Un rasgo sorprendente de la posición actual de la ciencia económica es el acuerdo casi unánime al que han llegado los economistas respecto a la teoría del valor en régimen de competencia, inspirada en la simetría fundamental existente entre las fuerzas de la demanda y las de la oferta, y basada en la suposición de que las causas esenciales que determinan los precios de ciertos artículos pueden simplificarse y agruparse de tal forma que sean representadas por medio de un par de curvas de demanda y oferta colectivas que se crucen. Tal estado de cosas se encuentra en tan marcado contraste con las controversias sobre la teoría del valor que caracterizaba a la economía política durante el siglo pasado, que casi podría creerse que de estos pensamientos antagónicos ha brotado finalmente la chispa de una verdad definitiva. Los escépticos podrían tal vez pensar que el acuerdo en cuestión se debe no tanto a que todo el mundo esté convencido como a la indiferencia sentida hoy por la mayoría respecto a la teoría del valor, la cual está justificada porque, más que cualquier otra parte de la teoría económica, ha perdido en gran medida su relación directa con la política práctica, especialmente en lo que respecta a las doctrinas de los cambios sociales, que en tiempos pasados le habían dado Ricardo y posteriormente Marx, y, en oposición a ellos, los economistas burgueses. Ha sido convertida de más en más en “un aparato mental, una técnica del pensamiento” que no proporciona “conclusiones establecidas aplicables directamente a la política”.1 Es esencialmente un instrumento pedagógico, algo semejante al estudio de los clásicos, y diferente del de las ciencias exactas y el derecho; sus objetivos son exclusivamente los de adiestrar la inteligencia, por cuya razón difícilmente es apropiada para excitar las pasiones de los hombres, aun los académicos; es una teoría, en suma, de tal naturaleza que valiese la pena apartarse de una tradición aceptada en último término. Comoquiera que ello sea, queda en pie el hecho del acuerdo.
En el tranquilo panorama que nos ofrece la teoría moderna del valor existe un punto negro que perturba la armonía del conjunto. Es éste la curva de la oferta, basada en las leyes de los rendimientos crecientes y decrecientes. Todo el mundo está de acuerdo con que sus fundamentos son menos sólidos que los de las demás partes de la estructura. Que en la realidad sean tan inseguros que no pueden soportar el peso que se les impone es una duda que dormita en lo más hondo de la conciencia de muchos, pero que la mayoría logra suprimir silenciosamente. De tiempo en tiempo, alguien se siente incapaz de resistir a la presión de esta duda y la expresa abiertamente; luego, con el fin de impedir que se propague el escándalo, se le silencia sin demora, a menudo con algunas concesiones y admisión parcial de sus objeciones, lo que, como es natural, la teoría había tenido implícitamente en cuenta. Así, con el transcurso del tiempo, las salvedades, las restricciones y las excepciones se han acumulado y han destruido, si no toda, ciertamente la mayor parte de la teoría. Si su efecto total no es aparente a primera vista, se debe a que se encuentra disperso en notas y artículos, cuidadosamente separados unos de otros.
No es el propósito de este artículo añadir nada nuevo al montón, sino, simplemente, buscar la coordinación de ciertos materiales, al separar, en el concepto de curva de oferta y de sus efectos sobre la determinación de los precios en régimen de competencia, aquello que todavía está vivo de lo ya muerto.
En la actualidad, las leyes de los rendimientos son de especial importancia a causa del papel que representan en el estudio del problema del valor. Pero naturalmente son mucho más antiguas que la teoría particular del valor en que se emplean, y derivan -tanto su prestigio como su poca consistencia en su aplicación moderna- precisamente de su secular edad y de sus aplicaciones originales. Estamos dispuestos a aceptar las leyes de los rendimientos como cosa natural, porque tenemos ante nuestra vista los grandes e indiscutibles servicios que prestaron cuando realizaban su antigua función, y a menudo nos hemos olvidado de preguntarnos hasta qué punto los antiguos barriles son todavía apropiados para contener el nuevo vino.
La ley de los rendimientos decrecientes ha estado durante mucho tiempo asociada principalmente con el problema de la renta, y desde este punto de vista de la ley, como estaba formulada por los economistas clásicos con referencia a la tierra, era completamente adecuada. Siempre ha sido evidente que su funcionamiento no afectaba sólo a la renta, sino también al costo del producto, pero esto no se acentuaba como causa de variación del precio relativo de los artículos producidos, porque la existencia de los rendimientos decrecientes aumentaba en igual medida el costo de todo. Esto seguía siendo cierto, aun cuando los economistas clásicos ingleses aplicaban la ley a la producción de cereales, porque, como Marshall (1920: libro VI, cap. 1, 2, nota) ha demostrado, “emplearon el término cereales como abreviatura para designar los productos agrícolas en general”.
