Introducción
Este texto de Pablo vi fue publicado el 25 de julio de 1968: una época agitada en varias sociedades occidentales. El rechazo de toda autoridad y la libertad individual estaban en boga (mayo de 1968) y en su momento, la redacción de la encíclica desencadenó inercias complicadas, sobre todo dentro de la Iglesia. Sin embargo, la encíclica había conllevado mucho trabajo, se habían realizado investigaciones y debates, mismos que se prolongaron durante algún tiempo.1 El documento fue acogido en un ambiente de conflicto en el pueblo de Dios: teólogos, conferencias episcopales, hogares cristianos. ¿Cómo era posible justificar una postura moral sobre la anticoncepción, mientras que la evidencia biológica no mostraba contradicción alguna en separar los dos fines de la unión sexual? Los debates y comentarios fueron y siguen siendo muchos: la norma moral centraba toda la atención.
El foco de atención se desplazó entonces hacia diversos temas, señalando la coherencia o la falta de ella en el texto: doble sentido del acto conyugal, paternidad responsable, conciencia de la pareja, principio de totalidad, naturaleza de todos los actos, apertura a la vida, unicidad de cualquier acto frente al principio de totalidad, vínculo con el contenido del consentimiento sacramental, etcétera. Sin embargo,2 la cuestión ética fue crucial, como si una ligera cubierta de nueva culpa pesara sobre las parejas; el uso de la palabra “naturaleza” permaneció ambiguo hasta que recibió una nueva interpretación por la personalidad de Juan Pablo II en su Catequesis sobre el amor humano en el proyecto divino y en su exhortación Familiaris consortio. Un reciente comentario de Mons. L. Ladaria muestra claramente la continuidad de la enseñanza de la Iglesia en esta materia:
La encíclica Humanae vitae aborda cuestiones como la sexualidad, el amor y la vida, las tres estrechamente vinculadas. Esas cuestiones conciernen a todos los seres humanos, de todos los tiempos. Por eso, su mensaje sigue siendo pertinente y actual en nuestros días. El Papa Benedicto lo expresó de esta manera: “Lo que era verdad ayer, sigue siendo verdad hoy. La verdad enunciada en la Humanae vitae no cambia; es más, precisamente teniendo en cuenta los nuevos descubrimientos científicos, su doctrina adquiere mayor actualidad y nos empuja a reflexionar sobre su valor intrínseco (2).
A su vez, el Papa Francisco, en su exhortación postsinodal Amoris laetitia, nos invita a redescubrir el mensaje de la Humanae vitae(3) de Pablo VI como “una doctrina que no sólo hay que conservar, sino que se nos ofrece para ser vivida. Es una norma que trasciende el ámbito del amor conyugal y es una referencia para vivir en verdad el lenguaje del amor en todas las relaciones interpersonales” (4).
1. Orígenes de las dificultades de comprensión
Se pudo observar una importante dificultad de comprensión que no solamente dio lugar a debates sino a investigaciones a partir de fundamentos teóricos. Después de esta crisis se obtuvo un resultado final positivo gracias a los numerosos escritos y reflexiones que originó. Se justificaron los esfuerzos del Sínodo de 1980 sobre las tareas de la familia, la redacción de la exhortación Familiaris consortio del papa Juan Pablo ii y la breve confirmación doctrinal del Papa Francisco en Amoris laetitia.
Asimismo, se plantearon las siguientes cuestiones: ¿los malentendidos y la mala acogida de un documento magisterial proceden principalmente de la falta de argumentos precisos o de la presentación demasiado parcial del objeto moral de un acto? ¿Los rechazos doctrinales tienen su origen en la exigente calidad moral y espiritual de la encíclica? ¿O en una expresión idealista del amor conyugal, o en conciencias cegadas? ¿O en un sutil compromiso de libertad en un acto común realizado en conciencia, o en una falta de confianza en la presencia divina en el corazón de la historia humana? ¿Tendrían su origen en una definición puramente subjetiva de la libertad como algo recortado de toda realidad o previo a cualquier toma de decisiones? ¿Es quizá que el detonante sea aún más profundo de lo que percibimos? (5).
Desde nuestro punto de vista, las vacilaciones a la hora de acoger la doctrina de la Humanae vitae no se deben sólo a su lenguaje, o a la tajante declaración magisterial, o a la teología de Juan Pablo ii vista como anticuada o idealista. Probablemente provienen también de un descubrimiento más profundo e inesperado del designio de Dios sobre los actos humanos, especialmente sobre la unión del hombre y la mujer en el sacramento del matrimonio. Las causas de esos malentendidos pueden explicarse racionalmente, pero tal rechazo de la verdad teológica del documento tiene sus raíces principales, al parecer, en la subestimación, hasta ahora, de la grandeza y amplitud de la unión conyugal y de la unión con Dios creador y salvador en la acogida de la vida.
