El MS. ESC. K-III-4 como objeto cultural
La pregunta acerca de la influencia de la tecnología en las maneras de escribir y de leer ha caracterizado, en las últimas décadas, las aproximaciones a los estudios literarios, y sin duda las ha revitalizado. A nadie se le niega, en este sentido, que la historia de la escritura y, por consiguiente, de la lectura tiene mucho que ver con los cambios que han generado las tecnologías, los diversos soportes materiales de los textos a los que accedemos. En los estudios medievales, en particular, la consideración de la producción textual como hecho cultural ha privilegiado el análisis de los objetos, concentrado en lo que se conoce como “cultura material” y que congrega, asimismo, el interés actual de disciplinas como la historia, la antropología y, obviamente, la filología.
Pensar la materialidad de la literatura en la Edad Media implica enfocar una materialidad básicamente manuscrita, ya que los códices siempre se tuvieron por reservorios primarios de la textualidad del período. La apreciación de los códices como objetos culturales posibilita ahondar, más allá de aproximaciones idealistas que directamente ignoran la materialidad manuscrita, o de otros estudios centrados en su papel como meros continentes de los contenidos relevados, en las dinámicas de producción y recepción textual medievales. El planteamiento inicial del presente trabajo es que esa disociación entre las significaciones simbólicas y las formas materiales que las transmiten debe superarse para enriquecer la interpretación textual, en particular de textos del período como el Libro de los tres reyes de Oriente, en que lo simbólico, aquí específicamente inherente a la doctrina cristiana, está asentado en los elementos materiales que lo presentan. El códice como artefacto es la única mediación posible para acceder a las ideas, expresiones y manifestaciones literarias y, de modo más amplio, culturales; esta primera mediación resulta esencial, entonces, para el análisis de nuestro texto sobre la infancia y muerte de Jesús que integra el MS. K-III-4 de la Biblioteca de San Lorenzo de El Escorial.
El carácter de mediación del códice como objeto cultural supone, asimismo, la consideración de formas de intercambio que se reproducen tanto en el interior como en el exterior del espacio manuscrito: en la dinámica textual, internamente, pero sobre todo en la compilación de las historias en un códice individual y, de manera más amplia, en el uso que sus receptores hacen de ese códice1. Al enfatizar la singularidad del códice medieval como objeto cultural, recientemente Borsuk (2020, p. 78) lo distinguió del libro como contenido ya característico de los comienzos de la imprenta, en el que se privilegia la autoría y la información transmitida de manera particular por sobre la circulación social del conocimiento.
La actividad de copia manuscrita como transmisión de conocimiento cultural caracteriza ese intercambio que el códice establece entre sus productores, que exceden la figura de autor singular, y sus receptores, que también exceden cualquier consideración individual. En el caso del códice K-III-4, la figura del compilador de los tres poemas del temprano siglo XIII en este manuscrito de fines del siglo XIV se torna relevante por sobre la de los autores de esas historias. El Libro de los tres reyes de Oriente forma parte de tal códice junto con el Libro de Apolonio y la Vida de Santa María Egipciaca, dos poemas con los cuales comparte muchos rasgos temáticos además de su reunión en un mismo espacio manuscrito; hay, asimismo, diferencias entre ellos, aunque son básicamente métrico-estróficas y no suponen divergencias importantes en cuanto a la transmisión de la ejemplaridad cristiana que los distingue2. Además de esta particularidad manuscrita del Libro de los tres reyes de Oriente, también es destacable su particularidad textual, ya que frente a gran parte de los textos hispánicos del período -incluidos aquellos con los que comparte espacio codicológico- no posee una fuente conocida que habilite el cotejo de lo narrado3.
