Desde hace ya algunos años, formo parte de la Cátedra Libre de Estudios Filológicos Latinoamericanos “Pedro Henríquez Ureña”, de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Desde el espacio de la cátedra, varios colegas (Daniel Link, Cecilia Magadán, Rodrigo Caresani, Miranda Lida y yo mismo) hemos dictado cursos de grado y de posgrado y hemos organizado encuentros académicos con estudiosos que han enfocado diferentes aspectos de la obra de Henríquez Ureña. Como parte de las actividades de la cátedra, nos propusimos, además, pensar, entre otros problemas, la construcción histórica de un saber filológico en el ámbito de América Latina. El trabajo con el pasado, la indagación de archivo, la búsqueda de materiales poco o nada explorados y la relectura de otros más conocidos con preguntas novedosas son, para nuestra cátedra, cuestiones fundamentales. Asimismo, el diálogo entre América Latina y otros espacios de producción de saber filológico es un punto importante de la reflexión que planteamos, y, en este aspecto, por razones históricas conocidas sobradamente, el diálogo entre el saber filológico que se plantea desde España y las configuraciones americanas del saber tienen un papel sustancial.
Teniendo en cuenta este marco problemático de fondo, me interesa en este artículo pensar las proyecciones americanas de un aspecto concreto de la producción de saber de Miguel de Unamuno. Ese aspecto concreto es su reflexión filológica, entendida como una reflexión sobre las lenguas, una reflexión que, si bien dialoga con otros campos, como el de la gramática, los estudios lingüísticos y los estudios literarios, tiene su nivel fuerte de especificidad. Un nivel fuerte de especificidad que interroga a los sujetos que lo producen y los ámbitos institucionales desde los que lo hacen.
En el ámbito español, la dispersa y asistemática “obra” filológica de Unamuno ha sido leída de manera recurrente en función del montaje de un imaginario fuertemente ideológico, atravesado por el panhispanismo, por la centralidad del castellano.4 En este punto, se recuerdan las intervenciones de Unamuno con respecto a las lenguas de España diferentes del castellano (vasco, catalán, gallego), lenguas que Unamuno había estudiado con detenimiento, sobre todo la lengua de su región natal, el vasco, a la que le dedica su tesis doctoral titulada La raza vasca y el vascuence, defendida en la Universidad de Madrid en 1894, y algunos importantes textos de su primera etapa.5
Se sabe que en este punto la posición de Unamuno —explayada en su célebre texto “Su majestad, la lengua española” (de 1908) o en su participación en el debate parlamentario sobre el estatuto de autonomía de Cataluña en 1932—6 puede resultar incómoda en la medida en que apuesta y propugna el uso del castellano por sobre las otras variedades españolas, por razones históricas, políticas y culturales.
Sin embargo, entiendo que, leídas desde América Latina,7 las intervenciones sobre las lenguas de Unamuno funcionan de una manera distinta. Tienen una resonancia diferente de las resonancias españolistas.8 Es lo que se desprende de la primera apertura que me gustaría hacer a partir de las posiciones del pensador vasco sobre el lenguaje: la que propone Ángel Rosenblat en “Sarmiento y Unamuno ante los problemas de la lengua”, artículo publicado en La Nación de Buenos Aires el 2 de enero de 1944.
Nacido en un hogar judío en lo que hoy es Polonia y que entonces era parte del Imperio ruso y trasladado a la Argentina con su familia, todavía niño, Rosenblat, recordemos, se había formado con Amado Alonso en el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires y había llegado a ser secretario de Ramón Menéndez Pidal en París, a comienzos de la guerra civil española. Cuando publica el artículo sobre Sarmiento y Unamuno, falta poco, solo dos años, para que Rosenblat, como el propio Alonso, como su colega Raimundo Lida (nacido, también él, en un hogar judío, en su caso en Lemberg, en la Galitzia austrohúngara), emprenda su camino de filólogo en el destierro —que lo llevará, en su caso, a Caracas, mientras que Lida se instalará en México, invitado por Alfonso Reyes para organizar los estudios filológicos en el Colegio de México— por desencuentros con la gestión peronista de la universidad.
A lo largo de los años, Unamuno ve en el pueblo la sustancia de la lengua, su materia viva. Ese es uno de los aspectos sustanciales que retoma Rosenblat. Asimismo, en varios momentos, recuerda Rosenblat, Unamuno afirma la necesidad de pensar un “sobrecastellano”, sostenido en la comunicación fluida entre las repúblicas americanas y España, una lengua que “debía resultar de la colaboración de todos los hablantes, de cualquier latitud, de cualquier origen”.9 Además, Rosenblat recuerda las posiciones de Unamuno sobre ortografía; en este punto, desde sus primeros artículos, Unamuno relativiza el carácter uniforme de la grafía del castellano y se muestra sensible a una reforma gradual y no disruptiva, en una tradición que el pensador español filia en las propuestas históricas del venezolano Andrés Bello.
