Umbrales culturales: senderos para la paz
La otredad se configura como oquedad, vacío, fuga. Quizá por ello sea tan difícil descentrar nuestros saberes, formulados desde una episteme occidental como países colonizados. Corea constituye una nebulosa, es el Otro, el ajeno, el distante. Adentrarse en su cultura, en este caso literaria, teatral, es lanzarse en caída libre. Me refiero a que es tal el distanciamiento que hemos introyectado entre las culturas orientales y las occidentales que, en principio, pareciera que es imposible tender puentes entre visiones diversas del mundo. Sin embargo, hoy por hoy, Byung-Chul Han nos invita a reflexionar acerca de estos distanciamientos desde su conceptualización de los umbrales, en el contexto de homogenización que vivimos a partir de la globalización.
Los tiempos en los que existía el otro se han ido. El otro como misterio, el otro como seducción, el otro como eros, el otro como deseo, el otro como infierno, el otro como dolor va desapareciendo. Hoy, la negatividad del otro deja paso a la positividad de lo igual […] La expulsión de lo distinto pone en marcha un proceso destructivo totalmente diferente: la autodestrucción (Han 2017, 9-10).
Con base en lo anterior, en este ensayo propongo que atendamos los planteamientos de Byung-Chul Han para colocarnos en los umbrales de lo des/conocido. Me refiero tanto a la cultura coreana como a la dramaturgia de esta región, y en particular a la de Choi In-Hun, desde la deixis que me (nos) construye y según la mirada occidentalizada que predomina en Latinoamérica, donde Oriente es un misterio exótico (así lo destaca, por ejemplo, el Modernismo de finales del siglo XIX). Salir de nuestra mismidad para hallar lo distinto nos angustia porque tememos a lo amorfo. No obstante -sugiere el filósofo coreano-, sentimos terror de lo igual, así que en los albores del siglo XX procuramos conocer lo diferente, lo distinto, pero eso mismo nos llevó a la angustia de perder nuestra mismidad. Por lo tanto, nos mantenemos en la zona de lo conocido.
Si acaso exploramos otras realidades, señala Han (2017, 18), lo hacemos favoreciendo una hipercercanía y sobreiluminación que nos provoca una aproximación -dice- pornográfica, en la que los cuerpos (las otredades) se tornan “la verdad desnuda y pornográfica [que] no permite ningún juego, ninguna seducción”. Y, por ello, fomentamos la homogeneidad, donde “la expulsión de lo distinto genera un adiposo vacío de plenitud”.
Retomo estos planteamientos porque, en una época en la que tenemos acceso a casi todo tipo de información desde la pantalla de nuestra computadora, se nos diluye lo diverso por este temor a dejar lo conocido. De ahí que adentrarnos en los umbrales, habitarlos y explorarlos, constituya una manera de recuperar nuestro derecho a la pluriuniversalidad, rompiendo así el mandato de la universalidad. Han (2017, 57) sugiere que explorar los umbrales es desvincularse de la negatividad de lo distinto, por lo que
El miedo se produce también en el umbral. Es una típica sensación liminar. El umbral es el tránsito a lo desconocido. Más allá del umbral comienza un estado óntico totalmente distinto. Por eso, el umbral siempre lleva inscrita la muerte […] Quien traspasa el umbral se somete a una trasformación. El umbral como lugar de trasformación duele.
Con base en las ideas de Han, propongo que la indagación en los umbrales culturales de la literatura coreana, en especial de la dramaturgia, ofrece la posibilidad de des/colonizar nuestras epistemes, vivir el trauma de someternos a una transformación, leer al otro en su pluralidad, no para ser el otro sino con la finalidad de favorecer un diálogo, un encuentro desde lo diverso (no lo diferente que sugiere oposición, distancia, incomunicación). De ahí que la dramaturgia oriental, en este caso coreana, y la de Choi In-Hun en especial, sea un camino para iniciar acercamientos dialógicos en términos bajtinianos. Según esta concepción, en una sociedad basada en encuentros de choque, bélicos, donde la censura, la violencia y las distancias se imponen, la literatura da oportunidad de crear vínculos desde su tesitura dialéctica en los umbrales culturales que se intersecan, y también de socavar el paradigma de la mismidad e integrar un modelo cultural basado en el reconocimiento de la pluralidad en lo universal; ello nos encamina hacia una cultura de la paz basada en el reconocimiento de lo complejo y la superación del miedo a lo distinto.
