No es menos luz la centella por cegar sólo un momento Alfonso Reyes (1963, 158)
Introducción: el pueblo de Djenné y su mezquita
En África subsahariana, al sur de Malí, se sitúa Djenné, una ciudad minúscula emplazada en un fragmento de tierra ceñido al delta del río Níger. Esta circunstancia geográfica ha limitado su crecimiento y, en consecuencia, su tamaño permanece estable a pesar del paso del tiempo. Construida prácticamente toda de adobe y labrada sin muchas herramientas más que las propias manos, la ciudad adquiere una apariencia característica, resultado de la conjunción entre la geometría orgánica de sus edificios, la traza irregular de sus senderos y la conformación de un paisaje monocromo.
En el centro de la localidad se erige una mezquita, epicentro no sólo geográfico sino también social e identitario. Entenderla como un lugar de culto islámico permite distinguir su singularidad, no menos que lo complejo de su historia (Joy 2016, 65-67). Este edificio permite la confluencia de dos ámbitos -sólo en apariencia contradictorios- que terminan por reforzarse mutuamente, auspiciados por una religión cuyas expresiones arquitectónicas se han mostrado siempre prestas a los sincretismos. Si bien las técnicas indígenas de construcción resguardan las prescripciones de toda mezquita y logran -no sin ciertas adecuaciones- un resultado favorable, sucede lo mismo en sentido contrario, ya que los preceptos mismos del Corán permiten, e incluso alientan, la austeridad de una expresión como ésta.1 Así es como la mezquita de Djenné encarna claramente el encuentro entre dos fuerzas con una amplia inercia histórica: el conocimiento del paisaje y las habilidades emanadas de ello, por un lado, y la herencia artística de los frutos intangibles del pensamiento, por otro.
A pesar de su peculiar apariencia, la mezquita de Djenné no es menos íntegra que aquellas que cunden en otras partes del mundo. Su composición permite reconocer cabalmente una obra del islam, por cuanto responde a sus necesidades espaciales y preceptos espirituales. Como sucede en cualquier otra mezquita, la quibla rige toda la traza del edificio y lo orienta hacia La Meca. En esta disposición, la fachada principal resulta fácilmente identificable porque frente a ella se sitúa la plaza central de la ciudad, pero también por tener adosados al muro tres robustos paralelepípedos que conforman los minaretes. De entre éstos, el central contiene el mihrab. Hay también una sala de oración cerrada (haram) a la que se une un patio abierto de planta cuadrada (sahn) confinado en sus tres costados restantes por un corredor techado (riwaq).
Pese a los elementos típicamente islámicos que se retoman, la mezquita de Djenné tiene ciertas peculiaridades que la distinguen de otros ejemplares concebidos bajo el mismo dogma, pero en diferentes lugares. Una de ellas es la ausencia de cúpulas, uno de los elementos que más favorece los sincretismos con otros estilos arquitectónicos2 y que mejor permite distinguir la época y la región donde se ubica un edificio de esta clase. Prácticamente, también carece de ornamentos típicos islámicos, como la caligrafía, los arabescos o los trazos geométricos -sin mencionar otros elementos tridimensionales, como los mocárabes o los patrones en bajorrelieve-. Estas presuntas omisiones, sin embargo, no resultan críticas, ya que la sociedad de Djenné ha conseguido sobrellevar adecuadamente su culto. Al final, esta mezquita es el más claro ejemplo de una arquitectura islámica que ha sido reducida a sus componentes más esenciales sin perder por ello su calidad de tal.
La mezquita de Djenné es arquitectónicamente prodigiosa porque logra coordinar elementos constructivos distintos; aunque, paradójicamente, su singularidad mayor trasciende a la obra misma. En realidad, el edificio representa mucho más que un simple espacio de culto y fomenta varios procesos que van más allá de la sola celebración del dogma mahometano. La mezquita se vuelve símbolo y, como tal, configura una pieza esencial en el lenguaje común de la sociedad: un entendimiento compartido de la realidad. Su presencia se desenvuelve en una paradoja entre el tiempo, la identidad, la historia y el lenguaje. De pronto, su carácter no resulta tan simple como parecía y, en efecto, tiene varias consecuencias sobre las que vale la pena reflexionar.
El pueblo de Djenné
Las mujeres y los hombres de Djenné son herederos de un legado cultural vasto y diverso debido al encuentro entre la tradición africana preislámica y la práctica del credo musulmán. Esta situación ha dado lugar a sincretismos muy particulares que quedan patentes en las festividades, los ritos y las tradiciones, pero también en otros elementos tangibles, como la arquitectura, las artes decorativas o la vestimenta, entre muchas otras expresiones culturales. Debido a las características geográficas del lugar, la economía de Djenné depende en buena medida de la pesca y la agricultura de temporal, condición que, al paso de los siglos, ha forjado una sensibilidad aguda en la gente sobre los ritmos del entorno. Además, su contacto con el río ha consolidado un carácter marcadamente comercial a lo largo del tiempo.
Entre la población de Djenné predomina el uso del songhay -en particular, el dialecto djenné chiini (Sacko 2021)-, que tiene una enorme cantidad de variantes.3 La dispersión de esta lengua se debe principalmente al vasto dominio territorial del Imperio songhay, cuya influencia se extendió por el Sahel occidental durante los siglos XV y XVI. Este idioma es relevante en particular por dos razones. En primer lugar, adquirió un papel crucial en el desarrollo de la actividad comercial de la región (Souag 2020), que llegó a consolidarse como uno de los centros mercantiles más importantes de África y de la que el mercado de los lunes en Djenné es uno de sus ecos. Por otro lado, fue un elemento relevante para el afianzamiento del islam en el territorio debido a la responsabilidad que tuvo el imperio en ese proceso (Barry 1992, 295). Al ser heredero de esta lengua, el pueblo de Djenné resguarda el testimonio de dos procesos determinantes en la historia del continente.