Leemos así en un artículo de 1894 dedicado íntegramente a la cuestión ortográfica:
Adoptar una ortografía sencilla y fácil, que haga imposibles las faltas ortográficas, es algo así como adoptar un uniforme. Y si no nos distinguimos por el traje, ¿qué será de nosotros? Si al que lleva levita, se la quitan, y con ella la ortografía y el bachillerismo, y le cortan las uñas chinescas, ¿dónde está el caballero?10
De modo que Unamuno, en sus escritos sobre ortografía, pone énfasis en una cuestión política crucial que, muchos años más tarde, será retomada por Pierre Bourdieu en su reflexión sobre la economía de los intercambios lingüísticos: la distinción.11
En un mismo sentido liberador, el Unamuno leído por Rosenblat se muestra abierto a la adopción de neologismos y de términos extranjeros, en los casos en los que su propio uso en determinadas esferas de discurso y la necesidad lo legitimen.
Con todo, hay un punto que me parece altamente significativo por sus consecuencias políticas en la lectura que hace Rosenblat de las ideas sobre lenguaje en el pensador vasco: Unamuno permite cuestionar el “cacicato lingüístico” (la expresión es del propio Unamuno) que en ocasiones pretenden arrogarse Castilla y España. Reproduzco la cita del filósofo en el artículo de Rosenblat: “La anarquía en el lenguaje es lo menos de temer […]. Derrámase hoy la lengua castellana por muy dilatadas tierras […]. Natural es que en tales circunstancias se diversifique el habla. ¿Y por qué ha de pretender una de esas tierras ser la que dé norma y tono al lenguaje de todas ellas?”12
Además del texto de Rosenblat, quisiera tomar como punto de partida una de las últimas intervenciones de Unamuno, que me resulta especialmente sintomática para pensar los modos de aproximación del pensador español al problema de las lenguas, en especial al problema del castellano y sus proyecciones, digamos así, atlánticas. Se trata de una conferencia radiofónica que acontece en 1935, un año antes de la muerte de Unamuno (y del estallido de la guerra civil) en un volumen colectivo.
El volumen se titula Diez maestros, y fue publicado en Buenos Aires por la Manufactura de Tabacos “Particulares”, fundada por Virginio Grego en 1922. En el volumen se reúnen 10 conferencias en las que participan figuras político-intelectuales de España y de la Argentina: Salvador de Madariaga, el propio Unamuno, Gregorio Marañón, Ortega y Gasset, Manuel Azaña (presidente entonces de la República), Ricardo Rojas, Leopoldo Lugones, Alfredo Palacios, Arturo Capdevilla y, la única mujer, Victoria Ocampo.
Algo notorio en esta compilación es el peso que tiene la reflexión sobre el lenguaje en esta serie de intervenciones, en la medida en que es percibido como un componente, tal vez fundamental, que permite pensar en las continuidades de historias entre España y la Argentina. Así, por ejemplo, lengua y expresión son centrales en las contribuciones de los argentinos Leopoldo Lugones, Arturo Capdevilla y Victoria Ocampo. No podemos detenernos en estas intervenciones: diremos tan solo que en ellas, de una manera o de otra, emerge como un problema crucial, al mismo tiempo estético y político, el problema del lenguaje, conectado con construcciones de identidad y con la problemática de la expresión.
Sin embargo, entre esas conferencias, la que con mayor profundidad trata el tema de la lengua es la de Unamuno, que se titula “Comunidad de la lengua hispánica”. La conferencia puede ser leída como una suerte de síntesis de las posiciones sobre la lengua que Unamuno venía postulando desde sus escritos juveniles, pero también como un espacio de elaboración de algunos elementos que encuentran su proyección fundamentalmente en el horizonte de una filología americana, de una filología novomundana, que desde hace tiempo viene pensando Daniel Link13 desde, entre otros, Henríquez Ureña.
Retomo algunos puntos de la conferencia del 35 que me parece que sintetizan la posición de Unamuno frente a la cuestión de las lenguas.
