Introducción1
Desde que Maurice Halbwachs (2004) teorizó sobre el concepto de memoria como categoría de análisis sociológico, los debates sobre ésta, con sus distintas acepciones (“colectiva”, “histórica”, “democrática” incluso; sólo hay que remitirse a la actual Ley de Memoria Democrática de España. BOE 2022), han sido constantes desde el final de la Segunda Guerra Mundial en buena parte del planeta. Las discusiones se han basado en la búsqueda de explicaciones para los episodios y las experiencias históricas que, en el seno de una sociedad determinada, han sido (o aún son) traumáticos (LaCapra 2001). Teniendo en cuenta que en la actualidad la humanidad vive en un modelo globalizado, los traumas en torno al pasado forman parte de lo que Sebastian Conrad (2003) ha definido como el último reducto de pasados genuinamente nacionales, necesariamente entrelazados y sobre los que se observan similitudes en la manera en que se han abordado desde el presente, en particular desde las diferentes políticas de memoria implementadas en cada país. En gran medida, no es de extrañar que la memoria se entienda como un problema “nacional”; por su uso desde el poder, por su capacidad de vertebrar un relato sobre distintas colectividades en una misma sociedad y por su indudable impronta emocional, las distintas memorias (incluso ante un mismo trauma) encajan bien con la búsqueda de comprensión del pasado más reciente de los Estados-nación.
Por otro lado, la memoria ha funcionado -y en casos como los que trataremos a continuación funciona actualmente- como un agente nacionalizador para quienes reivindican su pasado o buscan resignificarlo ante la sociedad en la que viven, revisitando experiencias históricas desde miradas siempre sesgadas, incompletas y prejuiciosas. El anacronismo y el presentismo en las miradas al pasado y en la reflexión sobre el tiempo histórico y las temporalidades (Fernández Sebastián 2021) hacen que, en todo el mundo -como recientemente ha mostrado Keith Lowe (2021)- vivamos bajo el imperio de una memoria que se mueve entre el martirologio exacerbado, el “revisionismo” simplificador y, en los casos más extremos, la iconoclastia (sobre la idea de “imperio de la memoria” son fundamentales las aportaciones de Juliá 2006, 2011). Para impedir que estas situaciones se normalicen y adquieran aún mayor dimensión (algo que ya está ocurriendo), los historiadores podemos aportar nuestras herramientas analíticas y hermenéuticas para situar cada experiencia histórica en su contexto, en su tiempo y en su propia relación entre el pasado, el presente y el futuro que como parte de la sociedad nos compete y que, como científicos sociales, nos interpela directamente (Koselleck 1979, 2020; véase también Le Goff 1991). Como recientemente ha destacado Miguel Ángel del Arco Blanco (2022, 17-18):
El historiador, sin ser objetivo y formar parte de todo presente, se acerca a lo pretérito a través de una metodología, unos estudios previos, unas preguntas y unas fuentes. La historia puede construir un discurso complejo y crítico del pasado que, abandonando explicaciones intencionalistas, desmonte mitos y simplificaciones […] La historia puede cumplir una segunda función: construye memoria, puesto que ofrece un relato del pasado […] Por eso, la Historia debe hacerse y aprenderse en cada generación. Una y otra vez.
Precisamente porque la memoria siempre se desarrolla desde el presente y, por consiguiente, no forma parte del pasado histórico, corresponde a los historiadores moverse con cuidado en un terreno que está vivo y los rodea. Hoy, además, debemos tener en cuenta que, en la mayor parte de los casos, las distintas memorias que han permeado dependen de las generaciones posteriores a las que vivieron aquellos pasados traumáticos; se trataría, en una primera aproximación, de lo que Marianne Hirsch (2012) definió como la posmemoria, condicionada por los espacios comunes, los prejuicios y los usos políticos del pasado generados a posteriori desde las instituciones o las agrupaciones memorialistas. A esta posmemoria debemos añadir la apropiación, mayor o menor, de las categorías y los espacios simbólicos y emocionales de las generaciones del trauma (las primeras que construyeron la memoria sobre una experiencia histórica determinada) por parte de quienes, desde la actualidad, reivindican (y resignifican) tal memoria colectiva. En este caso, la definición de memoria protésica propuesta por Alison Landsberg (2004) para los Estados Unidos del siglo XX depende de un tipo de nostalgia que no busca únicamente revisitar el pasado, sino hacerlo suyo y remodelarlo a su gusto conforme a sus necesidades (políticas, sobre todo) y se ajusta a otras experiencias de memoria como las que se tratarán en este trabajo.
