En los más de cien años de efectos acumulados por la única novela de José Martí, poquísimos lectores han de haber dedicado más tiempo a su estudio que Mauricio Núñez Rodríguez, responsable de su única edición crítica. Muy recomendable entonces tiene que ser, a priori, el libro suyo en que se concentran los hallazgos debidos a tanta perseverancia, dedicación y disciplina, como lo es Silencios y recepciones. En efecto, en sus 186 páginas, este libro de aspiración enciclopédica reúne, articula y procesa los datos clave de esa historia más que centenaria de novela tan curiosa, ya desde el hecho de que 1) sea una rara avis en el conjunto de la producción literaria de su autor, 2) se le conozca por dos posibles títulos sin exclusión recíproca (Amistad funesta/Lucía Jerez), 3) fuera publicada (lo que a su vez ha de haber condicionado en alguna medida su concepción misma) bajo seudónimo femenino, 4) para un público eminentemente femenino, como lo es el cautivo de ese subgénero novelesco, y 5) por entregas en un discreto e incipiente periódico neoyorquino de circulación en todo el continente homónimo: El Latino-Americano (entre mayo y septiembre de 1885).
En recortes de los ejemplares correspondientes de esa edición folletinesca, su autor inscribió algunas enmiendas menores y esbozó aparte un texto introductorio que, en conjunto, han inducido, no sin razón, a pensar en un interés por recuperarla como libro, si bien en ese boceto de prólogo Martí no muestra orgullo alguno por ella (antes bien, todo lo contrario, como no lo hizo con ningún otro texto de su autoría), y en marzo-abril de 1895 ni siquiera la menciona en la bastante memoriosa y extensa carta que se conoce como su testamento literario. Análoga a esa situación es que el consenso creciente en torno a su aceptación como pionera del gran momento de renovación literaria, jalonado en Hispanoamérica por el modernismo, no excluya la polarización valorativa acerca de sus méritos intrínsecos como novela.
En su disposición de rastreo exhaustivo y ponderado, Silencios y recepciones organiza su recorrido en cuatro capítulos, que, vistos de manera cronológica, buscan cubrir el antes, el durante y el después de la novela; a saber: “antecedentes narrativos en la obra de José Martí” (“Adúltera”, El presidio político), en el cap. 1; confluencias (si es que no relación osmótica) entre su absorbente praxis periodística y esa novela, cierto recuento analítico de ésta, y algunas consideraciones sobre el periódico El Latino-Americano y la significación del hallazgo en 1994 de sus nueve entregas con Amistad funesta, en el apretado cap. 2; la reconstrucción de una poética de la novela en Martí -ya que él no elaboró una y tampoco se desea considerar con el detenimiento merecido el prólogo esbozado para la edición de ésta como libro- por medio de las novelas que tradujo (Helen Hunt Jackson, Hugh Conway) y las más de las que comentó (Pérez Galdós, Ramón Meza, Louise May Alcott, Harriet Beecher Stowe, Cirilo Villaverde, entre otros), en el cap. 3; por último, la revisión del comportamiento histórico de la crítica ante esa novela, en el cap. 4. Como complemento, en uno de los dos anexos se recogen varios “fragmentos [o acaso más bien, posibles proyectos] de novelas”, interesantes por asumir un punto de vista narrativo correspondiente a personajes femeninos. El otro, en cambio, registra las numerosas “ediciones impresas de la novela” durante poco más de un siglo, dato este, por cierto, que también documenta su historia de la recepción, por más que en el libro se tienda a constreñir la noción de recepción a evidencias explícitas, no sólo fijadas por escrito, sino además circunscritas al área de los estudios literarios.
Algo de eso adelantaba ya el título con su insinuado contraste entre “silencios” y “recepciones”, como si fueran excluyentes entre sí, cuando lo más común es que un texto pueda haberse leído sin dejar otra constancia de su lectura que un comentario casual emitido mucho tiempo después, y aun a propósito de un tema que no haría pensar de inmediato en la literatura: recepciones en silencio.
Indicio también del sesgo grafocentrista que rige su idea de recepción y ayuda a entender algunas afirmaciones o decisiones suyas, ofrece, por ejemplo, su cuestionamiento del dato aportado por un testigo excepcional sobre cierto tipo de análisis de esa novela que habría prevalecido antes de la época revolucionaria en Cuba: “Habría que indagar a qué análisis se refiere, pues antes de 1959 sólo existe, bibliográficamente hablando, el de Anderson Imbert, que es esencialmente literario” (p. 119). Sólo al trasluz de ese criterio se entiende que no puedan considerarse como evidencias de recepción posibles disertaciones ocasionales o ejercicios académicos que pudieran haber circulado en los canales universitarios en la época aludida, pero que, como es habitual con tales actividades, no se publicaron ni circularon fuera de aulas y anfiteatros universitarios.
