Introducción
Como hemos identificado en diversas producciones temáticas respecto a la ciudadanía, ésta se presenta y analiza desde varias dimensiones, en las que adquiere diversas adjetivaciones y perspectivas teóricas de acuerdo con cómo se va posicionando al sujeto en su ejercicio. Es decir, encontramos a la ciudadanía como estatus o pasiva, que implica la pertenencia a un espacio particular y el ejercicio mínimo respecto a los derechos y obligaciones. También identificamos ciudadanías activas, que se caracterizan por el ejercicio crítico, informado y reflexivo en búsqueda de la transformación social y del bien común. Ahí se ubican las denominadas ciudadanías emergentes, por ejemplo, la ciudadanía ambiental, que se ocupa del cuidado del espacio donde se habita, la preservación de los recursos naturales y el cuidado del medio ambiente, entre otros.
Dentro del ejercicio de la ciudadanía, también se identifican diversas formas de participación, que van desde las tradicionales, en el sentido de ejercicio del voto electoral y el cumplimiento de derechos y obligaciones, principalmente desde las nociones cívicas, hasta las ciudadanías de tipo activo y crítico, en las que los sujetos hacen manifiesto su sentir respecto a las condiciones sociales que predominan en los espacios donde habitan, incluso de aquellas que aparentemente les son ajenas, pero que afectan a todos a nivel mundial. Es así que se identifican las ciudadanías mundial, planetaria, cosmopolita o del mundo.
Diversos estudios han afirmado que la educación formal es un elemento sustancial para la transformación social en el ejercicio de la ciudadanía (Quiroz y Jaramillo, 2009; Castro, Rodríguez y Smtih, 2014; Corona, 2015; Molina y Munguía, 2015; García-Cabrero y Barba, 2016; Alcántara, 2017, entre otros), pero también existen estudios que han corroborado que este tipo de formación tiene efectos mínimos en comparación con las acciones que se desarrollan en el campo de la educación no formal e informal (Benedicto y Morán, 2002; Gómez, 2015; Baronnet, 2015, entre otros). Por lo que la escuela necesita reaprender de esos espacios y redimensionar lo que estos ofrecen en la actualidad. Por ejemplo, sobre el uso de las redes sociales (Natal, Benítez y Ortiz, 2014; Lozano y Fernández, 2019; Chacón, Pons y Zebadúa, 2019) o los espacios alternativos de formación (Cruz-Aguilar, 2012; Gómez, 2015; Molina, 2015, entre otros), como son las actividades de organización indígenas y comunitarias, o los talleres que ofrece la sociedad civil, grupos juveniles u organizaciones vecinales, entre otros. Es decir, todas aquellas acciones que están en búsqueda del bien común y la mejora de los entornos donde habitamos.
En este planeta, todos dependemos el uno del otro, y nada de lo que hagamos o dejemos de hacer es ajeno al destino de los demás. Desde el punto de vista ético, eso nos hace a todos responsables por cada uno de nosotros. La responsabilidad “está ahí”, firmemente colocada en su lugar por la red de interdependencia global, reconozcamos o no su presencia, la asumamos o no (Bauman, 2004, p. 28).
Con base en lo anterior, consideramos que resulta primordial elaborar estudios de tipo diagnóstico, que den cuenta de cómo se ha trabajado la temática de ciudadanía desde el campo de la educación y cómo ésta se va articulando con otros espacios de formación. Esto con la finalidad de identificar áreas de oportunidad para dar continuidad a los procesos investigativos, así como para contar con referentes que conduzcan al diseño y desarrollo de estrategias que promuevan y pongan en práctica la formación de ciudadanías activa, crítica, responsable y comprometida con el cuidado del planeta, de sí mismo y la conformación de mejores sociedades.
Este artículo presenta una aproximación respecto a lo que implica abordar la noción de ciudadanía(s) desde el campo de la educación y cómo ésta(s) se ha(n) posicionado a lo largo del tiempo como aspectos formativos en dicho campo. Para ello, realizamos una exploración tomando como base la revisión de algunos artículos académicos, capítulos de libro y reportes de investigación, publicados en revistas indizadas en idioma español, en bases de datos como SCOPUS, Dialnet, Latindex, EBSCO, Redalyc y Scielo, por mencionar algunas, cuyos motores de búsqueda fueron: ciudadanía, educación, Marshall, interculturalidad, educación básica, superior y ambiental, considerando como eje de las combinaciones con la ciudadanía. Los criterios de inclusión fueron: abordar el concepto de ciudadanía en lo educativo (formal e informal); considerar la perspectiva de Marshall, incluir aspectos formativos para la ciudadanía; se excluyeron aquellos centrados en aspectos propiamente de la política o la sociología. Es importante mencionar que la producción académica del periodo 2012 a 2022 no se incluye de manera puntual, debido a que será abordada en el Estado de Conocimiento del Comie.
Además, revisamos algunos tomos de los Estados de conocimiento de Comie, estos últimos, para dar cuenta de cómo se ha ido conformando el campo desde la dimensión educativa. La búsqueda de información, en lo general, se orientó por cuatro preguntas clave: ¿qué es la ciudadanía?, ¿cómo se le ha definido a lo largo del tiempo?, ¿cuáles son sus principales atributos? y ¿cómo se aborda y debería abordar en el campo de la educación? Las interrogantes sirvieron también de base para realizar la reconstrucción analítica que se presenta en este espacio. Para ello, dividimos la presentación en dos partes, la primera, aborda las principales conceptualizaciones de ciudadanía, sus enfoques y perspectivas, así como el papel que juega el sujeto en su ejercicio. La segunda parte corresponde a una revisión general sobre las investigaciones incluidas en los Estados de Conocimiento del Comie, sobre ciudadanía y su relación con la educación, donde se identifica la posición temática que ocupa en la producción del conocimiento, además de reflexionar sobre qué aspectos es necesario ampliar o profundizar en el trabajo investigativo.
