En el año 2006 se dio inicio la construcción de la Presa Picachos, en los municipio de Mazatlán y Concordia, Sinaloa, México. Con esta “magna” obra hidráulica se buscaba abastecer de agua a la pujante zona turística del puerto de Mazatlán. Como consecuencia, varias poblaciones fueron inundadas y desalojadas por la fuerza: San Marcos, Las iguanas, Puerta San Marcos, Casas viejas, Copales y El Placer [Hernández 2017; grieta s/f]. Esto generó “un largo conflicto entre comuneros y el gobierno estatal” [Cañedo-Cázarez y Mendoza Guerrero 2017: 370] que culminó con el asesinato del activista Atilano Román Tirado, líder de los afectados, los cuales buscaban indemnizaciones justas.
Una todavía estudiante de cine, Betzabé García —nacida en Mazatlán, Sinaloa, en 1990— movida por lo ocurrido en su terruño, realiza su primer cortometraje: Venecia, Sinaloa [2011]. En este primer trabajo mostraba cómo los habitantes de San Marcos estaban siendo afectados por la anegación de sus tierras. En 2015, y con ese antecedente, filma su primer largometraje documental, Los reyes del pueblo que no existe.1 Según declaraciones de la propia directora, ambos filmes son el resultado de la interacción que ella estableció directamente con los habitantes del pueblo de San Marcos:
En cuanto me enteré que seis pueblos quedaron sumergidos en el río Presidio fui a conocer qué es lo que había pasado. Lo primero que vi cuando estábamos en la lancha fueron unas tumbas que se asomaban por encima del río. Una sensación escalofriante […] Entre los escombros, las paredes roídas por la humedad, no parecía haber ni un rastro de vida [Betzabé García, entrevista por Pedrortega 2015].
No obstante, a lo largo del filme de Betzabé, se va descubriendo que a las violencias del Estado que quiere desalojar a los sujetos e inundar sus espacios de habitación, cotidianidad y subsistencia, “se superponen” otras capas de violencia mucho más cercanas y amenazantes. Esas “amenazas” latentes y presentes los obligan a reconfigurar y resignificar las maneras de percibir y vivir sus espacios físicos y sociales.
En este artículo, se busca analizar algunas secuencias y momentos claves del documental Los reyes del pueblo que no existe [2015], con el objetivo de observar críticamente, por un lado, cómo son representadas las causas y efectos de la violenta realidad que el México contemporáneo padece; y, por otro, reflexionar sobre la emergencia de nuevas formas de percibir, explicar, vivir y significar los espacios físicos y sociales trastrocados por esas violencias, en este caso particular, las referidas al pueblo de San Marcos, en el municipio de Mazatlán, Sinaloa. Allí, la violencia ejercida por grupos delincuenciales y determinadas políticas gubernamentales parecen cohabitar y rediseñar espacios y ámbitos identitarios colectivos e individuales.
Por su orientación documental, en la construcción semiótica y discursiva de Los reyes del pueblo que no existe resaltan varios aspectos vinculados con el imaginario social de donde surge: primero, una evidente tensión entre realidad y representación; segundo, el filtro subjetivo de la realizadora, quien da sus impresiones sobre esa realidad por medio de los recursos y prácticas cinematográficos utilizados para conformar al texto.
Si bien, en la entrevista arriba citada, García menciona que en su primera visita a San Marcos “no parecía haber ni un rastro de vida”, la primera secuencia del documental no privilegia la ausencia de vida. Es la voz de la directora quien comunica que lo visto genera “una sensación escalofriante”, sin embargo, visualmente se transmite otra experiencia. Tras la secuencia de créditos, acompañada por rumor de un motor en marcha, descubrimos en primer plano a un silencioso y estrábico joven que dirige desde la popa una pequeña embarcación. La cámara lo observa en una toma fija desde la proa, mostrando sus mínimas acciones, mientras que en el segundo plano se registra el desplazamiento de la barca sobre el agua y un brumoso y fantasmal entorno (fotograma 1).