Choi In-Hun: dramaturgia como bien social cultural
Si bien la literatura coreana posee una larga tradición en los diversos géneros literarios, en el caso de la dramaturgia se consiguen, por desgracia, muy pocos textos traducidos.2 Uno de los escasos autores que podemos citar en español es Choi In-Hun (Corea del Norte, 1936-Corea del Sur, 2018), que al comienzo de la guerra de Corea (1950) huyó a Corea del Sur en un barco norteamericano. Destaca tanto en la narrativa como en la dramaturgia. Ingresó a la carrera de derecho en la Universidad Nacional de Seúl (1952) y, a un semestre de concluirla, se alistó en el ejército. Se dedicó a ser intérprete de inglés hasta 1963. De 1977 a 2001 fue profesor de Creación Literaria en el Instituto de Artes de Madrid.
Su trayectoria en las artes se inició cuando servía en la milicia. Tal como sucede con otros autores de esa época, uno de los tópicos clave en su obra es la guerra de Corea. Explora los enfrentamientos ideológicos que dejó el conflicto en los surcoreanos. Su novela más conocida es Kwangjang 광장 [La plaza] (1960),3 cuya trama se ambienta una vez acaecida la revolución estudiantil, movimiento que derrotó al presidente Syngman Rhee In-hun. Fue uno de los primeros autores en publicar casi de inmediato luego de estos acontecimientos históricos, por lo que se le asocia con la nueva era de la literatura coreana moderna. Entre los reconocimientos que obtuvo se pueden citar: premio literario Dong-in (1966), premio al Mejor dramaturgo de Corea en los rubros de teatro y cine (1977), premio en la categoría de Arte del diario JoongAng (1978), premio de los Críticos de teatro de Seúl (1979), premio literario Isan (1994) y premio de Alumno Distinguido de la Escuela de Derecho de la Universidad Nacional de Seúl (2004).
En relación con su teatro, destacan la antología Tres obras de teatro coreano (2007, traducida al español por Na Songjoo), Eodieseo dasi mannalkkayo? 어디에서 다시 만날까요? [Dónde nos volveremos a encontrar] (1970) y Yesnal yesjeog-e 옛날 옛적에 Érase una vez (1976).4 Si es difícil hallar sus obras en español, más complicado es encontrar estudios que aborden su trabajo, aun cuando se trata de un autor tan relevante de la cultura coreana. En este ensayo me propongo hacer una cala en su antología Tres obras de teatro coreano, pues considero que la literatura dramática es uno de esos bienes culturales sobre los que requerimos reflexionar para acercarnos a los filones de la pluriversalidad del pensamiento universal, y si nos interesa la cultura coreana, es indispensable intentar una investigación en esta arista.
Choi In-Hun posee una clara conciencia del alcance de sus trabajos poéticos al integrar problemáticas de carácter social e histórico. Escribe: “¿No es necesario mejorarlos si son considerados patrimonio cultural de la humanidad?”. Aun cuando sus obras observan la realidad concreta, el autor propone una especie de ideario estético, en el que lo ético no se desdibuje. En una entrevista concedida a Yang-Hwan, le comenta:
Tampoco puedo decir que en mis obras he reflejado la realidad tal como es. Pienso que he creado una ‘realidad interna’ o un ‘tiempo y espacio imaginativo’ mientras comparto realidades del mundo contemporáneo. Espero que no mires demasiado mi aspecto como escritor de un periodo turbulento, sino más bien el mundo literario de mi obra.
Y a continuación se confiesa atento a las voces que lo circundan: “Deben convivir opiniones diversas. Dicen que vivimos en un mundo ruidoso, pero ¿no vale más la pena vivir por todos los ruidos?” (Yang-Hwan 2008).
