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Debates por la historia

versión On-line ISSN 2594-2956

Debates hist. vol.11 no.2 Chihuahua jul./dic. 2023  Epub 30-Oct-2023

https://doi.org/10.54167/debates-por-la-historia.v11i2.1150 

Artículos de investigación

Supresión del veto presidencial en la Constitución mexicana de 1857 ¿Centralización o equilibrio de poder?

The suppression of the presidential veto in the Mexican Constitution of 1857, a measure of equilibrium or of centralization of power?

Suppression du veto présidentiel dans la Constitution mexicaine de 1857 Centralisation ou équilibre du pouvoir?

Zniesienie prezydenckiego prawa veta w meksykańskiej Konstytucji z 1857 roku: Centralizacja czy równowaga władzy?

Jhovany Amastal Molina*  a
http://orcid.org/0000-0003-3386-5513

*Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (México). Correo electrónico: jhovanyam@outlook.com


Resumen

El establecimiento de los sistemas políticos suele estudiarse a partir de las relaciones entre los distintos poderes, dejando de lado el surgimiento y diversas condicionalidades de instrumentos como el veto, por lo que, en este ensayo se planteó como objetivo analizar los elementos que repercutieron en la supresión de dicha herramienta, en un periodo que sentó las bases jurídico normativas en futuras constituciones. Así, a lo largo del texto, se argumenta la supresión del veto como una herramienta de equilibrio de poder, dada la creciente alteridad en los procesos de toma de decisiones por parte del ejecutivo, así como el debilitamiento del sistema de contrapesos a partir de la supresión del Senado. En este orden, se hace uso de método descriptivo, así como de técnicas de análisis documental.

Palabras Clave: Conflictos legislativos; división de poderes; instituciones; siglo XIX

Abstract

The establishment of political systems is usually studied from the perspective of the relations among the different powers, leaving aside the emergence of instruments and diverse conditions such as the veto. Therefore, this work set out as its objective to analyze the elements that influenced the suppression of the veto instrument during a period in which the legal and normative bases of forthcoming constitutions were established. Moreover, this work contends that the suppression of veto was an instrument of power equilibrium, given the alterity in the decision making process of the executive power, as well as a way of weakening the counterbalance system from the suppression of the senate. Consequently, the descriptive method was used, as well as document analysis techniques.

Keywords: legislative conflicts; division of powers; institutions; XIX century

Résumé:

La mise en place des systèmes politiques est souvent envisagée à partir des relations entre les différents pouvoirs, sans tenir compte de l’émergence et des diverses conditions d’instruments tels que le veto, Par conséquent, dans cet essai, l’objectif était d’analyser les éléments qui ont eu une incidence sur la suppression de cet outil, dans une période qui a jeté les bases juridiques normatives dans les futures constitutions. Ainsi, tout au long du texte, on argumente de la suppression du veto comme outil d’équilibre des pouvoirs, étant donné l’altérité croissante des processus décisionnels de l’exécutif, ainsi que l’affaiblissement du système de contrepoids depuis la suppression du Sénat. Dans cet ordre, on utilise une méthode descriptive ainsi que des techniques d’analyse documentaire.

Mots-clés: Conflits législatifs; Division des pouvoirs; Institutions; XIXe siècle

Streszczenie:

Ustanawianie systemów politycznych zwykle jest badane poprzez analizę relacji między różnymi gałęziami władzy, pomijając powstanie i różne uwarunkowania narzędzi takich jak prawo weta. W tym eseju celem było zbadanie elementów, które wpłynęły na zniesienie tego narzędzia w okresie, który położył podwaliny pod przyszłe konstytucje. W trakcie tekstu argumentuje się, że zniesienie prawa veta było narzędziem równowagi władzy, ze względu na rosnącą odmienność w procesach podejmowania decyzji przez władzę wykonawczą oraz osłabienie systemu równowagi przez zniesienie Senatu. W tym celu wykorzystuje się metodę opisową oraz techniki analizy dokumentów.

Slowa kluczowe: Konflikty ustawodawcze; podział władzy; instytucje; XIX wiek

Introducción

La composición de los sistemas políticos se ha estudiado especialmente desde las Ciencias Sociales, a partir de una serie de interacciones institucionales que configuran el funcionamiento de los mismos. Bajo esta lógica, según documenta Arter (2006), ha surgido un conjunto de estudios que se enfocan en el entendimiento de las relaciones entre el poder Ejecutivo y Legislativo, enfocándose específicamente en el carácter estratégico de los procesos de toma de decisiones, por un lado, y en las condicionalidades que las propias estructuras organizacionales tienen en los diversos actos deliberativos, por el otro. Paradójicamente este desarrollo ha dejado de lado aspectos tangenciales como el uso de herramientas secundarias como el veto presidencial, por lo que “se han generado hipótesis intuitivas pero contradictorias sobre los efectos de algunas instituciones” (Pérez y Rodríguez, 2009, p. 694), e incluso, según argumenta McCarty (2009), ninguna de las explicaciones brinda “un adecuado desarrollo en el uso del veto” (p. 7).

