INTRODUCCIÓN
En el estudio de los movimientos sociales han dominado los enfoques teóricos de corte estructural [Chihu 2000] y con base en ellos se ha puesto atención en conceptos como organizaciones, recursos, condiciones estructurales, redes y elección racional [Johnston et al. 1995b: 3]. Dichos conceptos son importantes para comprender el origen y el desarrollo de movimientos; nos recuerdan que los fenómenos del mundo social se ven influenciados por pautas más o menos constantes que van más allá de experiencias concretas; pero, al mismo tiempo, los enfoques excesivamente estructurales también tienen sus limitantes [Johnston et al. 1995b]; si sólo nos centramos en ellos, seremos incapaces de explicar por qué —ante las mismas situaciones estructurales— las personas toman diferentes decisiones y actúan de formas diversas [Cedillo et al. 2014: 280].
Frente a tales planteamientos, los enfoques culturales cobran relevancia. Desde este tipo de perspectivas, lo que se destaca son los “trabajos de producción de significados, [los cuales pueden ser identificados] como los procesos mediante los cuales se da significado a las situaciones y por los cuales se interpreta ese significado” [Chihu 2000: 213]. Es decir, se pone atención en cómo los participantes en movimientos sociales interpretan y dotan de sentido a los elementos de su entorno. Ya desde 1994, Klandermans mencionaba que: “Los analistas de los movimientos sociales son cada vez más conscientes de que los individuos actúan en una realidad que es objeto de percepciones diferentes” [1994: 184]. Incluso, los recursos y las oportunidades políticas tienen que ser interpretados como tal para ser productivos en términos de movilización social. Ante las mismas condiciones estructurales, no todos piensan en los “recursos” y en las “oportunidades” de la misma forma.
Las condiciones estructurales no generan por sí solas acciones de protesta. Después de todo, muchas situaciones que podrían considerarse como problemas solucionables por medio de una movilización social nunca llegan a generar movimientos —aunque pueden ser no menos conflictivas que otras en las que eso sucede. Un “conflicto” se configura únicamente cuando es percibido como tal. Además, los individuos deben interpretar que la movilización social puede ser un camino adecuado en la búsqueda de una solución [Klandermans 1994: 184-185].
Durante los años ochenta del siglo pasado inició un “giro cultural” en el estudio de los movimientos sociales;1a partir de esta década el interés por las dimensiones simbólicas se están haciendo cada vez más habitual, como consecuencia surgieron modelos analíticos de corte más interpretativos. Quizá el que más ha ganado espacio en las discusiones académicas es el análisis de marcos; con desarrollo posterior —iniciado en la década de los noventa—, pero con un gran potencial analítico, el estudio de las emociones es otro de estos enfoques. En el presente artículo se muestran los supuestos básicos y algunos de los conceptos que sostienen tales perspectivas como herramientas de análisis para el estudio de los movimientos sociales; hay un especial interés en el estudio de las emociones debido a que se trata de un enfoque más reciente y menos desarrollado.
EL ANÁLISIS DE MARCOS
El análisis de marcos tiene su origen en la obra de Erving Goffman [2006], quien define que la realidad social no cobra sentido por sí misma, sino que los actores sociales, individuales y colectivos, la ordenan con base en esquemas de interpretación, así, la realidad —que es compleja, dinámica y hasta contradictoria— luce coherente y permite organizar las experiencias sociales [Goffman 2006]. Los esquemas utilizados son, siguiendo a Goffman, marcos de interpretación.
La aplicación de este enfoque teórico al estudio de los movimientos sociales se debe, en buena medida, a David Snow y Robert Benford [Chihu 2006]; estos autores tienen una formación originalmente de corte estructuralista y adaptaron el análisis de marcos como una forma de aceptar e incorporar la importancia de las interpretaciones, las creencias y los valores en las prácticas de quienes participan en movimientos [Snow et al. 2006]. Según Snow y Benford los marcos manifiestan: “Un esquema interpretativo que simplifica y condensa el mundo de ahí afuera” [2006b: 125], de tal forma que ciertos elementos cobran relevancia por encima de otros. En términos de movilización social, los marcos cumplen dos funciones básicas: por un lado, acentúan la gravedad de una situación concreta, que ahora se define como un “problema”; por otro lado, lo que podía ser considerado como desafortunado, pero tolerable, pasa a ser concebido como una situación cuya solución no puede aplazarse [Snow et al. 2006b: 125].
