El personaje que se nos dibuja es en sus carnes Paradoja: sabe sin saber, no sabe sabiendo acaso, sabe sin querer, quiere sin saber qué, sabe que quiere sin saber qué es lo que quiere y a veces duda también de que quiera o de que sepa lo que quiera, vive sin vivir y finalmente muere sin morir. Ese personaje no es, por fortuna o infortunio, literario. Es cualquier yo, cualquier tú, cualquier nosotros o vosotros. Yo mismo soy así: ¿Yo, quién soy yo, este que lee, este que escribe, este que ahora deja de escribir o de leer?1 Eugenio Trías, Drama e identidad.
La creación literaria de Miguel de Unamuno fue muy extensa: publicó más de 600 ensayos, de los cuales 13 son novelas y 154 cuentos. También fue autor de 12 obras de teatro publicadas, más de 50 prólogos, ocho libros de poemas, y más de un millar de cartas2 que actualmente están siendo editadas en forma de epistolario completo al cuidado de Colette y Jean-Claude Rabaté.3 Unamuno elabora una escritura plural a partir de todos estos materiales para así aprehender las ideas que surgen de sus profundas y acertadas intuiciones. Algunos de estos ensayos tienen como origen reescrituras de artículos previos o reformulaciones de obras que no vieron la luz editorial.4 Para referirse a esta producción Unamuno no empleaba la palabra literatura sino poesía, siendo fiel a su rigurosidad con las etimologías clásicas y su inclinación a los juegos de palabras. La poesía es creación, traducción del griego ποιέω, y el poeta, un hacedor. Utilizando el lenguaje poético, este da a luz almas novelescas y trae al mundo conceptos nuevos, inaprensibles con otro discurso. La palabra poética es creación, y otorga un sentido propio con efectos transformadores en la realidad. Esta poiesis es una cualidad divina pues nos posibilita crear de la nada, esto es, dar vida a unas ficciones que se desenvuelven en un mundo y tienen autonomía propia. Es por eso que Unamuno va a considerar su creación artística en general y sus poemas en particular como prolongaciones de su paternidad natural; de ahí el apelativo de “hijos espirituales” con el que en ocasiones se refiere a sus versos.5
La primera novela de Unamuno fue Paz en la guerra, de 1897. Esta obra temprana, que plasma sus recuerdos de la tercera guerra carlista y el sitio de Bilbao de 1874, está muy influida por la novela realista decimonónica y todavía no refleja plenamente sus características propias. Los comentaristas coinciden en que es Amor y pedagogía, de 1902, la primera nivola, en la que ya se aprecian sus señas de identidad. En este relato, una crítica del ideal positivista y aséptico de la ciencia decimonónica, somos testigos de cómo la educación según estos ideales da lugar a un protagonista incapaz de interactuar con el mundo. A Amor y pedagogía le sigue, en 1908, Recuerdos de niñez y mocedad, donde de nuevo inmortaliza las memorias de sus primeros años desde una óptica intimista y reflexiva. En 1914 se publica Niebla, que se adelanta varias décadas a la novela postmoderna. Esto se revela en el juego con los personajes, las digresiones, las historias paralelas o la interacción del autor en su propia obra. Tres años después, en 1917, contamos con Abel Sánchez, una adaptación personal del mito de Caín y Abel en la que Unamuno disecciona la emoción de la envidia que embriaga a su protagonista. En 1920 aparecen tanto Tulio Montalbán y Julio Macedo, un relato que más tarde sería llevado al teatro y que indaga acerca de la dicotomía entre la persona y el personaje, como Tres novelas ejemplares y un prólogo, una tríada de historias breves cuyos protagonistas son pasiones encarnadas que reflejan aspectos de la psique de su creador. En 1921 se publica al fin La tía Tula,6 una reflexión poderosa sobre el anhelo de maternidad. Las dos últimas nivolas de Unamuno, en las que descubrimos una preocupación mayor por las cuestiones religiosas y existenciales, son Cómo se hace una novela y San Manuel Bueno, mártir. La primera es una metaficción escrita entre 1924 y 1927, protagonizada por un trasunto de Miguel de Unamuno que experimenta los mismos problemas como desterrado en París. Por último, en San Manuel Bueno, mártir, de 1931, conocemos a un sacerdote que ha perdido la fe y que a pesar de ello sigue luchando por el bienestar espiritual de su pueblo.
