Introducción
Las investigaciones sobre las publicaciones periódicas literarias de la España del siglo XIX ofrecen un campo de visión rico, pero hoy todavía algo escaso, con importantes lagunas críticas e historiográficas. Así, frente al justo interés de la crítica por hitos hemerográficos como El Artista (1835-1836) o el Semanario Pintoresco (1836-1857), fundamentales en la consolidación y evolución del Romanticismo español,1 siguen apreciándose huecos en los estudios hemerográficos centrados en la segunda mitad de ese siglo. No obstante, esas décadas convulsas en la historia de España facilitaron la proliferación de numerosos periódicos y revistas de diversa orientación. Entre éstas, merece la pena resaltar la triada que ya destacaba Iris M. Zavala: Revista de España (1868-1895), Revista Europea (1874-1879) y Revista Contemporánea (1875-1907); “las tres tuvieron como eje los principios revolucionarios de septiembre y fueron apadrinadas por intelectuales progresistas de la clase media española”.2 Nos centraremos en esta ocasión en Revista de España, posiblemente una de las menos estudiadas.
Notaremos en este caso algunas cuestiones sobre la materialidad y distribución de las múltiples secciones y contenidos de la revista, para concentrarnos luego, específicamente, en su faceta literaria. Mostrará este recorrido parcial, limitado a algunos de sus números, cómo la larga andadura de esta publicación sirvió no sólo como reflejo de los vaivenes políticos (desde la Revolución de 1868, la Gloriosa, hasta la convivencia con la Restauración alfonsina), sino también como un espacio variado de renovación y debates literarios. A la cabeza de esta empresa cultural aparecerían insignes figuras de la cultura decimonónica; entre ellos, políticos, científicos y literatos de la talla de Juan Valera, José María de Pereda,3 Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán o Marcelino Menéndez Pelayo.
Forma y recorrido de Revista de España
El primer número de Revista de España, “científica, literaria y política”, salió de la imprenta el 15 de marzo de 1868, bajo la dirección de José Luis Albareda. Este periodista y político (ocuparía varios puestos gubernamentales de relevancia, hasta ser ministro de Gobernación en 1887, bajo el mandato de Sagasta)4 dotó a la revista, pese a su modesta tirada de unos mil ejemplares,5 de un gran prestigio en los círculos intelectuales de la época. Resultaba en esencia una “revista de alta cultura”,6 mostrando su “seriedad” incluso en la ausencia total de ilustraciones. De periodicidad quincenal y abundante paginación (entre 100 y 170 páginas por número), hizo gala en su amplia andadura de un marcado eclecticismo enciclopédico:7 publicó extensos artículos de ciencia, historia, derecho, arte, filosofía y literatura; dio cobijo además a amplias secciones de política interior y exterior, de economía y de teatro, así como a un boletín bibliográfico español y extranjero, donde se recogían las principales novedades editoriales del momento. Y, al mismo tiempo, Revista de España incluía composiciones originales en prosa y verso de los literatos del momento, como los mencionados Valera, Pérez Galdós, Pardo Bazán o el poeta Gaspar Núñez de Arce.
