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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versión On-line ISSN 2448-8488versión impresa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.31 no.89 Ciudad de México ene./abr. 2024  Epub 05-Nov-2024

 

Diversas temáticas desde las disciplinas antropológicas

Entre la luz y la envidia: aproximaciones al mundo de los mēfi

Between light and envy: Approaches to the world of the Mēfi

Daniela Peña Salinas1 

Carlos Arturo Hernández Dávila2 

1Coordinación Nacional de Antropología-INAH

2Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH)


Resumen

En la Sierra de las Cruces y Montealto, en el Estado de México, el Divino Rostro es una divinidad fractal que habita en cinco cerros sagrados, conocidos como “rosario”. Dador de la vida y las semillas, esta divinidad recibe mantenimiento y sustento de “sus cuerpos”, conocidos como los mēfi (trabajadores), los cuales son elegidos mediante el rayo y quedan atrapados entre la ira de Dios y la envidia de los humanos.

Palabras clave Sierra de las Cruces y Montealto; mēfi; Divino Rostro; chamanismo otomí; envidia

Abstract

In the Sierra de las Cruces and Montealto, in the State of Mexico, the Divine Face is a fractal divinity that lives in five sacred hills, known as “rosario”. Giver of life and seeds, this divinity receives maintenance and sustenance from “their bodies”, known as the mēfi (workers), which are chosen by the lightning and are trapped between the wrath of God and the envy of others humans.

Keywords Sierra de las Cruces y Montealto; mēfi; Divino Rostro; otomí shamanism; envy.

Quien vive de combatir a un enemigo,

tiene interés en que éste siga con vida.

[Nietzsche 1996:537].

1. ¿Profetas o sacerdotes?

Este ensayo discurre por la revisión del mundo de los mēfi1 como el cimiento de una verdadera “epistemología del saber tradicional” [Déléage 2009], de carácter otomí en la Sierra de las Cruces2 y Montealto en el Estado de México, tal como es vivido y ritualizado entre los miembros de las Asociaciones del Divino Rostro que peregrinan al “rosario” —un circuito de cinco cerros-santuario donde una fratría de Cristos tiene sus casas, sus bodegas de nubes y sus trojes— en el que se resguarda “la semilla” que da vida a la gente, donde “tira y levanta” (enferma y cura) a sus “árboles, palomitas y corderos”, como esta divinidad fractal se refiere a los seres humanos.

Es en los cinco cerros dichas entidades divinas (son personificación del rayo) reciben el mantenimiento por parte de los mēfi, quienes fueron electos de las comunidades, mediante el mismo rayo, la enfermedad o el infortunio. En esta sierra, tan rural como urbana, los mēfi reconocen que el “rosario” configura el cuerpo de Cristo crucificado; los puntos son los cerros de la Campana, la Verónica, el Pocito de Ayotuxco, Huayamalucan y el Cerrito de Tepexpan, distribuidos entre los municipios de Ocoyoacac, Huixquilucan, Lerma y Jiquipilco, todos en el Estado de México.

Los mēfi son “agarrados” contra su voluntad. Esta elección es, en toda regla, un acto de rapacidad. El Divino Rostro “primero es cazador, cuando por el rayo atrapa a alguien para que lo sirva, pero luego es el buen pastor que cuida a sus corderos”, refiere Irene Barranco, mēfi de Ameyalco [comunicación personal, 1 de enero de 2016, Cerro de la Campana, Huixquilucan, Estado de México]. Pero, tal y como hemos señalado en otros espacios [Hernández 2016; Hernández et al. 2021], el Divino Rostro no es el único existente no-humano con apetitos predatorios, por ejemplo, la dueña del agua (Minthe-Serena-Mantezuma) suele tomar forma de una mujer blanca o mestiza que cautiva y ahoga a los hombres desprevenidos que se acercan al manantial en la “mala hora” (mediodía, la hora de los encantos). El cuerpo de estos ahogados, se dice, asegura que el agua no cesará de manar. Igual de rapaces son los malos aires, el arcoíris, los difuntos, las brujas nocturnas, el sincuate que roba la leche de las recién paridas, así como algunos santos que suelen castigar a sus inconstantes devotos, todos estos existentes buscan algo de lo que carecen: el cuerpo que los humanos sí poseen. En esta lógica, uno de los predadores por excelencia es también el mbœhe, es decir, el no-indio, blanco o mestizo, siempre sediento de hurtar la fuerza vital de los otomíes mediante el trabajo, así como sus tierras, bosques y reservas hídricas3 [Hernández et al. 2021].

Además de estos peligros, los otomíes deben aprender a cuidarse del riesgo que entraña la envidia, de la cual derivan las más complejas afecciones humanas. En esta cadena cinegética, sólo el mēfi se erige como un elemento indefectible en la gestión de la misma, no sin posibles consecuencias fatales para él mismo. ¿Cómo trabajan los mēfi?, ¿son profetas o sacerdotes? Nosotros sostenemos que no actúan con una función u otra, su acción ocurre más bien en el cruce entre una “trayectoria chamánica profética” y otra “sacerdotal”. Tan víctimas como victimarios, tan especialistas ceremoniales como carismáticos portadores del oráculo, los mēfi se saben confrontados al interior de sus propias asociaciones —por sus pares, a los que denominan “compadres”) y al exterior, especialmente por los sacerdotes católicos o los pastores evangélicos, ambos unidos en su lucha contra la “idolatría” de los mēfi. Este doble circuito de desavenencias parece intacto en el tiempo, al menos desde la época colonial.