El ritual del adobe o el festival del crépissage
Numerosas fotografías de finales del siglo XIX documentan la mezquita de Djenné en un estado ruinoso. Aquella obra erigida en el siglo XIII por el rey Koy Komboro ya no era más que unos montículos de tierra en los que apenas se reconocían los vestigios de un edificio. Los peligros del intemperismo eran claros y sus consecuencias se habían vuelto inevitables, pues, si se comparan con otras técnicas, las construcciones de adobe sucumben más rápido. A pesar de esto, entre 1906 y 1907, durante la colonización francesa, se volvió a erigir la mezquita con una forma similar a la que hoy conocemos, lo que ha suscitado un intenso debate por saber a quién se debe el planteamiento del diseño (Marchand 2013). De cualquier modo, algo había cambiado y aún hoy permanece: la idea de su conservación.
La necesidad de preservar el edificio devino en una fiesta que, pese a sus transformaciones, mantiene sus rasgos primordiales. En esencia, se trata de un acto en el que la comunidad de Djenné se reúne para restaurar las secuelas que, durante todo un año, el intemperismo ocasiona en el edificio. Es una fiesta conocida recientemente como Fête de Crépissage -literalmente, fiesta del repellado-. Por unos días, el pueblo se desenvuelve en una algarabía desbordada por proteger su construcción. Parecería un acto caótico, pero, al contrario, hay un orden muy bien establecido que tiene implicaciones relevantes de carácter social y antropológico.
Restaurar la mezquita para restaurar el cosmos
En la teoría de Mircea Eliade es indispensable comprender la diferencia entre lo sagrado y lo profano, una dicotomía muy recurrente en el pensamiento religioso. Lo primero corresponde a todo aquello que no cambia, permanece estable y es imperecedero (propiedades típicamente recogidas por la noción del paraíso); lo segundo, por el contrario, tiene un proceso de mutación, decadencia y sucumbe finalmente (cualidades asociadas, más bien, con lo terrenal). Se trata de una división de la existencia en dos estratos primordiales. En contraposición a los valores de orden y estabilidad implícitos en la noción del paraíso -que suele representarse como algo perdido, aunque recuperable-, la vida terrenal y la historia son, en esencia, la imperfección, lo inmundo, lo perecedero o lo caótico, características que terminan por producir no pocos malestares en los pueblos.
La constante interacción entre lo que se tiene por sagrado y lo que se concibe como profano tiene efectos antropológicos, entre los cuales la idea del tiempo es la que me interesa discutir. Al respecto, la disertación del filósofo rumano es significativa: “el transcurso del tiempo implica el alejamiento progresivo de los ‘comienzos’ y, por tanto, la pérdida de la perfección inicial” (Eliade 1991, 27). Además de otras consecuencias, esta convicción de transitar desde un ámbito sagrado hacia uno profano -sugiere el autor- suscita la idea del tiempo, que recurrentemente se entiende como una trama lineal y en continuo movimiento. Para las personas creyentes, es la tensión abierta entre ambos polos lo que provoca la emergencia del tiempo, una dimensión donde comienzan a ocurrir acontecimientos históricos. Esta reflexión llena algunos vacíos que deja el aporte de Henri Bergson (1977), quien afirma que la concepción del tiempo como algo lineal requiere una abstracción profunda, pues no basta con percibir la duración de las cosas, sino que hace falta darle un significado e integrarlo a un sistema de signos. Es una función que el pensamiento religioso cumple integralmente.
En Djenné, la noción del paso del tiempo se vuelve patente en la mezquita, pues, por obra del intemperismo, el edificio sufre una degradación progresiva que se acusa en las cuarteaduras de su superficie, en el desgaste de sus bordes o, incluso, en el desgajamiento parcial. Según el marco teórico de Eliade, este proceso configura una analogía sobre el menoscabo de la perfección inicial del mundo. Basta recordar que, en el tiempo concebido como profano, al contrario del sagrado, las cosas son pasajeras, veleidosas y terminan por consumirse. La presunta caducidad del adobe metaforiza la degradación del cosmos, vuelve ostensible el curso de la historia y no hace sino advertir el detrimento constante en que se vive.
No sin razón, suscita cierta angustia comprender que el tiempo corre, máxime al quedar expuesta la sensación de que las cosas se pierden o se desgastan en este trayecto, sobre todo la vida misma. Pese a ello, un amparo se avizora para eludir los desconsuelos. Una de las tesis más importantes en la obra de Eliade (2011, 49) -que incluso da nombre a su libro El mito del eterno retorno- es que los pueblos logran una sensación de abolir el tiempo por medio de la imitación de arquetipos o mediante la repetición de gestos paradigmáticos. Este planteamiento se sustenta en que los arquetipos aportan una noción de estabilidad, cuestión necesaria en el tiempo profano. Es un asidero emancipado de todo tránsito y siempre menester en un mundo cambiante.