La navegación es lenta y se juega con el enfoque para destacar alternativamente al hombre y algunos elementos no acuáticos del paisaje que va dejando a su paso, en especial fragmentos de construcciones y ramas de árboles, que se intuyen todas sumergidas en el agua. El uso del enfoquedesenfoque del primer y segundo plano —que se realiza con un corte que desplaza al hombre del centro a la derecha del encuadre— genera un juego paradójico de sentidos, por un lado, al convertir al barquero en una imagen borrosa, se produce un antagonismo visual con el paisaje del fondo sobre la base de lo cercano y lo lejano; por otro lado, hace que ambos planos se unifiquen en la noción de lo fantasmal. El conjunto de la anomalía visual aparece también en la mirada de este Caronte actualizado: el estrabismo del personaje se suma al desenfoque del segundo plano acuático y de la vegetación irregular y desnaturalizada que emerge del agua.
Detrás de la barca, acompañado siempre por el preeminente sonido del motor en funcionamiento, el paisaje no es aquel hacia donde la embarcación se dirige, de hecho, el texto consigna el espacio recorrido. Avanzar por estas aguas es registrar, simultáneamente, lo que ha quedado atrás y, desde el acto de la aproximación física y visual, el paisaje renovado como efecto de la inundación del poblado.
Las pequeñas olas tras la embarcación reflejan y distorsionan la vegetación, creando imágenes alucinatorias, ajenas a la realidad cotidiana. Así, tanto los residuos materiales como los vegetales, por su nueva cualidad acuática, acentúan los universos de la resignificación, la extrañeza y/o la enfermedad.
Casi al final de la secuencia de inicio, la toma cambia su objetivo y ahora la cámara se centra en las ruinas hacia donde se dirige la embarcación. El sonido del motor se va apagando gradualmente. La travesía de entrada al destino —la travesía de la mirada extranjera de la directora mediada por el encuadre de la cámara— desemboca en las ruinas calmas, en los vestigios cuyos reflejos en las aguas espectrales duplican y redefinen la realidad.
La presencia de lo animado está en la banda sonora; el nivel de lo auditivo se aplica infructuosamente para registrar cualquier indicio de los habitantes. Ahí, en estas calles/canales sólo el sonido efímero de las aves se escucha.
La instancia narrativa crea una tensión al ofrecer este arribo cargado de mínimos signos sin aparentes referencias inmediatas. El espectador sólo puede deducir que el sigilo con el que se navega es un síntoma y adivina un pasado reciente sin las certezas sobre lo allí sucedido. Aunque no se transita por “calles”, sobresalen señales confusas que han perdido su función, indicando que su referente ha quedado abajo. Navegar es, entonces, la pérdida de la tierra, es desplazarse sin los puntos de anclaje que ofrece lo sólido, lo estable.
El alumbrado público, diezmado, resiste al nivel del agua y alumbra con una sola farola, en pleno día. Resiste y sorprende. En lo profundo de esta nueva imagen alucinatoria está la presencia constante de los confines de la población. Desde el punto de vista narrativo, los límites se establecen en un aquí, determinado por las marcas residuales de lo social humano, y un allá, conformado por una especie de densa pared vegetal, la cual aguarda sin aparente movilidad.
Las casas se convierten en cuevas abiertas desdoblándose, distorsionadas, desde la base, por efecto de los reflejos en el agua. Ventanas y puertas arrancadas enmarcan oscuridades interiores más profundas: el sentido de pertenencia y de límite, de lo propio e íntimo, parece superado por la invasión líquida. Incluso los grafitis que se exponen en muchas de las fachadas, se suman a esta renovación de la propiedad y a la abdicación del espacio habitable regulado; pero la idea de vacío no es permanente, ya que la miradatestimonio de la cámara inmediatamente convoca, adjudica y/o replica la emergencia de significados para repoblar los restos. En definitiva, las tomas y el sonido ambiental no parecen referirse a la vida común de una pequeña población. La calma con que se desplaza la cámara y la ausencia visible de los habitantes apuntan hacia un pasado inmediato, de un misterio por resolver. Los códigos tienen que ser reinterpretados porque el abandono de la población ahora parece ser desarrollado desde diversas prácticas cinematográficas (el suspenso, el horror y/o el cine distópico).