Sabemos que la dramaturgia es un género que data de la Edad Media, tal como lo menciona Cortines (2007). Alude a “las fiestas de máscaras, sobre todo las celebradas en el pueblo aristocrático de Hahoe con ocasión de la llegada de la primavera, para escenificar agresivas y cómicas obras de teatro en las que se criticarán los abusos de las clases dominantes” (74). Es evidente que la vena crítica se halla en los orígenes de los escenarios coreanos. Ya en el siglo XX, el presidente Rhee Syngman legisló a favor del National Folk Arts Contest (1958), y en 1962, el presidente Park Chunghee creó la Cultural Property Protection Law, debido al interés del pueblo coreano en destacar su herencia cultural intangible. CedarBough Saeji (2012, 47) señala que “los dramas de danza de máscaras se enumeran en la Ley de Protección de la Propiedad Cultural (CPPL) de 1962 del gobierno coreano como ‘propiedades culturales intangibles importantes’”, y agrega: “tradicionalmente, los dramas de danza de máscaras se realizaban durante las fiestas significativas, como Baekjung, Dano, Daeboreum y Chuseok” (151), celebraciones que se vieron afectadas por la ocupación japonesa en la primera mitad del siglo XX. Estas representaciones se caracterizan por dos rasgos centrales, según Saeji: el humor y los elementos rituales.
De acuerdo con Young-suk (2018, 132), el “teatro tradicional de Corea, el Changgeuk, que se basó en el Pansori, fue creado a principios del siglo XX cuando las culturas del Asia Oriental y Occidental se entremezclaron para producir una nueva cultura”. Este investigador ofrece un recorrido, desde el siglo XI hasta el XX, por el teatro de Corea, Japón y China, y menciona que es un género poco cultivado en esa región y que nació unido a la danza y el canto. Identifica cuatro variantes para el teatro chino en el siglo XI con el nombre de Xiqu 戲 曲 (ópera china): Zaju 雜 劇 [teatro de variedades], Nanxi 南戲 [drama del Sur], Kunqu 崑曲 [ópera Kunqu] y Jingju 京劇 [ópera de Beijing]. Para el caso de Corea, destaca que el teatro tradicional (de máscaras, de títeres, el pansori, la ópera, entre otros) se formó a partir del proceso de modernización del país (135). Young-suk comenta:
Los espectáculos tradicionales como el Canto y Danza de la Corte Real, las diversas artes musicales y escénicas, Sanakbaeghi, danzas de máscaras, Talchum y varios juegos populares del pueblo [sic], espectáculos de muñecos como el teatro de títeres, el Koktukgaksi Nori, se desarrollaron temprano, aunque las obras teatrales de carácter integral como el teatro tradicional chino y japonés no pudieron desarrollarse (147).
El desarrollo de las ciudades a mediados del siglo XVII propició el fortalecimiento del teatro coreano porque se recuperó el pansori, “un tipo de arte oral y escénico en el cual el artista recita el canto y la narración, y que ganó popularidad entre todas las clases sociales con el surgimiento de cantantes y cuentacuentos profesionales”. Por otra parte, en los siglos XIX y XX el contacto con la cultura occidental motivó la emergencia del changgeuk, “teatro tradicional que integra las formas del canto del Pansori, y del teatro realista” (Young-suk 2018, 148). En 1902 se construyó el primer recinto teatral moderno en Corea, Hyeopyul-sa, donde la función inaugural la llevaron a cabo “mujeres coreanas dedicadas al entretenimiento, Gisaeng, así como los cantantes y cuentacuentos que estaban a cargo de cantar y bailar en la corte real” (149).
El changgeuk se distancia del pansori en consideración a que “es un teatro expresado por la forma de hablar en la voz del personaje, es decir, es un arte en el cual el actor imita las acciones del personaje de la obra teatral en un escenario decorado como un espacio real” (Young-suk 2018, 151). Incorpora varios personajes y una voz narrativa que enlaza las acciones de un acto a otro. Este incipiente formato se vio afectado por la ocupación japonesa (1910-1945), ya que se impusieron las formas teatrales de los colonizadores, se utilizó el japonés en lugar del coreano, y surgieron los espectáculos teatrales occidentales. Won-Jae (2004) detalla las condiciones del teatro en Corea de 1919 a 1940, durante la ocupación japonesa, y destaca la participación de los estudiantes universitarios en la búsqueda de un teatro moderno, pero siempre bajo el yugo nipón.
