Los escritores hacen las literaturas nacionales y los traductores hacen la literatura universal.
José Saramago, La Nación, 2 de mayo de 2003.
…through collecting, the passionate pursuit of possession finds fulfillment and the everyday prose of objects is transformed into poetry, into a triumphant unconscious discourse.
Jean Baudrillard, The System of Objects.
Introducción
El siglo XIX representa para México no sólo el momento de la progresiva consolidación de sus autonomías -política, económica y cultural-, sino también el de la emergencia paulatina de una cultura y sensibilidad basadas en el entretenimiento óptico, en la “afección de los sentidos a través de la vista”.1 Heredados de las tradiciones visuales del Barroco y la tipografía novohispana, los dispositivos ópticos resultarían cruciales para el desarrollo de los múltiples proyectos en torno a los que se quiso organizar el país durante ese convulso periodo, así como para la creación de aquella colección de objetos -materiales y simbólicos, tan dispares y extraños- que en su acumulación, yuxtaposición, oposición, ordenamiento y desbordamiento ha ido conformando el gabinete abierto de maravillas que hoy entendemos como mexicanidad.
De entre estas tecnologías -que van desde la industrialización de la imprenta y la incorporación del folletín, hasta la introducción de la litografía, de la carte de visite, etc.-, los impresos periódicos como los diarios, las revistas, los álbumes y semanarios, resultaron de especial importancia para la propagación del conocimiento y la información. Más aún, la organización espectacular de estos impresos como si fueran Wunderkammern (gabinetes de curiosidades) presentó contundentemente lo que podemos describir como “a massive reorganization of knowledge and social practices that modified in myriad ways the productive, cognitive, and desiring capacities of the human subject” (“una masiva reorganización del conocimiento y de las prácticas sociales que modificó en un sinnúmero de maneras las capacidades productivas, cognitivas y anhelantes del sujeto humano“).2 Al igual que los gabinetes, los materiales periódicos funcionan no sólo como archivos, sino que son “vivos teatros de la memoria”3 para el lector contemporáneo.
De tal suerte, en una primera etapa, que abrió con la Independencia y cerró en 1848 con la firma del tratado de Guadalupe Hidalgo -periodo durante el cual el país se hundía en guerras, levantamientos e invasiones extranjeras-, los periódicos pasaron a ser el espacio público por excelencia, en donde se favoreció la expresión y crítica de la vida política, de la literatura, de las costumbres, en fin, de la cultura. Estos impresos, si bien surgieron en el periodo virreinal, adquirieron nuevos roles y aumentaron su diversidad y alcance, al tiempo que se convirtieron en objetos indispensables para la cotidianidad.4 En palabras de Laura Suárez de la Torre:
En efecto, una de las características del siglo XIX es la voluntad por desarrollar la educación, por crear una nueva vida política y un nuevo espacio público, y por liberar de las trabas coloniales al mundo de la edición. Asimismo, es en esa época en la que existe una tendencia a la asimilación de los contenidos para adoptar, adaptar y, muchas veces, hasta recrear “los referentes editoriales” […] de otras latitudes y coadyuvar, de alguna manera, a formular una representación nacional.5
Las publicaciones periódicas se establecieron como el espacio óptimo para que los mexicanos ensayaran con sus plumas. Así pues, periódicos y revistas fueron el gran triunfo editorial del siglo XIX y, en tanto forjadores de opinión, representan la fuente documental más rica “para comprender las pasiones y las presiones de la vida cotidiana del siglo pasado”.6 Y su relevancia es la que me lleva a considerarlas la fuente básica de esta investigación, cuyo objetivo es proyectar: 1) Qué ideas se tenían acerca del quehacer de la traducción -una actividad de coleccionismo de maravillas desplazadas de su contexto de enunciación, para ser reorganizadas, reelaboradas, resignificadas, recontenidas en la página impresa- durante dicho periodo; 2) Cómo es que el desplazamiento de estas curiosidades pertenecientes al canon consagrado de la literatura mundial confluye con el desarrollo de una identidad nacional.
Me valdré de tres textos localizados en la prensa periódica, como muestra para apuntar algunas directrices contextualizadas de lo que se pensaba sobre la traducción. En un segundo bloque, abordaré dos ejemplos de traducciones realizadas en México de la obra de George Gordon, Lord Byron (1788-1824), extraídas, igualmente, de las publicaciones periódicas decimonónicas, con el objetivo de trazar las aristas entre el ejercicio traductológico, la prensa periódica y la literatura nacional. Sobre la decisión de estudiar traducciones de Lord Byron, hay que decir que fue el poeta romántico inglés mejor conocido durante ese momento histórico.
La recepción de este autor se dio no sólo de manera literaria, sino también extraliteraria, pues, si bien hubo quienes no lo leyeron directa ni indirectamente, el personaje del lord lucífero, fascinación de las damas, bello cantor de los débiles y marginados, pero al mismo tiempo terrible, dandy seductor, inmoral, libertador de la Grecia y de la Italia, conmovió a la mexicanidad a través de las noticias biográficas difundidas en la prensa, menciones en artículos de opinión y editoriales, en obras de otros autores que lo plasmaron como prototipo, un ideal y un símbolo conocido por buena parte de la sociedad. Consecuencia de su gran popularidad entre los lectores mexicanos fue que se incorporara a los paradójicos mecanismos de conformación de una literatura nacional, partiendo de la traducción, lectura y otras apropiaciones de su obra y figura cultural. Su carácter libertario que lo hizo apoyar la independencia de Grecia, su proyecto poético que defendió los valores del Neoclasicismo -movimiento estético altamente valorado por los escritores mexicanos del Romanticismo-, aunado al hecho de que se decantara por un liberalismo práctico, parecido al que se adoptaría en nuestra incipiente nación a lo largo del siglo XIX, hacen de la obra de Byron un modelo ideal para estudiar la intersección entre traducción, literatura mundial e historia del libro.
La traducción mexicana decimonónica frente a la “literatura mundial”
A lo largo del siglo XIX, una prolífica actividad traductora e imitadora de textos pertenecientes a la “literatura mundial”,7 especialmente occidental, ocurrió en Latinoamérica. En el caso mexicano, el espíritu ilustrado y la necesidad política e intelectual de colocar la incipiente nación en el mismo nivel de desarrollo que las grandes potencias europeas, trajeron como resultado la voluntad de editores y escritores de exponer los progresos alcanzados en nuestras tierras, al igual que el deseo de educar e interesar a los lectores locales en los distintos campos del conocimiento universal. Dentro de este contexto, los diversos agentes del circuito literario mostraron preocupación por difundir textos clásicos y modernos de las grandes literaturas. Al respecto, Pablo Mora argumenta:
Después del optimismo provocado por la libertad alcanzada en 1821, “México” cobra para los criollos una dimensión distinta frente a España, ya que confrontan una progresiva crisis de identidad que los lleva a buscar un arraigo más allá del conocimiento de España […], por lo cual algunos escritores intentaron mostrar una filiación más estrecha con el concierto de naciones […]. Después del desamparo de 1836, provocado por el cambio de constitución -de federal a centralista-, la pérdida de Texas y la revelación de un país tan diverso [a través de la guerra de castas (1839-1849)], la clase letrada comenzó entonces a sentirse atraída por autores como Volney, Chateaubriand o Lamartine […]. Por otra parte, también se rescataban y se leían los viajes de Byron como un ejemplo del espíritu romántico más escéptico que se tenía desterrado del mundo y buscaba el paraje benéfico para su alma atormentada.8
Ante la falta de una estabilidad social y política que permitiera a los escritores dedicarse plenamente a la escritura, el camino primario para desarrollarse en este campo fue el de la traducción. Así, pese a los numerosos ejemplos de destreza literaria y creatividad alcanzados durante el periodo virreinal, en el siglo XIX el acto de citar, traducir e imitar la obra de las grandes figuras de la literatura mundial constituyó un campo abierto para que los escritores mexicanos ejercitaran sus plumas, a la vez que una práctica consciente de poder: “an expression of discernment and competence, a benchmark in the rapid process of maturation taking place in Mexican literature that is unparalleled in the Western world” (“una expresión de discernimiento y competencia, un punto de referencia en el rápido proceso de maduración que se estaba llevando a cabo en la literatura mexicana sin precedente en el mundo occidental”).9 Irónicamente, de manera complementaria al coleccionismo extractivista de los objetos americanos en los gabinetes de curiosidades europeos, la selección, escrutinio y recopilación de textos pertenecientes a las literaturas occidentales demostró el dominio de los intelectuales americanos sobre el capital cultural hegemónico. Ellos sabían qué elementos de dicho repertorio querían incorporar dentro del suyo para sentar las bases de su propia literatura, entendiendo ésta como específica del contexto mexicano, pero también conectada al resto del mundo. Así, formó parte de un movimiento de competencia cultural que combinó las voces consagradas de las letras con aquellas de una literatura emergente.
