Introducción1
A principios del siglo XX, América Latina experimentó procesos de reorganización social similares a los que en el mundo industrializado se habían estado viviendo desde la segunda mitad del siglo XIX. Con el desarrollo de la industria, se difundió la idea de que en las ciudades había trabajo y se ofrecían mejores condiciones de vida; sin embargo, la realidad era bastante diferente. La afluencia rápida y masiva de personas, producto del éxodo rural, no hizo sino más visibles las abominables condiciones de pobreza que ya caracterizaban a las sociedades republicanas postcoloniales. Por ejemplo, sólo en el año de 1922, la ciudad de Santiago de Chile acogió a unos 40 mil nuevos avecindados provenientes del campo, y entre 1942 y 1950 la población de la capital creció en un 40 por ciento (Zamudio, 1999).
La denominada “cuestión socia” -siempre urgente y mal atendida- se convirtió en una característica del siglo XX en lo que a salud se refiere (Suriano, 2000; Ramacciotti, 2020). El tema fue planteado por movimientos sociales, partidos políticos, grupos guerrilleros, asociaciones, ONG y think tanks. Los gobiernos latinoamericanos debían actuar con rapidez para evitar que el espíritu de la revolución socialista “contagiara” las villas en Argentina, las favelas en Brasil o las poblaciones en Chile (Goldenberg, 2022). Como si esta situación no fuese suficientemente difícil, el siglo XX fue testigo de dos guerras mundiales que condujeron a una crisis económica masiva (Nohlen, 1994).
El estado de salud e higiene de la población declinó rápidamente (Servicios de Beneficencia y Asistencia Social, 1932). Los principales afectados por el aumento del desempleo y el empobrecimiento fueron los trabajadores manuales, sujetos a contratos laborales precarios, y más especialmente sus esposas e hijos. En el Chile del cambio de siglo, 343 de cada 1000 niños no vivían más allá de su segundo año (Sierra y Moore, 1895), en tanto que era común que las mujeres murieran durante el parto o poco después. Las muertes se debían a causas como la viruela, el cólera, el sarampión, la tuberculosis, el tifus y la sífilis, que en ese entonces eran epidemias devastadoras en las poblaciones desabastecidas (Armus, 2003). La falta de instrucción, la desnutrición, el abuso sexual, la interrupción del embarazo sin regulación, la pobreza y la dependencia dañaron la salud mental y física de los miembros más vulnerados de la sociedad.
Hasta la creación del Servicio Nacional de Salud, en 1952, las obras de caridad de inspiración católica y la Junta de Beneficencia (González y Zárate, 2018) ayudaron a muchas mujeres y niños a hacer frente a los problemas de salud, aunque aún así no pudieron mejorar significativamente la falta generalizada de personal sanitario e insumos médicos. El Estado concentró sus magros recursos en combatir tales condiciones (Zárate, 2017), pero su impacto fue marginal. La visibilidad de la pobreza, la decepción ciudadana del proceso parlamentario y la proliferación de nuevos movimientos sociales y políticos transformaron los problemas sociales en crisis políticas durante la década de 1920.
Aunado a lo anterior, se acentuó también la protesta social, a menudo organizada por origen geográfico (campesinos en lo rural, pobladores en lo urbano) (Llambias-Wolff, 2013) o por ocupación (estudiantes, trabajadores de oficina, empresarios, mineros, etc.) (Thibaut, 1994). Las manifestaciones eran dirigidas, congregaban mayoritariamente y defendían demandas según eran sentidas principalmente por hombres. La mayoría de los egresados de universidades eran también de este género. La perspectiva de la mujer y la niñez que se formó durante el siglo XX está marcada por ese funcionamiento patriarcal y, por ende, sus necesidades estaban definidas por una representación masculina. En ese contexto, la historia social de los chilenos como miembros de la familia ha sido menos estudiada que su participación en movimientos y partidos políticos (Rojas, 2010). Si bien hubo hombres que percibieron a las mujeres y los niños como componentes esenciales de su sociedad, les redujeron a los roles predefinidos de reproducción saludable y al mantenimiento de tradiciones.
Por otro lado, a principios del siglo XX las mujeres constituían nada menos que un tercio de la fuerza laboral, en su mayoría como mano de obra no calificada. Pero las condiciones de trabajo eran deficientes, ya fuese en cuanto a remuneraciones, derechos laborales u organización sindical. La política cultural normaba que el trabajo femenino no fuera valorado, y en caso que la mujer debiese emplearse, esto era considerado como un recurso que sólo debía ser utilizado en caso de extrema necesidad (Maubrigades, 2018).
Las mujeres y los niños enfermos o lesionados generalmente recibían control médico, aunque la calidad del tratamiento dependía de su adscripción de clase social. Si pertenecían a las poblaciones más pobres, o vivían lejos de las ciudades, sus posibilidades de ser atendidos en uno de los pocos hospitales eran muy bajas (García, 1938). En uno de los momentos más importantes y sensibles de sus vidas, como es el embarazo y el parto, los servicios estatales o bien no ofrecían a esas poblaciones ninguna cobertura o ni siquiera tenían conocimiento de su existencia (Pieper-Mooney, 2008).
Si bien esto proporciona el telón de fondo de la escena sanitaria durante el cambio de siglo, el objetivo de este artículo es reconstruir la génesis y desarrollo del programa materno-infantil en Chile, con énfasis en las transiciones entre regímenes y sus continuidades. Como se muestra en este análisis, la política cultural sobre la reproducción y la buena crianza ha sido considerada como parte de la “fábrica” social de la nación y, como tal, ha trascendido programas gubernamentales específicos, conformando, así, una política de Estado.