Además, la responsabilidad del “problema” suele ser asignada a estructuras sociales y a los grupos que las perpetúan o se benefician de ellas. Se genera, de esta manera, un discurso que delimita barreras simbólicas: lo que somos frente a lo que enfrentamos. Se hace evidente, entonces, una narrativa que construye un “nosotros” que no es similar a lo que son “ellos”, los “enemigos” del movimiento.
Una de las preocupaciones de teóricos del análisis de marcos son los modelos analíticos simplistas y estáticos. Snow y colaboradores señalan una crítica que, a su consideración, es producto de dichas perspectivas: se tiende a pensar que la decisión de los individuos de participar en un movimiento es inmutable, como si el compromiso se mantuviera estable y con la misma intensidad en cada momento y en cada persona [Snow et al. 2006]. Parafraseando a los autores, la decisión de participar no es definitiva, sino que está sometida a constantes reevaluaciones y renegociaciones [Snow et al. 2006: 39]. Hay mayor potencial explicativo en las miradas que ponen atención en el dinamismo, los cambios y las disputas —tanto al interior como al exterior de los colectivos— que caracteriza a los episodios de movilización.
Otro aporte para el estudio de los movimientos desde el análisis de marcos es la conceptualización de campos de identidad de protagonistas, antagonistas y audiencias [Hunt et al. 2006]. Tal conceptualización mantiene que no se debe poner atención únicamente en quienes llevan a cabo las acciones de protesta, como suele suceder, sino también en quienes muestran oposición; de esta manera, es más fácil entender la construcción de la narrativa “nosotros” contra “ellos”, así como los valores antagónicos que dan sustento a los conflictos. Además, protagonistas y antagonistas se disputan el apoyo de miembros de la sociedad que no forman parte directa en los conflictos, por ello es útil entender las posturas y valores de las audiencias que reciben sus mensajes. Éstas, con su apoyo, rechazo o indiferencia, terminan influyendo en el curso de las acciones [Hunt et al. 2006].
De nueva cuenta, se trata de procesos dinámicos y cambiantes donde los tres campos de identidad se influyen mutuamente. Los protagonistas realizan acciones que son respondidas por antagonistas o viceversa. Sectores de las audiencias, por su parte, pueden iniciar indiferentes y durante el desarrollo de los movimientos, tomar partido por algún grupo o, al contrario, existe la posibilidad de quienes protagonizan inicien sus acciones con un respaldo importante de la sociedad, pero terminen por perderlo. Asimismo, puede haber participantes en los movimientos que se alejen para formar parte de las audiencias; incluso, de antagonistas.
Otra manera en la que se ha intentado imprimirle un sentido dinámico al enfoque es mediante la concepción de alineamiento de marcos. Dicho concepto hace referencia a cómo diferentes sectores sociales, con formas propias de entender el mundo, se alinean, es decir, se unen para formar parte de un movimiento social. El alineamiento de marcos ayuda a entender la vinculación entre actores sociales con similitudes ideológicas, aunque sin conexión formal. Por ejemplo, un grupo de individuos que comparten un sentimiento de injusticia, pero carecen de una plataforma de organización para intentar contrarrestar la situación [Snow et al. 2006].
Para que el alineamiento suceda es necesario que existan algunas similitudes en las formas de ver el mundo de los participantes [Snow et al. 2006: 48], no se necesita que las similitudes sean plenas y estén presentes en todos los aspectos, lo que sí es irremplazable es que los diagnósticos de la realidad y las soluciones propuestas luzcan suficientemente claras y coherentes para justificar la permanencia en los movimientos o la incorporación de algunas audiencias.
Snow y colaborades plantean que los integrantes de un movimiento pueden modificar las fronteras de sus esquemas de interpretación con el objetivo de incluir los intereses o puntos de vista de potenciales participantes. Incluso, según los autores, esta extensión puede incluir elementos que mantienen poca relación con los objetivos iniciales de la movilización, pero significativos para posibles integrantes [Snow et al. 2006].