En cuanto a la ideología, la revista asumirá desde sus inicios una voluntad de independencia, declarada explícitamente en la “Introducción” del primer número; aunque sin firma, presumiblemente de la pluma de Albareda:
Ajena a la lucha de los partidos militantes, y libre de todo compromiso de bandera, la Revista de España inaugura sus tareas sin más propósito que el de difundir conocimientos de interés general, confiando en la benevolencia de los españoles y en el amor que profesan a todos los adelantos de que es capaz del espíritu humano. […] lo que ha de dar cierta unidad a esta obra, es la creencia de cuantos escriben en ella en la marcha progresiva de la humanidad, […] combatiremos por la ventaja relativa de nuestra edad sobre las anteriores, y por la mayor excelencia y benéfico influjo de las ideas que hoy gobiernan o están llamadas a gobernar las sociedades humanas.8
En esta declaración de intenciones inicial, movida la revista por la voluntad divulgadora de “conocimientos de interés general” en favor del progreso social, destacaba el afán de apertura que guió a la publicación en los primeros años, con un interés regeneracionista, más que partidista:
a lo largo de sus páginas, la tolerancia intelectual y la preocupación moral por el progreso cultural de España figuran como premisas esenciales para la regeneración política y económica del país. Este radicalismo filosófico […] acercó, a menudo, a las filas de los demócratas más progresistas y […] estimuló en ocasiones a hacer prensa común con los movimientos políticos y sociales más avanzados.9
En este sentido, Revista de España resultó impulsada, sobre todo, por la tolerancia krausista (animada por la participación de Giner de los Ríos en varios números),10 al defender que “solo con la iluminación de la cultura y eliminando los obstáculos sociopolíticos inhibidores el ser humano por sí mismo puede alcanzar su realización dentro de la armonía natural del universo”.11 Este horizonte liberador del individuo quiso equilibrarse con un ansia democratizante, procurando la revista, al mismo tiempo, “llegar a un consenso que pudiera asegurar la libertad y el orden, separándose del partidismo intransigente”.12 No obstante, esta pretendida imparcialidad no llegó a conseguirse siempre. A partir del fracaso de la Gloriosa, los artículos políticos de Albareda mostraron una postura política “liberal conservadora”,13 criticando el desgobierno de la época y empezando a simpatizar con la restauración monárquica. Apoyaba así un sistema que garantizaría el turnismo de los dos partidos de gobierno y, en última instancia, la estabilidad burguesa.14 A la postre, en la práctica, la revista funcionó en sus últimos años como altavoz de las propuestas conservadoras de Antonio Cánovas del Castillo y Francisco Silvela.
Pese a que Albareda colaboró en la revista casi hasta su desaparición, cedió su dirección al joven Benito Pérez Galdós, quien asumió la empresa desde febrero de 1872 hasta noviembre de 1873. En ese momento, Fernando León y Castillo tomó el mando, en cuyo puesto lo relevaría un cuarto director de la revista, José Sánchez Guerra, que comandaría la publicación hasta su final en 1895. Pese a que existió cierta independencia política entre los colaboradores, la línea editorial fundamental no cambió bajo la dirección de Galdós y los posteriores administradores. No obstante, ha de resaltarse la importancia de la labor de Albareda, que incluso ejerció como una suerte de mentor ideológico en esta primera parte de la trayectoria galdosiana. En los 14 artículos políticos que Galdós publicó en la primera etapa de Revista de España15 llegó incluso a defender el turnismo político y, también como Valera, la necesidad de eliminar los excesos revolucionarios, en tanto que opuestos al orden y al progreso de país.16 Así, Albareda influyó en el liberalismo de Galdós en su época al frente de la Revista de España, como también sugirió al canario el título de su célebre serie de novelas históricas, Episodios Nacionales.17 En suma, la revista funcionó como estandarte de patrones liberales, aunque también se tornó, finalmente, órgano de la intelectualidad de la Restauración, en favor de la estabilidad política y como garante de progreso social.18
Las secciones literarias
El mencionado eclecticismo que se manifestó durante toda la andadura de Revista de España reservó un espacio más que notable a las secciones literarias. Entre artículos, piezas ensayísticas, crítica literaria y fragmentos narrativos o líricos, la literatura ocupó en las páginas de la publicación de Albareda y Galdós aproximadamente 30%. Este porcentaje disminuiría bajo el mandato de León y Castillo, ocupando entonces lo literario alrededor de 20% de la revista.19 Pese a esta reducción de las secciones literarias, Revista de España fue la primera puerta de salida al público de relatos y novelas que habían asumido la estética realista como punto central en su poética;20 entre ellas, podrían citarse las de José María de Pereda (Blasones y talegas, 1869); Pérez Galdós (La sombra, 1870; El audaz, 1871-1872; Doña Perfecta, 1876, y un capítulo de Trafalgar en febrero de 1873); Juan Valera (Pepita Jiménez, 1874) y Emilia Pardo Bazán (Pascual López, 1879), quien colaboró también con diversos cuentos. Con todo, la revista no sólo editó novelas sino que, aparte de la praxis realista, también difundió algunas de las primeras poéticas en relación con el afán mimético del periodo. A la cabeza estuvieron los textos programáticos de Pérez Galdós y uno de los primeros fue “Observaciones sobre la novela contemporánea en España”.
