Dimensiones de la Intimidad
Varias reflexiones rechazan y estigmatizan el trabajo sexual femenino1 por la idea de que tal práctica laboral representa una violación a intimidad de la mujer. En estas páginas pretendo fundamentar el argumento que el trabajo sexual no implica una violación a la intimidad de la trabajadora sexual. En el primer apartado ubico la problemática de la transformación histórica de la intimidad que, tal como es analizada por Anthony Giddens [1992], muestra que aunque la modernidad tardía se ha orientado hacia una liberalización sexual, aún mantiene añejos prejuicios contra las mujeres que se dedican al trabajo sexual. En el segundo, cuestiono la noción de que tomar dinero por servicios corporales degrada la dignidad de las mujeres y constituye una afrenta a su intimidad; y consigno testimonios2 de trabajadoras sexuales que sostienen que en los servicios sexuales que llevan a cabo, no ocurre lo que ellas consideran “intimidad”. En el tercer apartado reflexiono sobre lo que implica para esta problemática la reciente experiencia de un grupo de trabajadoras sexuales, en la Ciudad de México, que acaban de ganar un juicio, desafiando el estigma al reivindicar públicamente sus derechos laborales. Considero que esta modalidad de “dar la cara” y exhibir una actividad estigmatizada se encuentra vinculada a una determinada concepción de intimidad y recuerdo el estatus legítimo de las trabajadoras sexuales en otro tiempo histórico. Concluyo suscribiendo la idea de que la intimidad no radica en el uso de los órganos y orificios del cuerpo sino en lo que Giddens subraya como definitorio -la comunicación- y planteo un posible surgimiento de nuevas valoraciones sobre el comercio sexual vinculadas a la erosión del estigma, la exigencia de respeto a los derechos laborales y la creación de nuevas “zonas de intimidad” [Plummer 2003].
Doble moral, sexo episódico y estigma
Al hablar de la existencia de intimidades tradicionales, modernas y posmodernas o del capitalismo tardío, Ken Plummer [2003] nos conduce a tomar en consideración el contexto histórico que produce formas de intimidad. Es indudable que el capitalismo neoliberal, además de producir transformaciones socioeconómicas y culturales, también ha propiciado una nueva dinámica sexual y un psiquismo distinto en las personas. Estamos ante lo que Marcel Gauchet [1998] denominó una “mutación antropológica” y dos claras expresiones de ello son los desplazamientos en los mandatos tradicionales de género (‘lo propio de las mujeres’ y ‘lo propio de los hombres’) y lo que varios autores han denominado una sexualización de la cultura:
Una preocupación contemporánea con valores, prácticas e identidades sexuales; el giro público hacia actitudes sexuales más permisivas; la proliferación de textos sexuales; el surgimiento de nuevas formas de experiencia sexual; el quiebre aparente de reglas, categorías y regulaciones diseñadas para mantener a raya la obscenidad; nuestra afición por los escándalos, las controversias y los pánicos en torno al sexo [Attwood 2006: 76].3
El placer sexual y el erotismo se han vuelvo componentes centrales en la cultura del ocio del capitalismo tardío [Beck y Beck-Gernsheim 2001; Simon 1996; Giddens 1992; Plummer 2003] y el nuevo paradigma referente a la sexualidad se ha transformado del sexo procreativo al sexo recreativo [Vance 1984; Weeks 1998; Altman 2001]. Este cambio, junto con la desregulación neoliberal de los mercados, ha permitido la expansión del comercio sexual como nunca antes, con una proliferación de nuevos productos y servicios de la mano de una paulatina transformación de los tradicionales usos y costumbres sexuales.4 Ken Plummer [2003: 128] señala que una dimensión clave de las intimidades globalizadas es la industria mundial del sexo y considera que el proceso de la globalización ha significado el aumento de las conexiones transculturales que involucran al sexo: cada día hay más turismo sexual y alrededor del mundo un creciente número de mujeres y hombres, incluso menores de edad, está haciendo sexo telefónico, cibersexo, vendiendo videos porno, realizando sexo en vivo, trabajando en tiendas de fetiches entre otras modalidades. La multiplicación de opciones que señala Plummer representa un inmenso negocio internacional, vinculado a la cultura del consumo, el turismo y el entretenimiento.
En la actualidad, la compra-venta de sexo es un componente central de la economía de todas las grandes ciudades, especialmente de aquellas que crecen velozmente y se convierten en el hogar de muchas personas desarraigadas, en tránsito, desesperadas o que se han enriquecido recientemente en tiempos de revueltas políticas o sociales [Altman 2001: 11]. Son muchos los caminos por donde los seres humanos transitan en el comercio sexual y algunos están cada vez más despersonalizados, como el sexo cibernético y telefónico; sin embargo, pese a las indudables novedades en la oferta de servicios sexuales, todavía perdura la forma habitual de contacto carnal entre trabajadoras sexuales y clientes, de la misma manera que también perduran el estigma y los prejuicios hacia las mujeres que venden servicios sexuales.
Una de las creencias por las que se califica al comercio sexual como moralmente reprobable, es que la relación sexual tiene el propósito de conectar a las personas de manera íntima. Asimismo, existe la idea de que el comercio sexual no sólo afecta la integridad corporal de quien vende sino que también afecta su capacidad para gozar de una vida sexual satisfactoria. En especial, las feministas abolicionistas5 consideran que la comercialización del sexo envilece lo valioso de la sexualidad y sus declaraciones al respecto son elocuentes. Una figura representativa de esta postura, Kathleen Barry, dice: “Cuando el sexo es cosificado y los seres humanos son reducidos a medios para obtenerlo, la dominación sexual penetra y se arraiga en el cuerpo. Este es el fundamento de la prostitución y su normalización es la prostitución de la sexualidad” [Barry 1995: 26].