Conceptualizaciones de ciudadanía: enfoques y perspectivas
Abordar la ciudadanía como temática de investigación resulta complejo, ya que ésta puede ser revisada desde diversas dimensiones que conllevan a identificar, de acuerdo con los diferentes momentos históricos, lo que se entiende por ciudadanía, esto, claro, considerando los contextos particulares de donde surge. Si bien la intención de este artículo no es presentar una revisión profunda y detallada sobre cómo se ha construido históricamente el concepto de ciudadanía,1 sí nos parece importante recuperar aspectos centrales que la van caracterizando (principalmente en las sociedades constituidas en la modernidad y postmodernidad) y, por ende, adjetivando en su objetivación tales concepciones.
Una primera noción de ciudadanía aparece en la Grecia clásica, concretamente con la concepción aristotélica, que refiere al ciudadano como aquel hombre -literal en género- que, siendo libre e igual a otros de su condición, podía participar en las decisiones de la ciudad y en el gobierno, para que éste fuera estable bajo la ley. Esta participación estaba limitada a los ciudadanos (varones) que tuvieran tiempo libre para reflexionar sobre las cuestiones públicas en el ágora, y con ello pudieran alcanzar el ideal de vida autosuficiente (Buenrostro, 2012). Desde este primer planteamiento, podemos identificar que la noción de participación y reflexión ante los problemas públicos o de la comunidad en la que se habita y, en particular, la apertura del ágora como espacio de discusión, es parte de lo que caracteriza a la ciudadanía ateniense, aun cuando ésta no consideraba a las mujeres, los esclavos y los niños como ciudadanos con estas posibilidades.
Varios siglos después (todavía en la era antes de Cristo), con el surgimiento del Imperio romano, se produce otro hito en el proceso de conformación de ciudadanía, debido a que este régimen produjo un giro importante respecto a los atributos del ciudadano, pues ahora las formas de participación y la toma de decisiones se concentraban en una estructura jerárquica, en la que la tarea de deliberar se restringe a los cónsules y al senado, mientras que a los integrantes de la asamblea sólo les toca votar. Además, el pueblo (ya no los ciudadanos) son determinados por las normas que dicta el Derecho romano, creándose una condición heterónoma para el ciudadano (Yurén, 2013).
Por otro lado, y con el advenimiento del cristianismo, las ideas de Séneca y, posteriormente, las de Agustín de Hipona, se afirmó, con base en este último, que: “el Imperio romano no había podido conformar un Estado auténtico porque no fundaba el Derecho en la verdadera justicia, que para él era la justicia del dios de los cristianos” (Touchard, 1977, en Yurén, 2013, p. 29), por tanto, el ciudadano era un siervo de Dios. Según Buenrostro (2012), con el surgimiento del Imperio romano, seguido del cristianismo, la “virtud” de los ciudadanos se centraba en la autodisciplina, el patriotismo, la piedad y la renuncia al beneficio privado en favor del bien público.
Este tipo de ideas predominaron hasta el siglo XVII, con el surgimiento de los Estados nacionales, donde la libertad individual es sacrificada a cambio de garantizar la paz y la seguridad, las monarquías se afianzan y el poder del papado ocupa amplios espacios de la vida pública (Yurén, 2013; Buenrostro, 2012). Bajo este contexto, que implica una revisión más detallada, se identifica otro momento histórico que trasciende de manera sustancial el papel de la ciudadanía; nos referimos a la Revolución francesa, que constituye el primer parteaguas en la noción de la ciudadanía moderna, ya que en la Declaración de los Derechos del Hombre se identifica al individuo, por primera vez, como portador de una serie de derechos y de obligaciones, que lo liberaban de la servidumbre y se le confiere el estatus de ciudadano político, reconocido pública e institucionalmente.
Si bien existen otros fenómenos históricos que se pueden sumar a esta revisión, consideramos que uno de los planteamientos más influyentes y que constituye la base para abordar la ciudadanía moderna, es la propuesta de Marshall y Bottomore (1998). En ella, centraron la discusión en la marginación y las desigualdades sociales, producto de los procesos históricos abordados en párrafos anteriores, tales como la formación de los Estados nacionales europeos, la lucha de clases, la participación de las personas en el gobierno de las ciudades y las guerras mundiales, entre otros, y concentraron su propuesta en la necesidad de garantizar los derechos civiles, políticos y sociales para el ejercicio pleno de la ciudadanía (Parola, 2004; Daín, 2008; 2009), lo cual definieron como “una condición otorgada a aquellos que son miembros plenos de una comunidad” (Marshall y Bottomore, 1998, p. 37), condición por la que se reconoce al individuo derechos y deberes en un plano de igualdad, de manera general y universal.
En su concepción de ciudadanía, Marshall incluye, desde una perspectiva de corte liberal, tres dimensiones que orientan los derechos que adquiere el ciudadano por el simple hecho de ser miembro de una comunidad social. En la primera dimensión, refiere a los derechos civiles, donde se ubican la libertad individual de la persona, la libertad de palabra, pensamiento y fe, el derecho a poseer propiedad y concluir contratos válidos, así como el derecho de justicia. La segunda dimensión corresponde a los derechos políticos, que incluyen el derecho a participar en el ejercicio del poder político, tanto como miembro o como elector. La tercera dimensión apela a los derechos sociales, que refieren al derecho al bienestar económico y la seguridad social, hasta el derecho a compartir plenamente la herencia social.