En palabras de Shelley Garrigan, al repetir y continuamente citar, analizar, traducir e imitar textos occidentales, la intelectualidad mexicana construyó una suerte de incubadora cultural para las letras nacionales.10 Esta incubadora tuvo como espacio privilegiado la prensa periódica, otro tipo de gabinete de maravillas concebido para contener y poner en diálogo curiosidades locales y extranjeras; para intentar resolver y, paradójicamente, resaltar las tensiones y diferencias de los objetos coleccionados dentro de sus páginas.
De tal suerte, el debate sobre la importancia de ciertas preceptivas filosóficas y estéticas que llegaban de Europa en general, no sólo de España, así como de la traducción e imitación de sus representantes más destacados, jugó un papel determinante en el desarrollo de nuestra literatura. Un ejemplo de esta influencia se encuentra en la declaración de intenciones que abre El Recreo de las Familias (1838), una de las revistas emblemáticas del periodo:
Mégico, movido por un poderoso impulso, vuela rápidamente en seguimiento de las naciones civilizadas, y con pasos agigantados vemos caminar nuestra regeneración social. […] Unicamente de esta manera podremos desmentir algun dia, llenos de placer y de orgullo, á esas naciones que nos deprimen sin conocernos; que olvidando los dias de su infancia, solo se acuerdan de su actual poder, y que debian avergonzarse al contemplar lo que fueron en las circunstancias en que nosotros nos hallamos.
La geografia, la historia civil y natural, la bella literatura, en fin, cuanto haya de ameno e instructivo á la vez en el vasto y fecundísimo campo de las ciencias y las artes, nos prestará asunto para llenar las páginas de El Recreo de las Familias.11
Como puede leerse en esta cita, los escritores mexicanos no definieron sus identidades como resultado de una confrontación con los autores que consideraban modelos, sino como un proyecto en construcción donde las letras occidentales proveyeron ejemplos para sus ejercicios individuales y colectivos; modelos de los que podían apropiarse en completo conocimiento de lo que estaba en juego.12 En ese sentido, México representa un problema para las teorías de la literatura mundial, en tanto que el campo literario mexicano está marcado históricamente por el cosmopolitismo y la “mundanidad”.13 En dicho territorio, el movimiento de culturas y de los productos “del viejo mundo, al nuevo mundo”14 es tan antiguo como el flujo masivo de objetos que dio pie a la conformación de los gabinetes de curiosidades renacentistas y, en más de un sentido, paralelo. Si bien este movimiento continuo, fluido, de ida y vuelta, es mucho más complejo que la dinámica eurocentrista de traducción y circulación que el aparato de la literatura mundial implica, el término sigue siendo útil para poner de manifiesto el discernimiento de los intelectuales mexicanos sobre ese particular “modo de circulación” . Es decir, sabían que, para desarrollar una literatura nacional, era necesario introducirse en una red de conocimiento con “a fundamentally economic character, serving to promote ‘a traffic in ideas between peoples, a literary market to which the nations bring their intellectual treasures for exchange’” (“un carácter fundamentalmente económico, que sirve para promover ‘un tráfico de ideas entre pueblos, un mercado literario al que las naciones llevan sus tesoros intelectuales para intercambiar’”).15
La estrategia de los literatos mexicanos fue apostar por una serie de normas y valores preestablecidos, para conseguir validación dentro de un sistema desigual de cultura. Como señala Andrea Pagni, en ese momento histórico, “los letrados americanos carecían de una posición [política] claramente definida y reconocida para negociar”,16 y eran percibidos por los círculos de poder hegemónicos como carentes de un capital cultural suficiente para intercambiar en dicha transacción. Sin embargo, dado que “All works are subject to manipulation and even deformation in their foreign reception” (“Todas las obras están sujetas a manipulación e incluso deformación en su recepción extranjera”),17 la circulación y la mediación de obras específicas podían resultar en un movimiento benéfico para expresar las inquietudes propias de estos intelectuales o para poner resistencia a las jerarquías implícitas dentro del sistema de la literatura mundial. Dicha reapropiación ocurrió a través de decisiones sencillas como la de republicar un texto extranjero, con o sin manipulación evidente, en los medios nacionales, pero cuya integración al corpus literario local venía cargada de implicaciones políticas y culturales que respondían a las agendas de aquellos que lo editaron, tradujeron o extractaron para su reubicación en un nuevo contexto.
Por otra parte, el hecho de que hubiera traductores mexicanos no significó que fueran los únicos traductores e imitadores leídos en México durante el siglo XIX. Desde la Colonia circularon en este país traducciones, imitaciones y demás apropiaciones de obras europeas, y de otras partes del mundo, sobre todo provenientes de España y de Francia. Sin embargo, la retraducción ejercitada en América, a pesar de tener presente la existencia de traducciones españolas directas o indirectas (a partir de ediciones francesas de los mismos materiales), se justificó debido a la insatisfacción que producían las versiones europeas, ya fuera por razones literarias o sociolingüísticas. Es decir, la traducción en la Hispanoamérica decimonónica supuso, en numerosas ocasiones, la necesidad de realizar una interpretación más atenta a las dimensiones estética, semántica o cultural de los textos base que las conseguidas hasta ese momento por España; en otros momentos, implicó el conocimiento de la carencia de textos traducidos en versiones más cercanas a los usos lingüísticos de la cultura receptora. De tal suerte, la traducción hispanoamericana de textos ya traducidos por españoles abrió la puerta a la concepción de la traducción ya no como la prestación de un servicio al objeto original, sino entendida como “un proceso creativo de transformación y construcción de sentidos, como una práctica de desplazamiento constitutiva a la emergencia de nuevos paradigmas culturales más que una simple transferencia o extensión de sentidos fijos”.18
Lord Byron y la recepción del Romanticismo inglés en el México decimonónico
La idea de describir la “vida literaria”, aquello que Gutiérrez Girardot definió como la compleja red de “preparación, producción y recepción de la literatura”,19 o lo que Darnton -revisitando su famoso diagrama- refirió como las etapas interrelacionadas en el ciclo vital de una edición,20 hace necesario aproximarse al fenómeno desde su concepción como “mediación” y no como “reflejo”.21 Es decir, la recepción de Lord Byron en México se dio a través de un complejo mecanismo de reelaboración de textos en nuevas ediciones, traducciones y contextos de lectura22 que implicó no decantarse por estudiar meramente a los escritores, supuestos únicos agentes introductores de las formas nuevas, sino tomar en cuenta a los diversos actores detrás del ciclo de recepción: lectores, productores, traductores, difusores y gestores de lo literario -ya sean institucionales o de organización popular-.