En efecto, tan sólo unos días antes de cerrar este texto, nos encontrábamos acompañando a los mēfi de los pueblos de San Miguel Ameyalco, San Francisco, La Concepción Xochicuautla en Lerma y de San Pedro Abajo en Temoaya, comunidades de gran raigambre otomí, con motivo de la celebración de la fiesta grande de la asunción de la Virgen María al cielo (14-16 de agosto del 2022). Al amanecer del último día, nos apersonamos con ellos (hombres y mujeres) en el borde oriental del cerro de La Campana, en un desfiladero donde se encuentra una pequeña cueva llamada “la troje”; ahí será enterrada la mixa: un conjunto de dones que se compone por tamales de diversos tamaños, hierbas curativas, pan, naranjas, plátanos, barras de chocolate, perillas (flores de plátano), un pollo frito y una “torta” que se prepara con carne de pescado o rana envuelta en huevo. La continuidad y persistencia de la estructura de la mixa —también llamada “el mandadito” o “el regalo”— parece confirmarse no sólo con observaciones realizadas en el presente, sino con las anotaciones y denuncias de algunos curas contra estas idolatrías nutricias de los otomíes, como la que presentó, ante el arzobispado de México, el cura de Huixquilucan en 1767, cuando señala:

Le consta que los naturales de dichos barrios se emplean en abusos y supersticiones, pues ha visto en un hoyo en la iglesia de Texcaluca donde ponen tamales, naranjas, gallinas, flores, chocolate, tepache, aguardiente y muñecos, así como en las cumbres del cerro de san Bartolomé y de san Francisco. Y que sabe que en un capulín que está a la salida del barrio de san Martín hay una cueva y otras más en el cerro del mismo barrio, además de un altar donde estaba una cruz de tejamanil, y en el dicho altar un muñeco a caballo con una trompeta en la boca y junto a él una malinchi [agn 1767].

Se suele identificar estas acciones rituales como una entrega de ofrendas en contextos de ceremonias de fertilidad agrícola [Broda 2013a] y, en sentido estricto, esto es válido; los mismos participantes en las ceremonias sostienen que “suben al cerro con la mixa con el mandadito para el Divino Rostro para que luego él mande la lluvia” [Isidra Hernández, comunicación 24 de abril, Cerro de La Tablita, Temoaya, Estado de México]. Así como en el siglo xviii, los otomíes de hoy mantienen la costumbre de subir con la mixa, la cual se preparan con suficiente antelación. Es fama que las ceremonias “grandes” en la cima de los cerros duran cuatro días, las fiestas fijas se celebran del 31 de diciembre al 2 de enero, con ocasión del año nuevo, y del 14 al 16 de agosto para celebrar la asunción de la Virgen María. En cambio, la fiesta de la Santísima Trinidad es movible y suele acaecer entre mayo y junio, por lo que es ordinario iniciarla el viernes y concluirla el lunes siguiente. Pero a este triduo se le debe agregar el trabajo oculto, realizado la tarde y noche anterior a la salida al cerro, tiempo cuando un grupo de mujeres molenderas y cocineras preparan los tamales, el pollo y la torta en los mismos oratorios de linaje de cada asociación, donde se convierte, durante ese tiempo, en una suerte de “cocina del inframundo” [Figuerola 2014].

La cueva llamada “troje” se sella con abundantes pétalos de rosas rojas. “Son la sangre de Cristo, la que debe dar fuerza a la semilla y a la tierra para que se glorie —alcance la gloria— el maíz”, sostiene Maximiliano Calixto Maravilla, el mēfi mayor de San Miguel Ameyalco [comunicación personal, 15 de agosto de 2018, San Miguel Ameyalco, Estado de México]. Al concluir las tareas de mantenimiento, cuando todos regresan a sus pueblos para retomar sus oficios de amas de casa, comerciantes, albañiles o tejedoras, es altamente probable que, al amparo de lo incógnito del monte, los mēfi de otros pueblos suban al mismo cerro, desentierren la semilla y esparzan sobre ésta huesos de capulín o pétalos de flores blancas: “Ahí donde nosotros dejamos sangre, otros cabrones subieron a dejar hielo, granizo”, explica un mēfi de Huitzizilapan. Esta acción —una verdadera declaración incógnita de guerra— inspira tanto el deseo de venganza como la permanente desconfianza y sospecha entre “trabajadores”. El mismo Maximiliano Calixto nos señaló que un par de cuervos con frecuencia revolotean sobre ellos a una distancia prudente cuando trabajan en las cimas: “Los envían los otros, los que trabajan lo negro, para vigilarnos. Al rato ellos sabrán qué hicimos y van a querer subir para deshacer nuestro regalo”, remata [[comunicación personal, 15 de agosto de 2018, San Miguel Ameyalco, Estado de México].

El circuito de rapacidades está a la vista y puede resumirse con la siguiente reflexión de un mēfi:

Dios es corajudo con nosotros, y la gente es envidiosa y también nos molesta mucho. De verdad, mucho sufrimos. Por eso, siempre que vamos a una salida, a un cerro para dar mantenimiento, decimos que vamos con gusto/con armonía, porque esa es la única forma que el Divino Rostro reciba nuestro trabajo. [Pascual Mendoza, comunicación personal, 7 de junio de 2015, San Francisco Xochicuautla, Estado de México].

Si algo supo con claridad, el mēfi Pascual Mendoza, fue vivir de manera constante entre el humor variable del Dios al que sirvió y el temor de la capacidad destructiva de la envidia (poderoso sentimiento, nido en lo más hondo del corazón humano). Según nos contó, al menos en seis ocasiones estuvo a punto de ser asesinado, si vivió para contarlo fue gracias a que, en medio del monte, el Divino Rostro le sugería tomar atajos o cegaba momentáneamente a quienes pretendían arrebatarle la vida. Murió al inicio de la pandemia por covid-19, en marzo del 2020.