Posturas como la anterior han sido merecedoras de críticas. De hecho, Daniel Cefaï [2008] cree que tal planteamiento entiende la creación de marcos de interpretación como producto de acciones totalmente calculadas y conscientes. Cefaï critica que, de esta manera, se pierde de vista el carácter interaccionista de los movimientos, con lo cual las dinámicas culturales son asimiladas como fenómenos estratégicos, dejando de lado el conjunto de procesos conflictivos, contradictorios y hasta reversibles de la creación de significado [2008: 54].
Cefaï propone un concepto para evadir tales problemas: gramáticas de la vida pública. Tal concepto que hacen referencia a discursos existentes previamente y paralelamente a la construcción de los movimientos y que ya cuentan con legitimidad para juzgar situaciones concretas como “problemas”. Desde los movimientos se debe hacer eco de estos discursos para lograr visibilidad y disputar el apoyo de las audiencias. Así, no es posible manipular libremente tales gramáticas de la vida pública, pues quienes participan en movimientos no las eligen [Cefaï 2008].
Uno de los ejemplos más destacados en ese sentido es la interpretación sobre el uso o no de la violencia física. Cabe la posibilidad que haya movimientos sociales donde los participantes tengan diagnósticos de la situación y objetivos colectivos compartidos y que —en términos de métodos— haya disputas entre quienes encuentran legítima la violencia y quienes no lo hacen; claro, también hay movimientos que se unen en torno a la idea de la utilización de métodos de lucha exclusivamente pacíficos, así como protestas sociales donde todas y todos los participantes se inclinan por prácticas violentas.
Lo cierto es que, en términos analíticos, es importante matizar la tesis de Snow y Benford sobre el alineamiento de marcos como una función estratégica para mantener la vigencia de los movimientos, con ello, los autores se acercan más a los postulados de la elección racional que a los del interaccionismo simbólico.
Con todo, la propuesta de Snow y Benford no está totalmente desprovista de pertinencia. Los marcos de interpretación sí cumplen con cierta función estratégica; en muchas ocasiones los integrantes de movimientos sociales buscan que una situación que afecta a un grupo particular sea percibida como un “problema que concierne a la sociedad en tanto tal” [Bolos 1999: 283]. Pero, al mismo tiempo, ello no debe llevar a obviar que el enmarcado del mundo social también responde a convencimientos firmes y reales, así como a una serie de discursos previos que no pueden ser transformados por líderes y activistas de base. Ciertamente, quienes participan en movimientos sociales introducen percepciones propias de injusticia y de lo moralmente aceptable, pero éstas deben ser compatibles, por lo menos en parte, con repertorios preexistentes sobre lo justo y lo legítimo [Cefaï 2008].
Para cerrar el apartado, el análisis de marcos se centra en las formas en que los actores sociales interpretan sus experiencias. Se trata de un enfoque que toma en cuenta la importancia de las subjetividades (individuales y colectivas) para el origen y desarrollo de los movimientos. No obstante, no se debe pensar en los marcos como posturas dadas de una vez y para siempre, sino como interpretaciones sometidas a constantes cambios y reevaluaciones. Con ello, se está más cerca de modelos de análisis capaces de captar el dinamismo y la pluralidad que caracteriza a los episodios de movilización social. Las personas cambian constantemente sus formas de enmarcar el mundo; tenerlo claro nos ayuda a entender mejor el origen, desarrollo y fin de los movimientos.
EL ESTUDIO DE LAS EMOCIONES2
El “giro cultural” en el estudio de los movimientos sociales durante los años ochenta tuvo aportes muy destacados para darle su lugar a las dimensiones simbólicas, sin embargo, el papel de las emociones fue dejado de lado [Jasper 2012; Benford 1997]. Esta crítica fue aceptada por el propio Benford, quien señala que: “En su prisa por redefinir a los actores de los movimientos como altamente racionalistas, [los analistas] ignoraron la posibilidad de examinar las formas en que los actores del movimiento producen, orquestan y despliegan estratégicamente emociones en la búsqueda de sus objetivos colectivos” [1997: 418-419].3 Aunque se mantiene el sesgo hacia la función estratégica —“orquestan y despliegan estratégicamente emociones”— es interesante el reconocimiento de la necesidad de las emociones para un mejor entendimiento de las dinámicas de los movimientos.