De acuerdo con Dain (2008), cada uno de estos conjuntos de derechos está vinculado a unas instituciones que les son características, donde el elemento civil está directamente asociado con los Tribunales de Justicia; el componente político, con el Parlamento y los Consejos del gobierno local, y el aspecto social, con el sistema educacional y los servicios sociales. En este sentido, para que los gobiernos ofrezcan el ejercicio de tales derechos deben contar con las instituciones que los garanticen.
La obra de Marshall, Ciudadanía y clase social, que fue publicada por primera vez en 1950, se ha considerado el cimiento de gran parte de la teoría contemporánea sobre el tema. No obstante, en este camino se han identificado una serie de críticos de su obra; algunos que la refutan o descalifican, otros que añaden nuevos elementos conceptuales, o incluso hay quienes abogan por una reivindicación, y señalan la valía y vigencia de sus formulaciones, invitando a retomarlas tal como él la construyó. La perspectiva de Marshall también ha dado pie para discutir y construir nuevas perspectivas, en las que emergen los derechos culturales, las condiciones étnicas y las perspectivas de género, entre muchas otras.
Uno de los aspectos de la teoría de Marshall que ha sido criticado es el aparente sentido lineal de su propuesta, ya que se conmina a tener presente que la producción de tales derechos no se da en un sentido lineal, sino que éstos son producto de diversos procesos históricos y de las tensiones que se generaron a partir de las condiciones y luchas sociales que posibilitaron su origen (Giddens, 1982). A lo que Procacci, (1999, p. 15, citado en Silva, 2014, p. 380) señala:
Lo que le da fuerza en realidad a la descripción clásica de T. H. Marshall del desarrollo de la ciudadanía (de civil a política y a social) es esta dinámica que opera a través de ella y que nos muestra que es más fuerte que la rigidez de un modelo de ciudadanía estrictamente jurídico. La ciudadanía es un proceso, más que un derecho; es por esta razón por lo que sólo el análisis histórico puede aportar una teoría de la ciudadanía.
En estas críticas también se ha señalado la ausencia de la perspectiva de género o más bien la inclusión de la mujer en tales derechos, en especial desde las luchas feministas, que abogan, desde una ciudadanía diferenciada, porque se dé un espacio a la mujer en la construcción de estas ciudadanías (Joung, 1990). De la misma manera, se plantea que la teoría marshalliana no incluye las diferenciaciones étnico-culturales (Kymlicka, 1996; Kymlicka y Weyne, 1997), que están ligadas al sentido de pertenencia.
Al considerar que la noción de ciudadanía se conforma de procesos históricos, y al estudiarla desde la dimensión social, se identifica que el reconocimiento de las mujeres y de las minorías étnicas, como ciudadanas, ha sido producto de luchas sociales, como el derecho universal al voto y la búsqueda de la equidad en los espacios de participación y de representación.
Recuperando la idea de que para que se puedan ejercer plenamente los derechos ciudadanos es necesario que se cuente con las condiciones que lo posibilitan, Buenrostro (2012) señala que en cualquier teoría de la ciudadanía se debe atender una teoría del Estado, por lo que no es lo mismo analizarla desde un Estado benefactor, como el que caracterizaba el momento de construcción de la teoría de Marshall, que desde un Estado neoliberal, como el que prevalece en nuestros días.
Hoy en día, cuando el debate sobre la ciudadanía está dominado por el tema de la discriminación cultural y de género, tiene pleno sentido preguntarse, desde las contribuciones conceptuales de Marshall, si es que acaso “¿no hay ninguna discriminación hacía los pobres?” (Procacci, 1999, p. 40). El sociólogo inglés nos respondería que sí la hay y que, en cierto sentido, ese tipo de discriminación puede ser un factor determinante para otras formas de discriminación social. Por esta razón una defensa activa de los derechos sociales de ciudadanía es la base para lograr un reconocimiento social igualitario (Silva, 2014, p. 385).
Buenrostro (2012, p. 72) también señala que aún siguen vigentes las ideas sobre fidelidad y obediencia al ámbito público y a las instituciones, como la idea principal de las obligaciones del ciudadano, pero considera que es necesario que
la ciudadanía no depende solamente de un principio de pertenencia o fidelidad a un ente jurídico formal, sino también de las cualidades y actitudes de los ciudadanos. Si bien, la ciudadanía la otorga un Estado, son los ciudadanos los que comparten unos valores y unas pautas de comportamiento que la hacen real.
Bajo esta premisa, tenemos presente que las actitudes y los valores de los ciudadanos también ocupan un lugar importante en el ejercicio de la ciudadanía, por lo que habría que abocarse a la dimensión individual -conductual, actitudinal y de valores- del sujeto. Lo que remite a la ciudadanía activa, introducida por Robert Dahl (1992, tal como lo cita Buenrostro, 2012), que se distingue por ser aquella que realiza críticas a las normas cívicas dictadas institucionalmente, pero donde el individuo debe poseer “competencias” cívicas para la conformación de una “competencia” ciudadana. La ciudadanía en general, se caracteriza por la relación del individuo con el Estado y los asuntos públicos, nos obstante en la ciudadanía activa esta relación se intensifica, y tiene mayor participación en los asuntos públicos y la vida política. El ciudadano se incorpora en deliberaciones sobre temas de interés general y tiene una participación activa en las decisiones gubernamentales a través del voto y motivado por actividades que persigan el bien común, las que no necesariamente se refieren a las propuestas por el Estado.