Pero, además, si, como en el libro se afirma, “Los amigos más cercanos fueron el primer público que leyó la novela” (p. 50), ¿no sería eso una muestra de recepción, por más que no haya sobrevivido evidencia escrita de tales lecturas? E incluso: “Muchos otros lectores habría tenido -no sólo en Nueva York o en otros lugares de los Estados Unidos, sino en cada uno de los veintidós países donde se recibía El Latino-Americano-, pero con la autoría de Adelaida Ral” (p. 50). ¿“Silencios” esas evidencias de recepción tan ruidosas? Tal vez el prólogo que esbozó el escritor sea la prueba más contundente de la existencia de esos primeros lectores (y sobre todo, lectoras), pero, como Núñez Rodríguez opta por no detenerse en ese texto crucial para cualquier valoración de esa novela y de la novela en general por parte de José Martí, el dato queda a merced de la buena fe o del conocimiento de quienes lean. De otro modo, al apunte sobre las primeras lecturas de la novela habría que aplicar el dictamen que él mismo aplica a otro estudioso de esa novela: “Pudiera ser cierto, pero no existe evidencia alguna que lo testifique” (p. 50). En su estudio al menos no se vislumbra ninguna evidencia de que “los amigos más cercanos” de Martí hubieran leído su novela, y menos aún de que haya sido “un discurso atractivo para receptores mayoritariamente femeninos” (p. 73). (¿En verdad lo “fue” o sólo debió de serlo?) El boceto de “Proemio” autoral para la edición de la novela como libro sí abonaría la existencia de esos primeros lectores, pero, curiosamente, ése es un documento que se trata de asordinar o dar por (muy) conocido a lo largo de Silencios y recepciones.
Sólo al trasluz de aquel sesgo es comprensible que se remonte a 1953, con “la valoración -eminentemente filológica- de Anderson Imbert”, la historia de la recepción de una novela en cuya circulación inicial mediaron cuando menos dos editores: primero, el que, ya aceptada (y antes condicionada) la novela, decidió practicar determinada segmentación de su corpus para su publicación quincenal en un periódico (1885); y luego, quien para su primera publicación como libro (1911) optó por incluir las enmiendas autorales, en vez de atenerse de manera fiel a la versión por entregas. Pero, incluso si el criterio a seguir para delimitar el inicio de la recepción de Amistad funesta/Lucía Jerez tuviera que ceñirse a la evidencia escrita, entonces ¿por qué no delimitar ese hito con la edición de 1911, revisada y comentada por Gonzalo de Quesada y Aróstegui? Vista así, la historia de la recepción de la única novela martiana no habría comenzado en 1953, ni acumularía tantas décadas de “silencios”.
Semejante sesgo grafocentrista puede incluso llevar a contradecir un principio clave de la principal teoría en que se basa el estudio: “Todo parece indicar que el «triángulo» que refiere Jauss (autor-obra-público) no llegó a consumarse hasta mucho tiempo después en el caso de la pieza martiana” (p. 113). No hay que olvidar que ese “principio clave” es, en verdad, una especie de constante en el funcionamiento de los textos literarios; pero, aun concediendo que no fuera de validez general, ¿cómo se conciliaría tal observación con el dato de que esa novela fuera leída por amigos del autor?; ¿no confirmarían tales lecturas el cierre o consumación del referido circuito comunicacional ya en 1885 o poco después?
Más sostenible, a la vez que explícito de sus criterios fundantes, es afirmar que “La recepción de la única novela de José Martí por la crítica literaria fue tardía. Se inicia en la segunda mitad del siglo XX. Hubo más de cuatro décadas de silencio, desde que se publicó en 1911 con el nombre de su autor, hasta el año 1953” (p. 139). Recepción “por la crítica literaria”, probablemente sí; pero, recepción en general, no. Y aun así, tal observación ganaría en precisión y equilibrio, si en algún punto suyo incorporara un conector adverbial del tipo ‘según la documentación disponible’.
Muy sugestiva, a no dudarlo, es la conjetura de que la atribución de la novela a José Martí desde su primera edición, en vez de a “Adelaida Ral”, le habría deparado otro horizonte de lectura, y con ello tal vez una mejor recepción (pp. 50-51). (Otro tanto cabría decir de los dos títulos.) Pero esa conjetura tan válida no parece tener en cuenta un asunto que importa tanto en todo lo relacionado con José Martí como es el de su acreditación (autoridad, agencia), ya no como escritor, sino como ideólogo y líder político de un movimiento independentista que por entonces se hallaba en fase de reordenación, el cual fue desde temprano, pero sobre todo a partir de la década de 1880, una prioridad casi absoluta para él. Pero, aun sin adentrarse en esa senda, habría que preguntarse sobre el tipo de acuerdo (o incluso los alcances del contrato, así fuera informal) entre Martí y Adelaida Baralt -la escritora a quien le fue propuesta inicialmente la escritura de Amistad funesta-, ya desde el hecho de que el improvisado novelista decidiera firmarla con un seudónimo que es casi eco del nombre de ella: “Adelaida Ral”, y luego debiera entregarle la quinta parte de los 55 pesos que recibió como pago total por la novela.
