La paz es lo que convoca las contribuciones de la sección temática de este número de la RLEE, coordinado por la Mtra. Sylvia Schmelkes del Valle. Dos propósitos motivaron su conformación. El primero tiene que ver con la violencia. América Latina es el continente más violento del mundo. En nuestros países, la violencia invade cada vez más espacios y territorios, aumenta tanto el número de víctimas como la crueldad de sus manifestaciones, y lo más grave es que se naturaliza como la forma de resolver los conflictos y se pierde la sensibilidad ante el sufrimiento humano. Se está recrudeciendo la cultura de la violencia. El segundo propósito es la búsqueda de soluciones a esta realidad. Ante la creciente incertidumbre, el miedo, el aislamiento, la pérdida del tejido social, el creciente desencanto con la democracia, las heridas personales y colectivas no atendidas -todo ello consecuencia de las realidades violentas- requerimos teorías, metodologías, herramientas que nos ayuden a buscar soluciones transformadoras y a construir una paz duradera.
Se reconoce el origen estructural de la violencia: la injusticia social, las desigualdades crecientes, la polarización política y social, la violación a los derechos humanos, el racismo persistente que marginaliza y excluye a amplios sectores de nuestras poblaciones, la ausencia del Estado, la falta de memoria, la corrupción y la impunidad, la impartición de una visión retributiva de la justicia que privilegia el castigo explican, todas ellas en perversa sinergia, su presencia y crecimiento. Solucionar la violencia supone necesariamente atender de manera integral y duradera todos estos fenómenos. La búsqueda de la paz es compleja.
En este contexto de gran complejidad, la acción educativa para la paz emerge como un camino que ofrece deconstruir la peligrosa cultura de la violencia hacia una cultura de paz. La educación forma personas y construye comunidades que pueden a su vez transformar realidades. La educación, además, tiene la capacidad de desarrollar empatía, de promover una ética del cuidado, de aumentar la capacidad del sujeto de indignarse ante las injusticias y las consecuencias de la violencia y de motivarlo a la acción. No tiene resultados inmediatos -ninguna de las soluciones posibles a la violencia los puede ofrecer-, pero sí apunta a transformaciones profundas y duraderas.
Las contribuciones a este número de la revista abordan este camino posible hacia la construcción de paz. En todas ellas se asume la postura de una paz positiva, que no se reduce a la ausencia de violencias, sino a la construcción de justicia y a la vigencia de los derechos humanos. Se aborda también el concepto de paz integral, o de paz imperfecta, desde donde se alerta contra la paz hegemónica, se ubica la paz como dinámica y se aboga por la comprensión de múltiples violencias y paces, situadas, producto de las experiencias y saberes de la enorme diversidad de comunidades y poblaciones que sufren las consecuencias de la violencia. Se plantea desde esta visión una educación para la paz territorializada, que se pone en práctica en diversas situaciones y, en especial, en realidades que se encuentran en un proceso de postconflicto, como el que se vive en Colombia.
La construcción de paz implica romper muchos paradigmas. Uno de ellos que resulta central, y que se trata en muchos de los artículos aquí contenidos, es la necesaria transición de la justicia retributiva hacia la justicia restaurativa. La primera soluciona los conflictos mediante el castigo; la segunda busca atender a las víctimas, sanar las heridas y procurar la reconciliación. La primera no ha mostrado su capacidad de contener la violencia. Esta primera busca la paz eliminando al enemigo; no contempla al otro, a la otra. La segunda, en cambio, ofrece soluciones más definitivas porque sana y reconcilia. Otras rupturas paradigmáticas se refieren a la necesidad de superar la búsqueda de soluciones únicas ante una enorme diversidad de poblaciones, situaciones e historias. Así, el paradigma que valora la diversidad como riqueza y que convierte a los diversos en sujetos de sus propios procesos de solución -un enfoque intercultural, y más aún, desde una interculturalidad crítica que persigue la justicia epistémica y que busca reconocer otros saberes y favorecer diálogos horizontales- se plantea como indispensable. Abrirse a otros conocimientos y a otras formas de conocer enriquece la búsqueda de paz, así como escuchar valores y utopías que han sido silenciadas. De la misma manera, el recurso a pedagogías que se derivan de la perspectiva feminista y que permiten, entre otras cosas, dar el lugar que se merece a la ternura, la resistencia, la esperanza, el cuidado de la vida.
