Introducción1
Los estudios sobre la clase obrera ferrocarrilera en México son abundantes. Estos van desde la narración de su génesis, con trabajos clásicos como el de Rodea (1944) y su aproximación a la formación del sector rielero en el porfiriato y su proceso de evolución organizacional en la primera mitad del siglo XX, hasta una tipología copiosa de temáticas que se han explorado en diversos espacios especializados, como el del Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista (CEMOS), lo que también da cuenta de la vigencia de la materia. Sin embargo, el tópico sigue siendo un campo abierto por explorar. En este tenor, el presente artículo tiene como propósito analizar cómo los trabajadores de la Compañía Ferroviaria del Sud Pacífico de México gestionaron sus demandas ante el capital y el gobierno en el primer decenio de la posrevolución. La revisión, que se hace a través del escrutinio de tres conflictos obreros: 1917, 1923 y 1927, deja ver que, si bien la constitución de Querétaro otorgó los mecanismos legales en favor de los trabajadores del país, estos tuvieron una asimilación paulatina. Al menos así lo deja ver el caso de los ferrocarrileros del Sud Pacífico asentados en el pueblo de Empalme, Sonora, espacio en donde se vuelca el estudio por dos razones. La primera, debido a que el lugar señalado fue el asentamiento pionero de trabajadores ferroviarios no solo en Sonora, sino en la costa del Pacífico mexicano durante la expansión ferroviaria porfiriana y las primeras décadas del siglo XX, por lo que la dinámica obrera fue elevada en su organización, pero también en su participación política. Y, en segundo lugar, y vinculado con lo anterior, por la importancia estratégica del puerto para la conexión hacia el sur de la entidad, como por su conexión al norte con Nogales, Arizona.
Los resultados del análisis dejan observar que el posicionamiento obrero se desenvolvió bajo el mutualismo y el amparo político local por tres razones. La primera, la ley no era clara sobre cómo debían ser resueltos los conflictos de competencia federal, al menos con los ferrocarrileros. En segundo lugar, la formación de la Cámara Obrera en Sonora, previo a la promulgación de la Constitución de 1917, así como el clima efervescente de mutualismo en la entidad, otorgaba vigencia a este tipo de organizaciones. En tercer lugar, y ligado al punto anterior, el clientelismo político entre los obreros y los caudillos sonorenses dio la pauta para mantener los tintes mutualistas. Situación que dio un viraje para 1927, momento en el que se reglamentó que los trabajadores fueran arbitrados por las autoridades competentes.
El artículo se compone de cuatro apartados hilvanados a través de un andamiaje bibliográfico y, sustancialmente, de fuentes primarias obtenidas del Archivo Histórico General del Estado de Sonora (AHGES), del Archivo General de la Nación (AGN) y del Centro de Estudios de Historia de México (CEHM). En el primero, titulado: “Génesis del Ferrocarril Sud Pacífico”, se elabora una síntesis sobre el origen de la compañía, partiendo del Ferrocarril de Sonora. En el segundo, nombrado: “Del mutualismo a la reglamentación del Estado”, se realiza un esbozo sobre el mutualismo y su desarrollo en la entidad fronteriza. Y en el tercer apartado, llamado: “Entre el mutualismo y la institucionalización: de exigencias y huelgas en la posrevolución”, se analiza el transitar de la gestión de los derechos obreros, de 1917 a 1927. Finalmente, se plantean algunos comentarios finales.
Génesis del Ferrocarril Sud Pacífico de México
La intrincada génesis del riel en el noroeste fue producto de la fiebre modernizadora que se dio en México durante la segunda mitad del siglo XIX, donde la construcción de ferrocarriles significó la vía a la modernidad. En el caso de Sonora, espacio periférico, el proyecto no fue sencillo. Aunque la construcción de los ferrocarriles en Sonora comenzó en 1880, en años previos se solicitaron concesiones para poner en marcha la formación de compañías que abrieran paso al riel; sin embargo, estos proyectos fracasaron por distintos motivos (Almada, 1983, pp. 239-44; Tinker Salas, 2010, p. 235). Las contrariedades, sin embargo, no impidieron que en el periodo que comprende de 1880 a 1909 se establecieran en el estado del septentrión cinco compañías ferroviarias: la de Sonora, Cananea, Torres a Minas Prietas y la Colorada, Nacozari, Cananea Río Yaqui y Pacífico. La primera, la de Sonora, constituyó la empresa más importante durante finales del siglo XIX y fue su trazo, de Nogales a Guaymas, la base del posterior Sud Pacífico, aunque el resto de las líneas, vinculadas a la minería, se articularon en torno a ella para dirigirse al mercado norteamericano.
El destino de los minerales no era el único vínculo del sistema ferroviario, también lo fue la financiación, debido a que la escasez de capitales nacionales imposibilitó la inversión en un rubro de alto riesgo, abriendo la puerta al capital financiero norteamericano para la formación de compañías, así como la construcción de la infraestructura. Tal es el caso del Ferrocarril de Sonora, cuya obra corrió a cargo de la empresa estadounidense Atchison Topeka & Santa Fe Railroad (Almada, 1983, p. 245; Tinker, 2010, pp. 244, 260). En el caso de las cinco líneas restantes su financiación no fue muy variada. Por ejemplo, la construcción del Ferrocarril de Cananea estuvo a cargo de la empresa propietaria, aunque el negocio matriz era el minero (Almada, 1983, pp. 245-46). Situación similar fue la de Estación Torres a la Colorada y Minas Prietas, inaugurada en 1897 como resultado de la inversión de la Colorada Mining Company. Por último, el Ferrocarril de Nacozari no tuvo un ritmo disonante, debido a que su propietaria fue la Moctezuma Copper Company (Nieves, 2009, pp. 26-27).
