Introducción
A comienzos de marzo de 1940 la Unión Panamericana, con el respaldo de la editorial neoyorkina Farrar & Rinehart y la revista Reedbook Magazine, lanzó desde Washington D.C. la convocatoria para participar en un concurso latinoamericano de novela. El llamado se propagó rápidamente y acaparó la atención de escritores de todo el continente. En sus bases se señaló que la finalidad era premiar obras inéditas de autores de América Latina para después traducirlas al inglés y difundirlas entre el público estadounidense. Con la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo, la convocatoria estuvo impregnada de una clara intencionalidad política: fomentar entre lectores, editores y escritores los ideales y valores de unidad panamericana.
El objetivo general del presente trabajo es estudiar la organización del certamen. Una de las hipótesis a desarrollar es que la estructura del concurso estuvo diseñada para que éste fungiera como una suerte de eje articulador entre algunas de las principales redes intelectuales del hemisferio occidental.1 Si bien, el resultado final dependía de la decisión de un jurado internacional, la convocatoria y la selección de las obras en cada uno de los países fue delegada a los círculos literarios más representativos de la escena nacional, agrupados -dependiendo el caso- en torno a revistas, sociedades de escritores e instituciones.2 En el caso de las primeras, es significativa la participación de destacadas publicaciones como la argentina Nosotros, la mexicana Letras de México y el suplemento cultural del periódico venezolano El Universal, cuyas redacciones fungieron como convocantes en cada uno de sus países.3 El diseño del certamen estuvo inspirado en un modelo ideal del multilateralismo panamericano, en el que, independientemente de su tamaño, las relaciones entre países se debían construir a partir del respeto del principio de igualdad entre ellos.
La manera en la que se organizó el certamen persiguió dos propósitos. En primer lugar, aprovechar el capital social de los actores locales para que la convocatoria fuera lo más amplia posible y contara con legitimidad suficiente; en segundo, estrechar los vínculos entre los diversos círculos literarios de Latinoamérica, ponderando la existencia de valores culturales en común, en sintonía con los de Estados Unidos y contrarios a la amenaza extracontinental de las ideologías totalitarias. En este sentido, el concurso fue un instrumento de diplomacia cultural, con el que se buscó aminorar el antiimperialismo dominante en la escena intelectual-literaria de América Latina, adversa tradicionalmente al panamericanismo, en tanto identificaba en éste un proyecto de dominación promovido desde Estados Unidos.4
El análisis de los programas de cooperación cultural y de propaganda panamericana durante el conflicto bélico no es un tema nuevo en la historiografía de las relaciones interamericanas. No obstante, el caso de estudio tiene características que lo particularizan. La convocatoria del Concurso Literario Latinoamericano -nombre formal del certamen- fue diseñada y coordinada por una institución de carácter multilateral: la Unión Panamericana, órgano permanente en Washington D.C. de la Unión de las Repúblicas Americanas (1889-1948), asociación integrada por representantes de las 21 naciones independientes del continente, que antecedió a la actual Organización de Estados Americanos (OEA).5 Es decir, a diferencia de los esfuerzos dirigidos por la conocida Office of the Coordinator of Inter-American Affairs (OCIAA), encabezada por el magnate Nelson Rockefeller, no fue una iniciativa unilateral del gobierno norteamericano, sino que en ella participaron y se involucraron activamente representantes y funcionarios latinoamericanos.6
El concurso formó parte de una estrategia de cooperación cultural y promoción del panamericanismo que se desarrolló desde antes de la coyuntura bélica. En la década de 1930 la Unión Panamericana recibió la encomienda, por parte de las Conferencias Internacionales Americanas, de llevar a cabo acciones en favor de un programa de “Desarme Moral” que favoreciera la unidad y la paz en el continente. Si, por un lado, el certamen fue diseñado para involucrar a un amplio elenco de autores e intelectuales latinoamericanos, el público lector destinatario fue, primordialmente, el estadounidense. Se buscaba influir favorablemente en ciertos sectores de la opinión pública norteamericana acerca de la riqueza literaria de Latinoamérica con el fin de mejorar las percepciones sobre esta “otra” América.7
El artículo está dividido en tres secciones. En la primera se ofrece un panorama general sobre las labores de la Unión Panamericana para articular redes intelectuales con el fin de promover la cooperación y el desarme moral. En la segunda se analiza la organización de la primera edición del certamen panamericano; dada la magnitud de éste, el acento se pone en tres escenarios nodales del concurso: Washington D.C., Buenos Aires y la Ciudad de México. Finalmente, el tercer apartado analiza los alcances del certamen en términos políticos y organizativos. Hay que subrayar que un análisis de carácter propiamente literario sobre las novelas requiere otro tipo de estudio, por lo que en el presente trabajo el foco principal será la organización del concurso como tal, no las obras galardonas ni los concursantes.
La Unión Panamericana: el Desarme Moral y la articulación de redes
El cerebro detrás de la organización del Concurso Literario Latinoamericano fue la mexicana Concha Romero James, quien en 1935 se convirtió en jefa de la Oficina de Cooperación Intelectual (OCI) de la Unión Panamericana. El nombramiento de Romero antecedió unos meses al del también mexicano Pedro de Alba como subdirector de la propia Unión y fue reflejo de los esfuerzos por aumentar la representación de los países de Latinoamérica dentro del organismo, dominado tradicionalmente desde su creación por personal estadounidense.8 En los años 1930 otros latinoamericanos ocuparon puestos menores, como el chileno Francisco Aguilera o el también mexicano Ernesto Galarza, quien en la década de 1940 se convirtió en jefe de la Oficina de Trabajo e Información Social.