Lauro Zavala [2023] al conceptualizar los vínculos entre el misterio y el suspenso literario y, por extensión, la práctica cinematográfica, señala:
En el suspenso producido como resultado del misterio, el lector o espectador sabe que hay un secreto, aunque ignora la solución que puede tener. En este caso, el narrador compite con el lector, y debe sorprenderlo. Ello atrae la curiosidad de este último, y se resuelve por medio de la explicación del narrador o del personaje que cumple el papel del investigador en la historia. Este suspenso es propio del relato policíaco, que es la narrativa epistémica por excelencia [Zavala 2023].
Esta definición privilegia el paso de un estado de ignorancia a otro de conocimiento, el cual se sostiene, además, por el devenir de la información, dosificada en el tiempo. En el texto de Betzabé García, la instancia narrativa en la secuencia de inicio siembra la duda y atrae la atención del espectador con los signos arriba señalados. La incursión de la lente cinematográfica en el pueblo inundado y los testimonios de los escasos habitantes permitirán la resolución del enigma que se plantea.
De manera simultánea, el encuadre cinematográfico de García revive los signos del abandono para convertirlos en material del género del horror:
El género de terror está caracterizado por especificidades visuales y convenciones normativas genéricas, las cuales incluyen escenarios, personajes, temas y conflictos narrativos particulares. Los escenarios típicos son páramos sombríos, localidades aisladas y cementerios; los personajes característicos incluyen a científicos locos, asesinos desquiciados o monstruos sobrenaturales; el miedo a la muerte es el tema dominante; y el bien versus el mal es el conflicto narrativo clásico [Rodríguez 2014: 3].
En el plano de la subjetividad de los espectadores, las películas de horror juegan un rol que deriva en el profundo mundo de lo irreal onírico, aunque en su origen siempre se refieren a realidades específicas:
Certainly, horror films connect with our profound and subconscious need to deal with the things that frighten us. In the way they work upon us, films are much like dreams, and horror films are like nightmares. Some horror films deal with our fears more directly than others, but in general, horror films speak to our subconscious and —as do our dreams— deal with issues that are often painful for us to deal with consciously and directly.
[…] If dreams are personal, then films —offering a shared rather than solitary experience— are social, produced for a large audience and screened in a public place where one can be aware of the responses of others. Horror films speak, therefore, to shared fears, to a culture’s anxieties [Derry 2009: 21-22].
¿Y no es este primer paisaje de arranque del documental una clara referencia, igualmente, a las modernas nociones de la distopía? Adrián Curiel Rivera, parafraseando a Gregory Claeys dice:
Lo primero que evoca la palabra distopía en el imaginario popular son imágenes de ciudades sumergidas, de cadáveres agusanados, de edificios en ruinas, de desiertos sembrados de carcasas de animales, máquinas abandonadas y torres de basura tóxica […] La distopía con frecuencia linda con lo postapocalíptico [Curiel 2018: 6].
Esta yuxtaposición de referencias (misterio, suspenso, cine de horror, cine distópico) no hace sino señalar la contemporaneidad de la obra por su difícil clasificación y, ciertamente, por su complejo vínculo con la práctica documental. Se trata de formas múltiples que convergen en el incipit2 para problematizar los vínculos entre la ficción como recurso y el impulso por definir una realidad tan peculiar y vigente.
Así, la sensación de escalofrío que García declara es reconstruida por medio la esta multiplicidad de géneros y con la utilización particular de formas cinematográficas que involucran espacio, tiempo, personaje, encuadres, los cuales terminan convirtiéndose en el sustrato o esencia de la realidad aludida.
Si los puntos de contacto con las referencias señaladas son posibles desde las nociones de la develación de una verdad perturbadora, los espacios inviables para la vida en común, la construcción de la dualidad de víctimas y victimarios, la imposibilidad de hablar directamente de hechos traumáticos y, en general, de la ruptura de la vida social; son probablemente dos características del concepto de distopía las que mejor señalen el origen y el rumbo del texto:
[e]n primer lugar, una distopía debe referirse en última instancia al poder y sus complejos entramados. En segundo, debe aludir a las circunstancias históricosociales desde donde el lector o el espectador contempla la obra distópica [Curiel 2018: 6].
