Introducción
La continuidad cultural entre el pasado arqueológico y el presente etnográfico en el noroccidente de México ha sido notada tanto por etnólogos como por arqueólogos [Grave 2012; Jáuregui 2008; Preuss 1998; Furst et al. 1975]. Por ello resultó de enorme importancia el registro etnoarqueológico de un patio de mitote cora en el otoño de 2012. La etnoarqueología o arqueoetnografía1 pueden definirse como la aplicación de métodos arqueológicos a los modos de vida actuales [Gosden 2008; Williams 2005], es decir, el registro de los vestigios materiales todavía en uso, por medio de la metodología arqueológica.
Las fiestas de mitote son la principal ceremonia fuera del calendario católico y una de las más importantes de todo el ciclo ritual entre los cuatro grupos indígenas de la Sierra del Nayar: coras o naayeri, tepehuanes del sur u o’dam y audam, mexicaneros o meshika y huicholes o wixarika.2 Su importancia ha sido destacada por prácticamente todo aquel interesado en estos grupos, cuya habitación principalmente es en el suroeste de Durango y el poniente de Nayarit y Jalisco, aunque en los últimos años algunos tepehuanes se han asentado en el sur de Sinaloa [inah 2017; Rangel 2022], y no es para menos, pues en estas ceremonias se recrea el origen del mundo; el propio patio de mitote es la representación del mundo primigenio [Guzmán 2002; Neurath 2002; Preuss 1998, 2020; Reyes 2006, 2022; Valdovinos 2010, 2020].
En ellas se apela a los antiguos dioses de la caza y la agricultura [Reyes 2022], pues su intención es propiciar “el favor de los dioses para que envíen lluvias abundantes y faciliten el crecimiento del maíz” [Preuss 1998: 154];3 por medio de las fiestas de mitote, el universo sigue en movimiento por el efecto que las danzas producen, entendidas como la vía para que la fertilidad se garantiza, adquiriendo un estricto sentido regenerativo [Gutiérrez 2006: 179].
Por otro lado, la mayoría de los antropólogos están de acuerdo a que su origen es prehispánico; lo que se refrenda por las menciones de su práctica en los inicios del siglo XVII, cuando aún no se habían roto por completo las estructuras prehispánicas y, como trataremos de mostrar aquí, por los vestigios arqueológicos.
Si bien su práctica se da entre los cuatro grupos mencionados, aquí nos centraremos principalmente entre coras y tepehuanes, pues es entre quienes se ha descrito con mayor detalle y porque en ellos persiste su práctica en zonas agrestes alejadas de los asentamientos habitacionales. Entre los mexicaneros los patios también se encuentran fuera, pero están aledaños a las comunidades principales [Alvarado 2007]; entre los huicholes no hay patios de mitote como tal, pero sí se celebran fiestas tipo mitote, pero éstas se efectúan en los llamados tukipa o callihuey [Gutiérrez 2008; Neurath 2002: 145], los cuales son centros ceremoniales mucho más elaborados que los sencillos patios de mitote, pero al igual que en éstos se repite la creación del mundo y “son representaciones del cosmos entero y, a la vez, donde habitan los ancestros fundadores o dioses” [Neurath 2002: 205].
El mitote en los documentos etnohistóricos
El franciscano Francisco del Barrio hizo un breve recorrido por territorio cora en 1604 y apenas iniciado se enteró que, en una zona en la parte más fragosa de la sierra, a dos días de camino de donde entonces se encontraba, los coras se reunirían “a hazer su mitote é borrachera” [Barrio 1990: 261]; aunque sus guías intentaron disuadirlo, decidió ir:
E pasando por unas quebradas vi mucha diferencia de figuras e caracteres para dexar en unas peñas blancas y areniscas, y queriendo saber bien lo que eran me dixeron los mismos coras que nos guiaban, que aquel lugar era el que escrivian e pintaban sus pasados […] Eran muchos, e todos diferentes, y entre ellos algunas figuras. Vi esto en tres partes y el propio camino [Barrio 1990: 262].
Así, el lugar donde se celebraba la ceremonia tenía una carga simbólica desde tiempo atrás, pero se la preparaba concienzudamente: era una “plaça muy ygual y muy limpia, y barida, adonde abian de baylar su mitote. Tenianla cercada toda de tiendas echas de jacal. Y eran tantas estas tiendas quantos eran los pueblos que avian de venir al baile. Y a cada pueblo competia su tienda, y en el medio estaba la plaça. Unas eran grandes, y otras no tanto, según eran los pueblos” [Barrio 1990: 262], ahí, “a la puesta del sol començo la herrería del demonio de sus cantos y bailes” [1990: 263]. Más adelante señala que el nombre del lugar era Anyari y estaba “en lo alto y sima [sic] de una grandísima sierra […] parece un alcaçar torreado, mirado desde lejos […]” [1990: 271].