Después de siglos de desarrollo e investigación teológica, la novedad del misterio divino original dentro del amor del hombre y la mujer, se esclarece ahora de un modo novedoso, más claro y sorprendente en un ambiente técnico y científicamente más desarrollado (6).3 Esta novedad abrió perspectivas únicas para el lenguaje y la práctica cristiana, tanto que es evidente el esfuerzo por entrar a esta nueva tradición en nuestro tiempo, época que conoce mejor la sexualidad humana y los procesos de procreación; con mente y corazón, es necesario entrar en ese proceso con una nueva y profunda audacia antropológica (7).
Sin embargo, no es la primera vez en la historia de la Iglesia que se advierte una continuidad evolutiva en la fe y en la moral cuando aparece una propuesta aparentemente nueva. El depósito de la fe no cambia, pero algunos aspectos y expresiones lo enriquecen. Dentro de una continuidad de la tradición, parece que un rasgo nuevo y antiguo del verdadero amor humano según el designio divino, se nos revela bajo una luz nueva. Esta luz nos puede haber tomado por sorpresa, puede parecer demasiado fuerte, de modo que los ojos de muchos se cierran durante cierto tiempo o incluso durante un tiempo indefinido. En otras palabras, abogamos por un redescubrimiento de tal tesoro antropológico contenido en la unión de la mujer y el hombre, en una continuidad evolutiva de fe y moral; y parece que todavía nos esforzamos por encontrar mejores modismos o palabras para arrojar luz sobre este tesoro. Los esfuerzos de Juan Pablo ii por hablar del “lenguaje objetivo del cuerpo” son sólo los primeros pasos en el camino de esta mejora, pero son decisivos; al sustituir la palabra “naturaleza” (presente en la Humanae vitae) por las palabras “lenguaje objetivo del cuerpo” (presentes en la Familiaris consortio), el papa sigue preservándonos de todo subjetivismo o de toda reducción antropológica sobre este tema, respetando al mismo tiempo la llamada moral y subjetiva lanzada a los esposos.
Desde un punto de vista antropológico, esa novedad surge, todavía hoy, cuando pensamos en un acto con doble sentido unido estructuralmente, o en un acto donde Dios está presente, un acto común a ambos cónyuges, un acto que mantiene su sentido en un período de infertilidad biológica, un acto que permanece verdadero y puro después del período de fecundidad biológica; esto es particularmente significativo en nuestro tiempo, cuando la esperanza de vida de los cónyuges ha aumentado. El acto conyugal no consiste sólo en procrear hijos. Todas estas son perspectivas que van más allá de la fe o de la razón, todos son rasgos de un acto que pertenece a la sexualidad humana, pero que va más allá de ella, de hecho, o un acto que da un significado transformado que vincula a los seres humanos el tiempo y su eternidad. De hecho, la encíclica revela la grandeza de un acto humano en el que no podríamos intuir la armonía de la bondad y la fecundidad moral y espiritual.4 Aquí, una actitud de fe debe iluminar nuestra razón y estimularla. La encíclica despliega esa grandeza y estimula así el intelecto y la emoción hacia la belleza y la riqueza de tal acto. Se nos concede el sentido más pleno de este acto para hacernos crecer en la acción de gracias y en la gratitud por la obra de Dios desde los orígenes.
Para apreciar mejor esa originalidad, recordemos primero: 1. La enseñanza de HV. 2. Condiciones para concebir y recibir a todo hijo. 3. A continuación pasaremos al descubrimiento de la verdadera “cuna” de todo ser humano. 4. Destacaremos el vínculo intrínseco de las dos significaciones del acto conyugal. 5. Finalmente, mostraremos la nueva grandeza que podemos admirar en el acto específico del matrimonio. Ese acto está llamado a ser un auténtico acto de amor humano, asociado al amor divino por la humanidad.
2. La principal formulación doctrinal de la Humanae vitae (9,10)
La encíclica escribe que “cada acto conyugal debe permanecer abierto a la transmisión de la vida humana (HVnb.11)”. Se pide a la pareja que no rompa “por propia iniciativa el vínculo inquebrantable entre los dos significados de todo acto conyugal: unión y procreación” (HVnb.12). La Iglesia no pide renunciar a toda unión conyugal, si “por razones independientes de la voluntad de los cónyuges, se hace prever que ellos (los actos conyugales) serían infecundos (HVnb.11). La intención objetiva y espiritual es la siguiente: los cónyuges “no se colocan como dueños de la vida humana, sino que actúan como ministros del designio establecido por el creador” (HVnb.13). Los documentos posteriores, en efecto, (Familiaris consortio, Donum vitae, Evangelium vitae, Amoris laetitia)5 lo confirmarán: la doctrina de la Iglesia es exigente, sitúa el acto humano en el designio de Dios creador y salvador. No se limita exclusivamente a la procreación. Tal doctrina da a la unión conyugal una nueva dimensión, en mayor comunión con la acción divina; como tal, debe entenderse y proponerse en el marco del sacramento del matrimonio y de la relación conyugal.