En este texto, apoyándose en los modelos de Cervantes y Velázquez, defendía Galdós la necesidad de una “novela de verdad y de caracteres, espejo fiel de la sociedad en que vivimos”, una “novela nacional de pura observación”. El novelista iniciaba aquí su poética realista, fundamentada en los siguientes postulados: la observación de la realidad circundante en cuanto que única materia merecedora de ser novelable (como elemento de verosimilitud); la concienciación del modelo narrativo en la clase media, “la base del orden social” y la proclamación de una “novela de costumbres” y de caracteres: “el novelista […] tiene la misión de reflejar esa turbación honda, esta lucha incesante de principios y hechos que constituye el maravilloso drama de la vida actual”.21 Se creía así en una novela que, a la manera de Balzac,22 a través del método de la atenta observación de la realidad contemporánea, pudiera penetrar en lo más hondo de la naturaleza humana. Una praxis narrativa contraria a estos principios miméticos no resultaría para Galdós sino “falsa”, fallida en su propósito de retratar la “verdad” humana. En este sentido, cabe explicar la parodia galdosiana de la novela idealista y fantasiosa del escritor que se presenta a examen en “Un tribunal literario”.23
La poética realista galdosiana tendría un nuevo jalón en la revista, todavía dirigida por Albareda, un año antes del texto antes mencionado y, como éste, también en tono burlesco. Se trata de “El artículo de fondo”,24 donde el canario parodia a una suerte de articulista panfletario, heredero del Romanticismo en sus ínfulas de guía del pueblo a través de su inspiración visionaria. Cortando el discurso de este autor ficticio, Galdós introducía nuevamente una burla de aquel, ridiculizándolo para extraer finalmente la crítica de la literatura romántica, representada por esta figura: “¡Con cuánto abandono se entrega la imaginación a este cómodo vagar, suelta y libre, sin las trabas del árido razonamiento, sin que una voluntad firme la sujete ni la enfrene para elaborar difícilmente el producto literario, uno, lógico, de forma determinada y con especial contextura!”.25 Así, frente a la imaginación desmedida y vaga, Galdós proponía el método concienzudo y lógico de la literatura realista. Por una parte, parecería que así se acercaba al oficio periodístico y lo delimitaba;26 por otra, se aproximaba (aunque fuera sólo tangencialmente) nada menos que al método experimental en la literatura que teorizaría de forma extrema Émile Zola27 o, al menos, a los postulados del que se ha llamado “realismo formal e inmanente” en la senda de Flaubert;28 se producía de tal manera una apuesta consciente de poética realista: imitación de una realidad y un estilo con técnicas concretas. Por ejemplo, se intentaba escapar de la presencia omnipresente del narrador romántico a través de descripciones objetivistas de ambientes y personajes o en la penetración en la psicología de los personajes a través del estilo indirecto libre y el monólogo interior.29
Como es sabido, la aclimatación del realismo propugnado por Galdós y otros autores de su órbita no fue siempre bien aceptada en la España de la época. Así, llegó a desencadenarse una serie de polémicas en los años 70 del siglo XIX, en los que Revista de España (junto con otros títulos contemporáneos) sirvió como vehículo de expresión estética. En una de las controversias más intensas de la época participó Francisco Pi y Margall, con su artículo “Del arte y su decadencia en nuestros días” (en febrero de 1874). En su texto, el político y ensayista realizaba una oscura radiografía de la cultura decimonónica:
Nuestro siglo tiene, sin embargo, fisonomía propia. Ha desconocido a su Dios y le busca a la luz de la razón y de la conciencia entre las miríadas de mundos que flotan en el inmenso océano de la vida; […] e interrogando con afán a la ciencia por los destinos del hombre, estudia en medio de la agitación y la anarquía la solución de formidables problemas; ve nuestra actividad limitada por las fuerzas de la materia […]. Coronan su frente las sombras de la duda, sumergen su corazón en la melancolía los males que afligen la sociedad, […] edifica sobre ruinas, y más que sienta desplomarse sobre su cabeza el nuevo monumento, no reniega de la ciencia, ni fija en lo pasado su esperanza.30
Aquí, no presentaba Pi y Margall otra cosa que la conciencia del arte nuevo, de lo “transitorio, lo fugitivo, lo contingente” ya remarcado por Baudelaire 10 años antes, nacido de la “muerte de Dios”,31 del horizonte cultural de la modernidad donde no hay certezas y todo puede resultar cuestionado. Ante esta situación de inestabilidad, donde el individuo duda y no encuentra respuestas en el pasado, Pi y Margall hallaba una solución en el arte contemporáneo, que se fijaría en el presente:
No rechazamos […] el idealismo, pero queremos el idealismo hoy posible; no queremos que, por aspirar a un idealismo, hoy quimérico, pierdan su espontaneidad y carácter. Todo lo real es ideal: queremos, no que el arte prescinda de lo real para llegar al idealismo, sino que vaya y llegue al idealismo por medio de la realidad, que más directamente pueda conmover los espíritus y agitar los corazones. La ciencia dirige los pasos de la humanidad por la senda de sus destinos; la misión del arte consiste para nosotros en mantener vivo el sentimiento de estos destinos mismos.32
Entraba de lleno el ensayista en la polémica dicotomía entre idealismo y realismo, que llenaba decenas de páginas en la prensa de la época. Para Pi y Margall, el arte debía construir un idealismo por medio de la evocación de lo real, sin perder de vista el contacto con el público y cierta utilidad social.