Un idioma —idioma, originariamente, quiere decir propiedad—, un idioma de habla es una raíz, más que un depósito, de tradiciones, y lleva en sí una visión y una audición del universo mundo, una concepción de la vida y del destino humano, un arte, una filosofía y hasta una religión. No solo se imagina, sino que se piensa, se sueña y se siente en un idioma de habla popular.14
[…]cuando, aseguradas nuestras sendas independencias nacionales, las de los pueblos de nuestra habla, sentimos la necesidad vital de asegurar y consolidar nuestras sendas personalidades colectivas y comunes, nos vemos forzados a fundarlas sobre una Interpopular hispánica, sobre una hispanidad común. Y su asiento es el habla común, a recrecer y recrear la cual contribuyen todos los pueblos, entre ellos el de dialecto castellano, que imaginan, sueñan, piensan, sienten y rezan en ella.15
Con respecto al llamado “Día de la Raza”, institucionalizado en diferentes países de habla castellana en los años anteriores (en la Argentina, el 12 de octubre fue declarado feriado en 1917, durante la presidencia de Hipólito Yrigoyen), Unamuno sostiene la idea de un “Día de la lengua”, en la medida en que el “habla, que es la sangre del espíritu, nos dice de algo espiritual, psicológico, incruento”.16
El habla, además, dice Unamuno en su alocución, “es muy otra cosa que una institución académica”.17 América, por su parte, “será el fundente de sus diversas razas espirituales y dialectales, entre ellas la castellana, nuestro común idioma en vías siempre de transformación y de una mayor integración hispánica; si es que otros idiomas forasteros pueden hacer de hablas catalizadoras, para valernos de una metáfora química”.18
Esta conferencia radiofónica del 35 se instala en un lugar en que se producen varios cruces: el cruce entre oralidad y escritura, el cruce entre discurso crítico-filosófico y reflexiones sobre el lenguaje, pero también en el cruce transatlántico, el cruce entre autores españoles y autores americanos, con un recorte que enfatiza la política, la ciencia y la filosofía. En este recorte, resulta llamativa la ausencia específica de personalidades ligadas de manera directa con el proyecto filológico encarnado en Buenos Aires en el Instituto de Filología, que, como se sabe, en ese momento, y desde 1927, era dirigido por Amado Alonso.19
Llamativamente, ni Alonso ni Pedro Henríquez Ureña ni ninguno de sus discípulos más jóvenes, como Rosenblat o Raimundo Lida, forman parte del grupo de conferencistas, lo que nos permite ensayar una hipótesis: hay allí, en la serie de conferencias radiadas entre España y América, y sobre todo en la conferencia de Unamuno, una suerte de filología expandida, de filología sin un marco institucional específico,20 que permite plantear algunas cuestiones con mayor libertad, y también con menor respeto a los protocolos académicos, que la que puede surgir de la filología académica, que en América, y en especial en la Argentina, se encuentra en plena etapa de consolidación.
Entiendo que habría que reponer las conexiones, pero también las tensiones, entre el proyecto de reflexión de Unamuno sobre las lenguas, una mirada que ha sido llamada “logófila” (“amor a la palabra creadora, / filología”),21 y el proyecto estrictamente filológico, encarnado fundamentalmente en la figura de Ramón Menéndez Pidal, en la sección de Filología del Centro de Estudios Históricos y en la formación de la poderosa escuela filológica española.22
En este punto, quisiera recordar tres hechos que me parecen significativos para pensar la resonancia filológica de Unamuno.
El primero se relaciona con los modos en que Unamuno se concibe en relación con la institución filológica. Como es sabido, el entonces joven filósofo había competido con Menéndez Pidal en el premio para el mejor ensayo sobre el poema del Cid, convocado por la Real Academia. El concurso fue lanzado en 1892, pero para su fallo final hubo que esperar hasta 1895. El premio, en ese momento, seguramente con justicia, quedó en manos de Menéndez Pidal.23 Con el tiempo, Menéndez Pidal organizará de manera eficaz, como dijimos, el campo de los estudios filológicos en lengua española, mientras que Unamuno, como se sabe, asumirá en Salamanca la enseñanza del griego, pero también la de la historia de la lengua española.
Lo cierto es que los intereses de Unamuno sobre la filología y sobre la cuestión de las lenguas en el mundo de habla española continuarán ocupando un lugar prominente en su reflexión hasta su muerte, interés expresado en una serie de conferencias y de artículos breves publicados en medios no académicos, que materializan, si se los lee en serie, una sólida intervención (más de mil páginas en la edición de las obras completas de Afrodisio Aguado, a los que les dedica todo el tomo VI), generalmente polémica, sobre las cuestiones del lenguaje. La serie traza una filología expandida, que se mueve en los límites de lo institucionalizado.