2.1. Un acto que une a los esposos con Dios
El acto conyugal está ligado a la responsabilidad de los esposos, que nace de su corazón, de su deseo de hacer el bien y de la conciencia grabada. ¿En qué consiste esa responsabilidad? Los conocimientos en Biología de la Procreación, adquiridos hasta ahora, no pueden borrar el hecho de que la unión conyugal es un comportamiento responsable y libre, una acción común con Dios. Es realizada realmente por seres libres, es natural y también religiosa.6
En HVnb.12, Pablo VI habla del acto conyugal como “ordenado a la alta vocación del hombre a la paternidad”. Al nombrar a Dios, manantial de todo amor, “Padre en quien toda paternidad impulsa su nombre en el cielo y en la tierra” (nb.8), subraya la responsabilidad de los esposos en la transmisión de la vida. Pablo vi habla de “paternidad responsable”7 para enmarcar su reflexión. Por la obra específica del matrimonio, los esposos han recibido la misión de ser “responsables de la paternidad divina”. Tal es la confianza de Dios en los esposos. Esa tarea tiene aspectos positivos: misionera, gratuita, lo que no disminuye su lado exigente, sólo muestra la importancia de la transmisión de la vida en el corazón del acto conyugal. Dios no es el tercero excluido en esa relación: Dios la funda y permanece presente en ella. Tanto el hecho como el modo de la transmisión de la vida están ligados a la naturaleza conyugal del vínculo como a la gracia sacramental recibida. Además, este acto tiene una amplia gama de significados armoniosos. En efecto, la unión de los esposos es el lugar donde reside una presencia divina. Como creador y salvador de todo amor, el Señor está presente en el don mutuo de los esposos. Él reside dentro de su don mutuo y acompaña sus libertades que eligen el bien: todo acto bueno apunta a realizar la voluntad de Dios. El amor está llamado a expresarse en la unión conyugal: hace que los esposos sean uno y estén unidos a Dios. El acto sexual no es tierra de nadie de la presencia divina. Al contrario, expresa físicamente cuánto ama Dios a los que se aman y cómo su amor puede glorificar a Dios en la tierra.
En numerosas religiones, la sexualidad se relaciona con lo sagrado, en particular con la divinidad. En el acto de unión, el hombre y la mujer están en íntima comunión. Sean o no conscientes de ello, el Creador no está ausente de lo que viven juntos. En un horizonte materialista y a veces científicamente reforzado, el acto sexual tiene su propio dinamismo descriptible, así como sus dimensiones corporales, fisiológicas y hormonales. Pero algunas reflexiones antropológicas nos han llevado a olvidar que el hombre no se autoforma, los cónyuges no “hacen” un hijo. Cumplen -o no- las condiciones personales que permiten la fecundación y el advenimiento de un embrión y posteriormente de un niño. Pero la unidad de un niño -cuerpo y alma- no depende sólo de sus padres. Dios Creador es el que anima las células del cuerpo del embrión, el que da al niño su estatuto único y personal de individualidad para ahora y para siempre. Véase la grandeza del acto conyugal, que independientemente de las intenciones de los cónyuges en todas las circunstancias, guarda esas significaciones para su propio y único ser. Esta especificidad del acto tiene consecuencias éticas y espirituales: confiere a los esposos un nuevo compromiso, les hace responsables de su acto. La maternidad y la paternidad responsables son ser responsables de la paternidad divina. Dios habla a través del acto realizado, que los une en el amor y por amor. Así pues, es en virtud de estos grandes significados, de estos maravillosos valores, de la responsabilidad objetiva de los esposos que argumentamos y razonamos.
2.2. La paternidad responsable
La paternidad responsable no se centra en primer lugar en evitar o espaciar los nacimientos, ni busca tener sólo los hijos queridos y deseados. Más bien se abre al plan amoroso de Dios de hacer nacer para siempre nuevos seres humanos.8 La pareja participa en el surgimiento radicalmente nuevo de nuevos hijos de Dios. Es su misión. Este surgimiento está ordenado a Dios, dirigido por Dios, para su gloria. Los hijos concebidos existen para la eternidad: antes no lo eran, y ahora lo son, y serán seres humanos para siempre. El impulso que lleva a los esposos a unirse como cooperadores libres y responsables es vivificante, permite a Dios acoger a nuevos hijos. Los hijos no son sólo lo que los padres ven, son también lo que ellos creen: “una infinidad de misterio y de amor que nos deslumbraría si pudiéramos verlo cara a cara”.9
Esta responsabilidad debe ejercerse bajo ciertas condiciones en el modo de la continencia, es decir, la decisión de no engendrar nuevas vidas humanas. El acto conyugal no consiste sólo en engendrar hijos. Abstenerse de las relaciones sexuales con la debida razón incluye la decisión de no engendrar hijos, o de no distorsionar la verdad del lenguaje amoroso en los actos conyugales, es decir, está llamada a permanecer unitiva y procreadora.