En consecuencia, tanto en el Japón de las últimas décadas como en la España actual encontraremos, principalmente, casos de memoria protésica o unida a la posmemoria, o lo que se entiende igualmente como nostalgias prestadas en tanto fenómeno intergeneracional (Movellán Haro 2021a, 2021b). Según el planteamiento global de Conrad al que me he referido, se comprobará cómo la memoria traumática del siglo XX en ambos países, sobre todo en el cambio de siglo, ha dependido en particular de políticas de memoria en conflicto, y tanto en el caso de Japón como en el de España, unidas a lugares de memoria polémicos y con una gran carga simbólica (siguiendo el concepto de “lugar de memoria” de Nora 1984). Concretamente, este artículo se centrará, primero, en el Yasukuni Jinja (en adelante, santuario de Yasukuni), en Tokio, así como en las polémicas en torno a este santuario sintoísta y el museo Yushukan, anejo a aquél, como parte de los debates sobre la memoria de la Segunda Guerra Mundial, y en particular de la derrota japonesa (Hashimoto 2015; Seaton 2010). En segundo lugar, se estudiarán los debates en torno a la memoria “histórica” en España, especialmente durante los últimos años, a partir de la exhumación del dictador Franco del Valle de los Caídos. Asimismo, se tratará sobre este enorme complejo monumental levantado durante la dictadura franquista. En ambos casos se recurrirá a las aportaciones historiográficas clásicas y a las más recientes, así como a la prensa actual y a las miradas sobre la memoria colectiva en Japón y en España, alrededor, la primera, de la Guerra del Pacífico (1937-1945), y la segunda, de la guerra civil y la posterior dictadura franquista (1936-1975). Para el caso español, por la cercanía, se remitirá igualmente a la creciente “revisión” de los últimos años sobre la Segunda República española y que ha reanudado los debates en torno a la naturaleza de este régimen parlamentario y a la violencia y la inestabilidad sociopolíticas durante éste como el origen de la guerra civil.
En ambos países, la memoria y su problemática actual sobre experiencias históricas aparentemente tan dispares servirá, de inicio, para reflexionar desde el conocimiento histórico en torno al contexto de las experiencias traumáticas del siglo XX y su constante revisión y resignificación no sólo en el ámbito de las ciencias sociales sino, sobre todo, en el seno de sus respectivas sociedades a partir de dos de sus más polémicos lieux de mémoire. Unido a esto último, una visión comparada de ambos países permitirá observar cómo la centralidad de las distintas memorias en el debate público es un fenómeno global que se corresponde, precisamente, con un momento de crisis de la globalización y de reafirmación, aunque agónica, de los Estados-nación como se desarrollaron y consolidaron a lo largo de la contemporaneidad, así como de sus “historias nacionales”.
Del Dai Tōa Sensō2 a la “controversia Yasukuni”. Japón en su laberinto memorial
Cuando el emperador Meiji visitó Shokonsha por primera vez el 27 de enero de 1874, compuso un poema: “Les aseguro a aquellos de ustedes que lucharon y murieron por su patria que sus nombres vivirán para siempre en este santuario en Musashino”. Como se expresa en este poema, Yasukuni Jinja se fundó para conmemorar y honrar los logros de aquellos que dedicaron sus preciosas vidas a su país. El propio nombre “Yasukuni”, impuesto por el emperador Meiji, significa “preservar la paz para toda la nación” (Yasukuni n.d.).
Así se justifica en el sitio web oficial del santuario la finalidad original por la que se erigió este complejo sintoísta. Inaugurado en 1869 (llamado primero Shokonsha, hasta ser renombrado como Yasukuni en 1879), se construyó para honrar a los soldados japoneses caídos por su país y por su emperador. De acuerdo con el impulso nacionalizador de la era Meiji (Akamatsu 1972; Beasley 1972, 1995; Míguez Santa Cruz 2019), se justificaba la necesidad de unir el incipiente culto de obediencia al emperador con el rito sintoísta (ascendido a la categoría de “sintoísmo estatal”), al tiempo que se buscaba consolidar a Tokio como centro neurálgico del imperio (Killmeier y Chiba 2010). Según el propio nombre del complejo religioso (Yasukuni Jinja significa, literalmente, “santuario del país [o nación] pacífico”), la pretensión de este lugar de memoria se basaba en el recuerdo de los antepasados que habían muerto en las guerras del Imperio japonés, mediante la conversión de los espíritus de los caídos (los jinrei) en entes divinos (los shinrei). De este modo, la deificación de los shinrei conducía a su adoración posterior como kami o “dioses nobles” en el marco de la religión sintoísta, y éstos, a su vez, serían honrados en un santuario al cuidado de monjes del Shinto y bajo la protección del emperador (O’Dwyer 2010).
Sin embargo, la “paz” imperial no tardó en asentarse sobre una decidida militarización y occidentalización de todas las armas del Ejército del Japón Meiji, y tras el breve periodo de la “democracia Taisho”, la autoridad de los oficiales de alto rango fue cada vez mayor, hasta llegar a su punto máximo al inicio del reinado del emperador Hirohito. A partir de la invasión de Manchuria, en 1931, el militarismo nipón, representado sobre todo por el Ejército de Kwantung, encargado de las hostilidades en el nordeste de China, hizo que el joven emperador se decantara por una política expansionista en la región. Desde las más altas instituciones japonesas se asumía, por consiguiente, que la paz imperial se consolidaría sobre el control efectivo alrededor de Japón como respuesta directa al imperialismo de las potencias occidentales. Se asumía, en definitiva, la vieja máxima latina: si vis pacem, para bellum. Ante el belicismo y el propio desarrollo de los acontecimientos en China, el emperador no tenía la capacidad ni la autoridad suficientes como para contradecir a los oficiales de Kwantung. Posteriormente, la salida de Japón de la Liga de Naciones en 1933, tras la condena de esta institución a la invasión de Manchuria y el establecimiento del Manchukuo (gobernado por el otrora emperador chino Puyi) como un Estado títere, consolidó la soledad de un emperador para el que cualquier pacificación que no se basara en la guerra era sencillamente imposible. Tal como planteó el historiador japonés Daikichi Irokawa (1995, 13): “Si, como Hirohito declaró más tarde, hubiera deseado ser un monarca constitucional y amante de la paz en ese momento, debería haber tomado partido ya en 1933, cuando la agresión [a China] era un hecho. Poco después, se hizo extremadamente difícil emprender cualquier acción contra el militarismo”.