De esta manera, el presente artículo plantea como objetivo analizar los elementos que llevaron a la supresión del veto presidencial en el siglo XIX, tomando como referencia los debates del Congreso Constituyente de 1856-1857, pues este es considerado como la pieza fundamental que ha dado pie a la estructuración del sistema político contemporáneo, al abordarse temas referentes tanto a la división técnica como jurídica de las instituciones políticas (Hernández, 1998; Valencia, 2006). Además de que, de acuerdo con Villegas (2001), en el mencionado congreso existió un intenso debate entre las distintas facciones políticas dado que “los gobiernos de las entidades designaron representantes de principios disímiles y aun antagónicos” (p. 55), cuya principal función se centró en “crear y limitar el poder político” (Cortez, 2009, p. 9), consecuentemente, el entendimiento de la configuración del veto puede fungir como un descriptor de las variaciones institucionales de distribución de poder en el periodo descrito.

Partiendo de ello, se argumenta que la supresión del veto se originó como una herramienta de equilibrio de poder, dada la creciente alteridad en los procesos de toma de decisiones por parte del ejecutivo, así como el debilitamiento del sistema de contrapesos a partir de la supresión del Senado. Bajo dicho argumento, el texto se divide en cuatro principales apartados. En el primero, se describe brevemente el origen del poder de veto; en el segundo, se identifica la evolución del entramado jurídico en la materia durante el periodo analizado; el tercero, por su parte, presenta los principales argumentos en torno a la configuración y posterior supresión del veto; finalmente, se presentan algunas reflexiones.

Contextualización del poder de veto

El origen del poder de veto legislativo puede rastrearse en la capacidad de los reyes europeos medievales de rechazar las propuestas, así como iniciativas planteadas por sus respectivos parlamentos. Su institucionalización, de acuerdo con Brandsma y Roederer (2022), comienza con el bicameralismo en Inglaterra. La legitimidad de este accionar, por su parte, se desprende de la corriente paternalista característica de la época, pues se consideraba que estos últimos eran los guardianes de la justicia y del bien común, por lo que su criterio se establecía por encima de los intereses particulares de los estamentos feudales (Bulmer, 2017). En su versión moderna, su sistematización procede a la Revolución Francesa (1776) y estadounidense (1789).

Más adelante, el debate giró en torno, tanto a la viabilidad como a las posibles limitantes funcionales del veto, así, por ejemplo, Thomas Jefferson y Thomas Paine buscaron abolirlo al considerarlo como un instrumento ligado a la monarquía. De manera similar, los republicanos radicales postulaban que la libertad se expresaba por medio del derecho del pueblo a ejercer el control sobre el gobierno, así como participar en él. En palabras más simples, el poder de veto se consideraba como una restricción peligrosa y arbitraria de la autoridad de los representantes. Alexander Hamilton y John Adams, en contraposición, lo interpretaron en términos de limitación de poder entre el pueblo y la protección de la propiedad privada, al enmarcarlo como una protección contra la tiranía de la mayoría (Bradley, 2021; Bulmer, 2017).

Desde esta perspectiva, el primer registro en la historia moderna de dicho instrumento se estipula en la constitución norteamericana de 1787, en la cual se le dota al representante del ejecutivo la facultad de intervenir en los procesos legislativos por medio de tres opciones: (1) consentimiento, confiriendo un perfeccionamiento al proceso en sí mismo; (2) no firmar las propuestas, fomentando una revisión y, por ende, realineamiento de intereses y; (3) vetarla, en donde se involucra la suspensión de la totalidad de la propuesta normativa (Melgar, 2016). De esta manera, la racionalidad subyacente del veto se entiende como un “control saludable sobre el cuerpo legislativo, calculado para proteger a la comunidad contra cualquier impulso hostil al bien público que puede influir en la mayoría de ese cuerpo” (Hamilton, 1788, p. 34).

Shugart (2001), en este orden, considera que el poder de veto denota un proceso configurativo de una serie de alianzas entre distintos sectores, tanto en contextos como espacios diferenciados, lo cual, beneficia la integración de los intereses cambiantes, por un lado, y la expansión de la propia participación de la población, por el otro. Sin embargo, tal y como Bulmer (2017) resalta, también puede fungir “como un instrumento contramayoritario, cuyo efecto directo es privilegiar el Statu Quo, dificultar la aprobación de las leyes y hacer más difícil el cambio social” (p. 7).