La educación escolarizada no es el único espacio educativo para la construcción de paz. Lo son también las comunidades, las familias, las instituciones en general. Pero la escuela y la universidad son lugares centrales, y contribuciones de este número nos plantean alternativas probadas de trabajo en estos espacios. Para trabajar en la construcción de paz, las instituciones escolares y universitarias deben transformarse profundamente, y eso no resulta fácil. El papel de los docentes es fundamental. Ellos también son sujetos afectados por la violencia, angustiados y agobiados, y de su vivencia y sentimiento hay que partir para lograr su activa y entusiasta participación. Al trabajar proyectos de construcción de paz en la escuela emerge con claridad la constelación de aspectos a atender: la equidad de género y la transformación de las masculinidades que en el patriarcado que vivimos han sido formados para enfrentar los conflictos con violencia; la apertura a la diversidad sociogenérica; el respeto universal a toda persona, a toda cultura, pero también a todo ser vivo y a la naturaleza y el cuidado del medio ambiente como consecuencia. Desde otras epistemologías no se concibe la construcción de paz sin la relación con la tierra y sin recurrir a la espiritualidad.
El trabajo con la comunidad educativa toda, incluyendo a los padres y madres de familia y a la comunidad circundante, resulta clave para empatar los propósitos educativos entre escuela, familia y comunidad. La verdadera inclusión que no minoriza a los diferentes, sino que los valora y favorece que se entablen, entre todos, relaciones horizontales, es condición para crear un ambiente propicio a la construcción de paz. Desarrollar la capacidad de agencia de las personas y de los colectivos que convence del potencial de actuar para transformar y que permite vivenciar estos procesos personal o vicariamente es lo que permite traducir los esfuerzos de paz en formación de constructores de paz. La reflexión y el diálogo que derivan en participación activa en la toma de decisiones por parte de todos los miembros de la comunidad refuerza el desarrollo de la agencia y permite la formación de una ciudadanía responsable. El aprendizaje de las formas de resolver o gestionar los conflictos a través de la mediación y el diálogo forma parte de este propósito central. Las escuelas también son espacio de escucha, de atención a las heridas por la violencia contextual y personal, de expresión de vivencias y sentimientos con respeto y empatía y, en consecuencia, de fortalecimiento de la comunidad. El elemento quizá más importante, a lo que todo lo anterior aporta, es al desarrollo del pensamiento crítico, que conduce a analizar para comprender las causas y consecuencias de la violencia y motivar a actuar sobre ellas, además de constituir el ingrediente básico de la formación ciudadana. La educación para la construcción de paz supone la criticidad.
La educación no formal o popular se desarrolla en comunidades y, en el tema que nos ocupa, sobre todo en las que han sido violentadas o que son vulnerabilizadas y por ello más proclives a ser afectadas por la violencia. El trabajo educativo efectivo en estos casos es el que parte de los propios sujetos y sus vivencias, en sus territorios; se orienta a fortalecer el tejido social comunitario; despierta capacidades de participación, organización, defensa del territorio y de los derechos humanos; conduce a reflexionar sobre la equidad de género y la diversidad sexual, así como sobre todas las otras formas de exclusión, y promueve el cuidado de la casa común. En este caso, se persiguen de otra manera los propósitos que se buscan en la educación escolarizada, y cobran peso, desde metodologías dialógicas, la capacidad de agencia y el pensamiento crítico.
Los artículos contenidos en este número de la RLEE proporcionan elementos de reflexión sobre el papel que todas y todos los que trabajamos en educación debemos desempeñar para transformar nuestra realidad hacia una que permita el buen vivir: donde se respete al ser humano y a la naturaleza, se asuma el conflicto como fuente de aprendizaje y se exterminen los intentos de solucionarlos con violencia; en la que todas las personas y las culturas puedan expresarse y crecer desde lo que son en un ambiente de horizontalidad y respeto y, en última instancia, en el que colectivamente podamos ir transformando las causas estructurales y culturales que explican el surgimiento y la persistencia de la violencia y logremos instaurar una cultura de paz. Nos ofrecen también herramientas para lograrlo en escuelas, en comunidades, en universidades. Estudios, ensayos y diálogos como los que aquí se presentan son necesarios para aclararnos las causas de la violencia y, sobre todo, para orientar la acción transformadora de sujetos individuales y colectivos. Gracias a todas y todos, a cada una y cada uno de los autores por haber construido este extraordinario acervo de pensamientos, métodos y herramientas.
Universidad Iberoamericana Ciudad de México