De acuerdo con Barry Clarke (2000, citado en Buenrostro, 2012), la ciudadanía crítica (que ya no solamente activa) significa tener conciencia de que se vive y actúa en un mundo compartido con otros, donde el ser ciudadano se enfrenta siempre a decisiones políticas (en el sentido moral del término), que se refieren a lo social, a lo comunitario y a todo lo que atañe a la vida cotidiana y su realidad inmediata. En este sentido, es importante tener presente que las razones que llevaron a Marshall a considerar la dimensión social en la ciudadanía, corresponden al postulado que reza: no se puede gozar de una ciudadanía plena en las dimensiones civil y política, si no se tienen determinadas condiciones materiales que posibiliten una vida digna (Freijeiro, 2008). Ello, de acuerdo con Kymlicka y Norman (1997), remite a la dimensión individual de la ciudadanía, puesto que no sólo importan las condiciones materiales para una justicia social, sino que también las cualidades y actitudes de los ciudadanos son centrales en la conformación de la democracia y, por ende, en los procesos de participación e involucramiento en los asuntos de la vida pública.
En la dimensión individual de la ciudadanía también convergen el sentimiento de identidad y la percepción que se tenga de la identidad nacional, regional, étnica o religiosa (Kymlicka, 1996); la capacidad de tolerar y trabajar conjuntamente con individuos diferentes; el deseo de participar en los procesos políticos con el propósito de promover el bien público; la disposición a autolimitarse y a ejercer la responsabilidad personal en sus reclamos económicos, así como en las decisiones que afectan su salud y el medio ambiente. Si faltan ciudadanos que posean estas cualidades, las democracias se vuelven difíciles de gobernar e incluso inestables (Kymlicka y Norman, 1997).
Siguiendo a Freijeiro (2008), esta dimensión de la ciudadanía se puede enriquecer con la perspectiva del economista Amartya Sen, quien considera que hablar de bien-estar implica hablar de dignidad e integridad y, por encima de todo, de autonomía. Por lo que la ciudadanía social debe ir más allá de los bienes materiales, ya que no es exclusivamente en éstos donde radica el bienestar, sino que éste se puede alcanzar hasta que los individuos transformen esos bienes materiales en verdaderas capacidades.
De acuerdo con Buenrostro (2012), recordamos que el ensayo de Marshall, producido en el periodo de posguerra, actualizó la discusión y puso en tela de juicio los problemas contenidos históricamente en la idea de ciudadano. Esto puso en la mesa de discusión aspectos específicos vinculados con temas como marginación (social) y pobreza, lo que a la postre sentaría las bases conceptuales hacia una “plena ciudadanía” como resultado de la integración de los derechos sociales, políticos y de carácter civil.
Con lo revisado hasta el momento, podemos afirmar que la ciudadanía ha sido y puede ser analizada desde perspectivas diversas, que consideren, en primera instancia, las tres dimensiones (civil, política y social) definidas por Marshall en el marco de los derechos de ciudadanía. De esta manera, se van identificando las connotaciones y adjetivaciones que adquiere la ciudadanía en función del papel que desempeña, asume o se atribuye al individuo -el ciudadano- en los asuntos de la esfera social, del bien público y en relación con el Estado.
Así, por ejemplo, y siguiendo a Buenrostro (2012), el elemento civil está compuesto por el conjunto de derechos necesarios para asegurar la libertad individual de las personas, la libertad de expresión, de pensamiento y de culto, el derecho a la propiedad privada y el derecho a la justicia. En cambio, los derechos políticos son el componente más controvertido del concepto. El aspecto político de la ciudadanía está en relación con el derecho de participación en el ejercicio del poder, ya sea como miembro de la autoridad política o como miembro de un cuerpo de electores, y finalmente, la parte social es aquella que engloba los derechos que proporcionan un mínimo de bienestar económico y seguridad, de modo que cada ciudadano pueda tener una vida civilizada de acuerdo con los estándares prevalecientes en cada sociedad. El sistema educativo y los servicios sociales serían los más relacionados con este último elemento (Buenrostro, 2012).
Como ya se mencionó, en un periodo posterior a Marshall se han generado una serie de debates contemporáneos sobre ciudadanía que nos interesa aclarar, para fundamentar y ampliar nuestra perspectiva sobre qué debemos entender por dicha noción en pleno siglo XXI. Es cierto que Marshall afirmó, en su momento, que el punto de llegada del desarrollo de la ciudadanía es el Estado de bienestar, también conocido como estado keynesiano; sin embargo, existe un giro de orientación a partir de lo que algunos autores llaman: “estado neoliberal”, como resultado de un proceso permanente de “remodelación”, por no decir también de ajuste estructural. En este sentido, como bien afirma Buenrostro (2012), la nueva realidad del Estado moderno (neoliberal) trae consigo una distribución inequitativa de recursos, así como el incremento de las desigualdades sociales y, peor aún, el deterioro de la calidad de los servicios públicos. El Estado (neoliberal) es incapaz de garantizar niveles de bienestar del orden social, laboral, económico, porque en su lugar se privilegian los derechos de propiedad privada. A todo esto se le asigna un proceso de individualización que, desde el punto de vista de Buenrostro (2012), no es tratado en profundidad en la obra de Marshall, pero que nos sirve como punto de partida para problematizar lo que Yurén (2013b) denomina como: “privatización de la eticidad”, que se caracteriza por un ágora anulado. Es decir, la clausura de espacios de discusión y reflexión sobre los asuntos de la vida pública y de interés común para las ciudadanías.