Partiendo de la idea de mediación del códice como objeto cultural y del intercambio como la dinámica básica de su circulación, que se manifiesta en el códice medieval en cuanto artefacto histórico y en los textos que lo conforman, planteamos por último que esa configuración está sujeta a la primacía de un sentido sobre los otros: el de la vista, y el del oído en segundo lugar, en cuanto sentidos cognitivos4. Toda posible apreciación de la materialidad manuscrita refiere básicamente a esos dos sentidos y a la oportunidad, ante todo, de ver aquello que los códices contienen. Muy recientemente, Morrás (2019, p. 366) destacó las paradojas actuales de la relación entre la centralidad del códice en los estudios filológicos y las posibilidades tecnológicas que han permitido esa centralidad, y señaló el formato digitalizado con que puede accederse a cada vez mayor cantidad de manuscritos medievales como una realidad virtual antes que física. Esa representación del artefacto cultural, si bien no recupera la materialidad del objeto en sí mismo, permite acceder a él esencialmente a partir de la vista, lo que de alguna forma remite a lo visual como parámetro distintivo de lo material tanto en la producción como en la posterior recepción de este tipo de producción artística, tal cual sucedía en la Edad Media.
De esta manera, consideramos como propuesta de trabajo que el eje de la vista como parámetro determinante de la percepción de esa materialidad manuscrita medieval, ya sea de la manera preferible -aunque más restrictiva- de la consulta física concreta, ya sea mediante el formato digitalizado sustituto, puede superar la disociación entre lo simbólico y lo material, por medio de la apreciación del códice como objeto que da cuerpo -o forma- a una idea, a una expresión literaria en sí misma también virtual. A pesar de que todo proceso cognitivo e interpretativo se apoya en elementos materiales perceptibles por medio de los sentidos, esos elementos presentan un simbolismo evidente en la impronta religiosa cristiana tanto del códice en su conjunto como particularmente del Libro de los tres reyes de Oriente.
El F. 82v del MS. K-III-4 como espacio confluyente de sistemas de representación
Como parte de los considerandos de la nueva filología, Nichols introduce el concepto de matriz manuscrita en el año de 1990, para describir el códice medieval como sistema compuesto por numerosos métodos de representación, y lo desarrolla en sus trabajos posteriores -incluidos los más recientes (Nichols 2015 y 2016)- sobre el folio manuscrito como espacio confluyente en el que el folio o página puede contener pintura, texto, rúbricas, iniciales decoradas, decoración marginal, etc. (Nichols 2016, pp. 3-4). Tal consideración es útil para resaltar la confluencia de los tres poemas que integran el códice K-III-4, en su carácter de compilación, y a la vez la confluencia de diversos sistemas de representación en el folio manuscrito, sobre todo concentrados y asequibles por medio de lo visual, en cuanto formas de una unidad material que permite trascender apreciaciones y análisis restrictivos.
El comienzo del Libro de los tres reyes de Oriente se revela, según esta orientación, como lugar de convergencias; más allá de cualquier binarismo entre texto e imagen, es posible apreciar ese folio (F. 82v) como la unidad en que el título, la imagen, la inicial decorada y el texto son parte de un todo representativo. A este respecto, las diferencias entre los modos de representación visuales y verbales de este folio no se dejan de lado, sino que se las considera a partir de la tensión productiva que generan (Camille 1985, p. 138).
La imagen presente en el F. 82v (Fig. 1, infra) se vuelve relevante asociada a un contexto manuscrito que no posee ninguna otra imagen y donde la iluminación está en general bastante restringida a rúbricas e iniciales en color rojo frente a la tinta negra prevalente. Ese F. 82v, casi al final del códice, faltando apenas unos pocos folios para que el copista culmine la escritura con el clásico Finito libro sit laus gloria Christo del F. 85v, es sin duda el más remarcable del manuscrito. La retórica de la imagen manuscrita medieval da cuenta de que no cualquier pasaje se ilumina, sino aquellos que son los más importantes; en este caso, un solo pasaje, además, y que no principia el manuscrito, sino que anuncia su final, lo cual lleva la atención a la figura de la Adoración allí representada. La idea de embellecer los pasajes importantes con iluminaciones posiciona esa escena de la Adoración, en sí misma, pero en particular por su carácter manuscrito absolutamente singular, como el pasaje más importante de todo el códice K-III-4. Su disposición en el folio manuscrito relativiza incluso el carácter ilustrativo de la imagen con respecto al texto, ya que la ilustración antecede al texto y funciona, de alguna manera, como apertura que lo anticipa, pero que no lo explica propiamente5.
