Introducción
Entre junio de 1906 y mayo de 1908, el satírico y tremendista periódico de Guadalajara, El Kaskabel, publicó una serie de artículos breves que, bajo el título de “Siluetas tapatías”, pueden incluirse en la categoría literaria de cuadros costumbristas. Se tienen otros ejemplos nacionales de esta categoría conocidos y valiosos, como algunos textos de Guillermo Prieto o el celebrado Los Mexicanos Pintados por Sí Mismos (Frías y Soto, et al., 2011), todos ellos decimonónicos. Las “Siluetas” de El Kaskabel, siempre anónimas, resultan, a la luz del análisis contemporáneo, sintomáticas de una sociedad fuertemente dividida en unas clases cercanas en su esencia a la casta virreinal, que aún no parece intuir lo que está por venir. Como suele suceder en estos casos, al leer estas “Siluetas” resulta más sencillo vislumbrar el sistema de representaciones mentales de quien escribe la pieza, que la conducta moral de quien se describe en ella. Costumbres, vestimentas, así como modos de ser y estar son revisados y criticados en estos textos, frecuentemente de manera cruel y despiadada por el autor, quien desde un supuesto anonimato inventa y recrea categorías sociales como los ‘tenorio gofir’, las ‘peladas rica’ o los ‘barbilindos’, para llevar a cabo un juicio moral que, desde el humor, no parece dejar títere con cabeza en el teatro de las apariencias que fueron los espacios para la sociabilidad, públicos y privados, de la Guadalajara del incipiente siglo XX.
En este artículo quiero tomar las “Siluetas tapatías” como puerta de entrada al universo de las sociabilidades y las representaciones vestimentarias de la Guadalajara de fines del porfiriato, conectando las crónicas de El Kaskabel con otras fuentes hemerográficas que servirán para iluminar desde distintos ángulos las inflamadas quejas de su autor. El objetivo es hacer visibles las representaciones mentales construidas a partir de textos literarios y conectarlas con las representaciones vestimentarias que bulleron en el caldo de la cotidianidad urbana de la época.
Para ello, contextualizo los textos en el devenir literario de la época y en las sociabilidades de la ciudad que los vio publicados. Además, analizo las “Siluetas” con el concepto de ‘representación’ propuesto por Roger Chartier, quien lo define en la entrevista que le realizan Javier Burgos Rincón, Ricardo García Carcel y Manuel Peña Díaz (1993), como
[…] el concepto de representación es diferente del utillaje tradicional de la historia de las mentalidades, ya que rompe con la idea de inercia de las mentalidades. El concepto de representación es poliédrico. Se puede entender como el conjunto de cadenas intelectuales y mentales determinantes en relación al mundo social y también en el sentido de la identidad social que se muestra, abre, se recibe o se rechaza - toda identidad social, como decía Pascal, debe tener una tradición visible. La imagen es reelaborada por el grupo, la comunidad, la clase, las representaciones sociales. Dinámica y polémica, dos ideas que hay que atribuir al concepto de representación que puede ser un instrumento, no una respuesta, sino un instrumento para responder a estos desafíos contra las ciencias sociales (pp. 29-40).
A partir de esta concepción, entiendo que son ‘representaciones’ tanto una nota periodística y una pieza de literatura - los casos más cercanos a las representaciones librescas de Chartier -, como un atuendo femenino y la reproducción pictórica o fotográfica - en la forma de retrato - del mismo. Finalmente, presentó mis conclusiones.
Orígenes del género costumbrista en México
Durante el siglo XIX en México proliferó el género literario de la estampa costumbrista, integrado por piezas cortas de carácter descriptivo y presentado bajo diversas modalidades, como “versos, artículos, acuarelas, grabados, incluso como parte de la novela”, el cual muestra una “variedad desconcertante” en sus diversas materializaciones (Terrazas, 2013, p. 22).
El costumbrismo, “tendencia artística consistente en retratar las costumbres y tipos de una región o de un país, pudiendo hacerlo con un tono satírico-humorístico o sin él” (Gantús, 2010, p. 1256), nos ofrece numerosas piezas literarias llamadas ‘cuadros’. Estos cuadros “recrean hábitos, usos, paisajes, diversiones y tipos representativos de una región o país”, cuya “finalidad puede ser simplemente la recreación, la diversión o también la crítica social, y en algunos casos la reforma de la costumbre misma” (Gantús, 2010, p. 1256). Esta última finalidad resulta particularmente importante para mi análisis. Imagen y texto se articulan en mancuerna con frecuencia en este espacio representacional de crítica satírica. El ya mencionado Los Mexicanos Pintados por Sí Mismos (Frías y Soto, et al., 2011) fue armado como un compendio de tipos populares descritos con textos literarios en conjunción con grabados que los ilustran, publicado en México entre 1852 y 1854. Distintos autores trabajaron en su elaboración, la cual se llevó a cabo al calor de volúmenes semejantes que, de manera previa, habían sido publicados en Inglaterra, Francia y España (Pérez Salas, 1998, p. 167). A este libro se le unieron, en la década de 1880, otros como los “Tipos mexicanos”, “Tipos nacionales”, y “Tipos reales” aparecidos en el semanario capitalino La Patria Ilustrada; en estos ejemplos se retrata, con diferentes niveles de humor y sátira, a diversos personajes urbanos en litografías acompañadas de breves textos “desde vendedores ambulantes y obreros hasta ladrones y turistas” (Gantús, 2010, p. 1258). En estas representaciones ya porfirianas llama la atención la mezcla de dignidad y crítica con la que se describe visual y textualmente a los personajes retratados, en un equilibrio que no encontramos en el objeto de estudio que hoy nos ocupa. “Por un lado”, nos dice Fausta Gantús (2010)
[…] el retrato costumbrista sintetizaba los ideales y deseos de las élites porfirianas; por el otro, la caricatura, a través del humor y de la ironía, exponía los fenómenos propios de una ciudad que crecía a pasos agigantados y que progresivamente iba agudizando las contradicciones y desigualdades sociales (p. 1262).