Con ayuda del concepto de modelo arquetípico de los rituales, el filósofo rumano señala que todo rito necesita una referencia arquetípica. De este modo, los rituales se configuran como una herramienta redentora a cabalidad, un acto de pureza y restauración contra el tiempo profano y sus mutaciones siempre someras o prescindibles. Al imitar el acto arquetípico de Abraham o de Salomón, constructores primordiales reconocidos por el credo musulmán, la fiesta del repellado cuenta con la referencia necesaria para concebirse como un ritual.4 Por eso el repellado adquiere una doble función en Djenné: por un lado, el edificio es objeto de algunas reparaciones necesarias en su superficie; por otro -acaso más importante-, el tiempo se regenera simbólicamente, porque “toda construcción es un comienzo absoluto, es decir, tiende a restaurar el instante inicial, la plenitud de un presente que no contiene traza alguna de ‘historia’” (Eliade 2011, 92-93). De hecho, en la cosmogonía islámica “el acto de planear y construir es una forma de ordenar el caos […] al imprimir, en sentido aristotélico, forma a la materia” (Rodríguez 2008, 171). En buena medida, allí radica el ánimo henchido de la fiesta, que no se sustenta tanto en una necesidad de orden físico como en una de orden espiritual.
Resta un cuestionamiento no poco trascendente: al tener en cuenta que la noción del paso del tiempo y sus efectos perniciosos parecen abolirse durante la celebración de la fiesta del repellado, ¿quedan simbólicamente en el mismo plano todas las personas que se han hecho con un lugar en ella? Aparentemente sí. Debido a que “toda fiesta siempre se desarrolla en el tiempo original” (Paz 2018, 65), aquellas personas que restauraron la mezquita por vez primera no parecen distinguirse de las que lo hacen hoy. Por un momento, la historia pierde su capacidad de proyectar las diferencias entre generaciones, en tanto que la abolición del tiempo armoniza una misma gravedad para todo cuanto ha formado parte de la fiesta.5 De pronto, la verticalidad de la estirpe se vuelve horizontal. Ciertamente, “la festividad no es la conmemoración de un acontecimiento mítico […] sino su reactualización” (Eliade 2018, 62), pues se instala temporalmente una plenitud extática que conjuga todos los tiempos en el presente. Por eso se dice que el tiempo es abolido y regresa al inicio: el socorrido e imperioso eterno retorno.
Cabe establecer aquí un diálogo con la cosmogonía africana tradicional. En el libro African Religions and Philosophy, John Mbiti dedica un capítulo a la concepción del tiempo. De forma análoga a lo que plantea Eliade, el autor keniano alude a dos conceptos para sistematizar la noción africana tradicional del tiempo: el sasa y el zamani, que recuerdan la dicotomía del tiempo profano y el tiempo sagrado. Al sasa corresponden los eventos que están por suceder en un futuro próximo, que están ocurriendo o que ya fueron vividos; en otros términos, es una recolección de los acontecimientos que han pasado a lo largo de la vida de una persona, así como las expectativas de un pronto devenir (Mbiti 1970, 28). Por el contrario, el zamani es una entidad en la que se funden todos los tiempos, cuyo carácter es definido por el autor como un “océano de tiempo en que todo es absorbido por una realidad que no es ni después ni antes […] el periodo del mito que da un sentido de base o ‘seguridad’ al sasa, y que integra toda la creación” (29).
Resulta interesante que, si bien provienen de reflexiones distintas, los planteamientos de Eliade y Mbiti convergen en una misma lógica. Por un lado, hay un tiempo en el que tienen lugar los eventos y los hechos concretos de la vida: el tiempo profano o el sasa. Por otro, hay un tiempo inmutable, perpetuo, en el que ya no acontece nada y al que, más bien, corresponde la intemporalidad: el tiempo sagrado o el zamani. De la sensación de estabilidad del segundo emana el sentido del primero, así que uno siempre es el sustento del otro.
Realidades sociales halladas en el éxtasis
El ritual, consagración del instante, es siempre un medio efectivo para alcanzar el éxtasis. Si hay una pérdida de la noción del tiempo durante su ejecución, entonces se ha conseguido uno de los objetivos esenciales: disipar el peso de la historia -cuando menos de forma pasajera-. El éxtasis es un lapso que rompe la trama de la cotidianidad, y el espacio que se abre trasluce las condiciones distintivas de la tradición a la que se pertenece, a menudo nubladas por la persistencia de la rutina. El razonamiento de Ludwig Wittgenstein (2012, 143) completa la lógica de esta idea, en que la plenitud emanada del éxtasis es un estado momentáneo, pero contundente: “si por eternidad se entiende, no una duración temporal infinita, sino la intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente”. Fenomenológicamente, parece que las personas alcanzan a percibir aquello que conciben por eternidad cuando viven un momento con tal vehemencia que llega a obnubilar cualquier sentimiento ajeno al presente o cualquier emoción que no venga del instante mismo.
No hay que olvidar que, etimológicamente, éxtasis significa “estar fuera de sí”. De forma metafórica, una persona sale de sí cuando desatiende momentáneamente su individualidad para remitirse a algo más trascendental. En este punto, Maurice Merleau-Ponty (1993, 430) extiende el argumento de Wittgenstein, pues, si bien reconoce la esencia atemporal del éxtasis, lo concibe también como una transgresión del tiempo para reafirmar el sentido del ser, sobre todo por su capacidad de fundir todos los momentos en uno solo: en el “presente [...] hay un éxtasis hacia el futuro y hacia el pasado que hace aparecer las dimensiones del tiempo, no como rivales, sino como inseparables: ser ahora, es ser siempre, y ser para nunca jamás”. Al parecer, el éxtasis es una necesidad antropológica que permite encontrar sentido y, posiblemente, ésa sea la razón por la que el humano siempre busca medios para alcanzarlo.