La posición que ocupaba en la economía clásica la ley de los rendimientos crecientes era mucho menos prominente, ya que sólo se consideraba un aspecto importante de la división del trabajo y, por lo tanto, más como resultado del progreso económico general que del incremento de la escala de producción.
El resultado fue que en las leyes originales de los rendimientos no se concedía un lugar destacado a la idea general de una conexión funcional entre costo y cantidad producida. Parece, de hecho, haber ocupado en las mentes de los economistas clásicos un lugar menos prominente del que tenía la conexión entre demanda y precio de demanda.
El hecho que ha destacado el primitivo aspecto de las leyes de los rendimientos es relativamente reciente. Ha desplazado ambas leyes de la posición que, de acuerdo con la división tradicional de la economía política, acostumbraban ocupar, una bajo la denominación de distribución y la otra bajo la de producción, y las ha transferido al capítulo de “valor de cambio”; ahí, se han refundido en una sola “ley de rendimientos no proporcionales”; ha derivado de ellas una ley de oferta en un mercado tal que puede coordinarse con la correspondiente ley de demanda, y ha basado la moderna teoría del valor en la simetría de estas dos fuerzas opuestas.
Con el fin de alcanzar este resultado, se creyó necesario introducir ciertas modificaciones en la forma de ambas leyes. Fue preciso hacer muy poco en lo que respecta a la ley de los rendimientos decrecientes, que sólo exigía que se generalizara, partiendo del caso particular de la tierra a cualquier otro en que existiese un factor de producción del que solamente se dispusiera una cantidad constante. Sin embargo, la ley de los rendimientos crecientes tuvo que ser sometida a una transformación mucho más radical: se restringió mucho el papel que en ella representó la división del trabajo -limitado ahora al caso de las fábricas independientes subsidiarias que se crean cuando la producción de una industria aumenta-, mientras que el estudio de la mayor división interna del trabajo, que se hace posible por el incremento de las dimensiones de una empresa individual, fue completamente abandonado, pues se vio que era incompatible con las condiciones de competencia. Por otra parte, cada vez se subrayó más la importancia de las “economías externas”, es decir, la ventaja obtenida por los productores individuales del crecimiento no de sus propias empresas individuales, sino de la industria en su totalidad.
Sin embargo, aun en su forma presente, ambas leyes han conservado las características de su procedencia de fuerzas de naturaleza profundamente diversa. Esta heterogeneidad, si bien no constituye en sí misma un obstáculo insuperable cuando se intenta coordinarlas y emplearlas conjuntamente en problemas principalmente relacionados no con las causas sino con los efectos de las variaciones de costo, implica una nueva dificultad cuando se ha tratado de clasificar las diversas industrias según pertenezcan a una u otra categoría. De hecho, está en la propia naturaleza de los fundamentos de ambas leyes que, mientras más amplia sea la definición que demos de “una industria” -es decir, mientras más se aproxime a incluir todas las empresas que emplean un factor dado de producción, por ejemplo, la agricultura o la industria del hierro-, más probable será que las fuerzas que tienden a crear rendimientos decrecientes representen un papel muy importante en ella. Mientras más restrictiva sea tal definición -mientras más se aproxime a incluir, por lo tanto, solamente aquellas empresas que producen un tipo dado de artículo consumible, por ejemplo, frutas o clavos-, mayor será la probabilidad de que predominen en ella las fuerzas que tienden a crear rendimientos crecientes. Esta dificultad es paralela en sus efectos a la que, como ya se sabe, procede de la consideración del elemento tiempo, con lo cual, mientras más corto sea el periodo para que se produzca el ajuste, mayor será la probabilidad de rendimientos decrecientes; en tanto que cuanto más largo sea el tiempo, mayor será también la probabilidad de rendimientos crecientes.
Las verdaderas dificultades aparecen cuando se considera en qué extensión las curvas de la oferta basadas en las leyes de los rendimientos cumplen las condiciones necesarias para permitir su empleo en el estudio del valor de equilibrio de artículos aislados producidos en condiciones de competencia. Este punto de vista presupone que las condiciones de producción y demanda de un artículo puedan ser consideradas, respecto a pequeñas variaciones, prácticamente independientes, tanto entre sí como en relación con la oferta y la demanda de todos los demás artículos. Es cosa ya sabida que semejante suposición no será injustificada sólo porque la independencia no sea absolutamente perfecta, como realmente no puede serlo nunca, y puede pasarse por alto sin inconveniente un ligero grado de interdependencia, cuando afecte cantidades de segundo orden de cosas insignificantes, como sería si el efecto (por ejemplo, un aumento de costo) de una variación en la industria que nos proponemos aislar reaccionara parcialmente sobre el precio de los productos de otras industrias y tal efecto influyera sobre la demanda del producto de la primera industria. Pero, naturalmente, es una cuestión muy diferente, y la suposición se hace ilegítima cuando una variación de la cantidad producida por la industria estudiada origina una fuerza que actúe directamente no sólo sobre su propio costo, sino también sobre los de otras industrias; en tal caso se alteran las condiciones del “equilibrio especial” que se trataban de aislar, y ya no es posible, sin incurrir en contradicción, despreciar los efectos colaterales.