El también fraile franciscano, Antonio Arias y Saavedra, quien fue guardián del convento de Acaponeta entre 1657 y 1673, recorrió varias veces la Sierra, por lo que su informe está mejor documentado. Corrige a del Barrio y dice que las reuniones más relevantes que implicaban a muchas rancherías se efectuaban en Tzacaymuta, donde estaba el templo del Nayaryt; es decir, de acuerdo con Arias, Nayaryt, por otro nombre Pilzintli, era el dios no la población:
Preguntándoles si tienen señor o tlactoane […] dicen que [es] el Nayaryt y así lo que es cierto que no le reconocen como a rey sino como a oráculo de quien toman parecer en sus guerras y en sus futuros contingentes; juntándose muchas rancherías (en la luna de Marzo) en la de Tzacaymuta Casa del Nayaryt a el cual le hacen muchos bailes y fiestas que ellos llaman mitotes […] [Arias et al. 1990: 293].
Ahí era donde se realizaban las fiestas más concurridas, sin embargo, no era el único lugar: “He sabido de personas que se han hallado en sus fiestas, que en la Provincia de Hahuanyca se junta en el principal baile más de mil personas varones sin las mujeres y muchachos y en la de Chimalytecos de cautrocientos a quinientos varones y en la de Tzacaymuta más de mil y quinientos y en la Mymbre de trescientos a cuatrocientos” [Arias et al. 1990: 289].
El jesuita José de Ortega, quien vivió en la región cora entre 1727 y 1754, destaca que era en los cerros donde estaban los patios de mitote y donde se veneraba a los antiguos dioses:
[…] porque apenas havrá cerro en casi la mitad de la Provincia, que no haya yo corrido por diferentes motivos, y en que no haya tropezado con estas infernales figurillas; unas están como olvidadas, sin ningún reparo, ni aseo sus patios: muchas mui cuidadas, y mui limpios los lugares, en que se veneravan. Y aunque no les farbricavan Templos, hazian un crecado de piedras clavadas en el suelo, fixando en medio el Idolo, y cuidando, que siempre estuviera barrido el sitio, que quedaba dentro del círculo […]; donde cada vez, que querían le tributaban embueltas en afectuosos suspiros sus comunes ofertas con las ceremonias [Ortega 1996: 15].
Describe una de estas ceremonias, la cual se celebró en septiembre para agradecer la cosecha, por lo que, antes de iniciar el baile ofrendaron los frutos que cada familia traía depositándolos sobre un tronco; junto al cual se sentaban el músico y el cantador, al lado había una batea llena de peyote molido y diluido en agua del que bebían:
[…] para no desfallecer al quebranto de tan larga función. La que principiaban, formando un circulo de hombres, y mujeres, quantos podían ocupar el espacio de tierra que habían barrido a este fin. Uno tras otro ivan bailando, ó dando zapateadas, teniendo en medio al Musico y al Maestro de Capilla, á quien imitaban, cantando en el mismo descompasado tono, que les dava. Danzavan desde las cinco de la tarde hasta las siete de la mañana, sin parar, ni salir del círculo [Ortega 1996: 18].
Eran pues las fiestas en los patios de mitote muchas veces ubicados en zonas agrestes, parte importante de la vida ritual de los grupos indígenas de la Sierra del Nayar en el periodo virreinal; a pesar de la desbocada persecución que fueron objeto, sobrevivieron.
El patio de mitote en la etnografía
El primer antropólogo que observa y entiende la importancia de las fiestas de mitote en la vida ritual de los indígenas de la Sierra del Nayar es Carl Lumholtz quien, en 1904 (exactamente 300 años después que Francisco del Barrio), en su recorrido por la Sierra Madre Occidental lo documenta entre tepehuanes, mexicaneros y coras.4 En San Francisco de Lajas, Durango, una población tepehuana, pudo visitar el patio de mitote, al que describe:
Hay cerca de Lajas un llano circular rodeado de encinas que es donde se reúnen para bailar. En el lado que está al oriente, existe un jacal de techo de paja sostenido en desván sobre cuatro postes, y cuyos costados más angostos dan al este y al oeste. En su interior se halla un altar que consiste únicamente en un tendido de varas (tapexte) que descansa sobre un bastidor formado de cuatro palos horizontales sostenidos a su vez por cuatro horquetas verticales [Lumholtz 1986a: 450].