Escritura nivolesca
Nivola es un neologismo acuñado por Unamuno, un juego a partir del término novela con el que quiso dar una respuesta irónica a la suspicacia de sus detractores. En “Historia de Niebla” Unamuno realiza un ejercicio de arqueología acerca de su propio vocablo,7 así como una defensa de este modo de hacer novelas que se opone tanto a los principios de la novela realista decimonónica como al positivismo krausista de entresiglos. La nivola es ejemplo de una escritura flexible que encumbra la intimidad y la creatividad como claves del quehacer del creador literario. Las descripciones sobre el entorno y los personajes se reducen a la mínima expresión y la escritura se centra solo en el argumento, el cual suele carecer de coordenadas espaciales y temporales. Sus características son la ausencia intencionada de cualquier rastro de sistematicidad, el estilo fragmentario, la intensidad emocional que padecen sus protagonistas o la íntima conexión con la filosofía del autor, quien utiliza el relato como campo de pruebas para experimentar sus propuestas ontológicas y epistemológicas.8 Desaparecen también las descripciones en favor del diálogo, y la espontaneidad e incompletitud tienen cabida. Además de la dialogía, la implicación de Unamuno con el lector/a es fundamental y, como apunta Jean-Claude Rabaté: “el lector ya no es pasivo, se ve invitado a participar en la elaboración de la obra, a interrogarse sobre el desenlace, y este proceso alimenta la materia de la obra”.9 En cuanto a los recursos de composición, destacan el tópico del manuscrito encontrado, el diálogo con los personajes y con el lector o la difusión de la frontera entre realidad y ficción. El motor de cualquier relato, esto es, el conflicto, aparece aquí de manera dialógica, pues la fuerza que transmite la palabra que lucha entre dos agonistas, empleando la jerga unamuniana, permite exponer de forma enfática y vehemente las reflexiones del autor.10
Las nivolas están protagonizadas por héroes y heroínas del querer, cuyo motor principal para su existencia literaria es la afectividad. Estas criaturas no están movidas por pasiones: son esas pasiones retazos de voluntad de su creador. Estos seres luchan por reconocer su existencia e incluso se declaran en rebelión contra el autor para así afirmar su personalidad; no se limitan a plegarse a los designios de su Guionista, sino que adquieren una vida propia, caracterizada por la intensidad de su voluntad. Es la tesis que defiende Iris Zavala en Unamuno y su teatro de la conciencia: “[…] los personajes -o personas- unamunianas encarnan su ideal del hombre sin disimulo ni retórica. Son esqueleto -armaduras de huesos, parcos de lenguaje-. Interesan en su mismidad. Si hay pasiones -odio, amor, envidia- no son sentimientos ni estados de la conciencia, sino modos del ser”.11 Este aspecto se refleja en Abel Sánchez, una nivola protagonizada por Joaquín Monegro, retrato prístino de la envidia encarnada, como comentamos en otra ocasión.12 También se aprecia en Tres novelas ejemplares y un prólogo, en especial en Dos madres y el deseo de maternidad de su heroína Raquel, o en Nada menos que todo un hombre, cuyo protagonista, Alejandro Gómez, es la encarnación misma del orgullo. El desarrollo psicológico de estos personajes se sintetiza en un “querer ser”; su esqueleto literario está animado, en el sentido etimológico del término, por estas pasiones que les conducen a una existencia unamuniano modo en el acto de ser representados.