Para las abolicionistas, el comercio sexual degrada un intercambio humano que debe ser íntimo. Según ellas, no importa que las mujeres tengan todas las relaciones sexuales que quieran siempre y cuando éstas sean libres, amorosas y que no medie una transacción económica. A ese planteamiento, Martha Nussbaum [1999] ha respondido con una muy buena argumentación,6 pues establece una analogía con el gran rechazo social y las irracionales estigmatizaciones contra las primeras mujeres que cantaban en público. Ese rechazo no se debía a la actividad de cantar, en sí misma, la cual podían realizar en su círculo íntimo (entre familiares y amistades) sino al hecho de hacerlo para ganar dinero [1999: 279]. Por ello, las mujeres cantantes eran inadmisibles durante el siglo XVIII -en los inicios de la ópera- y fueron sustituidas por los castrati. Las primeras mujeres que cantaron en público fueron consideradas mujeres inmorales que se prostituían. Esa prohibición -no en público y por dinero, sí en privado y por amor- está vigente en nuestros días para la relación sexual y conlleva una serie de presunciones sobre lo que es vergonzoso o inapropiado en una mujer decente: mostrar el cuerpo y las emociones fuera del ámbito íntimo. Nussbaum [1999: 280] habla del desagrado y repudio que inicialmente producían actrices, cantantes y bailarinas, vinculado a una profunda ambivalencia ante las emociones que inspiraban, y señala que cuando reflexionamos sobre nuestras perspectivas relativas al comercio sexual debemos tomar en consideración estas dos vertientes: el prejuicio aristocrático clasista en contra de ganar dinero, y el miedo al cuerpo y sus pasiones. Por eso ella insiste en poner bajo cuidadoso escrutinio las ideas sobre la mercantilización del sexo, pues están teñidas de prejuicios que son injustos con las/os trabajadores sexuales.
Viviana Zelizer [2009], cuyo trabajo estudia la mezcla de intimidad y dinero, plantea que la intimidad siempre se entreteje con intercambios mercantiles y señala que el dinero cohabita regularmente con la intimidad, incluso la sustenta. Ella analiza la forma en que “la gente y la ley enfrentan una mezcla de actividades que pueden parecer incompatibles: el mantenimiento de relaciones personales íntimas y el manejo de una actividad económica” [Zelizer 2009: 25], también explora los miedos, tabúes y rechazos que rodean el entrecruzamiento de la actividad económica con las relaciones íntimas. A lo largo de su reflexión, documenta las formas en que coexisten las relaciones íntimas y las prácticas económicas, además consigna las condiciones en las que la vida privada y la actividad económica se complementan [Zelizer 2009: 26].
A pesar del impacto del Sida, en este momento existe un marcado aumento del sexo comercial, que viene de la mano de la liberalización de las costumbres sexuales e implica no sólo un fenómeno económico, también -como bien señala Plummer- una transformación cultural. La industria del sexo comercial se ha convertido en un gran empleador para millones de personas que trabajan en ella y que atraen, a su vez, a millones de clientes. A pesar de la modernización de la oferta de servicios sexuales, el esquema de mujeres que venden servicios sexuales -y de hombres que los compran- apenas se ha modificado para incluir la variante de hombres que compran servicios sexuales a otros hombres (algunos de ellos con aspecto de mujeres).7 En la Ciudad de México, la conceptualización hegemónica sobre la relación sexual es la de un servicio requerido por los hombres, que las esposas y novias dan gratuitamente en el ámbito privado y que las prostitutas venden en el ámbito público, con una gama intermedia de arreglos posibles.8 Es fácil ver la doble moral sexual que subyace a tal arreglo; y, en este tema, Giddens [1992] retoma la denuncia feminista y coincide en que habitualmente se ha clasificado a las mujeres en virtuosas y “disolutas”.9 También recuerda que, tradicionalmente se ha considerado que los varones requieren “variedad sexual” para su salud, por lo que ha sido aceptable que tengan múltiples encuentros sexuales antes y después del matrimonio. Además, es muy común la doble valoración del adulterio: en las mujeres es un crimen imperdonable, en los hombres, una debilidad. Giddens habla de la “sexualidad episódica” y dice que, comparados con las mujeres, los hombres son más “inquietos”10 y compartimentan su actividad sexual. Que los varones no sean estigmatizados por comprar servicios sexuales tiene que ver con la dominación masculina [Bourdieu 2000] y con la libertad de no tener consecuencias reproductivas en el uso sexual del propio cuerpo. Precisamente debido a la doble moral, la “prostitución”, además de constituir una actividad comercial, es un síntoma social que refleja el ordenamiento social jerarquizado de género.