Efectivamente, fueron las ciudades las que propiciaron con mayor frecuencia el surgimiento de sociabilidades adecuadas para diferentes dinámicas y conflictos de clase y género que, protagonizados por actores sociales de distinta condición, pueden descubrirse al leer entre líneas los cuadros costumbristas a los que nos referimos aquí. Richard Sennet (2007, pp. 297-305) ilustra la idea de la ciudad moderna como crisol heterogéneo de sociabilidades y representaciones cuando nos cuenta, por ejemplo, cómo durante el siglo XVIII, el Palais-Royal parisino, propiedad de los duques de Orleans, fungió como un espacio público sumamente heterogéneo en cuanto a sus visitantes, donde podían cruzarse aristócratas con prostitutas o jóvenes soldados con personas muy pobres que caminaban entre objetos y servicios totalmente inaccesibles para ellos, generando situaciones de fuerte tensión social, pero no por ello reprimidas. Las ciudades finiseculares de Europa y las Américas son lugares de mezcla, de interacción cercana y de cierta confusión simbólica en los que, con mucha frecuencia, conviven en la proximidad física integrantes de diversas clases sociales, quienes, si bien existen a años luz de distancia en el ámbito de sus respectivos capitales social, económico y cultural, en lo cotidiano comparten centímetros cúbicos de hogar, respiran el mismo aire y reaccionan a similares estímulos auditivos, olfativos y sonoros. La ciudad de Guadalajara, segunda en población de la República en la época que nos ocupa, es un caso paradigmático en este sentido.
Guadalajara en los estertores del porfiriato: sociabilidades y fachadas personales
La ciudad de Guadalajara fue, a finales del siglo XIX e inicios del XX, un centro distribuidor de mercancías y núcleo urbano de gran relevancia no solo en el occidente de México sino también en toda la República. Guadalajara sobrepasó en la época con creces los 100 000 habitantes.1 En los albores del siglo XX, la ciudad vio el surgimiento de nuevos modos de vivir la urbe, con el nacimiento de las primeras colonias alejadas del centro de la ciudad, que había sido hasta entonces el verdadero corazón de esta. Guadalajara se convirtió en un crisol de clases sociales y representaciones mentales de diferente cariz, en ocasiones en conflicto. Fueron variados los espacios para la sociabilidad en público - ordenada y normada con diferentes grados de claridad y rigidez en cada uno de ellos - en los que las redes interpersonales funcionaban como una estructura abierta que conectaba intereses comerciales, políticos, artísticos y emocionales. Esto provocó el frecuente contacto entre individuos de diferentes estratos sociales, aunque dicho contacto fuera muchas veces solamente visual y estuviera implícita o explícitamente regulado.
Cada espacio público tuvo su propia lógica de funcionamiento, y mientras que a algunos podían acceder todos los individuos que así lo quisieran, otros estaban vetados a ciertas personas, en función de su género, estrato social o edad. En el extremo opuesto del espectro hubo espacios estrictamente íntimos de acceso altamente restringido y regulado. Los niveles de intimidad entre individuos variaron mucho en unos y otros, y con ello el tipo de uso y adaptación que estos individuos pudieron y tuvieron que hacer - siempre en la medida de sus posibilidades - de su lenguaje verbal y no verbal, de su aspecto y de su presentación ante los demás, en definitiva.
En una aproximación al uso del espacio en la ciudad de Guadalajara podríamos enumerar y ordenar los lugares más significativos en términos de sociabilidad, moviéndonos de lo público a lo íntimo de la siguiente manera: entre los lugares de mayor exposición y mezcla más heterogénea de individuos y sensibilidades estuvieron los portales y mercados, la Plaza de Armas, los paseos y calles - como espacios para ir de un lugar a otro, pero también como el escenario de fiestas públicas -, además de las iglesias, la estación de tren y los tranvías. En segundo lugar, podemos colocar a los estudios fotográficos y tiendas, lugares en donde se aplicó una suerte de ‘juntos, pero no revueltos’, lo cual implicaba que, aunque personas de diferentes clases sociales podían llegar a compartir el espacio, no debían olvidar en ningún momento el lugar de cada uno en la sociedad.
Siguen los teatros y carpas, la plaza de toros y los cafés, espacios visitados únicamente por ciertos sectores de la sociedad. Algo característico que sucedió en mayor medida en las cantinas, prostíbulos y consultorios médicos se resume en la idea de que no todos los doctores estaban al alcance de cualquiera; de igual forma, en los prostíbulos, por ejemplo, se calificaba por categorías. En cuarto lugar, podemos colocar a las sedes de sociedades literarias, las tertulias y los grupos políticos: espacios para la sociabilidad en grupos abiertos, pero claramente segregados. Finalmente, los hogares, lugares en los que casi toda la vida transcurría en la intimidad familiar, aunque de vez en cuanto se abrían brechas hacia el exterior en la forma de bailes, cenas u otras celebraciones.