En la iluminación medieval, en general, el concepto de copia prestigiaba la obra (Fernández 2019, p. 174). La procedencia del modelo, sin embargo, podía dar cuenta de mayor o menor distancia, de ámbitos culturales próximos o más lejanos, e incluso de variedad de formas de representación. En el caso de la imagen presente en el F. 82v, en particular, y como ya señaló Alvar en la introducción a su edición del Libro de los tres reyes de Oriente, que él retitula como Libro de la infancia y muerte de Jesús (1965), hay suficientes elementos para pensar en la posible copia del arca relicario que Nicolás de Verdún construyó entre 1186 y 1205 para albergar los restos de los Reyes Magos en la Catedral de Colonia, donde aún hoy se conservan. Si bien no pueden establecerse precisiones y hay algunas diferencias, son más significativas las similitudes en la disposición de quienes conforman la escena y de los objetos allí presentes.
Quién pudo haber ilustrado la imagen de la Adoración del códice K-III-4 es otra pregunta sin respuesta precisa. A partir del siglo XIII se empieza a profesionalizar en Europa la tarea de la iluminación manuscrita, por lo que no resulta tan común desde ese momento la unificación de la copia y de la iluminación en una misma persona6. Es verdad que esta dinámica se aplica básicamente a la iluminación destacada de ciertos códices, pero permite pensar en otra posible figura involucrada en la producción manuscrita: la del iluminador, que responde al diseño previo del compilador. Es una imagen que parece pautada de antemano; el espacio entre el título y el comienzo del texto, así como el uso del color, darían en parte cuenta de ello, ya que frente al negro y rojo que el copista utiliza en el resto del códice en la imagen se destacan el negro, el rojo, pero también el rojo anaranjado y el amarillo como particulares sustanciaciones manuscritas de esos colores.
Esta imagen de la Adoración, que supone la única representación iconográfica manuscrita y enriquece la variedad material de los elementos confluyentes en el códice, posee en sí misma un carácter material destacable en la representación del episodio bíblico. Las manos, que en general junto con el rostro se iluminaban al final por el nivel de detalle que requieren, son aquí portadoras básicas de esa materialidad significativa: la Virgen, en principio, toma con sus manos al Niño Jesús; los Reyes con una mano señalan ya al propio Cristo, ya a la estrella central en la imagen, mientras con la otra sostienen los dones que ofrecen al Salvador7. Naturalmente, la materialidad que se atestigua en la imagen está muy ligada a lo simbólico, en principio mediante elementos que connotan en este caso la triple naturaleza de Cristo como hombre, rey y divinidad; los dones representados, en este sentido, exceden su mero carácter de objetos para funcionar con la particularidad de los objetos sagrados, según su impronta espiritual.
La materialidad de los objetos narrados
El Libro de los tres reyes de Oriente narra la historia de Jesús, concentrada en los momentos clave de su nacimiento y su muerte, mediante una serie de objetos que permiten ver, asimismo, la complejidad de su impronta salvífica. La percepción vívida y corpórea de su vida, y ante todo de su sufrimiento, se promueve particularmente por medio de esos objetos que condensan la identidad de su naturaleza tanto humana como divina.
En el inicio ya propiamente textual, también fijado en el F. 82v del MS. K-III-4, la referencia a los dos sentidos preeminentes medievales en cuanto sentidos cognitivos -en especial la vista, pero también el oído- se concreta mediante la conjunción de lo oído y lo efectivamente narrado en la escritura de la historia de los Reyes Magos:
Pues muchas vezes oyestes contar
de los tres reyes que vinieron buscar
a Jhesu Christo que era nado,
una estrella los guiando,
et de la grant maravilla
que les avino en la villa
do Erodes era el traidor
enemigo del Criador (vv. 1-8)8.