Puesto que en toda la tradición espiritual abrahámica no hay ritos abiertamente eróticos -y el islam prohíbe expresamente la embriaguez y los estupefacientes-, las fiestas como el repellado de la mezquita de Djenné cumplen con este impulso antropológico. Durante el éxtasis que suscita el ritual del repellado, las personas parecen perder su individualidad y, más bien, tienden a fundirse en una masa de gente: sus gestos de pronto no son propios, sino grupales, y la conducta deja de ser privativa para devenir en un gesto común. Súbitamente, entre el alborozo, se reconoce un solo cuerpo compuesto por muchos individuos porque “la constitución de lo otro no viene después de la del cuerpo”; al contrario -refiere Merleau-Ponty (1964, 212)-, “lo otro y mi cuerpo nacen juntos del éxtasis original”. Por esta razón, en la labor del repellado no se puede tener la contribución como propia, sino en la medida en que se la reconoce como una obra colectiva. Lo mismo sucede con la identidad: una persona no puede distinguir sus rasgos particulares si no se concibe a sí misma como integrante de una sociedad. En esencia, lo social se fundamenta en una dialéctica entre interioridad y exterioridad (López 1994, 214).
Aunque resulte paradójico, lo anterior no es suficiente para borrar las distinciones en la sociedad de Djenné: en el ritual hay un solo cuerpo, pero, como tal, siempre se reconocen asimetrías, centralidades y partes que cumplen funciones diferentes. Más allá de los procesos que suscita en el ámbito individual, el ritual del repellado también produce resultados a escala social: por la forma como se desarrolla, tiene la capacidad de traslucir la estructura general de la sociedad y de reafirmar las distinciones en su interior, sean jerarquías etarias, relaciones de poder, escisión de género e, incluso, procedencia o lugar de la vivienda (Yamoussa y Joffroy 2010). En efecto, hay una acusada división de labores en el festival que depende, en un primer momento, de la edad y del género. Los hombres jóvenes están encargados del trabajo manual que se realiza directamente en la superficie del edificio: trepan por los torones, montan escaleras y ejecutan cualquier maniobra necesaria para el trabajo de repellado. Las mujeres aportan el agua que acarrean desde los confines de la ciudad y acompañan el momento con música. Los infantes suelen trabajar directamente el adobe: con su retozo, mezclan el lodo y otros materiales como espigas, estiércol y cáscaras de arroz. Finalmente, los ancianos tienen la encomienda de dirigir todo el proceso. Las labores están bien marcadas y, en consecuencia, la estructura del pueblo de Djenné.
El ritual funde por un momento a toda la gente en un cuerpo único y, acabada la vorágine, restituye a cada uno en su sitio, aunque con una condición claramente reforzada: en lo social, por medio de los elementos culturales que se comparten; en lo individual, mediante la posición que se ocupa en la sociedad. El éxtasis culmina y la cotidianidad se instaura nuevamente, pero hay algo diferente: la noción del tiempo y de la historia parecen un poco menos asfixiantes.
El símbolo del tiempo
Aquello que Eliade conceptualiza como tiempo profano da a los pueblos una fuerza creativa capital, aunque resulta agobiante una vez que se repara en sus efectos. La identidad puede comenzar a articularse en la medida en que el humano adquiere conciencia del tiempo, pues entenderse como un sujeto temporal estimula la capacidad de narrar una historia propia, en tanto que concebir el tiempo como algo continuo supone encontrar una trama con la que se pueden enlazar los fragmentos de la memoria. Sin más miramientos, el pueblo que tenía sed de ser -en términos de Eliade- ya es un sujeto histórico en la medida en que existe en una realidad narrada, aprehendida desde el lenguaje. Pero algo se pierde durante el proceso: conforme avanza el tiempo, se tiene la sensación de corromperse, de perder progresivamente la perfección primordial o de alejarse cada vez más del paraíso y de su añorada estabilidad. Es una culpa que habrá de cargarse toda la vida: ahora las personas están lanzadas al delirio del libre albedrío, a la responsabilidad por las acciones y a la irreversibilidad de las pérdidas. Nunca se sabe lo que se avecina y las únicas certezas radican en el pasado. La historia produce histeria; el tiempo, zozobra. Resulta lógico, en estas condiciones, que el humano encuentre en el ritual un subterfugio ante ese malestar.
Que se quiera abolir el tiempo como medio de desahogo o sosiego no implica que sea irrelevante en términos sociales; al contrario, sólo nos invita a reflexionar con cuánta verosimilitud llegan a operar las percepciones que las personas tienen de él. Así es como las nociones de Elias y Eliade, a pesar de venir de marcos teóricos distintos, pueden ser tratadas como complementarias. Precisamente donde el camino del primero parece desvanecerse, el del segundo comienza a brotar. La discusión antropológica de Eliade termina con el tiempo profano, pero inicia el tratamiento sociológico de Elias con el tiempo social.