Más aún, en Pueblo Viejo, Durango, una comunidad mexicanera, pudo asistir a una ceremonia en el patio de mitote comunal. “El 24 de marzo, poco antes de ponerse el sol, partimos a caballo hacia una alta mesa, empleando hora y media en recorrer una tortuosa vereda como de 3,000 pies de extensión (casi un kilómetro)” [Lumholtz 1986a: 462]. “Los indios estaban agrupados en un prado en torno de muchas fogatas que flameaban entre los árboles”, pero dominaba el fuego que estaba al centro del pequeño claro donde se iba a bailar. Si bien describe de forma más o menos detallada la ceremonia, aquí nos limitaremos a destacar los elementos materiales, pues son éstos los que nos pueden auxiliar en la práctica arqueológica. De particular importancia es el que: “Terminada la fiesta, se cuelga de un árbol, para usarse al día siguiente, el tapexte con que se ha erigido el altar, pero no se quitan los troncos que han servido para formar la enramada. En ellos se tienen suspendidos, por cuatro o cinco días, los objetos ceremoniales que se cuelgan después dentro de una canasta, a la pared de alguna cueva” [Lumholtz 1986a: 467, subrayado mío], es decir, permanecían en el lugar de la ceremonia o al menos en sus cercanías.
Más precisa es su descripción de un patio de mitote cora ubicado en las cercanías de Santa Teresa, Nayarit. Escribe Lumholtz (figura 1):
Estaba dicho punto a algunas millas de distancia en una remota localidad, sobre la cima de un cerro cuya parte superior se componía principalmente de piedras enormes, varias de las cuales eran de una forma tan regular que parecían labradas a cincel […] Aquellas pesadas piedras, por muertas que parezcan, no lo están para los indios, y constituyen los antepasados o tácuats de los coras [Lumholtz 1986a: 503].5
Y concluye: “En el centro del claro se erguía un magnífico árbol”, junto al cual había una piedra donde se sentaba uno de los sacerdotes principales. “Detrás había otras seis piedras semejantes colocadas en círculo alrededor del fuego (del centro del patio)” [Lumholtz 1986a: 504].
Fuente: Carl Lumholtz, 1851-1922 (photographer). Cora Indians gathered at sacred place of dancing, Nayarit, 1895. amnh Research Library, Digital Special Collections. https://lbry-web-007.amnh.org/digital/index.php/items/show/10019. Consultado el 22 de agosto de 2022.
Por su parte, Konrad Preuss, quien estuvo en la Sierra del Nayar, apenas unos años después que Lumholtz, en general describe los patios de mitote en términos sencillos, pues su objetivo principal era demostrar la intencionalidad de las fiestas, en particular de los bailes y los cantos; sin embargo, nos confirma que se encontraban en zonas agrestes y aislados de las comunidades [Preuss 2022: 147]. En el caso particular de San Francisco, el patio se ubicaba en el cerro Citalpa: “en medio de un campo lleno de enormes rocas. [Y agrega]: Un espacio rocoso de este tipo se llama taúta, por eso el sitio del mitote también se llama así” [Preuss 2022: 147].
En la etnografía contemporánea es Adriana Guzmán [2002] quien describe más ampliamente los patios de mitote cora, particularmente los de la comunidad de Mesa del Nayar,6 que cuenta con cuatro patios ubicados en los puntos cardinales, pero se enfoca en especial al del cerro Tuáaca-mu’u-ta, al poniente [Guzmán 2002: 19-20]. Los patios, dice Guzmán:
[…] se encuentran en pequeños claros enclavados en medio del cerro, rodeados de abundante vegetación, prácticamente escondidos, pues es imposible observarlos, ni siquiera a corta distancia. Los accesos a los patios están marcados de alguna manera, ya sea con troncos que indican la entrada, o con una formación natural de piedras que estrecha el acceso. O bien con un sendero que se va angostando hasta llegar a la entrada del patio [Guzmán 2002: 55].
El círculo para la danza mide unos 20 m de diámetro aproximadamente y “En el centro hay una fogata con piedras alrededor que forman una circunferencia, dos de ellas puntiagudas, colocadas en el poniente. En torno a la fogata se encuentra, marcado por los pasos de los danzantes, el círculo donde se baila”. Fuera de este círculo, al poniente, “se construye una ramada […], con cuatro palos clavados en el piso y techo de hojas de roble”; mientras que al oriente “está el sajrapuá, el altar del mitote, que consiste en una estructura de madera de cuatro palos clavados en el piso, de casi dos metros de alto por 1.30 de largo y uno de ancho” [Guzmán 2002: 57-58]. “Atrás de este altar, a casi un metro de distancia […], se dispone un altar menor que rememora a Muchiita, el lugar de los muertos” [Guzmán 2002: 58], donde se coloca la comida destinada primero a los ancestros y que luego será consumida por los participantes en el mitote. Además: “En cada patio hay una o dos cocinas, formadas por una hoguera y piedras apiladas a manera de mesa, […] y unos troncos clavados en el piso” [Guzmán 2002: 55]. Al terminar la fiesta, desmontan los altares y las ramadas [2002: 55].