Sucede, por desgracia, que la aplicación de las leyes de los rendimientos cae precisamente dentro de esta última categoría en la gran mayoría de los casos. En lo que se refiere a rendimientos decrecientes, si en la producción de un artículo particular se emplea una parte considerable de un factor cuya importancia total está fijada o sólo puede aumentarse a un costo mayor que el proporcional, un pequeño incremento en la producción del artículo necesitaría la utilización más intensa de dicho factor, y esto afectará de igual modo el costo del artículo en cuestión y el de los otros artículos en cuya producción intervenga aquel factor, y como los artículos, en cuya producción intercede un factor común especial, son frecuentemente y en cierta medida sustitutos el uno del otro (por ejemplo, varias clases de productos agrícolas), la modificación de sus precios no dejará de ejercer efectos apreciables sobre la demanda en la industria de referencia. Si tomamos luego una industria que emplee solamente una pequeña parte del “factor constante” (lo que parece más apropiado para el estudio del equilibrio peculiar de una industria aislada), encontraremos que un (pequeño) incremento en su producción se conseguirá mucho mejor al sacar “dosis marginales” del factor constante de otras industrias, que si se intensifica su propia utilización. Así, el incremento de costo será prácticamente insignificante y de todos modos seguirá actuando en igual grado en todas las industrias del grupo. Excluyendo estos casos, y también -si adoptamos un punto de vista que abarque largos periodos- los numerosos casos en que la cantidad de un medio de la producción puede considerarse sólo temporalmente fija respecto a una demanda inesperada, queda muy poco: la imponente estructura de los rendimientos decrecientes sólo sirve para el estudio de esa clase insignificante de mercancías en cuya producción se emplea la totalidad de un factor de producción. Naturalmente, por “mercancía” hay que entender un artículo respecto al cual sea posible construir, o por lo menos concebir, una curva de demanda tolerablemente homogénea e independiente de las condiciones de la oferta, y no, como frecuentemente se supone, una colección de diversos artículos, como productos agrícolas o mercancía de hierro.
A pesar de la naturaleza profundamente diversa de las dos leyes de los rendimientos, no es mera casualidad que se presenten también las mismas dificultades, en casi idéntica forma, en conexión con los rendimientos crecientes. Aquí encontramos de nuevo que en realidad las economías de la producción en gran escala no son apropiadas para las exigencias de la curva de la oferta: su campo de acción es o más amplio o más restringido de lo que sería preciso. Por una parte, hay que pasar por alto las reducciones en el costo debidas a “aquellas economías externas que resultan del progreso general del medio industrial” a las que se refiere Marshall (1920: libro V, cap. XI, 1), ya que son netamente incompatibles con las condiciones del equilibrio peculiar de un artículo. Por otra parte, las reducciones en el costo que surgen de un incremento de la escala de producción de una empresa, procedentes de economías internas o de la posibilidad de repartir los gastos generales fijos sobre un gran número de unidades de productos, tienen que dejarse de lado por ser incompatibles con las condiciones de competencia. Las únicas economías que pueden tomarse en consideración serán las que ocupen una posición intermedia entre estos dos extremos, pero precisamente en el medio es donde no puede encontrarse nada o casi nada. Estas economías, que son externas desde el punto de vista de la empresa individual, pero internas para la industria en su conjunto, constituyen precisamente la clase menos frecuente. Como dijo Marshall (1919: 188) en la obra en que ha procurado aproximarse más a las condiciones reales de la industria, “las economías de la producción en gran escala rara vez pueden atribuirse a una industria concreta: están en gran medida ligadas a grupos, a veces amplios grupos, de industrias relacionadas”. Y de todos modos, siempre que existan economías externas de la clase en cuestión, no es probable que aparezcan cuando se trate de pequeños incrementos en la producción. Así, parece que no es más frecuente encontrar curvas de oferta que muestren costos decrecientes que las opuestas.