En su reciente biografía sobre el emperador, Noriko Kawamura (2015, 48) se preguntaba si, realmente, hubiera sido posible que Hirohito se mantuviera firme y se enfrentara tanto a los militares y partidarios del militarismo en Japón como al “espíritu nacional” (representado, en su vertiente filofascista y totalitaria, por la “facción imperial” o Kodoha). La respuesta de la profesora Kawamura a su reflexión coincide con lo planteado en este trabajo: en rigor, Hirohito no podía mantenerse al margen de un expansionismo militar que, nacionalismo y militarismo exacerbados aparte, luchaba por la grandeza del Imperio japonés y de su emperador como encarnación de éste. La paz, por consiguiente, se rubricaría con la sangre no ya de los enemigos, sino de los caídos por la causa. Conforme avanzaron las operaciones militares niponas hacia la región del Sudeste Asiático, y sobre todo con la guerra del Pacífico (o Dai Tōa Sensō -Gran Guerra de Asia Oriental-, en la nomenclatura japonesa) de 1937-1945, Yasukuni reacomodaría su condición como lugar de memoria imperial.
La controversia en torno a Yasukuni tuvo que ver con la continuación de su pretensión primigenia más allá del final de la Segunda Guerra Mundial (unida, como es sabido, a la propia guerra del Pacífico que ya había comenzado en 1937). Después de 1945 y de la rendición del Imperio japonés, la administración estadounidense de ocupación promovió la redacción de una nueva Constitución que remplazara la anterior, correspondiente al periodo Meiji, de 1889. El nuevo texto constitucional, promulgado ante la Dieta Nacional en noviembre de 1946, estableció en su capítulo III: “Derechos y deberes del pueblo”, artículo 20, un nuevo marco de relaciones entre el Estado y las instituciones religiosas (de las que Yasukuni, en calidad de santuario sintoísta, forma parte): “Se garantiza la libertad de culto. Ninguna organización religiosa podrá recibir privilegios del Estado ni ejercer autoridad política alguna. Nadie podrá ser obligado a participar en ningún acto, celebración, rito o práctica religiosa. El Estado y sus instituciones se abstendrán de la educación religiosa o de cualquier otra actividad relacionada con ella” (Constitution of Japan n.d.).
La Constitución japonesa acababa, así, con el “sintoísmo estatal” que había caracterizado al Japón Meiji, así como al de la era Taisho y las dos primeras décadas de la era Showa (precisamente hasta la promulgación de la nueva carta magna). Sin embargo, uno de los principales puntos de fricción en torno a Yasukuni como lugar de memoria ha tenido que ver con las visitas al santuario por parte de tres primeros ministros japoneses desde la década de 1980. El primero fue Yashuhiro Nakasone, en 1985; años después, entre 2001 y 2006, acudió al recinto Juni’ichiro Koizumi (lo que generó una polémica política gravísima en la opinión pública nipona) (Fukuoka 2013); finalmente, el último jefe de gobierno en visitar el santuario fue Shinzo Abe, en 2013 y en septiembre de 2020, ya como ex primer ministro.3 Los tres del Partido Liberal Democrático de Japón (Jiyu-Minshuto, Jiminto en su abreviatura japonesa), de signo nacionalista y conservador.
Aparte de no respetar la separación entre Iglesia y Estado, el que los máximos representantes del gobierno japonés visitaran Yasukuni (sin contar a ministros de sus gabinetes que hicieron lo propio) provocó debates en el seno de la opinión pública e, incluso, conflictos diplomáticos con otros gobiernos, como el chino o el de Corea del Sur. La razón se encuentra en quiénes forman parte de los más de dos millones de caídos cuyas almas divinas (shinrei) son adoradas como kami en las instalaciones del santuario. Una vez más, la “paz” tan anhelada y publicitada por los propagandistas y los monjes del complejo religioso se encuentra con una memoria colectiva condicionada por el trauma de la guerra del Pacífico, y sobre todo por la responsabilidad del Ejército imperial como victimario y no como víctima.
Tras la celebración entre 1946 y 1948 de los juicios organizados por el Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente (TPMILO), fueron procesados 28 criminales de guerra japoneses en la guerra del Pacífico,4 y 255 de ellos fueron condenados a penas que oscilaron entre sentencia de muerte por horca (7 procesados), prisión de entre siete y diez años (2) y cadena perpetua (16). Si bien en un primer momento las autoridades estadounidenses de ocupación, bajo el mando del general MacArthur, habían recopilado causas contra algo más de un centenar de sospechosos, sólo estos 28 fueron finalmente imputados por los hasta 55 distintos cargos que presentaron los fiscales. En líneas generales, estos cargos sirvieron para clasificar a tres clases de criminales: los B y C, implicados en distinto grado de gravedad en crímenes de guerra, pero sin ser los responsables directos de las peores atrocidades, y los A, considerados los mayores responsables en las agresiones denunciadas ante el Tribunal (Carpintero 2020; Gómez-Robledo 2008, 749-774; International Military Tribunal for the Far East 1946, 20-32). Entre estos últimos, por ejemplo, destaca el general Hideki Tojo, procedente del influyente Ejército de Kwantung, primer ministro y ministro de la Guerra entre 1941 y 1944.