Este estudio está basado en una investigación de fuentes archivísticas primarias, como parte de un proyecto de mayor envergadura (ver Thulin y Ayala, 2023). Las principales fuentes consultadas fueron el archivo de la Biblioteca del Ministerio de Salud de Chile, la Biblioteca del Congreso Nacional, colecciones digitales de la prensa nacional de la época, junto a estadísticas oficiales, basándonos en su mayoría en búsquedas manuales. Si bien estos archivos son a menudo consultados, han sido escasamente analizados en conjunto y puestos en perspectiva para estudiar el mismo periodo, excepto para responder preguntas políticamente motivadas.
Es necesario precisar también que el análisis de las políticas sobre la mujer, como fue el caso, requiere un esfuerzo consciente por recopilar fuentes que se encuentran dispersas en distintos repositorios en lugar de constituir un fondo propio como tal. Esta situación puede ser explicada en referencia al concepto de “archivo estallado” (Pérez, 2015), que para efectos de este estudio se traduce en la reivindicación de lo marginal del archivo al conformar el corpus, característica frecuente en la historiografía emergente. A manera de ejemplo, podemos mencionar que los datos sobre mortalidad infantil son mucho más abundantes y centralizados que los de mortalidad materna, lo cual refleja también la jerarquía (espuria) de los componentes de la política materno-infantil: el niño sano, por un lado, y la mujer, por otro.
Este artículo se estructura en tres partes: la primera se enfoca en los acoplamientos institucionales de principios del siglo XX, por ejemplo, las estructuras que dieron origen a la política materno-infantil como se conoce en la actualidad y las influencias supranacionales en Chile. La segunda parte profundiza en la política expansionista de Estados Unidos y, con ello, su influencia en el sistema de salud chileno, en particular en representaciones sobre la mujer y la familia, durante la consolidación del estado de bienestar. La tercera parte, en tanto, muestra cómo estas políticas de largo plazo convergieron en el programa de trabajo del régimen socialista, que más que una reforma completa del sistema sanitario, fueron, en efecto, continuidades desde los gobiernos anteriores y que, debido al ambiente de tensión política, no lograron madurar propiamente como tales reformas.
No obstante, el artículo ofrece una perspectiva de continuidades que pone al género sobre el fondo político del desarrollo del sistema de salud, situando al programa materno-infantil como objeto de la política cultural. En el desarrollo de este enfoque, la educación estará presente en tres dimensiones del artículo: i) la configuración de oficinas de educación insertas en el sistema de salud a fin de promover la medicina social; ii) la reorientación formativa de las profesiones femeninas para agenciar la política materno-infantil en salud pública; y iii) la puesta en marcha de un sistema de educación popular que promocionaran a su vez la familia nuclear como unidad productiva, y el control de la fertilidad como mitigador de la pobreza, entre otros aspectos.
Acoplamientos, actores e institucionalidad (1920-1942)
En 1912, se organizó en Chile el primer congreso nacional para la protección de la infancia (Black, 2013). Una de las conclusiones fue la elaboración de un plan para habilitar salas para madres lactantes en todas las fábricas del país (Ministerio del Interior, 1917). Ese mismo año se volvió ilegal que los niños menores de 12 años trabajaran, así como el que las mujeres laboraran en áreas que pusieran en peligro su salud física (Rojas, 2010). Sin embargo, el impacto de esas disposiciones fue limitado, ya que los problemas estructurales eran demasiado grandes como para ser contrarrestados sólo con leyes y decretos. De hecho, la mayoría de las familias de bajos ingresos dependía del dinero que tanto mujeres como niños llevaban a casa.
Bajo los gobiernos de Ibáñez y Alessandri (1920-1931) mejoraron los estándares de higiene para el control de enfermedades infecciosas a través de un seguro obligatorio (Caja del Seguro Obrero). También fue en esa época que asesores extranjeros, como John D. Long (EUA), visitaron Chile, haciendo que los métodos e ideas transferidas desde el extranjero aceleraran las políticas existentes. Este tipo de avances contribuyó a crear conciencia sobre la necesidad de garantizar un sistema de salud que fuese tanto preventivo como curativo (por ejemplo, los códigos sanitarios de 1925 y 1931) (Medina y Toro, 2007), cuyo objetivo principal fue la salud de la mujer y la infancia. Estas iniciativas, además, dieron origen al diagnóstico y la terapéutica en pediatría que, sumada a la tradición en obstetricia y ginecología, abrieron paso a un enfoque denominado “salud materno-infantil”. La yuxtaposición de los términos, “materno” e “infantil”, sugiere que tanto las mujeres como los niños recibirían igual énfasis en el sistema y en sus programas. No obstante, la ejecución y avance del plan durante los años siguientes mostrarían un claro enfoque en los niños. Para la mentalidad de la época, en que el progreso era parte de la matriz de imaginación social, el éxito económico dependía en gran medida de contar con una fuerza de trabajo saludable y, por tanto, de reproducirla y cuidarla.
A lo largo de las décadas de 1930 y 1940, los gobiernos fluctuaron entre preferencias políticas de derecha e izquierda, pero ninguno de ellos alteró el proyecto sanitario adoptado a principios de la década de 1920. Los hospitales existentes organizaron salas especiales para obstetricia y pediatría (Junta Central de Beneficencia, 1929). En 1928, la Dirección General de Protección de Menores asumió la responsabilidad de la protección jurídica de los niños y adolescentes hasta la edad de veinte años, así como de los orfanatos públicos (Ministerio de Justicia, 1928). Un año después se modernizó y amplió la Casa Nacional del Niño, el primer orfanato público central, existente desde 1761 (Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, 2020). La ley número 6.236 de 1938, que vino a conocerse como “Ley madre y niño”, dictaminó la entrega de leche y atención médica a las familias necesitadas (Ministerio de Salubridad, Previsión y Asistencia Social, 1938). Finalmente, el Ministerio de Salubridad albergó un departamento destinado a la Dirección de Protección de la Infancia y Adolescencia (PROTINFA), fundado en 1942, que realizaba la administración de casos de niñez vulnerada (Laborde, 2002), y combatía las epidemias de diarrea (Zárate, 2013). Con una formación adaptada a este modelo, las enfermeras, visitadoras sociales y matronas, junto con una amplia gama de personal auxiliar, fueron las principales responsables de llevar a cabo las funciones derivadas de esta política. Con ello, la institucionalidad se aplicaba no sólo a las entidades que formaban parte de la estructura burocrática, sino también a la expansión y consolidación de la formación de profesiones sanitarias que se transformarían en una parte importante del gran movimiento sanitarista.