Para los mexicanos decimonónicos, el Romanticismo abrió la posibilidad de entrar en la cultura universal, al mismo tiempo que afirmar su singularidad y sus autonomías. Permitió también preservar los valores lingüísticos heredados de España, al igual que desprenderse del pasado colonial y de la “rémora cultural” que representaba, concretando “la efectiva separación de las naciones nacientes con respecto a la atrasada metrópoli que las colonizara”.23 Los intelectuales se acercaron con nuevos y ávidos ojos a las ideas provenientes de Francia, Inglaterra y Alemania, sin abandonar categóricamente lo planteado en España ni sus reglas de prosodia y gramática como muestra de civilización.24 Así, en 1836 la prensa confirmó que, efectivamente, la juventud ya se encontraba “contagiada de la fiebre romántica”, de “ese movimiento revolucionario, que llega a México por España, Inglaterra, Francia y Alemania, atizado por todos los fuegos de la liberación política y del espíritu humanista”.25
De acuerdo con Alicia Perales Ojeda, las primeras influencias fueron las de la literatura francesa, con Chénier (1762-1794), Chateaubriand (1768-1848) y Lamartine (1790-1869); de la inglesa, con Edward Young (1681-1765) y Lord Byron; y de la española, con Ángel Saavedra, el duque de Rivas (1791-1865), José de Espronceda (1808-1842) y Antonio García Gutiérrez (1813-1884).26 En las publicaciones periódicas aparecieron ensayos que expresaban el creciente interés por el movimiento romántico, así como traducciones e imitaciones, muchas veces anónimas, de sus principales representantes. Vale la pena destacar las muestras específicas relacionadas con la literatura inglesa: llegó a México, desde 1818, el Paradise Lost (1667) de John Milton (1608-1674), pero fue el séquito romántico el que rescataría, con mayor ahínco, “su bello, pálido y atormentado Ángel del Mal”;27 se editaron y extractaron ensayos sobre “La novela moderna”, cuyos mayores representantes fueron Samuel Richardson (1689-1761), William M. Thackeray (1811-1863), Charlotte Brontë (1816-1855), Walter Scott (1771-1832) y, más adelante, Charles Dickens (1812-1870).28
Es interesante plantear, aunque no es el tema de esta investigación, que ciertos textos muy difundidos del Romanticismo inglés, como On Heroes and Hero-Worship and the Heroic in History (1841), de Thomas Carlyle (1795-1881), de cuya recepción en México he encontrado evidencia en la prensa al menos desde 1856, promovieron el interés del público decimonónico por los personajes “heroicos”. En este libro en particular, el autor planteó una interpretación de la historia basada en las acciones específicas de “grandes hombres”, quienes serían los verdaderos causantes de las transformaciones sociales y políticas. Sus prototipos de poetas heroicos fueron, curiosamente, algunos de los que la crítica mexicana acostumbró, a lo largo del siglo, a asociar con Byron: Dante y Shakespeare.
George Gordon Byron fue identificado por el público decimonónico como el arquetipo del poeta en contra del statu quo -entendido éste como la crítica literaria, los valores hegemónicos, la sociedad londinense, la aristocracia italiana, los invasores turcos, etc.- que propugnó una estética ecléctica, cargada de valores románticos, pero que se valió del uso de recursos neoclásicos, por lo cual fue muy bien recibido. A su vez, la obra de Byron, “continuo trasvase de su personalidad, de lo que es y de lo que se obstina en aparentar que es”,29 favoreció la identificación heroica de este personaje histórico y su constitución como mito político, moral, estético y cultural. Tras la investigación realizada para mi tesis de maestría, pude constatar que la primera mención de Byron en la prensa periódica aparece en “Noticias estrangeras”, en El Sol, el 4 de agosto de 1824, en donde se copia una carta del 30 de julio que da cuenta de la muerte del autor en Grecia. A esta nota y a un artículo publicado por Heredia en El Iris (1826), donde se refiere a Byron como el poeta inglés más célebre, y cita y traduce del inglés unos versos dedicados a su memoria, le siguieron un sinnúmero de alusiones en periódicos y revistas, lo cual deja ver cómo este escritor inglés fue asimilado por los distintos estratos sociales del México decimonónico.30
Ahora bien, ¿qué sectores de la sociedad mexicana se identificaron primeramente con la estética romántica? Habría que considerar a las clases media y alta, que tuvieron la posibilidad de viajar a Europa y manejaban lenguas extranjeras como el inglés, francés o alemán. Desde la Independencia, la enseñanza del inglés aumentó, aunque tuvo que luchar, como señala Marianne O. de Bopp, contra la leyenda negra de su dificultad extrema. Ya en 1848, la imprenta de J. M. Fernández de Lara editó una gramática inglesa: el Método práctico para aprender el idioma inglés en poco tiempo, de Oloardo Hassey (1791-1888), y se imprimió constantemente la noticia, por parte de la prensa, de la impartición de clases de esta lengua en distintas instituciones (como las del profesor Juan Palacios en el Colegio de Minería, en 1854).
Sin embargo, ésta no fue la única vía para que los mexicanos conocieran el Romanticismo inglés, pues las publicaciones periódicas facilitaron el acercamiento del público culto a la literatura extranjera. Los libros mantuvieron, durante mucho tiempo, una venta limitada debido a sus altos precios, tanto para productores como para consumidores. Al respecto, esta investigación insiste en la importancia de los materiales periódicos, mucho más rápidos de imprimir y considerablemente menos costosos, cuya circulación fue tan grande y cotidiana durante el siglo XIX que “ellos solos hubieran sido capaces de transformarnos culturalmente”.31 Las publicaciones periódicas fueron la vía más eficaz de transmitir la cultura y de hacerla llegar a un auditorio amplio. Laura Suárez de la Torre afirma que, como resultado de las libertades proclamadas con la Independencia, en el lapso que va de 1821 a 1855, el territorio mexicano pasó de poseer 40 talleres de imprenta a cerca de tres centenas.32 Este incremento reveló el crecimiento del mercado editorial, de la oferta y la diversidad de impresos.
La traducción en el siglo XIX mexicano
Cada época genera su propio concepto de “fidelidad textual”. En la primera parte del siglo XIX, los románticos mexicanos tenían una idea más o menos específica de lo que la traducción y sus distintas modalidades deberían ser;33 éstas se consideraban herramientas pedagógicas, civilizadoras y de propagación cultural, percepción que se ilustra en tres discusiones “curiosas” del periodo que serán tratadas a continuación (dos de las cuales son producto de un rescate que realicé para mi tesis de maestría): 1) “Sobre la imitación” (1839), de José Ramón Pacheco (1805-1865), recuperada por Pablo Mora en 2004;34 2) El editorial anónimo “Importación de libros estrangeros” (1853); y 3) La nota, también anónima, “Ventajas de traducir mal” (1851). En los ejemplos se comprueba que estas prácticas no sólo eran valoradas, sino concebidas como necesarias dentro del sistema literario de cualquier nación, sobre todo de una recién independizada.