Además de este componente ontológico, el universo afectivo cuenta con una gran importancia en la narrativa unamuniana. Ciertos personajes, aparentando ser fríos y carentes de sentimiento, experimentan una existencia literaria rebosante de emociones. Esta condición se evidencia en Niebla, donde descubrimos el verdadero cogito unamuniano: “Y ahora me brillan en el cielo de mi soledad los dos ojos de Eugenia. Me brillan con el resplandor de las lágrimas de mi madre. Y me hacen creer que existo, ¡dulce ilusión! ¡Amo, ergo sum!”13 El amor de los protagonistas hace de sus entidades literarias voluntad de ser, que lucha por afirmar su existencia como criaturas independientes de su autor. Es el caso del don Quijote de Unamuno, que emprende una risible gesta por amor a Dulcinea y a los altos ideales de la caballería; el de Augusto Pérez en Niebla, con su idealizado amor por una mujer a la que apenas ha visto; o en el de Gertrudis de La tía Tula, que vuelca su amor maternal en el cuidado de sus sobrinos.
Las criaturas unamunianas pugnan por existir, luchan por abrirse paso entre la niebla del magín de su creador y poder desempeñar su historia. Recordemos que las entidades literarias cuentan con una personalidad propia y no en todos los casos están en disposición de acatar el destino que su autor les guarda. Sus conexiones mutuas hacen de los seres ficticios los sujetos más reales y concretos, ens realissimum de la filosofía unamuniana. El personaje literario además es bivalente, pues igual que es reencarnación de su creador, a la vez lo trasciende, dado que como personaje ficticio también es inmortal.
Lectura y creación
La representación en la ficción de las criaturas literarias engendra la existencia de su mundo en el momento en que un individuo lector lo identifica como tal, lo representa en su lectura o su imaginación. Unamuno utiliza las obras literarias para plantear la sospecha respecto a la entidad del mundo en el que él habita, el estimado como real, al que va a considerar una ficción de segunda potencia y que es puesto en duda de forma metódica en la filosofía unamuniana. La desconfianza sistemática hacia el mundo sensible, o al menos hacia aquel habitado por Unamuno y sus coetáneos, hace posible una hermenéutica singular, en la que la barrera entre narrador y personajes como entidades separadas se diluye, y la realidad, tanto la novelesca como la vital, pasa a ser considerada como un elemento ficcional. En las últimas líneas de San Manuel Bueno, mártir, Unamuno abandona su perfil de novelista para dar paso a unas reflexiones como comentarista acerca de la novela:
¿Y sé yo, además, si no he creado fuera de mí seres reales y efectivos, de alma inmortal? ¿Sé yo si aquel Augusto Pérez, el de mi novela Niebla, no tenía razón al pretender ser más real, más objetivo que yo mismo, que creía haberle inventado? De la realidad de este san Manuel Bueno, mártir, tal como me la ha revelado su discípula e hija espiritual Ángela Carballino, de esta realidad no se me ocurre dudar. Creo en ella más que creía el mismo santo; creo en ella más que creo en mi propia realidad.15
La escritura de Unamuno asume de facto la existencia de alguien que lee la obra como correlato dialéctico. Es una condición imprescindible, pues de lo contrario la obra desaparece, se desvanece en el olvido y la inexistencia. Según el paradigma moderno, era el autor o autora quien exponía ficciones para que fueran recibidas y leídas de manera pasiva. La interpretación contemporánea altera esa relación, pues hace del diálogo entre escritura y lectura un fenómeno continuo, cuyas interacciones prevalecen en el relato. Como indicaba Roland Barthes en El susurro del lenguaje, el sujeto lector es el espacio en el que se mantienen simultáneamente todas las citas y referencias que dan lugar al fenómeno de la escritura; es aquel cuya interpretación conforma el lugar común entre autor, personajes y lector que establece el discurso literario.16