Jorge Alberto Trujillo Bretón (1999) describe magistralmente este panorama tapatío en el que se emulsionan el urbanismo porfiriano y las clases sociales, para crear un espectáculo cotidiano de interacciones variadas, a veces problemáticas, a veces armónicas, pero siempre muy dinámicas:
En su interior cabían los barrios indígenas, los vecindarios o alcaicerías populares, las antiguas casonas céntricas que albergaban a los hijos del privilegiado régimen, las higiénicas colonias de extranjeros, los barrios obreros, los edificios burocráticos, los templos católicos, los talleres artesanales, las modernas fábricas, las escuelas públicas y las escuelas parroquiales, los centros de educación superior, los mercados, sus hermosos jardines y plazas, los bajos fondos y las calles; siempre las calles como factor de unidad de todo lo que configuraba lo citadino, calles pequeñas, amplias avenidas, hermosas calzadas, calles de polvo, empedradas y algunas, las principales ya asfaltadas; y en medio de todo, dándole vida al adoquín, a la piedra, a la cantera, a la madera, al vidrio, al hierro, la presencia del hombre citadino, fuese hombre, mujer, niño, joven, adulto y anciano, pobre o rico, mestizo, criollo, blanco o indígena, todos con sus identidades le daban alma a la ciudad que amenazaba con desbordarse. Las muchas ciudades en una: la ciudad criolla, la ciudad indígena, la ciudad extranjera, la ciudad popular. En la ciudad al fin, en toda ella, la frontera cultural de los muchos: el lugar de encuentro para los que llegaron a quedarse, para los que ya estaban y para los que solo venían de paso; a todos ellos, con sus identidades y culturas muy particulares, la sociedad, más para bien que para mal, se dinamizaba y enriquecía. (p. 50)
Merece la pena añadir, a esta vibrante descripción, unas palabras relativas a la importancia del aspecto físico de quienes habitaron la ciudad, en cuanto tarjeta de presentación frente a los demás. Mi primer ejemplo gráfico son dos fichas de la Penitenciaria (véase Figura 1). Los contrastes entre fachadas personales eran lo habitual en los roces de la cotidianidad, en una ciudad en la que las clases sociales se entremezclaban, a veces en circunstancias particularmente desafortunadas, como lo es la del encierro carcelario. En el caso de estas dos imágenes, unidas por el azar producto de la mutilación del registro, observamos cómo las clases medias, representadas por Amado Pérez, a la izquierda, llegaron a convivir con las populares, de quien tenemos un ejemplo en Félix Rivera, a la derecha. Durante todo el siglo XIX fue frecuente la semidesnudez entre los integrantes masculinos de estas últimas, primero encarnada en la figura del lépero, y luego en la de los “sufridos, laboriosos y modestos artesanos”, tal y como se describe a algunos de estos individuos en las páginas de El Kaskabel.2 Estas imágenes del Registro de Penitenciaría se tomaban al llegar a la cárcel de Escobedo, tras varios días de incomodidades y penurias en los calabozos primero, y en el trayecto desde los mismos a la cárcel después. Por eso sorprende, aún más si cabe, el aspecto pulido de Amado.
Fuente: Archivo Histórico del Estado de Jalisco (AHEJ), Registro de la Penitenciaria, fichas 225, 230, 1870.
Las ‘fachadas personales’ de mujeres y hombres, de integrantes de las élites y clases medias, y de miembros de las clases populares, de civiles, religiosos y militares, jugaron un papel crucial en el universo de las sociabilidades tapatías tardo porfirianas. Tomo prestado el concepto de ‘fachada personal’ de Erving Goffman (1997), quien se refiere por ello al conjunto variado de elementos, “las insignias del cargo o rango, el vestido, el sexo, la edad y las características raciales, el tamaño y aspecto, el porte, las pautas de lenguaje, las expresiones faciales, los gestos corporales” (pp. 31-35), los cuales funcionan como la dotación expresiva de tipo corriente empleada intencional o inconscientemente por el individuo durante su actuación e interacción con otros individuos. El aspecto de la gente se comentaba, se reglamentaba y se ordenaba por medio del control policial y de la elaboración de registros oficiales, como el de domésticos, los de los demás oficios - e.g., boleros, aguadores, billeteros, etcétera -, o el de penitenciaría, todos ellos hechos por las autoridades, y por tanto desde una fuerte asimetría de poder, además de ser muy similares entre sí. Estos registros incluían, además de los datos del individuo, un retrato fotográfico del mismo. Los individuos registrados - mayoritariamente pertenecientes a las clases populares, y mayoritariamente registrados, como digo, desde el poder detentado y el discurso construido por las élites -, en la medida de sus posibilidades, y ante una - quizá falsa - perspectiva de movilidad social, cuidaban su aspecto cada mañana, antes de salir de casa, y lo protegían de ataques y robos.
La ropa en general, tal y como lo confirma la prensa, fue un bien preciado y precioso en una época en la que los textiles y las hechuras de ropa mantenían aún precios muy elevados. Por ejemplo, en 1909, en el periódico La Gaceta de Guadalajara se anunciaba la venta de “trajes con casimires nacionales, desde $21.00, con un corte de verdadera elegancia”,3 en el establecimiento llamado Crespo y Gonthier, situado en el centro de la ciudad. Si comparamos este precio con la media de los salarios que recibían los empleados domésticos en el año de 1896, de entre tan solo 37 y 75 centavos diarios, y que además perdió durante el porfiriato 57% de su poder adquisitivo, debido al alza de los precios de los productos básicos, la diferencia resulta abismal (Ramos, 2004, p. 234). Por ello, no debe sorprender que las personas con menos medios materiales vistieran harapos, o bien optaran por adquirir su guardarropa en las numerosas casas de empeño que existían en la ciudad.4 Esto siempre en franco contraste con sus contrapartes oligárquicas, quienes podían permitirse viajar incluso a París para encargar allá sus toilettes, capas, levitas, fracs o sombreros, y con ello abonar a su capital social y simbólico para defender al mismo tiempo su posición social.
El gusto de las élites porfirianas por los elementos de indumentaria extranjera puede rastrear sus raíces en costumbres novohispanas, como la de mandar, a través de la Nao de China - o Galeón de Manila - prendas de vestir a Asia, para ser bordadas con seda allá, y luego regresar a sus dueños, meses después (Bonialán, 2017; Martins, 2018; Slack Jr., 2012). Entre unos y otros, las fachadas personales de los integrantes de las clases medias, guardianas de la moral en mancuerna con las élites, y en un constante ejercicio de emulación de la estética vestimentaria de las mismas, pero nunca valedoras de sus mismos privilegios, los cuales se encarnaban de manera ‘performativa’ en el ritual semanal del paseo por la Plaza de Armas. Durante este paseo de gran peso simbólico, y que funcionaba como una suerte de metáfora visual y dinámica de la estructura de clases que se vivía a diario en la ciudad, unos y otros grupos ocupaban un espacio físico específico en la Plaza; las élites al centro, el pueblo llano en el anillo exterior, y las clases medias entre los primeros y los segundos (Muriá y Olveda, 1991, p. 349).