Esta diseminación empresarial cambió en la primera década del siglo XX al iniciarse un proceso de fusión de las diferentes empresas; suceso que empató con unificaciones paralelas ocurridas a lo largo del país en compañías de diferentes calados, como lo fue el de los Ferrocarriles Nacionales (Grunstein, 1991, pp. 85-103), o el de Yucatán. Fue así como las cinco líneas ferroviarias asentadas en Sonora comenzaron el 27 de octubre de 1904 un proceso de consolidación bajo la dirección de J. A. Mangel, quien obtuvo ante la Secretaría de Comunicaciones y Transportes una concesión que le otorgó la construcción y explotación de una nueva línea que para 1905 se denominó Ferrocarril Cananea, Río Yaqui y Pacífico. Sin embargo, esta solo fue subsidiaria de la Southern Pacific, claramente de capital yanqui. Misma que para el 24 de junio de 1909 instituyó en New Jersey una nueva empresa denominada Ferrocarril Sud Pacífico de México (Nieves, 2009, p. 25). La formación de esta le significó ser la compañía extranjera más grande del noroeste y la segunda empresa ferroviaria más grande del país después de los Ferrocarriles Nacionales. El objetivo de crearla fue retomar la concesión que le fue otorgada en 1904, la del Ferrocarril Cananea, Río Yaqui y Pacífico, para seguir con la construcción de la línea a Guadalajara.2
El proyecto de expansión emprendido por la Southern Pacific con su nueva filial en México se hizo bajo la visión desarrollista, y en consecuencia como un proyecto de largo plazo. Aunque partió con un ritmo de construcción acelerado, logrando importantes avances hacia Sinaloa y Nayarit, el arribó de la Revolución mexicana interrumpió el proceso constructivo, por lo que sería culminado hasta finales de la década de los años veinte (Beltrán, 2018, pp. 63-66). No obstante, la pausa provocada por el movimiento armado permitió la exposición y efervescencia de una cara interna de la empresa: el tema obrero. El problema era complejo, puesto que, al igual que en otras partes del país, la construcción de trenes se hizo con mano mexicana no calificada, mientras que su operación se realizó con operarios extranjeros calificados. Esta diferenciación, que también estuvo marcada por aspectos raciales y nacionalistas, tuvo impacto en la diferenciación salarial y en las condiciones de trabajo, generando el descontento obrero (Silva, 1995, pp. 21-22). La visibilidad de este problema se dio en Empalme, Sonora, donde los trabajadores norteamericanos no solo obtuvieron mejores prebendas, sino la construcción de la misma ciudad como un espacio exclusivo para ellos. Esta situación, y la inexistencia de una normativa que auxiliara a los obreros mexicanos, dieron pie a la formación de sociedades mutualistas, como medio de cooperación entre trabajadores.
Del mutualismo a la reglamentación del Estado
El mutualismo, entendido, en su concepción simple, como una forma de organización colectiva desde abajo que tiene como objeto el bien común a través de los recursos combinados y la prestación de ayuda en situaciones negativas en donde la asistencia social es inexistente (Sola, 2003, pp. 177-79), fue una forma de asociación presente en las sociedades europeas y latinoamericanas. Para el caso mexicano, el mutualismo, señala Illades (1996), se caracterizó por
[…] la asociación voluntaria de individuos libres y jurídicamente iguales, posee una estructura democrática […] tiene una independencia formal del poder público y de las corporaciones civiles y religiosas, pertenece al ámbito de lo privado, no apela a la coerción como mecanismo de control. (p. 86)
Es decir, su formación basada en la libertad y fuera de la esfera de control político, se realizó en la coyuntura del traspaso de los cuerpos de antiguo régimen al México normativo independiente, pero en el que no encontraban una clara representatividad los trabajadores. Y aunque las primeras asociaciones se formaron en los comienzos de la segunda mitad del siglo XIX, estas se extendieron hasta el periodo porfiriano con una sociedad híbrida: artesanal e industrial, sin contar al campesinado, donde los bretadores encontraron sus formas de defensa en este tipo de formaciones.
La formulación de la definición de Illades (1996), y su trabajo, sigue encontrando vigencia con aportaciones novedosas de corte regional, como dan cuenta los trabajos de Amaro y Rivas (2015), De la Torre (2021) y Ríos (2022), aunque habría que destacar que se han centrado en el estudio del sector artesanal. Particularmente el trabajo De la Torre (2021, pp. 473-78) aporta una visión de desarrollo económico fundada en una combinación patrón-artesano-educación, para entender el mutualismo como el camino para la cohesión social. Aunque cuestiona el papel que jugaron las organizaciones locales en el Gran Círculo de Obreros Mexicanos - formado en 1872 en la capital del país - y cómo incidió este en las sociedades jaliscienses, las preguntas son importantes porque pretenden discutir el papel de organizaciones centralizadas y su injerencia periférica, para dar cuenta de los matices regionales, así como del papel que desempeñaron otras, como la Sociedad Las Clases Productoras, creada en 1878 en Jalisco.
Particularmente esta última es un ejemplo de la posible injerencia que se pudo haber tejido de forma interestatal, incluyendo a Sonora, ya que, si bien es cierto que su programa reivindicativo no hizo eco en la entidad norteña, como si lo hizo en Zacatecas, Mazatlán o Tepic, sí es sabido que tuvo un corresponsal de nombre Francisco Armienta (De la Torre, pp. 504-5). Lo que da apertura a revisar cuál fue la probable incidencia que jugaron, tanto el Gran Circulo, como la Sociedad Las Clases Productoras, en trabajadores en la entidad referida; incluso habría que agregar sociedades transfronterizas por su colindancia con el país vecino.
Lo que sí se conoce es que, en el caso de Sonora, el establecimiento de sociedades mutualistas comenzó en las dos décadas finales del siglo XIX. En el cierre de la centuria se registraron varios intentos de organización, entre los que destaca la de la Sociedad de Artesanos Hidalgo. Su evolución, situada en dos proyectos previos: “Bibliotecaria Hidalgo”, de 1881 a 1883 y la “Mariano Bárcena”, de 1887 a 1892, dan cuenta de una preocupación surgida desde las clases incipientes trabajadoras por formar agrupaciones que les brindaran amparo laboral.3 Sin embargo, también revelan las dificultades que disolvieron su formación, como lo fue la llegada de la fiebre amarilla para el primer caso, o bien, la politización del organismo, así como una falta de estímulo en los estatutos para el segundo. Al final, la Sociedad de Artesanos Hidalgo se constituyó el 16 de octubre de 1896 por iniciativa de la Sociedad Hidalgo de Artesanos No. 1, de Nogales, Sonora.4 Dando cuenta de un fenómeno no centralizado en la capital, además de la vigencia que tuvo la Sociedad hasta después de la Revolución mexicana.
En la travesía formativa se expresaron y mantuvieron los objetivos de las organizaciones, convergiendo en el auxilio entre trabajadores, como lo sugiere el acta constitutiva de la Sociedad de Artesanos: “el objetivo es aliviarse y protegerse mutuamente en sus necesidades, estimularse y fortalecerse fraternalmente en las decepciones de la vida”.5 Propósito que iba acompañado de una tarea de responsabilidad, puesto que la Sociedad asumía y expresaba que su labor como trabajadores era contribuir al progreso, quehacer que los vinculaba no solo en compromiso con la nación, sino que tejía un puente con el gobernador del Estado por dos motivos. El primero, porque él era la autoridad que facultaba la formación de estas organizaciones, lo que le daba el mando para solucionar los futuros problemas, y, en segundo lugar, porque al existir dicha relación se creó un vínculo de auxilio y de dependencia bilateral, particularmente política.