Cuando un sujeto lector deposita su mirada en un personaje, ya le está otorgando cierto estatus ontológico como criatura capaz de ser representada, y, de este modo, capaz de existir. El ente de ficción carece de existencia si el lector no se la concede mediante su lectura e interpretación. Se establece así una relación simbiótica entre la creación y aquellos que se representan en esas ficciones, en una existencia que es interdependiente. Esta ligazón provoca que la criatura nivolesca goce de autonomía propia, puesto que su entidad revive cada vez que es leída o representada; el porvenir ficcional que proporciona la mirada del lector es la garantía de inmortalidad del autor. La figura del sujeto lector, fundamental en la novelística contemporánea, cobra en la poética unamuniana una importancia mayor: el filósofo salmantino interactúa con su público e introduce diversas alusiones y referencias, incluyéndose a sí mismo y también a sus lectores dentro del relato, conformando un juego de espejos entre realidad y ficción. Como aprecia Robert Nicholas en Unamuno, narrador: “Puede verse que el lector, creador hasta cierto punto en cualquier novela, lo es de manera especial en una obra de Unamuno. Es el espejismo de este que destaca la importancia del lector y, a su vez, la pone en duda”.17
La relación con el lector de la nivola es abierta y directa. Unamuno se vale de ellos como elementos indispensables de su literatura, pues somos quienes recreamos el texto y sus realidades al leerlo. Leemos en Cómo se hace una novela: “Esto que ahora lees aquí, lector, te lo estás diciendo tú a ti mismo y es tan tuyo como mío. Y si no es así es que ni lo lees. Por lo cual te pido perdón, lector mío, por aquella, más que impertinencia, insolencia que te solté de que no quería decirte cómo acababa la novela de mi Jugo, mi novela y tu novela. Y me pido perdón a mí mismo por ello”.18 De esta forma, la representación de los lectores es condición necesaria para la creación de sus realidades nivolescas, puesto que son artífices de ese mundo más que el propio Unamuno: “Porque el que lee una novela puede vivirla, revivirla -y quien dice una novela dice una historia-, y el que lee un poema, una criatura -poema es criatura y poesía creación-, puede re-crearlo”.19 Recordemos que la figura del creador puede estar representada en aquel que escribe o representa, el poeta o el lector, y que de la misma forma puede ser también un Dios cordial. En esa dirección apunta una hermosa cita presente en el relato epistolar La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez:
Todo poeta, todo creador, todo novelador -novelar es crear-al crear personajes se está creando a sí mismo, y si le nacen muertos es que él vive muerto. Todo poeta, digo todo creador, incluso el Supremo poeta, el Eterno Poeta, incluso Dios, que al crear la Creación, el Universo, al estarlo creando de continuo, poematizándolo, no hace sino estarse creando a Sí mismo en su Poema, en su Divina Novela.20
La aventura literaria de Unamuno crea un universo en clave textual en el que existen sujetos que leen y sujetos que son leídos; así, el lector se representa el mundo en el momento de la imaginación de la lectura y se sitúa la figura del lector como garante de esta apuesta ontológica, que, en definitiva, se trata del alma del personaje de la trama: “El alma de un personaje de drama, de novela o de nivola, no tiene más interior que el que le da... -Sí, su autor. -No, el lector”.21 Aquellos que leen llevan a cabo una cocreación: hacen suya la obra mientras leen un texto abierto a interpretaciones, incrementando su significado al aportar sus propias experiencias en el proceso hermenéutico y sin que esto suponga ningún perjuicio para el texto original. Esta recepción es semejante a la praxis lectora de Unamuno, quien hacía suyo todo lo que leía, a riesgo de conjurar gigantes en lo que tan solo eran molinos. La personalidad de quien leyere se expande cada vez que relee y recrea el mundo ficcional de la literatura; esta apropiación de lo leído converge en la identificación con lo que escribimos, pues, como asegura en Cómo se hace una novela: “Somos nuestra propia obra. Cada uno es hijo de sus propias obras”.22