El texto de Benford forma parte de una tendencia iniciada en la década de los noventa, cuando comenzó la aceptación de la importancia de la dimensión emocional para el origen, el desarrollo y el fin de los movimientos. Desde mi perspectiva, podemos ubicar dicha tendencia como parte de lo que algunos estudiosos han denominado un “giro afectivo” en los análisis de lo social [Maíz 2020; Lara et al. 2013], el cual se trata básicamente de aceptar la importancia de lo emocional en las dinámicas sociales y, como consecuencia, incorporarlo en las discusiones teóricas y los análisis empíricos al respecto.
Como lo menciona Claudio Maíz: “El ‘giro afectivo’ en las ciencias sociales y humanidades se origina en diversas insatisfacciones epistemológicas. Entre las que podríamos nombrar proceden de los estudios de género, la excesiva mirada cientificista del cuerpo y la desatención de que se trata también de un constructo cultural” [2020: 12]. Efectivamente, uno de los problemas de la falta de herramientas de análisis para el estudio de las emociones desde las ciencias sociales es el desarrollo de teorías que toman al cuerpo y sus expresiones como respuestas exclusivamente fisiológicas, ausente de patrones culturales [Bourdin 2016: 60-61].
Tradicionalmente, las emociones son consideradas como universales en todos los miembros de la especia humana, por lo tanto, se expresarían de forma similar con independencia de las características de cada grupo social. Bourdin [2016] llama a este enfoque “naturalista-universalista”, el cual presenta los siguientes supuestos: los comportamientos humanos —en términos emotivos— son resultados de procesos evolutivos y representan rasgos comunes de toda la especie. Además, este enfoque parte de la idea de la existencia de emociones básicas o primarias, las cuales serían “un conjunto discreto y limitado de fenómenos emocionales inherentes a la experiencia humana, por ejemplo, la alegría, el miedo, la tristeza, la ira, etcétera, son desde esa óptica hechos humanos universales. Así, las emociones serían básicamente las mismas en todos los pueblos y culturas” [Bourdin 2016: 56].
La contraparte de tal enfoque es la perspectiva culturalista-construccionista, desde donde se contrargumenta algunos de los fundamentos naturalistas de las emociones. Puede ser fácil afirmar que existen emociones básicas y universales entre los seres humanos, pero, empíricamente, no es tan fácil comprobarlo. Al observar las dinámicas de diferentes grupos sociales es sencillo documentar que las emociones “básicas” en cada uno no son necesariamente las mismas [Bourdin 2016: 57]. Así, la perspectiva culturalista construccionista incorpora la idea de cambios a lo largo del tiempo y matices entre diferentes sectores sociales en términos de expresiones afectivas.
El estudio de las emociones para entender las dinámicas de los movimientos sociales forma parte de esta perspectiva. Los primeros aportes en este campo se apoyaron en investigaciones que ya se centraban en analizar las emociones desde un enfoque sociológico, como los trabajos de Hochschild [1975, 1979, 1983] donde se piensa en las emociones como producto de los patrones culturales presentes en una sociedad determinada [Poma et al. 2017].
Con ello, se deja de lado la perspectiva que interpreta las emociones como algo que involucra únicamente a cada persona en su individualidad. Con regularidad los sujetos inducen o reprimen formas de sentir según se considera apropiado en cada situación. Las interpretaciones sobre cuál es la forma “apropiada” de sentir pasan por el filtro de reglas sociales [Hochschild 1979]; según los contextos en los que vivimos y fuimos socializados, suponemos cómo deberíamos sentirnos ante la muerte, el matrimonio, la maternidad, entre otros muchos ejemplos. Hochschild [1979] lo llama “reglas de sentir” y es ahí donde las emociones pueden ser analizadas desde una perspectiva sociológica. Lo que se siente sí tiene una dimensión psicológico-biológica —el miedo, por ejemplo, es una respuesta natural que busca la supervivencia ante la amenaza o lo que se considera como tal— pero, desde un enfoque sociológico, importa más su dimensión como un constructo sociocultural.
