que atiende a variables puntuales, unas de tipo geográfico y físico, otras relacionadas con las comunicaciones y la infraestructura, aquellas que dan cuenta del volumen del comercio, el desarrollo industrial, la población, los servicios urbanos y el tamaño de su hinterland. De ella se desprende una jerarquía: nodos primarios (Mazatlán en México, además de San Francisco), dos puertos estratégicos (Acapulco y Salina Cruz, además de Panamá), cinco puertos secundarios (Guaymas, La Paz, Manzanillo, San Blas, Santa Rosalía), y siete puertos de escala (Altata, Bahía Magdalena, Ensenada, Topolobampo, Puerto Ángel, Tonalá y San Benito).
El libro se divide en tres partes: “El nuevo sistema portuario del Pacífico”, “La apertura del Pacífico” y “Dinámicas comerciales y navegación”, y nueve capítulos que componen un conjunto uniforme y ordenado en el que los puertos y las variables se van modulando, y en el que se van planteando temas y preguntas de gran relevancia. Los lectores pueden construir su propia ruta de viaje, pues aun variando el orden de exploración se puede distinguir lugares y distancias, problemas y claves de análisis.
A San Francisco, Mazatlán y Acapulco se dedican capítulos individuales (segunda parte) en los que se sigue, sin ser esquemática, su historia, su condición de puerto, el espacio urbano, el comercio, la infraestructura, las actividades económicas, su sistema bancario, hinterland y comunicaciones. Aunque no haya formado parte del territorio mexicano desde 1848, se subraya el papel central de San Francisco en el funcionamiento de todo el movimiento en el Pacífico, y se revisa con detalle su crecimiento explosivo y sostenido; vistas las cifras, llama la atención que esta ciudad se haya equiparado durante un tiempo, al final del siglo XIX, en cuanto al número de habitantes a la capital mexicana. El poder y la centralidad del puerto se dimensionan con las características que la autora analiza, con los acentos que coloca en la capacidad productiva de su región circundante, el desarrollo con cierta independencia de sus instituciones bancarias, la fortaleza de su industria y sus funciones de distribución, de entrepôt (depósito).
Guardadas las proporciones, Mazatlán fue también un nodo primario. Uno de los méritos del capítulo tiene que ver, además de con la revisión de fuentes originales y muy pertinentes (entre ellas estadísticas y notas de viajeros), con un trabajo de síntesis sobre una amplia bibliografía que, puesta a dialogar con las preguntas que se plantean, hace justicia a la importancia que en toda la segunda mitad del siglo XIX y aún después tuvo Mazatlán para el país, para el estado de Sinaloa y para una amplia región de la cual era centro. En un sentido similar, se destaca convenientemente la situación de Acapulco; durante el siglo XIX, dice, “no estaba viviendo una paralización irremediable”, que es la imagen que ha dominado (p. 250). A partir de 1848, se volvió “un eslabón significativo del entramado de rutas hacia California” (p. 251), sobre todo en su papel de depósito de carbón para la Pacific Mail Steamship Company, pero aun en las décadas anteriores mantuvo un movimiento marítimo constante.
Con el mismo lente se aproxima a otros puertos, su comercio exterior, su movimiento marítimo, el tipo de barcos: los hubo como Acapulco, que durante décadas no tuvieron ni muelle, ni astillero ni faro, pero eran importantes para el sistema, para su población y para sus regiones, unas más y otras menos fuertes. De hecho, Karina Busto defiende con sobrados argumentos “la importancia de las costas en la configuración del espacio nacional e internacional” (p. 404), y aporta pistas muy valiosas a un tema que hace varias décadas despierta grandes debates historiográficos, defendiendo la idea de que incluso a mediados del siglo XIX, con una red deficiente de transportes, “el territorio mexicano se encontraba más integrado de lo que generalmente se ha considerado” (p. 404).