El primer texto, ensayo del político y escritor mexicano José Ramón Pacheco, distingue dos categorías traductológicas: la traducción y la imitación. En esta última se produce un “borramiento” de los límites entre textos originales y textos imitados, sin comprometer la filiación del producto con la “idea madre”,35 y se presenta como una actividad mucho más creativa, desprendida y libre que la traducción, la cual supone la obligación de ser un “fiel” intérprete del texto. De acuerdo con este autor, las imitaciones consistirían en ejercicios de apropiación mediante la selección de lo “bueno” y “exquisito” en una obra, dejando de lado sus “defectos”. El imitador tomaría el original como modelo para producir un texto nuevo, aunque no autónomo. En cambio, la traducción, aunque posee un rango relativo de libertad, pertenece a un género de poiesis mucho más restrictivo y con mayores dificultades, pues:
el que ha de verter de un idioma a otro una composición ajena […] lo tiene que hacer sin que padezcan los pensamientos, sin que los versos pierdan nada de su fluidez, ni de su elegancia, ni de su sonido […] ni las palabras de su exactitud, no sólo para expresar una emoción, un efecto del alma, sino los grados de esa emoción […]; como que si no hay sinónimos en un idioma propiamente tales, mucho menos los puede haber de un idioma a otro.36
Así, se pensaba que el objetivo dominante era el de “españolizar” el texto original. Es decir, el texto debía reapropiarse, igualar la balanza política en términos de la lengua, consiguiendo que el traductor se situara en el mismo nivel que el emisor del original. El intérprete óptimo debía mostrar la riqueza de su cultura, ilustración e intelecto a través de una mejora del original; tenía que actuar como un sastre sobre el texto: arreglar, cortar, surcir el referente, adecuándolo a la mexicanidad. En resumen, el oficio requería de “valerse de más de un diccionario bilingüe (no bastan el Sobrino y Taboada), de dedicar a la tarea un tiempo suficiente y de consultar unas obras especializadas en relación con el texto a traducir”.37 Por tanto, idealmente, el humanista encargado debía dominar las dos lenguas implicadas, además de contar con el bagaje suficiente sobre los contenidos tratados.
Ahora bien, los ejercicios de traducción y de imitación en México dependían de los mecanismos de circulación de los libros y demás textos extranjeros, al igual que de las disputas entre partidarios y detractores de tal movimiento. En ese sentido, en medio de una controversia acerca del daño que pudiera sufrir la industria del libro en México -léanse como constitutiva de ésta los manufactureros de papel, impresores, grabadores, litógrafos, escritores y un largo etcétera- por el cese en la importación de obras extranjeras, mayoritariamente españolas, un editorial anónimo intitulado “Importación de libros extranjeros” -texto casi contemporáneo a los poemas estudiados en el presente artículo-38 abogó por su continuación.39 Aunque no se trata de un ensayo riguroso, el editorial ilustra uno de los criterios dominantes sobre la circulación nacional de impresos extranjeros; es decir, la problemática comercial y creativa que implica la presencia de dichos materiales en el mercado local, igual que la coexistencia de traducciones españolas y mexicanas, pues, una parte de los nacionales “cree que la venida de libros estrangeros es un golpe de muerte para la literatura del país [...] [ya que] ningún literato podria dedicarse en lo sucesivo á componer obra alguna original, ó á hacer traducciones de las del estrangero sin esponerse á perder todo su trabajo”. Sin embargo, el editorial mantiene que dicha situación no es extraña ni motivo de escándalo, y su argumento también es interesante:
si nosotros fuéramos literatos, no temeríamos consagrar nuestro tiempo á escribir cualquier obra original, seguros de que nuestro manuscrito no nos había de venir impreso de España, por un prodigio superior al de la telegrafía-eléctrica. Si en treinta años ha habido autores mexicanos que escriban, impriman sus obras en México y las vendan, ¿por qué no lo pueden hacer en lo sucesivo? Las obras mexicanas están protegidas por la ley de propiedad literaria […] de manera que para ese caso los autores están bastante protegidos y no necesitan de que se prohiban libros estrangeros.40
De paso, esta nota toca varios puntos interesantes acerca del ejercicio de la traducción en el contexto decimonónico y sobre la recepción de la literatura europea en un país periférico. Por ejemplo, sostiene que las traducciones no pueden considerarse propiamente “trabajos de literatura nacional”,41 y que el público que las leía entendía bien la diferencia conceptual entre una obra original mexicana y este tipo de publicaciones. Sin embargo, en este género bien puede haber competencia literaria,42 ya que “en la península aparecen muy a menudo traducciones detestables, que no serán vendidas en México, si cualquier mexicano emprende una versión esmerada y correcta”.43
Al respecto, vale la pena agregar que, pese a la idea que tenían los mexicanos de estar en desventaja cultural e institucional en relación con España, durante el periodo trabajado en nuestro estudio (1841-1845) hubo ocasiones en que la traducción mexicana de un texto se adelantó por muchos años a la publicada en España. Tal es el caso de El Giaour (1813), de Byron. La traducción de Joaquín María de Castillo y Lanzas (1801-1878) de un fragmento de este poema (“La Grecia”, en 1835)44 se anticipó a la española de José Núñez de Prado (1824-1894) por 50 años (“El infiel”, en 1885).45 Una explicación a este fenómeno sería que en la España de Fernando VII (1823-1833), cuyo régimen despótico se caracterizó por el “repliegue nacionalista, miedo a la influencia extranjera, control ejercido por la censura y pobreza de la prensa, con el corto paréntesis del Trienio Constitucional”,46 la traducción estuvo casi completamente ausente en la prensa española.
Según Sara Medina Calzada, quien se dedicó a estudiar las primeras traducciones de Byron en la península ibérica desde 1818 hasta 1832, cuando se tradujo El corsario47 no se publicó ninguna otra traducción de este autor inglés. No obstante, vale la pena aclarar que sí se publicaron versiones realizadas por españoles exiliados, como es el caso de El Giaur [sic], o El infiel, editada en París por la Librería Americana (1828). Esta versión, a diferencia de la de Castillo y Lanzas, fue elaborada en prosa y procede directamente de otra traducción francesa, rasgo importante para abordar las siguientes secciones.
Ahora bien, el autor del editorial tiene muy claro que las traducciones que se pueden realizar en México sin temor a la competencia extranjera son las de obras poéticas. El estudio de Jean-René Aymes arrojó que los géneros más traducidos en dicha etapa fueron las novelas y las obras de teatro, las cuales, por estar escritas en prosa, supuestamente requerían menor aptitud para su desempeño. Estos géneros eran percibidos como menores por el Romanticismo, movimiento que entendía a la poesía como el máximo baluarte de la expresión artística. Por tanto, bajo este criterio, “Siempre tendrá novedad una versión en buenos versos castellanos de la Iliada de Homero, ó la Eneida de Virgilio; y en la literatura moderna, el Paraíso Perdido de Milton; el D. Juan de Byron; la Mesiada de Klopstock; la Jerusalem del Tasso; la Lusiada [sic] de Camoens, pueden ejercitar la musa castellana donde quiera que se hable la lengua de Cervantes”.48
El tercer texto que retomo fue reproducido en La Ilustración Mexicana para hablar sobre la idea que se tenía sobre la ética detrás de “verter de un idioma a otro”: “Las ventajas de traducir mal”. Dicha nota es contemporánea al “Editorial” antes analizado, sin embargo, además de que compete directamente a las traducciones de Byron, permite adentrarnos en el clima general de la época. La noticia dice:
Cuando Lord Byron publicó su hermoso drama fantástico titulado Manfredo, supo que un italiano se ocupaba de traducirlo á su idioma, de una manera detestable. Byron, deseando librarse de una versión que daría pésima idea de su obra, encargó á Hoppner que comprara el manuscrito italiano, ó que pagara al traductor porque [sic] no publicara su trabajo. Se entabló una negociación al efecto, de la que resultó que el italiano recibió doscientos francos, entregó el manuscrito, y quedó solemnemente comprometido á no traducir jamas obra alguna de Byron.
¿Sabrán esta anécdota tantos traductores, y esperarán que los autores celebren con ellos arreglos semejantes?49
Cabe preguntarse, entonces, ¿qué era un mal traductor o qué hacía a una traducción mala en el siglo XIX? En general, dicho calificativo se daba, virulentamente, a lo que se entendía como emanado de “una obra mal elegida”, pues muchas veces se pensaba que “la baja calidad de una traducción no hace sino reflejar la calidad igualmente baja del original”,50 estuviese bien o mal hecha. Los criterios entonces vigentes para que la entrada de una obra al aparato de la literatura en español estuviera justificada se desprendían, de tal forma, de su compatibilidad ideológica con el statu quo. Los editores de esta nación en ciernes no daban la impresión de estar persiguiendo el éxito detrás de los escándalos. Apelaban a un público lo más amplio posible y por ello buscaban originales que no comprometieran demasiado la realidad, costumbres o mentalidades locales. Tampoco estaban en busca de producir el “efecto de un intenso dépaysement o de un marcado exotismo”,51 salvo en los casos en que, pareciera, la elección de los autores o de los textos se reforzara porque existía algo de familiar en los márgenes coloniales, de los que provenían ciertas obras románticas como las de Byron o Chateaubriand.52 A través de las “buenas” traducciones, los lectores aspiraban a sentirse identificados con la materia, formas y universos de lo leído.