Las emociones sí forman parte de nuestra condición como seres biológicos, pero se viven y expresan (se sienten) según parámetros culturales específicos. Algunos de esos parámetros son grupales y provienen de las “reglas de sentir” [Hochschild 1979] de los grupos de los que formamos parte; en ese sentido, es ilustrativo un ejemplo que proviene de los trabajos de campo de Margaret Mead en Bali: la antropóloga estadunidense documentó cómo en la isla indonesia existe —o existía a principios del siglo xx— una relación entre el miedo y el sueño, de tal manera que si alguien se encuentra temeroso, duerme como una forma de expresar tal emoción en una práctica concreta [Le Breton 2012: 73]. Esta relación miedo-sueño no existe per se y fue construida culturalmente. En otros contextos, el miedo puede generar una reacción incluso opuesta: tener miedo que se expresa en ansiedad y, por lo tanto, no poder dormir.
Además, las consecuencias prácticas de las emociones están influidas por el lugar que ocupan los sujetos dentro de los grupos sociales. Así, las reglas de sentir son afectadas por el género, los grupos étnicos o las clases sociales, es decir, la posición de los individuos al interior de cada sociedad es importante para entender sus formas de sentir-actuar; aunque, al mismo tiempo son parte de “culturas afectivas” compartidas, las cuales se suelen componer de valores dominantes y subalternos en constante disputa [Le Breton 2012].
En cualquier caso, las emociones son útiles para procesar información sobre el mundo, como evaluar personas, situaciones, actuaciones políticas, objetos, etcétera, incluso con mayor rapidez que la parte más “consciente” o “racional” de nuestros pensamientos. Dicha evaluación influye en los comportamientos de las personas [Jasper 2018: 6], por ello, ésta es una de las razones respecto a la importancia de las emociones para los estudios de lo social. Ciertamente, muchos de estos procesos suceden sin que nos demos cuenta, pero pasa lo mismo con la mayoría de los mecanismos por medio de los cuales procesamos nuestras experiencias, no sólo los emocionales [Jasper 2018: 8].
Las emociones no se manejan a total voluntad, pero, al mismo tiempo, tampoco son sólo reflejos naturales, una capacidad biológica de nuestra especie. También influyen los contextos y las historias particulares. Vale la pena reflexionar sobre la dicotomía que suele plantearse en términos de lo racional-reflexivo opuesto a lo emocional-impulsivo. David Le Breton ha hecho aportes muy convincentes para poner en duda tal dicotomía. Como lo menciona: “Las emociones no son turbulencias morales golpeando conductas razonables, siguen lógicas personales y sociales, tienen su razón de ser. Están impregnadas de significado. Un hombre que piensa es un hombre afectado [emocionalmente]” [2012]. En resumen, “no hay proceso cognitivo sin que se ponga en marcha un juego emocional y viceversa” [Le Breton 2012: 70]. Desde ciertas perspectivas, pareciera que una respuesta emocional es la contraparte de una racional, pero no es así. Las emociones tienen su propia racionalidad y afectan nuestras reflexiones —nos demos cuenta o no; nos guste o no. Así, los procesos emocionales son parte de nuestras formas de interpretar el mundo, ubicarlos en él y actuar como consecuencia.
En términos de movimientos sociales, la rabia ante algo que se considera injusto o el dolor compartido frente a una tragedia —sólo por mencionar un par de ejemplos— pueden ayudar a que la gente se movilice. Sin embargo, ninguna emoción moviliza o desmoviliza por sí sola. Las personas sienten varias emociones a la vez, incluso contradictorias entre ellas, que interactúan y se influyen mutuamente. Algunas emociones se priorizan, pero esto puede cambiar durante el desarrollo de un movimiento, de hecho, regularmente sucede. Es posible que un movimiento finalice por un cambio de entusiasmo a desánimo generalizado.4
Las emociones que siente cada individuo son diversas y se influyen entre sí, pero también son afectadas por las reacciones de otros y eso es social; lo que se siente se explica, en parte, por las expectativas que se tienen; si se cree que irán pocas personas a una marcha y llegan más de las esperadas, es muy probable que se sienta alegría; por el contrario, si se cree que un mitin será muy concurrido y no sucede así, pudiera desencadenarse un desánimo generalizado que influiría en el curso de las acciones (aunque no necesariamente de forma determinante), también hay que aclararlo.