Al definir la intimidad como una cuestión de “comunicación emocional, con los demás y con uno mismo, en un contexto de igualdad interpersonal”,11 Giddens esboza la interrogante de si los varones tienen problemas con la intimidad. Para este autor la compulsión sexual masculina conduce a una “sexualidad episódica” que evita la intimidad. Asimismo, señala que la sexualidad masculina se debate entre una dominación sexual asertiva que incluye el uso de la violencia y una preocupación constante por la potencia. Para Giddens [1992: 118], las inquietudes masculinas sobre la impotencia, la eyaculación precoz, el tamaño del pene y otras angustias, dan sentido a ciertos aspectos de la pornografía masiva y de la violencia sexual masculina. En su mayor parte, el material pornográfico está dirigido a los hombres y es consumido por hombres, con una fórmula de poca emoción y mucha intensidad sexual.12 Con el concepto de “sexualidad episódica”, Giddens ofrece una buena pista del por qué los clientes del comercio sexual, más que “intimidad” buscan lo opuesto.13 Además la “sexualidad episódica” masculina explica una historia emocional clandestina: la de las búsquedas14 sexuales de los varones, mantenida separada de sus personas públicas [Giddens 1992: 2].
También desde el feminismo se ha venido planteando, de maneras más severas, la crítica de Giddens a la sexualidad masculina. Por ejemplo, la famosa abogada abolicionista Catharine MacKinnon señala:
Los hombres compran un sexo sin respuesta, sin relación con la mujer como persona, quieren ser atendidos, estar en la privacidad del anonimato con una persona apagada, disociada, que no está ahí, o que cuenta las rayas en el techo mientras mira el reloj y piensa en otra cosa. Se engañan a sí mismos al creer que la mujer quiere estar haciendo eso para ellos porque son sexys e irresistibles [2011: 294].
Este sexo episódico, sin relación íntima, casi como una masturbación, coincide con la explicación proporcionada por muchos clientes del comercio sexual: que es un “desfogue”, una “cana al aire” o “sólo sexo”. La definición de Giddens de “sexualidad episódica” es certera: los hombres “necesitan” una variedad de episodios sexuales sin que eso signifique “comunicación” o intimidad.
El trabajo emocional de fingir intimidad
Un elemento innegable en el proceso de la transformación de la intimidad, es la ‘igualación’ que se ha venido dando entre la conducta sexual de las mujeres y la de los hombres [Vance 1984; Giddens 1992; Weeks 1998]. Desde la segunda ola del feminismo, la libertad sexual de las mujeres fue una reivindicación sustantiva [Snitow et al. 1983]. Y muy pronto se polarizó la división entre las feministas que defendían la postura ortodoxa de que el sexo tiene que darse dentro de una relación amorosa y aquellas que consideraban que la búsqueda del placer sexual tomaba caminos insospechadamente heterodoxos, incluso perversos y secretos [Vance 1984; Califia 1994; Rubin 1999]. En los hechos, la igualación de los papeles sociales supuso -para las mujeres- una mayor rotación de parejas sexuales; sin embargo, culturalmente se mantuvo la división entre mujeres “decentes” y “putas”; también se mantuvo la expectativa social con respecto a la sexualidad femenina, en el sentido de que las mujeres solamente deben tener sexo dentro del marco de una relación amorosa, por lo que también se considera “puta” a quien tenga sexo casual o recreativo con “desconocidos”, aunque no cobre.
Esta polarización entre feministas se ha intensificado con relación al comercio sexual.15 Las abolicionistas se horrorizan que las trabajadoras sexuales puedan llevar a cabo una labor consistente en que un extraño invada “lo más íntimo” del cuerpo y denuncian que eso implica una dañina enajenación de su intimidad. Para este sector de feministas, el significado social de estas transacciones reside en que las mujeres se vuelven objetos que los hombres usan a su antojo y que convertir el acto sexual en mercancía afecta su valor intrínseco como mujeres. Por eso califican las transacciones comerciales en el campo de la sexualidad femenina como denigrantes para las mujeres.
Aquí conviene retomar la reflexión de Zelizer sobre la forma en que se negocian las actividades económicas y las relaciones íntimas:
En un sentido amplio, las personas crean vidas conectadas gracias a la diferenciación de sus múltiples lazos sociales, y establecen límites entre los distintos lazos a través de sus prácticas cotidianas, sustentándolos por medio de actividades conjuntas, que incluyen actividades económicas, pero negociando de una manera constante el contenido exacto de los lazos sociales importantes” [2009: 55].
Para entender ese complicado proceso, Zelizer subraya que deben tomarse en cuenta tres hechos que todos experimentamos como seres humanos: 1) La construcción de lazos significativos, con distinciones entre los derechos, las obligaciones y las transacciones. 2) El establecimiento de diferencias entre los lazos distinguiéndolos con nombres, símbolos, prácticas y medios de intercambio. 3) El papel significativo que las actividades económicas de producción, consumo, distribución y transferencia de bienes juegan en dichas relaciones [2009: 56]. De igual manera las trabajadoras sexuales distinguen los vínculos con los clientes y establecen prácticas y medios de intercambio específicos con ellos.