Paulina Alcocer, por su parte, agrega que al menos en el caso de El Saladito, ubicado al noreste de Jesús María, Nayarit, las piedras en forma circular en torno al fuego central del patio son diez7 [Alcocer 2003: 185]. También refiere que se marca el inicio del mitote “con la incursión de un viejo principal o de un cantador a los cerros para depositar flechas y ofrendas a los dioses” [Alcocer 2003: 186]; son cerros distintos a donde se lleva a cabo el mitote, algunos hasta a un día de camino a pie.
Incluso enfatiza el uso temporal de los elementos que conforman el espacio ritual, pues se guardan los objetos utilizados, las ollas y los metates con los que se preparó la comida, así como la parafernalia ritual, entonces, al concluir el mitote: “En el altar ya sólo yacen los carrizos que fungieron de soporte a las ofrendas Las piedras que cubrían el lugar del fuego fueron apiladas sobre las cenizas aún calientes, y el techo de la ramada del poniente fue removido” [Alcocer 2003: 205].
Margarita Valdovinos, quien se ha centrado más en el estudio de los cantos en Jesús María (Chuísete’e) y San Francisco (Kuáxata’a), describe los patios escuetamente: “[…] patios circulares construidos ex profeso: al centro del patio se prende una fogata que se mantiene encendida durante toda la ceremonia; al oriente se instala una pequeña ramada que sirve de altar y frente a éste se coloca un asiento para el cantador” [Valdovinos 2009: 75];8 destaca que los patios se organizan en relación con los elementos sobresalientes del paisaje, desde la perspectiva humana y la que se atribuye a los dioses [Valdovinos 2010: 256].
Entre los tepehuanes es Antonio Reyes quien más ha estudiado los mitotes, particularmente en la comunidad de Santa María Ocotán o Juktir. Al igual que entre los coras, entre los tepehuanes los mitotes —o xiotalh, como les llaman los o’dam— se realizan en espacios fuera de la población y en medio del bosque, al menos el de Juktɨr, hacia el poniente de la población. Estos lugares son conocidos como nɨi’kartam, “lugar del baile”, o comúnmente patios de xiotalh [Reyes 2006, 2022], se trata también de plazas circulares o semicirculares al aire libre.
De capital importancia es la descripción que hace Antonio Reyes de uno de esos patios antes de la ceremonia, cuando aún no se han construido los elementos de material perecedero como el altar: “es un espacio más o menos circular, de aproximadamente 10 o 12 metros de diámetro, bordeado en algunos puntos por algunas piedras enterradas. Este círculo es de tierra y bien apisonado” [Reyes 2006: 64]. Al oriente del círculo hay cuatro agujeros, aunque cubiertos por piedras, forman un rectángulo de 3 m de norte a sur por 1.5 m de este a oeste, es donde se colocarán los horcones del altar [2006: 64]. Hacia el noroeste está una estructura de madera con techo de cuatro aguas, donde se preparan los alimentos rituales que compartirán al terminar la ceremonia, hay otras dos similares en el lado sureste, las cuales sirven para que pernocten algunos de los participantes del ritual en los días previos al mitote propiamente dicho, es decir, el baile que se celebra en la noche final. Entre estas dos últimas cabañas hay un pequeño foso de apenas 1 m de profundidad y 2 m de diámetro aproximadamente, el cual “es utilizado para ‘tatemar mezcal’ durante el xiotalh anterior a la siembra (que se celebra en abril-mayo). El agujero permanece el resto del año tapado con tierra y sólo es perceptible como un pequeño montículo” [Reyes 2006: 69].
Al terminar la ceremonia, los objetos usados en la cocina se dejan en el mismo patio. En los que cuentan con construcciones permanentes se almacenan ahí; en los que no, “simplemente se envuelven y se cuelgan de la copa de un árbol” [Reyes 2022: 154], sin embargo, los objetos rituales como las flechas se llevan a un abrigo rocoso “donde mora la deidad tutelar […]. Algunos se encuentran cerca de los patios ceremoniales [a media hora caminando]; mientras que otros pueden estar a uno o dos días de camino a caballo” [2022: 49-50].
Por otro lado, en el xiotalh de petición de lluvias, celebrado a finales de mayo, se peregrina por los lugares de los antepasados, los cuales están distantes entre 2 y 3 km del patio. En uno de ellos hay una piedra: “[…] con algunas cavidades poco profundas y de forma irregular. De estos agujeros destacan cuatro de alrededor de 30 centímetros de diámetro en los que se colocan ofrendas como pinole y la piel y los huesos de un chivo que previamente había sido sacrificado” [Reyes 2006: 148].