La estrategia siguiente consistió en unir todos los proyectos y programas destinados a la infancia. Asimismo, la relevancia de la salud materno-infantil fue tal, que el ministerio solicitó el apoyo de iniciativas no gubernamentales, como el Consejo de Defensa del Niño y la Sociedad Nacional de Pediatría (Hernández, 2019), además de ayuda internacional, como la OPS y la División de Salud Internacional de la Fundación Rockefeller (Flores, 1965). Estas influencias supranacionales marcarían gran parte de las decisiones en salud.
Sin embargo, la logística fue difícil de manejar. Ni el sistema de salud pública ni los patrocinadores externos pudieron proporcionar una supervisión regular a nivel nacional en cuanto a los estándares de atención. De hecho, los análisis sobre el tema mostraron condiciones de salud desastrosas2 durante las décadas de 1930 y 1940 (Ministerio de Salubridad Previsión y Asistencia Social, 1943). Otro problema fue que las medidas se concentraron en las zonas urbanas, mientras que sólo un pequeño número de profesionales fue destinado a la atención de salud de mujeres y niños en las zonas rurales. Recordemos que en las décadas de 1920 y 1930, más de la mitad de la población vivía en el campo. Además de las condiciones de vida en el mundo rural, la atención sanitaria era precaria en esta zona y en los sectores de la periferia de las ciudades (Campaña, 1988).
Desde las décadas de 1920 y 1930, una clase profesional emergente, o clase media, exigió una mayor participación en el proceso de toma de decisiones concernientes a la vida pública, en una era en que la Asociación Médica tenía una posición central en la política de salud (Molina, 2018). En el campo materno-infantil, dos asociaciones científicas, la Sociedad Chilena de Pediatría (Vargas, 2022) y la Sociedad Chilena de Obstetricia y Ginecología (2022), gravitaron hacia la asesoría de los gobiernos y se mantuvieron en ese rol hasta la década de 1960.
Si bien todas las comisiones gubernamentales y las sociedades cercanas a la profesión médica estaban dirigidas por hombres, el campo materno-infantil requería de una u otra forma de un conocimiento más acabado sobre “la mujer”. En este proceso encontramos por primera vez la formación de tres rasgos que marcarían a la madre y al niño a lo largo de todo el siglo XX: primero, el confinamiento de la mujer a los roles relacionados con la maternidad; segundo, una adaptación a las lógicas de trabajo prescritas en Estados Unidos; y tercero, la feminización de las profesiones no médicas que participaron del programa.
Tres de las primeras mujeres profesionales que destacaron en ese proyecto sanitario fueron las médicas Luisa Pfau y Victoria García, así como la enfermera Amanda Parada. Ya en 1942, Pfau fue designada como directora del Departamento de Educación para la Salud en la entidad que precedió al Servicio Nacional de Salud (SNS)3; además llegó a ser directora de PROTINFA (Zárate, 2013). Tras titularse en Estados Unidos con fondos de OPS, Pfau ocuparía el cargo de directora del SNS en los departamentos Materno-infantil y Fomento de Salud. Pfau también sería una figura clave tras la extensión de los proyectos de planificación familiar en la década de 1960 (Castañeda y Salamé, 2016). En 1946, Amanda Parada propuso controles más frecuentes durante el embarazo y una mayor capacitación para las enfermeras sobre los cuidados perinatales de la mujer (Zárate, 2017). En esa misma década ella además enfatizó el vínculo entre el concepto de salud pública -aún poco conocido entre las enfermeras chilenas- y el plan de atención materno-infantil (Parada, 1946).
García, la primera chilena en enseñar medicina en la universidad, promovió una mejor infraestructura y equipamiento técnico para las instalaciones sanitarias (Zárate, 2013), ampliando así la tecnología para el programa. En estudio fundacional en 1938, García evaluó las condiciones laborales de las trabajadoras y sus implicaciones para su salud (García, 1938). Además, defendió la noción de “medicina social”, un concepto macro enfocado en la relación entre la desigualdad social y la propagación de enfermedades. Un joven, Salvador Allende, entonces Ministro de Salud del gobierno del Frente Popular (1938-1941), pasó a adoptar el término de medicina social como central en su enfoque. Para Allende, sólo un sistema de salud pública centralizado y sin restricción de acceso podría atender las necesidades urgentes de salud de la población. Esas necesidades se agravaban, además, producto de la geografía chilena (por ejemplo, la Casa de Socorro en Puerto Natales estaba a 2 mil 796 kilómetros desde Santiago). Consta además que en 1941 la mayoría de las madres dieron a luz sin contar con atención médica (Ministerio de Salubridad, Previsión y Asistencia Social, 1942a). Inactiva en el Congreso durante varios años, la propuesta de Allende por un sistema unificado arrojó sólo resultados concretos en el campo de la atención materno-infantil, en particular la fundación de PROTINFA (Ministerio de Salud, 2021).4
Importante para el argumento que sostiene este artículo, la influencia que estas profesionales ejercieron en el pensamiento médico-social de Allende, fue crucial para la política de salud de largo plazo, aunque a menudo su importancia queda subsumida en las narrativas dominantes, heroicas, de sesgo masculino.
La asignación familiar fue otra mejora importante propuesta por representantes del Frente Popular, aunque no implementada en los términos que ellos querían (Ministerio de Salubridad, Previsión y Asistencia Social, 1941a). No fue sino hasta 1952, e incluso una década después en las zonas rurales, que los hogares unipersonales, en su mayoría encabezados por mujeres, recibieron un subsidio para compensar las dificultades financieras de vivir de un único ingreso (Ministerio del Trabajo, 1952).