Debido a que el trabajo sexual se ha impactado, de manera muy significativa, por las transformaciones económicas y culturales mundiales tanto las prácticas como las emociones que lo acompañan han sido investigadas y teorizadas. Algunas autoras han realizado observación participativa y han convivido y hablado con las trabajadoras sexuales, documentando las maneras en que éstas construyen y actúan formas de intimidad [Chapkis 1997; Lamas 2003; Bernstein 2005 y 2007]. Un punto de coincidencia entre las trabajadoras sexuales de distintos países es que ellas consideran el intercambio mercantil como un acto no íntimo y lo viven como un trabajo donde actúan sentimientos de deseo, cariño e “intimidad”, eso que varios autores califican de “intimidad fingida”.16 A la simulación de sentimientos como parte de la práctica laboral se la denomina “trabajo emocional” [Hochschild 1983] y un aspecto relevante de este trabajo implica comprender el papel de las emociones en el desempeño laboral. Hochschild incluso recupera un concepto fundamental para el teatro y se refiere -como Stanislawski- a una “actuación profunda”. Wendy Chapkis analiza el trabajo emocional muy utilizado entre las trabajadoras sexuales, ya que un cierto pragmatismo laboral hace que ciertas actitudes conduzcan a mejores resultados económicos. Fingir que el cliente es especial; que con él sí sienten “rico”; que las satisface, trae mejores resultados económicos que quedarse tiesas o permanecer silenciosas. Por eso, diversas investigaciones consignan que es muy común que finjan deseo o interés romántico a cambio de dinero [Ronai y Ellis 1989; Chapkis 1997; Franck 1998; Lamas 2003; Bernstein 2005 y 2007; Ditmore et al. 2010; Brents y Hausbeck 2010].
Las trabajadoras sexuales definen (negocian, diría Zelizer) el significado que dan a la transacción sexual: precisan los límites que desean establecer y deciden si hacen simulación de intimidad o trabajo emocional. Para ello les sirven ciertos usos y costumbres históricos, como el del ‘rato’.17 La preservación de su intimidad es un límite que las trabajadoras sexuales trazan de diferentes formas, con ciertas rutinas laborales que producen pautas específicas de significados relacionales. Chapkis, quien investigó y entrevistó a trabajadoras sexuales de distintos niveles económicos, de calle y de apartamento, destaca las paradigmáticas palabras de una de ellas: “Hay partes mías que no quiero compartir con mis clientes. Pero poner límites en mi trabajo no significa que esté en peligro de ser destruida por él. La forma en la que te relacionas con los clientes es distinta de la forma en que te relacionas con novios o amigos” [1997: 75]. A partir de este tipo de revelaciones, Chapkis plantea que “para las trabajadoras sexuales, la capacidad de hacer llegar la emoción y de contenerla durante la transacción comercial puede ser vivida como una herramienta útil para el mantenimiento de un límite en vez de una pérdida del yo” [1997: 75]. Esto coincide en cierto sentido con lo que señala Zelizer respecto a que cuando la actividad económica se entrecruza con las relaciones interpersonales: “aumenta el esfuerzo que deben hacer las personas para definir y disciplinar sus relaciones” [2009: 57].
Por su lado, Elizabeth Bernstein [2007] también documenta las actitudes ante la intimidad de grupos de trabajadoras sexuales y señala que tienen límites muy definidos entre sus vidas profesionales y su vida privada; que los servicios que dan están marcados muy claramente; y que hay cuestiones que no venden como los besos en la boca. Ellas tienen muy claro el sentido de la transacción comercial: “lo que le vendo al hombre es su orgasmo” [2007: 49]. Lo novedoso que aparece en su investigación de campo es que, según Bernstein, cada vez hay más demanda de “autenticidad”, o sea, de sexo con una conexión emocional y física “auténtica”. Así como los turistas no quieren ir a lugares turísticos por considerarlos artificiales y buscan lugares “auténticos”, de la misma manera los clientes buscan y pagan más por un encuentro sexual “verdadero”. Esta aspiración se observa en la creciente preferencia por chicas con aspecto de estudiantes o amas de casa, más “naturales” y menos producidas con el estereotipo de la “prostituta”. Así, tal parece que la intimidad vivida como comunicación se está valorizando cada vez más. Ahora bien, la actuación emocional que responde al desafío pragmático de ganar más dinero, rara vez cruza la frontera de lo que las propias trabajadoras definen como su intimidad, por lo que se podría interpretar la actuación como una defensa de su “zona de intimidad” [Plummer 2003].
Fingir deseo, placer o interés por sus clientes es la producción de una intimidad “espuria” (counterfeit), pero tiene matices que van desde una actuación superficial hasta la capacidad de desarrollar un lazo temporal emocional. El trabajo sexual puede ser desagradable, incluso aburrido, pero es un trabajo que además de tener una rutina, acaba incluso por desarrollar distintas puestas en escena. Por la investigación, que hice hace años [Lamas 2003], recopilé varios testimonios donde la rutina conducía al acostumbrado trabajo.18 Muchas recuerdan el inicio como lo más doloroso y dicen: “los primeros días son los más duros, los más difíciles” [2003: 178]. Pero luego se instala un proceso de normalización y al final de cuentas: “ya lo toma uno como un trabajo, sí, como una rutina del día, al principio sí le cuesta a uno trabajo aceptar en lo que está uno trabajando, pero después, con la misma rutina se acostumbra uno y ya no siente uno nada al estarse pintando, ya simplemente pues dice uno, pues voy a trabajar” [2003: 179-180]. Algunas llegaron a aludir el proceso de escindirse psíquicamente: “Mira, es un trabajo en el cual los sentimientos [una] los deja en su casa y sale simplemente a la calle” [2003: 180]. Y tienen muy clara la separación con los sentimientos: “yo vendo mi cuerpo pero mis sentimientos no” [2003: 204].