La combinación de ambas violencias tiene como resultado que la existencia de estos hombres y mujeres se desarrolle bajo un riesgo constante, del cual ningún mēfi legítimamente “rayado” puede escapar. La hipótesis guía de nuestra investigación es simple: su chamanismo se encuentra atravesado por un sofisticado mecanismo predatorio de naturaleza dual que lo convierte en el destino de la ira y la violencia proveniente de los existentes divinos a los que entrega su cuerpo y del resto de la comunidad humana a la que sirve, en especial de su círculo más inmediato (otros mēfi). Este doble eje de violencia se explica en el discurso de quienes la padecen como una marca ineludible cuando demuestra su elección por parte de Dios: “Si a Cristo lo humillaron, lo corrían de los pueblos y lo perseguían hasta finalmente matarlo, ¿qué nos espera a nosotros, sus cuerpos?”, sostiene Andrés Terrazas, un anciano mēfi de La capilla, Huitzizilapan [comunicación personal, 1 de noviembre de 2016, La Capilla, Huitzizilapan, Estado de México].

Las fuentes históricas apoyan la relación potencialmente riesgosa y violenta entre el Divino Rostro y su cuerpo humano, cuyos desencuentros y reclamos se viven en el muy especial mundo de los sueños. En 1805, fray Benito María Moxo cita un testimonio recogido en Huixquilucan acerca de la ira de los embuehes (mbœhe), los ídolos de barro que representaban a las deidades ancestrales y visitaban en la noche a los curanderos, quienes intercedían por los enfermos:

[…] Aquellos indios veían a sus pretendidas deidades no como unos númenes benéficos y amigos de los hombres, sino como unos tiranos que exijan continuos y a veces penosos homenajes y sacrificios por su solo gusto y capricho. Los imaginaban armados con flechas envenenadas, que disparaba infaliblemente contra sus adoradores al menor descuido u olvido que éstos tuviesen. Su justicia era una pasión cruel que, como no se templaba nunca o casi nunca con la bondad y compasión, excluía el tierno y dulce amor y sólo producía un terror pánico y un miedo extremadamente servil.

Cuando un indio enfermaba o alguno de sus parientes, cuando peligraba la cosecha o experimentaba algún mal, se acudía al adivino para preguntarle sobre el porqué del enfado de los embuehues. Sólo se podía conocer este asunto por este medio de un adivino, quien lo escuchaba con gravedad y circunspección, para luego decirle que acudiera al día siguiente para conocer la respuesta. Al otro día y montando en cólera, le decía: “¿por qué vienes a consultarme? ¿debo yo acaso pagar tus delitos? Esta noche se me han aparecido en sueños los embuehues pero con rostro airado y con un duro látigo en la mano. En vano procuré calmar su furor. Como representaba yo tu persona y me esforzaba en ser tu medianero, me trataron con extrema violencia. Me molieron a golpes, pasaron y volvieron a pasar sobre mi cuerpo, y se retiraron por fin dejándome tendido en cama y medio muerto; y me mandan a que te diga que todos tus males te sucedían porque no les llevabas flores, velas, tamales, incienso y otras ofrendas, como lo practicaron tus antepasados. También me dijeron que en caso de que no hagas lo que te piden te castigarán más hasta matarte a ti, a tus bestias, tus hijos” [Moxo 1999: 323].4

Un siglo después, el erudito y sacerdote católico, Ángel María Garibay Kintana, da cuenta de la ira de los dioses otomíes, a partir de los testimonios que recoge durante su paso como vicario de la parroquia de Huixquilucan, en las primeras décadas del siglo xx (2006). El “adivino” aludido por Moxo es sin duda el mēfi, en cuyo cuerpo se cebaba la cólera divina por culpa de la desmemoria [Garibay 1957].

2. Ts’ingoni (el rayo): pensar por figuras

El Divino Rostro, su caballo, los mēfi y el rayo surcan el mismo cielo. Esta ligadura es una verdadera marca ontológica entre los otomíes de la región que ha sobrevivido con buena salud a lo largo de los siglos. Así lo demuestra el expediente 19 del volumen 79 del fondo de Bienes Nacional del Archivo General de la Nación de México (agn), donde se refiere a una querella entre los indios del pueblo de Huixquilucan (actual Estado de México) contra su cura beneficiado, el bachiller Ignacio Segura Troncoso, en el año de 1693. La arbitrariedad del cura en el cobro de aranceles, presionando a los indios al confiscarles sus sombreros, los abusos en obligarlos a sembrar sus tierras y en proveerle de molenderas que le hicieran tortillas, además de las peculiares formas de reprenderlos por su inasistencia a la misa — golpeándolos con el hisopo del agua bendita en la cabeza— y los pleitos con los alcaldes, a quienes le quitaba las varas de mando para azotarlos con ellas, fueron acciones que obligaron a la audiencia a poner preso al cura en la casa parroquial y que se llamaran testigos para dirimir el caso.

El cura también alegó en su defensa los agravios que recibió y expuso, por medio de sus testigos de descargo, la causa profunda por la cual los indios le aborrecían: la contumaz y escandalosa superstición que nublaba su razón, ensombrecía sus corazones y amenazaba sus almas.

Más allá de lo ofrecido por el expediente, en materia de los modelos de ejercicio del poder eclesiástico, las respuestas y estrategias de resistencia indígena, en especial sobre este documento, nos ofrece un par de datos que el cura consignaba acerca de la muerte por rayo y sus efectos en la reincidencia intolerable de la superstición otomí. Un testigo del bachiller declara tener conocimiento:

[…] de que los indios del mismo pueblo de San Francisco [Ayotuxco] habían enterrado un indio en el cementerio de su autoridad, sin ser costumbre con viejos [y con riesgo] de que se lo comiesen los marranos u otros animales , y que el motivo fue haberlo muerto un rayo, y habiéndolo desenterrado [dicho bachiller] le halló lleno de flores y que el fiscal y otros muchos de los indios que estaban con coronas vigilando alrededor del cementerio se negaron a que le enterrasen en la iglesia, diciendo que los compañeros del rayo, a quien ellos llaman Ángel, vendrían a quemarla [agn 1693: f.83].