El Kaskabel y otras publicaciones tapatías de la época
Es en este espacio multidimensional y vivísimo donde vieron la luz las páginas de El Kaskabel, publicación bisemanal satírica tapatía - “bisemanario humorístico”, tal y como reza en la portada del impreso - que, dirigida por Benjamín Padilla, se editó en la ciudad entre 1906 y 1915, en palabras de Celia Del Palacio (1992, p. 168), con una “gran circulación”. El Kaskabel, cuya razón social se hallaba en las calles Prisciliano Sánchez y Ocampo de la ciudad de Guadalajara, costaba 1 centavo recién publicado, y las suscripciones foráneas, por bimestre adelantado, 0.50 pesos, no admitiendo suscripciones locales. Actualmente se conservan de él 180 ejemplares en la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco (véase Figura 2).
El Kaskabel fue contemporáneo de otras publicaciones muy distintas a él, como El Regional (1904-1914), “primera publicación católica de la ciudad” (Del Palacio, 1992, p. 168), o la muy conocida y leída Gaceta de Guadalajara (1902-1914), “el primer periódico moderno de la ciudad” (Del Palacio, 1992, p. 169). Además, Del Palacio (1992) nos dice:
[…] no se puede hablar en esta etapa de periodismo informativo, sino político. Estos órganos de prensa llenaban sus páginas con interminables artículos de opinión, pequeños titulares, letra muy chica y ninguna ilustración. La publicidad, si es que la había, estaba situada en la última página y su carácter era, eso sí, informativo exclusivamente sobre los negocios de la localidad o productos curativos caseros sin nombre y sin mayores pretensiones (p. 169).
Por ejemplo, en 1900, la Gaceta de Guadalajara publicó en su contraportada - como era habitual en realidad en casi todas las publicaciones impresas periódicas del país - el siguiente anuncio, en español e inglés:
LAS FÁBRICAS DE FRANCIA
Fortoul, Chapuy & Cia. Guadalajara.
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ENGLISH SPOKEN5
Ejemplos de publicidad en El Kaskabel pueden observarse en las Figuras 3 y 4. En la Figura 3 se presenta un anuncio de “Jabón de leche de burra”, producto habitual en las páginas de la publicación. El hecho mismo de la publicación de este anuncio ya abona a los planteamientos - siempre desde el humor - clasistas y racistas de ciertas secciones del periódico, pues a lo largo de sus números en los sucesivos anuncios de este iremos descubriendo que, por ejemplo, dicho jabón “blanquea que es una barbaridad”,6 o que le hace la “¡Guerra a los prietos!”.7 En el segundo ejemplo se observa que el calzado de calidad era costoso, particularmente el que nos muestra el anuncio de la Figura 4, de gusto plenamente burgués y muy similar al que puede observarse con retratos de estudio de la élite tapatía de la misma época. Con esto, el periódico se alinea aún más con las clases medias y altas de la sociedad, pero siempre desde el humor.
Al contrario de lo que sabemos que sucedía con otro tipo de publicaciones satíricas contemporáneas a El Kaskabel, en las páginas de este no se encuentran ilustraciones que animen los contenidos principales, que les proporcionen detalles y matices gráficos. Cuando se leen, la imaginación sola se encarga de construir estas representaciones visuales, y ello hace que, si no se conocen por otros medios los espacios públicos de la ciudad, así como a sus habitantes, dichas representaciones puedan llegar a resultar aberraciones históricas, que, no por divertidas, son más aconsejables.
El juego de las apariencias en la Guadalajara porfiriana y las “Siluetas tapatías” de El Kaskabel
El conjunto de textos que compone las “Siluetas tapatías” apareció publicado a lo largo de un periodo de casi dos años: entre el 15 de julio de 1906 y el 31 de mayo de 1908. Aunque fueron estos los cuadros costumbristas que se titularon del mismo modo no constituyeron los únicos textos de este tipo impresos durante la existencia de la publicación. El 8 de marzo de 1908, y con el título de “La platea de las gatas”, ve la luz uno de los textos satírico-costumbristas más duros de entre todas las crónicas de este tipo puestas en circulación por el periódico. En ese mismo número, y con una extensión menor, aparece otra pieza en la que el autor suplica a las señoritas que acuden a los teatros que se quiten el sombrero.
Las “Siluetas tapatías” cuentan con numerosos antecedentes en la prensa mexicana del siglo XIX. Algunos de ellos ya los cité al comienzo de este texto, pero hay otro en particular, que además es con toda seguridad uno de los más antiguos que pueden encontrarse, y que no quiero dejar de nombrar: se trata de las “Crónicas de moda” firmadas por Francisco Zarco, en la década de 1850, durante el periodo en el que se le prohibió escribir crónica política. Francisco Zarco fue un destacado periodista y político liberal, de formación multidisciplinar - estudió derecho, teología y diversas ciencias sociales - y dedicado, entre otras cosas, al periodismo político. Las crónicas de Zarco son en sí mismas una pequeña joya de los anales periodísticos mexicanos y han merecido análisis específicos y en extenso por parte de académicos. Es importante traerlas a colación para construir apropiadamente los antecedentes de un tipo de discurso, el articulado desde las élites intelectuales en torno a los tipos populares y la indumentaria que estos exhibieron, que buscó describir, analizar y moralizar al mismo tiempo, en unas décadas de fuertes distinciones sociales y no pocas tensiones políticas en el México independiente. Zarco estaría en el inicio de ese camino y El Kaskabel se sitúa en uno de sus últimos coletazos. La principal diferencia entre uno y otro es el nivel de acidez. Zarco entendía que el vestido, bien elegido y llevado, podía funcionar como símbolo de ‘civilización’, de democracia y de revolución. En este sentido, el traje colonial, por ejemplo, otro tipo vestimentario, era algo a desechar, un atraso. Francisco Zarco veía en el análisis de la indumentaria un modo privilegiado para estudiar a las naciones, mientras que el cronista de El Kaskabel parece entender este análisis como una forma de construir discursos quejosos y moralizantes, siempre bajo la protección de la parodia y el humor.