Son pocos los escritores que reflexionaron acerca de su oficio como traductores e imitadores, pero los ejemplos aquí analizados permiten darnos una idea de cuáles eran los criterios dominantes en la época. En tal sentido, las problemáticas conceptuales sobre el traslado de un idioma a otro y de una cultura a otra, durante el periodo que nos ocupa, no destacan por su novedad, desde los puntos de vista formales o técnicos, respecto a los que se tenían en el Neoclasicismo. Incluso, hay quienes sugieren una continuidad con los planteamientos de la época ilustrada.53 No obstante, el espectáculo se encuentra en su aplicación, en cómo las y los mexicanos de principios de siglo se hicieron de estos mecanismos para formular, transformar y retroalimentar su sistema cultural.
Vale la pena traer a colación las palabras con las que Frantz Fanon se refirió a la cultura nacional para hablar específicamente del sistema literario: “A national culture is not a folk-lore, nor an abstract populism that believes it can discover a people’s true nature. A national culture is the whole body of efforts made by a people in the sphere of thought to describe, justify, and praise the action through which that people has created itself and keeps itself in existence” (“Una cultura nacional no es un folklor ni un populismo abstracto que cree que puede descubrir la verdadera naturaleza de un pueblo. Una cultura nacional es el cuerpo completo de esfuerzos hechos por un pueblo en la esfera del pensamiento para describir, justificar y reconocer la acción a través de la cual ese pueblo se ha creado a sí mismo y se mantiene en existencia”).54
A continuación, pongo sobre la mesa dos esfuerzos curiosos, sin firma; dos intervenciones realizadas por mexicanos, las cuales se suman a una cadena de esfuerzos por mediar y difundir la poesía de Lord Byron, de dar voz a sus propias convicciones, al tiempo que aportan una minúscula, insignificante, maravilla en el gabinete de nuestra literatura.
Los “Versos. Escritos por Lord Byron bajo un Olmo…”, vertidos a la prosa por una Señorita mexicana en 1841
La década de los 40 del siglo XIX representó una suerte de “edad de oro” para las revistas mexicanas dedicadas al público femenino. A pocos años de la consumación de la Independencia, la relativa estabilidad proporcionada por el santannismo, así como la cohesión de un grupo de empresarios unidos en torno a un proyecto político mayoritariamente conservador, brindaron el sustrato para el florecimiento de una cultura nacional.55 En esta cultura marcada por su carácter patriarcal, las “bellas y delicadas” mujeres requerían ser formadas, moldeadas y guiadas para ejercer sus funciones como ángeles del hogar.56 Más aún, eran las transmisoras de las costumbres y civilización de la mexicanidad incipiente, representaban un grupo importante de consumidores potenciales.57 Por consiguiente, tomando como modelo el libro inglés de principios del XIX, el propósito de aquellas publicaciones era contribuir en los procesos de alfabetización, conseguir que las damas de las clases media y alta participaran en la construcción de una identidad comunitaria, además de introducirse dentro de una dinámica de mercado trasnacional.
Aunque el formato y disposición de estas ediciones fuese diverso, en general, su contenido se mantuvo constante en la difusión de conocimientos prácticos, que orientaran la educación de este sector hacia el íntimo espacio de lo “femenino”: matrimonio, hogar, maternidad, familia, cuidado y educación de la descendencia. La literatura desempeñó una función crucial en estas revistas, debido a que daba pie y retroalimentaba ejercicios de socialización y entretenimiento, tales como las tertulias. Su presencia dentro de estas publicaciones involucró una paulatina apropiación de estos espacios por parte de sus lectoras, las cuales, influidas por el Romanticismo, empezaron a remitir sus traducciones originales de autores como Byron o Fontaney,58 factor crucial para la afirmación de las mujeres en calidad de agentes creativos, que se daría en momentos posteriores (1870-1907).
Durante esta fructífera década, Vicente García Torres (1811-1894) se destacó por editar -entre varios medios impresos relevantes como El Monitor Republicano- tres revistas exitosas y de indudable inspiración europea: El Apuntador. Semanario de Teatros, Costumbres, Literatura y Variedades; El Semanario de las Señoritas, y el Panorama de las Señoritas. A lo largo de 1841, El Apuntador dedicó varios momentos a reflexionar sobre Lord Byron,59 pero, sobre todo, para traducirlo. Así, esta publicación que se consagró a juzgar comedias, espectadores y teatros, a sembrar flores de amena literatura y a trasladar en sus planas las costumbres nacionales para un público mayoritariamente femenino, no contó con una equiparable presencia de mujeres dentro de su cuerpo de redactores. No obstante, de las cuatro traducciones de Byron que imprimió, la primera en publicarse fue realizada por una “Señorita mexicana” anónima. Aquí transcribo dicha traducción en prosa:
Versos
Escritos por Lord Byron bajo un olmo, en un cementerio de Harrow-on-The-Hill.
(2 de septiembre de 1807).
¡Mansion de mi infancia! Oigo suspirar estas viejas ramas agitadas por la brisa que refresca tu cielo sin nubes. ¡Cuántas veces he pisado con los que amaba, con los que dispersos léjos de mí, echan de ménos, acaso como yo, las felices escenas de su infancia, este verde y grato césped sobre el cual vengo solo á meditar! ¡Yo te admiro y mi corazon te adora, olmo viejo y encorvado, bajo cuyas ramas frecuentemente he estendido mis miembros á la hora del crepúsculo, absorto en mis meditaciones! Mírame aquí sentado otra vez en el mismo lugar; pero ¡ay de mí! Sin tener los mismos pensamientos. Este follage, que gime al soplo de la brisa, invita al corazón á recordar lo pasado; parece que se oye una voz que me dice muy bajo: “¡Ah! Pues tú que lo puedes, prolonga un poco tu último adios.”
Cuando el destino hiele, en fin, este corazon delirante, calme sus inquietudes, sofoque sus pasiones... entónces, muchas veces lo he pensado, cuán dulce seria en mi última hora, si es que hay alguna dulzura para el que muere, cuán dulce seria saber que un humilde sepulcro, un estrecho retiro me recibiría en el lugar que mi corazon amaba! Sí, con este pensamiento me parece que seria dulce morir. -Aquí dormiria yo un sueño mas apacible, aquí donde todas mis esperanzas se dispertarian, ¡mansion de mi juventud, lecho de mi reposo! Quedaré para siempre tendido bajo el manto umbroso de los árboles, cubierto con el césped sobre el cual jugué en mi infancia, envuelto con el mismo suelo que amaba, mezclado á la tierra que recorrian mis pasos, elogiado por los labios que encataban mis tiernos oidos, llorado por el pequeño número de los que conocen mi alma, sentido por los amigos de mis primeros años, y olvidado por el resto del mundo.
(Trad. por una Señorita mexicana.)60
Las “Lines Written Beneath an Elm in the Churchyard of Harrow on the Hill” fueron escritas en verso por Byron, como la propia traducción indica, el 2 de septiembre de 1807 y se publicaron hasta el año siguiente, en la segunda edición de Poems. Original and Translated.61 Empero, en la versión realizada 34 años después, la traductora mexicana anónima adaptó el texto en prosa, rasgo que permite indagar acerca de su propio proceso de factura.