Reducida a tan estrechos límites, la curva de oferta con costos variables no puede pretender ser una concepción general aplicable a industrias normales; es posible que sea un instrumento útil únicamente para aquellas industrias excepcionales que razonablemente satisfagan sus condiciones. En casos normales, el costo de producción de artículos producidos en condiciones de competencia -no tenemos derecho a tomar en consideración las causas que puedan hacerlo subir o bajar- tiene que ser considerado constante para las pequeñas variaciones en la cantidad producida.2 Y, así, como medio sencillo de abordar el problema del valor de competencia, la vieja y ahora anticuada teoría que le hace depender solamente del costo de producción parece conservar su posición como la mejor de que se dispone.
Esta primera aproximación, hasta donde alcanza, es tan importante como útil: acentúa el factor fundamental, es decir, el influjo predominante del costo de producción en la determinación del valor normal de los artículos, mientras que al mismo tiempo no nos aparta del buen camino cuando deseamos estudiar con mayor detenimiento las condiciones en que el cambio se realiza en casos especiales, ya que no nos oculta que no podemos encontrar los elementos requeridos a este propósito dentro de los límites de sus suposiciones.
Cuando pasamos a aproximarnos más, manteniéndonos en el campo de la libre competencia, las complicaciones no aparecen gradualmente como convendría, sino que se presentan simultáneamente como un todo. Si se toman en cuenta los rendimientos decrecientes de un “factor constante”, se hace necesario ampliar el campo de la investigación de forma que puedan examinarse las condiciones de equilibrio simultáneo en numerosas industrias; concepto bien conocido, cuya complejidad, sin embargo, impide que rinda frutos, por lo menos en el presente estado de nuestros conocimientos, que no permite aplicar al estudio de las condiciones reales sino esquemas mucho más sencillos. Si pasamos a las economías externas, nos encontraremos con que hemos de hacer frente al mismo obstáculo, y existe también la imposibilidad de limitar a condiciones estáticas las circunstancias de que se derivan.
Es necesario, por ello, abandonar el camino de la libre competencia y volvernos en dirección opuesta, es decir, hacia el monopolio. Aquí encontramos una teoría bien definida en que las variaciones de costo derivadas de cambios en las dimensiones de la empresa individual representan un papel importante. Desde luego, cuando poseemos teorías respecto a los dos casos extremos de monopolio y competencia como parte del instrumental necesario para emprender el estudio de las condiciones reales de las diferentes industrias, se nos advierte que por lo general éstas no se ajustan a una u otra de las categorías, sino que se encontrarán dispersas a lo largo de la zona intermedia y que la naturaleza de una industria se aproximará más al sistema de monopolio o al de la competencia, de acuerdo con sus circunstancias particulares, por ejemplo, que el número de empresas autónomas sea mayor o menor en él, que estén agrupadas o no por acuerdos parciales, etc. Nos vemos así conducidos a creer que cuando la producción se encuentra en manos de un amplio número de empresas completamente independientes unas de otras en lo que respecta al control, puedan aplicarse las conclusiones apropiadas a la competencia aun si el mercado en que se cambian las mercancías no es absolutamente perfecto, ya que sus imperfecciones están, en general, constituidas por fricciones que pueden simplemente retardar o modificar levemente los efectos de las fuerzas activas de la competencia, pero que éstas consiguen finalmente vencer en su mayor parte. Tal opinión parece ser fundamentalmente inadmisible. Muchos de los obstáculos que rompen la unidad del mercado, condición esencial de la competencia, no tienen carácter de “fricciones”, sino que son fuerzas activas que producen efectos permanentes y aun acumulativos. Además, están a menudo dotadas de suficiente estabilidad para ser objeto de un análisis basado en supuestos estáticos.
De estos efectos, dos, que están íntimamente interconectados, son de especial importancia, porque se encuentran muy a menudo en industrias en que parecen prevalecer las condiciones de competencia, y tienen un interés especial porque, al estar relacionados con algunos de los más característicos rasgos de la concepción teórica de la competencia, muestran cuán raramente se realizan estas condiciones en su integridad, y cómo una leve divergencia basta para hacer que la forma en que se obtiene el equilibrio sea extraordinariamente similar a la característica del monopolio. Estos dos puntos, en que la teoría de la competencia difiere radicalmente del estado real de cosas, que es más general, son: primero, la idea de que el productor competidor no puede influir deliberadamente sobre los precios de mercado, y, por lo tanto, lo puede considerar como una constante cualquiera que sea la cantidad de mercancías que individualmente esté en situación de lanzar sobre él; segundo, la idea de que cada productor competidor tiene por fuerza que producir, por lo general, en circunstancias de costo creciente individual.