De acuerdo con los planteamientos de Yurén (2013b), surge la pregunta: cómo recuperar ese llamado “ágora” y, con ello, ese ciudadano activo, crítico, ético que se ha venido alejando de la esfera pública y que ha sido resultado de lo que Crouch (2003, citado en Freijeiro 2008, p. 168) denomina como la “comercialización de la ciudadanía”. Una de las consecuencias con mayor impacto negativo de este proceso ha sido, en palabras de Freijeiro (2008), la de alejar al ciudadano de la participación en los asuntos públicos. Como ejemplo, a inicios y mediados de los años noventa, con la llegada en algunos países europeos de la llamada socialdemocracia, se empezó una tendencia al tratar de aplicar ciertas exigencias liberales de competencia de representantes, dejando la vía libre al mercado para que se encargase de crear unas mínimas pautas de comportamiento (individualismo, búsqueda del propio provecho, libre elección, etc.), que son la garantía para forjar un mínimo de cohesión social (Freijeiro, 2008).
En este sentido, coincidimos con Yurén (2013b, p. 49), en la necesidad de “impulsar una educación ciudadana que no recaiga en esta comercialización de la ciudadanía, es decir, en educar simplemente para ejercer el voto, porque son cosas distintas educar para sufragar que educar para participar activamente en los asuntos públicos”, por lo que se requiere una ciudadanía que esté orientada por un punto de vista moral, dirigida a la transformación social; en otras palabras, no es lo mismo ejercer la isonomía o igualdad ante la ley, que la isegoria o igualdad en la participación en los asuntos públicos. Este aspecto público de la ciudadanía es el que interesa recuperar como base central y fundamental para entender el espacio del ágora y el ejercicio de involucramiento de los y las ciudadanas, a pesar de que existen, en el debate académico, diversos adjetivos de ciudadanía (activa, participativa, responsable, inclusiva-exclusiva, solidaria, multicultural, diferenciada, asociativa, etcétera).
El tipo de relación que establece el ciudadano con el espacio público y el Estado refiere a la forma en que se asumen los derechos (sociales, políticos, cívicos), que no sólo se deben promover, sino también reconocer y activar en la vida social. Lo que de acuerdo con Buenrostro (2012, p. 75), refiere a que los derechos de ciudadanía no se deben visualizar en el sentido lineal o teleológico, sino como resultado de relaciones y procesos sociales que conectan los horizontes entre las expectativas y las prácticas de los ciudadanos que actúan en la esfera pública. De ahí el papel de la educación como factor importante que contribuya a moldear la agencia como posibilidad de cambio social, que desde el punto de vista de Yurén (2013b), procure tanto el desarrollo de ésta (el poder efectivo que se tiene para transformar un fragmento de la realidad), como su amplitud (que se refiere al espectro de posibilidades de acción que se tienen).
De tal suerte que esta forma de agencia requerirá de un proceso formativo que desarrolle y consolide en los educandos un sentido crítico o capacidad crítica, un sentido ético en los sujetos formados, que se responsabilicen de sus acciones, así como de una educación política del actor que, desde el argumento de Yurén (2013b, pp. 44-45), “ha de participar tanto en el diálogo-negociación que da vida al ágora, como en los procesos de resistencia y transposición de esquemas que debilitan estructuras sociales reproductoras de injusticia”.
Ahora bien, hemos identificado que gran parte de la formación de las ciudadanías le corresponde a diversos espacios y procesos educativos (tanto formales como no formales), por lo que es importante recuperar de qué manera se ha trabajado o investigado la temática en los diversos espacios educativos, razón por la que en el siguiente apartado realizamos un recorrido y valoración sobre los estados de conocimiento del Comie, en particular sobre ciudadanía y educación, a lo largo de cuatro décadas. Una para identificar qué tanta importancia se ha dado al campo temático, y otra, para detectar en dónde y desde qué perspectivas es necesario seguir trabajando.
El campo de ciudadanía y educación: dimensiones y espacios de análisis
Abordar el tema de la ciudadanía como un campo de conocimiento desde la educación, necesariamente nos remite a los estados de conocimiento que viene desarrollando el Comie, desde la década de los ochenta del siglo XX, los cuales dan cuenta de lo que se ha investigado, cómo se ha estudiado y desde qué perspectivas teórico-metodológicas se ha visto a la ciudadanía desde el campo de la educación, entre muchas otras temáticas.
De esta manera y de acuerdo con los Estados de Conocimiento del Comie, la temática se ha investigado desde la década de los noventa, en particular, dentro del Área, que actualmente se denomina Educación y Valores, pero que en la década de los noventa se le identificaba como Educación, derechos sociales y equidad, periodo 1992-2002. En éste encontramos tres capítulos referidos al campo de la ciudadanía: uno titulado Educación, ciudadanía, organización y comunidad (Salinas, 2003); otro, Formación cívica en México (Tapia et al., 2003), y el tercero, Formación y desarrollo moral en la escuela (Magui et al., 2003), este último como un componente esencial en el ejercicio de la ciudadanía.