En este contexto del llamado “teatro moderno”, posterior a la liberación de Corea del imperio japonés, de la guerra coreana emergió la dramaturgia de Choi In-Hun, por lo que no parece necesario justificar aquí la relevancia de estudiar y divulgar un género literario y de las artes escénicas tan afectado por los hechos culturales, sociales, políticos y económicos que han aquejado a Corea del Sur.5
Umbrales en la trilogía teatral de Choi In-Hun
Ricardo Sumalavia6 menciona que es importante no valorar estos textos desde los parámetros que nos han impuesto en una educación occidentalizada. Es decir, analizar la dramaturgia coreana de Choi In-Hun no es lo mismo que analizar la de Shakespeare; son manifestaciones diversas de la creatividad humana que no pueden ser examinadas ni aprehendidas de la misma forma. Así, pues, evitaré caer en comparaciones, porque no es el objetivo en este momento.
En este texto me ocupo de la primera de las tres obras que conforman la trilogía de In-Hun: “En tiempos lejanos”, “Cuando la primavera llega a las montañas y a los valles” y “Dónde nos volveremos a encontrar”, traducidas al español por Na Songjoo y revisadas por Lilliam Moro en 2007.
Debo asumir mi temor a lo distinto cuando me acerco a esta dramaturgia, ya que la formación académica que se nos imparte suele responder a lo que señala Han (2012, 26), siguiendo a Foucault: “la sociedad disciplinaria es una sociedad de la negatividad. La define la negatividad de la prohibición”. Es decir, se nos cincela con un temor a lo desconocido y se nos prohíbe explorarlo, y ello impide que accedamos al conocimiento ya generado y, sobre todo, que produzcamos nuevos aportes. Enseguida comentaré el argumento y algunos elementos culturales de “En tiempos lejanos”, de Choi In-Hun.
“En tiempos lejanos”… el tartamudeo de lo distinto
Choi In-Hun es la punta del iceberg. La dramaturgia coreana se traduce poco al español, de ahí que el acceso a la obra de este autor sea limitado, aunque su novela La plaza favorece el acercamiento. Los estudios acerca de su trabajo literario tampoco son fáciles de encontrar. En la búsqueda realizada, sólo obtuve mínimas referencias y un trabajo de fin de grado: “Análisis de la literatura coreana de la posguerra a través de La plaza de Choi In-Hun”, de Manuel Román Fernández (2018).
Mauricio Chaves dice acerca del teatro de Choi In-Hun que:
Se constituyó en un referente del teatro coreano, desmarcándose de los temas políticos tradicionales para crear realidades imaginadas donde el sueño y la fantasía se entrecruzan con el mundo de la vigilia y abren la perspectiva para explorar elementos propios de la condición humana: la alienación, la pérdida de identidad o el desarraigo de la tradición (Chaves 2017, 188).
Insertarse en el universo dramatúrgico de Choi In-Hun desde la mirada occidental implica explorar los umbrales a los que me referí. Considero que las tres obras que integran el volumen se acercan más al formato del changgeuk, con una voz narrativa que guía al lector/espectador en el universo de los dilemas humanos que agobian a los personajes de los textos.
“En tiempos lejanos” aborda la problemática de una pareja de campesinos que se enfrenta a la disyuntiva de entregar a su hijo recién nacido a las autoridades del reino, pues se ha desatado una sequía que sólo se evitará si encuentran al monstruo, en el cuerpo de un menor de 10 años, que deambula por la región. La trama se basa en una leyenda de la provincia de Pyoganbukdo, ubicada en Corea del Norte. El texto ofrece un resumen al inicio y luego informa del desenlace, por lo tanto, no se trata de un misterio por develar, sino de vivir la creciente angustia que se va apoderando de los padres, que prefieren cometer infanticidio antes que entregar a su primogénito.
La obra nos coloca en el discurso de relatos arcaicos semejantes a los de Las mil y una noches, “érase una vez…”. El distanciamiento espacio-temporal favorece la transición del lector de una forma segura por la tragedia anunciada. Lo hacemos desde el tartamudeo que distingue al padre, rasgo por el que insistentemente se pide respeto en las acotaciones. El retraso de la información debido a esta condición del padre refuerza el azoro de la pareja conforme se revela que su hijo es el monstruo que el gobierno está buscando capturar y matar. Sólo de esta manera se restablecerá el orden natural y social.