El dato es inquietante. No sólo por el empeño del cura en desenterrar al difunto —cosa que causó el estupor de los indios—, sino por la breve descripción del ceremonial funerario, en el cual destacaban las flores para el cadáver del “rayado” y las coronas de flores que portaban quienes lo sepultaban. La determinación del pueblo por enterrarlo en el campo y no en el atrio de la iglesia se debía, según los interrogados, a que siendo ahora el “rayado” compañero del Ángel, es decir, un ángel él mismo, al enterrarlo en la iglesia —escondido— haría que sus compañeros, intentando rescatarlo, quemar el edificio; esto habla del poco respeto de los rayos-ángeles por cualquier cosa cuando se impide rescatar a uno de los suyos. El empeño del cura por desenterrar a los muertos o desamortajarlos se dio a partir cuando descubre que “iban muy abultados” y al examinarlos notó que los indios les colocaban ayates nuevos, coas o hachas, porque “trabajarían en el otro mundo”, sembrando o “acarreando piedras”. Un exasperado bachiller halló en otro difunto, además de la ropa, “un quimil de tortillas y seis reales en la boca” [agn 1693: 92 y 92v]. Volviendo al caso del “rayado”, otro testigo señaló que:

Cuando desenterraron al indio que mató el rayo tuvo noticia que lo halló enrosado y enterrado en el cementerio, y a dos indias con corona de flores, las hermanas del difunto y se llaman Angelina y Nicolasa. Y este testigo oyó repicar a el tiempo que los enterraron, y tuvo entendido que era una criatura y en tiempo del doctor Antúnez sucedió que mató otro rayo a otro indio y que lo enterraron de la misma manera, y con mucho repique y muchas flores, y habiendo llegado a noticia del dicho cura de los castigos, luego ahí en la puerta de la iglesia y ha oído decir que los dichos naturales están entendiendo que “el que mata un rayo se va al cielo por compañero de San Gabriel, y que queda una de aquellas que se ponen las flores por sacerdotisas [agn 1693: 93].

El “rayado” fue sepultado, cubierto de flores, además se le dio el trato de un hombre virgen o sin descendencia, como si de un niño se tratara; esto nos obliga a pensar en la relación entre el rayo y la infancia y las que se establecen entre los rayos, la lluvia, los tlaloque y los ángeles, como se aprecia en la obra de Glockner [2016]. Constatar la existencia de un linaje y un sacerdocio indígena, ligado al rayo, y la creencia que los humanos muertos por rayo son compañeros de los ángeles, fueran, para el cura, razones suficientes en consolidar su defensa ante la audiencia —la disciplina y correcciones, empleadas por él, eran de urgente aplicación entre los pueblos de su curato— en donde el demonio era en realidad quien gobernaba el alma otomí. El expediente informa, además, sobre la existencia de cultos al demonio en lo secreto, en la montaña, encubierto por la figura del Arcángel Gabriel, al cual lo llevaban en procesión al cerro y con ofrenda de muñecos, frutas exquisitas, pan, pulque, tamales, gallinas cocidas y palomas vivas que amarraban en el altar del monte y a las que un indio subía cada día a darles de comer. El cura también denuncia las prácticas de brujería para sanar enfermos, en rituales oficiados por un hombre de Atarasquillo,5 a quien le llamaban “el viejito”; este hombre restregó el cuerpo de un enfermo con una culebra hecha de tochomite6 e hilos de colores, posteriormente fue arrojada al río. La ceremonia, denuncian los testigos, se hizo en una casa delante de un altar presidido por un muñeco de palo a caballo, otra muñeca de barro (ambos con listones), además de incienso, mirra y copal. Estas ceremonias se replicaban también en cada barrio, donde tenían sendos oratorios en cuevas naturales o construidas por los indios [agn 1693: 109-138].

Éste y otros testimonios nos dan cuenta de una sierra llena de pueblos —en el lenguaje de los curas— “infestados” de superstición. Prácticamente desde el siglo xvi y hasta el día de hoy los curas han sido enfáticos en la denuncia y exhibición pública de la idolatría otomí que, encubierta bajo una excesiva afición hacia las imágenes de los santos, las limpias y las romerías, se mantiene maravillosamente oculta a la vista de todos [Hernández 2018a]

Casi siglo y medio, después de este pleito, vio la luz en el año de 1834 en la Imprenta de la Testamentaria de Valdez, ubicada en las calles de Tacuba y Santo Domingo, en la Ciudad de México, el Catecismo de la doctrina cristiana en lengua otomí traducida literalmente al castellano, del padre Francisco Pérez; fue un libro pensado para el uso de sacerdotes destinados a ejercer el ministerio sacerdotal entre los otomíes, incluía en su interior, con numeración independiente, un Manualito Otomitica —una suerte de guía sacramental. En lo referente al sacramento de la penitencia, el cura preguntaba al penitente otomí lo siguiente:

Ya sabes que te acercas a este sagrado confesionario para que le confieses a Dios todos tus pecados, ahora que hay remedio, y antes de que Dios se enoje, y ejecute su divina justicia, que ya muchas veces ha vibrado sobre tu cabeza, ya con rayos, ya con enfermedades, ya con guerras, ya con hambre (ya con ña juēi, ya con ñan giennî, yá con ña thûnhî, nhê ra tjûûjû) [Pérez 1834: 5].

Una vez iniciado el sacramento, el confesor cuestiona las creencias de los indios respecto del destino post mortem, con un énfasis especial en los barrenderos (maxi):

¿Has creído o le has hecho creer a alguno que aquellas almas que están en el purgatorio porque no se acuerdan de ellas, están pidiendo venganza contra tu enfermo, y se lo han entregado a los barrenderos (esto es) a los que murieron de puñaladas, de rayos, de parto, y ahogados y dices que este es el golpe que han dado a tu enfermo?

Rangue gîn in i fênî, bi â án tzʒɥtbi contra ri dâtgî, ja xpi tēt tia maxi, (esto es), nɥh tox xqui dû ra kjuai, ta juēi, ra bôtzî, ó xpi kjôttî, ja gui ênô guegue nhô ran dâtti xan dât nô [Pérez 1834: 9].