En cuanto al primer capítulo, Salinas (2003) reporta la detección de 39 trabajos, que clasificó en cinco ejes temáticos: a) ciudadanía y sociedad civil; b) comunidad-desarrollo rural; c) fortalecimiento organizativo (autogestión y participación); d) género (desarrollo rural, organización y sustentabilidad), y e) medio ambiente. La autora centra sus conclusiones en el trabajo comunitario y las formas de organización, donde las protagonistas son las “mujeres rurales pobres” pero que ofrecen un “fortalecimiento organizativo, empoderamiento, desarrollo sustentable y comunitario” (Salinas, 2003, p. 695) para alcanzar mejores condiciones entre los grupos poblacionales estudiados.
Respecto al capítulo Formación Cívica en México, se reporta la detección de 93 trabajos académicos, agrupados en cuatro temáticas: a) educación cívica en la perspectiva del sistema educativo nacional; b) educación cívica desde la perspectiva de la sociedad civil; c) estudios sobre democracia, ciudadanía y procesos electorales, y d) formación cívica como cultura política. En la parte introductoria, los autores resaltan el momento de transición política que vivió México en el año 2000 (primera alternancia de partido político en la presidencia de la república). Los estudios incluidos en el capítulo dan cuenta de la enseñanza cívica escolar, pero también del análisis de las movilizaciones ciudadanas, incluidas las de género y los estudios relacionados con la vida privada, en especial de la familia. Los autores señalan la necesidad de revisar el “concepto de ciudadanía”, argumentando que la emergencia de organizaciones de la sociedad y el papel que se ha asignado a la formación ciudadana escolar, ha llevado a mirarle de manera diferente, de tal manera que se rompa con el “civismo constitucional” y con el enfoque nacionalista que, de acuerdo con los autores, predominaba en ese momento (Tapia et al., 2003).
Dentro de sus conclusiones, los autores mencionan que la educación básica es el nivel más investigado, teniendo como principal objeto (sujetos) de estudio a estudiantes y docentes. En cambio, el nivel menos investigado es la educación media superior, a la que se suman los estudios sobre campesinos, población urbano-popular, obreros y pueblos indígenas. No obstante, se estudia más el sistema educativo y las políticas en lo general, que el aula y la escuela. Predomina el enfoque multidisciplinario, seguido del pedagógico y sociológico y, con escasa presencia, se encuentran estudios de corte antropológico o histórico. El foco de interés teórico se centró en la socialización y la formación cívica como hábito virtuoso.
Por otro lado, en el estado de conocimiento del periodo 2002-2011, identificamos que la temática se trabajó por parte de dos áreas del Comie. Una denominada Procesos de formación, en la que se incluyó el capítulo: Formación en ética y valores (Ornelas y Moreno, 2013) y la otra, Educación y valores, con el capítulo, Educación y valores en el ámbito de la Formación ciudadana y los Derechos humanos (Molina, Heredia y Ponce, 2013). En el capítulo de Ornelas y Moreno, se reporta que, de 95 trabajos detectados, sólo 18 (principalmente ponencias) corresponden al apartado “formación en valores para la ciudadanía y la democracia”. Una de las conclusiones que llama la atención de ese capítulo, es que “algunos investigadores dudan de que la escuela sea un espacio factible para la construcción o formación de ciudadanos realizadores de valores para la democracia [… y] que el interés por la formación ciudadana se vincula con las políticas educativas tanto dentro como fuera de la escuela” (Ornelas y Moreno, 2013, p. 375). Por lo que esta conclusión podría transformarse en una interrogante de indagación, en el sentido de identificar el peso que se está dando actualmente a la educación formal como espacio formativo de ciudadanías.
En cuanto al otro capítulo del periodo 2002-2011, titulado Educación y valores en el ámbito de la formación ciudadana y los derechos humanos, se reportó la detección de 119 trabajos, de los cuales 79 corresponden al eje de Formación ciudadana (el resto pertenece al de derechos humanos). Las temáticas fueron agrupadas en seis ejes: 1) formación ciudadana en general (31.6%); 2) formación cívica escolar (35.4%); 3) cultura y ciudadanía (13.9%); 4) ética y ciudadanía (7.6%); 5) cultura política (10.1%), y 6) violencias y ciudadanía (1.3%). Se encontró que las dos primeras fueron las más estudiadas, y que de acuerdo con el balance y perspectivas del campo, se reconoce que hubo “cambios sustanciales, no sólo en la cantidad sino en la calidad, sobre todo por el tipo de materiales producidos en relación con la década previa” (Molina et al., 2013, p. 254).
Parte de los hallazgos presentados en ese capítulo revelan que la mayoría de los trabajos siguen sin especificar el nivel educativo del que se ocuparon, y tienen reflexiones generales y recomendaciones dirigidas a la mejora del sistema educativo, las condiciones institucionales y el papel de los actores de la educación. Aunque con poca presencia, reportaron estudios en educación no formal que se ocupan de la formación ciudadana y otros que aportan bases teóricas, para construir andamiajes conceptuales y herramientas para el estudio de la ciudadanía.
Finalmente, los autores mencionan que se encontraron trabajos que abordan la ciudadanía desde la diversidad cultural, en escenarios multiculturales y con posibilidad de formación intercultural. Asimismo, se abordó la ciudadanía como responsabilidad social en los contextos educativos, se analizaron las estructuras organizativas, como los consejos escolares en la educación básica, que fueron identificados como una oportunidad para la vinculación escuela-comunidad-sociedad. Es importante señalar que dentro de algunos trabajos se ubica al docente como eje fundamental de la formación ciudadana, donde se plantean reflexiones sobre la necesidad de que el profesorado autoanalice sus prácticas, además de que requiere una formación amplia en lo que respecta a la educación para la ciudadanía.