El acto debe mantener su estructura interna. La mirada del hombre y de la mujer permanece siempre “conyugal y paternal” en el acto sexual: es una condición del amor mutuo. El objeto moral no es en primer lugar una prohibición, sino que pone de relieve la verdad y la bondad del acto de unión para los esposos.10
La cuestión para ellos es entonces -en profundo acuerdo mutuo- regular el nacimiento de los hijos en la familia y respetar los significados del acto conyugal. Se unan o no, los cónyuges aspiran siempre a permanecer abiertos al amor y al designio de vida de Dios, puesto que Él, el Creador, ha puesto su confianza en ellos. Se hacen vulnerables el uno al otro. Abstenerse de las relaciones conyugales también puede significar amor. Si se elige libremente, es un acto de amor acorde con la confianza de Dios en la libre responsabilidad de los esposos. La continencia es también un lenguaje de amor. La pareja debe aprender ese lenguaje, para enriquecerse mutuamente con sus experiencias, para compartir los significados de esas experiencias, ya sean corporales, psicológicas, espirituales, para sí mismos o para su familia. La voluntad de respetar el acto conyugal en la integridad de todos sus significados se verá confirmada por las múltiples expresiones de su amor y de su fecundidad. En efecto, el amor puede enriquecerse y conservar toda su fecundidad donosa tanto en el cumplimiento del acto conyugal como en la abstención libre y sabia de él.
Como vemos, hay una diferencia en el objeto moral de hacer voluntariamente infructuosos los actos (contracepción técnica y moral) y la voluntad de respetar la verdad humana integral de esos actos. Esta doctrina es una visión positiva y respetuosa del acto conyugal. Lo que aquí se propone no es tanto una prohibición, sino la promoción del amor misionero actuando a través o sin la unión sexual. Cuando las parejas están sabiamente informadas por la promesa de amor sacramental y por el designio creador de Dios, son plenamente responsables del control de la natalidad, ya que éste implica conocer y respetar los dos significados del acto conyugal. Estos dos significados pertenecen al lenguaje objetivo de los cuerpos sexuales. El cuerpo “habla” y entrega un doble significado, un significado que la libertad está invitada a asumir y a acoger en la verdad de su amor.
Al considerar la paternidad responsable y las libertades de los esposos, podemos descubrir y admirar con el salmista cómo Dios está presente en su acto y sigue siendo su fuente y su verdad: “Tú has creado mi ser, me cobijaste en el seno materno. Reconozco que soy una verdadera maravilla” (Sal.139,138, 13-14).
La presencia de Dios es el lugar privilegiado de comunión entre Dios y las criaturas (hombre-mujer-hijo) y, además, es el lugar donde se revela el modo de actuar de Dios en alianza con los esposos. El acto de los esposos es verdaderamente un asunto de comunión y de procreación, porque es el modo en que Dios lo ha “estructurado”, Dios que participa en él. El amor humano es salvado y fortalecido por Dios mismo: el acto de los esposos es una verdadera imagen de la propia acción de Dios, por ser particular e interpersonal, unitivo y procreador per se. Esa doble significación no es en primer lugar biológica, sino antropológica y ontológica. “Estos dos aspectos esenciales” (HVnb.12) pertenecen al ser mismo de los esposos y a su acto.11 Deben interpretar la intención creadora de Dios y llevarla a cabo en el amor, con su cuerpo tal como es. “Para la encíclica, la naturaleza no está en conflicto con la libertad, sino que da a la libertad los significados que hacen posible la verdad del acto de amor conyugal y permiten su plena realización” (12).
3. Descubrimiento de la verdadera “cuna” de todo ser humano
Centrarse en el acto de los esposos permite percibir mejor la grandeza de todo hombre. Este acto específico es decisivo para concebir e identificar a todo ser humano.12 Concebirse, vestirse y nacer a través de una mujer: son actos humanos de gran valor. El doble sentido del acto conyugal pone de relieve el amor de los esposos, pero también la “cuna antropológica” de todo ser humano.
Suponemos espontáneamente que un hijo debe surgir justa y normalmente de un acto de amor en presencia del Creador: así reaccionamos sobre la intención de los esposos, o del hombre y la mujer, cuando se unen con el deseo de tener un hijo.13 Creemos que este deseo subjetivo de tener un hijo debe mostrar en el cuerpo de los esposos una acogida real al que pueda venir. Un hijo fruto de una violación no ha sido respetado ni deseado por sí mismo. Por lo anterior, tanto en el plano de las intenciones como en el de las condiciones de la concepción de un ser humano, conviene que ambos elementos se adapten armoniosamente a la grandeza y dignidad del niño. Concebir un ser humano no sucede de cualquier manera: surge de un acto cuyo amor se esclarece en su doble significado: unitivo y procreador, este acto es, además, específico del matrimonio.
Desde el punto de vista del futuro niño, sin presumir todas las intenciones subjetivas de una pareja, deberíamos decir que la cuna de origen más apropiada es un acto interpersonal, ese acto que atestigua un don físico y espiritual mutuo de la pareja. No se trata sólo de un acto técnico. El acto creador es de Dios. El acto procreador es de los esposos. Actúan en nombre de Dios, con Él y para Él: se abren para acoger cualquier nueva alteridad, respetando lo que sea. La sexualidad significa entregarse totalmente y para siempre. El hombre y la mujer representan personalmente una alianza de amor vinculada entre Dios y todo nuevo ser. En esa conyugalidad todos los actos realizados son únicos, grabados en el tiempo y en la carne.