A pesar de los avances logrados en los años anteriores y del interés del Frente Popular por aplicar un enfoque de medicina social, los archivos ministeriales muestran que el resultado de estas medidas contribuyó muy poco en la salud de la población. Uno de los mayores desafíos fue, de hecho, la falta de vivienda para los niños. En 1935, el Ministerio de Salubridad describió la falta de vivienda infantil en el habitual tono nacionalista como un “problema que afecta la vitalidad y el progreso de la nación” (Ministerio de Salubridad Pública, 1935). Se propusieron varios proyectos como solución para los niños, pero sólo algunos fueron realizados, debido a financiación insuficiente (ver Ministerio de Salubridad, Previsión y Asistencia Social, 1942c).
En 1942, la Casa Nacional del Niño funcionaba a su capacidad máxima, albergando no menos de 700 menores a la vez. En la misma década, una institución de juegos de azar, llamada Polla Chilena de Beneficencia, entró a la esfera del estado de bienestar (Gaete, 2020). Las donaciones privadas seguían siendo esenciales para cubrir la escasez de suministros, porque incluso la distribución de leche, una de las ideas más enfáticas de Allende, no salió como estaba planeado, ni bajo su administración como ministro (Ministerio de Salubridad, Previsión y Asistencia Social, 1941b) ni en la de los ministros siguientes (Ministerio de Salud Pública, 1962b). Esas mismas limitaciones estructurales afectaron los programas de vivienda destinados a menores. Tristemente, y a pesar de los fondos aportados por Polla, la mendicidad infantil seguía siendo parte del paisaje urbano. Así era la situación en Chile al estallar la Segunda Guerra Mundial.
El problema se convertiría en una pesada carga adicional para el sistema de salud. Algunas medidas implementadas por los gobiernos en conjunto con mecenas privados fueron el destinar recursos para impartir educación sobre el embarazo; cobertura profesional del parto; suplementos alimenticios durante el período perinatal; atención médica para recién nacidos, niños en edad preescolar y escolar y sus madres; controles médicos; campañas de educación para la prevención del aborto5 y la mortalidad materna; así como el apoyo económico a las madres durante el cuidado de los hijos (Zárate y González, 2015).
Así, con las preocupaciones sobre la industrialización del país y la necesidad de una fuerza de trabajo saludable como telón de fondo, la mujer queda institucionalizada en tanto reproductora a través de las reparticiones, planes y alianzas del incipiente sistema de salud, en que las mujeres profesionales tuvieron relevancia tanto en la ideación como en la ejecución del programa. Importante desde un punto de vista de la historia más reciente, el énfasis en la salud materna encuentra sus trazas en ese periodo de capitalismo industrial, lo que va a tener una continuidad a través de las décadas siguientes.
Consolidación del estado de bienestar y política reproductiva (1942-1964)
La Segunda Guerra Mundial, a partir de 1941, interrumpió vínculos de cooperación en Europa que eran vitales para los servicios de salud en Chile. Pero, a su vez, hubo un aumento significativo de la ayuda estadounidense (Ministerio de Salubridad, Previsión y Asistencia Social, 1941c).6 Los eventos más importantes de ese alineamiento con el sistema estadounidense fueron la fundación de la Escuela de Salubridad y la creación de Unidades de Salud en Santiago, en 1943 (Ministerio de Salubridad, Previsión y Asistencia Social, 1942b).
En muchos sentidos, la guerra estabilizó la hegemonía de Estados Unidos a lo largo y ancho de América Latina. Más tarde, durante el inicio de la Guerra Fría, Washington continuó enviando suministros, personal y fondos para pediatría, ginecología y obstetricia. Sus planes fueron bien recibidos en varios países de América Latina, acrecentándose la idea del plan materno-infantil como área de importancia, lo que se reflejaría en la reforma de las políticas de salud (Zárate, 2017).
La década de 1940 se destacó por una fuerte inversión en la enfermería latinoamericana. Los casos de Pfau, García y Parada, así como de las enfermeras S. Pincheira y G. Peake, muestran cómo quienes habían estudiado y trabajado en América del Norte comienzan a diseminar ideas sobre salud materno-infantil y planificación familiar en Latinoamérica, principalmente a través de las redes de sus universidades de origen, en Chile (Zárate, 2017).
En 1957, Santiago fue sede del Centro Demográfico de América Latina y el Caribe (CELADE), que era la división de población y desarrollo de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) de las Naciones Unidas. Con ello, Chile se convirtió en un importante proveedor de apoyo técnico en estudios demográficos en el subcontinente (Zárate, 2017). Sin embargo, CELADE fue una excepción. Muchas organizaciones internacionales no abrieron oficinas propias en América Latina, sino que optaron por influir en las entidades preexistentes en el área materno-infantil con un énfasis en la educación y planificación familiar; en Chile fueron principalmente el SNS y APROFA, esta última fundada en 1965 (Pieper-Mooney, 2008).
Chile adoptó los estándares internacionales en plenitud, pues engranaban con la idea de estado de bienestar que se gestaba en el país y que maduró hacia la década de 1950 con el establecimiento del SNS. Esta nueva entidad cooperó además con otros ministerios para adaptarse a la regulación existente. La mayor preocupación de los gobiernos del Partido Radical (sucesor del Frente Popular) fue el bienestar de los niños abandonados (Ministerio de Salubridad, Previsión y Asistencia Social, 1960), pues las cifras seguían superando la capacidad institucional.
Un tema que tuvo la máxima prioridad en esta área fue la tasa de mortalidad infantil. En un informe interno, el Ministerio de Salud Pública (1962a) indicó que la tasa había ido en descenso desde principios de siglo, pero precisó que el problema se concentraba en los niños de familias pobres. Su nivel de vida era inaceptable y muy diferente al de los nacidos en familias acomodadas. Una cita del informe nos da más detalles sobre esta situación:
Falta de vías de comunicación, carencia de buenos abastos de agua potable y de buena eliminación de excretas […] falta de viviendas o viviendas están en pésimas condiciones, falta de vestuario etc., […] pues este más que un problema médico es un problema económico social (p. 3).