En Yasukuni, los criminales de guerra de clases B, C y A contaron con su propia deificación y fueron añadidos al panteón de los kami caídos por el imperio y el emperador. Así, entre 1959 y 1967, fueron consagradas en el santuario las almas de criminales de clases B y C, con la connivencia del gobierno japonés. Posteriormente, en 1978, los criminales de guerra de clase A fueron añadidos al santuario de Yasukuni, con lo que se consumó la negación de los monjes y de las instituciones afines al edificio sobre la condición de victimarios de todos los condenados por el TPMILO y se mantuvo, por el contrario, un relato claramente sesgado sobre el periodo 1931/1937-1945. Durante este tiempo, de acuerdo con la retórica del santuario y el museo Yushukan, Japón se habría defendido de los imperialismos occidentales y de la intervención extranjera, y en la Dai Tōa Sensō, se habría intentado consumar aquel “sueño panasiático” (e imperialista) de la “esfera de coprosperidad de la Gran Asia Oriental” (Dai Tōa Kyoeiken) y, en definitiva, se habría contribuido durante la guerra del Pacífico a apaciguar los territorios del continente y las islas del Sudeste Asiático. Se concebía esta agresión hacia las demás zonas de la región como una tarea “civilizadora”, casi “redentora”, de una nación (la japonesa) que aceptaba la deriva militarista y el uso de la fuerza como base de su “misión” en nombre del emperador.
Para consolidar este relato nacionalista y negacionista del pasado imperial de las décadas de 1930 y 1940, Yasukuni cuenta con un centro destinado a la edulcoración del pasado traumático: el museo Yushukan. En este recinto se asiste a una exposición descarnada de rescritura y revisión del pasado al servicio de intereses políticos y nacionalistas, como los representados por quienes se hallan más cercanos a la “equidistancia” de los primeros ministros del Partido Liberal Democrático de Japón, o quienes forman parte o simpatizan con movimientos neonacionalistas como la Asociación Japonesa de Familias de las Víctimas (Japan Association for Bereaved Families, Nippon-Izozukai). Fukuoka (2013) señala que, aunque la oposición a peticiones públicas de perdón, como las que actualmente se piden en China o Corea del Sur, apenas oscila entre 20 y 30% de la población japonesa, el “ruido” que genera en el debate público es muy superior. Las reivindicaciones chinas y coreanas, ancladas hasta cierto punto en discursos martirológicos que han encontrado su máxima expresión en los “300 000” muertos durante la masacre de Nanjing o en el drama de las esclavas sexuales coreanas, han producido igualmente, según Fukuoka, una relativa “fatiga de perdón” en Japón (Fogel 2000; García 2019). Esta situación ha reforzado discursos negacionistas como los del museo Yushukan, en el que la masacre de Nanjing queda rebautizada como “incidente”; del mismo modo ocurre con la invasión y ocupación de Manchuria a partir de 1931 por el ejército de Kwantung.
Yushukan, al igual que el conjunto del recinto de Yasukuni, funciona como un lugar de memoria y, por consiguiente, como un conjunto de espacios comunes que poco o nada tienen que ver, en muchos casos (y éste en concreto es un ejemplo muy claro), con el pasado histórico al que remiten. Los pilotos suicidas de la aviación japonesa (los famosos kamikazes), por ejemplo, son presentados como héroes nacionales; una y otra vez se desarrolla un discurso legitimador sobre el periodo de las décadas de 1930 y 1940, y se une (no sin malabarismos propagandistas) al legado Meiji. Hay en el santuario y en el museo un hilo conductor que se explica a partir del “sintoísmo estatal”, la mística guerrera del bushido anterior a la era Meiji y un nacionalismo militarista. Se asiste, en suma, a la construcción de un relato que consolida una memoria sobre las primeras décadas del siglo XX muy concreta. Siguiendo lo expuesto por Oakeshott ya en la década de 1930, podría considerarse que los debates en torno a la memoria traumática de Japón que vemos en Yasukuni se basan en su adaptación a un “pasado práctico” (practical past): “Un pasado patriótico es recordado -o imaginado- de modo que pueda inspirar respeto y amor por las generaciones pasadas de nuestra nación; de esta manera es experimentado como nuestro pasado. Sin embargo, este tipo de narrativas resulta persuasivo mientras creamos que tal memorialismo retrata lo que realmente sucedió” (Oakeshott 1986, 103).
Precisamente esta última afirmación de Oakeshott es la que plantea mayores problemas entre la memoria construida desde el presente y la historia en sí misma como reflejo del pasado y como objeto de conocimiento científico. En el polémico recinto de Yasukuni y en el museo anejo de Yushukan se construye un relato premeditadamente sesgado y parcial, que busca convertir al victimario en víctima y que, por lo anterior, continúa sosteniendo que la guerra del Pacífico y las agresiones anteriores del Imperio japonés se corresponden con actos de autodefensa y pacificación. Debe tenerse en cuenta que, a diferencia de la Historikerstreit (querella de los historiadores) de la Alemania de la década de 1980 sobre los debates en torno al pasado nazi y el Holocausto, en Japón no se optó por la Vergangenheitsbewältigung (la reconciliación con el pasado). El concepto se tradujo al japonés en 1992 (kako no kokufuku), pero no se plantearon explicaciones siquiera similares al alemán Sonderweg (el “otro camino” o particularismo nacional en el desarrollo histórico) en su contexto continental. Además, la ocupación estadounidense hasta 1952 conllevó que Japón se “desasianizara” y aumentara su singularidad en la región, mientras se aproximaba a las potencias occidentales (y a Estados Unidos en particular, como es lógico) en los primeros compases de la Guerra Fría (Conrad 2003).