Lo que tantas veces se ha oído contar es la leyenda de los Magos de Oriente en pos de la estrella que los guiará a Cristo. Esa estrella es la impronta visual de toda la primera parte del poema, ya presente en la imagen de la Adoración de este mismo F. 82v y duplicada en la apertura de la historia como indudable foco ahora narrativo.
Como los dones previamente destacados en la imagen, la estrella hace confluir lo material con lo simbólico por medio de lo visto, que sólo se reserva a quienes pueden trascender su mero carácter material para comprender su significado pleno como representación religiosa; así, deja de verse cuando los Magos visitan a Herodes, a causa de su ceguera y negación de la verdad cristiana: “E quando con él estudieron / el estrella nunqua la vieron” (vv. 15-16), en tanto que reaparece en la escena narrada cuando se alejan de él:
Los reyes salen de la çibdat
e catan a toda part;
e vieron la su estrella
tan luziente e tan bella,
que nunqua de ellos se partió
fasta que dentro los metió
do la Gloriosa era
e el Rey del çielo e de la tierra (vv. 27-34).
El relato de la Adoración reproduce lo percibido antes por medio de la imagen; asimismo, desde lo visual remarca el contenido doctrinal de la escena: en la descripción de la postura física de los Reyes (“fincaron los inojos”, v. 36) y el detalle de los elementos entregados en el primer verso del pareado, con la consecuente explicación de su significado en el verso siguiente:
Baltasar ofreçió oro,
porque era rey poderoso;
Melchior mirra por dulçora,
por condir la mortal corona;
e Gaspar le dio ençienso,
que assí era derecho (vv. 39-44).
La narración de la matanza de los inocentes es, sin duda, el episodio que presenta la mayor materialidad de todo el poema9; prueba de ello es que ahí se aúnan lo visual (mediante las referencias concretas a brazos, manos, espaldas como parte del desmembramiento) y lo auditivo (específicamente por medio del duelo de Raquel como representación de la reacción dolorida frente al hecho), para subrayar de esa forma la violencia física, base de la crueldad de Herodes, quien ordena y dispone la matanza, aunque no la ejecute:
Quantos niños fallavan,
todos los descabeçavan:
por las manos los tomavan
por poco que los tiravan,
sacavan a las vegadas
los braços con las espaldas.
Mesquinas, ¡qué cuitas vieron
las madres que los parieron!
Toda madre puede entender
quál duelo podrié seyer,
que en el çielo fue
oído el planto de Rachel (vv. 60-71).
Esa crueldad asociada al peligro de perder la vida se reitera en el poema en la posibilidad concreta de la muerte de Cristo; muerte que no lo alcanza en la matanza perpetrada por Herodes, pero que se replica como amenaza en el episodio del asalto de los ladrones a la Sagrada Familia en su huida a Egipto. El diálogo entre esos ladrones refuerza la materialidad por medio, una vez más, de la imagen plástica del desmembramiento, que añade aquí el cuchillo como objeto y causa de la partición10:
Dixo el ladrón más felón:
“Así seya la partiçión:
tú, que mayor e mejor eres,
descoig’ dellos qual más quisieres;
desí partamos el más chiquiello
con el cuchiello” (vv. 108-113).
La respuesta del ladrón bueno, que intenta sumar racionalidad a la crueldad innecesaria sugerida por el ladrón malvado, sigue asentándose en lo material como parámetro básico de consideración, en este caso no por medio del cuerpo y sus partes, sino en referencia al peso corporal: “Antes dixo que dizía seso / e quel’ partiesen bien por peso” (vv. 119-120).
Es apropiado ligar este interés material de los ladrones con su actividad, centrada en la primacía de los bienes económicos incluso sobre la vida humana:
Encontraron dos peyones,
grandes e fuertes ladrones,
que robavan los caminos
e degollavan los pelegrinos;
el que alguna cosa traxiesse,
non ha aver que le valiesse (vv. 98-103).