Estos actos no se basan en relaciones de dominación ni de producción entre padres e hijos. Además, no tienen como único objetivo engendrar hijos. En los actos conyugales en los que los padres ofrecen un don de sí mismos, (con la gran variedad de motivaciones y sentimientos de los cónyuges) reciben también el don de un hijo creado por Dios. Los padres no modelan al hijo, se preparan para acogerlo.
Sólo este acto permite reconocer al niño como único en su origen, no repetible. Sólo este acto permite que el niño sea respetado y reconocido como igual en dignidad personal a quienes le dan la vida. El engendramiento humano es “fruto de la donación mutua, y ésta tiene lugar dentro del acto conyugal en el que los esposos cooperan, no como amos, sino como servidores del Amor del Creador”.14 El principal aspecto objetivo de ese acto relacional es la donación. Fuera de la donación, no hay verdad en ningún acto conyugal. Los cónyuges ministran el “don”, como servidores y árbitros de la primavera última de la vida. En este acto, el hijo no está sometido a medidas de control y dominación que aseguren la eficacia técnica. El advenimiento a la existencia no está sometido a condiciones técnicas, ni a otras motivaciones diversas: está centrado en el acto conyugal relacional de los esposos, en su propio tiempo y carne, verdadera parábola del acto creador de Dios y de su unión con Dios.
Debemos partir en nuestra reflexión de lo que es un niño como persona humana. Puesto que los niños son personas destinadas a amar, a ser amadas, su llegada entre nosotros no puede estar hecha de ningún tipo de etiqueta. Porque, en efecto, nuestra fuerza para ser y nuestra identidad como personas únicas, amadas a la vez que amantes, surgen ambas de una certeza consciente e inconsciente de que no estamos aquí por mera casualidad ni por un proceso automático de generación, como ocurre con las bacterias, ni por un método especial de construcción técnica.15 Lo sabemos y lo vivimos: en el origen mismo de nuestro ser, tuvo lugar un acto personal de unión entre dos humanos. Amar al niño está en sintonía con una comunión real entre dos seres humanos. Es nuestro ADN ontológico personal: un acto preciso. El acto conyugal cumple dos funciones: la acogida del niño y la acogida mutua de los cónyuges con sus respectivas diferencias. Unión y procreación se dan en un mismo acto. La unión de los cónyuges es un factor decisivo.
Ese acto personal tiene su densidad ontológica, su importancia emocional, su simbolismo simple, fuerte, denso, único... Es también un acto religioso, ante el Creador. Se lo debemos a Dios. Todos soñamos con nacer del don total de un hombre y una mujer; imaginamos que su mutuo ofrecimiento fue en deseo enamorado de que llegáramos a ser... Lo que esperamos y anhelamos es ser queridos por nosotros mismos, no sólo por azar e inconscientemente. Nadie ha nacido sin la voluntad de Dios. La intención consciente de nuestros padres se ha expresado objetivamente en un acto concreto, en su carne. En el origen de nuestro ser humano tiene que haber un acto sexual de amor y donación mutua. Lo que está en juego en la procreación es antropológico: afecta a la humanidad. La belleza y el bien de ese acto fundacional no deben arrebatarse a un niño. Él viene de ahí, por lo que sería injusto sustituir esa base por un acto técnico. Conocemos la diferencia entre un niño “querido, deseado, amado” y un niño “modelado, maquinado, congelado, clasificado o seleccionado”.
Los testimonios de parejas afirman que ningún acto sexual es igual. Cada acto es específico, intenso en don, único en calidad de gozo y placer. Cada uno tiene una pureza propia y adquiere diversos matices de ternura, de unión física y espiritual. Estos motivos personales no pueden borrar la objetividad del acto sexual: siempre significa a la vez unión y procreación potencial: los dos significados se reclaman mutuamente y se integran en la conciencia de los esposos. La belleza y la perfección de ese acto exigen el respeto de su doble finalidad y requieren una voluntad decidida. También necesitan ser expresados subjetivamente por los esposos en aras de la verdad objetiva (no biológica) del acto. La procreación humana está ligada a un grado de perfección del acto que no es neutro. Si una persona no ha sido concebida en el amor, un amor único y personal, corre el riesgo de sentirse “fría, herida, lastimada” y de “desaparecer”. La vocación del acto conyugal en su pureza y en lo que los esposos hacen de él, es certificar a los humanos que son amor en gratuidad desde sus orígenes, por sí mismos, por lo que realmente son: seres humanos. El acto conyugal expresa un don de las personas humanas y de Dios. Contiene todo un programa ético: cada uno se da a sí mismo y sólo puede realizar su propio destino humano dándose. Esta deuda de ser es una deuda de amor.