En ambas alocuciones, el término usado para rayo es el mismo: juēi, Una revisión modesta de los diccionarios nos revela que, en efecto, el sustantivo juēi resultaba, en su variante nohuēy, de uso común en el otomí del siglo xvi. El Arte breve de la lengua otomí y vocabulario-trilingue (1605), de Fray Alonso Urbano, indica en castellano, náhuatl y otomí las siguientes entradas: Rayado con rayos. (Náhuatl): Tonameyo, tonalmiyo, pepetlacac. (Otomí): yyottzi, yticcuēti, yhitzæte, ytinequi; Rayo del cielo. (Náhuatl): Tlahuitequiliztli. (Otomí): nohuēy; Muerto de rayo. (Náhuatl): Tlahuitecoe. (Otomí): nomehuēy; Rayo, caer. (Náhuatl): Tlauiteco. (Otomí): Naphenohuēy. [Urbano 1990: 364].

“Y la luz se hizo carne, y puso su casa entre nosotros”. Esta paráfrasis del inicio del Evangelio de San Juan remite al énfasis que la religión y la cultura judía ponen en la palabra, considerando al misterioso ser divino como un “verbo” encarnado. Entre los otomíes del Estado de México no es la palabra la que se encarna, es el rayo una misteriosa entidad dual, el que tira, pero es la centella la que levanta, al mismo tiempo, es el Divino Rostro y cuando está “cayendo” (descansando, eligiendo un lugar o una persona) se convierte en el operador cosmológico por excelencia, paradójicamente, perturba al mundo, lo ordena; prescribe y establece redes de alianza y consanguinidad entre sus elegidos y servidores, quienes, de manera simultánea, son “sus esposas, sus hermanos, su cuerpos”. Cuando elige ciertos humanos, los convierten en “cambios” o “relevos” de especialistas rituales difuntos o retirados de las arduas tareas del cosmos en movimiento, incluso confirma su autoridad en el mundo solar

En el mundo otomí serrano el rayo, el Señor del Rayo, el rayito, no son evocaciones de un meteoro de un rango similar al del arcoíris, las nubes, la lluvia, tampoco es sólo un personaje mítico, es la base de un fértil régimen cognitivo que tiene, entre sus características innegociables, la sólida adhesión de la religión otomí a “pensar por figuras”, como lo sugiere Chaparro [2013], mediante de un complejo sistema de configuración del cosmos, cuyos pilares categóricos son 1) la economía del sacrificio y 2) la afinidad predatoria, de los cuales nos ocuparemos más adelante.

En sentido estricto, el rayo desafía y confirma la noción otomí de una verdadera teoría de la dividualidad o, en palabras de Alfred Gell, de la “persona distribuida” [2016]; una de sus propiedades es la de ser expresada por medio de un “pensamiento figural” [Lyotard 1977: 11-26], sincrético y barroco, aglutinante y sujeto a constantes flujos de veneración e interpretación, permitiendo que el conjunto de acciones ceremoniales sean al mismo tiempo una liturgia narrativa y un discurso operativo. En este conjunto coherente, el rayo se erige como el detonador de las metáforas que ponen al mundo en marcha.

En la Sierra, la iconografía cristiana proporciona elementos donde el rayo se torna la espada de San Miguel, la lanza de San Jorge, la palma vegetal de Santa Bárbara (acompañada también de un rayo), el cetro del Señor de la Cañita, la llave de san Pedro y nuevamente la espada de San Pablo o el cuchillo de San Bartolomé. El rayo es evocado en las plegarias musicales chamánicas7 , donde los mēfi piden al Dueño del Mundo (Nzoya) les envíe lluvia/rayo/relámpago/cuarta/nube, un conjunto de elementos para que el maíz “no se desmaye” y que la tierra “agarre fuerza”. Al preguntar sobre la cuarta, obtuvimos como respuesta que “la cuarta es el pedazo de cuero que trae el señor Divino Rostro para arrear su caballito ‘regador del cielo’; es su chicote o su cuarta con la que castiga al pecador o a los corderos que se andan desbalagando. La cuarta es pues el rayito”, sostiene Gerardo Fuentes, mēfi de Ameyalco [comunicación personal, 22 de marzo de 2019, Cerro de la campana, Huixquiluca, Estado de México].

El rayo se encarna en el monte y los mēfi también se saben trabajadores del dueño del mundo, algunos viejos campesinos de los pueblos de San Pedro Abajo (Temoaya), Xochicuautla y Huitzizilapan (Lerma) aluden a dicho dueño como Mixenthe, usando el mismo vocablo otomí que dominaba un grupo de otomíes detenidos por su cura en 1817, acusados de ofrecer ceremonias a aquel “caballero, español, dueño del monte”. La raíz mix alude también al gato y unido a thē (monte) se entiende como “el gato del monte”. En la iglesia de este último pueblo existe, escondida en una esquina del muro sur, el fresco de una cruz flanqueada por dos felinos; algunos viejos aún los señalan como “los dueños”. Ángel y rastreador de compañeros, cazador de cuerpos y pastor de almas, prótesis manual del Divino Rostro (espada, palma, cuchillo, cuarta, culebra, venado o culebra), fabricante de parentescos, alterador del paisaje y marcador de cuerpos, el rayo (ts’ingoni) es una pieza clave del chamanismo serrano y del insondable motor de su pensamiento figural. Pedimos al lector que acompañe esta cartografía cognitiva a partir de itinerarios corporales en clave de la dupla sacrificio/predación, imprescindibles para comprender a cabalidad nuestra argumentación central.