De un modo u otro, Japón no se ha reconciliado con su pasado traumático como agresor, por mucho que la mayor parte de la sociedad nipona sea partidaria de compensar a las víctimas del régimen militarista en Corea, China y el Sudeste Asiático y de continuar pidiendo disculpas. Los debates y la pluralidad de visiones al respecto (en particular entre quienes buscan recordar y reparar y quienes prefieren olvidar) han sido abordados en trabajos tan sugerentes como el de Yoshiyuni Igarashi (2000). En este sentido, el caso concreto del santuario de Yasukuni y sus instalaciones anejas plantea todavía serios problemas respecto a su memoria colectiva sobre el pasado siglo XX. El negacionismo y el relato nacionalista del santuario y sus simpatizantes (aparte de la connivencia de los representantes de las instituciones políticas, como hemos visto) mantienen vivos discursos que prorrogan el desencuentro con los países del entorno y el propio debate público en el seno de la sociedad nipona.
Exhumar el pasado, explicar el presente. El Valle de los Caídos en la memoria traumática del siglo XXI español
El de Japón no es el único caso en un contexto global de “batallas” por la memoria. En España, el trauma colectivo que supuso la guerra civil, y en particular la represión ulterior del régimen franquista después de abril de 1939, ha sido abordado desde las instituciones del Estado a partir, sobre todo, de la aprobación y entrada en vigor de la Ley 52/2007, del 26 de diciembre, “por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura” (BOE 2007).
Conocida popularmente como “Ley de Memoria Histórica”, abrió la posibilidad a que los familiares de las víctimas de la represión franquista y de los asesinados durante la guerra civil (tanto en el campo de batalla como, especialmente, en las retaguardias de ambos bandos) tuvieran oportunidad de reparar el mal sufrido. Si bien las primeras exhumaciones de fusilados y asesinados comenzaron a mediados de la década de 1970, durante el inicio de la Transición, éstas dependieron de autoridades locales y, primordialmente, de las familias de las víctimas (Aguilar 2018; Aguilar y León 2022), conformadas como lo que Norine Verberg (2006) definiera como “comunidades de memoria”.
El impulso de la “memoria histórica” abrió la puerta a reivindicaciones sobre la reparación a las víctimas de un pasado traumático como el de la guerra civil española y la posterior represión de la dictadura de Franco. Estos reclamos no aparecieron por casualidad, se gestaron desde el final de la propia dictadura (Aguilar 2008). El interés por el pasado de los años treinta, aunque sin perder su carácter de “tabú” entre quienes vivieron la guerra y sus consecuencias, fue cada vez mayor, no sólo entre distintos sectores de la sociedad española, sino en el ámbito de la propia historiografía (Pasamar 2015). De su experiencia como “locura colectiva”, la guerra civil pasó a ser revisitada como un proceso que había sido consecuencia directa de un golpe de Estado fallido contra un régimen parlamentario (el de la Segunda República), cuya respuesta militar y social degeneró en un conflicto bélico con implicaciones (e incluso la participación militar activa) de distintas potencias internacionales. De este modo, la guerra en España fue casi el preludio, en Europa, de la Segunda Guerra Mundial (Moradiellos 2003; Casanova 2020).
El paso del tiempo y de las generaciones hizo que la memoria en torno a la Segunda República española, la guerra civil y la represión del régimen franquista fuera el principal objeto de debate político, social y cultural en un contexto tan concreto como el del cambio de siglo, sobre todo a partir de la aprobación de la citada Ley de Memoria Histórica. En mitad de un contexto global en el que la memoria es parte fundamental de la identidad colectiva de los antiguos Estados-nación, en España se asiste actualmente a “batallas por el pasado” no tan distintas de la experiencia de Japón en torno a Yasukuni y los crímenes de guerra en Asia. En gran medida, y teniendo en cuenta que la propia memoria es procesual (obedece a procesos o experiencias colectivas muy determinadas) (Zelizer 1995), el caso de España y su pasado no es una excepción. La búsqueda de justicia y reparación para las víctimas de la guerra y de la dictadura franquista ha sido constante, y las actuales labores de apertura de fosas comunes y exhumación de cadáveres aglutinan buena parte de los esfuerzos de las instituciones, las asociaciones memorialistas y las propias familias de los represaliados (Ferrándiz 2014, 2020). Esta circunstancia, en Japón, sencillamente no se da. En todo caso es comparable a las atrocidades y los crímenes de lesa humanidad cometidos en China, Birmania, Indonesia, Corea o Filipinas, y por los que los criminales de guerra japoneses fueron juzgados en el TPMILO.
Sin embargo, la memoria traumática de los últimos años en España también se ha centrado, cada vez más, en la búsqueda de lo que se conoce como “justicia transicional”, en la que los victimarios sean juzgados y se depuren así responsabilidades en torno a la represión, la violencia y los asesinatos durante la dictadura franquista hasta los años de la Transición (Fernández Sebastián 2021). De forma paralela, el memorialismo no sólo se ha centrado en homenajear a las víctimas de la dictadura o a quienes representaron políticamente las instituciones de la Segunda República; se ha mirado hacia los lugares de memoria de la dictadura de Franco, así como a sus elementos de continuidad, recuerdo y reivindicación como “caudillo de España” y “generalísimo”. No es casual. La naturaleza procesual de la memoria, tal como explicó Barbie Zelizer (1995, 219) años atrás, permite observar las transformaciones en el acto de recordar. La reciente entrada en vigor de la Ley de Memoria Democrática tiene que ver con este nuevo impulso en los debates sobre el tema en España. Y, precisamente en este contexto, uno de los “puntos calientes” de la memoria traumática española tiene que ver con el lugar franquista por antonomasia: el monumento y monasterio del Valle de los Caídos, en Madrid.