Una sincronía necesaria
Al principio del libro Sobre el tiempo, Norbert Elias plantea una pregunta que regirá todo su análisis: ¿qué miden los relojes? El cuestionamiento subyacente, no obstante, es otro -acaso más trascendental-: en términos meramente sociales, no físicos, ¿qué es el tiempo? El autor argumenta que un análisis crítico del tiempo exige segregar el tiempo físico del tiempo social para, al fin, entender el vínculo que los une (Elias 1989, 54). Se trata de dos esferas que tienen una relación unidireccional: la primera puede existir sin la segunda, pero no a la inversa, ya que las nociones y las construcciones que integran el tiempo social dimanan del tiempo como dimensión física. En este punto, la propuesta de Elias coincide con la de John Mbiti (1970), para quien el ritmo de la naturaleza es especialmente necesario en la concepción tradicional del tiempo en África, ya que la noción de su transcurso se sustenta en los sucesos que se observan del entorno. En sentido estricto, es una racionalización de lo que se contempla.
La dependencia que tiene el tiempo social del tiempo físico se vuelve patente en la mezquita de Djenné. Geográficamente, en la zona están bien marcadas las temporadas de lluvia y sequía, situación claramente palpable en la cadencia de los procesos que ocurren en el edificio. Por efecto del material con que está construida, la mezquita es sensible al ritmo regular y pronunciado que marca el ambiente. Su periodo de mayor desgaste sucede durante la temporada de lluvia, motivo por el que debe restaurarse durante el mes de abril. Se trata de un equilibrio idóneo, pues la sequía aún no ha agotado por completo el lodo necesario para producir adobe, pero todavía falta tiempo para que comience la época de lluvias. De pronto las dos mitades se reúnen para perpetrar la fiesta del repellado: la necesidad y la respuesta.
Uno de los productos del tiempo social es la regularidad de la vida y sus nociones relacionadas. El ritual del repellado marca un corte en la cadencia de los procesos en la sociedad de Djenné: provoca rupturas simbólicas en la noción del paso del tiempo y, por tanto, termina por marcar un ritmo en la vida de quienes se conducen por esas representaciones. De forma similar, Mbiti (1970, 24) arguye que, en la filosofía tradicional africana, la noción del tiempo se conforma a partir de una suerte de recolección de eventos; es decir, debe haber sucesos concretos y significativos que susciten la idea de que el tiempo está en movimiento: “el día, el mes, el año, la vida misma o la historia humana son divididos o estimados por medio de eventos específicos, pues son éstos los que les dan significado”.6 No hay, en fin, tiempo sin aconteceres: son éstos el sustento de aquél.
Al tener en cuenta el planteamiento anterior, es posible comprender que las cuarteaduras que aparecen en el edificio a causa del ambiente marcan un hito temporal; anuncian que un año ha pasado desde la última vez que se llevó a cabo el ritual y, por ende, es momento de volver a celebrarlo. Estas señales dan a entender la idea de que el tiempo corre: ha concluido todo un ciclo y es ocasión de comenzar nuevamente. Dicha condición constata que el ritual tiene la facultad de marcar un ritmo que, cabe decir, no es espontáneo; al contrario, procede de un calco del entorno porque “la determinación temporal de los hechos sociales depende principalmente de las observaciones sobre eventos naturales, inhumanos y recurrentes” (Elias 1989, 52). Ésta es la razón por la que, según Mbiti (1970), los calendarios tradicionales de África no son numéricos, como llama a los de Occidente, sino de orden fenoménico, cuya cadencia se determina por sucesos simbólicos -las lluvias o los plenilunios, por ejemplo- más que por fragmentaciones prestablecidas y mecánicas. La mezquita de Djenné, por tanto, deviene en una herramienta para entender el tiempo.
La arquitectura como artificio del tiempo
Un elemento central en el razonamiento de Norbert Elias (1989, 30) radica en que el tiempo social es un símbolo que permite a las personas orientarse por una representación común. En el libro Formas elementales de la vida religiosa se refuerza esta hipótesis: el tiempo es una suerte de proscenio que permite que todos los acontecimientos se sitúen “en relación con puntos de referencia determinados [...] Sólo esto basta ya para hacer entrever que tal organización debe ser colectiva” (Durkheim 1999, 16). Al marcar el tiempo que rige tanto la vida religiosa de la sociedad como el ritmo de sus actos, la mezquita de Djenné adquiere un papel central en términos sociales. De cierto modo, contar con la capacidad de centralizar la medición del tiempo supone algo más que sólo marcar un ritmo constante; ciertamente, implica dar cuenta del transcurso de la vida, factor necesario para sustentar la narrativa y la historia.
Elias plantea la hipótesis de que el tiempo es un valor socialmente institucionalizado que permite a las personas realizar sus actividades -y, sobre todo, interactuar entre sí- regidas por un código común. De allí surge la importancia de hacer públicos los instrumentos utilizados para medir el tiempo; es decir, de exponerlos en un lugar concurrido, como los relojes de sol en plazas públicas. En términos del autor, el tiempo es un símbolo de orientación. Merleau-Ponty (1964, 227) concuerda: el tiempo deviene en un hecho social cuando las personas comparten su aprehensión o, en otras palabras, “cuando se ven el uno al otro percibiendo el mismo mundo”. La mezquita de Djenné no es ajena a este fenómeno: si bien no marca las horas con precisión -como un reloj-, su crónico desgaste indica una cadencia en el flujo del tiempo porque plasma divisiones en el año, vuelve patentes los cambios de temporada y escenifica ciertos patrones que calca del ambiente. Con eso basta para regir los ritmos de la sociedad y alinear las memorias individuales a la trama común de la historia. El tiempo coordina la identidad de todo un pueblo porque hace compatibles las narrativas personales.