James Jasper es el autor que más ha aportado a la comprensión de las dimensiones emocionales de los movimientos sociales; como menciona [2018], hay un problema importante en términos de análisis: nuestro lenguaje sobre las emociones es aún limitado y utilizamos palabras similares para referirnos a una variedad amplia de sentimientos, muchos de los cuales tienen una duración e influencia en los procesos sociales muy diferente. Por ello, en su libro The Emotions of Protest [2018], Jasper hace una clasificación de cinco tipos de emociones:
1) Emociones reflejo: éstas son reacciones ante eventos externos, como la alegría que sentimos después de una sorpresa placentera. A pesar que regularmente son de corta duración, muchas veces son tomadas como el paradigma de las emociones [Jasper 2018: 34]. En realidad, existen otras emociones más duraderas e influyentes para lo social, como los vínculos que sentimos hacia una persona, un objeto o un lugar. Bajo ciertas circunstancias las emociones reflejo pueden transformarse en sentimientos más duraderos; algo que genere miedo puede convertirse en desconfianza permanente.
2) Necesidades: se trata de impulsos que emanan del cuerpo y nos mueven a buscar satisfacerlos, como el deseo sexual o el hambre. En ocasiones son tan urgentes que pueden enfocar nuestra atención únicamente en ellas antes que en cualquier otra cosa [Jasper 2018: 58]. Usualmente desaparecen una vez satisfechas. Además, se relacionan con contextos sociales específicos: todos sentimos deseo sexual, pero hay filtros culturales que determinan cómo lo sentimos y cómo lo expresamos. Hay aspectos fuera de nuestro cuerpo que pueden influir en sus necesidades: en el contexto de una movilización social una gran alegría o la amenaza de una represión pueden inhibir nuestra necesidad de dormir.
3) Estados de ánimo: generalmente son más duraderos que las emociones reflejo y las necesidades; brindan o limitan la energía emocional útil para las protestas, como un desánimo generalizado vuelve más difícil una movilización; al contrario, la esperanza de que el cambio es posible, la vuelve más probable. Los estados de ánimo interactúan con otras emociones: una necesidad satisfecha que puede generar un contexto positivo. Carecen de direccionalidad (no son rabia hacia alguien o hacia una situación específica) y se trata de sentimientos generales que influyen en las formas de percibir las experiencias.
4) Vínculos afectivos: son más duraderos que los anteriores. Se trata de lazos sólidos, aunque no inmodificables, basados en emociones como el amor, el odio, la confianza, el respeto o el resentimiento [Jasper 2018: 102]. Si son positivos y recíprocos pueden generar patrones de identidad colectiva, ya que a los actores sociales les es más fácil identificarse con aquellos que respetan o aman. Por ello, se trata de emociones especialmente importantes en el origen y desarrollo de movimientos sociales. Si los vínculos emocionales disminuyen o desaparecen, se pone en duda la continuidad de los movimientos, con todo y que las interpretaciones de la realidad de sus participantes continúen siendo similares.
5) Emociones morales: se trata de lo que sentimos en relación con lo que consideramos justo o inapropiado. Son afines con nuestros valores y convicciones políticas; a un conservador no le indigna lo mismo que a una persona de izquierda. En todos los casos, las emociones morales son un gran promotor de los movimientos: puede haber una gran indignación cuando lo que consideramos injusto sucede y mucha satisfacción al actuar de forma que nos parece correcto ante ello, como protestar. Estas emociones pueden ser el principal impulsor de movimientos sociales.