En la actitud de uno y otro ladrón puede distinguirse, sin embargo, una relación con lo material -más específicamente lo monetario- bastante diferente, a partir de la maldad o de la bondad de uno y otro como parámetros orientativos de manifestación y regulación de ese interés material. En el primer ladrón la maldad es lo que prima por sobre su interés monetario, que le hace proponer un trato a todas luces desventajoso, al anteponer su espíritu malvado a la racionalidad económica del manejo del botín. Al segundo, en tanto, el bien por encima del posible rédito económico lo conduce a albergar a la Sagrada Familia en su propio hogar, ofreciéndose no una vez, sino en dos ocasiones repetidas, a cubrir cualquier pérdida monetaria si los huéspedes escaparan: “E si se fueren por ninguna arte, / yo te pecharé tu parte” (vv. 127-128 y 145-146).
Esta partición de la Sagrada Familia, que encuentra su punto de mayor tensión en el reparto de Jesús como bien sacro, y el hecho de que se revele simultáneamente como persona y objeto de intercambio, permite ligar tal intercambio con el comercio de reliquias. Como plantea Geary (1991, pp. 211-239) acerca de las reliquias, el estar sujetas a la división y al robo, en cuanto prácticas habituales del comercio de bienes sagrados en los siglos medievales, las vuelve otra mercancía más, aunque en una dinámica particular de intercambio. Esa particularidad en gran medida está cifrada en su naturaleza religiosa y, por tanto, en las implicaciones simbólicas del poder de esos objetos y en la imposibilidad de fijar un precio, el cual no sólo está supeditado a su valor material, sino esencialmente a su valoración espiritual.
La materialidad de las imágenes simbólicas cristianas
Entre los elementos materiales que connotan simbólicamente la medida del bien o de la mediación cristiana en el Libro de los tres reyes de Oriente, como los ya mencionados dones que los Reyes Magos ofrecen a Jesús y la estrella que los guía a su encuentro, la escritura ocupa un papel central en cuanto referencia a la vez material y sobrenatural:
Josep yazía adormido,
el ángel fue a él venido.
Dixo: “Lieva, varón, e ve tu vía,
fuye con el niño e con María;
vete para Egipto,
que así lo manda el escripto” (vv. 84-89).
El carácter tanto material como sobrenatural de la Escritura radica en su naturaleza sagrada, que se reafirma en un sueño profético que recibe José, justamente de boca de un ángel. La presencia angélica ordena aquello que José cumplirá: la huida de la Sagrada Familia a Egipto, pero lo legitima en la Santa Escritura como referencia última; lo visible predomina, de esa forma, sobre lo audible, así como lo sobrenatural del sueño y la indicación celestial se asientan en la materialidad de los sentidos y de lo efectivamente escrito tanto para manifestarse como para comprenderse.
Esta preeminencia de la escritura sobre lo oral vuelve a repetirse hacia el final del poema, cuando se narra la partida de la Sagrada Familia del hogar del buen ladrón, quien los conduce a salvo del ataque del ladrón malo: “Escurriólos fasta en Egipto, / así lo dize el escripto” (vv. 206-207). La preocupación material por el cuidado y el sustento nunca deja de estar presente en vista de la preservación vital mayor, lo que se revela en las cuestiones menores que el ladrón también atiende para la huida: “priso carne, vino e pan” (v. 203).