Las demandas urgentes de todo el país llegaron al Ministerio de Salud para obtener más fondos y equipamiento, pero especialmente más personal, ya que había mujeres y niños que nunca llegarían a obtener servicios médicos en las instalaciones del SNS (Ministerio de Salud Pública, 1962d).7 En 1960, unos 15 mil bebés murieron por enfermedades respiratorias y otros 7 mil por enfermedades gastrointestinales durante el primer año de vida (Szot, 2002), mientras que en 1964 el NHS registró 59 mil 391 interrupciones de embarazos por razones médicas (Armijo y Requena, 1967). Sin embargo, las estadísticas de aborto sólo cubrieron los casos en que las mujeres estaban dispuestas a consultar y tenían acceso a un médico durante las complicaciones del embarazo. A menudo, las socialmente excluidas también lo eran de los registros. El estado reorganizó la entrega de alimentos (principalmente leche y comidas para escolares) a través de lo que se conoció como el Programa Nacional de Alimentación Complementaria (PNAC), que comenzó en 1954, y se expandió continuamente a partir de entonces (Largo, 1982). Sin embargo, la desnutrición seguía siendo una de las muchas facetas de la pobreza (véase Vicaría de la Solidaridad, 1981).
Nuevos conceptos y anticonceptivos
El gobierno democratacristiano (Frei Montalva, 1964-1970) introdujo reformas al Código Sanitario de 1931, impulsando un fuerte programa social influido por Irene Frei, trabajadora social, hermana del presidente y muy activa en la política nacional. Las nuevas directrices, que entraron en vigor legalmente en 1968, redefinieron el cuidado de embarazadas, lactantes y niños. Por primera vez, la regulación sanitaria fue explícita en lo que concierne a la protección materno-infantil, como muestran los siguientes cuatro artículos:
Art. 16. Toda mujer, durante el embarazo y hasta el sexto mes del nacimiento del hijo, y el niño, tendrán derecho a la protección y vigilancia del Estado por intermedio de las instituciones que correspondan. La tuición del Estado comprenderá la higiene y asistencia social, tanto de la madre como del hijo.
Art. 17. La atención de la mujer y del niño durante los períodos a que se refiere el artículo anterior será gratuita para los indigentes en todos los establecimientos del Servicio Nacional de Salud.
Art. 18. Es derecho preferente del hijo ser amamantado directamente por su madre, salvo que por indicación médica o decisión de la madre se resuelva lo contrario. La leche materna tiene como uso prioritario la alimentación en beneficio del o de los lactantes que sean sus hijos biológicos.
Art. 19. El control de la atención médico-preventiva y dental de los alumnos de los establecimientos fiscales de educación, será efectuada por el Servicio Nacional de Salud. Los establecimientos particulares de educación deberán mantener, a su costa, un servicio que preste las atenciones antes señaladas de acuerdo con las normas que les fije el Servicio Nacional de Salud (Ministerio de Salud Pública, 1968a).
Considerando la nueva política presupuestaria y la ley de Medicina Curativa, estos cuatro artículos del Código Sanitario pueden comprenderse en el contexto de la diversidad de proveedores de cuidados de salud, la diferenciación entre trabajadores de bajos y altos ingresos, y el aumento de los fondos estatales para el sistema público. Es más, estos artículos constituyen, desde un punto de vista sanitario, la primera definición contemporánea sobre la mujer y la niñez en Chile, lo cual resultó de un largo proceso de transformación que comenzó con las campañas del movimiento salubrista. En cierto sentido, este proceso aceleró y consolidó la legitimidad del enfoque de la medicina social. Las medidas de higiene pública y los servicios sociales, finalmente, habían alcanzado el mismo estatus que el tratamiento médico.
Por su parte, esta regulación también conectó al sistema educacional con el sistema de salud, definiendo a los establecimientos educacionales como espacios de control del estado de salud, así como de aplicación de parámetros de normalidad sobre crecimiento y desarrollo, en que además participarían los maestros y maestras. Lo que es más, hasta bien avanzada la década de 1990 era común que estos profesionales realizaran rutinariamente controles de salud en los niños (Pizarro et al., 1995), incluyendo exámenes de agudeza visual, audición, peso y estatura, detección de pie plano y deformidades de la columna vertebral, entre otros, para así estimar si el desarrollo estaba dentro de parámetros normalizados o si existía alguna desviación.
No obstante, el artículo 19 presupone la existencia de sistemas educativos públicos y privados, los cuales operarían de acuerdo con los estándares estatales. Esta dimensión es importante ya que, tanto por el sistema educacional, como por la ley de Medicina Curativa, muestra que la visión de un estado de bienestar consolidado pudo haber comenzado a desvanecerse mucho antes de las reformas de la década de 1980. Por tanto, la implementación de esta directriz de salud, la ley de la Junta de Auxilio Escolar y Becas (1964) y la ley de la Junta Nacional de Jardines Infantiles (1970) (Rosas, 2017) fueron visionarias, pero más bien como una estrategia general.
Luego de una reforma al Código Sanitario, en julio de 1950, un cambio que consideramos significativo dentro de la política cultural es la forma de presentar la lactancia materna. Desde entonces, la lactancia materna pasó a constituir una obligación, no sólo una recomendación. Siendo un tema muy poco explorado, aún es necesaria una discusión sobre cómo los sucedáneos de la leche materna llegaron a introducirse, y cómo fue inculcándose una imagen sobre la leche materna en función del lobby de los productores de leche de vaca en los Estados Unidos durante la Guerra Fría, y su consiguiente influencia en el resto del continente. Aún si esto supera el alcance de este trabajo, es pertinente resaltar lo importante que llegó a ser la salud materno-infantil, y con ello la lactancia y la industria láctea, en la sociedad y la política cultural en general.