Con lo presentado en los estados de conocimiento descritos en líneas anteriores, podemos reconocer que la producción investigativa en el campo de la ciudadanía en educación ocupa un lugar importante, sobre todo en lo que respecta a la educación formal en general y en cuanto a las políticas educativas que le dan sustento. No obstante, identificamos también que, aunque de manera incipiente, los investigadores ya se ocupan de la ciudadanía ambiental y de las problemáticas relacionadas con la inclusión y la responsabilidad social, así como de las cuestiones culturales, como es el reconocimiento de la educación multicultural o intercultural para la construcción de nuevas ciudadanías, aun cuando todavía hace falta profundizar y desarrollar trabajos investigativos que den cuenta de la emergencia de nuevas ciudadanías y, por ende, de nuevas responsabilidades y espacios de participación que le competen al ciudadano en general. Por ello habría que preguntarse qué lugar ocupan estas temáticas en las investigaciones realizadas durante la segunda década del nuevo milenio.
Nuevas perspectivas en el campo de la educación para la ciudadanía
Dado que el Estado de conocimiento periodo 2012-2021 se encuentra en proceso de reconstrucción analítica, consideramos que no es conveniente reportar aún y de manera particular, el tipo de producción y los hallazgos que se tienen al respecto. No obstante, se reconoce que, a raíz de los planteamientos de la UNESCO, en cuanto al impulso de una ciudadanía global -sin fronteras, mundial o planetaria- que considera la promoción de una ciudadanía comprometida con el desarrollo sostenible (UNESCO, 2014, 2016), las investigaciones se han encaminado a identificar de qué manera los países de la región, sus instancias y actores se han ocupado de la formación para la ciudadanía ambiental.
Los investigadores van focalizando sus propósitos investigativos y de intervención hacia los objetivos para el desarrollo sostenible (ODS), señalados en la Agenda 2030 (UNESCO, 2017). Por ello, emergen investigaciones que analizan cómo es que se desarrollan las ciudadanías capaces de resolver, activamente, los desafíos mundiales, en relación con una cultura de paz, tolerante, inclusiva, plural y equitativa que abogue por el bien común en el ámbito global (Curiel y Diez, 2016; Álvarez-Vergnani, 2019; García-Contreras, 2020, entre otros), que si bien no todas se han producido en los contextos mexicanos, sí van posicionando el tema desde los contextos latinoamericanos.
Asimismo, se encuentran perspectivas que buscan contrarrestar los tintes antropocéntricos, adquiridos por la influencia del neoliberalismo, que derivan en conductas indiferentes, individualistas y depredadoras (Dobson, 2005; Cruz-Rodríguez, 2015; Álvarez-Vergnani, 2019), que han generado consecuencias alarmantes en el planeta, como el cambio climático. En ellas emergen posiciones que ubican a las ciudadanías como aquellas que velan por un principio común: la búsqueda de coexistencia y armonía entre los seres humanos y no humanos con el medio ambiente, por lo que se les identifica como ciudadanías ecológicas o ambientales (Dobson, 2005; Vives-Rego, 2013; Cruz-Rodríguez, 2015; Bueno, 2018; De Hoyos, Vásquez y Castillo, 2018; Hurtado, 2020; Martínez, García y Ramírez, 2021).
Si bien la ciudadanía ambiental demanda un “sentido de corresponsabilidad con la comunidad de la que se es parte” (Martínez et al., 2021, p.106), las ciudadanías que remiten a condiciones étnicas y culturales también exigen que ésta se replantee a partir de los rasgos intraculturales, pluriculturales e interculturales, más allá de imaginar sociedades compuestas de colectividades, en cierta forma, encerradas o autoconfinadas en sus diferencias pluriculturales y de diversidad, que evocan la connotación de las “ciudadanías precarias” (Gómez, 2015). Estas nuevas visiones de la ciudadanía exigen la promoción y el ejercicio de los derechos sociales y culturales, en el que es necesario reconocer “al otro”, con sus particularidades y necesidades a partir de los contextos donde habitan (Díaz-Couder, Gigante y Ornelas, 2015; Zebadúa y Chacón, 2019; Herrera y Pons, 2019), pero sobre todo, para que estas poblaciones (por lo general las más vulnerables) logren sus capacidades para el bien-estar tanto personal como colectivo (Sen, 2000; Nussbaum, 2007 y 2012).
Como hemos mencionando, el proceso de conformación y análisis de las ciudadanías es muy complejo, por lo que los investigadores también han centrado sus objetos de estudio en las formas de participación en los espacios públicos. Es decir, a partir del desarrollo tecnológico y de las nuevas habilidades digitales emergen nuevas dimensiones ciudadanas, como la ciudadanía digital o ciber-ciudadanía activa (Lozano y Fernández, 2019), desde las que se ha estudiado el papel de la alfabetización digital; las formas de apropiación de las herramientas digitales, así como las formas participación e intervención en los espacios públicos y el aprendizaje o la alfabetización mediática de los medios (Natal, Benítez y Ortiz, 2014; Lozano y Fernández, 2019; Chacón, Pons y Zebadúa, 2019). Al respecto, es muy importante considerar que no sólo se trata del uso común de las redes, sino de la forma en que éstas son utilizadas, principalmente por los jóvenes. Para el caso de las ciudadanías digitales, es necesario referirse a sujetos informados, que asumen el uso de las redes sociales con cierta postura crítica, reflexiva y propositiva, respecto a los factores que inciden en su vida cotidiana y desde la esfera social, incluso planetaria.