En este sentido, el poder de veto de manera general se puede entender como “la facultad que los jefes de Estado tienen para oponerse a una ley o decreto que el congreso le envía para su promulgación” (Lara, 2019, p. 4). Valenzuela (1997) sin embargo, aclara que, en realidad debe asumirse como “la facultad de impedir no de legislar”, por lo que su principal función es hacer “observaciones a los proyectos de ley o decreto para su promulgación” (p. 4), consecuentemente,

es una forma de colaboración entre los poderes legislativo y ejecutivo; a la vez es un medio de defensa a disposición del presidente de la República, un elemento para llevar ponderación en actos de naturaleza grave, como leyes y un instrumento en el juego de pesos y contrapesos que para establecer equilibrio entre dos poderes dispone la constitución (Arteaga, 2019, p. 315).

Por tanto, el veto suele enmarcar un valor técnico y uno axiológico. El primero demarca la coalición de órganos y actos, cuyas interconexiones forman una unidad de acción. El axiológico, por su parte, se vincula a la ideación y cumplimiento de un “valor” que refleja el mantenimiento de un Estado de Derecho garante de las libertades fundamentales de un conjunto social dado, por lo que mantiene características particulares que se desprenden “de la cadena de decisiones en que un actor o una instancia tienen la capacidad de bloquearlas o de exigir concesiones a cambio de consentimiento” (Valencia, 2006, p. 48). Siguiendo esta lógica, el veto encierra en sí mismo una serie de reglas, tanto formales como informales, que crean quién y en qué condiciones los bloqueos o modificaciones pueden llevarse a cabo.

El poder de veto en México: una breve aproximación histórica

El siglo XIX es considerado como el periodo histórico que sentó las bases distributivas de los distintos poderes del sistema político - específicamente a partir del Plan de Ayutla- que, basándose en las corrientes liberales de la época, demarcaron las funcionalidades del sistema de contrapesos demarcado a partir del poder ejecutivo, legislativo y judicial. Este hecho permite comprender la dinámica conflictiva y las atribuciones con las que surgen distintos grados de cooperación y conflicto (Melgar, 2016; Valencia, 2006).

De esta manera, el desarrollo constitucional de la época, más allá de responder a la linealidad u homogeneidad instaurativa, en realidad se encuentra enmarcada en una serie de cambios en donde, por ejemplo, la primera mitad del siglo se caracteriza por el establecimiento de congresos constituyentes, cuyos principales objetivos eran, en efecto, el diseño constitucional; mientras que en la segunda mitad se establecieron y, en determinadas ocasiones, se suprimieron ciertas instituciones como el Senado y, quizá uno de los instrumentos más polémicos, el poder de veto legislativo (Magar y Weldon, 2001; Sinkin, 1973). Esto deja entrever que la principal aportación política de este periodo no es simplemente la configuración de un sistema político en el sentido abstracto, sino también en la caracterización de las facultades delimitadoras del poder político-organizacional.

El veto en México consecuentemente no fue nuevo per se en la formación del sistema político, pues este se encontraba en la constitución política de la Monarquía española -considerada la base del desarrollo constitucional mexicano- promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812. En ella se establece en su artículo 144 que el rey podría negar cualquier acto legislativo, para lo cual, la devolución de la propuesta debía ser acompañada de las razones de la negación. Asimismo, del artículo 144 al 149 se estipulan ciertas condicionalidades de dicho acto, a decir: la existencia de una prerrogativa de treinta días para hacer uso de esta figura o, de lo contrario, se entendería como aprobada. Si se negara la sanción, se aclara, el tema no sería tratado hasta el siguiente año (Congreso de los Diputados, 2023).

En la Constitución de Apatzingán (1814), el uso del veto se ejercía tanto por el Supremo Gobierno como por el Supremo Tribunal de Justicia (art. 127) que, a diferencia de la constitución anterior, este debía ser proclamado en los primeros veinte días (art. 128). De la misma manera, en el artículo 129 se establece que las reflexiones negativas vertidas por los representantes serían examinadas, siguiendo los lineamientos legislativos normales, cuya procedencia sólo podría ejercerse por pluralidad absoluta de votos; en el escenario opuesto (art. 129), esta sería proclamada y sólo estaría sujeta a revisión por condicionalidades de opinión pública o experiencia (Cámara de Diputados, 2023).

A continuación, la Constitución de 1824, primer documento de la nación independiente, ponía sobre la mesa de debate la forma de gobierno vinculada ya no necesariamente a la monarquía o federalismo, sino más bien, sobre la correcta implementación del segundo sistema, es decir, de la distribución de los niveles de autoridad en los distintos estados. Por ejemplo, Fray Servando Teresa de Mier, en su discurso de impugnación, cuestionaba si “hay Federación en Alemania, la hay en Suiza, la hubo en Holanda, la hay en Estados Unidos de América, en cada parte ha sido diferente y aún puede haberla de otras maneras ¿Cuál será la que a nosotros convenga?” (citado en Paoli, 2016, p. 117).