Otro tema que marcaría la política materno-infantil del gobierno de Frei, y que hasta el día de hoy ha dado lugar a una vasta literatura, es el uso de anticonceptivos como método de educación y planificación familiar. El gobierno democratacristiano respondió al alto índice de los denominados abortos ilegales implementando intervenciones de planificación familiar. La administración pudo actuar en una escala mucho mayor que sus predecesores debido a un cambio de actitud al interior de la Iglesia Católica. Durante la década de 1960, la Iglesia seguía siendo la organización no gubernamental, y a la vez internacional, más poderosa de América Latina. Y, aunque no cambió fundamentalmente la forma en que veía la anticoncepción, el Vaticano adoptó una postura más liberal hacia el tema, renovándose así el interés en esta discusión. La reacción más notoria en Chile provino del arzobispo de Santiago (1961-1983), Raúl Silva Henríquez, quien enfatizó la “paternidad responsable” en su interpretación de la carta encíclica Humanae Vitae, escrita por SS Pablo VI (1968). Como fue el caso a lo largo de las décadas siguientes, las opiniones divergentes continuaron existiendo. Pero Silva Henríquez, como máxima autoridad moral del país, había optado por evitar una confrontación directa con los poderes laicos al respecto. Frei y el Ministro de Salud, Ramón Valdivieso, pudieron así implementar lo que llamaron Política Nacional de Control de la Fecundidad (Szot, 2002).
Asimismo, la Guerra Fría fue el primer período en la historia mundial en el que los gobiernos pudieron usar medidas prácticas para controlar el crecimiento de la población (Pieper-Mooney, 2018).8 La incesante promoción del modelo capitalista en general, y del estilo de vida anglo-americano en particular, condujo a la difusión del conocimiento sobre planificación familiar en América Latina. Sus defensores promovieron el estándar de una familia pequeña pero económicamente exitosa y saludable. La campaña educativa tuvo éxito e incluso definió las tradiciones culturales formadas principalmente por la iglesia (Zárate y González, 2015), aunque en ese momento generara malentendidos debido a la falta de conocimientos sobre sexualidad y reproducción (Pieper-Mooney, 2008).
Los impulsores más importantes de las políticas de planificación familiar en Chile fueron la Fundación Internacional de Planificación de la Familia (IPPF) (Claeys, 2010), la Fundación Rockefeller (Zárate y González, 2015) y la OPS (Ministerio de Salud Pública, 1968c). Como parte de una coordinación suprarregional, los médicos chilenos participaron en la redacción de los proyectos de investigación de esas organizaciones, brindaron capacitación a otros prestadores de salud y distribuyeron información sobre los debates contemporáneos en reproducción (Pieper-Mooney, 2008; Ministerio de Salud Pública, 1968c).
A partir de la década de 1960 aparecerían en la escena varias organizaciones privadas y ONG (Paredes y Rivas, 2014). En 1965 sólo existían siete iniciativas de planificación familiar en Santiago. Una de ellas fue el Comité Chileno de Protección de la Familia, cuyos integrantes fundaron ese mismo año la Asociación Chilena de Protección de la Familia (APROFA). Curiosamente, el gobierno otorgó a APROFA un estatus similar al de las asociaciones profesionales: permaneció autónoma, pero mantuvo fuertes lazos con el Estado. Así como enfermeras, matronas, trabajadoras sociales y auxiliares de enfermería, APROFA colaboró a nivel nacional con el SNS. Las inversiones estatales e internacionales, sobre todo de IPPF, aseguraron el próspero desarrollo de APROFA durante las décadas de 1960 y 1970. Es más, la conferencia de la IPPF, de 1967, tuvo lugar en Santiago y contó con la asistencia de unos 2 mil participantes de 80 países (Pieper-Mooney, 2008). Elegir a Chile como el primer país latinoamericano en albergar una conferencia de la IPPF fue, sin duda, un espaldarazo a sus políticas de planificación familiar.
Entre 1965 y 1968, el IPPF financió otros proyectos similares a APROFA y cooperó con servicios de salud como el SNS en toda América Latina (Zárate y González, 2015). Junto con el Consejo de Población (1952) y el Fondo de las Naciones Unidas para Actividades de Población (UNFPA, 1969), esta fue una de las redes más importantes para la promoción de programas de planificación familiar (Hartmann, 2014). También incluyó el uso de Dispositivos Intrauterinos (DIU), que fueron mencionados por primera vez con referencia a Chile en 1958 (Rosas, 2017). De hecho, los DIU se convertirían en un tema de discusión ineludible en las agendas política, moral y sanitaria en las décadas siguientes.
El Ministerio de Salud y el NHS supervisaron la aplicación de anticonceptivos y gestionaron la cooperación con aliados internacionales (Ministerio de Salud Pública, 1968b).9 El Departamento de Salud Pública y Medicina Social de la Universidad de Chile organizó el trabajo de los educadores en planificación familiar y supervisó los proyectos de investigación. A su vez, APROFA estaba a cargo de distribuir anticonceptivos y brindar información sobre sus efectos (Zárate y González, 2015).
Pero la planificación familiar durante la administración de Frei no fue una historia de éxito total. Por ejemplo, el Grupo del Área del Programa de América Latina de la IPPF rechazó financiar un proyecto de planificación familiar en Valdivia porque el SNS no había cumplido con las pautas de la IPPF. Otros problemas incluyeron la falta de datos demográficos confiables, la escasez de profesionales que pudieran ejecutar y evaluar los métodos anticonceptivos, junto con los pocos expertos disponibles que tenían una influencia limitada en la política estatal. Zárate y González (2015) citan dos estudios que muestran que, si distribuir anticonceptivos estaba al alcance de las profesiones a cargo, cambiar la percepción que se tenía sobre los anticonceptivos como algo necesario para la sociedad en su conjunto era algo mucho menos fácil de conseguir. Un grupo de investigación de la Universidad de Cornell (EUA) mostró que muchos intelectuales latinoamericanos cuestionaron el control del crecimiento de la población debido a que aún se desconocía mucho sobre el tema. Un equipo de investigadores de la Universidad de Chile criticó el limitado conocimiento sobre los efectos físicos y psicológicos del control de la natalidad que eran fundamentales para hacer sostenible la planificación familiar. También varios médicos se opusieron a estos métodos porque creían que, en la política, no se tomaban en cuenta los planes de vida de las personas y las comunidades (Pieper-Mooney, 2008).