Ciertamente, la distopía se proyecta en el futuro. Sin embargo, en el texto de García esta norma es trangredida para situar a los personajes y a los espectadores en el presente. Desde esta ruptura, el texto se convierte en un testimonio alarmante, tanto por su actualidad como por la negación simultánea y oscilante de los dispositivos de la ficción. La tensión narrativa que se alcanza en el incipit es el producto de una intensa voluntad de apropiación de la realidad trastrocada.
El corte abrupto que finaliza con la entrada a la población [Betzabé 2015: 04’50’’] se completa con la ausencia completa de sonido, un fundido a negro y la presentación del título del documental. Este corte abre un espacio estratégico en la narración, ya que antecede al material filmado desde el corazón del poblado. Su relevancia no sólo radica en el cambio de recursos cinematográficos, sino también en el título, su paradoja y actualización.
La frase “Los reyes del pueblo que no existe” resalta lo colectivo, cuyo rasgo semántico destaca el privilegio de un sistema jerárquico: “los reyes”. Esta colectivización es disruptiva, ya que trastroca la idea de la monarquía como forma social y de gobierno centrada en una persona, aquí no hay un único rey, todos lo son. De igual manera y como producto del paisaje devastado que observamos en la secuencia de inicio, la noción de víctimas aparece revertida: se identifica a sus personajes en una posición de preeminencia. Este redefinido grupo social aparece como resistente a las formas cinematográficas con las que se nutrió el arranque del filme, donde la catástrofe, el temor y el fracaso anunciaban el destino de los personajes/ habitantes. Además, se transforma el espacio habitual donde se ejerce la monarquía, no se trata de un reino, sino simplemente de un pueblo, donde todos se igualan en la categoría de “reyes”. Sin embargo, la reversión no es total, pues la existencia del espacio/reino es negada en el título “no existe”. Ese pueblo que “no existe”, como espacio, bien puede ser explicado desde el concepto contemporáneo de los llamados no lugares. Marc Augé afirma tajantemente: “[El] no lugar es lo contrario de la utopía: existe y no postula ninguna sociedad orgánica” [Augé 1992: 114]. Y precisa primero oponiendo, luego relativizando las cualidades del lugar y las de su aparente oposición, tal como las conocemos:
Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar […] Agreguemos que evidentemente un no lugar existe igual que un lugar: no existe nunca bajo una forma pura; allí los lugares se recomponen, las relaciones se reconstituyen; las “astucias milenarias” de la invención de lo cotidiano y de las “artes del hacer” de las que Michel de Certeau ha propuesto análisis tan sutiles, pueden abrirse allí un camino y desplegar sus estrategias. El lugar y el no lugar son más bien polaridades falsas: el primero no queda nunca completamente borrado y el segundo no se cumple nunca totalmente: son palimpsestos donde se reinscribe sin cesar el juego intrincado de la identidad y de la relación [Augé 1992: 84].
El título Los reyes del pueblo que no existe acepta y genera toda una serie de afirmaciones y contradicciones en el mínimo espacio de su textualidad. Parece obviar lo que el referente extratextual sí conserva: San Marcos como un pueblo que “ ya no existe”, por lo menos no en los términos históricos que lo definían antes de la inundación y la huida de sus habitantes. En ese “pueblo que (ya) no existe” se retienen las nociones de resistencia, sedimentación y acumulación, es el “palimpsesto” intrínseco a toda obra de arte, tal y como lo propone el mismo Marc Augé cuando habla de la modernidad artística: “[L]a modernidad en arte preserva todas las temporalidades del lugar, tal como se fijan en el espacio y la palabra” [Augé 1992: 82].