En la calle, la rutina empieza desde el momento en que se acerca el cliente y se establece el acuerdo. Aunque supuestamente los clientes ya saben en qué consiste ‘el rato’, hay que recordarles antes que nada que el ‘rato’ sólo implica levantarse la falda: “[El cliente] me dice ¿cuánto, morena, cuánto? Pues ochenta y ocho con todo y habitación, ¿cómo se trabaja? Pues de la cintura para abajo, ¿cuánto tiempo? Quince minutos” [2003: 212]. Dentro del cuarto puede darse otra negociación: “Y ya adentro hace uno ‘rato’, le dice uno: oye, ¿no quieres ‘encueradito’, no quieres una posturita?” [2003: 211]. La transacción se explicita desde el inicio y la regla de oro es: “se cobra antes de ocuparse” [2003: 212]. El dinero, como bien dice Zelizer, siempre está presente, por ejemplo, en lo que se refiere a saber “tratar” al cliente. Al interrogarlas sobre el significado de “tratar”, se ríen: “tratarlo en el sentido de tratarlo bien para poderle sacar más dinero [risas]” [2003: 216]. Al insistir y pedir una descripción sobre la forma de tratar a un cliente, la comunicación (Giddens diría la intimidad) cobra importancia: -”pues se le platica, ¿de qué?, pues si es posible hasta de su vida de uno; mentiras ¿no? ¡Ay! yo he pasado esto y tengo tantos hijos y acabo de enviudar, y tengo dos días trabajando y ayúdame; y ya el cliente pues te ayuda”.
A diferencia de la intimidad fingida, hay ocasiones en que algunas trabajadoras sí establecen vínculos emocionales con ciertos clientes, y estos se convierten en “regulares”, al grado en que los hombres sólo buscan la interlocución y no la relación sexual. Muchas relatan que es común que los clientes paguen porque se les escuche contar sus penas amorosas, consolarlos, incluso dejarlos llorar: “Como también uno a veces tiene problemas y quisiera que lo entendieran a uno, entonces uno les da un poco más de tiempo, los escucha uno más tiempo, pues está nomás platicando, quieren como un consejo o como un apoyo, no sé, se van a desahogar, y tú nomás escuchas más tiempo” [2003: 215]. Así algunas desarrollan buenas relaciones: “Con los [clientes] conocidos existe más confianza, te llegan a platicar los problemas que tuvieron en su trabajo” [2003: 215]. Tienen claro el trabajo emocional que hacen:
Pues uno, para darle confianza, para pues, por si viene de mal humor o cualquier cosa, pues, no se desquite con uno, o sea, no nos maltraten. Entonces hay que hacerle plática, así ya sí se presta, pues cómo te llamas, dónde vives, pues dónde trabajas o así, y tú cuántos hijos tienes, estás casado y todo eso, y algunos pues empiezan a platicar sus problemas, por ejemplo, ya cuando regresan cuatro o cinco veces, entonces ya empiezan a contar sus problemas, pues tienen problemas con su mujer o son viudos, también, pero se desahogan platicando con uno y uno se tiene que prestar [2003: 213].
Ellas se dan cuenta del aspecto de inversión emocional en el trabajo y hasta dicen que son “psicólogas”: “Desde el primer momento que le llega a uno una persona, ya la está estudiando uno psicológicamente ¿verdad? A ver qué clase de persona es, muchas veces la conoce uno por la mirada” [2003: 217].
Las trabajadoras sexuales entienden que esa relación sexual -que “deja fuera los sentimientos”- es un trabajo; y preservan su “zona de intimidad” [Plummer 2003]. La relación con su pareja es la “zona” donde sí se da la intimidad, tal y como se la concibe generalmente: como una forma de cercanía que conlleva apertura emocional. Las trabajadoras sexuales establecen vínculos diferenciados que distinguen las relaciones que llevan a cabo con los clientes de las que establecen con sus parejas, sean novios, maridos, amantes o, incluso, padrotes. No hay confusión.
El proceso de asumir que se trata de un trabajo también lo efectúan los padrotes. Óscar Montiel Torres [2011: 213] señala que, para poder explotar sexualmente a las mujeres, los proxenetas tienen que elaborar un trabajo emocional: “Aprender a manejar los sentimientos es un punto clave en la comprensión del oficio de padrote”. El padrote logra su objetivo cuando la mujer ya está “dispuesta a todo por amor” [2011: 116]. Montiel relata que uno de los principios que tienen que entender muy bien es que “En el negocio de la prostitución femenina su mujer va a ‘coger con un chingo de cabrones’, y si tiene corazón de pollo no sirve para ser padrote” [2011: 118]. Un maestro padrote afirma: “nos tenemos que tragar el sentimiento y asumir que nuestras mujeres están desempeñando un trabajo” [2011: 118]; y llama a esa fase “matar el corazón” y “matar el sentimiento” [2011: 118]. Según Montiel, entender que ese acto es un trabajo y dejar fuera los sentimientos resulta fundamental para que mujeres y hombres asimilen el comercio sexual [2011: 119]. Para todos es muy claro que el comercio sexual no significa intimidad, sino todo lo contrario.