González y Zárate (2018) han criticado, además, la visión de las mujeres como meras “preservadoras” de capital humano, tan común desde la década de 1920, y sitúan a las madres e hijos más pobres como el blanco de las primeras políticas eugenésicas. Las críticas también pueden aplicarse a los programas restrictivos de la década de 1960: incluso si la calidad de los métodos de control de la fertilidad hubiera mejorado en los últimos 40 años, sólo las mujeres con suficientes recursos financieros, por lo tanto, aquéllas con acceso a atención médica privada, podían decidir si tener hijos, y en tal caso, cuándo y cuántos.
Incluso se podría extender la mentalidad eugenésica a la creciente atención pública por el niño lisado o discapacitado. En 1962, la Lotería Nacional recaudó dinero para la “Sociedad Pro-Ayuda al Niño Lisiado” por primera vez (Ministerio de Salud Pública, 1962d), siendo ésta una población desatendida en ese modelo de sociedad. Esto plantea una pregunta sobre el capacitismo (ableism) subyacente en el tejido social de Chile, que es tan relevante hoy como lo fue durante esa época del siglo XX. ¿Quién, entonces, tiene el derecho de tomar decisiones reproductivas? Estas cuestiones morales no sólo se aplican a autoridades estatales, sino también a las instituciones de caridad (eclesiásticas y seculares) y al personal de atención sanitaria, que a menudo toma decisiones difíciles sobre la vida, la muerte y la dignidad humana.
Las políticas de Frei se enmarcaron en redes nacionales e internacionales que pretendían utilizar principios democráticos y que, debido al alineamiento religioso, formaban parte de una visión social más amplia. Sin embargo, finalmente no pudieron implementar estas medidas en el país, debido a tres factores: (1) la pobreza estructural de la sociedad, demasiado alta y variada para los recursos limitados del estado chileno; (2) la polarización política a partir de 1968, que impidió la cooperación entre sectores para construir un sistema de salud de calidad con acceso equitativo; y (3) la fuerte influencia de los grupos de presión, como los colegios profesionales, que interrumpieron su colaboración en 1970.
No obstante, de esto se desprende la continua relevancia de la mujer en la política sanitaria y de su centralidad en programas educativos responsables de diseminar la política cultural y de difundir las agendas moral y sanitaria. Si en el periodo de formación del estado de bienestar la mujer quedaba arraigada a la institucionalidad en el contexto del progreso social, esta visión vino a consolidarse a través de las reformas del código sanitario, abarcando aspectos como la lactancia, junto a la regulación de la fertilidad femenina como estrategia para hacer frente a la pobreza. La leche y la lactancia seguían, no obstante, siendo un aspecto estratégico en la esfera de influencia supranacional sobre Chile.
El sector materno-infantil en tiempos del socialismo (1970-1973)
Bajo la administración de Allende, en un informe interno de marzo de 1972, el Ministro de Salud se refirió al propósito de sus medidas de la siguiente manera: “[…] el ministerio ha otorgado la máxima prioridad a los programas materno-infantiles” (Ministerio de Salud Pública, 1972a). Importante para el argumento de este artículo, uno de los rasgos más destacados de las políticas de salud de la Unidad Popular es precisamente esta continuidad en las medidas implementadas en las décadas anteriores. Además de esto, y a pesar de las creencias habituales, pareciera que Allende y sus cuatro ministros de salud no lograron realizar una reforma exhaustiva del sistema en su totalidad.
Durante los mil días del denominado (peyorativamente) “experimento socialista”, los obstáculos que tuvo que enfrentar el gobierno de Allende y las políticas que intentó implementar rompieron cierto consenso que existía en la clase dirigente, construido durante los 50 años anteriores. Carecían de apoyo en el parlamento, pero también del apoyo del Colegio Médico. Si bien se pretendían cambios de gran escala, como la implementación de brigadas de salud y la eliminación del plan de Medicina Curativa, estos pronto cayeron en el olvido. Palabras como “revolución”, “lucha de clases”, “frente” y “combate” utilizadas durante las huelgas de 1972 y 1973 podrían parecer hoy muy fuera de sintonía con los desafíos que enfrentaba el sector materno-infantil (Ministerio de Salud Pública, 1962d).10 Problemas como la falta de vivienda, el abandono y secuestro de niños (Ministerio de Salud Pública, 1972b), la planificación familiar consciente (Ministerio de Salud Pública, 1972c) e incluso las carencias estructurales del SNS11 (Informe de la Comisión Investigadora, 1972) desaparecieron casi por completo de la agenda de grupos tanto de izquierda como de derecha una vez que ingresaron a la disputa por el poder. El mayor éxito de la Unidad Popular en el sector materno-infantil, y por extensión un efecto tardío de la política de Frei, fue un contrato con el UNFPA en junio de 1972, con un objetivo plurianual descrito en El Mercurio (1972) de la siguiente manera:
Específicamente se quiere asimismo disminuir la mortalidad materna en un 50 por ciento, la mortalidad neonatal, en un 30 por ciento, la mortalidad infantil en un 33 por ciento y la mortalidad del niño de 1 a 4 años en un 40 por ciento. También se quiere aumentar las coberturas en las acciones preventivas de salud en la población de mujeres y niños, de acuerdo a las áreas programáticas en una proporción determinada según un diagnóstico previo de esta situación (p. 5).