De esta manera, el uso de las redes sociales y la alfabetización digital se convierten en un reto de primer orden para las instituciones educativas, de manera particular para las universitarias, siendo éstas las encargadas de desarrollar la ciudadanía digital de los estudiantes y de promover el uso responsable y apropiado de la tecnología, incluida la etiqueta de comunicación en línea, los derechos digitales y las responsabilidades en entornos de aprendizaje combinados y en línea (Lozano y Fernández, 2019).
Algunos estudios realizados en fechas recientes revelan que la juventud universitaria (jóvenes millennial) cuenta, desde hace tiempo, con acceso pleno a Internet, haciendo uso diario y con alta competencia digital de las diversas redes y medios de generación de información (Gisbert y Esteve, 2011, en Lozano y Fernández, 2019; Natal et al., 2014b; Chacón et al., 2019). Esto demuestra que los “nativos digitales” han llegado a la universidad con características especiales, y que los teléfonos celulares o móviles son el mejor dispositivo utilizado para manejarse en las redes sociales, además de que las visitas a las redes sociales ocupan el lugar prioritario para los jóvenes, en comparación con el trabajo universitario, el entretenimiento y buscar información, incluso la consulta de noticias ha quedado en los últimos lugares. El “activismo político en Internet”, que también ha sido trabajado muy poco, en fechas recientes ha empezado a emerger como una posibilidad de apertura para la participación ciudadana desde los medios digitales.
Desde el campo de la educación formal y como parte de las buenas prácticas, se han identificado acciones políticas en Internet, las cuales han sido identificadas como “ciberactivismo”, en el cual las personas que se involucran en esta actividad participan de manera frecuente y activa, expresando sus puntos de vista, información complementaria con una postura crítica y propositiva para el desarrollo de acciones sociales (Blánquez, 2014; Lara, 2014; Natal e Ibarra, 2014; Ortiz y Nájera, 2014). De acuerdo con estas prácticas, y con base en los planteamientos de los autores revisados, es necesario planificar acciones educativas o dispositivos pedagógicos que conduzcan a la formación (una educación) de la ciudadanía digital crítica (Lozano y Fernández, 2019).
Finalmente, resulta conveniente declarar que existen tendencias ciudadanas en el campo de la educación que se han venido trabajando desde la década de los ochenta del siglo anterior, y que existen otras que es recomendable seguir trabajando, como son: la ciudadanía mundial, global, cosmopolita, activa, crítica, responsable, democrática, ambiental, plural, multicultural, intercultural, diferenciada, digital y económica, que son indispensables para que los interesados en el campo temático se ocupen de ellas. Además, es importante reconocer que
la ciudadanía no es cuestión de edad o estatus. No se adquiere al cumplir los 18 años, ni con “el contar con la credencial para votar”, es parte de un proceso que se da a lo largo de la vida, es parte de la formación cívica, de la convivencia personal, familiar y sociocultural. En general, cada uno de los espacios de convivencia constituyen momentos y situaciones en la formación de culturas políticas particulares [y, por ende, de las ciudadanías que componen a nuestras sociedades actuales, donde se reconoce el álter ego] (Molina, 2015, p. 15).
Algunas reflexiones finales
La temática sobre ciudadanía y educación constituye un campo fértil y complejo, en el que se pueden abordar, como ya dijimos, diversas áreas temáticas y dimensiones que se ponen en juego cuando el sujeto asume su postura en relación con los aspectos socioculturales que comprenden su entorno, pero también obedece a los tipos ideales de ciudadanía, en relación con los problemas que aquejan a las sociedades actuales y a los ámbitos y contextos comunes que afectan al planeta donde habitamos. Por eso, ya no se trata de que la ciudadanía actúe sólo en sus entornos inmediatos o incluso en sus Estados nación, sino que sus acciones trasciendan las fronteras, incluso se ocupen de las condiciones que afectan al planeta donde habitamos o, como mencionan los comunitaristas, es necesario ocuparnos del cuidado de la madre tierra.
En tal sentido, y considerando la revisión conceptual que se realizó en la primera parte de este artículo, es necesario que entendamos que la educación para la ciudadanía demanda, en primera instancia, reconocer qué es la ciudadanía, no sólo desde el estatus o perspectiva legal, que incluye el conocimiento de los derechos, obligaciones y las instancias que se ocupan de ellos (perspectiva cívico-constitucional), o que pueda dar cabida a su “aplicación”. Se trata, además, de contar con el conocimiento de lo que implica ejercitar aquello que demandan las ciudadanías activas, de educar para el ejercicio de la libertad de expresión, la apertura para manifestarse en los espacios públicos, fomentar el ejercicio para la toma de decisiones y la asunción de postura-argumentativa.
Lo anterior implica que en los espacios educativos se cuente con el derecho y ejercicio de información, el análisis reflexivo y crítico de ésta, así como de las condiciones en las que se da respuesta a nuestras demandas en lo particular y en lo social. Esto implica considerar que la emergencia de las nuevas ciudadanías no se limita o acota a espacios locales o incluso nacionales, sino que trasciende las fronteras y, por tanto, los procesos formativos (educación formal, no formal e informal) que se alimentarán con perspectivas cosmopolitas, activas, críticas, reflexivas, responsables, tolerantes, democráticas, ambientales, plurales, multiculturales, interculturales, diferenciadas y económicas, entre muchas otras que demandan ser aplicadas e investigadas.