La escritura, como plantea Verón (2013, p. 145), fue el primer proceso que combinó la autonomía de signos lingüísticos respecto de la fuente que los produce con la persistencia del mensaje en el tiempo; en este caso, además, la escritura sagrada como referencia da otro carácter tanto a la autonomía del mensaje como a su persistencia en el tiempo, ya que supone la confluencia del tiempo histórico de la vida humana de Cristo y el tiempo sacro de su redención salvífica. Las dos referencias a la escritura en el poema, que señalan Egipto como destino de la huida de la Sagrada Familia en la preservación de Jesús frente al hecho concreto de la masacre de los inocentes, establecen una distancia espacial pero no temporal: a pesar de no haber sucedido aún, esa huida protectora a Egipto ya aconteció, y por ello fue registrada, a la vez que continuará aconteciendo en la memoria perdurable de la cristiandad. No es casual, en este sentido, la referencia poética a esa matanza narrada, de manera semejante, que anula el distanciamiento temporal en función de la ejemplaridad y la doctrina cristianas:
Dexemos los moçuelos
e non ayamos dellos duelos;
por quien fueron martiriados,
suso al çielo son levados;
cantarán siempre delante Él
en uno con Sant Miguel;
la gloria tamaña será
que nunqua más fin non havrá
destos niños que siempre fiesta façedes (vv. 72-80).
En la escena de la curación del niño leproso en el hogar del ladrón bueno se presenta otro de los elementos identificables como parte importante de la mediación religiosa del poema, cuya impronta material está asociada a su simbolismo para la doctrina cristiana: el agua. El baño de la hospedera a Cristo niño se visualiza, en principio, mediante el agua como imagen central y reiterada de ese baño:
Va la huéspeda correntera
e puso del agua en la caldera.
Deque el agua hovo asaz caliente,
el niño en braços prende.
Mientre lo baña, ál non faz
sino cayer lágrimas por su faz (vv. 155-160).
El agua del baño se duplica en las lágrimas de la mujer que llora por la enfermedad de su hijo. Y su carácter mediador se concreta luego mediante la Virgen María, intercesora por excelencia de la gracia cristiana, quien baña al niño enfermo en el agua del baño de Cristo:
La Gloriosa lo metió en el agua
do bañado era
el Rey del cielo e de la tierra.
La vertut fue fecha man a mano,
metiól’ gafo e sacól’ sano.
En el agua fincó todo el mal,
tal lo sacó com’un cristal (vv. 179-185).
Las resonancias bautismales del baño son innegables, y el agua se transforma en purificadora (la imagen del cristal es, a tal propósito, relevante), en este caso por el contacto directo con Cristo. Chaplin (1967) plantea que el episodio de los ladrones es el principal acontecimiento del poema, centrándose en su detallado análisis del material apócrifo que le sirve de base y en las modificaciones esenciales presentes en el poema: “From this survey we see two main differences emerge: the healing of leprosy and the identification of the two sons as the crucified thieves” (p. 93). Recuperando esos elementos en función de la estructura del poema, Richardson (1984) postula un texto tripartito en el cual cada una de las secciones (la Adoración y masacre de los inocentes, el episodio del robo y, por último, la Crucifixión) remite doctrinalmente al bautismo y su relevancia cristiana:
The first describes the baptism by blood of the Holy Innocents and in the second, Dimas is baptised by water at the same time as his leprosy is cured. In this case, the conditions of mind necessary for the sacrament to take effect were fulfilled by his parents, but in the final section, Dimas himself asks pardon of Christ on the cross, and thereby may be seen to undergo a further double baptism by blood and desire (p. 184).
La muerte de los hijos de los ladrones en la cruz, junto a Cristo, presenta ese mismo carácter material, asociado al sufrimiento físico inicial narrado en la matanza de los inocentes. La materialidad que se retoma poéticamente en la Crucifixión, sin embargo, es la del agua que sanó al niño leproso y, finalmente, lo condujo a la salvación: “El que en su agua fue bañado / fue puesto al su diestro lado; / luego quel’ vio, en Él creyó” (vv. 228-230).