Es preciso establecer que la traducción de obras inglesas al español, en numerosas ocasiones se realizó a partir de versiones francesas y dicha mediación resultó una práctica común del periodo. Para discutirlo, basta recurrir a la historia del libro español. En primer lugar, tanto la proximidad geográfica entre España y Francia como las relaciones dinásticas compartidas por ambas naciones dieron origen a una situación de dependencia, en la cual Francia ejerció una importante influencia cultural sobre España, particularmente en la difusión de literatura extranjera. Se especula que dicha subordinación crítica, artística e incluso económica se inició desde el siglo XVIII, pero que continuó durante el siguiente, sobre todo en las primeras décadas. Según Sara Medina Calzada, “diferentes estudios cuantitativos han demostrado que la mayoría de las traducciones llevadas a cabo en España en el siglo XVIII y los primeros años del XIX proceden del francés, una situación que ya percibían los propios españoles de la época”.62
En segundo término -como se ha advertido con anterioridad-, entre 1819 y 1832 no se hicieron traducciones de Byron en España. Las versiones que mayormente se popularizaron fueron las adaptaciones francesas en prosa de Amédée Pichot (1795-1877), impresas entre 1819 y 1825 -corregidas y reeditadas a lo largo de todo el siglo-63 o las de Paulin Paris (1800-1881), dadas a la estampa entre 1830 y 1832. Las traducciones de la obra del poeta inglés que inundaron el mercado editorial en castellano entre 1827 y 1830 tendieron a publicarse, precisamente, en París y fueron destinadas a un público, en su mayoría, latinoamericano.
La restauración del absolutismo en España (1823) provocó el exilio de miles de liberales españoles, muchos de los cuales encontraron refugio en ciudades hispanoamericanas, y fueron quienes convirtieron la traducción y redacción en editoriales como su principal fuente de ingresos.64 Aunado a lo anterior, tras la emancipación de las colonias españolas en América, algunos editores de las principales capitales culturales del momento -París y Londres- asumieron como oportunidad comercial la producción y exportación de libros en castellano a las recientes repúblicas de Hispanoamérica. La principal característica de estas ediciones parisinas en español es que todas ellas se tradujeron en prosa. También, tendieron a reproducir los paratextos de las traducciones realizadas previamente al francés. La mencionada situación de dependencia cultural, al igual que el adelanto temporal de las versiones en fránces a aquellas en español, permiten suponer que las segundas son traducciones indirectas, realizadas a partir de las primeras. Es imposible saber si aquellos intelectuales tuvieron a la mano los originales ingleses. Sin embargo, la comparación de las traducciones en español de los poemas de Byron con algunas de las francesas en prosa, hace posible ejercitar lo que Rebeca Olson denominó una especulación responsable acerca de la mediación de estas traducciones.65
En este caso específico, la similitud entre la versión mexicana de los “Versos…” en español y las francesas de Pichot y Paulin se constata no sólo en el uso de la prosa en sustitución del metro y de la rima, también se hace patente en la configuación de los elementos paratextuales, al igual que en las adaptaciones sintácticas y de significado que introduce. En primer lugar, el título original llama a unas “líneas” escritas bajo un olmo, y no a unos “versos”, como sucede en las dos traducciones francesas mencionadas y en la de la “Señorita mexicana“. Es interesante que aquellas se decidieran a nombrar el texto de tal forma, pues lo traducen completamente en prosa. Mi propuesta es que, en un desplazamiento contextual y semántico, el poema de Byron adquirió valor a través de la metonimia. Los versos de este autor se mantuvieron como tales, a pesar de las metamorfosis en género de sus subsecuentes traducciones. Asimismo, pese a que, a lo largo del XIX, la prosa se tenía en menor estima que la forma versada, estas traducciones conservaron su estatus epistemológico, en tanto que el énfasis hacia el poeta, el objeto y el lugar de enunciación se conservan a la cabeza del texto bajo la metonimia del título.
Otro rasgo curioso que pudiera manifestar la filiación de la traducción mexicana con las de Paulin y Pichot es el que la mujer anónima se haya decidido a replicar los guiones intermedios en “Harrow-on-the-Hill”, y preservar el inglés en el locus poético que introdujeron los franceses.66 Sin embargo, únicamente las versiones de Pichot y de la mexicana conservan la coma del título original. Esta característica, que mantiene el énfasis en la subordinada adverbial con una coma sintácticamente innecesaria: “Vers écrits sous un ormeau, dans le cemetière de Harrow-on-the-Hill” y “Versos. Escritos por Lord Byron bajo un olmo, en un cementerio de Harrow-on-the-Hill”, permite intuir que la Señorita se basó en la de Pichot y no en la de Paulin.
Ahora bien, dejando de lado el aspecto ortotipográfico, en la cuarta estrofa de las “líneas” de Byron, la versión de Paulin habla, consistentemente con el original, de que el destino, al fin, helará “this fevered breast” (“este seno afiebrado”).67 Por su parte, las de Pichot y de la mexicana hacen referencia, más bien, a un “cœur delirant” (“corazón delirante).68 Más aún, resulta significativo el hecho de que la de Pichot y la mexicana alteren la apóstrofe inicial del poema, “Spot of my youth!”, lugar y momento que se evoca en la escritura para acotar la juventud a la infancia solamente, cosa que sí preserva Paulin con su “Asile de ma jeunesse”.69 Adam White decía que, para el género específico de poesía que realizó Byron en este texto, que desarrolla una mezcla entre inscripción y epigrama, es importante determinar el lugar y la fecha de escritura, los cuales enmarcan el llamado del “yo poético” a conocer si en un futuro podrá descansar en el anhelado topos de la locación epitáfica.70 Por tanto, pareciera que tanto Pichot como la traductora que lo sigue no muestran preocupación por dar continuidad a la tradición bucólica del original.
Los “Versos…” de la mexicana delatan su origen y dependencia, al grado de que algunos lectores pudieran considerar una traducción literal de la versión de Pichot. Sin embargo, en ocasiones éste agrega inversiones interesantes sobre la sintaxis del texto, sutiles movimientos que lo dotan de un sentido más enfocado en añorar el pasado que en sumergir al lector en la situación espacial del yo poético, foco principal tanto del original de Byron como del traductor francés. Por ejemplo, pasa de “ce vert et doux gazon sur lequel je suis seul à rèver, combien de fois l’ai-je foulé avec ceux que j’aimai; avec ceux qui, dispersés au loin, regrettent peut-être comme moi les heureuses scènes de leur enfance”,71 a declamar sobre las veces que “he pisado con los que amaba, con los que dispersos léjos de mí, echan de ménos, acaso como yo, las felices escenas de su infancia, este verde y grato césped sobre el cual vengo solo á meditar!”. Por último, la traductora se aleja doblemente del “texto madre” y omite un verso que Pichot sí respeta: “Oh! As I trace again thy winding hill” (“¡Oh! Mientras trazo de nuevo tu colina sinuosa”). Da un giro completo sobre el centro del poema y, no obstante, su versión se mantiene firme en su pétrea melancolía: “Mírame aquí sentado otra vez en el mismo lugar; pero ¡ay de mí! Sin tener los mismos pensamientos”.