Dentro de esta lógica, el poder de veto se establece en los artículos 55 y 56, en donde, por un lado, se asienta que, una vez que los proyecto fueron aprobados por mayoría absoluta en las dos cámaras, este sería enviado al presidente quien al no firmarlo, lo devolverá con las observaciones en un periodo de tiempo de 10 días a la cámara de origen; por otro lado, al activar este procedimiento, el tema sería discutido y si este es aprobado por dos terceras partes, volvería a ser enviada al ejecutivo, debiendo publicarla sin objeción (Museo de las Constituciones UNAM, 2023). De no cumplirse con dicho requisito, el tema no podría ser antepuesto en la agenda hasta el siguiente año.

La Tercera de las Leyes Constitucionales (1836), por su parte, también deja entrever nuevos requerimientos en el uso de esta figura pues, en primer lugar, el veto ya no sólo puede presentarse dentro de las relaciones ejecutivo-legislativo, sino también entre las Cámaras, pues establece que

Si la Cámara de Diputados, con dos terceras partes de los presentes, insistiere en el proyecto de ley o decreto devuelto por el Senado, ésta cámara, a quien volverá a segunda revisión, no lo podrá desaprobar sin el voto conforme de dos terceras partes de los senadores presentes (art. 33).

De esta forma, en su artículo 34 se postula que la revisión de los decretos ya no sólo podría sujetarse al ejecutivo, sino también en casos de “divergencia constitucional” al Supremo Poder Conservador.

En lo que respecta al procedimiento, se establece que el presidente podrá intervenir en la sanción de los decretos durante la primera revisión, teniendo como límite quince días útiles. Resalta, sin embargo, el artículo 36 en donde se esclarece que, si “el proyecto de ley o decreto hubiese sufrido en las Cámaras segunda revisión, y estuviere en el caso del artículo 33, puede el presidente de la República negarle la sanción sin necesidad de hacer observaciones”. Pese a ello, en su artículo 37 se considera que, una vez discutida una iniciativa por segunda ocasión y aprobada por dos terceras partes, esta deberá ser aceptada y promulgada por el presidente. Si existiera una persistencia de desacuerdo, el proyecto no podría ser discutido hasta la renovación de la mitad de la cámara de diputados (art. 38).

Los cambios más radicales, no obstante, se presentaron en la Constitución de 1857, pues no incorpora la figura del veto. Sólo en su artículo 71 se describen las fases del proceso legislativo de manera general y en la subsección seis y siete se establece que el ejecutivo podrá hacer determinadas observaciones durante las sesiones del congreso. De esta manera, de acuerdo con Villegas (2001), predomina una visión parlamentaria. Incluso en el artículo 71 se indica que en “el caso de urgencia notoria, calificada por el voto de dos tercios de los diputados presentes, el Congreso puede estrechar o dispensar los trámites establecidos en el artículo 70”. Lo cual, de acuerdo con Valencia (2006), obra bajo el principio de la soberanía del pueblo elegida por medio de los delegados, contraponiendo una visión en donde el Congreso representa la visión popular; mientras que el ejecutivo se vinculaba a la tiranía y despotismo.

El uso del veto en la paradoja de la distribución de poder

Los cambios en los marcos normativos indiscutiblemente responden a diversas problemáticas enmarcadas en las disputas políticas, por lo cual, desde la instauración se observan ciertos rasgos predominantes. Por ejemplo, la Constitución de 1824 se caracterizó por una tendencia monárquica, así como a la centralización del poder en la figura del poder ejecutivo, por lo cual los constituyentes que darían lugar a la constitución de 1836, se apegaron a la idea francesa de la supremacía del poder legislativo como el órgano rector de un esquema soberano Cosío, 2014; (Rivera, 2016).

No obstante, tal y como documenta Cortez (2009), la división de poderes “tuvo muchas deficiencias” lo que permitió que el poder legislativo pudiera “salirse de su órbita oscilando entre la anarquía y la dictadura” (p. 9), por lo que su influencia no sólo repercutió en esquemas administrativos relacionados a la distribución de gastos, la supresión de empleos y la determinación del valor de las monedas, sino que también, de acuerdo con Pantoja (2007), esta figura aprobó la imposición de Guerrero en 1829 y lo declaró incapacitado en 1831, lo cual, según se deduce, propició la legitimación del Golpe de Estado impulsado por Anastasio Bustamante.