La experiencia diaria muestra que un gran número de empresas -y la mayoría de las que producen bienes de consumo manufacturados- actúa en condiciones de costos individuales decrecientes. Casi cualquier productor de esta clase de artículos, si pudiera confiar en que el mercado donde vende sus productos está preparado para absorber cualquier cantidad de ellos al precio corriente, sin más molestias por su parte que la de producirlos, ampliará su negocio enormemente. En tiempos de actividad normal no es fácil encontrar una empresa que reduzca sistemáticamente su producción a un cupo inferior al que podría vender al precio corriente, y que al mismo tiempo se encuentre imposibilitada por la competencia de sobrepasar aquel precio. Los hombres de negocios que se consideran sometidos a condiciones de competencia estimarían absurda la aseveración de que el límite de su producción se encuentra en las condiciones internas de producción de su empresa, que no permite la fabricación de una mayor cantidad sin un aumento del costo. El principal obstáculo contra el que tienen que luchar, cuando desean aumentar gradualmente su producción, no radica en el costo de producción -que, en verdad, les favorece generalmente en esta dirección-, sino en la dificultad de vender la mayor cantidad de artículos sin reducción de los precios, o sin tener que afrontar un aumento en los gastos de venta. Esta necesidad de reducir los precios con miras a vender una mayor cantidad de los productos propios es sólo un aspecto de la usual curva descendente de la demanda, con la diferencia de que, en vez de afectar la totalidad de una clase de mercancías, cualquiera que sea su origen, se refiere solamente a los artículos producidos por una empresa concreta, y los gastos de venta necesarios para la extensión de su mercado sólo son esfuerzos costosos (en forma de anuncios, viajantes de comercio, facilidades a los clientes, etc.) a fin de acrecentar la buena voluntad del mercado para adquirirlo, es decir, elevar la curva de la demanda artificialmente.
Este método de considerar el asunto parece el más natural y el que mejor se adapta a la realidad de las cosas. Sin duda es posible, desde un punto de vista formal, invertir tales relaciones y considerar a cada comprador como perfectamente indiferente en la elección de los diferentes proveedores, siempre que éstos, para acercarse a él, estén dispuestos a sufragar gastos de venta que varían enormemente en los diferentes casos, y calcular estos mayores gastos en el costo de producción de cada uno. De este modo, pueden obtenerse en cualquier amplitud deseada los gastos individuales crecientes, así como un mercado perfecto en el que exista una demanda ilimitada, a precios corrientes, para los productos de cada uno. Pero la cuestión de repartir los gastos de venta no puede resolverse desde el punto de vista de la corrección formal, porque sobre esta base ambos métodos son equivalentes; ni puede tampoco resolverse de acuerdo con que tales gastos estén pagados en realidad por el comprador o el vendedor, ya que esto no afecta de ningún modo su incidencia o sus efectos. Lo importante es determinar cómo pueden agruparse las diversas fuerzas en acción de la manera más homogénea, de tal forma que el influjo de cada una de ellas sobre el equilibrio resultante de su oposición pueda apreciarse con mayor facilidad. Desde este punto de vista, debe rechazarse el segundo de los métodos mencionados, pues oculta por entero los efectos que ejercen las circunstancias de que proceden los gastos de venta al perturbar la unidad del mercado. Altera, además, de modo susceptible de crear errores, el significado normal y bien definido de la expresión “costo de producción”, con el resultado de hacerla dependiente de elementos enteramente extraños a las condiciones en que se realiza la producción de una empresa dada. Tergiversa, por lo tanto, el modo en que se afecta el procedimiento real de determinación del precio y la cantidad producida por cada empresa.
Por lo tanto, aceptar el primer punto de vista nos conduce a atribuir la medida correcta de importancia al obstáculo principal que dificulta el libre juego de la competencia, aun cuando ésta parece predominar y, al propio tiempo, hace posible un equilibrio estable incluso cuando la curva de la oferta de los productos de cada empresa individual desciende -es decir, hay falta de indiferencia de los compradores de mercancías por los diferentes productores-. Las causas de la preferencia mostrada por cualquier grupo de compradores hacia una empresa determinada son de la más diversa naturaleza y pueden ir desde costumbres ya antiguas, el conocimiento personal, la confianza en la calidad del producto, la proximidad, el conocimiento de exigencias especiales y la posibilidad de la obtención de crédito, hasta la reputación de una marca o signo, o un nombre con antigua tradición o hasta las características especiales de forma o dibujo de los productos -sin que constituyan un artículo distinto destinado a la satisfacción de necesidades particulares- que tengan por principal finalidad distinguirlos de los de otras casas. Lo que estas y otras muchas posibles razones de preferencia tienen en común es que se expresan por una buena disposición (dictada frecuentemente por la necesidad) por parte del grupo de compradores que constituye la clientela de una empresa a pagar, si fuera necesario, un extra con el fin de obtener las mercancías de una firma determinada más bien que las de cualquier otra.