El faraónico proyecto de Cuelgamuros, que actualmente puede visitarse a escasos kilómetros del monasterio construido durante el reinado de Felipe II de San Lorenzo de El Escorial, fue inaugurado en 1959. Aunque inicialmente el monumento se proyectó para homenajear a los “caídos por Dios y por España” en la “cruzada” de 1936-1939, durante las primeras décadas de 1960 tanto la prensa afín al Movimiento Nacional como las propias instituciones franquistas matizaron este discurso. Así, como recoge Miguel Ángel del Arco Blanco (2022, 197-198):
Poco antes de inaugurarse en 1959 el Valle, pasados casi veinte años desde el final de la guerra […] el régimen comenzó a ofrecer unos mensajes más matizados que pudiesen ser aceptables en los nuevos tiempos […] El motivo de preservar la memoria de la guerra no se explicaba ya por la necesidad de recordar la “victoria” ejemplarizante, sino para perpetuar la “paz”: el monumento y el entierro de los caídos aseguraría que “siempre disfrutemos nosotros la paz por la que derramaron ellos su sangre o equivocadamente la perdieron” […] En 1964 la dictadura lanzó su conocida campaña de los “XXV Años de Paz”, convertida en auténtica performance estatal con lenguaje y apariencia de modernidad, donde depuraba su lenguaje más bélico y abandonaba el concepto de “Cruzada”. La idea principal que pretendía transmitir era que la “paz” era un logro que el régimen había traído al país y que había posibilitado el “progreso” de la era desarrollista.
Esta explicación sobre la “pacificación” de la guerra civil, inevitable, según el relato franquista, por los crímenes y la violencia desarrollados durante la Segunda República, se mantiene incólume en el Valle de los Caídos y, en particular, en el seno de la comunidad de monjes benedictinos que guardan la basílica y la abadía aneja. En el portal principal del sitio web del Valle, el visitante virtual recibe, como bienvenida, un elocuente eslogan sobre una fotografía de la gran cruz a los caídos: “Monumento a la reconciliación”. En el apartado del sitio web en el que se detallan los “objetivos fundacionales” de la basílica, se lee el siguiente relato sobre la guerra civil y su memoria desde el franquismo:
Como tantos otros monumentos históricos integrantes del mejor patrimonio de Europa y de España, también las edificaciones del Valle de Cuelgamuros han surgido a raíz de un acontecimiento bélico. Las circunstancias que concurrieron en la contienda española de 1936-39 indujeron a mantener la evolución de aquel episodio. Por otra parte, era difícil que la controversia que acompañó y siguió al conflicto no se prolongara en torno al monumento que lo recordaba. No obstante, la resolución de concebirlo a la vez como cruz, templo y panteón común pudo haber sido la fórmula menos improcedente de cuantas era posible arbitrar [sic]. Su simbología conectaba con la necesidad de cicatrizar heridas, deponer antagonismos y volver a encontrarse juntos. El carácter sagrado de esos componentes conmemorativos parecía excluir otra idea que no fuera la de una nueva armonía bajo lo que es el signo máximo de la pacificación: la Cruz. Por lo demás, si se atiende a los documentos fundacionales se advierte que el acento se pone directamente sobre los fines religiosos, sociales y culturales al servicio de la obra pendiente de la concordia y de la justicia entre los españoles, aparte de servir como memoria y túmulo de todos los caídos […] Conforme a la finalidad del monumento, en total hay enterrados en la Basílica más de 33 700 caídos de ambos bandos según el registro (o más de 50 000, según otras estimaciones más probables), procedentes de toda España […] No hay separación por bandos, sino que están unos y otros entremezclados.
Aunque los monjes y el patronato que sostiene la abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos pretenden ofrecer un discurso pacificador y de reconciliación, en rigor el monumento no fue ni construido ni inaugurado con este propósito. De hecho, hasta su exhumación en octubre de 2019, el propio Franco permaneció enterrado frente al altar mayor de la basílica, y fue el único inhumado en el Valle que no murió durante la guerra civil. Se respetó su voluntad de ser enterrado allí, hecho que se consumó el 23 de noviembre de 1975, tres días después de la muerte del dictador (Rodrigo 2021; Sueiro 2019). La resignificación del Valle de los Caídos como lugar de memoria realmente incluyente es una de las pretensiones de la Ley de Memoria Democrática, tal como se propone en su artículo 54. Asimismo, y según lo previsto en la disposición adicional quinta del artículo 65, se extinguirían fundaciones de exaltación de la memoria franquista y de la figura del dictador, como la Fundación Nacional Francisco Franco. Tanto la actual abadía encargada del cuidado del Valle de los Caídos como esta fundación obedecen a una construcción de la memoria que recuerda y se asemeja al negacionismo y al mensaje “pacifista” a través de la guerra como “necesidad” que se observa en el caso japonés. Si en Yasukuni se rendía homenaje a los criminales de guerra condenados por el TPMILO y en el museo Yushukan se rescribía la historia de Japón, el Valle de los Caídos continúa siendo un lugar de memoria que buscó homenajear, inequívocamente, la victoria del bando rebelde (después franquista) en la guerra civil española. La Fundación Nacional Francisco Franco, como si se tratara de un Yushukan “a la española”, persigue, entre sus objetivos fundamentales:
3. Lucha contra la mal llamada Ley de Memoria Histórica (LMH). La Fundación considera que la citada Ley es gravemente dañina para la convivencia entre españoles, sectaria en su análisis de la España de Franco, e inconstitucional en cuanto restringe la libertad de opinión e investigación. Las actuaciones de la Fundación en este terreno han cosechado numerosos éxitos, y han paralizado las actuaciones arbitrarias de las diversas Administraciones en todos aquellos casos en los que la Fundación se ha personado judicialmente, y en particular el callejero de Madrid (FNFF n.d.).