La perspectiva conciliadora presentada por este autor seguía sin cimentarse en la intelectualidad española. Así, continuaban apareciendo defensores del idealismo literario de cuño hegeliano, esgrimiéndose los postulados expuestos por Juan Valera en 1860 sobre la autonomía de la literatura en De la naturaleza y carácter de la novela,33 principios que se practicarían luego en su novela Pepita Jiménez, publicada en Revista de España en 1874.34
Entre las voces que propugnaron una revisión del positivismo realista apareció también Nicomedes Martín Mateos,35 quien en 1873 ya se manifestaba en “La revolución filosófica en el siglo XIX” (tomo 33, núm. 130) a favor de un “espiritualismo filosófico” marcadamente idealista. Esta polémica entre los partidarios del idealismo frente a los defensores del realismo y su utilidad social (éstos, cercanos a Galdós) llegó a los debates en el Ateneo de Madrid a principios de 1875, así como a varios números de la Revista Europea y a las opiniones de José Alcalá Galiano y Luís Vidart, inclinadas hacia un arte “realista y docente”.36
Cercano a este último bando estaba Manuel de la Revilla, como se aprecia en su defensa de la obra galdosiana, puntal de excepción de la nueva novela. Así puede leerse en uno de sus artículos de 1878, publicado en la Revista Contemporánea de José del Perojo: “Modelo de perfecto realismo son las novelas de Pérez Galdós; pero no de ese realismo que está reñido con toda belleza y todo ideal, sino de aquel otro que, sin traspasar nunca los límites de la verdad, sabe idealizar discreta y delicadamente lo que la realidad nos ofrece”.37 Se unían así, nuevamente, los conceptos de idealismo y realismo en la crítica decimonónica, proponiendo la existencia de un realismo unificador, que no resultara mera observación especular del entorno, sino que poseyera una voluntad de estilo consciente.
Aclimatada ya la praxis realista en la literatura española, a través de las poéticas galdosianas y de las mismas novelas que Revista de España estaba publicando en los años 70, surgió un nuevo concepto de confrontación para la crítica literaria de la época, el naturalismo. Antes de que los textos de Leopoldo Alas Clarín y Pardo Bazán debatieran sobre el tema,38 ya la Revista de España había analizado el asunto en el seminal “El naturalismo en el arte”, de Manuel de la Revilla, en mayo de 1879. En ese texto se comentaba el peso que las tesis del naturalismo de Émile Zola estaban teniendo en España, reconociéndose las ventajas de su vertiente realista sobre la literatura española. Sin embargo, el artículo de Revilla advertía sobre el radicalismo de esta tendencia, y realizaba una severa crítica del movimiento inaugurado por Zola: “como toda doctrina revolucionaria, peca de exagerada y exclusiva”, resulta una “demagogia del realismo”.39 En su texto, el autor comienza por redefinir nuevamente el concepto de “realismo”, configurándolo como categoría estética multiforme. En suma, sus principios residirían (según comenta el periodista) en una mixtura armónica entre la reproducción de la realidad, cierta dosis de idealismo y la llegada a la belleza y al goce estético a través de la excelencia creadora del artista.40 Antecedía Revilla con estos juicios las formulaciones de la última poética de Galdós, La sociedad presente como materia novelable (1897).41
Entre los males que Revilla apreciaba en el naturalismo destacaba su ausencia de variedad (lo que le impediría aplicar sus principios a otras artes, tales como la arquitectura o las artes decorativas), su observación parcial de lo real (limitada a ambientes “groseros” y “vulgares”) y su poca atención a las técnicas narrativas, estimando únicamente el contenido mimético de la obra y su función ideológica.42 Revilla terminaba profetizando sobre el final del naturalismo, que acabaría lastrado por sus limitaciones. El tiempo daría al periodista la razón a medias. Por un lado, se equivocaría en parte, pues el influjo naturalista produciría obras de calidad incuestionable: pocos años después de su artículo, en 1886 veían la luz dos novelas naturalistas; una, la extremada Crimen legal, de Alejandro Sawa; otra, de un naturalismo más suavizado, Los Pazos de Ulloa, de Emilia Pardo Bazán. Dos años después, Revista de España publicaba otro cuento relevante de la condesa, “La mayorazga de Bouzas” (el tomo 122 de julio-agosto de 1888), ambientado nuevamente en el atávico ambiente rural gallego de Los Pazos e inscrito en el realismo naturalista.43