Ante este contexto, la Constitución de 1836 tuvo como eje fundamental regular los anteriores desequilibrios, para lo cual crea la figura del Supremo Poder Conservador; considerado como una “fuerza moral” encargado de “arbitrar cualquier mal de las instituciones políticas”, es decir, consistía en una suerte de “oráculo social” (Cortez, 2009, p. 10). Sin embargo, dicha figura presentó, de igual manera, distintas contradicciones pues, en primer lugar, su inserción, más allá de regular, en realidad fragmentó el poder decisorio ya existente; en segundo, no se esclareció cuáles eran las limitantes de su papel y; en tercer lugar, al no existir una adecuada división entre los poderes restantes, su funcionalidad tendería a verse sesgada y por consecuencia objetada con facilidad.

De hecho, la proliferación de figuras regulatorias, en vez de crear un nuevo balance, en realidad denotó una serie de estancamientos, dado que en los diez años de la República restaurada, resalta Pantoja (2007), sólo se aprobaron dos leyes orgánicas: una sobre la libertad de prensa y otra sobre el juicio de amparo, quedando la constitución trunca e incluso numerosos e importantes aspectos quedaron sin regulación. Bajo esta lógica, comenzó a gestarse la necesidad de reformar a la constitución en puntos tangenciales como la reconfiguración del funcionamiento del veto y el carácter restrictivo que imponía su subordinación a dos tercios de aprobación de los representantes e -incluso- en la constitución del Congreso en sí mismo (Knapp, 1953).

Suspensión del poder de veto: ideas, intereses y conflictos

La constante interferencia, tanto del poder legislativo como ejecutivo, provocó un debate que puede rastrearse inicialmente en la sesión del 12 de junio de 1856 que, ante la suspensión del decreto por “recompensas por servicios prestados durante la guerra con los Estados Unidos”, el sr. Zarco, pidió que se formara una comisión para determinar si deben admitirse las objeciones del gobierno. El tema, si bien se había discutido en sesiones anteriores, en esta se debate específicamente la legalidad de las acciones desarrolladas, por lo que “si dejamos pasar desapercibida esta ocurrencia”, declaró Zarco, “estableceremos un precedente que coartará las atribuciones de esta asamblea y nos envolverá en mil dificultades”, llegando -incluso- “a nulificar completamente la acción del Congreso hasta la Constitución que demos podrá ser objetada”, concluyó (Zarco, 1956, pp. 1176-1177).

En esta sesión, sin embargo, el tema no tuvo una amplia repercusión pues tras una votación nominal, se obtuvieron 55 votos contra 36, pero como se necesitaban dos tercios, la propuesta no prosperó. No obstante, el 13 de junio, en una segunda votación, los ánimos parecían indicar una mayor relevancia del tema, pues la propuesta fue apoyada por 56 diputados, por lo que fue admitida, pero no aprobada, lo cual, según Zarco (1956), indicaba que “en la cuestión del veto, la mayoría está del lado de los buenos principios y que se comprende la esencia del sistema representativo”. Así, el 20 de junio, el ministro de Guerra, expuso que la supuesta suspensión no fue derivada de un acto deliberativo del ejecutivo, sino que la cuestión había sido examinada por parte de la comisión encargada, por lo que las observaciones hechas por este último no pretendían “calificar de injusto su acuerdo ni mucho menos hacer observaciones”, en este sentido, sus comentarios eran “más de carácter de declaración o advertencia” (Zarco, 1956, p. 1190).

A lo anterior se adicionan la defensa de García Granados y Guzmán, quienes anteponían que los hechos estaban en periodos que escapaban de la capacidad del Congreso en materia de revisión. García, bajo este argumento, explica incluso que de “ningún modo se refería a los despachos concedidos en 1847, sino simplemente a los que dio Santa-Anna” (Zarco, 1956, pp. 1192-1193). En contraposición, Mata explica que independientemente de la temporalidad, la facultad revisora tiene el carácter de fallo, por lo que no están sujetas a las observaciones del ejecutivo. El dictamen fue declarado sin lugar al votar 48 contra 42 y se acordó que la cuestión volviera a la comisión.

El 1 de julio la discusión continuó, la cual -de manera general- se resume en dos argumentos. El primero, se presenta por el sr. Siliceo, quien en congruencia con las observaciones de los representantes anteriores, consideraba que los mandatos de Santa-Anna eran en realidad una extensión de su facultad de observación y participación en los debates. El segundo, y quizá el más importante, tal y como lo mencionan los diputados Zarco y Vallarta, no es determinar si la acción es legítima en un sentido abstracto y aislado, sino más bien delimitar las condicionalidades de la coparticipación de los procesos decisorios entre el ejecutivo y legislativo. Bajo esta lógica, Barragán identifica un claro vacío en las proscripciones de la división del poder plasmada en el Plan de Ayutla y postula que el actual sistema es “un gobierno mixto”, por lo que “el congreso puede, de un modo económico, arreglar, en qué casos son de admitirse las observaciones y cómo deben de examinarse por segunda vez los proyectos” (1956, p. 1208). Así, se declaró haber lugar a la proposición económica que decidiera las mencionadas reglamentaciones aprobada por 65 votos contra 27.