A pesar de que el mutualismo tiene su propia definición, este no se debe entender igual en los diferentes sectores de trabajadores, particularmente con los ferroviarios. Los motivos que argumentan mi propuesta son cuatro. El primero de ellos se debe a que, si bien es cierto que existe una continuidad explicativa, como la generada por Illades (1996), para los artesanos, esta es pertinente porque este tipo de trabajador contó con una experiencia laboral de larga duración. Dicho de otra forma, si bien el menestral pasó del gremio al mutualismo, y del taller a la industria, este actor contaba con una experiencia en el rubro a pesar de los matices tecnológicos. Mientras que, en el caso del trabajador ferroviario, el obrero tuvo que construirse para operar un sector estratégico tecnificado y de alta cualificación, por lo que la consecuencia natural fue la combinación de personal extranjero y nacional. En segundo lugar, la retardada experiencia formativa pudo ser un factor condicionante, a pesar de las influencias de otros rubros, de una organización más lenta. En tercer lugar, el papel estratégico que jugó el transporte, y, en consecuencia, el protagonismo que se le dio en la economía liberal porfiriana restringió a los trabajadores para la formación de organizaciones más combativas, al menos para el caso que aquí se estudia. Finalmente, en cuarto lugar, la cohesión obrera fue distinta, ejemplo de ello fue Jalisco, como lo plantea De la Torre (2021, pp. 457-500), o bien como se desarrolló en Sinaloa (Ríos, 2022, pp. 556-76). La razón radica en que los autores plantean casos de artesanos e industrias fijas, mientras que los trabajadores del riel presentan una dispersión a lo largo de las vías, con excepción de los talleres que, a pesar de no ser condicionante suficiente, si parece ser decisiva para el caso que nos ocupa, sobre todo cuando se tiene como ejemplo un sector importante para Sonora como el minero y la vulnerabilidad que presentó ante el gobernador Corral en la huelga de la Mina la Trinidad en 1888. Este movimiento dejó claro que, si bien el gobierno estatal no estaba en contra de la organización de los trabajadores, la huelga no era una salida aprobada (Gracida, 1997, pp. 68-71). Situación que se siguió confirmando en la revolución con los trabajadores del riel.
Retornando, en este marco, los trabajadores de la industria ferroviaria no se mantuvieron inanimados, por el contrario, fueron partícipes del movimiento, además de coincidir con los objetivos de organizaciones de otros rubros. Aunque es preciso señalar que los propósitos locales ferroviarios, y en general, no estuvieron alejados de lo que se buscaba en el plano nacional durante el porfiriato a través del mutualismo, como ejemplo puede verse la Orden Suprema de Empleados Ferrocarrileros Mexicanos, formada en 1888 por Nicasio Idar (Clark, 1983, pp. 12-13), e incluso en el plano internacional (Portelli, 2014). Portelli (2014, pp. 374-75) señala también, en el caso específico argentino, que el fin de las organizaciones mutualistas radicaba en la atención médica y en otorgar pensión en casos de enfermedad, despido y vejez. En Argentina, al igual que México, el mutualismo se concibe como el resultado de la ausencia de un marco jurídico a favor del trabajador y de la proeza de la autogestión.
No obstante, además de buscar el auxilio entre trabajadores en situaciones de despido, problemas de salud, caso de muerte en el trabajo donde quedarán hijos y viuda, pérdida de alguna extremidad, e incluso el fomento de actividades educativas, resaltaba en ellos una característica importante: estaban inscritos en una industria donde la cualificación técnica, así como la nacionalidad condicionaba la vida del obrero. Apreciándose la diferencia en los trabajadores norteamericanos, quienes, acompañados de una cualificación más alta, así como de una experiencia organizacional más avanzada, lograron gestionar mejores prebendas. En consecuencia, las sociedades mutualistas en México pueden ser entendidas como el sinónimo de un desfase tecnológico y organizacional, por lo que su finalidad fue la asistencia recíproca entre sus integrantes ante la falta de prestaciones por parte de los empleadores. Por supuesto, los factores referidos están acompañados por variables adicionales, como lo señala Clark (1983, p. 13), y no solo por el crisol de la buena voluntad obrera, que también ha sido un componente de la explicación. Para ella, la política restrictiva del Estado fue clave para inhibir organizaciones más complejas y demandantes que frenaran la inversión extranjera. La formación de cuadros combativos en el porfiriato temprano hubiese significado una intromisión en las fuerzas del mercado, al incidir en la contratación y venta de la fuerza de trabajo (Shabot, 1982, p. 23). Lo que explica porque las movilizaciones obreras durante el porfiriato se ubicaron generalmente solo en dos polos: la subordinación o la protesta a través de la huelga, acabando, no pocas veces, en movimientos represivos, como sucedió con la huelga de Río Blanco en los años previos a la Revolución.
La llegada de la Revolución mexicana marcó un cambio en el movimiento obrero, en ella, los trabajadores no solo fueron participantes activos y combativos, sino que buscaron mejoras laborales, que terminaron plasmándose en la legislación a través del artículo 123. Este dotó a los trabajadores de una reglamentación que permitió la determinación de la jornada máxima de trabajo, el salario mínimo, la indemnización en caso de accidente, además de que se otorgó, tanto a patronos como a empleados, el derecho a formar sindicatos o asociaciones profesionales que les permitieran la defensa de sus intereses, sumado a ello se les reconocía el derecho a huelga y a paro, autorizando una herramienta trascendental en las luchas obreras (Universidad Nacional Autónoma de México, 2009). La normativa otorgaba un nuevo punto de partida en las relaciones laborales; sin embargo, había una serie de problemas que se volvían interrogantes, siendo una de ellas: ¿cómo gestionar esos beneficios?
Parte de la respuesta se encontraba en la forma de organización obrera, pues si bien es cierto que la efervescencia había aclamado un cambio en favor de los trabajadores, esta debía estar acompañada de un cambio en su estructura interna. Infortunadamente, las entidades, formadas en el porfiriato no tuvieron un cambio inmediato, solo una radicalización, permeada por ideas socialistas, anarquistas y sindicalistas (Clark, 1983, p. 22), aunque con rasgos mutualistas vigentes. Reflejándose en la formación de sociedades, como la Confederación de Sociedades Ferrocarrileras de la República Mexicana, en 1921.