La acotación inicial señala que “la interpretación de los actores no debe ceñirse a límites demasiado racionales: podrán actuar despacio, tartamudear y sus movimientos serán lentos, y deben ser dirigidos como si fueran títeres” (In-Hun 2007, 10). A partir de esta indicación, planteo que el miedo a lo diferente que menciona Byung-Chul Han nos coloca en los umbrales de la alteridad cultural: leyendas coreanas y dramaturgia moderna que, desde la mirada occidental, requieren un acercamiento paulatino. De ahí que el tartamudeo, la demora en terminar las palabras y la acción permiten explorar un universo cultural al que no estamos habituados, y hallar, al final de la obra, que, en sus particulares rasgos culturales, se refiere a un relato que afecta no sólo al mundo coreano, sino que se extrapola a cualquier otra latitud, mentalidad u orientación religiosa, en la medida en que pone en el escenario la vulnerabilidad de una pareja frente al poder autocrático del Estado.
La obra se divide en cuatro actos y cada acto en escenas, en las que la verdad se descubre a los padres: su hijo es a quien busca el gobierno y, de acuerdo con las leyes que imperan, deben entregarlo a las autoridades. Empero, ellos, además de amar a su bebé, lo necesitan como apoyo para la subsistencia familiar y, conforme crezca, como el encargado de velar por ellos en su vejez. Luego de corroborar la situación, deciden, con ese tartamudeo simbólico del padre, retrasar la solución al conflicto con el gobierno y a su dilema humano.
Detrás de esta situación se percibe en la obra una crítica a las condiciones laborales y a la extrema pobreza en las que se encuentra la población. La esposa, aun embarazada, procura cederle al marido la poca comida que tienen, para que recupere fuerzas después de una larga jornada de trabajo en el campo. Él, que ha traído la semilla para la siguiente temporada de siembra, insiste en que sea ella la que se alimente:
El Marido: No pa-sa na-nada-da. De-cu-cualqui-quier ma-ma-nera, al fi-fi-nal, te-endre-mos que de-vo-volvér-se-lo al du-due-ño de la ti-tie-rra cu-a-ando lle-lle-gue el o-oto-ño. Po-o-or lo me-me-nos, to-to-oma-are-mos un pla-a-tito ca-calenti-to a-aun-que se-ea. Te-e lo pre-epara-ré en se-egui-da (In-Hun 2007, 13).
La pareja forcejea un poco, ella se niega a alimentarse, él insiste en que lo haga. Al final derraman el cuenco de las semillas, lo que agudiza la condición precaria que atraviesan y a la que ha de arribar el hijo al nacer. Para colmo, se cuenta que en el granero del pueblo las autoridades atraparon a unos ladrones y uno de ellos fue decapitado:
LA ESPOSA: ¡O se muere de hambre o se es decapitado!
EL MARIDO: Se re-re-e-ebeló co-co-ontra el go-go-obierno para so-soso-o-brevivir, pe-pe-pero de qué sirve si uno a-a-acaba mu-u-erto a-así (14).
El contexto en que se hallan es de gran opresión por parte del gobierno, como lo evidencia el fragmento citado, y a lo anterior se suma el crudo invierno que atraviesan, la imposibilidad de poseer tierras de labranza propias, el hambre que los atenaza y los mantiene en un desasosiego continuo. El único pensamiento que los anima es el hijo o hija por venir.
A partir del segundo acto se escucha una nana que la esposa entona para calmar el hambre del niño recién nacido. Ella no puede alimentarlo debido a que está seca. La tensión va en aumento ante la imposibilidad de procurarle alimento al bebé, que lo exige mediante un intenso y continuo llanto. La canción de cuna presagia un fatídico desenlace:
Mi pequeño, buen niño crece sin tomar leche.
El bebé llorón será un bandolero
cuando sea mayor.
El ladrón, en el mundo,
nunca estaría seguro.
Clavada en una pica
estará su cabeza frente al palacio.
El cuervo y la urraca lo picotean,
“¡Me hace daño, mamá!”