Cuando cada una de las empresas productoras de un artículo se encuentra en semejante situación, el mercado general del artículo queda subdividido en una serie de mercados distintos. Cualquier empresa que se esfuerce por extender su radio de acción más allá de su propio mercado, al invadir los de sus competidores, tendrá que sufragar grandes gastos de venta a fin de salvar las barreras de que están rodeados aquéllos; pero, por otra parte, dentro de su propio mercado y bajo la protección de su propia barrera, cada uno goza de una posición privilegiada, por lo que obtiene ventajas que -si no en la extensión, por lo menos en su naturaleza- son iguales a aquellas de que goza el monopolista corriente.
Tampoco es necesario ensanchar el concepto usual de monopolio para que el caso encaje en él. De hecho, en esto también encontramos que la mayoría de las circunstancias que afectan la fuerza de un monopolista (como la posesión de recursos naturales exclusivos, de privilegios legales, el control en mayor o menor proporción de la producción total, la existencia de mercancías rivales, etc.) ejerce su influjo esencialmente al afectar la elasticidad de la demanda de los artículos monopolizados. Cualesquiera que sean las causas, éste es el único factor decisivo cuando se calcula el grado de independencia que tiene un monopolista para fijar los precios; mientras menos elástica sea la demanda de su producto, tanto mayor será su dominio en su mercado. El caso extremo, que puede llamarse con propiedad “monopolio absoluto”, es aquel en que la elasticidad de la demanda de los productos de una empresa es igual a la unidad;3 en este supuesto, por mucho que el monopolista eleve sus precios, las sumas gastadas periódicamente en la adquisición de sus mercancías no se dedicarán ni siquiera parcialmente a diferentes clases de gastos, y su política de precios no estará influida por el temor de la competencia de otras fuentes de abastecimiento. Tan pronto como esta elasticidad aumenta, la competencia empieza a dejarse sentir, y se hace cada vez más intensa a medida que crece la primera, hasta que a la elasticidad infinita en la demanda de los productos de una empresa aislada corresponda un estado de competencia perfecta. En los casos intermedios, la importancia de una elasticidad moderada de la demanda está en que, aunque el monopolista tenga una cierta libertad de acción para fijar sus precios, cada vez que los eleve se verá abandonado por una parte de sus compradores, que prefieren gastar su dinero de algún otro modo. Importa poco al monopolista que lo gasten en comprar mercancías muy diferentes de las propias, o artículos iguales a los suyos, pero proporcionados por otros productores que no han elevado sus precios; en ambos casos tiene que sufrir -aunque sea en grado leve- una competencia real de tales artículos, ya que es precisamente la posibilidad de comprarlos lo que conduce a los compradores a dejar de usar sus productos gradualmente cuando eleva los precios. Los efectos directos son, pues, iguales, bien que las sumas liberadas como resultado de una elevación del precio por una empresa se gasten en un gran número de artículos diferentes, bien que se empleen preferentemente en la compra de uno o varios artículos rivales que son más o menos asequibles a los compradores, como sucede en el caso de una empresa que, si bien controla sólo una pequeña parte de la producción total de un artículo, tiene la ventaja de poseer un mercado propio. Pero en ambos casos los efectos indirectos son esencialmente diferentes.
El método indicado por Marshall respecto a productos manufacturados para satisfacer gustos especiales de la clientela es aplicable al estudio de este último caso. “Cuando consideramos un productor individual -escribe- tenemos que acoplar esta curva de la oferta no con la curva general de demanda de su mercancía en un mercado amplio, sino con la curva especial de demanda de su mercado ‘privativo’” (Marshall, 1920: libro V, cap. XII, 2). Si aplicamos este método a aquellas industrias en las que cada empresa tiene más o menos un mercado propio, no podemos limitar su empleo a aquellas ocasiones en que examinemos al productor individual, sino que tenemos que utilizarlo también cuando estudiemos el modo en que se obtiene el equilibrio en el comercio, como un todo, porque es claro que semejantes curvas especiales no pueden en modo alguno ser combinadas de manera que constituyan un solo par de curvas de oferta y demanda colectivas. El método antes mencionado es exactamente el mismo que el seguido en casos de monopolio corriente, y en ambos, de hecho, el productor individual determina sus precios de venta por el bien conocido método que hace que sus ingresos de monopolio o sus ganancias sean los máximos obtenibles.