3. La afinidad predatoria

El paulatino abandono de la labor agrícola y la aparición de una clase de trabajador, cada vez más dependiente del comercio o el trabajo asalariado fuera de los pueblos, nos llevaron a pensar que las diferentes versiones sobre los rituales, la cosmovisión o la narrativa mítica al interior de las asociaciones existen no sólo como una natural diferencia entre legos e iniciados, sino como una experiencia campesina compartida entre socios, cuyas actividades, residencia, edad y experiencia cotidiana revisten un sustrato totalmente diferente, aunque no necesariamente distanciada totalmente del antiguo corpus de saberes. Los actuales mēfi (campesinos o no) aún siguen reivindicando su labor dedicada esencialmente al “mantenimiento” del mundo, a la “reproducción de las semillas” y a la procuración de la salud humana, pero sus cofradías son cada vez menos numerosas. En contraparte, los grupos emergentes, dedicados exclusivamente al chamanismo terapéutico, gozan de mayor éxito en la sierra y actualmente congregan a un número mayor de fieles que los grupos tradicionales. El “chamanismo nutricio” [Århem 2001] está siendo relegado a un sitio cada vez más marginal. Y, sin embargo, son precisamente estos nuevos grupos los que están brindando una mejor respuesta al embate de la modernidad y la conurbación.

Las asociaciones que reivindican ser las “legítimas y originales” depositarias de este saber se arrogan también el derecho de encargarse del ritmo del culto en los cerros de mayor poder. Por ejemplo, se reconoce el primado del cerro de La Campana dentro del Espinazo serrano, por ende, de la asociación del pueblo que lo custodia, San Miguel Ameyalco, nombrado como “la cabeza” de los grupos. Los grandes acontecimientos ceremoniales tienen a ese cerro como su centro, implicando el reconocimiento de los mēfi de Ameyalco como los depositarios de los orígenes del saber esotérico. Pero dicha legitimidad es una invariable fuente de discordia, pues provoca que continuamente y con sigilo se esparza la envidia entre los diversos grupos devocionales que piden lo mismo al idéntico dueño del mundo. Nuevamente aparece la voz de don Pascual Mendoza cuando señala:

A veces nos juntamos entre trabajadores, entre méfi, y preguntamos: —a ver, ¿a ti Dios qué te dio? ¿En qué eres chingón? ¿En qué eres el mayor? Y ahí se ve quién tiene qué cosa, quién tiene qué poder. Porque no a todos Dios les dio de todo, a pocos les dio la palabra completa. Y ahí surge la envidia: ¿por qué Dios a unos les dio y a otros no? [Pascual Mendoza, comunicación personal, 15 de agosto de 2013, Xochicuautla, Esatdo de México].

Esta guerra, simultáneamente pública y clandestina, se lleva a cabo por los mismos hombres y mujeres alcanzados por el rayo para gestionar el bien (el trabajo del Señor) y el mal (la brujería). De esta manera se verifica en la Sierra de Las Cruces un doble juego predatorio que hasta ahora no se había descrito con suficiencia, por un lado, la depredación divina para allegarse de humanos, cuya misión sea “trabajar sobre el mundo”; por el otro, el constante latrocinio humano que, cifrado en las claves de la brujería, se dirige en contra de pueblos enteros o personas específicas y cuyo origen es envidia [Trejo 2014]. El envidioso es quien pide granizo, hambre, enfermedad y muerte, siempre para otros y es el mēfi, con frecuencia, el mismo objeto del rencor y la codicia de sus pares. Los peones saben que cada día se mueven entre dos filos: la agresión de Dios por no caminar ni trabajar “como él lo pide” y la de sus “compadres”, quienes siempre están al acecho de querer despojar a otro mejor dotado de lo que legítimamente ha recibido del cielo: “yo tenía [el don de] la palabra, yo podía hacer servicio, pero el envidioso me hizo un daño y me lo quitó, se lo robó”, sostiene Gregoria Crescencio, una mēfi de Temoaya a quien la sustracción de su don la redujo a ser sólo cocinera y cantora de alabanzas [comunicación personal, 12 de diciembre de 2020, san Pedro Abajo, Temoaya, Estado de México]. ¿Quién le hizo eso?, cuestionamos, así que ella sentencia: “¿Quién más?: otros compadres, envidiosos de que a ellos no les dieron lo mismo que a mí” [Gregoria Crescencio, comunicación personal [12 de diciembre de 2020, san Pedro Abajo, Temoaya, Estado de México].

Esta rapacidad “interpares” no es anormal, es ordinaria entre las asociaciones del Divino Rostro, son causa de conflictos que alcanzan consecuencias delicadas; de hecho, es gracias a la envidia que todo el sistema chamánico se mantiene activo, vigente y en continua reflexión, es el lubricante de la descomunal máquina, la religión del monte. Por sospecha o por certeza, por indicios o murmuraciones, la envidia altera a los socios a tal grado que cada servicio, es decir, cuando el Divino Rostro o la Virgen “agarran el cuerpo” de uno de sus trabajadores, son ellos mismos quienes alertan a sus hijos contra esta maldad, además, el poderoso sentimiento homologa a todos los mēfi bajo el tamiz de una desconfianza integral; en los cerros-santuario cualquier persona podría ser un “compadre”, un aliado, un brujo, un enemigo y un adorador del diablo, ésa es la explicación de las exageradas fórmulas de cortesía que acompañan cada saludo, cada invitación, aceptada o no, para comer, cada favor o solicitud presentada, cada gesto y palabra dicha en voz alta, cada mirada y cada silencio.

Este registro se dirige a reforzar una cuestión afectiva cuando atiende al uso del diminutivo “compadrito” como constante en la denominación del vínculo parental, situación alejada de la realidad ordinaria, en la que la envidia, la competencia y la rivalidad son más constantes que el cariño y el afecto. Entendido como un mecanismo de solidaridad, afecto, reciprocidad, comensalidad y donación de energía, la noción del compadrazgo serrano puede ser tan útil como gravosa, con base en su punto de partida o llegada; dicha opción parece ser la elegida por las monografías citadas, la cuales no suelen plantear abiertamente las preguntas sobre la forma en cómo el parentesco opera más allá de las categorías de “ritual” o “espiritual”. El parentesco por alianza atañe, sin distinción, al matrimonio y al compadrazgo. Será acaso por ello que Miguel Alberto Bartolomé acuña el término “parentela” para definir: “[…] el grupo de potencial relación y acción parental integrado por todos los parientes consanguíneos, afines, por alianza y por compadrazgo, de un ego” [Bartolomé 1997: 96]. La vía parental construye identidades más allá de los tópicos esencialistas. Por tanto, en la Sierra, si no se es pariente, es prácticamente imposible transformarse en mēfi, en carne y cuerpo de Cristo. El problema encuentra una ruta de aclaración cuando socios y mēfi construyen esta alianza de compadrazgo sin importar el origen de la enfermedad que los hizo parientes, aunque sólo éstos accederán al grado de alianza conyugal con el Divino Rostro.