Se tratan, las “Siluetas tapatías”, de siete piezas breves tituladas, en orden de aparición: “Nuestros Barbilindos”,8 “Las peladas ricas”,9 “Los irresistibles”,10 “La verdad neta y pelada”,11 “Los tenorio gofir, o sean (sic) los irresistibles”,12 “Los pegostes de ricos”,13 y “Los ricos de oropel”.14 Cada una consta de cuatro o cinco párrafos - algunas son incluso más breves - y todas, sin excepción, se centran en criticar sin piedad el comportamiento en público y en privado de ciertos grupos sociales urbanos, por medio de un análisis sarcástico y por momentos exagerado del atuendo, comportamientos, relaciones y aspiraciones sociales del objeto de interés del autor, este último, siempre anónimo.
Tres cuestiones parecen interesar al escritor, casi hasta la obsesión: la vanidad, el arribismo y la simulación. La vanidad humana que persigue ciegamente el cuidado y adorno de la apariencia física, y renuncia en el camino a las dimensiones espirituales, intelectuales y/o morales del individuo; el arribismo que busca escalar en la pirámide social a cualquier precio, incluso aunque eso suponga soportar humillaciones de todo tipo por parte de propios y extraños, y la simulación, como herramienta principal para poner en práctica dicho arribismo. El autor tiende, por cierto, a relacionar estas tres actitudes con la falta de inteligencia y sentido común, y esta conexión la establece desde el inicio mismo de las crónicas:
Me parece estarlos viendo: muy tiesecitos, muy acicalados: el sombrero, a manera de solideo, les cubre sólo la coronilla de la hueca y hermosa cabecita, dejando ver la raya del peinado que recta desemboca en mitad de la frente, de aquella frente, que es desierto solitario de ideas pero avispero de imbecilidades.15
Así da comienzo la primera de las “Siluetas”, titulada “Nuestros Barbilindos”. Toda una declaración de intenciones que pinta a la perfección el tono con el que se colorearon las que siguieron. En “Nuestros Barbilindos”, el autor critica a los muchachos jóvenes - de ahí el término ‘barbilindo’, referido a las barbas incipientes de dichos muchachos - que, cuales dandies ingleses de inicios del siglo XIX, invierten todo su tiempo y esfuerzo en verse rabiosamente a la moda, con una “sonrisa ensayada durante horas frente al espejo”, y “El bigotillo que más parece bozo femenino, ridículamente huracanado hacia arriba: choclos de charol, su calcetín calado primorosamente, dejando ver el fondo sonrosado de la epidermis”.16 El autor desarrolla su argumento sobre y contra la vanidad cuando nos dice que estos muchachos están tan enamorados de sí mismos, que “como el Narciso de la Mitología va(n) a quedarse convertido(s) en Lirio frente a los espejos de las “Fábricas Universales”, o cuando explica que pasean por las calles y plazas de la ciudad con el único propósito de exhibirse y cosechar “aplausos silenciosos”, que ellos siempre malinterpretan como alabanzas, cuando en realidad son burlas hacia su persona - o eso opina el autor.17
El Kaskabel y sus cuadros costumbristas no existieron en un vacío histórico en el contexto de la ciudad de Guadalajara. Al contrario, casi 15 años antes de la aparición de la primera de las “Siluetas”, nos encontramos con una conjunción de texto e imagen en la que ya se hace referencia a la vanidad, al gusto por la moda e, incluso, al término “irresistible”, tal y como quedó ilustrado en el primer ejemplar de la publicación Juan sin Miedo (véase Figura 4). En estos dos dibujos, parecen retratados sendos miembros masculinos de la sociedad tapatía, y lo hacen con sus mejores galas, a la moda del momento: barbas y bigotes - ‘bigotillos’, diría el autor de las “Siluetas” - cuidados, cuellos altos y almidonados, sacos rígidos e impecables y sombreros de hongo. No por nada, “la moda fue su ídolo” (calaverita de la derecha) y “las pollas temían encontrarlo porque era irresistible” (calaverita de la izquierda) (véase Figura 5).
Ocupar un lugar que no les corresponde en el orden social es otro de los señalamientos del autor acerca de estos jóvenes. La sociedad porfiriana decimonónica, sobre todo la perteneciente a la cúspide de la pirámide social, fue afecta a la estructura clara y transparente de las clases sociales; prueba de ellos es la gran cantidad de clasificaciones que se propusieron entonces. Entre las más conocidas podemos destacar la propuesta por Andrés Molina Enríquez (1909/2001), Los Grandes Problemas Nacionales, que se basó en la etnia y la nacionalidad de los habitantes de México, de modo que extranjeros, criollos, mestizos e indígenas integrarían las clases sociales de la nación; la del psiquiatra Julio Guerrero (1900/1977), La Génesis del Crimen en México. Esta clasificación proponía cuatro clases sociales diferentes organizadas según un esquema piramidal que el autor elaboró a partir de criterios muy variados englobados en lo que llamó “la vida privada de los individuos”. Finalmente, la del tapatío Miguel Galindo (1908), que estuvo incluida en su tesis de recepción presentada ante la Facultad de Medicina de Guadalajara bajo el título de Apuntes sobre la Higiene en Guadalajara, proponía la existencia de cuatro clases sociales: la aristocrática, la media - diferente de la primera solamente por sus menores recursos económicos -, la clase situada entre la media y la baja, y finalmente, la clase baja, también denominada ‘pueblo’. Frente a este entorno socioeconómicamente categorizado, nuestro encendido cronista expresó que un determinado subgrupo dentro de los engreídos atentaba contra esta organización, desde el escenario festivo y aparentemente poco serio de los encuentros casuales con la buena sociedad tapatía.