En el caso de Sonora, que fue la entidad que aglutinó a la mayor parte de los trabajadores de la Compañía Ferroviaria del Sud Pacífico, se observa un contexto con presencia de organizaciones mutualistas hasta entrada la segunda década del siglo XX. El incremento estadístico puede observarse entre 1917 y 1926, lapso en el que se fundaron sociedades variopintas de tipo: mutualista, uniones, clubes obreros y sindicatos, todos ellos en distintas partes del territorio estatal.6 Particularmente, en el caso de los trabajadores ferroviarios, estos crearon algunas organizaciones a lo largo de los años con diversos focos de asentamiento. Comenzando el 4 de marzo de 1917 con el Centro Confederado de Obreros No. 2. El 3 de julio de 1919, formaron el Sindicato Obrero de Sonora, en Nogales, y afiliado a la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM). En 1926, se creó un Consejo local en Empalme, de la Confederación de Sociedades Ferrocarrileras de la República Mexicana. Mientras que para 1929, se hacía presente en Empalme la Sociedad Ferrocarrilera, Departamento de Vía. Finalmente, en 1933 se creó en la ciudad portuaria el sindicato que agrupó a todos estos trabajadores del Sud Pacífico (Radding y Murrieta, 1997, p. 331). Sin embargo, es preciso aclarar que al interior de las organizaciones, la jerarquización de los puestos y las especialidades arrojaban organizaciones internas, como lo podían ser, por ejemplo, los caldereros, mecánicos, forjadores y ayudantes, cobreros, entre otros muchos puestos.7 Esta situación no solo apuntaba a la división del trabajo, también volvía heterogénea la combatividad, la cual derivaba de la posición estratégica de cada puesto, así como su vinculación a otras organizaciones por oficios.
Bajo este tipo de organizaciones que presentaron una mezcolanza de mutualismo y reconocimiento institucional, fue que se enmarcaron algunos conflictos en la primera década de la posrevolución, donde intervinieron los trabajadores, la empresa y el Estado. De estos conflictos se ocupa el apartado siguiente.
Las exigencias de 1917 y 1923
La Revolución mexicana en Sonora, al igual que en otros espacios, marchaba en la reorganización política, económica y social, a la par de la inestabilidad armada. Un ejemplo paralelo de este momento histórico es el caso de Yucatán, con el gobierno pre-constitucionalista de 1915 a 1918, cuando Salvador Alvarado implementó una serie de leyes en favor de la clase obrera - e.g., la Ley del trabajo en 1915, cuyo capítulo II estipulaba la creación de las Juntas de Conciliación y Arbitraje (Lastra, 2017, p. 55). En este escenario convulso fue que se implementaron medidas progresistas en el tema obrero, siendo su expresión la creación de la Cámara Obrera, instituida por decreto el 10 de octubre de 1916 por el gobernador interino Adolfo De la Huerta. El objetivo del organismo era claro: la reivindicación económica del trabajador (Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México [INEHRM], 1992, p. 464). Regresando al ejemplo yucateco, se debe destacar la formación temprana de las Juntas de Conciliación y el Tribunal de Arbitraje, las cuales surgieron como espacios reivindicativos, pero donde la huelga no se aceptaba como herramienta de demanda (Paoli, 1984, pp. 162-66). Aunque también era en respuesta a la ausencia de un organismo federal que había dado pasó a que los gobiernos locales pre-constitucionalistas reprimieran cualquier expresión de descontento y de rebeldía (Sotelo y Romero, 1990, p. 469). Sin embargo, en la contracara, también significó la institucionalización de los trabajadores, puesto que las demandas obreras solo podían realizarse a través de las asociaciones no menores a 400 miembros. Con esta medida, quedaba claro que las peticiones solo tendrían voz y fuerza en la colectividad reconocida, no en el accionar individual y desvinculado del aparato gubernamental. Pero, este paso a favor de la clase trabajadora contenía una restricción de importancia: el uso de la huelga como herramienta de exigencia. El motivo de la restricción se encontraba en la estrechez política de los caudillos sonorenses y Carranza, pues se sugería que la huelga solo podía ser usada contra gobiernos conservadores, y no contra el jefe constitucionalista y sus partidarios, toda vez que estos respaldaban la causa obrera (INEHRM, 1992, p. 464).
La Cámara Obrera tuvo un papel activo en sus 11 meses de existencia, donde no solo se fijó la jornada de trabajo y el salario, así como su composición, sino que buscó permanentemente actuar a favor del trabajador. Resultado de esta dinámica gestión fue la aprobación de la Ley de indemnizaciones por accidentes de trabajo, autorizada el 16 de junio de 1917 (INEHRM, 1992, p. 547). Empero, la aparición y aplicación de la Constitución federal de 1917 terminó por eliminarla, pues, el 21 de agosto de 1917, el gobernador interino Cesáreo G. Soriano suprimió la Cámara Obrera debido a que los conflictos obreros debían ser atendidos por las Juntas de Conciliación y Arbitraje (INEHRM, 1992, p. 503).8 La extinción de la Cámara Obrera ha tenido diferentes explicaciones, refiriendo como factores adicionales las presiones de las empresas extranjeras y la rebeldía de los trabajadores (Sotelo y Romero, 1990, pp. 475, 479). La eliminación de la Cámara Obrera es relevante porque deja observar no solo la disposición gubernamental, también revela el clima de efervescencia obrera en todo Sonora. En tanto se establecían dichas juntas de conciliación, los conflictos obreros quedaron en manos del Ejecutivo del Estado.
En esta coyuntura temporal compuesta por disposiciones locales y federales sobre la responsabilidad del trabajador, se enmarca uno de los movimientos ferroviarios relevantes en Sonora y la Compañía del Sud Pacífico. Esta tuvo lugar entre los meses de enero y febrero de 1917, cuando los trabajadores del Ferrocarril Sud Pacífico, a través de la Sociedad Mutuo-Cooperativa de Obreros Benito Juárez, con sede en Empalme, Sonora, lanzaron una serie de reclamos hacía la Compañía del Sud Pacífico.9 El movimiento es de llamar la atención por varias razones. Entre las que destaca, que el sector obrero ferroviario en el nivel nacional había ganado reputación combativa, sobre todo los empleados de los Ferrocarriles Nacionales, pasando de la postura defensiva a la ofensiva, toda vez que habían encontrado en la Revolución el momento propicio para la reivindicación de sus demandas. Sin embargo, las expresiones regionales muestran un matiz importante en esa postura, más encaminada a la defensa que a la exigencia radical, por lo que los rasgos mutualistas seguían visibles, incluso dentro del tono de sus objetivos en 1917.10
Sin embargo, la postura defensiva no significaba que no plantearan demandas, por el contrario, los obreros manifestaron con claridad los puntos a resolver. Es así como el presidente municipal de Guaymas, sabedor del descontento obrero, visitó Empalme el 30 de enero de 1917, donde identificó cinco problemáticas. La primera fue la jornada de nueve horas, la cual violaba el decreto número 71 del contrato de trabajo, el cual dictaba que la jornada laboral debía ser de ocho, por lo que los trabajadores si bien se mostraban dispuestos a continuar en las ocupaciones, exigían el pago de la novena hora como tiempo extra. El segundo, fue sobre la suspensión de labores del 4 de julio por ser fiesta patria de los Estados Unidos. El alegato residía en que a los trabajadores mexicanos se les obligaba a descansar sin derecho al goce de sueldo, por lo que demandaban se les pagará el día inhabilitado, ya que ellos no solicitaron la suspensión de labores. En tercer lugar, ningún trabajador estaba empleado bajo el régimen de trabajo del contrato colectivo, emitido por el Gobierno del Estado en el decreto número 71. En cuarto lugar, los ferrocarrileros alegaron retraso en sus pagos y la liquidación de estos en moneda americana.11 Además de que durante el gobierno carrancista parte de los salarios fueron pagados con papel moneda infalsificable, lo que repercutía en la depreciación del salario.12 En quinto y último lugar, los trabajadores se veían obligados a comprar en la tienda de la compañía, la cual elevaba los precios de los productos, afectando directamente el poder de compra de los trabajadores.