Conclusiones

“Encoronado”, “enrosado” y “encapillado”, muerto y resucitado, presa y sacrificado, renacido y desposado, el mēfi es cuerpo del Divino Rostro y la Virgen de Guadalupe, ocasión que se manifiesta explícitamente cuando la voz de uno y otro son la misma, cuando el fluido aéreo de la voz circula sin restricción entre uno y otro. Estos “cuerpos de Cristo”, asperjados por la sangre de las palomas, que son el Espíritu Santo, carecen de vida propia, “ya no se mandan solos” y su dedicación exclusiva es a trabajar y caminar el sendero de Dios. Sin embargo, llamará la atención cómo estos hombres y mujeres desempeñan su labor con intensidad casi todo el año, aunque con tres periodos de inflexible inactividad que enunciaré sin explicar por ahora: a) En el triduo de Difuntos; b) el Carnaval y c) la Semana Santa. En estos periodos pesará sobre ellos una severa interdicción de “trabajar o hacer trabajar al Señor” por razones diversas en cada caso, aunque con un común denominador en los tres periodos, mejor explicado por medio de las frases: “el Señor duerme”, “el Señor está indispuesto”, como una señal velada de que los dioses atraviesan días aciagos cuando su poder queda en suspenso. Hay incluso días de la semana cuando esta condición se repite, es prácticamente imposible “trabajar limpio” los días miércoles y viernes, señalados como días en los cuales Dios simplemente no responderá y el trabajo, si alguna eficiencia tiene, será por obra del diablo, indiscutible ganador de la ausencia de Dios. “En esos días el señor no responde: está como retirado o tal vez está impedido de hablar”, señala un mēfi de Ameyalco [comunicación personal, 30 de mayo de 2017, Ameyalco, Estado de México].

Los tiempos de suspensión del poder celeste son un buen pretexto para volver sobre el problema de la “encorporación”. Durante las fiestas de los Fieles Difuntos y el Carnaval los muertos están presentes en los pueblos, en las comunidades humanas, pero con motivos diferentes, en la fiesta de los Fieles Difuntos su presencia es esperada en el ámbito familiar, con el fin de compartir la mesa preparada para ellos, pues vienen a levantar la cosecha; en el Carnaval se hacen presentes como ancestros, para combatir contra el gran predador de carne humana, el toro, y para preparar la siembra. Así, durante el mes de noviembre y con sus sutiles esencias, saturando el ambiente, van comiendo aromas de casa en casa donde son convocados por medio de inscribir sus nombres en las ceras del altar doméstico. En cambio, los altares del Divino Rostro de las capillas-oratorio reciben durante el día de Todos los Santos su propio regalo, no sólo para aquél, sino para todos los mayores difuntos que ahora comparten con él el indefinido mundo-otro, esto lleva a expresar a un mēfi de Huitzizilapan: “En donde está el Señor están también todos los mayores difuntos” —aderezado a nuestra propia reflexión, nos empuja a postular que en más de una ocasión la diferencia entre el Divino Rostro y algunos muertos es imprecisa, casi inexistente. Esta declaración está confirmada cuando, por medio del “servicio”, los mēfi o algunos humanos difuntos reciben el permiso de hablar desde el espacio donde su existencia se ha mudado. Con frecuencia Dios permite a un difunto que hable con sus deudos, dejándolo al habla como si se tratara de una charla telefónica: “Aquí está conmigo mi hijo N., y les quiere hablar algo mis hijitos, ahí se los dejo”, se escucha con estas u otras palabras cuando se requiere una orientación o apoyo en el procedimiento ritual, siempre desde el mundo-otro.

La pasión del cuerpo de Cristo se actualiza en los cuerpos de los trabajadores durante los “días grandes” de la Semana Santa, al menos desde el Viernes de Dolores hasta el Domingo de Resurrección. En este periodo la interdicción del trabajo de los mēfi se repite, pero las razones son diferentes: la Semana Santa es también tiempo “peligroso”, “delicado” (sunt’tui), debido al irrenunciable sufrimiento para los trabajadores, pues la muerte de su Maestro se reactualiza durante estos días, “en la Semana Santa te duele todo, amaneces quejumbroso, con malestar en las manos, la cabeza, los pies y el costado. Ahí mero donde clavaron o hirieron al maestro. Tienes sueño, tienes sed: son días de mucho padecer”, declara Pascual Mendoza [comunicación personal, 30 de abril de 2016]. De suerte que este periodo es, para los mēfi, una estación para reproducir los mismos padecimientos de Cristo en el Vía Crucis y la Crucifixión. Leocadia Flores lo resume de esta forma:

La Semana Santa es peligrosa para nosotros. No podemos hacer nada, sólo acostaditos, sin trabajar ni llamar al Señor, porque Él está tendido, está difunto también en estos días de gloria. Ya resucitará y entonces le hablaremos, trabajaremos con Él. Pero ahorita no. Hay algunos que salen al monte por leña, por ejemplo, para el fogón de la casa, pero sólo deben recoger la madera que está en el suelo porque si hachan un árbol, éste se puede quejar y lanzar las astillas directamente a los ojos, a la cara o brazos del leñador. Los árboles también sufren en estos días8 . La gente nos pregunta que por qué nosotros padecemos y es que nos encoronamos, cargamos la corona de espinas, la sangre del Espíritu Santo, somos cuerpos de Jesús. Y si él sufre, nosotros igual [Leocadia Flores, comunicación personal, 11 de abril del 2016, san Pedro Abajo, Temoaya, Estado de México].