El tema de las innovaciones tecnológicas ocurridas a partir de la mitad del siglo XIX en México y su impacto en las formas de comunicarse y mover mercancías se trata en un capítulo entero, en la primera parte, pero está presente permanentemente. Se ha enfatizado mucho en la relación porfiriato - construcción de ferrocarriles para explicar una etapa de dinamización económica, pero esta autora engarza al ferro carril con una serie de tecnologías que lo antecedieron, con esas piezas menos atendidas que fueron importantes y que generaron también aumentos productivos, de capital y de trabajo, como las diligencias, los telégrafos y los barcos de vapor. Confirma, y no es un asunto menor, que no hay una oposición entre los medios de transporte tra di cio nales y los modernos, ni hay -o no necesariamente- un atraso donde los primeros tienen mayor presencia, como lo comprueban en todas partes los enlaces entre la arriería y los caminos de herradura, con el ferrocarril y los barcos.
La tecnología no sigue un camino lineal, sino una lógica económica, de convivencia y complementariedad. La autora se pregunta por los momentos en que ocurrieron ciertos cambios, por ejemplo la sustitución o el predominio de los barcos de vapor sobre los de vela. A veces encuentra una fecha, 1898 para Mazatlán. En Acapulco (también en Altata, Topolobampo, Tonalá, San Benito) se prefirió a los vapores durante todo el período porque formaban parte de rutas de navegación internacionales. Admite, sin embargo, que en Guaymas, Santa Rosalía, Bahía Magdalena, Ensenada, los veleros no fueron sustituidos porque eran los más aptos para un puerto ligado a otros cercanos por el cabotaje.
Una pregunta que recorre el libro y que para el caso mexicano reviste una especial importancia. En un libro clásico de la historia urbana latinoamericana,2 José Luis Romero llamó la atención sobre las capitales y los puertos, (y en especial sobre las capitales que eran también puertos como Buenos Aires, Montevideo o Río de Janeiro) como los casos urbanos emblemáticos, los sitios de mayor actividad económica, las sedes de los grandes negocios, donde se reunían la mayor población, las mejores ventajas y la cultura urbana por excelencia. La de los puertos del Pacífico y del Golfo en México es una historia notablemente distinta. Condenados por su insalubridad, al menos hasta las primeras décadas del siglo XX, tuvieron (y de alguna manera conservaron) lo que aquí proponemos nombrar “ciudades de resguardo”, donde sus comerciantes y pobladores vivían una parte del año, una relación sobre la que hubiera convenido poner ciertos acentos en el libro. Tepic respecto a San Blas, Colima en el caso de Manzanillo, Tapachula para San Benito, Tehuantepec para Salina Cruz.
Sólo a partir del segundo tercio del siglo XX el turismo y el mejoramiento de sus condiciones hicieron de muchos puertos ciudades por sí mismas, como suelen entenderse. Lo que había antes era una figura que es difícil conceptualizar como urbana o como puerto, aunque debe subrayarse que era ambas, como Manzanillo o San Blas, que no alcanzaban los 2 000 habitantes en 1910, pero en las que se cargaban y descargaban mercancías, recibían gente, estaban en contacto mar adentro y mar en fuera. Hubo excepciones, por supuesto, principalmente Mazatlán y Guaymas y en alguna medida La Paz, Acapulco y la propia Salina Cruz, pero la autora acierta al subrayar que no siempre hay una relación entre el comercio exterior o la navegación y el crecimiento urbano. Lo anterior se confirma si pensamos en la relación inversa, centros urbanos convirtiéndose en puertos, como Santa Rosalía y La Paz, cuyo crecimiento demográfico se asociaba a las actividades mineras más que a las portuarias.