¿Veis aquel otro que estirado y derecho, mismamente que, si se hubiera comido el asador de la carne, camina con lento andar y se mueve con la parsimonia de un cocodrilo? Ese es un barbilindo que se codea con lo mejor de nuestra sociedad, sin que le haya servido de pasaporte otra cosa, que su rasgueo de ojos y su poca vergüenza. Con sus dedos de literato y sus pujos de crítico, habla de arte y de literatura, da su opinión sobre autores, califica cómicos y desmenuza obras. Para él D. José Echegaray es un poco imbécil: Fuentes, la Guerrero Díaz, de Mendoza… unos pobres comicuchos de la legua y en cuanto a las obras, ¡pocas son las que pasan los linderos de la mamarrachería! Y si le preguntáis dónde ha aprendido tantas cosas, responde: “Los viajes son muy instructivos!” ¡Pobrecito! ¡Sus viajes apenas abarcan S. Pedro y Zapopan, y esto cuando se hilvana a algún fanfarrón o compadecido que le pague el pasaje!18
En este caso, la usurpación es de índole intelectual, pero en otros fue relativa a la posición económica. En la última de las “Siluetas”, titulada “Los ricos de oropel”, el primer párrafo, como de costumbre en el contexto general del estilo narrativo del autor, es contundente al respecto:
Entre los muchos engaños sociales que nos rodean, están estos que podemos llamar los ricos de oropel, es decir, ricos gofir, ricos de mentiras, que atraviesan por el escenario de la vida con el lujo deslumbrante de un Creso ó poco menos, y que cuando por un revés de la suerte, ó bien porque petatean (que es el fin de todos los que nacen) hay que hacerles balance de sus deberes, resultan unos pobres pelados como nosotros.19
Las mujeres no fueron inmunes a este tipo de censura; por ejemplo, la segunda de las “Siluetas” se titula “Las peladas ricas”. En ella el autor comienza clasificando al género femenino - a modo de parodia de las clasificaciones porfiriana pretendidamente científicas - en tres categorías:
Las muchachas pobres que lo conocen y se resignan, y que procuran hacer un tesoro de su alma y de su corazón para que el hombre las ame. Estas son las que se usaron en la época de nuestros abuelos y que han pasado ya de moda.
Las muchachas ricas, que sabiendo que lo son, y el aprecio que la juventud tiene por el vil metal, enchuecan lo más que pueden el pescuezo y se dan aires de princesas, tal y como si trajeran al rey en la cola. Estas son las que se usan actualmente.
Las muchachas pobres, que durmiendo en un tapeiste, y no teniendo en qué caerse muertas, se dan humos de ricas, teniendo de estas todas las petulancias y fachas, sin que cuenten con un sólo niquel. De estas últimas hay algunos ejemplares en Guadalajara.20
Para entender mejor el contexto gráfico de esta categorización de la mujer, véase la Figura 6, donde se retrata a Pomposa Munguía. Ella tenía 17 años, y trabajaba como cocinera con un salario mensual de 3 pesos cuando su ficha, que lleva el número 5 996, fue incluida en el Registro de Domésticos de la ciudad de Guadalajara, en el año 1894. Es muy probable que el redactor de El Kaskabel se esté refiriendo en sus textos a muchachas como ella, que se esforzaban a la hora de construir sus fachadas personales para encajar en los dictados de la moda del momento, incluso aunque tuvieran que endeudarse para lograrlo. En el caso de Pomposa, encontramos el uso de un saco y una falda que, aunque no combinan a la manera de las toilettes de la época, sí mantienen la silueta que estaba de moda en el momento y además exhiben riqueza y esmero en los materiales y la hechura de cada prenda.
Fuente: Archivo Municipal de Guadalajara (AMG), Registro de Domésticos, ficha 5 956, Tomo 4, Ramo Registros Públicos.
En la tercera “Silueta”, titulada “Los irresistibles”, impresa el 12 de mayo de 1907, el autor regresa a la cuestión de la reprobable vanidad, repitiendo el mismo ataque y la misma exposición de motivos: la versión pobre de estos ‘irresistibles’ está integrada por
[…] los […] que sacrifican los intestinos al exterior, y que se ponen a dieta para que no falten los choclos americanos, el calcetín a rayas y el sombrero de Panamá […] ¿Quién no ha llegado a tropezar en su vida con uno de estos seres felices, chapeaditos, catrines, que se creen el terror de los maridos, la pesadilla de las madres de familia, el azote de los barrios, el ideal de las mujeres bonitas y la envidia de todos los hombres. Son tipos que encontramos al voltear una esquina, al pasear por el portal, al entrar a la plaza de armas, en las fiestas, en las iglesias, en los bailes, en todas partes. Y no se crea que son siempre barbilindos o adinerados: no. Los hay feos y los hay pobres. Los feos, que al fin y al cabo el amor propio es una venda, se creen unos Adonis, por más que el espejo les dice que no, con el dedo.21
De esta manera, al introducir a quienes ven frustradas sus expectativas, también se retrata el tercer pecado capital de las sociabilidades urbanas: la simulación. En este punto, y tras haber hecho un repaso somero de sus principales líneas de pensamiento, es necesario señalar que nuestro autor está menos en sintonía con ciertas representaciones mentales decimonónicas que en el occidente finisecular atravesaron los campos de la literatura, el periodismo, la política y las sociabilidades, y que cristalizaron en varias ocasiones en las maneras en que las diferentes clases sociales urbanas se vistieron y, en general, compusieron sus fachadas personales.