Es así que en Semana Santa el muerto es uno y múltiple, fractal: Cristo y sus “encorporaciones”, los mēfi. Estas dualidades pasivas saben que los “días de guardar” se viven mejor al amparo de la propia casa, donde el altar del Divino Rostro no recibe sahumerio ni copal en la mañana, tampoco un plato con una porción de la misma comida que la familia del mēfi comerá: incluso la muerte impone un ayuno inapelable. En alguna capilla-oratorio pudimos presenciar que durante este periodo las imágenes son cubiertas con paños, como se hace en las iglesias de los pueblos, aunque, por supuesto, este recubrimiento opera en los templos de los pueblos serranos por razones distintas; en las iglesias las imágenes se velan para centrar la atención sólo en la cruz de la pasión; en los oratorios, se efectúa esta acción para cancelar, durante unos días, la capacidad de ver que tienen los santos. Sin esta potencia, su poder tiende casi a cero9 . Así, si los mēfi no dudan en participar activamente en el carnaval, travestidos o enmascarados, compartiendo el súbito frenesí propio del tiempo carnavalesco. En cambio, en Semana Santa no suelen sumarse a las representaciones vivientes de estos días, durante los cuales los pueblos serranos se convierten en destinos turísticos, gracias a las cadenas de televisión estatales que divulgan dichas festividades masivas en horarios de máxima audiencia. Las razones para esta participación se expresan en la exégesis sobre el hecho de que estas “Judeas” son, en efecto, “meras representaciones”, “simples simulacros, pues las gentes nomás actúan, como en las [tele]novelas: pero no sienten lo que sintió el Señor de verdad. Nosotros sí que lo sentimos, por eso somos sus cuerpos, y por eso nos duele y mejor ni nos levantamos de la cama, porque luego no podemos ni caminar” [podemos agregar: Leocadia Flores, comunicación personal, 11 de abril de 2016, San Pedro Abajo, Temoaya, Estado de México].

La rapacidad humana elige también el mismo camino, no son pocos los ejemplos de ataques de brujería mediante la ingesta de comida “preparada”. La yecta (dieta) no es una cuestión nimia. Pero lo mēfi están atrapados en un doble registro predatorio: el de Dios, quien elige sus cuerpos humanos, y el de la envidia, cuyo efecto pretende eliminar privilegios y equilibrar las diferencias al interior de las comunidades humanas. Continuamente los mēfi se asocian estableciendo relaciones de compadrazgo con quienes han sido designados miembros de un colectivo congregado contra su voluntad y que deben, por todos los medios posibles, mantenerse en un trabajo, con la pretensión de ser perpetuo.

De las dos rapacidades enunciadas, la humana (envidia) es el motor que produce y potencia la primera (la toma de cuerpos). La guerra entre mēfi empieza con desplegar ante los pares sus capacidades, pasa por el exterminio de casi todos los socios de una agrupación específica y continúa con los trabajos oscuros que atentan contra el sustento de pueblos enteros. Así, las certezas se erosionan, pues entre aquellos nunca se sabrá con rigor si el “compadre” —teóricamente un aliado— con el que se comparten días de “trabajo de Dios” será quien, días después, suba en secreto al monte para deshacer la mixa que pide la fecundidad de las semillas para conjurar el hambre los pueblos. “De entre todos los compadres, nunca jamás se sabrá quién hace la chingadera”, repetía, casi como un mantra, don Pascual Mendoza [comunicación personal, 8 de agosto de 2017, Xochicuautla, Estado de México].

“Compadre”: sinónimo de afín, por tanto, de potencial enemigo.

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Notas

1Los mēfi son los especialistas rituales otomíes de la Sierra de las Cruces y Montealto. Su nombre otomí se traduce como “trabajador”.

2Esta sierra es un conjunto orográfico enclavado dentro del Eje Neovolcánico Transversal, en el Altiplano Central de México y se erige como un espinazo montañoso que separa los valles y cuenca de México y Toluca, en una trayectoria que corre de norte a sur, siendo su punto más austral el municipio de Huitzilac, en el Estado de Morelos, desde donde se extiende hacia el norte hasta llegar a Jilotepec. En su discurrir, la Sierra atraviesa una veintena de municipios del Estado de México y hasta cuatro alcaldías de la Ciudad de México.

3Durante la pandemia por covid-19, el mbœhe se presentaba en los pueblos en forma de médico o enfermera, en busca de gente para exterminar, no sin antes despojarla de grasa o líquido de rodillas, tal y como se reportó en otras regiones de México y América Latina.

4Negritas nuestras.

5Atarasquillo es un territorio dividido en dos pueblos, Santa María y San Mateo. Ubicado a casi 15 km al norte de Huixquilucan. En la época prehispánica, Atarasquillo, Huixquilucan, Xochicuatla y Huitzizilapan fueron parte del mismo señorío, cuya cabeza era Cahuacán, hoy Santa María Magdalena; ubicado en Nicolás Romero, México.

6El tochomite (Hamelia patens), también llamado mazamorra, coralillo, hierba santa cimarrón, hierba coral y rompetilla) es un arbusto de la familia Rubiaceae, de 1 a 4 m de alto, con estípulas triangulares de 2 a 4 mm de largo.

7Conocidas como “punto”, capaces, mediante la voz y el tono exacto de la melodía, de “abrir” o “cerrar” las puertas del cielo.

8Árboles sufrientes, cruces aquejadas, Cristos quejosos, etcétera.

9En San Francisco Magú registramos que en su capilla-oratorio, la cruz del Divino Rostro se saca de su altar y “se tiende” en el suelo, “pues es difuntita”. Durante la noche del Sábado Santo será levantada gradualmente conforme se reza un rosario de cinco misterios, hasta quedar definitivamente levantada a medianoche, “la hora de la resucitación”.

Recibido: 03 de Noviembre de 2023; Aprobado: 01 de Diciembre de 2023

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