Así pues, vale la pena reflexionar acerca de la proximidad de las traducciones respecto a sus referentes, de manera paciente y contextualizada. Tanto las versiones francesas como la mexicana poseen valor dentro de sus marcos de enunciación. La de la “Señorita mexicana“ resulta no sólo una primera aproximación al texto de Byron desde una nación periférica, sino el ejercicio público de una mujer.72 El aporte femenino a la cultura impresa, al igual que las indagaciones profundas acerca de su papel no como consumidoras, sino como agentes productivos en la prensa periódica nacional, sigue siendo un tema poco abordado en las disciplinas literaria e histórica mexicanas. El hallazgo de un testimonio de escritura femenina, aunque tímido y dependiente, como es el caso de este ejercicio de traducción, implica reconocer que es producto de un sistema controlado por y para los hombres; fue y sigue siendo parte de una estructura que lo marginalizó y, empero, nos deja rastrear los mecanismos, ideas y patrones culturales que dieron lugar a la expresión de las mujeres durante el siglo XIX mexicano; “nos permite renconstruir el proceso a través del cual ese sector de mujeres [el conformado por la élite de la naciente clase media en nuestro país] se introdujo en el mundo de la palabra escrita”.73
Un fragmento de El Giaour para El Monitor Constitucional (1845)
Para abordar la siguiente maravilla, es preciso contextualizar. George Gordon Byron compuso The Giaour. A Fragment of a Turkish Tale74 en 1813, como el primero de un grupo de poemas con temática oriental, inspirado en el conocimiento de las costumbres locales que adquirió en su viaje por Europa (1810-1811) con su amigo Hobhouse. Específicamente en este poema, decidió abordar la nefasta tradición turca de arrojar al mar a las mujeres adúlteras. A grandes rasgos, desde la perspectiva de tres personajes (uno en primera persona y dos testigos), el texto sigue la historia de Leila, una mujer que pertenece al harén de un gran señor turco, Hassan, pero que está enamorada del giaour, un hombre occidental que viaja a Oriente. Debido a sus afectos, Leila es asesinada por Hassan mediante la práctica tradicional mencionada. De tal suerte, en su tormento, el “infiel” cobra la vida de Hassan y, arrepentido, se recluye en un monasterio.
Lo interesante es que, dado el orientalismo romántico con el cual son descritos los personajes de este exitosísimo poema -no por nada hacia 1815 había sido reeditado 14 veces-, las locaciones, la propia estructura de la obra y el contexto histórico y político de la guerra entre el Imperio otomano y Rusia -el cual despertó todo un movimiento filohelenista, encabezado por Byron y Víctor Hugo- ofreció para algunos críticos, y para buena parte de los lectores decimonónicos, una interpretación en la que Leila personificaba la Grecia ultrajada. No sólo para Byron, sino para distintos autores románticos, el movimiento de liberación griega (1821-1830) sirvió de inspiración recurrente a lo largo del siglo. Mientras que algunos escritores elogiaron a sus héroes más representativos, otros utilizaron el motivo de una mujer griega capturada por los turcos -con todas las tensiones sexuales a las que esta idea daba lugar- como metáfora de la situación de las naciones postcoloniales.
El Giaour de Byron ofreció, precisamente, a los intelectuales americanos del siglo XIX un mito dinámico, secular, en el que la Grecia -prototipo edénico de un territorio devastado por el hombre y por los poderes coloniales- sirvió como alegoría de la angustiosa situación de sus propias regiones. Dicho tema se asoció, a su vez, con el del “paraíso terrenal” y en conjunto representaron un modo de interpretar la historia, “un efecto de la historia y un factor de la historia”75 que con la lectura americanista serían despojados de sus contenidos netamente religiosos y tradicionales. Asediados por las nuevas aflicciones que siguieron a los movimientos independentistas, los americanos intuyeron que el imperialismo los despojó de un paraíso de supuesta inocencia y bienaventuranza primordial. De tal suerte, en un texto dedicado a exaltar la heroica adhesión del estado de Puebla al Plan de Jalisco (1844) y a la noble participación armada de sus ciudadanos en enero de 1845,76 un autor anónimo recordó los paraísos orientales de Lord Byron y transcribió, in extenso, una traducción en prosa de la primera y más famosa parte de El Giaour, compuesta por los versos 7 al 67:
¡Bello clima, en donde cada estacion sonrie con complacencia á estas islas afortunadas, que apercibidas desde las lejanas alturas de Colonna, arroban el corazon y prestan encantos á la soledad! Ligeramente risada, la superficie del Oceano refleja los variados tintes de los montes, cuya imágen animan las ondas que bañan las playas de estos paraisos terrenales del Oriente; y si á veces hace ondular una ligera brisa el cristal de las olas, ó arranca una flor de su tallo, ¡cuán dulce es este soplo embalsamado que trae consigo los mas suaves perfumes! Allí es donde se encuentra en los valles y sobre las colinas la rosa amante del ruiseñor. Para ella repite el pajarillo sus melodiosos cantos de amor sonroseándose; lejos de los vientos y de las nieves del Norte, acariciada por todas las brisas, en todas las estaciones, exhala al cielo, como un incienso de reconocimiento, los perfumes que de la naturaleza ha recibido, y embellece á su vez el clima que la protege ostentando sus ricos colores. Todavia hay mil flores de primavera que esmaltan los prados, muchas sombras que invitan al amor, y multitud de grutas frescas que parecen ofrecer un asilo discreto; pero ¡ay! que con frecuencia son el refugio del pirata, cuya barca está oculta al abrigo de una roca, para espiar una presa pacífica. La estrella de la noche ha perecido; la guitarra del alegre marinero se ha escuchado; el nocturno ladron hiende las olas con su remo prudentemente envuelto, cae de improviso sobre su presa, y á los cantos del regocijo hace suceder tristes gemidos.
¡Estraño destino de un pais que la naturaleza se ha complacido en hacer digno de ser habitado por los dioses, y que ha adornado con todos sus dones! ¡Es menester que el hombre amante de la destruccion quiera convertir este paraiso en desierto! ¡Es menester que holle, como una bestia feroz, estas flores brillantes que no tienen necesidad de ser regadas con sus sudores, y que crecen sin cultivo en esta tierra de encantos como para prevenir sus deseos, no pidiéndole otra cosa que el no ser arrancadas de sus tallos!
¡Estraño destino de un clima en donde todo respira paz, pero en donde las pasiones triunfan en su rabia, y en donde la rapiña y la tiranía estienden un velo lúgubre! Se creeria ver á los ángeles infernales, escapados de los golfos del Tártaro, y vencedores de los serafines fieles, venir á sentarse orgullosamente sobre los tronos del cielo. ¡Tan hermosa es la Grecia, tan dulce su aspecto! Tan odiosa la barbarie de sus tiranos destructores!77
Sobre la traducción, la referencia específica del articulista no ha sido localizada. Es interesante comentar que, siguiendo La literatura española en el siglo XIX de Blanco García (1864-1903), durante un tiempo se pensó que El Giaour se había editado por primera vez en castellano hacia 1823, en la revista barcelonesa El Europeo. Sin embargo, Allison Peers revisó la fuente directa y se percató de que, en realidad, tal impreso no contiene dicha traducción.78 Dado que el texto original de Byron es adaptado a la prosa, y pese a que en esta versión no se emplean galicismos demasiado evidentes -a diferencia del caso del que nos ocupamos en el apartado anterior-, podemos decir que es una traducción bien castellanizada de la de Pichot.79 Basta confrontar el texto del articulista con el léxico y la sintaxis del francés para notar que, incluso, las omisiones de signos de puntuación son consistentes:
Beau climat! où chaque saison sourit avec complaisance à ces îles fortunées qui, aperçues des hauteurs lointaines de Colonna, ravissent le cœur et prêtent des charmes à la solitude! Légèrement ridée, la face de l’océan réflechit les teintes variées des monts dont l’image anime les vagues qui baignent les rives de ces Éden de l’Orient; [...] Étrange destinée d’un climat où tout respire la paix, mais où les passions triomphent dans leur rage, et où la rapine et la tyrannie étendent un voile lugubre! [...] Tant elle est belle la Gréce, tant son aspect est doux! Tant est odieuse la barbarie de ses tyrans!80
Me interesa destacar, por un lado, la preferencia del traductor por emplear la palabra “apercibir”, que en español no tiene el mismo sentido (“prepararse”) que el francés apercevoir (“ver brevemente”); y, por otro lado, la variación léxica casi única de la versión castellana en donde, a través de la permuta “ces Éden de l’Orient” por “estos paraísos terrenales del Oriente”, se refuerza el sentido político distinto, antes descrito.