El reporte del presidente municipal de Guaymas a Calles, gobernador del Estado, y a la Cámara Obrera, pedía la revisión del caso a esta última. Por lo que, una vez efectuado el examen de la demanda, la Cámara Obrera resolvió a favor de los obreros, al menos en la mayoría de los puntos. La jornada de trabajo debía ser de ocho horas, mientras que las horas adicionales debían ser pagadas como extras. El trabajador mexicano podría laborar el 4 de julio y en consecuencia, recibir su salario. Se instaba a la compañía a regularizar los pagos. Por último, se enfatizaba la necesidad de dotar a Empalme de servicios públicos para evitar el alza de precios. La dotación de servicios a Empalme fue problemática a resolver en años previos y posteriores, puesto que la empresa no solo llegó a vender los productos a precios elevados, sino que también llegó a pagar con artículos, desempeñando el papel de una tienda de raya. La responsabilidad sobre la dotación de servicios quedaba en manos del ayuntamiento y del gobierno del Estado.
El caso, revisado en su generalidad, deja entrever una solución pronta y sin aparentes dificultades; sin embargo, la exploración de casos individuales previos y posteriores, deja entrever la complejidad sobre los canales y posturas de gestión obrera. El movimiento se encuentra en la coyuntura legislativa; es decir, en la promulgación de la Constitución de 1917. Sin embargo, los alcances de la normativa general no se iban a implementar de forma inmediata, por lo que la continuidad en la forma de entender los conflictos, así como los vacíos legales iban a seguir presentes. Como muestra, véanse tres casos que se insertan en el antes y el después de la promulgación de la ley general.
El primero, ocurrido en los primeros meses de 1916, es la queja de Valentín Espinoza, quien trabajaba como maneador en el Sud Pacífico. Este se accidentó en Sinaloa mientras hacía la ruta San Blas-Los Mochis. El afectado fue llevado al Hospital de Empalme, Sonora, en el que estuvo un mes, para posteriormente ser dado de alta, retirándose a su casa de Navojoa, de donde era originario. Al momento de gestionar la indemnización ante el superintendente Mr. Kingbury, este le respondió que “la compañía no estaba obligada a indemnizar a ningún hombre que se inutilizara en el servicio”.13 Es por ello que, en abril, acudió a la Cámara Obrera, quien resolvió inmediatamente que el haber ocurrido el accidente fuera de su jurisdicción, estaba fuera de su competencia.14 El segundo caso fue el del 25 de octubre de 1916, prolongándose hasta abril de 1917. En esta ocasión Manuel Bustamante presentó una queja por indemnización contra el Sud Pacífico por un accidente que le ocasionó la pérdida de la vista. El afectado buscaba una resolución definitiva que dictará el apoyo que ofrecería la empresa, pues alegaba Bustamante que la antigüedad de 17 años que tenía en la empresa, le había permitido generar un salario mensual que le facilitaba mantener a sus padres, hijos y esposa. No obstante, el accidente y el mal servicio oftalmológico complicaron la situación, haciendo imposible su retorno al trabajo. Además de que la indemnización mensual que se le otorgaba cada vez tenía más trabas para su entrega, por lo que solicitaba la intervención de la Cámara Obrera.15 El tercer caso, fue el del 9 de julio de 1917, cuando trabajadores de la compañía asentados en Querobabi se quejaron ante el gobierno del Estado en contra de la empresa. La respuesta de la entidad gubernamental fue que, las quejas no podían ser tomadas en cuenta por ser aisladas, por lo que para poder ser escuchadas debían ser canalizadas a través del gremio existente en Empalme.16
Como se observa, la gestión de las demandas deja entrever al menos cuatro factores. El primero, la intervención oportuna de las autoridades en los conflictos, como queda demostrado con las quejas de Empalme a principios de 1917, jugando un papel decisivo el presidente municipal, así como el gobernador, al ser las figuras legales responsables de la solución de este tipo de casos. La interlocución entre las autoridades se encaminó a escuchar las quejas obreras y darles un cauce positivo. Sin embargo, habría que señalar que la medida no fue pareja en todos los casos, lo que resalta el papel estratégico de Empalme como central obrera, en contraposición de espacios minúsculos como Querobabi. Además de la importancia que había tenido la representación gremial desde la formación de la Cámara Obrera, restando facultad al movimiento individual o disperso, en favor de la acción colectiva. En adhesión, la ambivalencia legislativa dejaba al descubierto los alcances de la Cámara Obrera, pero también de sus limitaciones, ya que por una parte se hacía efectiva su acción con la resolución en favor de los obreros, pero también revelaba su ineficacia en percances acontecidos fuera de su jurisdicción, aunque ello no inhibía las peticiones de los trabajadores, quienes veían su labor fuera de la atención del Sud Pacífico, pero también del gobierno federal, e incluso de la Cámara Obrera, por lo que los rasgos de búsqueda paternalista ante el presidente municipal o el gobernador no dejaban de aparecer.
La situación parecía tomar un rumbo diferente en 1923, cuando la promulgación del artículo 123 llevaba ya seis años. Para este momento los conflictos tuvieron una nueva cara. Para esta fecha, los gobiernos estatales ya habían asumido las atribuciones para regular los asuntos del trabajo a través de las Juntas de Conciliación y Arbitraje y de las Juntas Municipales de Conciliación. Esta asignación de responsabilidades tenía como finalidad la resolución pronta de conflictos locales y regionales. Se debe aclarar, no obstante, que fue a partir de 1931 - cuando entró en vigor el Código Federal del Trabajo, el cual incidía de forma directa en las Juntas de Conciliación y Arbitraje - que la intervención se consideraba necesaria para establecer una regularización de las malas prácticas, fallos y cobros arbitrarios, existentes en las Juntas de Conciliación desde 1918.17 De cualquier manera, el uso de estas instancias generó círculos viciosos entre los responsables, usando así a las instancias con fines políticos, lo que a su vez incidió en las organizaciones obreras, que, si bien pudieron adquirir matices más institucionales, no desdeñaron su tradición mutualista.