En términos de lo urbano en el libro, la perspectiva y la ruta que se sigue en el libro es altamente explicativa de la suerte, las variaciones y los cambios que ocurren en una ciudad, es decir, un puerto, cuando se altera el funcionamiento del eje o sistema en que está inscrito. Desde algún punto de vista se extrañan algunas inmersiones más profundas en el espacio urbano, por ejemplo sobre su traza (solo hay un plano con ese detalle), lo mismo que una revisión más amplia de sus condiciones de sanidad y los importantes proyectos de infraestructura que se implementaron en algunos de ellos. No es que no se traten, quizá se hace de una manera acorde al equilibrio del conjunto, pero se extraña acaso una mayor atención dada su relevancia.
Ahora bien, el espacio temporal estudiado plantea interpretaciones y preguntas de fondo. El punto de partida está puesto en 1848, cuando se inició la formación del eje comercial entre San Francisco y Panamá. Para entonces los movimientos sobre el Pacífico tenían ya una larga historia que no se desconoce aquí, pero sobre la cual se identifica un corte, una fecha que define con claridad el inicio de un ciclo distinto, en el que Estados Unidos cobró protagonismo y fue desplazando el predominio inglés sobre sus aguas. ¿Qué ocurrió hacia 1926-1927 para proponer esa fecha como el cierre del periodo, de una época? Karina Busto encontró un asunto mayor: el movimiento comercial se desplomó en casi todos los puertos del Pacífico mexicano. No parece que la autora tenga una posición contundente sobre las razones, pero ofrece innumerables pistas que, sumadas, tienen sentido y confirman su propuesta. Una tiene que ver con la crisis económica internacional y el agotamiento del modelo liberal, es decir con la disminución de movimiento en todo el sistema. Otra, con el cambio tecnológico, por ejemplo, el de la sustitución del carbón por los derivados de petróleo, que dejaron de hacer necesarias las escalas de los grandes buques en los pequeños puertos. Una más, con lo que la autora identifica como una “nueva configuración espacial del territorio mexicano” (p. 401), que implicó un flujo mayor de comercio exterior e interior por la vía terrestre, además del protagonismo que tomó el primero en sus rutas con Estados Unidos.
Vista esta historia en perspectiva, una de las lecturas del libro apunta a distinguir un éxito desigual, relativo y casi efímero de los puertos del Pacífico mexicano. Entendido su funcionamiento sistémico dentro del eje San Francisco-Panamá, todos tomaron parte, muchos se activaron, algunos mejoraron su infraestructura, pero al final no lograron consolidarse. Llaman especialmente la atención los casos de Manzanillo y Salina Cruz, dos de los puertos que recibieron un impulso especial en el último tramo del gobierno porfirista. El primero apenas superaba en 1920 los 2 000 habitantes y sus obras de mejoramiento se suspendieron una y otra vez. Salina Cruz fue un buen puerto entre 1907 y 1914, con “servicio excelente” y un movimiento alentador (p. 389), pero fue víctima del éxito del canal de Panamá en lo particular y de toda la recomposición del eje en lo general.
Hace algunas décadas Bernardo García Martínez escribió que la actividad portuaria mexicana “es bien raquítica”. “El comercio es poco. La pesca es pobre y mal organizada, con escasos recursos y barcos inapropiados. No hay, en fin, una verdadera vida marítima, ni verdaderos hombres de mar”.3 Estas palabras podrían desalentar a cualquiera a emprender una investigación de largo alcance sobre el Pacífico mexicano. Afortunadamente Karina Busto la emprendió, y su libro muestra contundentemente que, con todo, los puertos son fundamentales en la comprensión de México (y creo que Bernardo García la compartiría). Más importante, nos enseña las particularidades que tuvieron entre 1848 y 1927, cuando formaron parte de un eje comercial de largo alcance y fueron nodos de integración marítima y terrestre. Siguen faltando trabajos en perspectiva histórica sobre los puertos mexicanos a partir de la década de 1930, fecha en que éste se cierra, pero por lo pronto este libro es una pieza muy valiosa en el camino de buscar una urgente síntesis sobre su historia hasta el presente.