La invención del tiempo: metáforas y paradojas
Gran parte de las construcciones sociales y la aprehensión de la realidad parten de un pensamiento metafórico. El idioma songhay lo confirma: a partir de un estudio sobre determinados ritos de curación, Paul Stoller (1980) demuestra que las metáforas en los textos rituales escritos en esta lengua permiten construir el conocimiento que la sociedad tiene sobre el cosmos, pues convierten la percepción y las intuiciones en símbolos inteligibles. Así, lo inmaterial toma formas concretas -cuando menos, lingüísticamente.
Por supuesto, entre las dudas que suscita el conocimiento del cosmos se encuentra la cuestión del tiempo (Toharia 2016). Aquello que entendemos por tiempo es, en realidad, un conjunto de símbolos y metáforas que se han desarrollado con diferentes propósitos, pero no son el tiempo en sí. No resulta errado, entonces, hablar de la invención del tiempo, sobre todo si se tiene su noción por un producto humano. Se trata de una realidad sumamente compleja que necesita del artificio del lenguaje y sus figuras retóricas para comprenderla.7 Paul Ricœur (1995, 68) lo tenía bien claro: “el símbolo sólo da origen al pensamiento si primero da origen al habla”. La metáfora deviene en un recurso idóneo para tal cometido, pues pone al alcance de la razón humana esta dimensión física tan difícilmente aprehensible. De tal modo, podría aventurarme a sugerir -no sin cierto atrevimiento- que la noción del tiempo es un producto lingüístico antes que otra cosa: parece que, para los pueblos, no hay tiempo sin metáforas.
Construir una metáfora no es un asunto súbito, al contrario, requiere establecer un paralelismo entre elementos a veces muy distintos semánticamente, pero que, al final, permiten simplificar la aprehensión de la realidad. En el campo de la lingüística cognitiva se ha advertido sobre la referencia recurrente al espacio para entender el tiempo, por ejemplo: el esquema que asume el calendario, la dirección de la escritura o la sintaxis de la lengua8 son cuestiones que aportan un componente espacial a la concepción del tiempo. En efecto, el espacio y el tiempo están unidos por una estrecha relación cognitiva (Boroditsky 2000) y el constante vínculo que se establece entre ambos conceptos termina por sistematizar una serie de metáforas recurrentes y ampliamente difundidas.
Esta relación cognitiva entre el tiempo y el espacio sustenta en buena medida la carga de significado que adquieren los ambientes humanamente alterados, como la ciudad de Djenné. El espacio da el sustento propicio para forjar símbolos sobre el tiempo, aunque éste -más propiamente, su noción- articula esos símbolos a la luz de una narrativa. La fórmula es coherente: el espacio concreta el símbolo (por ejemplo, la mezquita), pero la noción del tiempo lo llena de significado (los más de siete siglos que el edificio ha enfrentado diferentes adversidades). Así es como la arquitectura, los monumentos o, sencillamente, cualquier huella que en el espacio deja la actividad humana permiten entender el paso del tiempo y, en consecuencia, la historia. Ya lo sugería Michel Foucault (1997, 51) cuando comentaba que el sentido de la historia tiene el poder de invertir la relación de lo próximo y lo lejano, es decir, traer al presente de forma vívida la memoria.
La cristalización de los sucesos históricos en hitos espaciales ayuda a construir una narrativa, porque dar una referencia geográfica al recuerdo supone algo más que sólo complejizar la memoria; en realidad, permite al espacio constituirse como una trama común para la historia. López y Ramírez (2015, 41) ilustran que tanto “el espacio como el tiempo son herramientas del ser humano, una especie de coordenadas, donde la sociedad coloca a los sucesos y fenómenos para darles sentido”. La posibilidad de articular de forma congruente una sucesión de eventos constituye una parte sustantiva de la identidad: los recurrentes enlaces entre el hito espacial y el temporal configuran un lenguaje común para el planteamiento de ésta, en la que ambas esferas parecen fundirse y que, a fuerza de repetición, resulta difícil disociarlas sin perder una gran carga de significado.
La velocidad del adobe: el tiempo a escala humana
Las distintas velocidades a las que suceden los cambios en la vida del humano y los cambios en el medio natural (no modificado) dificultan articular una narrativa y conformar un relato histórico: la brevedad de la vida humana frente a la longevidad del paisaje inalterado complica advertir, en términos históricos, puntos de referencia precisos. A diferencia de un lugar que no ha sido en absoluto modificado por el humano, en un entorno alterado, como la ciudad, pueden determinarse con mayor facilidad las variaciones entre un momento y otro. Se trata de un entorno en el que puede leerse el tiempo ajustado a escala humana. Kevin Lynch (2008, 13) parece intuir esta hipótesis al aducir que “un escenario físico, vívido e integrado, capaz de generar una imagen nítida, desempeña asimismo una función social. Puede proporcionar la materia prima para los símbolos y recuerdos colectivos de comunicación de grupo”. El caso específico de Djenné nos da una idea: la tierra suelta en un terreno en breña es una cosa; pero algo completamente distinto es la tierra comprimida, modificada y ordenada en cierta disposición para atender a un propósito específico. Ahora es un material integrado a un artificio humano, de modo que se vuelven patentes sus bordes espacio-temporales. Al modificar su entorno, el humano puede entender el paso del tiempo, escenificarlo, ser parte de él.