En suma, de acuerdo con las descripciones etnográficas, los patios de mitote se encuentran fuera de las poblaciones, en zonas montuosas o boscosas, generalmente pedregosas, al menos entre los coras; son de uso temporal y el elemento principal es el espacio circular formado por los movimientos de los danzantes y en cuyo centro arde un fuego durante los días de la ceremonia. Tanto el fuego como el espacio dancístico están muchas veces limitados por piedras y fuera del mismo se levantan las construcciones de material perecedero; el altar siempre al oriente, mientras que la cocina puede estar al poniente o al norte. Puede haber otras construcciones, pero estas dos son las que no pueden faltar. Los materiales con que se erigió el altar y los utensilios de cocina se dejan en el propio lugar de la ceremonia, los objetos rituales se depositan en cuevas o abrigos un tanto alejados de los patios o bien se quedan bajo el cuidado de un sacerdote o sacerdotisa. Los patios de mitote son todo eso y más.
Etnoarqueología de un patio de mitote
Con el fin de apreciar mejor las características de los patios de mitote actuales y poderlos comparar con los vestigios prehispánicos, presentaremos los resultados de un registro etnoarqueológico, realizado en el Patio de Mitote Los Robles, perteneciente a la comunidad cora de Mesa del Nayar [Samaniega et al. 2012].9 La visita fue rápida y se buscó no alterar ninguno de los elementos, no tocamos ni recolectamos nada, no medimos, el croquis se hizo con pasos, a pesar de todo, creo que logramos aprehender la distribución espacial de la mayoría de sus componentes.
El centro ceremonial se ubica alrededor de 15 km al suroeste de Mesa del Nayar, en una zona donde antes era prácticamente inaccesible, pero ahora quedó a orillas de la carretera, la cual, de hecho, dividió y alteró el espacio ritual; sin embargo, se continúa utilizando regularmente y en el momento de la visita, efectuada el 9 de octubre de 2012, pudimos notar que recién se había utilizado, así que nos permitió observar con claridad todos los elementos.
El espacio que contiene los vestigios materiales no se circunscribe únicamente al círculo donde se baila el mitote y sus alrededores inmediatos, también abarca un área considerablemente más grande, de 800 m de este a oeste por 400 m de norte a sur, la cual está salpicada por enormes peñascos (figura 2). Está dividido en al menos cuatro niveles conformados por sendas terrazas naturales, estando el nivel más bajo al oriente y el más alto en el poniente. Tanto al sur como al norte corren sus propios arroyos que se unen más abajo en el este, hacia el oeste se encuentra un profundo cañón.
Haremos la descripción de los elementos observados comenzando por el círculo dancístico. Éste se encuentra en un claro relativamente grande y plano, limitado al norte por un arroyo y a sus otros lados por enormes peñascos de roca caliza, dominado por la imponente presencia de uno de los robles más viejos del lugar (figura 3). El círculo mide aproximadamente 10 m de diámetro y tiene los restos de una gran fogata casi al centro. Hacia el noreste y suroeste se encuentran varias piedras lajas acomodadas siguiendo la circunferencia del círculo.
Al oriente se observan las marcas de cuatro postes, formando un cuadrado de aproximadamente 1 m por lado, detrás hay una piedra con unos pozuelos. Alrededor de 15 m al norte y al sur se localizan los restos de las hornillas, cerca de ahí todavía permanecían clavados los troncos de una de las mesas. incluso quedó olvidado un metate. Regados a su alrededor había un atado de pencas de maguey, flores amarillas y varios restos de las ataduras de ixtle.
Junto a la piedra que está situada 50 m al oriente, desde donde, por cierto, se domina el cañón que surca esa parte de la Sierra, se encuentran los huecos dejados por otros cuatro postes, pero éstos forman un espacio cuadrangular más grande, de casi 2 m por lado, quizá los restos de otro tapexte. A un lado estaban los restos de una fogata y dos jícaras.
En los grandes peñascos que limitan y dan forma al patio de mitote por sus lados sur y oeste, tanto entre los intersticios que quedan entre las piedras y el suelo como en los huecos de la misma piedra, estaban apenas ocultas varias vasijas de cerámica, como ollas, platos, cazuelas y comales, metates, bateas, escobillas y astiles de flechas, sin olvidar los frascos de lámina y botellas de plástico (figura 4), incluso se aprecian algunos tiestos de las vasijas quebradas. Bajo las piedras, en una zona protegida de la lluvia, estaban las varas usadas, presumiblemente en la construcción del altar junto con algunos de los utensilios rotos. Entre los dos peñascos principales están unas pequeñas construcciones de piedra que forman una especie de mesa.
Es esta la zona central del espacio ritual, y más vestigios se extienden por los alrededores. Hacia el sureste hay otras dos áreas donde se llevaron a cabo actividades. Las dos están señalados por sendos robles viejos y junto a ellos hay un espacio limpio con señales de fuego alrededor y unas pequeñas estructuras de piedra, así como un tronco para el molino del maíz, ¿ otra área de cocinas.