Ejemplificando el caso, podemos observar un conflicto laboral acontecido en este año, 1923, cuya principal demanda era el incremento salarial por parte de trabajadores ferroviarios - una explicación más extensa sobre el conflicto de 1923 la ofrece Beltrán (2018, pp. 157-59), quién resalta la problemática generada por la tienda de raya en Empalme y el conflicto con los salarios. En esta ocasión los trabajadores, al igual que en el ejemplo anterior, acudieron al presidente municipal de Guaymas para la resolución del conflicto. La diferencia para este momento era que la actuación del alcalde ya no era dictaminada por la extinta Cámara Obrera y de actuación local, sino por la disposición federal. En este sentido, su intervención se reflejaba en sus alcances, al solicitar inmediatamente a la compañía ferroviaria, quien tenía sus oficinas centrales en esa municipalidad, datos sobre el número de empleados, el importe del pago semanal, decenal o mensual, con la finalidad de hacerlos llegar al gobernador de Estado. La primera reacción de la compañía ante dicha solicitud fue negativa, alegando que el Municipio y el Estado no tenían jurisdicción ante la empresa, puesto que esta estaba sujeta solamente a leyes federales como lo estipulaba la Ley de Ferrocarriles de 1899. Sin embargo, esta renuencia fue rebatida por el Departamento Legal Consultivo del Departamento de Ferrocarriles, quien determinó que las exigencias de la dependencia eran válidas debido a que cuando se promulgó la Ley de Ferrocarriles se había dejado un vacío legal, el del trabajo y la previsión social, por lo que se volvían de su competencia los asuntos laborales acaecidos en su territorio; es decir, del estado de Sonora.
La contestación dio apertura a la discusión en el plano federal, como resultado de la intervención del Departamento de Ferrocarriles, quien naturalmente fue rebatido por el Sud Pacífico. Este alegó que el único que podía expedir leyes concernientes a la empresa era el Congreso de la Unión, ya que era el único facultado para expedir normas que involucraran a las vías generales de comunicación. Además de que la federación no estaba entendiendo la naturaleza privada de la empresa, puesto que la medida causaría desorden.18 El asunto fue que, en el contrapunteo, las dos entidades no eran las únicas partícipes. Más bien, en el móvil de la querella se encontraban los trabajadores, quienes conocedores de sus derechos, comenzaron a afrontar a la empresa en busca del aumento salarial, realizando la demanda a través de las instancias estipuladas. Sin embargo, no debemos perder de vista, que la participación de los sonorenses en la Revolución y su inserción en la política nacional dentro de las altas esferas para la década de los veinte demandó bases populares, siendo una de ellas, los trabajadores ferrocarrileros del Sud Pacífico. En este caso, los trabajadores del riel asentados particularmente en Sonora fueron una pieza importante dentro del juego político estatal. En consecuencia, la solicitud de resolución de problemas por parte de los trabajadores, así como la ayuda prestada por el Estado de Sonora, se volvió un juego de ida y vuelta, en el que ambas partes se prestaron ayuda, ya fuera contra la empresa o en la arena política. Situación que cambió para 1927.
La huelga de 1927
La huelga de 1927 marcó una pauta sobre el posicionamiento obrero en el conflicto. Sin embargo, esta disputa en particular encuentra sus antecedentes en los meses finales del año anterior, con la adopción de medidas que tenían como fin generar un respiro a las finanzas de la empresa. El clima de disputa existente entre trabajadores y empresa de 1926 se abordó en Beltrán (2018, pp. 163-66), aunque la óptica se complementa con la incidencia que organizaciones de alcance nacional, como la CROM y la Confederación de Sociedades Ferrocarrileras de la República Mexicana (CSFRM). Mientras que el conflicto de 1927 se aborda en el mismo trabajo, explorando cómo el ascenso obrero incidió en las deterioradas finanzas de la empresa empleadora a través de círculos viciosos, para finalmente hilvanarse con el sindicalismo y la huelga de 1932, así como otras huelgas de importancia de los años cuarenta (Beltrán, 2018, pp. 166-82).
La disposición, que hizo una reducción de días laborables, se había vuelto una salida alterna para buscar el equilibrio de las finanzas del Sud Pacífico. El 4 de octubre de 1926 la compañía recortó y cesó a parte del personal: telegrafistas, documentadores, cargadores y veladores de diferentes estaciones, como consecuencia de la suspensión del tráfico. Por supuesto, los trabajadores manifestaron su inconformidad a través de la Unión de Despachadores y Telegrafistas del Pacífico, quien a su vez hizo un llamado al gobernador del Estado, Alejo Bay, para dirigirse al gerente general de la empresa ferroviaria, el Sr. Small, con el fin de que considerará dejar a los trabajadores con 50% del sueldo para no perjudicarlos. La petición, que por sí sola tendría poco efecto, llegó complementada para el 15 de octubre por parte del mismo gobernador, al girar indicaciones al presidente municipal de Guaymas y al comisario de policía, con el propósito de que vigilarán que no se incrementaran los precios en Empalme, para no causar un perjuicio mayor por la baja de salarios e incremento de insumos.19 La atención prestada por el gobernador y su intervención directa, al parecer, fue paliativo entre los ánimos de los trabajadores, no obstante, las dos disposiciones encaminadas a resolver dos situaciones obedecieron a diferentes propósitos. La primera estuvo dirigida a los trabajadores afiliados a la Unión de Despachadores y Telegrafistas, mientras que la segunda a los pertenecientes a los miembros de la Confederación.20 Cabe destacar que dicha Confederación se creó el 15 de agosto de 1926 con tres sedes: Empalme, Sonora; Nogales, Sonora, y Mazatlán, Sinaloa. La primera contó con 488 miembros para esa fecha; la segunda solo con 50, mientras que Sinaloa albergó al mayor número de trabajadores con 1 844 miembros.
Esta diferenciación ayuda a entender la no escalada en el conflicto por tres situaciones, así como el posicionamiento obrero. La primera, es que los trabajadores afectados no contaban con el respaldo gremial, puesto que la organización a la que pertenecían no estaba afiliada al Consejo Local de la Confederación de Sociedades Ferrocarrileras de la República Mexicana, con sede en Empalme y fundada el 15 de agosto de 1926. La segunda, es la dispersión obrera; es decir, si bien es cierto que los trabajadores habían sido afectados, estos se encontraban desperdigados a lo largo de la vía, por lo que carecían de cohesión y organización. En tercer lugar, estos no formaban parte de la columna vertebral de la fuerza obrera, como sí lo era el personal de talleres y operarios de Empalme. Estas tres situaciones explican por qué el canal que utilizaron para sus demandas fue a través del auxilio del gobernador y no en una posición reaccionaria. Lo cierto es que el recorte dio apertura a una ventana que no sería tomada a la ligera por grupos más combativos, como quedó demostrado en octubre del año siguiente, cuando estalló la huelga.