Los edificios y los lugares en la ciudad datan fechas precisas por medio de su propio relato: su construcción, sus modificaciones y hasta su destrucción. Compelido por esta lógica, Walter Benjamin (2016) alude al recurso del flâneur para dialogar con el tiempo. Bajo la figura de un caminante que recorre las calles de la ciudad subyace una concepción clara: el curso del tiempo queda cristalizado en el paisaje alterado, de modo que la historia puede descifrarse en la arquitectura y demás elementos que lo conforman. El entorno construido, entonces, es idóneo para valorarse por medio de las mediciones humanas; en comparación, los hitos temporales no resultan tan claros bajo la observación si se trata de un entorno no modificado. En su calidad de creaciones humanas, la medición del tiempo y el entorno construido resultan compatibles: la escala de la primera se ajusta a la velocidad de los cambios del segundo, ambos auspiciados por el acto de la contemplación. Fuera de los márgenes de Djenné, puede resultar complicado formular una narrativa, pero algo muy distinto ocurre entre las ramificaciones del río. Ese espacio está cargado de símbolos, de elementos construidos que conmemoran eventos históricos y de signos que remiten a hechos sociales. Desde la mezquita hasta una simple casa, la ciudad está colmada de metáforas que refieren al paso del tiempo, detalles que, en conjunto, construyen la narrativa y dan sustento a la historia del pueblo.
En este proceso de aprehensión de la realidad, resulta lógico que se conciban durabilidades distintas entre los elementos que componen la ciudad. Es un asunto que suscita controversias, como la de Vincent Laureau (2012, 5), quien, al discurrir sobre el patrimonio urbano de tierra en Malí, termina por afirmar que “la arquitectura de tierra no tiene perennidad física”. Parece un equívoco. En realidad, el adobe, como cualquier otro material, tiene un proceso natural condicionado por su composición física. El que no perdure tanto como otros materiales no implica que no tenga permanencia en absoluto, sólo tiene una velocidad particular que, si se contrasta con un proceso determinado -la vida de una persona, por ejemplo-, parecería breve o efímera.9
En suma, sólo resta conciliar que el acto de concebir un edificio de adobe como efímero es una valoración subjetiva y basada en una observación a escala humana. Pero esta lección motiva otra disertación aún más reveladora: la velocidad de las cosas es una noción derivada del acto de la observación, cuyo sustento radica en la comparación y el contraste. Al aprehender la realidad por medio de símbolos, resulta que la velocidad no es tanto una magnitud propia del tiempo como una ficción que suscita la escala de quien lo observa.
Entre el tiempo y el lenguaje surge un monumento
Al saber que la mezquita de Djenné se renueva constantemente, ¿se puede hablar del mismo edificio ahora que hace cien años? Esto conduce a una paradoja intrincada que radica en las aparentes incongruencias relacionadas con la materialidad y la fisionomía. Por un lado, se considera que se trata de la misma mezquita, a pesar de que hace cien años no era más que los restos de un edificio desmoronado a causa de la intemperie. Hoy sucede algo similar: hablamos de la misma obra como algo que permanece estable en el tiempo, aun cuando sabemos que se renueva constantemente y que el material que la conforma es paulatinamente distinto. Por otro lado, los trabajos de repellado hacen que la forma de la mezquita cambie sutil y caprichosamente cada año, ya que la técnica misma favorece la celeridad más que el escrúpulo, y la premura da como resultado formas imprevisibles. Aunque se tiene un patrón por seguir, marcado por la configuración plástica previa, los elementos cambian gradualmente en el detalle: las almenas, el relieve de los muros, la curvatura de los vanos. La forma del edificio, en el sentido más estricto, está en movimiento, pero no su apelativo ni su identidad, que permanecen inalterados pese al curso de los años.10 Naturalmente, hay algo que subsiste, arcano frente a la deriva del tiempo e impasible ante las tenues mudanzas entre instantes. Se trata -diría Paz (2018, 132) en El mono gramático- de una “engañosa quietud hecha de miles de cambios y movimientos imperceptibles”.
Queda la duda, entonces, de si el edificio está en el lenguaje o en lo material. La mezquita de Djenné nos enseña que un verdadero monumento es aquel que surge entre ambos, ya que no puede ser sólo una idea sin tener un componente físico que lo sustente, pero tampoco puede ser sólo un material vacío de significado y sin articularse con un relato. Esta correspondencia, sin embargo, no está determinada estáticamente y queda siempre abierta a la posibilidad. Ferdinand de Saussure (1993, 104-106) lo planteaba en el caso del signo lingüístico: la arbitrariedad de la relación entre el significante y su significado permite que dicho vínculo pueda mutar con el paso del tiempo. Algo similar sucede con la mezquita: hay una infinidad de formas plásticas probables en las que puede materializarse su nombre, aunque éste termina por anidarse temporalmente en una de esas posibilidades. Por eso no importa si la mezquita cambia de forma, a condición de que se la siga nominando en los mismos términos. De tal suerte, el nombre propio -que trasciende las mutaciones y el tránsito entre un momento y otro- da al lenguaje una capacidad fascinante: la de suscitar una noción de permanencia.
La mezquita de Djenné no parece ser sólo el edificio, sino también la representación de toda su circunstancia: el movimiento, el rito, la búsqueda de estabilidad. Eso quiere decir que esta obra arquitectónica, como cualquier otra, no es realmente un objeto prístino e inalterado, más bien es un proceso que, concebido bajo el mismo nombre, no cesa ante las vicisitudes -ni siquiera después de su derrumbe-. Por eso un edificio puede reemerger aun cuando ha sucumbido, como lo hizo la mezquita: paradójicamente es la misma y siempre una diferente.