La tercera secuencia [Betzabé 2015: 04’57’’] inicia con una larga toma del cielo nublado, anunciando la inminente tormenta. Los pájaros atraviesan rápidamente la pantalla, mientras la banda sonora envía los primeros signos de la presencia humana nativa: un golpeteo regular de una hacha o un machete contra un objeto de madera —después veremos que es un troco— se une a los eventuales truenos de la próxima lluvia. Esta decisión narrativa, donde se superpone la vida natural con pequeños gestos auditivos de lo humano, señala las interdependencias que sólo pueden ser construidas por efecto del poblado en aparente abandono. Es la naturaleza la que asume una mayor relevancia y define lo cotidiano. Asimismo, el espacio se construye con referencias a lo alto y lo bajo, a lo cercano y lo profundo: son las coordenadas de un lugar problematizado que se debate entre la inexistencia, los escombros y las nuevas semantizaciones que esos remanentes alcanzan.
La primera imagen terrestre en esta secuencia (fotograma 2) confirma la división entre tierra y agua, al crear la dualidad cohabitante de lo real y su distorsión enigmática, latente e invasiva; aunque ahora ya aparecen las fronteras entre lo acuático y lo terrestre: desde el agua la cámara filma la ribera, que es en realidad parte del poblado. La toma panorámica mantiene la distancia que estableció desde el inicio, con lo que se reafirma el testimonio, la mirada de quien ha llegado desde fuera. Es en esta línea entre la consistencia del suelo y la liquidez de las aguas, donde localizamos a un hombre en su intento por mantener la viabilidad del ambiente: desbroza y quita restos de arbustos secos mientras se llena el espacio con los ecos de su labor. Esta acción contrasta no sólo con las aguas demasiado próximas, sino con el fondo de la imagen —casas tapiadas o derruidas, calles ocupadas por animales sueltos y una sensación general de abandono. Más que buscar una gran amplitud de las tomas, lo que la cámara muestra es la profundidad de campo, con lo cual reconstruye un espacio que evoluciona hacia el interior.
Otro elemento significativo aquí es precisamente el hecho de que esas casas estén clausuradas, cerradas, mientras que en la secuencia de llegada las construcciones se muestran despojadas de puertas y ventanas, como si la partida fuera un acto sin regreso; las casas del interior —pertenecientes a una capa social de mayor poder adquisitivo— aparecen tapiadas. Se trata de dos maneras de inhabilitación, la primera que asume una partida definitiva; y la segunda, donde se sugiere un posible regreso.
Esta secuencia mezcla tomas de las casas de la población con tomas de la pareja Pani y Paula, realizando sus actividades diarias. Mientras la pareja se dedica a la producción de tortillas, sus animales domésticos son captados circulando libremente en las calles y un burro aparece en estado de celo. Esta aparente cotidianidad laboral se instala como una sinrazón: ¿por qué o para quién se producen las tortillas? Sólo se puede adivinar que sus clientes forman parte de esas presencias oscuras que orbitan alrededor del pueblo y de las cuales poco se dirá de manera expresa.
Betzabé García intenta capturar la realidad de esta población mediante una variada y compleja propuesta cinematográfica, recogiendo testimonios y proponiendo imágenes de vida cotidiana en este lugar de excepción:
Los reyes del pueblo que no existe cuenta la vida de tres familias que se quedaron a vivir en San Marcos, un pueblo que quedó parcialmente inundado. Las tres familias se quedaron por tres motivos distintos: Pani el tortillero, después de hacer tortillas para sus animales dedica su tiempo libre para cortar la maleza de la plaza y pavimentar las calles. Jaimito y Yoya de vivir en una casa de “palo”, se pasaron a vivir a la casa más grande del pueblo. Miro todos los días le lleva tortillas a una vaca que quedó atrapada en una especie de isla y que espera que el agua baje para poder salir [Betzabé García, entrevista por Pedrortega 2015].
Esa cotidianidad es contruida con secuencias que van narrando, al mismo tiempo, la excepción y la excepción como cotidianidad. Por ejemplo, una vaca atrapada en un islote por efectos de la inundación es cuidada por Ramiro, mientras también se hace responsable de sus ancianos padres, quienes no quieren dejar el lugar; Pani y Paula elaboran una gran cantidad de tortillas e intentan reparar los estragos de la inundación y conservar de manera meticulosa la iglesia del pueblo; Yoya y Jaime, esposos desde hace 38 años, no parecen aspirar a más de lo que han conseguido: tras la partida de la mayor parte de los antiguos habitantes del pueblo, dejaron su humilde hogar para ocupar la casa más grande del pueblo que ahora está deshabitada, mientras continúan sin cesar sus interminables y cariñosas disputas.