Como apunta Zelizer [2009: 60], las personas se preocupan por establecer límites entre relaciones significativas y señalan esos límites por medio de etiquetas y prácticas de fuerte sentido simbólico. Una de ellas es la del “beso en la boca”. Sería interesante rastrear si, así como muchas trabajadoras no se dejan besar en la boca, a muchos clientes tampoco les interesa besarlas a ellas. Porque también los clientes ponen sus límites. En este sentido, aunque tradicionalmente la relación íntima ha sido representada como algo a lo que todos aspiramos, para algunos varones la intimidad puede resultar opresiva, especialmente cuando se vuelve una demanda constante de cercanía emocional. Ello explicaría el sexo episódico de quienes buscan alejarse de la intimidad conyugal para sus “desfogues” sexuales. Como crudamente me señaló un cliente: “Si para ‘echarse un palo’ hay que desarrollar un teatrito romántico de varias horas, mejor voy con las putas”. Tendríamos entonces que, en ocasiones, hay hombres que buscan una cierta “intimidad” de comunicación pues no la encuentran con sus parejas; y, en otras, buscan justamente un distanciamiento, un “desfogue”. Ante tal partición, las trabajadoras sexuales responden a la demanda y eligen “fingir” (y ganar más) o callarse y aceptar el “rato”.19
La “ciudadanía íntima” de las Trabajadoras Sexuales
La valoración de la “prostitución” está vinculada a la visión que se tiene sobre el objetivo de la relación sexual. Martha Nussbaum [1999] se pregunta si siempre es inmoral el sexo sin una relación íntima y analiza siete argumentos típicos que se esgrimen a favor de criminalizar la prostitución. Para el efecto de este texto, rescato tres por su especial interés: 1) La prostitución implica la invasión del espacio íntimo en el cuerpo propio. 2) La prostitución dificulta que las personas desarrollen relaciones de intimidad y compromiso. 3) La prostituta aliena su sexualidad en el mercado; hace de sus actos y órganos sexuales mercancías.
Nussbaum hace constar que la ausencia de intimidad es lo que ocurre en muchas relaciones sexuales comerciales y casi siempre es de esta forma precisamente porque así se desea. La actividad de la prostituta es menos íntima, porque de eso se trata. Aunque el “desfogue sexual” que el hombre realiza con una trabajadora pueda parecerse al que hace con una amante, novia o esposa, la “intimidad” es totalmente distinta y no por el hecho del intercambio de dinero. Además, Nussbaum señala que no hay nada vil o devaluado en tomar dinero por un servicio, incluso cuando dicho servicio implica algo que se considera íntimo [1999: 292].Tampoco hay razón para considerar que la prostituta enajena su sexualidad a cambio de dinero, y el hecho de que una prostituta reciba dinero por sus servicios no implica una conversión funesta de su intimidad en una mercancía. La sexualidad de la prostituta permanece intacta para usarla en su “zona de intimidad” [Plummer 2003], con su pareja o en otro tipo de relaciones.
Por ello Nussbaum insiste en que, para analizar la mercantilización de la sexualidad a partir del ejemplo de la prostitución, resulta necesario considerar dos cuestiones: la revisión de nuestras creencias y prácticas con relación a tomar dinero por el uso del cuerpo, y una revisión de las opciones y alternativas de las mujeres pobres. Esta filósofa dice que no debería preocuparnos que una mujer con muchas opciones laborales elija la prostitución: es la ausencia de opciones para las mujeres pobres lo que convierte a la prostitución en la única alternativa posible y eso es preocupante.20 Para ella, el punto es cómo expandir las opciones y oportunidades que enfrentan las mujeres que trabajan; cómo aumentar la humanidad inherente en el trabajo, y cómo garantizar que las trabajadoras de todo tipo sean tratadas con dignidad. Así, la autora afirma que urgen más iniciativas laborales y sobran declaraciones moralistas.
En la Ciudad de México, en el contexto de la precarización laboral (la miserabilidad de los salarios, el desempleo y la ausencia de una cobertura universal de seguridad social), el trabajo sexual representa una forma importante de subsistencia para muchas mujeres. En nuestro país, el proceso de organización de las trabajadoras sexuales -de cara a exigir derechos laborales- data desde mediados de los años noventa y está estrechamente vinculado al trabajo de acompañamiento político que realiza una asociación civil llamada Brigada Callejera en Apoyo a la Mujer “Elisa Martínez”.21 Desde 1997, diversos grupos de trabajadoras sexuales de distintas entidades federativas se han aglutinado bajo el nombre público de Red Mexicana de Trabajo Sexual y, junto con Brigada Callejera, han coordinado la realización de 17 Encuentros Nacionales que se han llevado a cabo en la Ciudad de México y en cinco entidades federativas [Madrid et al. 2014]. En los Encuentros Nacionales se han debatido cuestiones coyunturales, se han hecho declaraciones políticas y se han programado acciones conjuntas con otros grupos. Además, esto es lo relevante, quienes participan han ido desarrollando un discurso político respecto al trabajo sexual, que distingue con nitidez el desempeño laboral de las relaciones íntimas.