Unamuno considera a los personajes literarios seres reales, cuya cualidad existente excede incluso a la de las criaturas físicas y biológicas, pues las primeras generan más consecuencias en el mundo físico. A ese respecto debe recordarse la cita final antes señalada de San Manuel Bueno, mártir, en la que aseguraba creer en estos protagonistas más que en su propia realidad. Esta premisa es básica en su planteamiento ontológico: no cuenta con la garantía de que el mundo apariencial sea más verosímil que el mundo ficticio-literario en la medida en que existir es, sobre todo, voluntad de ser. En este punto aparece una dificultad: en esta comparativa los seres de carne y hueso contamos con una grave desventaja: con la llegada de la muerte seremos expuestos como no existentes y esta quedará tan solo como un recuerdo. Una disolución así no sucede con los entes de ficción, que disponen de tantas oportunidades como relecturas se realicen de sus relatos. Leemos en Niebla: “No hay inmortalidad como la de aquello que, cual yo, no ha nacido y no existe. Un ente de ficción es una idea, y una idea es siempre inmortal...”23 Los personajes literarios, además de gozar de una existencia relacional, son en la medida que representan y se representan, que se los trae a la existencia, no de forma metonímica sino genuina. Para Luis Álvarez esta primacía de lo ficticio sobre la realidad objetiva ha de ser entendida como una apuesta firme: “Y no es que Unamuno reivindique una literatura narrativa poblada de mundos y de personajes inverosímiles, discordantes con las experiencias vitales de los lectores; antes al contrario, lo que él pretende es disociar la narrativa de un erróneo concepto de realismo para de ese modo acercarla a la vida”.24
La primacía ontológica de los personajes se explicita en el modelo ontológico-literario de Unamuno: su esencia es pura voluntad, que define y configura su entidad. La existencia entendida como voluntad reconoce también que no hay universo objetivo, que este depende de la representación de cada sujeto. Esta tensión con los límites de lo real permite a los personajes cobrar una existencia lúcida en el cosmos unamuniano que sitúa sus creaciones literarias en un nivel de conciencia similar al suyo propio. La consideración de la existencia desde la perspectiva de la narración supone un cuestionamiento de la categoría del sujeto como entidad individual. Esta interpretación está en la línea de lo que Gonzalo Navajas propone en Unamuno desde la postmodernidad, una lectura que pone en suspenso la concepción ingenua de mundo externo: “Estamos inmersos en la letra, estamos literalizados, y ese fenómeno conlleva que nuestra observación del mundo se produzca a través de una recomposición creadoramente deformante de lo que observamos”.25
En definitiva, apreciamos un notorio deseo de los personajes literarios por subsistir al emerger de la voluntad del autor por crearlos o por ensoñarlos. Los personajes son también conscientes de esta situación y se plantean el mismo problema. En ese sentido, es célebre el soliloquio del protagonista de El hermano Juan o el mundo es teatro:
¿Existo yo? ¿Existes tú, Inés? ¿Existes fuera del teatro? ¿No te has preguntado nunca esto? ¿Existes fuera de este teatro del mundo en el que representas tu papel como yo el mío? ¿Existís, pobres palomillas? ¿Existe don Miguel de Unamuno? ¿No es todo este sueño niebla? Sí, hermana, sí, no hay que preguntar si un personaje de leyenda existió, sino si existe, si obra. Y existe Don Juan y Don Quijote y don Miguel y Segismundo, y Don Álvaro, y vosotras existís, y hasta existo yo… es decir, lo sueño… Y existen todos los que nos están aquí viendo y oyendo, mientras lo estén haciendo, mientras nos sueñen…26
En el cosmos de ficciones unidas entre sí que teje Unamuno (pues en las nivolas de Unamuno hay personajes que parecen conocer bien la historia de sus hermanos de tinta de otras obras), don Quijote es el mejor ejemplo de un personaje que, partiendo de una realidad subjetiva, ha sido capaz de configurar una verdad propia. Este héroe, vértice principal de la tríada clásica de la literatura española (don Quijote, Segismundo y don Juan Tenorio) ocupa un lugar muy especial en la nivolística unamuniana.