Su destino sería siempre llorar,
pero esta historia es de otro niño,
pero del mío no la será (In-Hun 2007, 20).
En esta poesía popular se sintetiza la problemática de la pareja, el temor a la muerte del hijo. La tensión se incrementa cuando la vecina, en un aparente acto de solidaridad (sororidad), le comparte jalea de bellota y salsa de soja a la recién parida. En ese momento emerge la voz popular que pone en la palestra el dilema comunitario que atañe a todos.
La vecina: […] Se dice que cuando un caballo alado aparece, es porque un enviado del cielo ha nacido en algún lugar de esta zona.
[…]
La Vecina: Pues mi difunta abuela me dijo que tiene escamas por todo el cuerpo y alas en los sobacos.
La Esposa: ¡Entonces mi bebé no lo es!
La vecina: Claro que no. Y también me dijo que puede caminar desde que nace.
La Esposa: Mi bebé ni siquiera puede moverse de un lado a otro, así que supongo que él no lo es (se ríe).
La Vecina: Desde luego que no. Pero si un hombre superior naciera en nuestro pueblo, se mataría a sí mismo y también a sus padres y el pueblo entero se arruinaría completamente (In-Hun 2007, 22).
Este diálogo remite a la figura mitológica norcoreana del Chollima, caballo alado, que el gobierno comunista estableció como metáfora del proyecto de nación que deseaba impulsar después de la guerra de Corea. En la provincia de Pyongyang se pueden hallar múltiples esculturas que recuerdan a ese ser mitológico, a partir del cual se promovió el movimiento Chollima, que estimulaba la sobreproducción por iniciativa de los propios obreros. El presidente Kim Il-sung propuso el eslogan: “Correr con la velocidad del Chollima”.
El 15 de abril de 1961 se erigió una estatua de 46 metros de altura por 16 de largo que representa al Partido de los Trabajadores de Corea, es decir, a la clase obrera. La vecina, en la obra, remata el presagio con la advertencia del gobernador: “dijo que si el caballo alado llora, nacerá un hombre superior. Por eso ha ordenado a los soldados registrar cada casa para ver si encuentran a un niño menor de diez años con una característica especial, y que siendo así se lo lleven” (In-Hun 2007, 23).
El símbolo del caballo alado anuncia el fin del gobierno autocrático, de soportar la represión contra el pueblo, de las violencias contra la población, una apuesta del gobierno a que los vecinos de la comunidad se enfrenten entre sí para socavar las posibles alianzas de solidaridad entre ellos. Si bien un símbolo nace para unir una colectividad, Han (2020, 7) afirma: “Al ser una forma de reconocimiento, la percepción simbólica percibe lo duradero. De este modo el mundo es liberado de su contingencia y se le otorga una permanencia”. Sin embargo, aquí el símbolo asegura la continuidad de la clase en el poder, mientras que el pueblo sigue siendo explotado y diezmado en aras de evitar un cambio que afecte los intereses de quien domina.
A pesar de ello, la comunidad se sostiene en los rituales, dice Han (2020, 8): “En el marco ritual las cosas no se consumen ni se gastan, sino que se usan. Por eso pueden llegar a hacerse antiguas […] La pérdida de lo simbólico y la pérdida de lo ritual se fomentan mutuamente”. Así que, en la obra de Choi In-Hun, los personajes se distancian del ritual comunitario para sobrevivir y salvar al que nace destinado a acabar con un orden opresor.
Esta leyenda, en apariencia, rescata las narrativas simbólicas del pueblo coreano, algo relevante de por sí, pero además coloca en el foco público el dilema por el que atraviesan los personajes. El resquebrajamiento de lo colectivo se impone de manera paralela a “la desaparición de los símbolos y remite a la progresiva atomización de la sociedad” (Han 2020, 10). Todo con el fin de producir a favor de la clase en el poder. Y, sin embargo, la obra misma trata de lo contrario, se refiere a los rituales que cohesionan o impactan de modo negativo a la comunidad como una forma de contrarrestar las propuestas globalizantes que buscan lo homogéneo en detrimento de lo diverso.