Como el mismo Jasper [2018] reconoce, esta clasificación no resuelve del todo el problema de nombrar diferentes emociones con palabras similares, sin embargo, su trabajo es un avance en este camino. El libro muestra muchos más matices, ejemplos e interesantes análisis de los aquí resumidos.
Otro de los aportes del autor es lo que denomina como shock moral [Jasper 2018, 1997]. Dicho concepto hace referencia a las fuertes emociones que sentimos cuando sucede un evento que agrede fuertemente nuestros valores. Estos episodios inician o aumentan la sensación de ultraje e injusticia y pueden generar que se movilicen personas que nunca lo hacen. Los shocks morales se sustentan en el convencimiento de que lo que sucedió no debería pasar bajo ninguna circunstancia. Rompen con la cotidianeidad, cambian formas de ver el mundo y pueden unirlos con quienes, en situaciones cotidianas, no lo haríamos; aunque también, bajo ciertas circunstancias, un shock moral puede generar lo contrario: depresión y desmovilización [Poma et al. 2017: 43].
Poma y Gravante, por su parte, han hecho aportes importantes para entender lo que llaman “el apego al lugar”. Dicho concepto hace referencia a un vínculo afectivo, usando la clasificación de Jasper, con un espacio o territorio particular [Poma et al. 2016; Poma 2019]. Se trata de emociones que hacen posible una relación positiva y compartida con espacios geográficos y que pueden llevar a defenderlos ante lo que se considera como amenaza. El apego al lugar es útil para explicar la participación en movimientos que buscan proteger el medio ambiente [Poma 2019] u oponerse a la modificación radical de territorios por medio de proyectos de infraestructura, como presas o hidroeléctricas [Poma et al. 2016].
También se han estudiado los impactos de los movimientos sociales desde el enfoque de las emociones. En ese sentido, Gravante [2020] señala que éstos pueden ser 1) accidentales: el autor cita el ejemplo de la popularización de los jeans entre jóvenes a raíz de las movilizaciones estudiantiles de los años sesenta en los Estados Unidos; 2) internos: como la creación de nuevas identidades compartidas por los participantes en movimientos; y 3) externos; estos últimos me parecen especialmente interesantes; se trata de cambios que influyen a miembros de la sociedad que no participaron directamente en la movilización; pero dichos impactos externos llegan a tener efectos muchos años después. Los movimientos regularmente son importantes para la generación de nuevas percepciones de la realidad, valores y creencias [Gravante 2020: 161].
Además, las emociones pueden determinar los resultados de los movimientos y, al mismo tiempo, ser impactos de las movilizaciones [Gravante 2020: 161]. Aunque sean derrotados políticamente y no consigan sus objetivos inmediatos, es posible que los movimientos sean el inicio de rupturas con valores y prácticas hegemónicas. Así, pueden generar una transgresión de reglas de sentir dominantes y ser el inicio de culturas emocionales contrahegemónicas [Gravante 2020].
En relación con el apartado anterior, las emociones también influyen en la construcción de marcos de interpretación, de hecho; en ocasiones, tienen un lugar central en tales procesos [Cadena 2002: 205]. Siguiendo a Jorge Cadena Roa: “Los movimientos a menudo invocan […] valores y principios morales para enmarcar agravios y acciones legítimas. Las emociones son especialmente relevantes para estas dimensiones [por lo cual, tienen un] papel mediador […] en la comunicación y la interpretación que tienen lugar entre los movimientos y sus públicos” [2002: 203]. Así, las emociones influyen y, en ocasiones, determinan el enmarcado de la realidad de los actores sociales. Lo ya dicho, lo que sentimos tiene que ver en cómo interpretamos el mundo, qué nos parece correcto, justo o injusto. En el caso de los movimientos sociales, hay un concepto que une los desarrollos teóricos de ambos enfoques: enmarcado emocional, el cual hace referencia a que las formas en que los sujetos llenan de sentido al mundo se relacionan con lo que sienten. Las personas enmarcan sus experiencias en diálogo con, por ejemplo, lo que les da alegría o lo que les causa dolor.