Reescritura quijotesca
¿Que no son ciertos los libros de caballerías? Léalos y verá el gusto que recibe de su leyenda.27
Vida de don Quijote y Sancho
Una de las creaciones más singulares de Unamuno es la reescritura sui generis del clásico de la literatura española Don Quijote de la Mancha. Se trata de Vida de don Quijote y Sancho, una glosa de la obra cervantina publicada en 1905 al calor de los homenajes por el tercer centenario de la primera parte de este clásico que entonces tuvieron lugar en España.28 Unamuno re-cuerda, es decir, vuelve a hacer cordial, la gesta del Caballero y su empeño por la inmortalidad a través de su gesta. Además de comentar el clásico, Unamuno formula una crítica sobre la autoridad epistémica con la que los escritores cuentan sobre sus criaturas y, al mismo tiempo, equipara la realidad y la ficción a través de la creación literaria.
Desde finales de siglo, ya en En torno al casticismo, se había interesado por la figura de don Quijote, esencia y sublimación del espíritu castellano. Reconoce el mérito de Cervantes por haber conformado a unos personajes clave para la cultura española, aunque considera que este ha sido superado por la fama de sus criaturas.29 En el artículo “Sobre la lectura e interpretación del Quijote”, publicado en el mismo 1905, indicaba: “Ved todo lo que hay de genial en Cervantes, y cuál es la relación íntima que media entre él y su don Quijote. Y todo esto debería movernos a dejar el cervantismo por el quijotismo, y a cuidar más de don Quijote que de Cervantes”.30 Don Quijote representa al superhombre cristiano que forja sus propios valores a la vez que busca su lugar en el mundo, ya sea mediante la lucha o la creación poiética de ideales caballerescos. Contra la mezquindad y la bajeza moral de la sociedad española tras el desastre finisecular, Unamuno se propone reinterpretar el clásico como revulsivo de esa decadencia simbolizada en el siglo XVII por los excesos de canónigos, duques y bachilleres contra los que se enfrenta el Caballero.
La existencia de don Quijote es asumida indudablemente por Unamuno, igual que ya ocurría con la de sus otros personajes. El Caballero es un personaje que vive en la memoria colectiva de multitud de generaciones; de ahí la vehemencia con la que Unamuno clama su realidad. En el prólogo del libro se refiere a esto: “Es que creo que los personajes de ficción tienen dentro de la mente del autor que los finge una vida propia, con cierta autonomía, y obediencia a una íntima lógica de que no es del todo consciente ni dicho autor mismo”.31 En ese sentido, el principal reproche de Unamuno a Cervantes es que este no supo entender ni valorar a sus personajes como merecían. Escribe: “me siento más quijotista que cervantista […] pretendo libertar al Quijote del mismo Cervantes, permitiéndome alguna vez hasta discrepar de la manera como Cervantes entendió y trató a sus dos héroes, sobre todo a Sancho”.32 Entiende que Sancho también es un héroe en la historia: no solo es el fiel escudero que acompañó a don Quijote como contrapunto razonador, sino que es el actor principal en la aventura. La leyenda de don Quijote vive y se magnifica gracias a la presencia de Sancho, adquiriendo así fama eterna.