Desarrollada ya la estética naturalista, no cesarían de desatarse nuevas polémicas en torno a este concepto. Una se desencadenaría en 1887, a propósito de la defensa de la literatura rusa que Pardo Bazán hiciera en su célebre conferencia en el Ateneo de Madrid el año señalado. En su intervención, la autora gallega consideraba a Nikolái Gógol uno de los iniciadores del naturalismo, antes incluso que el mismo Zola. Estas declaraciones causaron un notable escándalo en la época, con su correspondiente resonancia en varios artículos, entre ellos el de Juan Valera, “Con motivo de las novelas rusas. Cartas a la señora doña Emilia Pardo Bazán” (publicado en el tomo 117 de la Revista de España), restando valor a la literatura rusa y dejando a autores de la talla de Pushkin o Tolstói por debajo de los de “cualquier otra tierra de la Europa occidental menos extensa y en cualquiera otra nación menos populosa”.44 A esta polémica también se sumaría Soledad Acosta de Samper en “Un nuevo libro de doña Emilia Pardo Bazán” (tomo 117 de la revista), defendiendo al incomprendido Gógol pero criticando la “infamia” del naturalismo francés. Servía así el escritor ruso como excusa para debatir y criticar los influjos extranjeros sobre la literatura española y para poner nuevamente en entredicho un concepto de naturalismo que, sin embargo, comenzaba a declinar.
Este hecho fue advertido de forma implícita por Revista de España. Por un lado, lejos de adscribirse totalmente a una estética concreta, publicaba narraciones ciertamente novedosas y algo ajenas a la estética zolesca, como “El rizo del Nazareno” (tomo 77, núm. 308, noviembre de 1880), de la misma Pardo Bazán. Se abría aquí la condesa a practicar la literatura fantástica, con motivos insólitos en plena época realista, tales como “el traspaso de umbrales, los objetos que cobran o parecen cobrar vida y el objeto mediador, […] vestigio de lo sobrenatural ocurrido”.45 Por otro lado, la misma Pardo Bazán, al tiempo que practicaba la narrativa naturalista en Los Pazos, con su cosmopolitismo abría los horizontes del público a literaturas extranjeras (diferentes de la francesa y la moda naturalista), como la alemana. Así, su artículo “Fortuna española de Heine” (tomo 110, mayo y junio de 1886) servía a un doble propósito: hacerse eco de las traducciones españolas del poeta alemán (por ejemplo, las de Eulogio Florentino Sanz, las de su admirado Teodoro Llorente o las del venezolano Pérez-Bonalde), cada vez más frecuentes en el mercado editorial hispano, y crear un estado de conciencia en el público sobre la importancia de las traducciones, la necesidad de enriquecimiento cultural y del contacto entre literaturas. Así, la autora se anticipaba a las polémicas finiseculares de los modernistas y su defensa del cosmopolitismo46 frente a sus detractores (entre ellos, Clarín), que los acusaban de resultar galicistas y decadentes.47
Aparte de comentar las traducciones más interesantes y recientes de la obra del alemán, Pardo Bazán realizó en su artículo un breve análisis de su trayectoria poética para, a continuación, indicar la posible (y deseable) asimilación con la literatura española de finales del siglo XIX. En este sentido, comentaba la condesa:
Es un alma moderna que encuentra expresión propia […]. Nadie ignora hasta dónde sube en Heine la deliciosa ironía aristofanesca, […] la inspirada cólera, la helénica maestría y perfección, la agudeza ingeniosa, la mordacidad y exquisito gusto crítico, la trascendencia de la sátira, la amplitud de la cultura; en una palabra, cuanto enriquece la forma bella y el fondo intelectual de un gran poeta contemporáneo, haciéndole universal y duradero.48