Dentro de estos debates parlamentarios, sin embargo, destaca la sesión del 16 de junio de 1856, en la cual se propone, específicamente en el artículo 53, la institución de un congreso unicameral, ya que, de acuerdo con Arriaga, el Senado, más allá de representar una visión ilustrada y representativa de las distintas regiones se había convertido, en realidad, en “la oposición ciega y sistemática, la rémora incontrastable a todo progreso y a toda reforma” (citado en Primitivo, 2011, p. 7). En contraparte, Prieto, Olvera y Zarco consideraban a la institución no sólo como un órgano de representación regional, sino también como un medio de contrapeso, tanto para el poder legislativo como para el poder ejecutivo, es decir “un verdadero vínculo de unión y de igualdad”, así como “el equilibrio de todas las partes integrantes de la Federación” (Zarco, 1956, p. 485). Pese a dichos argumentos, el 10 de septiembre la propuesta es aprobada con una escasa mayoría de 44 contra 38.

En este sentido, tal y como el representante Mata hizo notar, la eliminación del senado significó: la pérdida del elemento democrático-representativo; la urgencia de un ente regulatorio en disputas; así como el embarazoso y tardío proceso propuesto para la legislación, siendo este último uno de los tópicos más sobresalientes de la sesión del 19 de octubre de 1856, en la cual, a propuesta del señor Villalobos, se aprueba por unanimidad el artículo 65, en donde se estipula que “El derecho de iniciar leyes le compete al presidente, a los diputados del Congreso Federal y a las legislaturas de los Estados” (Zarco, 1956, p. 118). Para ello, en el Proyecto de Constitución de 1856 se estipula el proceso legislativo de la siguiente manera:

  • 1. Dictamen de la comisión respectiva

  • 2. Tres discusiones

  • a. Cuando determine el presidente del Congreso.

  • b. Diez días después de concluida la primera.

  • c. La tercera se llevará a cabo una vez que el ejecutivo haya realizado observaciones en los 8 días siguientes al recibimiento inicial.

  • 3. Aprobación. Requiere de mayoría absoluta de los diputados presentes. Si la opinión del ejecutivo no es favorable, la cantidad requerida para su aprobación sería de tres cuartas partes (citado en Zarco, 1956, p. 330).

Aunado a ello, en el artículo 69 del mencionado proyecto de Constitución se propone que, si la diputación de algún estado solicita que una ley se vote por medio de las diputaciones, se deberá verificar bajo dicho mecanismo e -incluso- su aprobación deberá ser respaldada por los dos mecanismos descritos (Galeana, 2018). Para Zarco, este nuevo procedimiento refleja dos debilidades. La primera responde al voto por diputación, dado que este mecanismo no proyecta la representatividad factible de la población, ya que estados con un individuo -ejemplifica- podría tener la misma opinión de aquel compuesto por 300, lo cual significa la interferencia de estados en temas que no les corresponde. El segundo punto enfatiza tanto el tardío proceso legislativo como la preminencia del poder ejecutivo, pues la aprobación de las leyes no se suscitará “hasta después de conocida la opinión del gobierno”, lo que “tiene algo de humillante y establece el arte de ser ministerial sin equivocarse jamás” (Zarco, 1956, p. 681).

Bajo el mismo tema, Olvera enfatiza el desequilibrio de poder gestado tras la supresión del Senado, pues, según su lógica, dicha organización “conduce a que el Ejecutivo sea el que, de las leyes, contando con un tercio, y en contra de la mayoría de la asamblea” (Zarco, 1857, p. 680). Barrera, en un tono más contundente, explica que, más allá de la nueva reglamentación, “la expedición de las leyes es atribución del Congreso y en ella la influencia del gobierno no debe ser tan decisiva que nulifique la mayoría de la asamblea” (Zarco, 1956, pp. 682-683).

Ante esta coyuntura, el veto vuelve a establecerse en el centro del debate en la sesión del 20 de octubre y el 7 de noviembre de 1856. Reuniones cuyos puntos de vista giran en torno al grado de intervención del veto. Así, por ejemplo, se descarta el veto absoluto ya que, de acuerdo con representantes como Mata, Barrera, Olvera, Guzmán y Zarco, ello representaría una violación a la separación de poderes por razones expuestas en párrafos anteriores. Sin embargo, Zarco considera que pudiera hablarse de un veto suspensivo que, en teoría ya existía como un mecanismo observacional en los procesos deliberativos.