Los otros dos acontecimientos que me gustaría recordar son del año 1925. Entonces, José Bergamín, quien mantiene una estrecha relación filial con Unamuno hasta la muerte del rector de Salamanca en 1936, fecha una obra teatral que titula Los filólogos, pieza que permaneció inédita durante su vida: una “farsa aristofanesca”, según el propio manuscrito, en que se ponen en escena las tensiones entre las formas institucionalizadas de la filología y el espíritu crítico, archifilológico podríamos decir, retomando la expresión de Raúl Antelo.24
Además de “El maestro inefable Don Ramón Menéndez Pidal”, aparecen en la obra personajes construidos de manera evidente como parodias de algunos de los más jóvenes alumnos del filólogo: Américo Castro (que, recordemos, para entonces ya había sido el primer director de nuestro Instituto de Filología), llamado en la pieza “Doctor Américus”; y Tomás Navarro Tomás, que aparece en la pieza como “Profesor Tomás Doble”.
En un momento de la trama, “como un Rey Lear”, aparece desde el bosque Unamuno, que grita: “¡Farsantes! ¡Hipócritas! ¡Fariseos! ¿Qué sabéis vosotros de la palabra? De la palabra viva, sangre y cuerpo de nuestra alma. De la fe, del amor, de la poesía, ¿qué sabéis vosotros? ¡Id a engañar a los tontos con vuestras mercancías, ya que no sabéis descubrir la vida, como los aurúspices, en las entrañas palpitantes del idioma!”25
En Los filólogos, la irrupción de Unamuno produce la catástrofe, la ruina de la filología académica: las fichas de los filólogos terminan en una hoguera “que se desborda y lo quema todo en un súbito incendio grandioso que ilumina la noche en medio de la tormenta. Consternación y fuga de los filólogos”,26 dice la didascalia con la que termina el primer acto de la pieza de Bergamín.
Años más tarde, en 1943, cuando gran parte del trabajo filológico se perdió literalmente en los fuegos de la guerra civil y muchos de los filólogos y poetas emprendieron sus fugas, Bergamín, refugiado en México, escribió un prólogo para la selección de ensayos de Unamuno que publicó la editorial Séneca, prólogo en el que vuelve sobre el problema de la palabra con una mirada que excede la de la estricta filología. Y vuelve sobre la imagen del archifilólogo que, como los sacerdotes del Lacio, despliega el sentido del meollo de la palabra, en “las entrañas palpitantes del idioma”.
El santo oficio de escribir que es sabio oficio de inquirir en las palabras y con ellas el lenguaje que expresa porque exprime la conciencia humana. Es un entrañable presagio o mensaje divino el que las palabras de esta manera nos ofrecen. Por eso hay que aprender a leerlas descifrándolas, desentrañándolas de la sangre lastimosa en que late aún su misterioso estremecimiento. Aprender a leernos a nosotros mismos en ellas.27
Pero regresemos a 1925. Ese año, Unamuno colaboró en el homenaje a Menéndez Pidal, con una serie de “Notas marginales” a las grandes contribuciones del filólogo. Un punto que me parece altamente relevante de este texto es el énfasis en la concepción histórica, vitalista y espiritualista en las cuestiones referidas al lenguaje. “La vida es historia, y la historia es espíritu, porque es finalidad. Los hechos propiamente históricos son teleológicos, son finalistas. Y la lingüística es más una ciencia histórica que no física, y menos matemática.”28
Es decir que, en el homenaje a Menéndez Pidal, y por lo tanto a la filología hispánica, Unamuno subraya el carácter eminentemente histórico de la reflexión sobre el lenguaje, en contraposición a posiciones formalistas. Pero al mismo tiempo, Unamuno se distingue de un cierto materialismo mecanicista, de la “concepción materialista” de la historia, que pone en correlación con el privilegio del fonetismo y con la búsqueda de leyes fonéticas.
Contemporáneamente a Unamuno, en Italia, entre la guerra, los consejos de fábrica, el futurismo, el ascenso del fascismo y la cárcel, Antonio Gramsci29 está planteando una crítica a las posiciones políticas del marxismo ortodoxo y haciendo una analogía para ellos con la cuestión de las leyes fonéticas. Es significativo, además, que el último escrito de la serie de los cuadernos de la cárcel de Gramsci, el cuaderno dedicado a temas de gramática, esté fechado en 1935, es decir, el mismo año de la conferencia de Unamuno que tomamos como punto de partida. Creemos que también lo es que, en ambos casos, la reflexión crítica en torno a las articulaciones entre lengua, pueblo, nación y subjetividad ocupen un lugar prominente.