De esta forma, la autora asimilaba a Heine con las poéticas de la modernidad, cuyo avance deseaba para su tiempo. Para ello, la condesa concretaba una serie de técnicas literarias (ironía, sátira, culturalismo, equilibrio entre contenido y pericia formal) que, entendía, resultaban deseables en la evolución literaria del último decenio del siglo XIX, y que ella misma practicaría en sus últimas novelas. Más adelante en su artículo, refiriéndose a la recepción hispánica de la obra del alemán, mencionaba en concreto el cambio de opinión del crítico Marcelino Menéndez Pelayo: “No es lícito a entendimientos como el suyo conservar ciertas tapias y callejones, cerrarse ninguna puerta de las que llevan a la encantada ciudad de la fantasía”.49 Pardo Bazán proponía así, en plena época de auge naturalista, volver a la imaginación,50 ir más allá de la realidad aparente en favor de la renovación narrativa. Ello conllevaba, en última instancia, una idea más amplia del concepto de realismo que no se fijara únicamente en la materialidad, en lo inmediatamente visible, sino también en elementos irracionales.51
Con el paso de los años, Revista de España ejerció como altavoz de la evolución estética en España. Así, si Pardo Bazán en sus artículos y conferencias de 1886 a 1887 invitaba a ir más allá de los modelos realistas franceses, mirando otras literaturas extrajeras, en la década siguiente se extrema la crítica al naturalismo. Ello se observa en la obra de Marcelino Méndez Pelayo, quien publicó en la revista (próxima ya a su final) un “Examen crítico de la moral naturalista” (tomo 147, julio y agosto de 1894). Pese a lo general del ámbito de estudio del trabajo (cultura, ciencia, política), arrojaba interesantes apreciaciones que podrían extrapolarse a lo literario. Primero, el polígrafo partía de un diagnóstico de su contemporaneidad:
Sensualismo utilitario, que remozado en nuestros días, merced a la invasión del método experimental en todos los órdenes de la ciencia, […] avanza como torrente asolador, no ya por el campo de la ciencia abstracta y desinteresada, sino por el de la vida del Derecho, minando los fundamentos de la conciencia moral y quitando a la ley su sanción más alta. […] En pos de la crisis ideológica ha venido la crisis moral […]. El momento es realmente angustioso para la vida del espíritu: por todas partes parece que se nos cierra el cielo; y la dignidad humana, rebajada y empequeñecida con esta continua y feroz campaña contra lo ideal, apenas encuentra refugio sino en los consuelos de un pseudo-misticismo vago.52
Presentado el avance del “utilitarismo” naturalista, comentaba luego Menéndez Pelayo las consecuencias de ello: una crisis ideológica que había destruido la moral y la indefensión presente del individuo, sin ideales bajo los cuales poder cobijarse. El erudito vislumbraba, sin embargo, una serie de “consuelos” en los que empezaba a ampararse parte de la intelectualidad; este “pseudo-misticismo vago” era una escapatoria del positivismo cientificista, encumbrado como fe absoluta por parte de los naturalistas.53
Pocas semanas después del artículo de Menéndez Pelayo, Revista de España publicaba la última parte de un ensayo de Francisco Silvela, con el título “Historia y vicisitudes del mal gusto en nuestra literatura nacional” (septiembre de 1894). Ahí, después de criticar la artificiosidad barroca, el escritor y político conservador alababa el control que las preceptivas y academias ilustradas habían hecho de la literatura española, otorgándole equilibrio y racionalismo. Este carácter proseguía, en general, en 1894; según Silvela: “el gusto a la sencillez, y a la sustancia y peso de la idea, con desvío, un tanto exagerado quizá, de las bellezas y valentías de la forma, […] esto aleja la producción literaria de los extravíos pasados del mal gusto”.54 Con este predominio de la idea frente a los elementos formales literarios, Silvela parece identificar la novela realista-naturalista, que aparentemente habría sabido combatir los “extravíos del mal gusto” formalista de épocas anteriores. No obstante, líneas más abajo el autor no podía contener uno de sus miedos, el combate contra “la decadencia”,55 la llegada de las nuevas literaturas finiseculares simbolistas que ponían en duda todo el cientificismo decimonónico, mostrando así otras facetas de la modernidad.56