Mientras algunos de los afines al régimen franquista y sus nostálgicos, ante la exhumación de Franco del Valle de los Caídos, iniciaron una campaña en redes sociales de defensa del monumento y su significación franquista (véase la página de Facebook El Valle No Se Toca, @vallenosetoca), la sociedad española asistió al acto con curiosidad en algunos casos, y con apatía en otros tantos. La prensa de octubre y principios de noviembre de 2019 arrojó los resultados de distintas muestras demoscópicas sobre la opinión que merecía la medida de sacar al dictador y llevarlo a otro enterramiento. En líneas generales, y tras consultar los resultados de diarios de distinta tendencia ideológica, se puede concluir que apenas la mitad de la población entrevistada aplaudía la exhumación, frente a un tercio que se mostraba indiferente, y el resto se oponía (Ordiz 2019; Carvajal 2019; Cortizo 2019; Ramírez 2019; Pascual 2019). La relevancia del suceso, en cualquier caso, no condicionó de manera definitiva el resultado de las elecciones generales del 10 de noviembre de aquel año; posteriormente, la irrupción de la pandemia de la covid-19, a partir de marzo de 2020, desdibujó los debates sobre la exhumación de Franco entre la opinión pública española y los dejó relegados al ámbito académico.
A diferencia de la memoria sobre los crímenes y los criminales de guerra japoneses durante la guerra del Pacífico, en España la mayor parte de las autoridades políticas actuales no muestra su connivencia con las personas y los colectivos que guardan tanto el Valle de los Caídos como la Fundación Nacional Francisco Franco. El contexto político posterior a la transición a la democracia en España es distinto al del Japón posterior a la ocupación estadounidense, y como se ha observado, ambas experiencias memoriales son aparentemente distintas. Sin embargo, coinciden en que su pasado traumático, parafraseando a Hutton (1988), es un ancla de la que es difícil escapar, lo que hace que un fragmento de la sociedad se resista a cambiar su autopercepción como integrante de una comunidad que comparte (y debe afrontar) un trauma.
Conclusiones
En 1991, la socióloga Robin Wagner-Pacifici y el psicólogo Barry Schwartz (1991, 411) explicaron que, en Estados Unidos, ante la inauguración del Memorial de Veteranos de Vietnam, se había consolidado un difícil equilibrio entre la opinión pública que podía definirse como “conmemoración sin consenso”. Años después, Kazuya Fukuoka (2013, 45) asimilaría este concepto a la controversia sobre Yasukuni en la memoria traumática de Japón, en una clara alusión a las tensiones que el santuario y el museo Yushukan generaban en el seno de la sociedad nipona y en sus relaciones con otros países de Asia Oriental. En el caso de España, teniendo en cuenta sobre todo la polémica en torno al Valle de los Caídos y a las políticas públicas de memoria actuales, nos encontramos ante un escenario de “conmemoración sin consenso” desde, al menos, 2007. La obsesión de algunas fuerzas políticas (en particular desde la derecha del arco parlamentario) y grupos de presión por “no abrir heridas” o “no remover el pasado” ha conllevado, irónicamente, que tal situación genere cada vez mayores polémicas en la sociedad española.
La controversia en torno a Yasukuni y la memoria de la guerra del Pacífico no es equiparable a la de la “memoria histórica” en España o sobre qué hacer con Cuelgamuros tras la exhumación de Franco, aunque se han podido inferir algunas características comunes. En primer lugar, los relatos “revisionistas” tanto en España como en Japón se basan en la negación de responsabilidades directas, así como en una concepción de ambas guerras que pasa por la autodefensa (ya sea de la nación japonesa, ya de una España asediada por el “comunismo” y, en palabras de los propagandistas del franquismo, la “anti-España”) y la búsqueda de la “paz” (de la Gran Asia Oriental ante las potencias occidentales, o de la previa victoria de Franco tras la “cruzada” de 1936-1939, posterior al “Glorioso Alzamiento Nacional” de julio de 1936).
En segundo lugar, y aunque los gobiernos del Partido Socialista Obrero Español, tanto de José Luis Rodríguez Zapatero como de Pedro Sánchez, han buscado dar forma a una legislación memorialista sobre la guerra y la represión franquista, sectores nada desdeñables de la derecha política, y sobre todo mediática, muestran todavía su connivencia con los relatos más tibios sobre la dictadura de Franco y cuestionan el origen del conflicto de 1936-1939, exponiéndolo como consecuencia inevitable de la Segunda República. Incluso entre algunos profesionales de la historia se ha propiciado esta lectura “revisionista” sobre el régimen republicano de 1931-1936 (un claro ejemplo en Payne 2016), desarrollando precisamente este tipo de justificaciones teleológicas y sin diferenciar, en muchos casos, entre la Segunda República en tiempos de paz y la que, posteriormente, hizo frente al conflicto hasta la derrota final del régimen republicano en abril de 1939. En el ámbito de la memoria y sus lugares de resignificación, situaciones como la del callejero de Madrid han sido un ejemplo muy claro de que una interpretación sesgada, desde la derecha política y su concepción de la memoria, puede hacer que se produzca una suerte de efecto “acción-reacción” (Echagüe 2020).