Es significativo, por último, el lugar del idealismo lingüístico, el idealismo asociado fundamentalmente con Benedetto Croce, tanto en la reflexión de Unamuno como en la de Gramsci. En el caso de este último, el cuaderno final parte —un poco como es habitual en el pensador del italiano— de un artículo de Croce, “Esta mesa redonda es cuadrada”, para mostrar sus limitaciones y pensar desde allí una concepción de lengua en términos de filosofía de la praxis, irreductible en última instancia al idealismo, pero, al mismo tiempo, nutrido de muchos de sus jugos.
A su vez, desde América, un pensador que ha sido recurrentemente puesto en relación con Gramsci estaba también elaborando una crítica de las posiciones más mecanicistas asociadas con el marxismo. Me refiero al peruano José Carlos Mariátegui. En la elaboración crítica del marxismo que elabora el Amauta, es importante, también, la lectura de la serie filosófica idealista, concretamente la lectura directa de los textos de Croce, textos que Mariátegui había conocido en su residencia en Italia a principios de los años veinte.30 Pero importa, también, cierta lectura de Unamuno.
Al respecto, quisiera retomar un artículo que Mariátegui publicó en 1926 en la revista Variedades de Lima sobre La agonía del cristianismo, en el que afirma que Unamuno “no es solo filósofo sino también filólogo. Unamuno es un maestro en el arte de animar o reanimar las palabras”.31 De este modo, Mariátegui anuncia la articulación entre filosofía y filología, de evidente matriz viquiana, que el propio Unamuno plasma en “Paréntesis lingüístico”, un artículo de 1936, el año de su muerte, en cuyo primer párrafo retoma una afirmación que ya aparecía en su clásico Del sentimiento trágico de la vida (1913): “En rigor la llamada filosofía se reduce, las más de las veces, a filología”.32 Desde allí, Unamuno pone en funcionamiento su crítica filológicamente para tensionar “logos”, “grafo” y “cratos”: palabra oral, escritura y poder, tratadas “lingüísticamente”, como el esbozo de una genealogía glotopolítica.33
En su nota del 26, Mariátegui critica la versión del marxismo que había planteado Unamuno, que, como vimos, plantea una correlación entre el materialismo histórico y las leyes fonéticas. Para Mariátegui, como para Gramsci, Unamuno reduce el marxismo a su versión mecanicista y positivista, pero ignora lo que es efectivamente el marxismo tal como se despliega en los escritos de Marx. En la lectura de Unamuno que propone Mariátegui, vuelven el surrealismo (el peruano cruza el “muere de no morir” con el de Mourir de ne pas mourir de Paul Eluard, a quien alude —sin nombrarlo— como “un poeta surrealista”), vuelve Benedetto Croce; vuelve el antiguo congénere de este, Giovanni Gentile, el filósofo del actualismo, convertido en ministro del fascismo; y vuelve Georges Sorel, el pensador y político revolucionario que había terminado con posiciones afines a las del primer Mussolini.
En Mariátegui, vuelve Sorel. Vuelve el herético.
Idealismo y herejía, precisamente, estaban ya en el Unamuno filólogo: el pensador español plantea en su escrito de 1925 sobre Menéndez Pidal una cierta reivindicación del idealismo de Croce (recordemos, además, que Unamuno había escrito un prólogo para la versión en castellano de la Estética de Croce, cuya segunda edición es de 1926,34 el año en que se publica el artículo de Mariátegui al que nos referimos) para plantear una alternativa a las formas “ortodoxas” de reflexión sobre los fenómenos lingüísticos. Mientras que la crítica ortodoxa, según Unamuno, se vale de “preceptos” (de “praecipere, tomar antes”), la crítica herética, que es la crítica que produce la disrupción y la novedad, se vale de postceptos, de un “forjado” postcipere, “que no existe”. De un “tomar después”.
Tal vez ese carácter postceptual de la crítica sea el que esté operando en la cita corrida, filológicamente errática, de Unamuno con la que Rosenblat cierra uno de sus ensayos más importantes sobre el castellano literario y el castellano popular de América y con la que nosotros también, ahora, concluimos:
El lenguaje ha de ser futurista, y el mejor escritor es el que adivina a qué nuevas modalidades va y no el que trata de conservar modalidades que se pierden. Los que hoy acertemos a lo que será el castellano del siglo XXI o XXV escribiremos mejor que los que lo escriban con dejo y sabor del siglo XVIII (El Día, Madrid, 6 de febrero de 1917).35