No nos encontramos ante un simple comentario de texto: si para Unamuno las entidades literarias cuentan con el mismo valor ontológico que las de carne y hueso, volver a glosar las hazañas del personaje y revivirlo de nuevo resulta la labor más elevada. Esta propuesta de reescritura del personaje de don Quijote supone una ficción doble, pues es la reinterpretación de un ente literario ficticio que existía antes que Unamuno, a diferencia del resto de personajes, como Manuel Bueno o Abel Sánchez. Como indica López-Pasarín: “El caso es que, para Unamuno, los personajes de ficción gozan de vida real. La consecuencia, en nuestro caso, es clara: si don Quijote y Sancho son reales, Unamuno no se propondrá comentar un texto literario, sino interpretar una biografía”.33 La reescritura de Unamuno ignora por completo capítulos enteros34 y presta mucha atención a otros pasajes que considera injustamente relegados por Cervantes. Por eso da cuenta incluso de situaciones que el historiador cervantino Cide Hamete Benengeli había ignorado. Unamuno recrea estas escenas, mostrando que la historia ya no es en exclusiva de un solo autor, sino que se ha convertido en universal. Encontramos alusiones constantes a Cide Hamete en calidad de transmisor del personaje, en contraste con las escasísimas referencias que Unamuno prodiga al célebre escritor. Esta autonomía del personaje respecto a su ascendente literario puede resultar problemática, pues como asegura Unamuno en Manual de Quijotismo, texto editado por Bénédicte Vauthier: “Escandaliza más que se afirme la existencia de don Quijote que el que se niegue la de Cervantes”.35 Es el personaje quien va creando su historia; Cervantes es, en el mejor de los casos, un cronista que la reproduce, una dinámica que no ha pasado por alto entre los críticos. El filósofo húngaro y especialista unamuniano Dezsö Csejtei indaga sobre esta dialéctica entre creadores y creaciones:
¿Qué es más real en el mundo actual: Cervantes o Don Quijote? Cervantes fue, una vez, una persona real, existente, de una manera innegable, que pasó, murió y ahora, hoy en día, ya no está aquí; Don Quijote nunca existió en aquel sentido, como Cervantes, y, sin embargo, a pesar de esto, está aquí ahora […]. Considerando sus substancias hoy ambos pertenecen a la leyenda de la historia, con la diferencia de que la leyenda del Cervantes actual tuvo una vez, en el pasado distante, un “original”, pero nunca seremos capaces de recuperar en su realidad factual, en su leyenda, nunca podremos “sobredibujar” su facticidad “en sí”.36
La mirada del personaje
La representación de estas figuras se replica cada vez que son leídas, revisadas o interpretadas por un nuevo sujeto, lo que hace de su autoría un proceso continuo, común y colectivo que se va perpetuando en el tiempo. En Tres novelas ejemplares y un prólogo Unamuno señala: “Porque ni Don Quijote ni Sancho son de Cervantes ni míos, sino que son de todos los que los crean y recrean. O mejor, son de sí mismos, y nosotros, cuando los contemplamos y creamos, somos de ellos”.37 Esta convicción de la existencia de sus criaturas literarias es de nuevo un motivo para cuestionar la cotidianidad anodina del mundo material ajeno a la heterocósmica de la literatura. Un ejemplo de esta cualidad limítrofe entre lo físico y lo literario es el Yelmo de Mambrino, ilustre panoplia de la armadura quijotesca que los ojos carnales de Sancho se empeñaban en ver como si fuese una vulgar bacía de barbero. La dialogía entre don Quijote y Sancho es un reflejo de las dicotomías de la filosofía unamuniana, en la que el naturalismo positivista y empirista de Sancho Panza se contrapone al idealismo quijotista. De este modo desarrolla el análisis de Vida de don Quijote y Sancho, según el cual hacer de los molinos gigantes no es más insano que invisibilizar a los gigantes para que solo sean molinos. Unamuno se erige como un firme defensor de la fantasía nivolesca, que no es sino una hija social de la razón; a la vez, rubrica una crítica contundente a los abogados del realismo ingenuo, tal y como leemos en un revelador fragmento:
Sus razones, aparatosas e hinchadas, no merecen siquiera refutación: tan ridículas y absurdas son. Da bascas y grima oírlas. […] Para consuelo y corroboración de las gentes sencillas y de buena fe, espero, con la ayuda de Dios, escribir un libro en que se pruebe con buenas razones y con mejores y muy numerosas autoridades -que es lo que en esto vale- cómo Don Quijote y Sancho existieron real y verdaderamente, y pasó todo cuanto se nos cuenta de ellos tal y como se nos cuenta. Y allí probaré que, aparte de que el regocijo, consuelo y provecho que de esta historia se saca es razón más que bastante en abono de su verdad, allende esto, si se le niega, hay que negar otras muchas cosas también, y así vendríamos a zapar y socavar el orden en que se asienta hoy nuestra sociedad, orden que, como es sabido, es hoy el criterio supremo de la verdad de toda doctrina.38
Las dicotomías entre realidad y ficción, razón y locura, realismo e idealismo o verdad y vida son patentes en esta reescritura en la que se acompaña a don Quijote en su embestida contra gigantes para garantizar así su pasaje a la inmortalidad. La certeza de la existencia de los personajes de ficción se corrobora en el ideal filosófico unamuniano, que, como ya se ha expuesto, cuestiona la existencia de los seres mundanos y ensalza la de los ficticios. Discurre Miguel de Cervantes en la misma dirección en el capítulo XLIX del primer libro del clásico, cuando aboga por la entidad de la ficción y, al igual que Unamuno, defiende la facticidad de los personajes caballerescos de la literatura:
Porque querer dar a entender a nadie que Amadís no fue en el mundo, ni todos los otros caballeros aventureros de que están colmadas las historias, será querer persuadir que el sol no alumbra, ni el yelo enfría, ni la tierra sustenta; porque ¿qué ingenio puede haber en el mundo que pueda persuadir a otro que no fue verdad lo de la infanta Floripes y Guy de Borgoña, y lo de Fierabrás con la puente de Mantible, que sucedió en el tiempo de Carlomagno, que voto a tal que es tanta verdad como es ahora de día? Y si es mentira, también lo debe de ser que no hubo Héctor, ni Aquiles, ni la guerra de Troya, ni los doce Pares de Francia, ni el rey Artús de Inglaterra, que anda hasta ahora convertido en cuervo, y le esperan en su reino por momentos.39
La convicción unamuniana de situar la vida de la literatura como un relato más verosímil que la propia existencia se confirma en Vida de don Quijote y Sancho. No solo re-cuerda a estos personajes, sino que los vuelve a crear, a poetizar, como entidades presentes de su realidad cotidiana como catedrático en Salamanca a principios del siglo xx. Sobre esta independencia de las criaturas de ficción comenta en el tercer prólogo de la glosa: “Es que creo que los personajes de ficción tienen dentro de la mente del autor que los finge una vida propia, con cierta autonomía, y obediencia a una íntima lógica que no es del todo consciente ni dicho autor mismo”.40 La aparente imposibilidad de la aventura quijotesca es la confirmación de que la realidad de los personajes se fundamenta en su obrar. En efecto, no se encuentra en la resolución exitosa de sus propósitos, sino en el encono con el que se dirigen a ellos en cada representación. La ontología de estos personajes nivolescos, en forma de seres que actúan y que tienen más entidad que los autores, se replica cada vez que sus historias son leídas, revisadas o interpretadas por un nuevo lector, haciendo de su gesta un proceso continuo, común y colectivo que se va conformando en el tiempo. Unamuno crea a sus personajes para así poder creer en ellos como entes que él mismo ha creado; de ahí que dispongan de conciencia como fragmentos de la voluntad de su hacedor.
Miguel de Unamuno da vida al idealista don Quijote, al pasional Joaquín Monegro de Abel Sánchez o al trágico Manuel Bueno, párroco de Valverde de Lucerna, para que estos actúen y den fe del filósofo Unamuno. Esta defensa de la ficción cuestiona cualquier mirada epistemológica que trate de ubicar el cosmos mundano como un lugar de rango superior a aquel habitado por las criaturas de ficción. El mundo es en el momento que un sujeto lo representa, lo hace suyo, y lo piensa como tal. Se proyecta en la representación que cada cual lleva a cabo, y es esta apropiación, precisamente, la que configura su sentido del mundo. La entidad de los personajes como seres reales es una certeza para Unamuno, y configura una mirada tan potente como original de interpretar la creación literaria.