Villalobos, en contraparte, menciona que la inexistencia del veto para el ejecutivo generará una suerte de despotismo legislativo -vividos ya en años anteriores-, por lo que no habría remedio contra las leyes inconstitucionales que se expidan e incluso refutando argumentos vertidos sobre la supresión del Senado “no se debe fiar exclusivamente en las bondades de los hombres ni en sus virtudes republicanas, sino que es menester descansar en sólidas garantías” (1956, p. 772). Dicho argumento es rebatido por Olvera, Barrera y Mata, al esclarecer que el veto no refiere necesariamente al respeto a la constitución pues, esa función pertenecía al poder judicial, sino más bien a la “idoneidad” de las reglas, pues más allá de extremos contrarios, la división imperante engendra un sistema de conocimiento no sólo jurídico, por parte de los legisladores, sino también práctico que representa el ejecutivo.

Mata, en este escenario, esclarece que el veto es una práctica constitucional en muchas naciones, cuyos resultados paradójicamente han mostrado ser extremos al recaer tanto en dictaduras presidenciales como anarquías legislativas, vista como la parálisis de los procesos legislativos, lo cual resta efectividad en la creación de leyes y decretos frente a coyunturas extraordinarias. Asevera que este no debe verse como un principio constitucional per se, sino una serie de principios regulatorios. De esta manera, Guzmán, quizá apoyando indirectamente este razonamiento, consideró que la inserción del veto en la constitución ofrecería “gravísimos problemas en un país en donde es tan fácil herir susceptibilidades y en donde la imaginación obra más que la inteligencia, degenerando las diferencias políticas en cuestiones personales” (Zarco, 1956, p. 686). Por tanto, “el veto es malo cuando es despótico”, comenta Villalobos, “pero moderado y regularizado presenta muchas ventajas”, concluye (Zarco, 1956, p. 686).

Partiendo de esta lógica, Olvera y Zarco objetan ciertos procedimientos de implementación, específicamente refiriendo los “voto de dos tercios” dado que “resulta que una minoría ministerial o de oposición sistemática puede retardar las reformas y las medidas útiles y entorpecer la acción legislativa, que no será tan expedita como lo quisieran los partidarios de la cámara única” (Zarco, 1857). Por tanto, tal y como sentencia el sr. Guzmán “las dificultades nacen de la imposibilidad de llenar el hueco que el mecanismo constitucional deje tras la supresión del Senado, que acaso se acordó con precipitación y apasionadamente, y ruega a la comisión y al Congreso que reflexione sobre las consecuencias de esta reforma” (1956, p. 773).

En este orden de ideas, en la sesión del 25 de noviembre de 1856 se esclarecen puntos nodales referentes a la utilidad del Senado, lo cual sirvió, según resume Galeana (2018), en la denotación de las facultades regulativas que este último había tenido, por lo que, sin mayor preámbulo, se concluye la suspensión del artículo 67 y en el 66 se esclarece que el proceso legislativo contará con las observaciones del ejecutivo, cuyas reformas podrían aprobarse por medio de mayoría simple. Asimismo, se inscribe el artículo 68 estipulando que “En el caso de urgencia notoria, que será calificada por dos tercios de los diputados presentes, el Congreso podrá estrechar trámites establecidos en el artículo 66” (Galeana, 2018, p. 17).

El veto y la lógica del conflicto

Los debates anteriores demuestran, por un lado, el uso del veto como un instrumento secundario en la regulación de las relaciones entre el Congreso y el Ejecutivo, dado que más allá de tener un lugar predominante en la agenda, su discusión se planteó frente a cuestiones referentes a la legalidad de actos, así como a la supresión del Senado. Por el otro, se observa que, al menos en el periodo analizado, el veto no se encontró regularizado de forma específica, sino más bien se entendió como un proceso implícito en los procesos deliberativos del poder ejecutivo, mediante la coparticipación de ambos poderes en las diversas comisiones.

En este sentido, se infiere que el conflicto no se encuentra en la existencia o inexistencia jurídica del veto en sí, sino en la delimitación de quién y bajo qué condiciones debía existir; lo cual nos permite observar que no se desarrolló en realidad una coalición o bloque, sino más bien una serie de alianzas que se enmarcaron según la concepción de República democrática dirigida por el gobierno de la mayoría, por lo que la minoría no podría poseer un seguro o instrumento que se contrapusiera a este. Además, la regulación y - hasta cierto punto- vigilancia de las normativas estaría a cargo del Congreso, el cual no sólo fungió como una entidad constituyente, sino como un órgano legislativo, de ahí que los principales conflictos en torno al tipo de contrapeso entre estas dos entidades (Sinkin, 1973, p. 23).

Desde esta perspectiva, Sinkin (1973) considera que la falta de bloques es resultado de la “existencia de varias mayorías”, cuyas votaciones “son el reflejo de una configuración muy plural del congreso constituyente que refuerza la idea de que su carácter era más bien individualista” (p. 12). Desde esta perspectiva, por ejemplo, explica el autor “un moderado como Castañeda aparece con una tendencia radical, al igual que Ignacio Ramírez, un demócrata a ultranza.