Ese proceso político las llevó a tramitar, ante la Secretaría del Trabajo del Gobierno del Distrito Federal, una petición de la licencia de trabajadoras no asalariadas, que se concede a personas que laboran en vía pública sin una relación patronal, ni un salario fijo (como los mariachis, los lustrabotas, los cuidacoches, los músicos callejeros, los vendedores de billetes de lotería y 10 categorías más de trabajadores).22 Las credenciales son la prueba física de que el gobierno les ha otorgado la licencia de trabajar en la calle y portarlas significa una leve protección ante los operativos policiacos y judiciales. Por más de 10 años, un grupo de trabajadoras insistió intermitentemente ante el Gobierno del Distrito Federal para que les diera la licencia de trabajadoras no asalariadas, hasta que se decidió a tomar la vía del litigio legal, que resultó ser un punto de inflexión en el proceso.23
En junio de 2013, luego de que dos juzgados se declararan incompetentes, el Tribunal Colegiado en Materia Administrativa admitió finalmente la demanda; y el 31 de enero de 2014, la jueza Paula María García Villegas Sánchez Cordero les concedió el amparo.24 La sentencia marca un hito: “La prostitución ejercida libremente y por personas mayores de edad plenamente conscientes de ello, puede considerarse como un oficio, puesto que es el intercambio de una labor (sexual) por dinero”. Además, la jueza discrepó de los planteamientos de la Ley de Cultura Cívica25 y concluyó, respecto al artículo 24, fracción vii, de esta Ley: “No puede quedar al arbitrio de un tercero, como es un vecino, el ejercicio de la prostitución”. La jueza concluyó que la negativa a dar la licencia “Es inconstitucional especialmente en relación con los derechos humanos al trabajo y a la igualdad contemplados en los artículos 5º y 1º de la Constitución”. Y resolvió que sí procede expedirles la licencia y darles la credencial solicitada. La Secretaría del Trabajo del gdf hizo la primera entrega de las credenciales el día 10 de marzo de 2014; y la segunda entrega, ya sin orden judicial, se llevó a cabo el 11 de julio, Día de la Trabajadora Sexual.26. Tal vez lo más interesante, en ambas entregas, haya sido la actitud asertiva de varias trabajadoras, que accedieron a hablar con los medios de comunicación presentes. Sin temor a mostrarse como trabajadoras, este grupo inauguró una actitud que trae de vuelta la señera figura prehispánica de la ‘puta honesta’.
En lo que fue el centro geográfico y político de Mesoamérica antes de la conquista española,27 la prostitución era habitual. Había distintos nombres para designar a las mujeres que la ejercían, siendo el más común ahuianime, del verbo ahuia, alegrar, por lo cual Moreno de los Arcos [1966], siguiendo a Miguel León Portilla [1964], las designa como “las alegradoras”. Alfredo López Austin (durante una comunicación personal, en 1998) discrepó de tal traducción y señaló que se trata simplemente de “las alegres”. Lo que sorprendió a los cronistas hispanos fue que los indios no las tuvieran segregadas en barrios, calles y casas especiales y que se confundieran con las buenas mujeres. Todos los estudiosos afirman algo significativo: no había espacios especiales para la prostitución, ni lugares particulares o casas específicas para su trabajo. Cada mujer vivía donde le apetecía. Sahagún [1956] es quien trata con más extensión el asunto y describe con todo detalle tanto a la prostituta como a sus actividades: “[…] es andadora o andariega, callejera y placera, ándase paseando, buscando vicios, anda riéndose, nunca para y es de corazón desasosegada” [tercer tomo: 129-130].
Enrique Dávalos López [2002], quien revisa los textos que elaboró un grupo bastante homogéneo de cronistas religiosos28 acerca de las culturas sexuales del México antiguo, al contrastarlos con otras fuentes encuentra elementos importantes que lo llevan a sugerir que “la cultura sexual de los indios mexicanos presentaba rasgos notablemente diferentes a los esbozados en el discurso de los frailes historiadores” [2002: 6]. Por las concepciones, creencias y valores sexuales que tenían estos religiosos, les resultaba “inconcebible tratar el deseo, el placer y las prácticas sexuales sin condenarlas a la vez” [2002: 81]. Al cotejar las fuentes en náhuatl, Dávalos insiste en que la oposición entre puta y decente “no correspondía a las instituciones religiosas y educativas del México prehispánico” [2002: 25], por lo que sostiene que no es válido imaginar un estigma hacia las alegres, pues ellas contaban con un singular reconocimiento social y religioso. Además, al igual que Moreno de los Arcos [1966], Dávalos destaca el término que alude a la ‘puta honesta’, que a mediados del siglo XVI consigna el padre Alonso de Molina [1992]. Lo incomprensible para los cronistas españoles que intentaban registrar una cultura tan distinta fue la existencia de una prostituta sin estigma. Para estos cronistas, las relaciones sexuales indígenas no sólo resultaron raras, además las censuraron, consciente o inconscientemente; y al no entender que se pudiera ser al mismo tiempo puta y honesta, obscurecieron esa realidad que chocaba con su mentalidad europea. Hoy, cuando algunas trabajadoras sexuales han logrado que se acepte su oficio como un “trabajo no asalariado”, el recuerdo de las ‘putas honestas’ prehispánicas cobra relevancia [Lamas 2015].
En nuestros días, en México, cientos de miles de personas ganan su sustento cobrando dinero por realizar actos sexuales.29 Si bien la cultura del consumo ha promovido una sexualidad plástica al liberar al sexo de su aspecto procreativo -como afirma Giddens- la conceptualización en boga sobre el trabajo sexual reproduce el estigma a partir de cierta idea de “violación a la intimidad”. Aunque Giddens imagina un horizonte utópico, sin límites para la actividad sexual, excepto los actos que implican las reglas negociadas de la pura relación (una relación de igualdad sexual y emocional) y otras reglas democráticas de respeto para ambos lados [1992: 194], hoy persiste la doble valoración de la sexualidad. En su prospectiva, este autor -que reconoce la lenta pero persistente igualación de las actividades sexuales de las mujeres con las de los varones- no se pregunta por el camino que tomará la doble valoración sobre la compra-venta de servicios sexuales. En otras palabras: ¿en qué dirección se dará la transformación de la doble moral sexual; los varones dejarán de comprar sexo recreativo o las mujeres empezarán a hacerlo como clientas masivas de un inédito mercado? Este dilema está inextricablemente entretejido con el concepto de ‘ciudadanía íntima’30 de Plummer, que designa un discurso público sobre la vida personal. Siguiendo a este autor, quien subraya que las intimidades sólo se pueden comprender adecuadamente si se las pone con relación a los grandes cambios y conflictos característicos del mundo moderno tardío [Plummer 2003: 140], tal vez habría que temer que los elementos actuales del capitalismo tardío provoquen eso que Giddens esbozó como “un futuro en donde las relaciones sexuales se convertirán en un desierto de vínculos no permanentes, marcados tanto por una antipatía emocional como por el amor y con cicatrices producidas por la violencia”31 [1992: 196].