La principal innovación del poema con respecto al material tanto canónico como principalmente apócrifo de lo narrado es la adecuación cronológica poética, que hace que sean los hijos de los ladrones, y no ellos mismos, quienes mueran con Cristo, y que, por lo tanto, sea el salvado quien recibió la sanación milagrosa en su infancia. Los acontecimientos del asalto de los ladrones, la curación de un niño leproso y el Calvario, dispersos en el Libro árabe de la infancia como uno de los antecedentes reconocidos de nuestro poema, se unifican en el Libro de los tres reyes de Oriente mediante la impronta material más importante de todas: la de la vida humana como realidad espacio-temporal acotada (Zubillaga 2016 y 2019). El marco biográfico, representado en la Encarnación, pero apreciable sobre todo en los sucesos compartidos por los hijos de los ladrones y Cristo (desde su nacimiento hasta su misma muerte), es el elemento material que subsume a todos los demás en su impronta natural y simbólica: los dones ofrecidos por los Reyes Magos, entre los que se encontraba la mirra en asociación a su humanidad; la estrella como guía lejana, pero concreto y visible testigo de los sucesos humanos; el agua, que supone algo tan cotidiano como la limpieza del cuerpo, pero que puede purificar asimismo el alma en contacto con lo sagrado.
Una concluyente materialidad
La materialidad que asume la devoción en la Edad Media, en particular desde el siglo XII, se reproduce en numerosos textos e historias del período, lo que se percibe de forma relevante en la transmisión de esos textos a partir de manuscritos misceláneos y su dinámica compilatoria, como el caso del escurialense K-III-4, o de los ejemplares del flos sanctorum, en los cuales se suceden vidas de santos como testimonios variados, pero unificados, de la salvación cristiana. Tal carácter devocional y material, asimismo, configura cada una de esas historias, en las que se destacan ciertos y determinados objetos materiales con una impronta simbólica cristiana significativa. La figura de los Reyes Magos es muestra muy clara de ello: la renovación de su culto, debida al hallazgo y traslado de sus restos de Milán a Colonia, o bien propiciada por ello, se materializa en el arca relicario que los alberga hasta el día de hoy; el diseño del arca como contenedora sagrada se copia, al menos en alguno de sus rasgos esenciales, en un códice que a su vez contiene una historia de la infancia y muerte de Jesús donde los Reyes Magos cumplen un papel preeminente. La confluencia de diversos sistemas de representación en el espacio del folio manuscrito medieval, como ha podido apreciarse en el F. 82v del MS. K-III-4 -y en este caso concreto en el que cada sistema de representación, además, procede de una tradición tanto iconográfica como textual (sea ésta más o menos directa, conocida y/o identificable) y forma parte de un entorno codicológico más amplio que resignifica tanto esa imagen como esa historia-, remite a la idea de mediación e intercambio como parámetros constitutivos de esa devoción medieval.
El carácter material de tal devoción se reconoce de manera privilegiada, según hemos planteado, en los objetos que se refieren a ella: desde las representaciones confluyentes visuales y textuales del folio manuscrito hasta las imágenes más destacadas asimismo en la miniatura o en el propio poema. Los dones que los Reyes Magos ofrecen a Cristo Niño, la estrella que los conduce a su encuentro, la Sagrada Escritura, el agua bautismal son todos elementos concretos que se distinguen por la preeminencia del sentido de la vista en la cultura medieval y que promueven simbólicamente la mediación de la doctrina cristiana; son objetos, en síntesis, que también dan cuenta de la confluencia de lo material y de lo espiritual, y de las particulares formas de intercambio que asumen en su carácter a la vez concreto y sagrado.
En sí mismo, el Libro de los tres reyes de Oriente no es sólo la historia de Cristo concentrada en un episodio apócrifo de su infancia -el asalto de unos ladrones a la Sagrada Familia en su huida a Egipto-, sino la convergencia de las tradiciones canónica y apócrifa de la imagen de la Adoración que figura al principio del F. 82v del MS. K-III-4 y el texto que narra verbalmente tal imagen, de la oralidad y la escritura como registros materiales de lo dicho y, principalmente, de lo efectivamente visto, y de lo material como síntesis de lo sobrenatural que requiere de lo natural y lo concreto para manifestarse y apreciarse.