Hacia el mismo rumbo, como a 150 m del círculo de danza, hay otro enorme peñasco, debajo, en una especie de abrigo, quedaron resguardadas las varas del tapexte y unos metros al norte de él hay otro espacio limpio, junto a una piedra que presenta algunos pozuelos y donde hay algunos tepalcates en el suelo.
Hacia el oeste, un nivel más arriba del gran peñasco que contiene la mayor parte de los utensilios, hay otras dos grandes rocas que fueron acondicionadas como refugios; una de ellas incluso presenta desgaste en la roca y un pozuelo en uno de sus extremos. Metros más abajo está otro pequeño abrigo rocoso, donde se limitó toda la línea de goteo con una línea de piedras; en los alrededores había una inusual concentración de hojas de roble secas.
Como a 50 m al norte del círculo y del otro lado del arroyo hay una de esas rocas con evidencias de acondicionamiento, pero formando una especie de cama de piedra —¿un altar?— y 20 m al oeste, al pie de una de las grandes piedras que tiene una especie de pileta en la parte alta había una olla fragmentada, 50 m en la misma dirección se encuentra otra piedra con pozuelos o “jícaras pétreas”. Más adelante, todavía en el margen norte del arroyo, se observan probables alineamientos de piedra, asociados a un recinto de piedras donde, como nota curiosa, crecen varios magueyes.
El arroyo fluye hacia el este y a 200 m al noreste del círculo del mitote hay una pequeña poza donde cae el agua filtrada por medio de una hoja de roble. Es en este punto donde al parecer se aprovisionan de agua los participantes en el mitote.
Finalmente, 500 m al oeste del patio de mitote se encuentra otro patio ya abandonado, aunque la zona donde está el círculo dancístico, ya se presenta muy erosionada; es de apreciar que repite la distribución espacial: está al pie de un enorme roble, al sur y oeste del círculo central hay dos grandes zonas de peñascos donde, en dos de ellos, quedaron desechadas sendas ollas de barro (figura 5) y en el otro se observan pozuelos en la roca.
Centros ceremoniales prehispánicos en cerros del sur de Sinaloa
En el sur de Sinaloa hay varios sitios arqueológicos en zonas, casi siempre cerros, que están alejadas o al menos aisladas de los asentamientos habitacionales. La primera mención de uno de éstos se remonta a 1930 cuando Carl Sauer y Donald Brand visitaron el cerro El Pirame, donde ellos lo llamaban El Pirámide, en la sierra baja de Sinaloa, en el municipio de Concordia. Ahí se ubican dos áreas con vestigios arqueológicos, una en la cima donde: “[…] se encuentran fragmentos de cerámica en las grietas de las rocas, aunque aparentemente se trata de loza simple, sin decoración” [Sauer et al. 1998: 39]. La otra, en una estrecha meseta a un costado, al oeste del cerro,10 ahí “hay un claro de forma rectangular de unos 25 m por 30 m..
En los extremos norte y sur hay unas paredes de piedra parcialmente en ruinas, cuya altura llega hasta el pecho de un hombre. El lugar es conocido localmente con el nombre de ‘la cancha de pelota de los antiguos” [Sauer et al. 1998: 38].11
En la misma sierra baja, pero en el municipio de Escuinapa y casi en la colindancia con el estado de Nayarit, en 1967 Stuart Scott reportó dos sitios con sendas canchas para el juego de pelota en zonas agrestes y de difícil acceso [Scott 1967].
También en el extremo sureño de Sinaloa, pero en las estribaciones de la sierra destaca la mole del Cerro del Muerto (figura 6) y en su ladera poniente se han registrado tres sitios arqueológicos: Mesa del Muerto, Palos Prietos y La Loma de los Indios. El primero se localiza en una pequeña meseta al oeste de la cima (la nariz) del cerro o más precisamente entre el pecho y la nariz.12
Los vestigios se ubican sobre dos áreas semiplanas y consisten en los cimientos de pequeñas estructuras, en el lado noreste están los de un cuarto de forma cuadrangular de casi 6 m por lado, con un estrecho porche en el oeste y una especie de fogón en su esquina. En el suroeste hay dos pequeñas plataformas rectangulares gemelas de 8 m de largo por sólo 5 m de ancho; en sus extremos hay dos pequeñas estructuras cuadrangulares de sólo 1 m por lado y entre ambas hay tres círculos de piedra de 1 m de diámetro, al parecer son los restos de fogones. En superficie sólo se recuperaron cinco tiestos pequeños de una olla y un machacador de granito, que sin duda son prehispánicos, aunque no se pudo establecer su cronología específica, ya que corresponden a tipos de amplia dispersión temporal.