Conclusiones
Resueltas y osadas parecen ser las teorías que, hoy día, discurren a propósito del tiempo en el campo de la física. No es otra cosa que el resultado franco de querer aprehender la realidad, a toda costa, bajo la sombra de la ciencia positiva. La verdad es que, desde hace mucho, el tiempo ha suscitado no pocas curiosidades en las civilizaciones, aunque acaso este interés sea equiparable a la complejidad de entenderlo. A la antropología sólo le queda aprehenderlo a partir de los artificios humanos, que, en calidad de meros asomos, apenas permiten esbozar algunos trazos siempre rebatibles e inacabados. La intención de este artículo no ha sido otra, pues he asumido que la relación entre el espacio y el humano puede descifrar algo acerca del tiempo. Ha sido, por ende, pertinente estudiar la mezquita de Djenné, cuya circunstancia despierta determinadas incógnitas que terminan por excitar la reflexión ante el ansia de resolverlas. Destaco tres conjeturas para concluir.
Primeramente, el marco teórico de Eliade ha permitido vislumbrar que hay un vínculo entre el pensamiento religioso y la noción del tiempo; no sólo por la segregación de ésta en dos fases (lo sagrado y lo profano), sino, especialmente, por lo que transcurre entre ambas: un flujo continuo de aconteceres. De acuerdo con esta creencia, el rito es un acto que transgrede la estructura lineal con que se concibe el tiempo, aunque, pasado el fervor que provoca, sólo termina por confirmar aquella irrenunciable concepción. Esta situación ha quedado clara con el pueblo de Djenné, pues celebrar la fiesta del repellado de manera rutinaria favorece la cristalización de su idea del tiempo, pero no sólo eso, sobre todo le permite entenderse a sí mismo como un sujeto temporal e inserto en una trama, que es aún más importante. Por las nociones que su experiencia suscita, no resta sino advertir que las religiones parecen, antes que otra cosa, una disertación sobre el tiempo.
En segundo lugar, ha habido una conexión necesaria en el debate. Fue en la lección de Eliade sobre la experiencia religiosa donde encontré un atisbo para estudiar el tópico del tiempo, aunque sus nociones parecen eclipsarse fuera de lo estrictamente religioso. Es delicado, pues si bien las construcciones sociales de los pueblos mucho deben al pensamiento religioso, no se reducen únicamente a éste. Quedaban vacíos que propuse llenar con los planteamientos de Elias, cuya reflexión sobre el tiempo en calidad de símbolo ha dado gravedad a este debate y ha permitido extender el análisis a otros ámbitos más allá del religioso. El tiempo social, como Elias propone llamarlo, es el tiempo razonado no desde lo individual, más bien desde lo colectivo, donde hace falta, lógicamente, concebir símbolos comunes para comunicarse. La mezquita de Djenné, como muchos otros artificios del espacio, es uno de estos símbolos, de modo que auspicia el juicio del tiempo por la razón humana: regularizar intervalos para precisar cadencias, definir límites para contener periodos, marcar hitos para referir sucesos y, en fin, razonarlo de manera que sea posible a las personas entenderse a sí mismas como parte de él.
Finalmente, la tercera conclusión -que más bien parece un asomo- es la cuestión del lenguaje. No hacen falta complejísimos análisis para entender, al fin, que aquello que observamos no es el tiempo, sino otra cosa. Lo cierto es que la mezquita de Djenné nos da una pista. Aunque puede ser discutible mi postura, he resuelto definir que la idea del tiempo se estructura de forma similar a una metáfora, en la medida en que alude a un elemento en términos de otro: en efecto, parece que no podemos comprender el tiempo si no es como un cambio de estado de las cosas -no es nuevo, se trata de una reflexión que viene desde Aristóteles-. Pese a este tránsito que se observa, los nombres propios juegan un papel fundamental, ya que, en un mundo que varía a cada instante, se necesita un elemento que suscite una ficción de permanencia y que no cambie tan drásticamente -de otro modo, la realidad sería incomunicable-. Es una cuestión compleja: entender las mutaciones con categorías inmutables.
Por último, sólo resta advertir que la mezquita de Djenné es, ante todo, un objeto histórico en constante movimiento: ha tenido mil formas, pero un mismo nombre; desapareció y volvió a emerger; recrudecieron los daños del intemperismo y sanaron los estragos. Pero nada ocasionó un cambio ineluctable en su identidad. Su restauración figura como algo más que un simple acto repetitivo y pragmático; en realidad, ha devenido en un rito y, en esa calidad, tiene efectos antropológicos para el pueblo de Djenné. Entre un gesto paradigmático y el paso del tiempo, se enaltece una narrativa histórica que, a su paso, deja rastros de realidad: la imagina, la insinúa y, a fuerza de repetición, termina por crearla. Irónicamente, la fragilidad de los muros que se resquebrajan progresivamente es el portento que da solidez a una sociedad que se mantiene junta para repararlos cada año. Los confines de la mezquita albergan un lugar de culto, pero algo más: una forma entera de organización social, la estructura de un pueblo, la metáfora del tiempo y las no pocas paradojas del lenguaje. Al final, el edificio nos ilustra el prodigio del pensamiento humano, no menos que la complejidad antropológica del tiempo.