La peculiaridad del caso de la empresa que no posee un monopolio real, sino que sólo tiene un mercado especial, consiste en que los posibles compradores se clasifican dentro de la curva de demanda de sus mercancías en orden descendente, de acuerdo con el precio que cada uno de ellos está dispuesto a pagar, con tal de seguir proveyéndose con el mismo abastecedor. Es decir, que en la composición de tales precios de demanda entran dos elementos: el precio al que pueden vender las mercancías aquellos otros productores que, dentro del orden de las preferencias de un comprador, siguen inmediatamente al productor en cuestión, y la medida monetaria del valor (una cantidad que puede ser positiva o negativa) que el comprador da a su preferencia para los productos de la empresa en cuestión.
Para fines de exposición puede suponerse que, inicialmente, en una industria donde prevalecen semejantes condiciones, cada productor vende a un precio que sólo basta para cubrir sus costos. El interés particular de cada productor le incitará a elevar enseguida su precio, de manera que pueda obtener la ganancia máxima. Pero las diferentes curvas de demanda se modificarán proporcionalmente a la difusión de esta práctica por toda la industria, porque a medida que cada comprador encuentre que los precios de los sucedáneos con que podía contar han aumentado, se verá inclinado a pagar un precio más elevado por los productos de la empresa de la que es cliente. De manera que, aun antes de que el primer aumento de precios se haya llevado a cabo completamente, habrán surgido condiciones que permitirán a cada una de las empresas realizar un aumento adicional, y así sucesivamente. Sin duda, este proceso alcanza rápidamente sus límites. Los clientes perdidos por una empresa cuando eleva sus precios recurren, en parte, a otros proveedores, y volverán al primero cuando aquéllos hayan elevado también los suyos, pero, en parte, renuncian por entero a adquirir las mercancías y desaparecen definitivamente del mercado. Así, todo negocio tiene dos clases de clientes marginales: aquellos que se encuentran al margen sólo desde su propio punto de vista individual y señalan un límite al exceso de su precio sobre los que prevalecen, y aquellos que están al margen desde el punto de vista del mercado general y fijan un límite al aumento general de los precios del producto.
Desde luego, es posible que la elevación general de los precios de un producto afecte las condiciones de la oferta y la demanda de ciertas empresas, en tal forma que les resulte ventajoso bajar su precio antes que adaptarse al aumento. Pero en una industria cuya estructura general haya alcanzado un cierto grado de estabilidad respecto de sus métodos de producción, el número de empresas que la constituyen y sus hábitos comerciales -para quienes, por lo tanto, están más justificados los supuestos estáticos-, es mucho menos probable que se adopte esta alternativa y no la opuesta. En primer lugar, supone gran elasticidad en la demanda de los productos de un negocio aislado y rápida disminución de sus costos -es decir, un estado de cosas cuyo resultado casi inevitable y rápido es el monopolio absoluto y, que por lo tanto, no es probable que encuentre en una industria explotada normalmente por un cierto número de empresas independientes-. En segundo lugar, las fuerzas que impelen a los productores a elevar los precios son mucho más efectivas que aquellas que les impulsan a reducirlos, y esto no es debido sólo al temor, que todo vendedor abriga, de echar a perder su mercado, sino principalmente porque un aumento de utilidades por medio de una rebaja en el precio se obtiene a expensas de las casas competidoras y, consecuentemente, les impulsa a emprender, a su vez, una acción defensiva que puede comprometer las mayores utilidades conseguidas, mientras que un aumento de las utilidades obtenido por medio de una elevación en los precios no sólo no perjudica a los competidores, sino que les proporciona una ganancia positiva y puede, por ello, considerarse como adquirido de modo más duradero. Por esto, toda empresa que se halle ante la doble posibilidad de incrementar sus ganancias al aumentar sus precios de venta o reducirlos adoptará, por lo general, la primera alternativa, a menos que la ganancia adicional, esperada de la segunda, sea considerablemente mayor.