Otras dos medidas con fuerte efecto propagandístico fueron el Tren de la Salud y la ampliación de la entrega de víveres a los más desprovistos. Pero lo que tuvo aún más alto impacto en los medios y en el imaginario fue que Allende reanudó un plan que había durado hasta 1941, el cual instruyó que cada niño recibiera medio litro de leche al día12 (El Mercurio, 1971). Los años 30 experimentaron el boom de la leche en Chile, con filiales voluntarias de la Sociedad Gota de Leche distribuidas en las principales ciudades y una industria de producción y pasteurización, iniciativas apoyadas tanto por el Comité de la Liga de las Naciones y una política de Estado para hacer frente a la escasez de alimentos. Sin embargo, a principios de los años cuarenta Chile enfrentaba serias dificultades de producción, transporte y distribución del alimento, pues se trataba de leche en estado líquido, lo que dificultó la continuidad de esta política. Para muchos chilenos, los recuerdos de la Unidad Popular y Salvador Allende siguen fuertemente ligados en el imaginario social a términos como “leche”, palabra que se convertiría en sinónimo del bienestar social dirigido a los niños durante el régimen socialista.
A cargo del programa de la leche estuvo el segundo Ministro de Salud de la UP, Juan Carlos Concha. Aunque Concha y Allende fueron, con mucho, los principales defensores de la entrega de leche en la historia de Chile, la idea no surgió de la nada, ya que en realidad retomaron estrategias previas de donación de alimentos. No obstante, esta idea también encontró serios problemas, incluso en sus aspectos más prácticos. En una entrevista para esta investigación, Concha relató que en Chile el beber leche no formaba parte de la tradición o los hábitos de la población. A diferencia de los Estados Unidos, Chile era un país más bien de consumidores de té (J. C. Concha, entrevista personal, 2017). En ese sentido, se pensó que la industria agrícola norteamericana se beneficiaría de la exportación de leche de vaca, siempre que ciertos alimentos se configuraran y vehicularan mediante la educación sanitaria como parte de la idea de nación saludable (Hamilton, 2019).
No fueron pocas las críticas a las políticas de Allende. Su administración enfrentó muchos obstáculos debido a la creciente polarización política en el país. Sin embargo, tanto la mortalidad materna como la mortalidad infantil, indicador por el cual a menudo se mide el impacto de las políticas de salud, continuaron disminuyendo (Instituto Nacional de Estadísticas, 1973), como muestran las Figuras 1 y 2.
Aunque hoy en día la mayoría de los análisis aún se centran en las tasas de mortalidad infantil, no se puede ignorar que tales evaluaciones de éxito cuantitativo pueden ser reinterpretadas a la luz del destino que corrieron las mujeres y los niños que sobrevivieron al embarazo y parto, pero que, sin embargo, debieron enfrentar la miseria y padecer penurias derivadas de su situación estructural. Además, es necesario tener en mente los recién nacidos que nunca aparecerían en ninguna estadística debido a los métodos deficientes de registro de la población; y las mujeres que jamás denunciarían la interrupción de un embarazo, considerando el enjuiciamiento moral y las consecuencias jurídicas que eso acarrearía. No sólo la regulación del aborto era muy restrictiva incluso para los pobres, sino que muchas poblaciones vivían demasiado lejos de cualquier servicio médico, y más aún, de personal que realmente entendiera su realidad social (Montebruno y Delgado, 2003).
En general, pocos dudarían de las medidas positivas introducidas por la Unidad Popular; al menos en intención. Esto se puede ver, por ejemplo, en un resumen publicado por el ex subsecretario de salud (Molina, 2010), o en la tesis de Llambias-Wolf (2013), es decir, desde perspectivas tanto internalistas como externalistas. Sin embargo, la administración no consiguió implementar políticas completas para mejorar las condiciones de salud de mujeres y niños. Esto no fue diferente de los periodos anteriores; pero, siguiendo a autores como Ana Corina Toledo (2001), la vocación socialista del gobierno de Allende nos invita a evaluar su impacto en base a estándares más altos.
Conclusión
En este artículo hemos realizado una reconstrucción de los cimientos sobre los cuales el programa materno-infantil de Chile fue construido. Para ello, empleamos un énfasis en las continuidades a través de periodos e inclinaciones políticas para, así, evitar un falso particularismo. El énfasis metodológico estuvo en la reconstrucción del “archivo estallado” sobre la mujer, en tanto se exploraron tres esferas relevantes para la historia de la educación: el acoplamiento de salud y educación en la burocracia estatal, la reconfiguración de las profesiones sanitarias con énfasis en la salud de la mujer y la educación popular como estrategia. Si bien existieron indicadores de mejora de la salud durante el periodo del gobierno socialista, muchos de esos logros en realidad representan una convergencia de políticas preexistentes, más que un resultado específico de ese breve periodo. Con esto, gana plausibilidad la tesis de que la Unidad Popular no logró realmente realizar reformas de salud sustantivas sino, con mucho, mantener el flujo de fondos desde el extranjero y continuar implementando programas existentes y/o discontinuados. Uno de los más icónicos fue el de distribución de leche, la cual, pese a su posición en el imaginario, se vio dificultada debido a factores culturales.
Además de ello, la historiografía disponible, heroica y de sesgo masculino, tiende a dejar en un lugar secundario la figura de las mujeres tanto en la concepción como en la implementación de los programas relativos a la mujer y la familia. Entre esas mujeres figuran enfermeras, médicas, matronas, auxiliares y trabajadoras sociales, quienes encarnaron el espíritu de su época en la defensa de valores como el progreso social y, para ello, la producción de una mano de obra saludable. Con todo, el caso del programa “materno-infantil” de Chile entrega antecedentes sobre dos dimensiones jerárquicamente relacionadas -madre y niño- lo que permiten examinar en más detalle la intersección histórica entre educación sanitaria, salud pública y política cultural.