Las tres familias cuentan historias diferentes y, al mismo tiempo, convergen en la preservación de tradiciones y en el cumplimiento de los deberes en los que se formaron. En este sentido, siguiendo a Marc Augé, el San Marcos de la narración, a pesar de su devastación, no es la negación de lugar: “[E]l lugar se cumple por la palabra, el intercambio alusivo de algunas palabras de pasada, en la connivencia y la intimidad cómplice de los hablantes” [Augé 1992: 83]. Es en esta atmósfera periférica, en estos espacios de excepción, donde “transitan palabras e imágenes que reencuentran su raíz en los lugares todavía diversos donde los hombres tratan de construir una parte de su vida cotidiana” [Augé 1992: 112].
En esta microsociedad los contrastes se reproducen constantemente. Por una parte no deja de ser un espacio diezmado, pero vital, con una historia propia; por otra, surge un posicionamiento casi existencial en sus pobladores, donde destaca la ruptura con las exigencias previas a la inundación y, como consecuencia, la relajación es la marca de su día a día. Su vida es simple y sus testimonios dan cuenta de haber encontrado una cotidianidad refrescante, en medio de la destrucción del entorno; de alguna manera se encuentran en un “no lugar” que es al mismo tiempo “su lugar”:
[…] el espacio del no lugar libera a quien lo penetra de sus determinaciones habituales […] Objeto de una posesión suave, a la cual se abandona con mayor o menor talento o convicción, como cualquier poseído, saborea por un tiempo las alegrías pasivas de la desidentificación y el placer más activo del desempeño de un rol [Augé 1992: 106].
Betzabé García reconoce que en el proceso de filmación son los habitantes quienes terminan cuestionándola. Estas maneras simples de existencia, esas estrategias del día con día para solucionar los peligros que los circundan resultan ejemplificadoras. Es posible asumir que de este descubrimiento haya surgido el título del documental. Así, el mirar al otro paradójicamente desemboca en una intensa pregunta sobre aquel que ejerce la mirada, como si el objeto escudriñado tuviera una capacidad espectral y reflejante al mismo tiempo. Es decir que el lente de la cámara no sólo enfoca a los objetos, sino que se narra a sí mismo, en este caso, a la directora misma. Al respecto, en la entrevista que Betzabé da a Pedrortega, declara:
[U]no de los retos más difíciles del documental fue plantear el miedo que viven los que habitan todavía San Marcos. Hay una calma latente, se escuchan disparos pero nadie dice nada, nadie escucha nada. Toda la película vive una atmósfera que se plantea como la inundación, hay una fuerza maligna que acecha el pueblo pero no sabemos qué es, poco a poco te cuentan murmurando que tienen miedo, miedo a la muerte, miedo a que tumben la puerta a balazos. Pani después de que armados balearan su camioneta, en lugar de irse de San Marcos que es lo que yo hubiera hecho, tomó el evento como una especie de milagro ya que salieron con vida y desde entonces arregla el pueblo todos los días un rato por la tarde. “En la vida no hay agarraderas, estamos flotando en el universo” y su agarradera es cortar la maleza de un pueblo que se ve destinado al entierro pero que revive y late con fuerza cada vez que la tortillería funciona [Betzabé García, entrevista por Pedrortega 2015].
Entonces el documental pasó de ser “un documental de las víctimas de la inundación” a uno “mucho más existencial donde están en juego las decisiones que toman cada uno de los personajes, y que me llevaron a preguntarme ¿qué hago aquí en San Marcos? ¿qué hago aquí en esta vida?” [Betzabé García, entrevista por Pedrortega 2015].