Esa forma de actuar ofrece las mejores condiciones para “personalizar” al niño. Incluso puede funcionar como llamamiento y norma ética. Sin embargo, debe matizarse, partiendo de la diferencia entre el acto de Dios Creador y el acto de los padres-procreadores. Llegar a la conciencia de la propia identidad, a la conciencia pacífica y gozosa de haber sido querido y amado por uno mismo no está condicionada absoluta y decisivamente por la calidad moral de la relación procreativa. Dios salva el amor y sus expresiones. Un niño no está condenado a un callejón sin salida sobre su identidad y su vida, cuando oye a través de su madre (o adivina el hecho) que es hijo de un padre alcohólico, o que fue concebido en estado de embriaguez, o que procede de una situación de violación, si sabe que sus padres no se llevaban bien, que fue concebido por casualidad durante una noche, concebido más por pasión sexual que por puro amor. Esos niños tienen acceso a una verdadera conciencia de sí mismos, aunque a veces con dolor. Si el acto conyugal es importante en el origen de cada ser humano, el acceso a la autoconciencia no está obstaculizado radicalmente. Dios, Padre y Creador, está en el origen de todo ser humano. Los padres pueden a veces obstaculizar o perturbar este proceso de personalización: sin embargo, cada uno, en última instancia, depende aún más fundamentalmente del Dios Creador y Salvador.16
4. Doble significado del acto conyugal
El acto conyugal es particular y personal, en modo alguno comparable a otros actos humanos ordinarios como caminar, cantar, escribir... Dios está ciertamente presente en nuestras vidas y de manera interior en todos nuestros actos. Pero el acto conyugal tiene una mayor densidad de cualidad de ser. La unión conyugal pronuncia en la carne la promesa pública hecha por los esposos en la Iglesia, habla del hermoso consentimiento ante Dios y con Dios. Habla del deseo de Dios de salvar todo amor en la raíz de su expresión.
4.1. La unidad del ser humano
Se discute mucho sobre el estatuto personal del padre y de la madre. ¿Cómo son personas dentro de su cuerpo? ¿Cuáles son las exigencias del ser personal de los esposos? Esas exigencias encuentran expresión en todo el ámbito de su vida, pero ¿cómo se expresan dentro de la unión conyugal, vinculada a la procreación?
El hombre y la mujer se configuran en un esquema personal de don-amor que no ignora el cuerpo. El hombre procede y participa de un misterio generacional que sigue siendo personal de principio a fin. Todo ser humano tiene que surgir de otro o tiene que cooperar en el surgimiento de otro en un acto que sigue siendo personal: un acto de donación a través de su cuerpo, su corazón y su mente.
La unión sexual, vivida humanamente y santificada por el sacramento, es a su vez para los esposos un camino de crecimiento en la vida de la gracia. Es el ‘misterio nupcial’. El valor de la unión corporal se expresa en las palabras de consentimiento mutuo por las que se han aceptado y se han entregado el uno al otro para compartir toda su vida. Esas palabras dan sentido a la sexualidad y la liberan de toda ambigüedad (Amoris laetitia n° 74).
La corporeidad es el modo específico de ser y de actuar de la mente humana. Conforma un lenguaje que es “significado” y que “habla” de la entrega de las personas en el acto conyugal. Ese lenguaje corporal existe dentro de las libertades que se encarnan en la presencia de la pareja. Estas libertades acogen ese significado y lo enriquecen con su persona. Es importante que este lenguaje subjetivo coincida y armonice con el lenguaje corporal, que es más objetivo per se. Esta unión inquebrantable de los dos significados expresa un dato personalista básico: la preocupación por no introducir ninguna división en la persona y en el amor que se ofrece a sí mismo. Todo acto conyugal ha de respetar en el interior del lenguaje corporal una correspondencia real entre el “significante” y el “significado”, evitando así toda tergiversación/falsificación de la verdad del amor conyugal, de su conversatio entre cónyuges.17 El acto conyugal es un lugar particular de unidad y para la unificación. Fortalece a los esposos y su unión. La persona se entrega totalmente en el cuerpo. Es tan importante, porque la unión corporal en un gesto amoroso es expresión, prenda, certificación y promesa de verdad de la unión de las personas. Ese significado objetivo, grabado en la carne, es crucial para la unión fiel de los esposos en todos los momentos: antes, durante y después del acto. Ese significado une también a los esposos con su hijo, si viene. Si el hijo no puede venir, el sentido unitivo permanece en el acto de unión, que permanece abierto y reforzado también en su finalidad procreadora. Unirse fuera de la fecundidad biológica es todavía y siempre un gesto original de criaturas unidas a Dios.
Ese gesto certifica a nivel personal, para los esposos y para el hijo potencial, que lo que se quiere es verdadero. Los cuerpos unidos testimonian la generosidad, la entrega y el amor de los esposos. Se entregan íntimamente para amarse mejor, para conocerse mejor. Otros gestos también lo hacen, pero el surgimiento potencial de un nuevo ser, no totalmente sometido a la arbitrariedad, pertenece a la esencia del acto de unión. Fuera de los periodos fértiles, el acto unitivo permanece abierto a la vida, aunque biológicamente sea imposible. Ese acto de amor expresa cada vez que el hombre y la mujer se aman como esposos y padres. Incluso a nivel psicológico, podríamos decir que se engendran mutuamente a la belleza sexual de sus cuerpos masculino y femenino, tal como son. En otras palabras, el marido no se une a una esposa con órganos amputados o a una persona que deja de ser madre, sólo porque los hijos se han ido de casa. El marido sigue unido a su mujer, la madre de sus hijos para siempre.