Se tiene que poner atención, además, al proceso por el cual diferentes capas de las sociedades urbanas se van incorporando con intensidad al universo de las apariencias que es la moda durante el siglo XIX (Perrot, 1994). El siglo XIX occidental es, en términos de moda, la época de la ruptura de las barreras otrora infranqueables entre la indumentaria de la élite y la burguesía y la de las clases populares. Véase, por ejemplo, la Figura 7, donde se distinguen en las fachadas personales de unos empleados el esmero y cuidado en la elección de las prendas: cuellos altos, almidonados, en un impecable color blanco, moños y corbatas de seda, chalecos con todos sus botones y sacos planchados. No se trata este proceso de una democratización total, pero sí fue lo bastante intenso como para provocar confusiones durante los encuentros en lugares públicos entre unas y otras clases, algo que las segundas trataron de capitalizar a la hora de ejercer su movilidad social, y que molestó profundamente a las primeras, pues ven cómo la estructura que ha sostenido su estatus durante siglos. Una muestra más de la importancia histórica de la indumentaria: los innumerables intentos que las élites políticas, religiosas y económicas han realizado a lo largo de la historia por reglar, ordenar y controlar el modo en que las diferentes clases sociales se vistieron. La simulación, entonces, se identifica con una suerte de ‘pecado’ social denunciado, ridiculizado y odiado por unas élites quienes, por otro lado, continúan siendo las dueñas del discurso dominante. Élites en las que se inserta el anónimo autor de las “Siluetas”.
En la segunda “Silueta”, titulada “Las peladas ricas” - cuyo título ya es bastante indicativo de la cuestión a la que refiero -, se señala esto, al referirse el autor a aquellas muchachas que ya mencioné, y a las que describía como “pobres, que, durmiendo en un tapeiste, y no teniendo en qué caerse muertas, se dan humos de ricas, teniendo de estas todas las petulancias y fachas, sin que cuenten con un sólo niquel”.22
¡Cuántas veces, al ver pasar por el portal o por las calles a alguna de estas señoritas, relampagueantes de lujo, con una cauda de aromas, llevándose enredadas en sus encajes todas las miradas y dejando tras de sí mil tapas abiertas de admiración, cuántas veces, digo, nos hemos hecho cruces, sin que podamos saber de dónde vienen aquellos lujos, y sin poder explicarnos cómo pueden gastar tal derroche sin mengua de la honra!
Verdadera plaga social son estas peladas ricas, que son mil veces más pretensiosas que las ricas de verdad. ¡Qué capaz que ellas se dignaran saludar a un pobre! No señor: voltean la cara y se hacen de la vista gorda.
Pero eso sí: no encuentren a uno de los llamados aristócratas, porque inmediatamente ponen cara alegre, y en alta voz, para que todos las oigan dicen:
— ¡Adiós, Jorgito!... ¡Adiós, Pedrito!23
Parece que nada irrita más al autor que el desconocimiento voluntario por parte de quienes habitan la ciudad de su lugar, físico y simbólico, en la misma. Dicha irritación, de hecho, le llevó al extremo de levantar sospechas sobre el origen de los fondos necesarios para llevar a cabo esta operación de simulación. La acusación es grave, sobre todo si tenemos en cuenta el espectro de respetabilidad tan limitado y limitante en el que se encerró a las mujeres en la época, y que marcaba, en la práctica, únicamente dos extremos en los que podían existir: el del ángel de hogar de prácticamente cualquier condición socioeconómica, y el de la mujer perdida, de moral cuestionable y refractaria a los valores familiares. La reacción encendida, sin embargo, es contra la usurpación de atribuciones de clase, pero no solamente contra ella. El 19 de diciembre de 1907 aparece otra “Silueta” titulada “La verdad neta y pelada”, en la que se describe el trabajo cotidiano, en la vía pública, de un precario artesano que se dedica a arreglar muebles, y su esposa. Este matrimonio, pobre de solemnidad, tampoco fue objeto de la compasión del autor, quien describe al marido, por ejemplo, como un “espécimen de nuestros llamados sufridos, laboriosos y modestos artesanos”, quien:
[…] tenía los ojos vidriosos y saltados, y la nariz colorada del borracho consuetudinario, la cabellera salvaje que no conocía peine, la ropa desgarrada y sucia, los cigarros y los cerillos prendidos a la cintura y a un lado una botella que contenía no el barniz de laca para la silla, sino el aguardiente con alumbre llamado tequila”.24
Su esposa, por otro lado, “sentada en el suelo, en la postura del indio triste, tapada la cara y envuelta en un rebozo sucio y roto”, captada en mitad de la operación de cocinar “en un bracero de barro, no sé si alguna agua de hojas de naranjo, ó calentaba la tortilla que recibiría el veneno del chile martajado”,25 tampoco corre mejor suerte. Fue esta, por otro lado, la primera y única vez que se escribió en “Las Siluetas tapatías” sobre los pobres ‘de verdad’, los pobres ‘honestos’, pues el verdadero objeto de las críticas del autor sigue siendo, a lo largo de los dos años que nos ocupan, el pobre que queriendo dejar de serlo, empieza por tratar de dejar de aparentarlo. Esta no es la única vez que se incluya un texto relativo a las condiciones de vida de las clases populares en el impreso. Así se describió a una vecindad de las muchas que existían en la ciudad desde el siglo XIX, incluyendo incluso los precios que se pagaban por las viviendas en su interior, en el año 1907:
Un cuarto redondo en el segundo patio de la Vecindad X ´H vale dos pesos cincuenta centavos. Si es en el primer patio, tres pesos. Si es vivienda de dos piezas con una cocinita, seis pesos. ¿Para quién son estas habitaciones? Para los pobres, para la servidumbre y los obreros. En el cuarto redondo suelen vivir hasta diez personas. La cocina se instala en la puerta en forma de un bracero (sic) de barro y algunos trastos. Cuando estas gentes se van, hay que tirar el cuarto, para evitar el desarrollo de una peste, y hacerlo de nuevo. En las llamadas viviendas, allí, es habitación y taller, y en el fondo, donde está la cocina, es corral, tendedero, baño, jardín y basurero. En general, en toda la República, estas son las habitaciones al alcance de los pobres. […] (y no pueden vivir en otra parte, porque su sueldo promedio es de 75 centavos diarios). Las casitas oscuras, húmedas, feas y retiradas de diez y doce pesos, las ocupan, ciertamente, pobres, pero que ya llegan a la categoría de mecánicos, celadores, peluqueros, tintilleros y corredores. De quince a treinta y cinco pesos, son las casas de la gente media, decente y con muchas necesidades también. ¿Es posible que los primeros puedan habitar otras casas y vivir como gentes y no como marranos, mientras no aumenten sus sueldos? No. […] No habrá en México ni en ningún otro punto del país colonias higiénicas, bonitas y baratas para gente pobre, mientras estos trabajen catorce horas diarias y ganen setenta y cinco centavos al día; pero sí habrá mucha, muchísima sinvergüenzada en el manipuleo de esos negocios.26
Como puede observarse, el tono del artículo es muy diferente al de las “Siluetas”, y está impregnado de un cierto sentido de justicia social, más allá de ‘pecados’ como la vanidad y la simulación, que no se asienta en el humor y la burla para construirse, y que demanda cambios en los modos de cuidar el edificio social. Constatamos, de esta manera, que las “Siluetas”, en el contexto general de El Kaskabel, son un espacio literario reservado para la exageración, la burla y la sátira, así como la transgresión de la serenidad y la sensatez sociales. Las “Siluetas”, entonces, son parte del discurso de El Kaskabel, pero no son todo El Kaskabel.