En Los reyes del pueblo que no existe el grupo familiar aparece como la unidad mínima que se mantiene, ya sea en los vínculos de las pareja — Yoya y Jaime y Pani y Paula— o en los hijos que cuidan a sus mayores. Cuidar la siembra y los animales para garantizar la alimentación resulta su objetivo económico principal, sin pretender ningún tipo de acumulación o riquezas. Su religiosidad resalta en la limpieza y el cuidado constante de la iglesia de San Marcos.
¿Cómo entender los testimonios de las últimas tres familias que habitan San Marcos?, ¿cómo pueden estos habitantes reconocerse en un mundo globalizado, territorializado, cuando ni siquiera pueden alcanzar el estatuto oficial de locales, por su evidente fragilidad espacial? Desde las huellas últimas de una población que dejó de ser para el orden oficial ¿es posible encontrar mínimas voces renovadas por la tenacidad? ¿O, quizás, atestiguar sólo las resonancias que anteceden a un fin radical.
Betzabé García convivió con los afectados por cinco años, durante los cuales fue testigo de las estrategias de represión estatal —se calcula que fallecieron más de 40 personas. Este sometimiento obligó “alrededor de 800 familias” a dejar este pueblo y otros de la zona. La comprometida convivencia del equipo de producción se manifiesta en la naturalidad con la que se realizan las preguntas, sobre todo, con la ruptura parcial de la ley del silencio. Los reyes del pueblo que no existe es un filme sobre la memoria de la vida cotidiana de un pueblo pequeño mexicano y sobre la verdad dicha de soslayo, dicha entre dientes, murmurada o enmascarada. Se trata de la verdad de la extrema violencia del Estado y del narcotráfico con el que se convive. Aquí, el pasado puede ser dicho como placebo, aunque el presente aparece clausurado, indecible en su totalidad por el temor a represalias. Betzabé García afirma quizá con demasiada inocencia: “La reconstrucción existe, sólo se necesita memoria” [Ponce 2017].
Durante la filmación la violencia aparece, se sugiere, se cuela inevitablemente: en los disparos que se quiere confundir con fuegos de artificio y en la toma lejana a un vehículo típicamente usado por las bandas criminales. El miedo se convierte, asimismo, en un recuerdo persistente. Es esta utilización del pasado la que configura un posible encierro terminal y una clausura del futuro para este espacio, la búsqueda sólo está enfocada en el regreso y no se plantean acciones o posibilidades futuras. Ramiro sentencia: “No hay tráfico de gente. No hay gente” [García 2015: 59:17]. La violencia devora la noción de mañana. Formalmente, el encierro en este espacio abierto se obtiene con imágenes que determinan el aquí y el allá. Y, simultáneamente, esas imágenes perfilan el intransitable campo de lo desconocido, donde monstruos, espectros, narcotraficantes y el Estado acechan. La mínima vida social e individual que restan aparecen suspendidas en la espera de una renovación o de la llegada del final definitivo.
En la penúltima imagen de Los reyes del pueblo que no existe, Betzabé García propone la noción de espera o aplazamiento en la vida de los pobladores de San Marcos como colofón de su historia. La toma los muestra en medio de las simbólicas penumbras de la noche, paradójicamente, disfrutando de sus conversaciones. La esperanza está presente gracias a la tenacidad de sus escasos habitantes por preservar su forma de vida y seguir arraigados a su pueblo.
Los reyes del lugar que no existe tienen como marco y punto de partida la llamada “Guerra contra el narcotráfico”, emprendida por el presidente Felipe Calderón Hinojosa, durante su catastrófico mandato (2006-2012). Este periodo trágico, que se ha extendido y ampliado hasta la actualidad, se caracteriza por la radicalización de la violencia, como base del sistema económico imperante, el cual ha permeado todas las estructuras de la sociedad, en lo que Sayak Valencia ha denominado “capitalismo gore”.3
La violencia representada no sólo responde a decisiones estéticas o funciona como efecto de las narraciones para impactar al espectador. La violencia atraviesa los componentes simbólicos y culturales, también como formas derivadas de la política y economía neoliberal. Estas exacerbaciones inciden directamente en las representaciones y problemáticas identitarias en constante movimiento.