“En tiempos lejanos” alude a una leyenda cooptada por el gobierno comunista de Corea del Norte, pero también a una dramaturgia que subvierte el orden al partir del mismo símbolo para, en apariencia, narrar una leyenda. Sin embargo, se aprecia cómo la pareja se sostiene en la convicción de proteger a su comunidad, conservar la vida del hijo y no sacrificarlo a los intereses de los hacendados. La fuerza de los rituales, sin embargo, no salva la vida del niño, pero les permite a los padres no enajenarse a favor del modelo de producción que impone el gobierno. “El silencio no significa otra cosa que detención de la comunicación. El silencio no produce nada” (Han 2020, 15). La sociedad se aísla por temor al régimen genocida y los intereses se adhieren al poder en relación con la condición de pauperización de la sociedad.
Mientras, la voz que se va imponiendo es la del bebé: “Con una voz como megáfono, como un eco: ¡Tengo hambre!” (In-Hun 2007, 36). El reclamo de justicia, de equidad e igualdad se enuncia. Y, a pesar de que el padre asfixia al hijo, la fuerza del símbolo se impone: autonomía, libertad, existencia. No sin cobrar otra vida: la madre, que se suicida ahorcándose.
La fuerza de los rituales: epistemes transformantes
Con base en esta historia y su desenlace, retomo las palabras de Byung-Chul Han (2017, 14): “El conocimiento resulta transformante. Genera un nuevo estado de conciencia. Su estructura se asemeja a la de una redención. La redención hace más que resolver un problema: traslada a los necesitados de redención a un estado óntico completamente distinto”.
Transitar los umbrales de la otredad desde la dramaturgia de Choi In-Hun no sólo favorece el acercamiento a paradigmas culturales diversos, sino que también, a partir de lo poético del texto, atiende a la realidad sociohistórica del pueblo coreano y permite el hermanamiento universal al descorrer los telones del poder, del autoritarismo, y favorecer el triunfo de quien se atreve a enunciar y denunciar las injusticias sociales. Esta habilidad estética para exponer las deudas de los gobiernos con sus pueblos desde una narrativa que se asemeja al género changgeuk permite reforzar los lazos de solidaridad universal entre las clases oprimidas, pero no en respuesta a un interés enajenante de un proyecto de nación, sino desde las auténticas demandas de los más desprotegidos. Y en ello reside la fuerza de la palabra, la fuerza de la literatura, de los rituales, de lo social, de lo ético, en no dejarse vencer por el poder.
La literatura coreana se constituye, por tanto, en una embajadora cultural que, desde su potente discurso, genera el interés de tender lazos de encuentro y de dialogar en los umbrales culturales pluriversales, y favorece asimismo una cultura de paz entre los pueblos. Por ello, preservar las políticas de intercambio cultural de cada país, en este caso referidas a la literatura, permite potenciar o frenar el conocimiento de una u otra nación, de ahí que Suppo y Leite (2004, 171-172) señalen que “La política cultural es un poderoso instrumento con diferentes posibilidades de usos y ventajas […] [que integra] un conjunto de acciones planeadas para amparar y/o fomentar los vínculos entre las naciones”. En el caso de las letras coreanas, es evidente que hace falta impulsar dichas relaciones para lograr un diálogo intercultural que faculte, en estos tiempos globalizantes, el acercamiento entre países en apariencia distantes, pero que se hallan interconectados por diversos puntos. Las nuevas tecnologías dan la oportunidad de que esas aparentes lejanías se reduzcan y de que la cultura, como bien intangible, sea compartida ampliamente con otros pueblos.
Destaco la necesidad de impulsar los estudios en torno a la literatura y la dramaturgia coreana en México, pues a decir de Mora Garduño, Sang Cheol y Hernández Cueto (2018, 35), con los trabajos que desde Latinoamérica se dediquen a Corea del Norte y Corea del Sur, “el desarrollo de investigaciones sobre temas poco abordados, tales como la lingüística, la filosofía, la educación, entre otros, conducirá a la divulgación de un saber integral de la península coreana”. Estos autores mencionan que, en las áreas de estudio exploradas sobre las Coreas, sólo hallaron 13 trabajos vinculados al arte y la literatura, de los cuales ocho correspondían a investigadores mexicanos. Este artículo ha procurado sumarse a esta nómina, al considerar que se requiere la difusión de las letras coreanas en nuestro país.