Ponciano Arriaga aparece como moderado y Zarco y Mata con tendencia más conservadora, cuando los tres se reconocían a sí mismos como radicales” (Sinkin, 1973, p. 11). Distinciones que paradójicamente fueron desdibujadas, pues al deliberar sobre cuestiones relativas al balance de fuerzas entre las ramas del gobierno, votaron en su mayoría a favor del establecimiento y la acción de un poder legislativo cohesivo y vigoroso, y un ejecutivo débil (Cosío, 2014; Sinkin, 1973; Zarco, 1857).

Conclusiones

El establecimiento de los sistemas políticos suele estudiarse a partir de las relaciones entre los distintos poderes, dejando de lado, el surgimiento y diversas condicionalidades de instrumentos como el veto, por lo que en este ensayo se planteó como objetivo analizar los elementos que repercutieron en la supresión de dicha herramienta, en un periodo que sentó las bases jurídicas para posteriores arreglos constitucionales. Esto, en primer lugar, deja entrever que es un instrumento nodal-configurativo, es decir, puede estar presente en diversos marcos, sin embargo, las atribuciones y delimitaciones sobre quiénes y en qué condiciones diversos actores pueden usar dicha herramienta, por lo que su naturaleza, más allá de ser entendido como una definición, requiere necesariamente de su contextualización histórica y normativa.

Bajo esta lógica, en el contexto mexicano se observa la prevaleciente figura del veto, no obstante, su regulación, al menos en el periodo estudiado, se limita, por un lado, en el lapso de tiempo que tiene el ejecutivo para hacer revisiones y, en segundo lugar, en el impacto de esta última, es decir, en la mayor parte de las constituciones las revisiones presidenciales debieron realizarse durante los procesos de debate del propio legislativo, simulando un actor más de la Cámara y no como un sistema de contrapeso. Esta lógica responde a un escenario, en el cual se gestan una serie de movimientos centralistas por parte de los titulares de gobierno, tratando de suprimir el papel que los congresos habían establecido; hecho que se complementa con el liberalismo político de la época, donde prevalece la idea de la representación plural. El punto nodal, como se describió, se instituye en el Congreso de 1856, en donde, frente a diversas anomalías regulatorias, el veto se pone nuevamente en la agenda.

Específicamente, su configuración a traviesa por tres debates. En el primero se cuestiona la posible legalidad del rol del ejecutivo en referencia a las observaciones hechas al legislativo y, sobre todo, tanto la periodicidad como el peso mismo de sus objeciones. El segundo debate, se enmarca en una lógica macroestructural, es decir, deviene dentro de la agenda como parte del reordenamiento institucional que contrapone los intereses públicos sobre los gubernamentales, dando inicio al tercer y último debate, en el que se le conceptualiza como un esquema regulatorio. Lo interesante de dicha deliberación es su enmarcación en un proceso legislativo integrativo, dado que la opinión de los diversos diputados no difería de la existencia del veto en sí mismo, sino de la facultad participativa del ejecutivo dentro del proceso del legislativo, mismo que se integra en una fase de deliberación, permitiendo tomar en consideración lo que anteriormente en los debates denominaban conocimiento práctico y normativo.

Siguiendo esta lógica, no se registraron bloques o alianzas contrapuestas, sino más bien existió un reacomodamiento constante entre los diversos integrantes del congreso, ya que, de manera general, postulaban por la prevalencia del poder legislativo, al mismo tiempo que defendía al veto como un instrumento facultativo del ejecutivo para garantizar el equilibrio de poder, recordemos que durante este lapso el congreso compartía ciertas facultades administrativas que pertenecían en el sentido estricto al ejecutivo, incluso dicha racionalidad llevó a la postulación de un sistema mixto. En este sentido, se concluye que la supresión del veto se originó como una estrategia para el fortalecimiento del equilibrio de poder entre el legislativo y ejecutivo, a raíz de la supresión del Senado, así como de la constante supresión, suspensión o dilatación de las órdenes del ejecutivo por parte de las figuras presidenciales.

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Recibido: 25 de Enero de 2023; Aprobado: 09 de Junio de 2023; Publicado: 31 de Julio de 2023

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Es maestrante en Ciencias Políticas y Licenciado en Relaciones Internacionales con especialidad en Evaluación de Programas y Políticas Publicas por la BUAP. Entre sus publicaciones recientes se encuentran “¿A qué nos referimos con Gobierno Abierto? una reinterpretación a partir de su evolución histórica” (2022) y “De la integración a la gobernanza. Pilares normativos e institucionales de la cooperación energética entre Estados Unidos y México” (2022).

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