En esos números finales de Revista de España, Menéndez Pelayo y Silvela se habían acercado a un mismo tema, insinuando en última instancia la disolución de la estética realista. Ahora bien, ambos autores no resultaban plenamente conscientes de este hecho, tanto que el santanderino comentaba: “Empiezan a notarse, es cierto, síntomas de regeneración espiritualista, pero ¡tan aislados, tan pálidos, tan fugaces, que más bien parecen los últimos destellos de un sol moribundo, que las primeras luces de una nueva aurora!”.57 Así, no sabía el crítico si esta “regeneración espiritualista” resultaba albor o decadencia. Ciertamente, el espiritualismo daría frutos cercanos a la recta moral abanderada por el polígrafo, tales como Misericordia (1897) de Pérez Galdós, con su mensaje final sobre el sacrificio personal (la inmolación de la heroína Benina) a favor de la humanidad. Sin embargo, el espiritualismo finisecular también traería consigo la heterodoxia y el satanismo.58 Con estas prácticas, los artistas finiseculares se opusieron a las convenciones sociales, al tiempo que intentaban aportar un nuevo sentido a la existencia del hombre moderno.
Los últimos números de Revista de España advertían implícitamente de la desaparición del realismo, estética que la publicación había encumbrado a lo largo de sus casi 30 años de vida. No sospecharon algunas de las últimas reacciones conservadoras al naturalismo que las estéticas finiseculares y el modernismo subsiguiente no cesarían de innovar y reclamar para el arte nuevos fueros de libertad, aunque el medio ya no fuese únicamente la observación de la realidad o la experimentación de la escuela zolesca. Terminado el naturalismo y sus polémicas, finalizaba el recorrido de la revista liberal fundada por Albareda, y se abría paso un panorama vertiginoso donde se sucedieron innumerables publicaciones periódicas (a veces de corta vida) que aglutinaron las tendencias finiseculares. Germinal (1897), Vida Nueva (1898), La Vida Literaria (1899) o Electra (1901) formaron la bisagra entre dos épocas, entre el naturalismo y las multiformes tendencias del modernismo.
Conclusiones
El estudio de estos pocos números de Revista de España ha dado cuenta de que, pese a su eclecticismo, las secciones literarias tuvieron gran relevancia en la publicación. También en el ámbito literario la revista mostró su voluntad de progresismo intelectual. Ello se aprecia en su labor divulgadora en España de nuevas estéticas, como el realismo y el naturalismo de Zola. En cuanto al estilo y la poética realista, Galdós se erigió como uno de sus principales garantes, publicando en el órgano que él mismo llegaría a dirigir su primera poética narrativa y varias de sus novelas.
Iniciada y desarrollada así la praxis realista, la Revista de España se convirtió en escenario de varias polémicas, que enzarzaron a los defensores del idealismo literario frente a los realistas y naturalistas. Mientras tanto, el tiempo avanzaba, y autores como Pardo Bazán mostraban en la revista la evolución de la literatura extranjera y su penetración en España por medio de las traducciones. Este hecho fue otro síntoma de modernización literaria, y la defensa que la condesa gallega hacía de la literatura rusa y de Heine, un pretexto de enriquecimiento de las letras nacionales, a favor del cosmopolitismo y de la flexibilización del concepto de realismo.
Se aproximaba así el Fin de Siglo y, al tiempo que se resquebrajaban las poéticas miméticas, también perdía fuelle la propia publicación, otrora comandada por Albareda y Galdós. En el ocaso de la Revista de España, no cesaban de aparecer los juicios de intelectuales y políticos que veían con temor el final de una época en la disolución del realismo positivista y la eclosión de las estéticas finiseculares.