Natalia Ruiz Junco define al enmarcado emocional como: “Las actividades de encuadre en las que se involucran los movimientos sociales para lograr resonancia emocional” [2013: 49]. De nueva cuenta, vuelve a aparecer el carácter estratégico de la dimensión cultural de los movimientos. Tal carácter existe, sin embargo, no hay que perder de vista que los enmarcados emocionales también responden a creencias y sentimientos que, a la par que buscan convencer a las audiencias de que las luchas son justas y legítimas, son firmes y reales.
El problema con recalcar la función estratégica recae en que —llevada al extremo— puede mostrar al enmarcado emocional como procesos calculados, antes que interpretaciones de la realidad basadas en cargas de sentido, las cuales realmente se sienten y piensan como justas. Las y los participantes no buscan convencer a las personas para apoyar los objetivos de los movimientos sólo porque así serían más fuertes políticamente, sino porque muchas veces los agravios o sentimientos de injusticias son verdaderos.
Para terminar con el apartado, las emociones no son un aspecto excepcional, sino una constante en las dinámicas sociales. Todos los movimientos presentan una dimensión emocional; ciertamente las emociones no pueden explicar por completo los procesos que incumben al origen, desarrollo y fin de un movimiento social, pero, al mismo tiempo, hay aspectos que sólo se explican por medio de ellas.
REFLEXIONES FINALES
Para concluir, presento un balance de algunos de los principales elementos que constituyen el estudio de las emociones y el análisis de marcos como enfoques teóricos para el estudio de los movimientos sociales. Bajo estas perspectivas, los movimientos se entienden como fenómenos marcadamente plurales y dinámicos. Las y los participantes son individuos que comparten códigos, significados y emociones en constante reinterpretación y reevaluación. Así, se piensa a los movimientos como el resultado de dinámicos procesos de interacción.
Otro supuesto importante es que los movimientos cuestionan códigos dominantes. Con base en ello se genera una lucha por ver quién logra hacer predominar su definición de la situación [Klandermans 1994: 215]. Al mismo tiempo, la disputa se ve reflejada en acciones directas —tanto de protagonistas como de antagonistas— e influida por la estructura de oportunidad de cada movilización. Es decir, se destaca el papel de los movimientos sociales como agentes que construyen significados para competir con los producidos por otros actores [Rivas 1998: 194]. Ello supone una conclusión importante: lo social tiene la posibilidad constante de disputarse y modificarse [Paredes 2013: 24]. Las luchas políticas no sólo pasan por la búsqueda de transformar las estructuras políticas y los modelos económicos, también pasan por las formas de sentir y de enmarcar el mundo.
De igual forma, surge la duda de la homogeneidad de los colectivos y se hace la propuesta que los conflictos también se reproducen al interior. Es decir, se ponen en entredicho las visiones de la uniformidad y coherencia interna de los movimientos. De esta manera, son destacados los aspectos simbólicos para explicar la unidad en la movilización, a pesar de tales diferencias. En ese sentido, las emociones son importantes ya que nuestras formas de interpretar la realidad están influidas por lo que sentimos hacia los otros, así como los valores sobre lo que consideramos justo, necesario o legítimo. Los marcos de interpretación toman relevancia al ser entendidos como canales mediante los cuales los actores sociales simplifican y ordenan el mundo social. Hay más relaciones de las que solemos aceptar entre lo que sentimos, lo que pensamos y cómo actuamos; se trata de tres dimensiones de lo social que se influyen mutuamente y de diversas formas.
Por último, cabe mencionar que los enfoques estructurales y culturales no son necesariamente excluyentes entre sí. Las teorías, incluso aquellas que se presentan como generales, siempre se centran en una parte de la realidad social y dejan de lado otras. Con todo y que cada investigación debe concentrarse en ciertos aspectos para ser lo suficientemente acotada y manejable, sería útil introducir en los análisis tanto aspectos estructurales y organizativos como las creencias y valores de los individuos. Saber hacer notar que las interpretaciones de los actores son mediadas por contextos sociopolíticos y culturales particulares en cada movilización. Lo que hay que evadir, en definitiva, es el presupuesto de la cultura y el mundo de los significados como elementos secundarios para la explicación del origen, desarrollo y fin de los movimientos sociales.