Ahora bien, sobre el contenido de la obra, en el artículo el estado de Puebla: “sola está en el dia representando á la república” mexicana. Para el ensayista ambos paraísos, pese a poseer todas las virtudes congénitas de la tierra, se vieron inmersos en los más grandes horrores de una guerra “fratricida, injusta y cruel”. Su caudillo, Antonio López de Santa Anna (1794-1876), “se ha obstinado en dominarlos sin otra ley que su espada”. A esta pluma anónima no le queda más remedio que exhortar al pueblo a “contribuir al alivio de los heridos, y de las familias desgraciadas y huérfanas de aquella heroica ciudad”.81
Vale la pena mencionar que el traductor/ensayista del artículo mexicano da un giro al tropo byroniano. Como Írvin Cemil Schick escribió, el ultraje del personaje femenino del poeta inglés es producto de una disputa entre dos fuerzas paralelas:
rather than pitting Hassan and the Giaour against each other in a neat […] “civilization against barbarism” dichotomy, Byron makes them out to be more alike than different. [...] This ambivalence has been interpreted as an allegory in which Leila herself represents Greece, squeezed between two rival imperialisms equally to blame for its wretched state. (“en lugar de enfrentar a Hassan y al Giaour entre sí en una clara dicotomía […] ‘civilización y barbarie’, Byron los presenta más parecidos que diferentes. […] Esta ambivalencia ha sido interpretada como una alegoría en la que Leila misma representa a Grecia, atrapada entre dos imperialismos rivales igualmente culpables de su miserable estado”).82
El paraíso del articulista es destruido por los intereses de un solo caudillo despiadado que “quiere saciar una venganza”. No obstante, la esperanza del pueblo se encuentra en el Ejército que, enviado por el Congreso, “marcha al socorro de nuestros hermanos, y sin la menor duda conseguirá poner un término á los padecimientos de los heroicos poblanos”.83
Ahora bien, para entender cómo es que un poema pasó no sólo a perder los rasgos más superficiales de su estructura, como el metro y la rima, sino algunos del corazón mismo de la obra, por ejemplo, la relevancia de Leila y la concepción de la nación sometida como un territorio de naturaleza femenina, sensual, en el sentido de Paraíso, vale la pena recordar las palabras del bibliógrafo neozelandés Donald Francis McKenzie, retomado por Bernard Lahire:
hay productos culturales que tienen cierta circulación entre diferentes grupos sociales, que originan apropiaciones sociales diferenciadas. Así, las mismas obras son objeto de diferentes usos e investiduras sociales, a veces de carácter opuesto o contradictorio. En este sentido, un libro que obtiene una aceptación social casi unánime es un libro que, por su propia literalidad (incluso su tipografía), hace posibles distintos tipos de experiencias.84
El poema El Giaour es un texto que, desde los inicios de su recepción, se pensó como “perhaps Byron’s most puzzling poem” (“quizá el texto más enigmático de Byron”).85 El propio Coleridge manifestó, en una nota a pie de página a su edición del poema, su incomodidad al respecto. La extrema fragmentariedad de su estructura, la cual resulta en que difícilmente se pueda establecer un todo uniforme con cada una de sus partes, representa, al mismo tiempo, uno de los elementos más favorables para que los lectores realizaran apropiaciones múltiples de él. Así, pasó fácilmente a representar cualquier otra nación periférica, víctima del colonialismo. Más aún, aunque el poema fuese despojado de su naturaleza baladista, conservó su caracterización pictórica y dramática, además del sentido general del tema y la fidelidad a un tono de llamado público para adherirse a una causa política. Como en el caso de los objetos coleccionados en los gabinetes de curiosidades, un texto era considerado particularmente maravilloso si se resistía a una clasificación. El salto del lenguaje poético a la prosa es una marca más de las resistencias socioculturales que oponen los textos cuando se desplazan desde un sistema literario a otro. Sin embargo, también son la muestra de cómo el significado trasciende las formas.
Conclusiones
Desde finales del siglo XVIII, pero sobre todo a lo largo del XIX, tanto la traducción como la imitación fueron actividades pedagógicas para las sociedades en las que el colonialismo jugó un papel determinante, política, económica y culturalmente hablando. Si bien su ejercicio permitió el acceso a autores, movimientos, ideologías y sensibilidades de otras tradiciones, al mismo tiempo facultó el desarrollo de identidades propias; permitió lanzarse a la palestra de las letras universales y apropiarse de las culturas canónicas a través de una adaptación a los usos, convenciones y sensibilidades particulares.
En el caso específico del México decimonónico, la traducción implicó, muchas veces, el diálogo con versiones españolas y francesas de los mismos textos. Supuso el entendimiento de que las adaptaciones previas al castellano no atendían adecuadamente la estética, semántica o gramática del español, o de que simplemente no se prestaban para una comprensión adecuada a los usos lingüísticos y costumbres propias de la sociedad receptora. De tal suerte, una nueva traducción o imitación seguía resultando pertinente, pues la interpretación literaria a través de dichas actividades nunca es un ejercicio completo ni mucho menos cerrado.
Por otra parte, los traductores e imitadores mexicanos de la época no se limitaron a trabajar con obras de las que manejaran su idioma cabal o parcialmente. De ser necesario, su curiosidad los hizo acercarse a autores y documentos de manera indirecta, mediante otras traducciones realizadas en otras lenguas que se consideraban popularmente menos complicadas. La leyenda que promovía el francés como un idioma de mucho más fácil acceso que el inglés o que el alemán propició que las traducciones en cuestión se ejecitaran, principalmente, desde adaptaciones francesas. Además de tal explicación de reticencia sociolingüística, el rezago español durante el periodo de Fernando VII, la necesidad de marcar una distancia respecto a la tradición colonizadora -de la cual se estaban independizando cultural, política y económicamente-, al igual que la apreciación de la cultura y la lengua francesas como propias de una civilización y modernidad deseables, favorecieron el acercamiento de los mexicanos a las traducciones en francés. No obstante, la prosodia y gramática del español continuaron siendo elementos centrales en las discusiones literarias. Pese a la subordinación que muchas veces implicó esa actividad poiética, no dejó de estar orientada hacia la integración de una tradición literaria propia, autodefinida y determinada por las necesidades de una nación en ciernes.
Respecto a la importancia de George Gordon Byron en el imaginario intelectual mexicano, hay que decir que la vida de este personaje tuvo una serie de lecturas que le brindaron relevancia literaria y extraliteraria. En ese sentido, su biografía repleta de desplantes y amenazas hacia el statu quo, el orden social, la preceptiva ideológica y los valores hegemónicos hicieron que simbólicamente adquiriera el papel de héroe romántico, que ejemplificara uno de los espíritus más escépticos, prototipo del desterrado, del viajero, o del revolucionario defensor de las naciones sometidas.
Desde otro ángulo, el bardo fue el poeta romántico inglés mejor conocido durante el periodo que estudiamos. Aunque su obra fue recibida tardíamente, hasta después de su muerte, el gusto ecléctico de los mexicanos, quienes se situaron con un pie en el Neoclasicismo y con el otro en las formas nuevas, hizo que su obra se acogiera con especial entusiasmo. Literaria e ideológicamente, Byron representó un personaje que, pese a propugnar una ética y una moral difíciles de aceptar, se adaptaba a los instintos de búsqueda de una identidad propia. Al mismo tiempo, la ductilidad material de su obra y de sus temas permitió que los mexicanos se apropiaran fragmentariamente de su poesía, la invistieran de nuevos contextos y se reflejaran en ella para hablar de sus preocupaciones específicas.