En octubre de 1927, un año después, una serie de eventos entrelazados en Empalme desencadenaron una huelga de importancia.21 El origen fue la petición que presentó la Compañía del Ferrocarril Sud Pacífico de México ante la Secretaría de Industria, Comercio y Trabajo el 3 de octubre para la reducción de días de trabajo, pasando de seis a solo cinco días laborables. El argumento de la demanda se sustentaba en que los ingresos de la empresa a lo largo del año en curso presentaban un déficit de 800 000 pesos como consecuencia de la caída del tráfico, por lo que la medida trataría de recomponer las finanzas.22 Esta petición, a pesar de su carácter temporal, no pasó indiferente entre los trabajadores, pues de autorizarse, sus efectos se reflejarían inmediatamente en sus salarios, por lo que inmediatamente los operarios de los talleres alzaron la voz ante la dependencia.
El tema de las finanzas deficientes de la compañía se arrastraba prácticamente desde sus orígenes. Acentuándose con la extensión de la vía a Guadalajara y la visión desarrollista, pero, principalmente, la revolución reveló círculos viciosos al interior del Sud Pacífico. La situación sobre las operaciones deficientes de la compañía era confirmada desde diversas fuentes, como sucedió en 1928 con una nueva puja, donde la controversia giraba en torno al aumento de salarios, exigidos por la Unión de Conductores, Maquinistas, Garroteros y Fogoneros al Sud Pacífico. El inspector comisario por parte del gobierno federal, revisando los balances de la compañía, mismos que presentó ante la Junta de Conciliación y Arbitraje, donde se negaría o autorizaría la demanda, confirmó que las pérdidas de la empresa eran una constante.23
El tema debía ser tratado con cautela, por lo que la Secretaría evitó dar una respuesta inmediata. Sin embargo, la solicitud despertó la preocupación entre los trabajadores sobre una posible respuesta contraria a sus intereses, dejando un clima de tensión. Fue así como el 14 de octubre, con un hecho trivial, se inició la chispa que dio pasó al conflicto. Un mayordomo en los talleres insultó a un trabajador mexicano, provocando que este se retirara de su trabajo, dando pasó a que el mayordomo despidiera al obrero bajo el argumento de insubordinación y abandono del puesto de trabajo, sustentando la decisión en el contrato colectivo de trabajo. En respuesta, 26 mecánicos iniciaron una huelga el mismo día, la cual fue declarada como ilegal de acuerdo con el párrafo ocho del artículo 123 de la Constitución federal, y en consecuencia fueron despedidos.24 En seguida, el día 15, 85% del personal de los talleres de Empalme y Casa Redonda declararon una huelga de brazos caídos a las 9:00 de la mañana.25 En paralelo, los trabajadores pidieron ayuda al gobernador Fausto Topete, quien se encontraba en Nogales, desde donde trató de resolver el asunto.26
Por supuesto, la medida obrera fue vista con preocupación por parte de la compañía. Al respecto, H. B. Titcomb, su presidente, manifestó que una irrupción en el sistema generaría un efecto dominó en lo trabajadores, repercutiendo en la certidumbre de la transportación y los ingresos, pero también en la economía regional y la exportación de los productos agrícolas, como el tomate que estaba próximo a cosecharse.27 Para evitar los efectos negativos, los involucrados trazaron rutas de auxilio y posibles soluciones. En el caso de los obreros, estos acudieron al gobierno del Estado y personalidades influyentes para que intervinieran en la resolución.28 Por su parte, Titcomb mantuvo una postura tajante, señalando que la empresa solo podría emplear a 400 trabajadores en los talleres, y a 75 en la Casa redonda, además de agregar un ultimátum, manifestando que los obreros que no se presentaran la mañana del día siguiente a trabajar perderían sus derechos de antigüedad, siendo desalojados y entregándose la vacante a quien la empresa considerara. Por su parte, el gobierno federal no tomó una postura y se fue por la vía institucional, prescribiendo al inspector de trabajo, Pedro Roa, radicado en Hermosillo, que se trasladara a Empalme con el objetivo de solucionar el conflicto a través de la Junta de Conciliación y Arbitraje, además de ordenar el traslado de 200 soldados federales para evitar el desalojo de los huelguistas, pero también para prevenir la destrucción del equipo rodante.29
La presión por parte de Titcomb sirvió de poco para que los obreros regresaran a sus puestos de trabajo, pues solo reanudó actividades 5% del personal. La gran mayoría se mantuvo en favor de la huelga, mismos que formaron una comisión integrada por Luis Castell Blanch, Ramón Braud y José Montes, para trasladarse a Hermosillo e insistir al gobernador su auxilio en la resolución del conflicto.30 Aunque el alcance de la petición, tanto de los trabajadores como de Titcomb, de poco sirvió para el fallo en el plano local. En abril de 1926 se solicitó al gobernador de Sonora que cualquier conflicto laboral en los ferrocarriles debía ser reportado al Departamento del Trabajo, dependencia de la Secretaría de Industria, Comercio y Trabajo. La razón es que se había llegado a partir de ese momento a la resolución de un vacío legal existente desde 1917, sobre la disputa de quién era el responsable de dar solución a las pujas entre capital y trabajo, toda vez que se había designado a los Congresos locales la tarea. La controversia no era tan sencilla, pues por una parte las compañías ferroviarias alegaban que la competencia para ellos solo era federal debido a que su concesión era federal de acuerdo con la Ley de Ferrocarriles de 1899, por lo que no debía haber injerencia local. Sin embargo, si bien era cierta la afirmación, la ley no contemplaba al momento de su promulgación los derechos laborales que, sí se habían establecido con el artículo 123, lo que la volvía anacrónica y en todo caso favorable a las empresas. Por otra parte, la tarea de resolución no podía ser cedida a los Estados, ya que las líneas ferroviarias rebasaban las fronteras político-administrativas, por lo que, en caso de conflictos extendidos de una compañía en varias entidades, las resoluciones no necesariamente serían iguales, generando un problema legal, además de que una disparidad resultaría contraria a la esencia de los movimientos obreros: la acción colectiva. Entonces, la Federación atraía los conflictos, no por ley sino por su importancia estratégica para evitar “afectar el interés general que alterara el orden público y la seguridad”.31