El sitio Palos Prietos se localiza al noroeste de la silueta que le da nombre al cerro, digamos a la altura de sus pies (figura 7). Los elementos que lo componen se distribuyen por poco más de una hectárea donde destaca una zona de forma cuadrangular de 50 m de largo y poco más de 40 m, aproximadamente, más o menos plana y prácticamente libre de piedras, con excepción de cinco de forma cuadrangular, encajadas profundamente en el suelo y alineadas en dirección norte-sur (figura 8). Esta zona está limitada al este y oeste por dos conjuntos de enormes peñascos y unos 100 m al este, tres grandes rocas forman un espacio en forma de U que, aunque es natural, al parecer fue acondicionado. En dos de estas piedras hay sendos pocitos o “jícaras pétreas”.
No se observaron materiales arqueológicos en la zona plana, pero sí entre los peñascos, más propiamente en los intersticios entre las piedras y el suelo (figura 9), que corresponden a 33 tepalcates, una lasca de obsidiana gris clara y un fragmento de mano de metate. La mayor parte de los tiestos recuperados (32 de 33) corresponden a fragmentos de ollas o cazuelas del tipo Doméstico granular y Negro pulido de amplia distribución temporal; el restante corresponde a un cajete del tipo Decorado con borde rojo o Tuxpan rojo/naranja, uno de los tipos diagnósticos en el sur de Sinaloa y norte de Nayarit de la ocupación entre el 750 y el 1100 d. C. [Gámez 2004; Grave 2012; Grosscup, 1976; Kelly, 2008].
Ya en la ladera baja está La Loma de los Indios. Es el asentamiento más grande y complejo de los tres. Se compone de tres conjuntos más o menos bien diferenciados, los cuales se ubican a lo largo de la loma en dirección este-oeste (Figura 10). La parte central es una zona nivelada artificialmente y limitada al norte por un conjunto de grandes peñascos y al este y suroeste por sendas lomas. En la zona plana destaca una estructura alargada en forma de G de 26 metros de largo en dirección norte-sur por 12 metros de ancho, que los lugareños identifican con una cancha para el juego de pelota; pero no resulta claro; aunque sin duda sí la podemos considerar como un espacio ritual.
No es sin embargo, la parte más compleja del asentamiento. La loma del lado este presenta una serie de niveles mediante terrazas, formando una especie de cuerpo escalonados hasta llegar a la parta alta, donde hay un par de estructuras, aunque la del lado sur es sólo un afloramiento rocoso al que le quitaron algunas piedras para darle una forma homogénea, en tanto que la estructura del lado norte es una plataforma alargada de 15 metros de largo por 8 metros de ancho, con un pequeño montículo cuadrangular en su extremo oeste de 6 metros por lado y poco más de 2 metros de largo. Las dos estructuras gemelas, una natural y la otra artificial están separados por poco más de 10 metros y por entre ellas hay una especie de calzada que parece bajar directamente hasta la zona de marismas y desde ahí, cuando la neblina lo permite, se puede observar incluso el mar.
Aquí los materiales sí los podemos considerar abundantes, pues se recuperaron más de 300 tepalcates, aunque casi todos en la loma del lado este y asociados a una serie de cimientos de cuartos cuadrangulares de unos cinco metros por lado. La mayoría de los tiestos son monocromos y utilitarios, sin embargo se pudieron identificar dos tipos diagnósticos: Chametla policromo medio (500-750 d.C.) y Decorado con borde rojo, (750-1100 d.C.).
El cerro de las Cabras por su parte está prácticamente a orillas del mar y en la ladera que mira hacia el océano Pacífico hay indicios, registrados bajo el nombre de El Montijo, que señalan que también ahí se realizaban ceremonias rituales. Al pie del cerro, entre éste y el mar, hay una pequeña laguna de agua dulce, la cual permanece con agua prácticamente todo el año, incluso en la temporada de secas. Se trata de una extensa área ceremonial que va desde la playa o más propiamente de la laguna al pie del cerro hasta la cima del mismo, o al revés, según se vea… o se camine (Figura 11).
A la orilla de la laguna se observan los restos de una plaza de aproximadamente 25 metros por lado, la cual presenta una plataforma alargada en su parte norte limitándola; ahí inicia una especie de calzada de más de 6 metros de ancha que se dirige primero en dirección norte en el espacio entre dos pequeños cerros y más o menos a la mitad entre ambos vira y da vuelta hacia el este e inicia su ascenso hacia la cima del cerro del lado este precisamente limitada a ambos lados por muros de piedra de casi 1 metro de ancho y, cada ciertos metros, por unos pequeños montículos de forma cuadrangular de sólo 2.5 metros por lado y apenas 1 metro de altura, quizá altares. La calzada remata en la parte alta del cerro en una serie de plataformas escalonadas, hasta llegar a la cima donde, frente a un afloramiento rocoso, hay un espacio plano, de unos 40 metros de diámetro, el cual, al parecer fue nivelado artificialmente.