Esta “acción-reacción”, en tercer lugar, basada en que la memoria es igual para todos, es un reto al que los historiadores no debemos dejar de prestar atención, principalmente porque los debates sobre las memorias nacionales, como se apuntaba al inicio de este trabajo, son realmente parte de una concepción global sobre el pasado que se manifiesta en el presente de los Estados-nación actuales. Las generaciones que hoy reivindican reparaciones, verdad y justicia en países como España se corresponden, cada vez más (por razones puramente biológicas), con los herederos de una memoria colectiva que, en China, Corea del Sur y otros territorios agredidos e invadidos por el Japón de 1937-1945, están igualmente alejados de la propia experiencia traumática. La reinterpretación de la memoria, a partir de la aceptación de nostalgias prestadas como base de conocimiento del pasado, dificulta que la memoria colectiva pueda ser incluyente. El martirologio, tanto en China, por ejemplo, en torno a la masacre de Nanjing, como en España, con los miles de personas que aún continúan enterradas en fosas comunes, puede agravar un maniqueísmo entre “buenos y malos” que refuerza, en última instancia, el rechazo de quienes se sienten más cercanos a otro tipo de pasado. Nos encontramos, llegados a este punto, con la proliferación de las memorias saturadas sobre las que reflexionó Régine Robin (2003) y que, ante su constante reivindicación y “ruido”, acaban produciendo “cacofonías” en la memoria colectiva y condenan al silencio las menos “espectaculares” y, en consecuencia, más proclives a la desmemoria.
La idea de la memoria saturada ayuda a entender la “fatiga de perdón” producida por la reivindicación constante (“cacofónica”, incluso) de determinados memorialismos. En buena medida, el apoyo al santuario de Yasukuni no se entiende sin la “fatiga de perdón” a la que se aludió en este texto; en España, el desarrollo de relatos “revisionistas” que recuperan buena parte de los tópicos sobre la guerra civil y la República de 1931 procedentes del franquismo tiene que ver con este fenómeno de reacción propiciado por políticas de memoria que generan rechazo entre una parte de las derechas del arco parlamentario y de la sociedad. Los más “nostálgicos” de la dictadura, ya desde quienes simpatizan con el Valle de los Caídos y su significación original, ya desde instituciones como la Fundación Nacional Francisco Franco, no son el problema principal.
Una política de memoria, aunque democrática, que sólo escuche las reivindicaciones de una parte de la sociedad, tampoco es la solución. Si en España se quiere evitar que la memoria traumática del siglo XX pueda “yasukunizarse”, proyectos como el de la Ley de Memoria Democrática deberán tener en cuenta la pluralidad y la complejidad reales de la memoria colectiva. En este sentido, los historiadores debemos contribuir a construir una memoria incluyente y pedagógica que huya de justicias transicionales en las que nuestro oficio no puede entrar por pura imposibilidad metodológica y epistemológica. Tampoco debemos anclarnos en una suerte de “equidistancia” equilibrista que vea con buenos ojos las mentiras y las perversiones del uso (y abuso) de la memoria, venga de donde venga.
Tanto en el caso de Yasukuni como en el del Valle de los Caídos, considero que el historiador puede acercarse a ambos lieux de mémoire teniendo en cuenta, primero, el propio complejo monumental. En segundo lugar, debe detenerse en quiénes lo impulsaron, en qué circunstancias, y quiénes lo reivindican en la actualidad. En tercer lugar, se debe prestar especial atención a la percepción que sobre el lugar de memoria tiene el conjunto de la sociedad como receptora desde el presente. Desde esta triada objeto-impulsor-receptor o triángulo hermenéutico, desarrollado en su momento por Kansteiner (2002), es posible aproximarse a la memoria colectiva sobre pasados traumáticos, así como a sus desafíos actuales al considerarlos fenómenos globales, como ya destacó Conrad (2003). A lo largo de este trabajo he intentado plantear ambas problemáticas, la nipona y la española, a partir de los lugares y sus impulsores, y de los debates actuales, y ofrecer un enfoque comparado no exento de limitaciones. Ya sea en escenarios negacionistas como el de Yasukuni y Yushukan, ya en los debates sobre la memoria de la guerra civil española y sobre qué hacer con los lugares de memoria franquistas como el Valle de los Caídos, es posible “limpiar” los pasados sucios (Álvarez Junco 2022) desde el rigor que permite el análisis histórico.
Como vivimos inmersos en el “imperio de la memoria”, el historiador puede, incluso, y siguiendo los planteamientos de David Cockburn (1997), servirse de las distintas memorias individuales y colectivas como fuente histórica complementaria para explicar el presente, siempre que no dé por sentado tales fuentes como únicas fiables y que no caiga en el anacronismo, concomitante en los relatos memorialistas de la actualidad. Así pues, el papel de la historia es fundamental para explicar y comprender el pasado y ayudar, de este modo, a entender el presente con las herramientas que el historiador tiene a su alcance y que, como científico social, debe compartir con la sociedad a la que pertenece.