Esta es su realidad, antigua o de toda la vida: la unión corporal es el lugar privilegiado donde se pone de relieve y se respeta la unidad personal de cada uno, ya sea en el seno de la pareja o para el futuro hijo. El acto conyugal en el que los esposos se muestran mutuamente su don recíproco expresa también la apertura a la posible donación de la vida. Participa siempre de la realidad creadora de Dios, Dios que, por amor, sostiene a los esposos en su ser más íntimo: varón y mujer, padre y madre mediante su consentimiento inicial. Para respetar el lenguaje corporal y la libre generosidad de los esposos, el acto conyugal debe realizarse con el (debido) respeto a los cuerpos de los esposos tal como son.
4.2. Unidad de significados
En el acto conyugal, los significados unitivo y procreativo se hacen intrínsecamente uno. A la unidad del ser humano corresponde un acto particular: un acto que contiene, combina y unifica ambos significados unitivo y procreativo del amor humano. Ese único acto común adquiere dos significados personales que son a imagen del hombre y de la mujer en acto. Este acto conyugal realizado en el amor es “uno” en sus dos significados. El acto no puede reducirse a una sola finalidad. Es el vínculo terrenal entre las criaturas y el Creador. Realizar este acto en toda verdad es hacer crecer la unidad entre el hombre y la mujer, con el hijo esperado y con Dios. El sentido unitivo está siempre intrínsecamente ligado al sentido procreativo. En un solo acto, lo que toca a uno toca al mismo tiempo al otro. Se podrían separar los dos significados en el plano corporal o biológico, pero entonces cambiaría el acto y sus consecuencias. En ese caso, la “frase” o la “palabra” dicha por el cuerpo tendría un contenido diferente.
Los significados del acto que realizan juntos los cónyuges no son intercambiables. No son exteriores el uno al otro, como si pudieran unirse libremente ignorando la condición procreadora de cualquiera de los cónyuges.18 Esos significados no pueden separarse entre sí para dar una prioridad “externa” a uno u otro. No puede decirse que la unión tenga como único fin la procreación. Ese acto no sería entonces lo mismo que el acto conyugal. “Siempre en su fin, pero nunca humanamente reducido a él, el lenguaje plenamente conyugal del amor -si el amor es real- pasa por el enunciado biológico de un acto que no es de fecundidad, sino de fecundación” (14). La definición misma del acto conyugal está ligada a su doble significación, que pertenece estructuralmente al acto realizado. Podemos ver que la unidad se promulga cuando los cónyuges se unen en relación conyugal durante los períodos infértiles. Esa posibilidad es a menudo un obstáculo para comprender la profundidad del acto, porque reflexionamos y razonamos desde un punto de vista técnico o biológico de la reproducción.
Como ya hemos visto, la fecundidad no debe medirse ni por la fecundación ni por la procreación de los hijos. Incluye a toda la persona que realiza este acto. Si la pareja no separa por sí misma el vínculo entre los dos significados del acto conyugal, ese acto permanece medido por la verdad de los cuerpos y de las personas, una relación que une y procrea. El acto conyugal permanece abierto a toda la realidad del otro, como cónyuge y padre, como cónyuge y madre. El acto conyugal “permanece ordenado a expresar y reforzar la unión de los esposos” (HVnb.11). Una pareja incapaz de concebir hijos no tendrá que renunciar a toda unión sexual. Deberán ser capaces de comprender la relación conyugal como el lugar de una tarea humana que se persigue hasta el final: mediante este acto la mujer engendra al hombre para ser él mismo (y viceversa). De hecho, el acto conyugal sitúa sacramentalmente a la mujer y al hombre en los orígenes de la creación, en la fuente de su creación y de la creación potencial de un hijo. El vínculo que los une los convierte a ambos en “hijos del amor fiel” el uno por el otro.
Juan Pablo II tiene una manera maravillosa de expresar ese impulso transformador y creador que transmite el acto conyugal: el hombre y la mujer:
Redescubrir, por así decirlo, cada vez y de manera particular, el misterio de la creación, y volver así a la unión en el hombre (carne de mi carne y hueso de mis huesos) que le permite reconocerse y, como la primera vez, llamarse por su nombre. En cierto sentido, esto significa revivir el valor virginal original del hombre que emerge del misterio de su soledad ante Dios y en medio del mundo. El hecho de convertirse en “una sola carne” es un poderoso vínculo establecido por el Creador, a través del cual descubren su propia humanidad, ya sea en su unidad original o en la doble y misteriosa atracción mutua (15).
Mediante la unión conyugal, Dios introduce progresivamente a los esposos en su propia mirada. La unión purifica y fortalece. Es el lugar mismo de una tarea humana: mediante ese acto la mujer engendra al hombre a sí mismo y viceversa. Los esposos aprenden a ver al otro, a ver al niño y al mundo con los ojos mismos de Dios que creó el mundo y que sigue creándolo. El niño no puede salir biológicamente de una relación así, pero permanece en el centro de la relación por sus dos significados inalienables, simbólico y ontológico. Los cónyuges no se unen ignorando su condición de padres. Además, la mirada transformada de los cónyuges hace nacer la identidad femenina y masculina de cada uno. Cada uno es devuelto a la fuente legítima de su ser, con la esperanza de ser un hijo para el que y por el que siempre existe el amor. La fecundidad del amor orienta el corazón de los esposos más allá del hijo de su propia carne para entrar en una contemplación de la vida personal. La unión conyugal asiste siempre a la “mística de la creación” de la persona. Ya es verdad que la mirada positiva de los demás nos transforma, pero la experiencia es aún más radical dentro de la relación conyugal cuando se vive bajo el proyecto de Dios y bajo su mirada. Toda unión puede ser una recreación de la pareja a la que todo se da y se ofrece gratuitamente.