Desde el título, el documental de Betzabé García ya vehicula las nociones de vestigios espaciales y la disolución del ser y el estar. La imagen que se ofrece podría ser reflexionada desde la propuesta de las identidades líquidas postmodernas. “En la vida todos estamos flotando en el universo”, afirma uno de los habitantes de San Marcos, ampliando exponencialmente la situación actual. Son los cuerpos físicos, individuales o sociales, los que padecen una resimbolización que los expone a existencias donde las referencias concretas se diluyen. Así, la concepción de Zygmunt Bauman sobre la modernidad podría encajar con las representaciones ofrecidas en los filmes:
[La] modernidad se vuelve “líquida” en el transcurso de una “modernización” obsesiva y compulsiva que se propulsa e intensifica a sí misma, como resultado de la cual [...] “ninguna de las etapas consecutivas de la vida social puede mantener su forma durante un tiempo prolongado” [Bauman 2013: 17].
Los reyes del pueblo que no existe acierta al representar situaciones donde se movilizan y/o excluyen cuerpos sociales, los cuales buscan maneras de definirse desde sus renovadas posiciones periféricas. Las formas de exclusión social no resultan un fenómeno emergente, lo que ahora pudiera llamar la atención es su incidencia, su intensidad y sus reiteraciones sistematizadas. Desde esta perspectiva, sólo quedaría esperar un incremento de esta dinámica, por lo tanto, una mayor disolución de los términos “individuo” y “espacios de vida”:
Si los no lugares son el espacio de la sobremodemidad, es necesario explicar esta paradoja: el juego social parece desarrollarse fuera de los puestos de avanzada de la contemporaneidad. Es a modo de un inmenso paréntesis como los no lugares acogen a los individuos cada día más numerosos [Augé 1992: 114].
Así, el San Marcos de Betzabé García se conforma como lugar singular, anómalo, donde se aceleran las influencias de las políticas económicas y sociales coercitivas, donde, al mismo tiempo, se expresan estrategias de resistencia, aunque sin probar todavía su efectividad. Este espacio simbólico parecería que se replicará de manera cada vez más frecuente en corto plazo.
Las migraciones y movilidades que redefinen los territorios, las circulaciones inéditas o las resistencias a estas movilidades, el surgimiento de lugares invisibles o negados, el no-lugar como forma de habitación sin huella fija, propiciatorio para cualquier exceso, y quizá redención, todas éstas, son algunas de las constantes que se replican en la obra cinematográfica de García y en la realidad concreta de México. Los sinsentidos, las paradojas y la mutación-degradación son procesos generalizados; ciertamente confirman la reflexión de Giorgio Agamben: “El estado de excepción señala un umbral en el cual lógica y praxis se indeterminan y una pura violencia sin logos pretende actuar un enunciado sin ningún referente real” [Agamben 2004: 83].
No hay duda que son la violencia del Estado y la violencia surgida por la acumulación o ausencia de riqueza los elementos claves para comprender una profunda transformación social, cultural e identitaria, asimismo, no debemos obviar las prácticas del narcotráfico como un elemento crucial que juega un papel cada vez más importante en todos los ámbitos de la vida social, económica y simbólica. De manera particular, queremos resaltar cómo esta violencia incide en una nueva percepción de territorio, el cual se concretiza en el concepto de “plaza”, superpuesto a la estructuras convencionales de gobierno:
[…] el concepto de plaza ha jugado un papel casi mítico en la literatura sobre el comercio ilegal de drogas en México. […] [L]a plaza sería un ámbito territorial sobre el que algún individuo o un grupo de personas mantienen el monopolio de la actividad de producción y comercio de drogas en estrecha colaboración con las autoridades policiales en la zona, que son las que les otorgan esa licencia temporal a cambio de una cantidad fija o variable de dinero y otros activos inmateriales [Resa 2003].4
Así, los mapeos están inconclusos, son imposibles o se redefinen continuamente. Sus habitantes aparecen sólo como pulsaciones intermitentes. Los conceptos como ciudadanía y solidaridad son vestigios de ideas que nunca acaban de completarse, dando paso sólo a nuevos enfrentamientos a territorios inhabitados y personas poco viables.