Cabe hacer iguales razonamientos para disipar la duda, que puede presentarse a primera vista, de si en el caso examinado antes el equilibrio será indeterminado, como suele considerarse que es en los casos análogos del monopolio múltiple. En primer lugar, aun en este caso, como ha advertido Edgeworth (1925: 121), “la amplitud de la indeterminación decrece con la disminución del grado de correlación entre los artículos” producidos por los diferentes monopolistas. Es decir, en nuestro caso, con la disminución de la elasticidad en la demanda de productos de la empresa aislada -limitación, hay que agregar, cuya efectividad es mayor (en proporción) a medida que disminuye la rapidez del descenso del costo individual con el aumento de la cantidad producida-. Estas dos condiciones, como se dijo antes, suelen presentarse en gran medida en el caso que estamos estudiando. Además, en el monopolio múltiple la indeterminación del equilibrio depende, necesariamente, del supuesto de que, en un momento dado, cada uno de los monopolistas esté igualmente inclinado a elevar o a reducir sus precios, según le parezca preferible una u otra cosa desde el punto de vista de la ganancia inmediata; suposición que, por lo menos en nuestro caso, no está, como hemos dicho, justificada.4
La conclusión de que el equilibrio es, en general, determinado no quiere decir que se pueden establecer conclusiones de carácter general respecto al precio que corresponde a este equilibrio; puede ser diferente en el caso de cada empresa y dependerá en gran medida de las condiciones especiales que le afecten.
El único caso en que será posible hablar de un precio general será el de una industria en la que la organización productiva de las diferentes empresas sea uniforme, y en la que sus mercados especiales fuesen semejantes en lo que se refiere a la naturaleza y a la fidelidad de los clientes. En este caso, como veremos luego, el precio general del producto por la acción independiente de un número de firmas, cada una de las cuales es impulsada solamente por sus intereses particulares, tenderá a alcanzar el mismo nivel que aquel fijado por una asociación monopolizadora aislada, de acuerdo con los principios corrientes del monopolio. Este resultado, lejos de estar condicionado por la existencia de un casi completo aislamiento de los mercados especiales, requiere solamente un leve grado de preferencia hacia una firma determinada en cada uno de los grupos de clientes. En sí mismo, este caso no tiene importancia, porque es extraordinariamente improbable que semejante uniformidad se presente realmente, pero es característico de una tendencia que prevalece aun en casos reales, en que las condiciones de las diversas empresas difieren entre sí, por lo que la acción acumulativa de ligeros obstáculos a la competencia produce sobre los precios efectos que se aproximan a los del monopolio.
Se notará que, en lo que antecede, el influjo perturbador ejercido por la competencia de nuevas firmas atraídas hacia una industria cuyas condiciones permiten altos beneficios de monopolio no se ha tenido en cuenta. Esto parece justificado, en primer lugar, porque la llegada de nuevos competidores se obstaculiza frecuentemente por los grandes gastos necesarios para establecerse en una industria en la que las firmas ya existentes gozan de una clientela segura -gastos que a menudo pueden exceder del valor como capital de los beneficios obtenibles-; en segundo lugar, este elemento puede adquirir importancia solamente cuando los beneficios de monopolio de una industria estén considerablemente por encima del nivel normal de beneficios de la industria en general, lo que, sin embargo, no impide que los precios sean determinados hasta tal punto en la forma indicada.
Podrá parecer, además, que la importancia de las dificultades de venta, como límite al desarrollo de la unidad productiva, ha sido sobreestimada en comparación con el efecto en idéntica dirección por el aumento más que proporcional de los gastos en que una firma tiene que incurrir a veces con el fin de procurarse los medios adicionales de producción que ello requiere; pero se encontrará generalmente que tales aumentos en los gastos son un efecto y no una causa determinante de las condiciones del mercado que hacen necesario o deseable, para una firma, restringir su producción. Así, el crédito limitado de muchas firmas, que no permite a ninguna de ellas obtener más que una cantidad limitada de capital al tipo corriente de interés, es a menudo consecuencia directa del conocimiento de que una firma dada no puede aumentar sus ventas fuera de su mercado especial, sin tener que hacer frente a enormes gastos de venta. Si se supiese que una firma que está en situación de producir una mayor cantidad de mercancías a un costo inferior está también en situación de venderlas sin dificultad a un precio constante, dicha firma no encontraría obstáculos en un mercado libre de capital. Por otra parte, si un banquero o el propietario de un terreno en el que una firma se propone ampliar su propia instalación, o cualquier otro proveedor de los medios de producción de la firma, estuviese en situación privilegiada respecto a aquélla, podrá exigirle un precio más elevado al que corrientemente obtiene por sus abastecimientos, pero esta posibilidad seguirá siendo una consecuencia directa de que aquella firma, al estar a su vez en situación privilegiada frente a su mercado especial, vende también sus productos a precios superiores al costo. Lo que sucede en semejantes casos es que se quita a la firma una parte de sus beneficios de monopolio, y no que el costo de producción haya aumentado.
Pero éstos son principalmente aspectos del proceso de diseminación de los beneficios a través de los divesos periodos de producción y del proceso de formación de un nivel normal de beneficios a través de todas las industrias de una región. Su influjo en la formación de los precios de artículos aislados es relativamente importante y su consideración queda, por ello, lejos del propósito de este artículo.