El cuerpo habla y muestra a la persona. Manifiesta lo invisible: remite siempre al alma que lo habita y a la unidad personal surgida de él. El cuerpo es el espacio para que el amor se dé a sí mismo y se exprese en diferentes estados de vida, en la estructura “esponsal”19 de cada ser humano. El cuerpo es para nuestra vida personal, aquí en la tierra como en el cielo. En la unión conyugal, siempre significa tanto unión como procreación. La finalidad de ese acto es fortalecer la fecundidad del amor “esponsal”, que es inseparablemente cuerpo y espíritu. Su doble significado nos recuerda esa vocación en cada edad de la vida de la pareja.
5. Conclusión: ¿cuál es la grandeza del acto conyugal?
Existe, en efecto, un vínculo profundo entre el matrimonio y su acto específico, sexual y conyugal. Ya San Agustín en su doctrina sobre los bienes del matrimonio, y más tarde santo Tomás reflexionando sobre los fines del matrimonio, vincularon profundamente la bondad y el fin del matrimonio a través del intercambio corporal sellado por una promesa mutua. El hecho de que la bondad unitiva y procreadora del matrimonio pueda reflejarse en el acto específico del matrimonio muestra la consistencia de ese acto situado en un sacramento permanente a lo largo de la vida de los esposos.
Tiene el poder de unir íntimamente al hombre y a la mujer. También los une a Dios y en Dios. Tiene el poder creador que puede hacerse cuna de nueva vida, que hace a los esposos contemporáneos del acto creador. Son procreadores. “La sexualidad conyugal es la expresión del don definitivo hecho por uno de los cónyuges al otro; así alimenta y refuerza una comunión total e inquebrantable entre ellos.
Por su propia verdad íntima, la sexualidad conyugal está llamada, precisamente en el acto conyugal específico de la unión de los esposos, a una “participación especial en la misma obra creadora (de Dios)” (Gaudium et spes n°50,1). La tradición cristiana siempre ha entendido el acto y la misión conyugal de los esposos como una forma de cooperación en la acción creadora de Dios. Son “cooperadores”, “colaboradores”, “ministros” del designio de Dios. La unión entre los esposos se ve así reforzada.
El acto conyugal es fecundo: la apertura a la vida es una de sus características intrínsecas. Pero el acto no se dirige únicamente a la procreación: permanece abierto a todas las demás manifestaciones de fecundidad del amor conyugal. La fecundidad “se ensancha y se enriquece con todos los frutos de vida moral, espiritual y sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a sus hijos y, a través de ellos, a la Iglesia y al mundo” (FCn°28). Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos señalar algunas expresiones de la fecundidad de una pareja: enriquecimiento mutuo de las personalidades, capacidad de acoger y hospedar tanto a los propios como a los extraños, comodidades materiales como el enriquecimiento cultural y educativo ofrecido a los allegados, compromisos sociales o eventualmente políticos. La fecundidad también pertenece al ámbito espiritual. La autopercepción por parte de los esposos de la presencia divina en sus vidas da una pista del crecimiento de su amor, un amor que se parece cada vez más al amor de Dios-Trinidad: oración personal, oración en pareja y en familia, transmisión gozosa de la fe a los seres queridos, testimonio humilde de las maravillas de Dios en ellos y a su alrededor: son signos de fecundidad nacida por la gracia.
La entrega espiritual y física de los esposos se expresa siempre en un acto con doble sentido: unitivo y procreador (FCnb.32). Ese acto es único cada vez. La posibilidad técnica de las procreaciones artificiales obliga a añadir que no puede ser realizado por otra persona: no se puede delegar. Realiza lo que dice: es performativo, aunque no siempre fructífero (¡performativo desde el punto de vista biológico!). El amor conyugal conserva, expresa, desarrolla y refuerza el doble sentido de la unión conyugal. Dicho amor permite que el doble sentido siga siendo la “matriz” de todo nuevo don, fruto de la donación mutua de los esposos. Es la prenda de la fecundidad de la pareja.
Este gesto conyugal específico es el acto humano voluntario de los esposos unidos por una promesa de amor en el marco del matrimonio. Siempre que no se quiera la procreación como fruto del acto conyugal, entonces no está en consonancia con su propia perfección (la visión del hombre y de la mujer), no se ajusta al designio creador de Dios. Mientras que aquí se realiza un acto de comunión de las criaturas con el Creador: libre, consciente, con discernimiento, con deseos de hacer la voluntad divina y de dar gloria a Dios. Ese acto, siendo perfectamente humano, es sin duda un lugar de la presencia de Dios Creador y Salvador.