En El Montijo no se recuperaron materiales en superficie; sin embargo, en las marismas que circundan al cerro de las Cabras hay una gran cantidad de concheros y algunas salinas que fueron explotadas en la última etapa de ocupación prehispánica, entre el 1100 y el 1531 d.C. (Grave, 2018).
Discusión y conclusión
El registro etnoarqueológico de un patio de mitote complementó sin duda las observaciones derivadas de la práctica etnográfica en la región, lo que nos llevó a una mejor definición de los elementos que conforman este tipo de santuarios entre los grupos indígenas del Gran Nayar y aunque se confirmó la naturaleza efímera de la mayor parte de la infraestructura que se utiliza en puesta en uso de estos espacios rituales; la identificación de la conformación y distribución de sus diversos componentes, no solo el área donde se baila, fue de capital importancia. Así, ahora contamos con mayores herramientas para establecer una comparación con algunos de los vestigios arqueológicos del sur de Sinaloa; aunque la intención es que sirva también de ayuda en la interpretación arqueológica del resto de Sinaloa y, por supuesto, de los estados vecinos.
Empecemos por la ubicación; con excepción de entre los huicholes, los patios de mitote siempre se construyen fuera de las poblaciones y en el caso de coras y tepehuanos en cerros agrestes y de difícil acceso, y, de preferencia que presenten algunos peñascos, lo cual, dicho sea de paso, no es difícil en la Sierra Madre Occidental. De hecho, los propios cerros son el hábitat de los dioses y algunos peñascos se relacionan con los antepasados o más bien son los propios ancestros deificados, y al igual que la práctica del mitote es una tradición que viene de antaño; pues de los cuatro dioses principales de los coras, según Arias y Saavedra [1990: 300] dos tenían su morada en cerros y una en un peñasco dentro del mar;13 mientras que los restantes en “en los cerros más fragosos cercanos a sus Rancherías” [Ortega 1996: 15]. De tal modo, la comunicación con éstos durante los mitotes es expedita. Así pues, el patio de mitote propiamente dicho, esto es, el círculo donde se lleva a cabo el baile se encuentra siempre o casi siempre en un peñascal sobre la ladera o cima de un cerro; pero este es solo una parte del centro ceremonial, muchos otros elementos se encuentran en varios niveles que se suceden de oriente a poniente.
Ahora bien, el círculo dancístico en realidad no se construye, sino que se forma a través de precisamente los que bailan; pero algunas piedras se alinean en los alrededores de la circunferencia, las cuales sirven de asiento a algunos de los principales participantes: el cantador y los sacerdotes; prácticamente se trata de los únicos elementos que podemos considerar permanentes, ya que, como pudimos notar en la visita al Patio de Mitote Los Robles éstas no se remueven al final de la ceremonia como sí ocurre con las ramadas, la cocina y el altar (Ver figura 3).
De relevancia fue también constatar que no solo los materiales perecederos sino también el utillaje culinario y el de degustación se queda resguardado en los peñascos adyacentes al círculo del mitote y más aún el que en los espacios en desuso se dejan los materiales que ya no son funcionales (Ver figuras 4 y 5).
Varios o todos estos elementos se encuentran reflejados en algunos sitios arqueológicos del sur de Sinaloa: se ubican en espacios rocosos en zonas agrestes y de difícil acceso; están divididos en varios niveles de oriente a poniente; presentan un espacio plano y limpio limitado por grandes peñascos entre los que se observaron vestigios de utensilios domésticos; pero no en la cantidad suficiente como para considerar que fueron habitados de forma permanente, con excepción quizá de la Loma de los Indios.
Por otro lado, no deja de ser sintomático que todos los santuarios prehispánicos serranos se localizan sobre la ladera poniente de los cerros, es decir, al oriente queda la cima de los propios cerros, por donde se asoma el sol todas las mañanas, pero desde ellos, hacia el occidente, se distingue la planicie anegada y el mar donde se oculta el sol. Las danzas celebradas en los patios, el mitote propiamente dicho comienza al atardecer y se prolonga durante toda la noche.
Para los grupos indígenas del Gran Nayar, la zona de marismas y el mar son el lugar de la noche, la oscuridad y de los muertos [Grave 2024], pero también de la fertilidad, lo que sin duda facilitaría la búsqueda de lo que dejó en claro K. T. Preuss [1998: 154]; esto es: “el favor de los dioses para que envíen lluvias abundantes y faciliten el crecimiento del maíz”.
Así, podemos considerar a los sitios arqueológicos en los cerros del sur de Sinaloa no solo como centros ceremoniales monteses sino específicamente como patios de mitote. De este modo podemos establecer que su práctica se remonta a por lo menos el periodo que va del 750 al 900 de nuestra era. Una larga tradición que permanece viva.