Discreto pero sostenido, un detalle del entramado argumentativo de Silencios y recepciones que llama la atención es el concerniente a la valoración de la novela: si bien no oculta los lastres o deficiencias artísticas de ésta (al grado de llegar a considerar, no sin exageración, prescindible todo un capítulo suyo), sí se le dificulta incluirlos en consideraciones más amplias acerca de la misma. Por ejemplo, una observación como “con el paso de más de un siglo sus receptores han aumentado, y quizá influya en ello el hecho de que muchas de las problemáticas sociales que aparecen en el texto como trasfondo o como subtemas... aún se mantengan latentes en nuestros países” (p. 74) no parece considerar la evidencia de que muchos textos que se interesaron por “problemáticas sociales” entonces (y ahora) no se leen. Ante ello cabría preguntarse si esa novela se seguiría leyendo, editando, traduciendo y estudiando, de no guardar ella relación alguna con la relevancia histórica general y la consagración histórico-literaria en particular de quien la escribió.
Una operación más sutil para no conceder de una vez por todas que la novela de Martí no es todo lo buena que los lectores familiarizados con el resto de su obra hubieran esperado o deseado es que Silencios y recepciones prefiera términos como dimensión (p. 19) o estatura (p. 128) al más usual de calidad, acaso para evitar el factor implicado en este último al momento de explicar la preferencia histórica por otros géneros que la novela entre los lectores de José Martí. O la sinonimia insinuada entre narrativa y novela, a propósito de los pasajes narrativos de Martí “escritos durante su etapa neoyorquina que no sólo revelan su capacidad descriptiva, sino una seducción por la narrativa que -en cierta medida- desmienten su rechazo al género [¿la narrativa, un género?] expresado en el prólogo inconcluso de Lucía Jerez” (pp. 102-103). En ese abocetado “Proemio” Martí no deja lugar a dudas de que habla específicamente de la novela, de una novela y de sus dificultades personales como creador (más que como lector) suyo.
“Texto atípico para su tiempo” (pp. 53, 140) sería otro rasgo que, según Núñez Rodríguez, ayudaría a entender la baja estimación diacrónica de esa novela en el conjunto de la obra de su autor; aunque no sé si eso alcance a explicar muy bien cómo esa “atipicidad” en su época de origen ha podido seguir condicionando a lectores de más de un siglo después que no conocen otras muestras de la novela por entregas de finales del siglo XIX en Hispanoamérica, y que en cambio sí están marcados por las novelas vanguardistas, las anti-novelas y otras modalidades heterodoxas asociadas o asociables con ese género. En senda similar estaría el argumento de que “una de las razones que determinó -en cierta medida- la desatención de que fue objeto la novela martiana durante una etapa” habría sido que ella es de las que “se adelantan a la práctica de lectura de la época” (p. 112).
Y cuando se lee la prevención de que “no se debe olvidar que es un poeta el que narra”, lo cual motiva que “el discurso de la novela sea una prosa de alta calidad poética evidente en el lenguaje de los personajes y en la voz del narrador” (p. 53), queda uno esperando el dejo adversativo, así sea leve -v.gr., “pero”-, que pase a introducir los riesgos o desventajas que ese apego a la condición de poeta en su dominante voz narrativa entraña para el buen funcionamiento de la novela... como novela. Y lo mismo en la página 57: “Su condición de poeta raigal genera que el discurso de la novela sea una prosa de alta calidad, tanto en el lenguaje de los personajes como desde la voz del narrador”. De “alta calidad”, sí, pero también con cierta dosis de artificialidad, deudora del monologismo bajtiniano en que es inevitable pensar tras la mención del término polifonías (cap. 3).
De mucho interés para orientarse acerca de la novela y el pulso del escritor respecto de la recepción inmediata que ésta iba teniendo sería determinar si él entregó al editor la copia de Amistad funesta ya completa desde la primera vez, o si se la fue proporcionando a plazos. En Silencios y recepciones se contemplan ambas posibilidades: “todo parece indicar que José Martí brindó su novela terminada” (p. 71); “La gran colección de fragmentos narrativos que se conservan orientan [sic] a pensar la hipótesis acerca de si el autor pudo tener secciones escritas previamente y, cuando le hacen el encargo de la novela, articuló algunos de esos materiales, lo cual explicaría que en una semana tuviera listo el texto completo, o quizás también podría arrojar luz sobre la heterogénea naturaleza de cada capítulo” (p. 103). La hipótesis resulta muy atractiva, pero no parece probable en un escritor con tanta capacidad para escuchar y con tanta conciencia de las mediaciones lectoras. A propósito de la muy válida constitución del “sistema narrativo” (p. 20) o “itinerario narrativo” (pp. 23, 28) de José Martí, es inevitable preguntarse por qué éste no incluiría los Diarios de campaña (1895), esos Diarios en los que tal vez se concentra lo mejor y más intenso de Martí como narrador.
Único por ser el primer libro de un solo autor dedicado por entero al estudio de Amistad funesta/Lucía Jerez, Silencios y recepciones empieza desde ya a marcar su propia larga duración como libro de referencia ineludible siempre que se desee analizar esa novela, pero también el sistema narrativo de la que ella es sólo una parte, y aun otros aspectos inimaginables del pensamiento y la obra del heroico polígrafo cubano desde este horizonte de lectura.