A modo de conclusión
La manera de ver el trabajo sexual en la Ciudad de México se ha transformado con el tiempo: de una ocupación honesta ha pasado a ser considerado un recurso de subsistencia y a ser visto como una forma de violencia, incluso como una degeneración. Ahora que un grupo de trabajadoras sexuales ha obtenido una resolución judicial sobre el carácter laboral de su actividad, y que el Gobierno del Distrito Federal (GDF) ha debido aceptarlo como un trabajo legal, es muy pronto para saber cómo tal reconocimiento incidirá en los parámetros sociales y en los códigos culturales. ¿Impactará este triunfo político al discurso público sobre la vida personal, o sea, a la ‘ciudadanía íntima’ [Plummer 2003]? Pese a que es fundamental el hecho de que las propias trabajadoras sexuales hayan reivindicado su oficio y exigido derechos laborales, no va a ser fácil lidiar con un estigma de siglos. El trabajo sexual subvierte el ideal cultural de castidad y recato de la feminidad [Leites1990] y dificulta que otros sectores sociales consideren la venta de servicios sexuales como un trabajo digno. Además, la milenaria concepción del cuerpo femenino como depositario de la semilla masculina y como dador de nueva vida alienta todo tipo de rechazos respecto a su utilización para fines comerciales.32
El hecho de que la compra-venta de sexo pueda llevarse a cabo de manera legal, con seguridad jurídica para las trabajadoras, difícilmente producirá por sí sólo un debilitamiento del estigma, pues éste es parte de una densa trama cultural de género (lo ‘propio’ de las mujeres y de los hombres; la feminidad y la masculinidad). Por eso, aunque ya muchas trabajadoras sexuales desechan la idea de que tal actividad implica una vergüenza íntima, esto no modifica en automático los prejuicios comunes sobre la supuesta violación de su intimidad. La narrativa social sobre la ‘prostitución’ refleja el ordenamiento social jerarquizado de género; por eso, no obstante la indudable liberalización de las costumbres sexuales, con la igualación de algunas prácticas sexuales femeninas con las masculinas, el estigma de la prostitución persiste culturalmente. El asunto de fondo es justamente la existencia de una doble moral, pues la sexualidad de las mujeres es valorada de manera distinta de la de los hombres. Los usos y costumbres sexuales estructuran y validan las relaciones desiguales entre los hombres y las mujeres de manera absolutamente funcional para la marcha de la sociedad.33
Evaluar el comercio sexual requiere que también se analicen las relaciones políticas y sociales que sostiene y respalda, así como examinar los efectos que tal transacción produce en las mujeres y los hombres, en las normas sociales, y en el significado que imprime en las relaciones entre ambos.34 La preocupación ética y política que provoca la ‘prostitución’ tiene que ver precisamente, con eso [Lamas 2014].
Ahora bien, el dinero y la intimidad no son excluyentes, ni su intersección siempre genera conflictos, confusión y corrupción [Zelizer 2009: 50]. Tal vez, con el pragmatismo que existe en la actualidad, no será difícil que en un futuro no muy lejano se acepte socialmente que tomar dinero por actos sexuales no significa una violación a la intimidad. Quizás una mejor comprensión de que la intimidad no radica en un determinado uso de los genitales sino en la preservación de la comunicación, alentará formas más libres de sexualidad, incluso nuevas formas de comercio sexual que podrán producir nuevas “zonas de intimidad”, acompañadas de la eliminación de la doble moral sexual y el estigma, y de un nuevo discurso público sobre la vida personal. La interrogante que me queda es la de si un nuevo discurso público sobre el comercio sexual, que elimine el estigma y los prejuicios, sería capaz de modificar las prácticas de la mayoría de las mujeres que hoy no venden ni compran servicios sexuales. Mi duda es la de hasta dónde las pautas y exigencias igualitarias del nuevo mandato cultural de la feminidad, transformarán el psiquismo y las ideas del grupo social de las mujeres al grado que éstas se permitan comprar sexo recreativo, con una conducta episódica, como lo hacen los varones.
Eva Illouz [2014] señala que la relación sexual nunca es simplemente el encuentro de dos cuerpos, también es una puesta en acto de las jerarquías sociales y de las concepciones morales de una sociedad. Y es más que eso. Liv Jessen, una trabajadora social que es directora del Pro Centre, un centro nacional para prostitutas en Noruega, dice que: “La prostitución es una expresión de las relaciones entre mujeres y hombres, con nuestra sexualidad y los límites que ponemos a ella, con nuestros anhelos y sueños, nuestro deseo de amor e intimidad. Tiene que ver con la excitación y con lo prohibido. Y tiene que ver también con el placer, la tristeza, la necesidad, el dolor, la evasión, la opresión y la violencia” [2004: 201]. De ahí lo complejo que resulta tratar de investigar las formas en que trabajadoras y clientes realizan sus intercambios.