Se pone de manifiesto en la “Silueta” titulada “Los ricos de oropel”, y también en la llamada “Los ‘pegostes’ de ricos”. La primera, a la que ya me he referido unos párrafos más arriba, nos habla de aquellos individuos que van
Muy lambiditos siempre, con el pañuelo perfumado con esencia de violeta; el pantalón muy planchado, los choclos de charol, como espejo: ¡alguna alhajilla en el dedo chiquito de la derecha y tres ó cuatro tostones sonando con su retintín tentador en la bolsa del chaleco…! y cuya vida está velada por un misterio.27
Estos hombres “¡oh, sorpresa!”, visten ropa interior raída bajo la superficie de sus levitas, y habitan hogares que el autor describe como pocilgas infames, “donde en un solo cuarto hacen cocina, comedor, y es sala y dormitorio” y donde guardan sus “elegantes trajes” “en una caja vacía de cerveza que ha sido convertida en ropero.” Casas en las que, además, mamá y hermanos “andan vestidos con pobreza de mendigos”.28
En “Los pegostes de ricos”, la situación descrita es aún más indigna a ojos del escritor. El protagonista de esta “Silueta”, llamado Honorato, un individuo no exactamente pobre, pero ni mucho menos rico, quien trabaja “tras el mostrador de una tienda, despachando metros de manta o paquetes de cocao (sic), o clavado en un escritorio, pasando en limpio la Caja, haciendo sumas con lápiz o escribiendo cartas a máquina”. Honorato pasa el poco tiempo de ocio que le queda como ‘pegoste de rico’, es decir, como una suerte de esclavo voluntario de algún integrante de la élite, a quien acompaña “más elegante que Brummel”,29 en toda clase de ocasiones sociales:
— Honorato, bájate a componer el tiranto á la yegua de la derecha.
— Honorato, alcanza a María y dile que si podemos vernos esta noche. — Honorato, toma las riendas, volvemos luego; nomás vamos a dar una vuelta aquí a la plaza.
— Honorato, el pobre Honorato, orgulloso de sentir que aquel rico y noble lo tutea y le habla de amigo, no repara en humillaciones y todo lo acepta gustoso.30
Conclusiones
El concepto de representación defendido por Roger Chartier resulta útil a la hora de aprehender el cambio histórico, por su condición multifacética: sirve tanto para entender las formas abstractas de pensar, individuales y colectivas, como las manifestaciones materiales que estas generan, en diversos ámbitos y dimensiones de la cultura y la vida de las sociedades humanas. En este sentido, las “Siluetas Tapatías” de El Kaskabel son un extraordinario ejemplo de la conexión y el encadenamiento entre unas y otras. Constituyen, de esa manera, una puerta de entrada útil a la exploración del momento liminal en la historia de México que son los estertores del porfiriato. Al leerlas, asistimos a la recreación - histriónica y exagerada, pero ungida con la cualidad que tiene el humor para decir las cosas sin que se note - de las representaciones mentales que las élites tapatías mantuvieron acerca de propios y extraños en cuestiones aparentemente insustanciales, como el atuendo y las sociabilidades cotidianas, durante una buena parte de la historia del México independiente. Esto sucede en todos y cada uno de los textos que hemos analizado aquí.
De esta manera, en la última de las “Siluetas”, el autor deja claras algunas de sus principales representaciones de lo que debe ser la sociedad mexicana, por medio del juicio sumario que realiza a varios de sus individuos: a personajes como Honorato “no hay que envidiarlos”, “que esa inmensa satisfacción que los hace sonreír y levantar orgullosos la cabeza, cuando se arrastran en el coche del amigo rico, les ha costado muchas humillaciones que ellos digieren en silencio”.31 Porque, parece ser, a entender del redactor de El Kaskabel, nada es más humillante, pero tampoco más disruptivo, inquietante e incorrecto que las ansias demostradas por sus inferiores - empleados de mostrador, mandaderos, cocineras, recamareras o mozos - por apurar el paso en la carrera de la movilidad social y atreverse a aspirar a invadir su espacio, sus prerrogativas y su vida entera, precisamente cuando faltaban solo dos años para el estallido de la Revolución Mexicana. Sus representaciones del mundo giran, entonces, y de manera perfectamente sincronizada con el régimen que está a punto de derrumbarse, en torno al orden social y su mantenimiento. El periodista usa el humor, la cotidianidad del vestido, la moda, y las sociabilidades para construir un discurso que en el fondo está alimentado por representaciones mentales acerca de los sujetos políticos y económicos de su entorno urbano, del que él es partícipe, pero desde un lugar de privilegio sociocultural que lucha por conservar.