Fue así, como las pláticas de negociación comenzaron en Guadalajara, donde participaron delegados de la Unión de Conductores, Maquinistas, Garroteros y Fogoneros del Ferrocarril Sud Pacífico de México; el inspector federal del Departamento del Trabajo, y funcionarios del Ferrocarril Sud Pacífico de México.32 Sin embargo, al parecer, la premura hizo que la discusión fuera poco fructífera, puesto que la negociación fue trasladada a Hermosillo, en la que ahora la participación incluyó a los ferrocarrileros representados por Pruneda, Celis y Aranza; al delegado de la Presidencia de la República, Antonio Galván Duque; a los delegados del Ferrocarril Sud Pacífico de México, y al inspector federal del Trabajo.33 El resultado fue una negociación sin salida, puesto que el representante de la empresa ferrocarrilera rechazó en la mesa de las negociaciones peticiones diferentes a las que originaron la huelga, y es que ahora se demandaba un nuevo contrato colectivo y un aumento en los salarios. Al final, Galván Duque regresó a la capital para informar al presidente de la situación, mientras que el gobernador de Sonora, prometió su ayuda a los trabajadores, siempre y cuando todo se hiciera en el marco de la ley, ya que la conclusión era que el conflicto sería resuelto por la recién creada Junta Federal de Conciliación y Arbitraje, en la capital del país.34
La postura del gobernador, dando paso a las instituciones en la sentencia del conflicto, daba cuenta de las restricciones que lo habían alcanzado en la resolución de la disputa, y a su vez, el papel que los organismos comenzaban a desempeñar en la institucionalización de las luchas obreras. Aunque ello no impidió que los huelguistas trataran de poner en funcionamiento todas sus herramientas, como lo fue la petición al otrora gobernador del Estado y en ese momento presidente, Plutarco Elías Calles, para que interviniera en el asunto en una petición de nacionalismo, solicitando expulsar a Mr. Houston mediante la aplicación del artículo 33 constitucional.35 La medida, poco atinada, parecía ser más una petición de auxilio a un aliado del movimiento obrero, ahora acomodado en la silla presidencial, y que poco intervendría en el asunto, pues para el 24 de octubre la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje había llegado a la resolución, señalando que la huelga había sido ilegal por no haberse sustentado en la ley. Por lo que se instaba a los obreros a romperla y regresar a sus puestos de trabajo. El problema fue que los trabajadores al enterarse de que los obreros que no fueron a huelga serían recompensados, intentaron desacatar la solución sin éxito. Ante la situación, la Junta Federal fijó una postura más reacia, otorgando un plazo de 72 horas para que los trabajadores volvieran a sus puestos, de no hacerlo se consideraría abandono. Además, se autorizó el reajuste de los días laborables que habían sido la causa de la huelga, aunque ahora para Empalme, Sonora, y Mazatlán, Sinaloa.36
Al final, los trabajadores poco pudieron hacer ante la resolución federal. Aunque para el 31 de octubre de 1927, a manera de consolación, el gobernador del Estado mediante la Agencia Fiscal de Guaymas, y a través del presidente municipal de aquella demarcación, mandó distribuir 1 000 pesos entre los trabajadores que estuvieron en la huelga,37 con la finalidad de aminorar el impacto de la resolución. El paliativo, que también pretendía subir la moral, no anulaba el nuevo escenario, en el cual la resolución de los conflictos había cambiado, o al menos comenzaba a tomar cauce institucional, por lo que los trabajadores debían aprender esas rutas. El nuevo horizonte se confirmaba para mediados de noviembre del mismo año al reformarse la Ley número 14, de septiembre de 1918, que establecía la Junta Central de Conciliación y Arbitraje y las Juntas Municipales de Conciliación y Arbitraje. Estipulando que los conflictos solo serían de competencia de los municipios cuando estos les afectarán directamente, de lo contrario debían ser turnados.38 Con esta modificación, los obreros ferrocarrileros quedaban sujetos a la disposición federal y ya no al auxilio local y estatal.
Anotaciones finales
Para terminar, podemos esbozar algunas conclusiones derivadas de la revisión del transitar de las organizaciones obreras ferrocarrileras del Sud Pacífico en la posrevolución. Por supuesto, partiendo de la idea del cambio inmediato que supuso la promulgación de la Constitución de 1917, y con ella el artículo 123, en el sector obrero. Lo cierto fue que la legislación, a pesar de ser resultado de la efervescencia de los trabajadores y de la suma de experiencias y demandas, tuvo una asimilación paulatina como resultado de diferentes factores, entre los que sobresalen: la diferenciación obrera y de industria; la experiencia regional y la formación de organizaciones mutualistas, así como su vigencia; la relación de clientelismo político, y por supuesto, el vacío legal existente para el sector ferroviario.
En otras palabras, la clase obrera en México era variopinta en distintos sentidos: por combatividad, cohesión, número, ramo, tamaño de industria, espacio de acción, entre otras características, lo que facilitó o ralentizó los cambios en su organización. En este caso, los obreros del Sud Pacífico, asentados en Empalme, Sonora, se desenvolvieron al ritmo que les dictó el clientelismo político, la vigencia del mutualismo en el estado, pero también de la naturaleza norteamericana de la compañía. Es decir, el clientelismo político creado en la etapa preconstitucional en Sonora dictó la forma en cómo los trabajadores gestionaron sus demandas, puesto que se les brindaron los mecanismos institucionales, pero también se les señaló la prohibición de la huelga. En respuesta, los trabajadores quedaron supeditados al gobierno estatal, aunque no fue una sumisión represiva, sino más bien consensuada, ya que los ferrocarrileros encontraron una ventana de oportunidad para la resolución de sus peticiones en los políticos locales y estatales. Este tipo de clientelismo tuvo una naturaleza distinta al del sindicalismo de los años treinta, pues mientras el mutualismo se caracterizó por la defensa y la demanda de sus derechos, el sindicalismo se sustentó en la exigencia reacia, resultando en una relación de naturaleza distinta entre el trabajador-empresa-gobierno. Al final, el conflicto del 27 da cuenta de un nuevo viraje, donde quedó asentado que las instituciones y sus mecanismos comenzaban a jugar un nuevo equilibrio en las relaciones laborales, por lo que, los trabajadores tuvieron que cambiar sus mecanismos de gestión para consolidarse en el Estado posrevolucionario. Aunque no deben perderse de vista las nuevas directrices que se formularon con base en el clientelismo político, respaldado por el fuerte movimiento obrero en el ramo en el nivel nacional y encabezado por los trabajadores de los Nacionales de México. Por su puesto, la búsqueda de equilibrios por parte de empresarios, en este caso extranjeros, y de funcionarios gubernamentales federales, no estuvieron exentos, lo que desató una puja continua entre partes.