La política de la Buena Vecindad del gobierno de Roosevelt creó condiciones propicias para estas incorporaciones, pero también pesó la presión permanente de varias cancillerías de América Latina para que la Unión fuera un efectivo órgano multilateral. En el caso de México, este interés se expresó, particularmente, desde finales de la década de 1920, cuando la Secretaría de Relaciones Exteriores estuvo bajo la dirección de Genaro Estrada, pero tomó mayor fuerza en el sexenio de Lázaro Cárdenas (1934-1940). Los diplomáticos mexicanos consideraron que la Unión ofrecía posibilidades para promover en Estados Unidos y en América Latina una imagen favorable del país y para contrarrestar las críticas por las políticas sociales cardenistas. Aunque Romero, Galarza y de Alba eran funcionarios internacionales, para México su presencia en la Unión era una constatación de su compromiso por participar activamente e influir en los esfuerzos de cooperación continental.9
El puesto de Concha Romero era clave. La cooperación intelectual fue un tema de gran interés en el ámbito internacional durante el período de Entreguerras. Se le visualizó como un mecanismo de prevención de escenarios bélicos al fomentar una cultura de paz entre actores y círculos intelectuales, quienes, a su vez, debían fungir como propagadores de ésta hacia el resto de la sociedad.10 El nivel de atención sobre ese campo se agudizó frente a la creciente polarización global del período de Entreguerras. El crack financiero de 1929, el ascenso de las ideologías totalitarias y las heridas abiertas de la Primera Guerra Mundial fueron ingredientes que sazonaron un ambiente de tensión en ascenso; el preámbulo de la “Tormenta del Mundo”, como lo definió con gran tino Tulio Halperín Donghi.11
Desde su creación en 1929, la OCI tuvo como objetivo formal completar y acompañar en el hemisferio las labores que realizaba a nivel global el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, vinculado a la Sociedad de Naciones (SDN), con sede en Ginebra, Suiza.12 Aunque la colaboración entre ambas instancias fue constante, el órgano continental experimentó un desarrollo propio y hasta cierto punto fungió como una suerte de contrapeso en materia de cooperación cultural, resultado de la propia dinámica de la Unión Panamericana frente a la liga ginebrina. Hay que tener en cuenta que la principal potencia continental, Estados Unidos, nunca se integró a la SDN y que a lo largo de los años 1930 fue en aumento el número de países latinoamericanos que decidieron abandonarla; para 1938 sólo 11 naciones americanas mantenían su membresía ginebrina. Conforme la debilidad de la SDN se hacía manifiesta y la tensión mundial iba en aumento, la necesidad de desarrollar estrategias de carácter meramente hemisférico fue más evidente.13
En 1936, cuando Romero llevaba apenas unos meses en su nuevo cargo, se reunió en Buenos Aires la Conferencia Interamericana para la Consolidación de la Paz. Se trató de una convocatoria extraordinaria, distinta a las otras siete Conferencias Panamericanas celebradas desde 1889. El motivo central del encuentro fue buscar un mecanismo que armonizara los distintos instrumentos de mediación y arbitraje existentes hasta ese momento, con el propósito de garantizar la paz en el continente. La Guerra Civil en España, la invasión de Italia a Etiopía y las ansias expansionistas de Japón y Alemania, que habían abandonado la SDN en 1933, fueron hechos puntuales que marcaron la agenda panamericana. También influyó, de manera importante, el antecedente del conflicto de Leticia (1932-1933) en el que se enfrentaron Colombia y Perú, y la guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia que, aunque tenía avances en su proceso de paz, todavía estaba lejos de culminar.
La Conferencia reconoció al panamericanismo como “la unión moral de todas las Repúblicas Americanas, en la defensa de sus intereses comunes sobre la base de la más perfecta igualdad y recíproco respeto a sus derechos de autonomía, independencia y libre desenvolvimiento”.14 El cónclave, al que asistieron representantes de los 21 países miembros de la Unión, reivindicó cuatro principios jurídicos que definían lo que se denominó la “democracia solidaria interamericana”: a) Proscripción de las conquistas territoriales dentro del continente; b) la condena a la intervención de un Estado sobre otro; c) ilegalidad del cobro forzoso de obligaciones pecuniarias, y d) el arbitraje obligatorio como forma de dirimir los conflictos entre naciones americanas.
Se estableció, asimismo, un sistema de consultas, para activarse en caso de que alguna nación americana sufriera una agresión. De este modo, se pretendía fortificar las bases de una cortina hemisférica frente al ambiente hostil global. Los acuerdos colectivos tenían un valor geoestratégico para Estados Unidos y respondían también a los esfuerzos desplegados desde inicios de la década de 1920 por diversos actores y gobiernos latinoamericanos para establecer principios generales de derecho internacional que rigieran las relaciones interamericanas y pusieran límites al intervencionismo norteamericano, pero también al de otras potencias. Es decir, lo discutido y acordado en Buenos Aires era una reiteración de la construcción de un orden jurídico panamericano.15
Además de las anteriores, una de las preocupaciones centrales de la Conferencia fue la amenaza que representaba la propagación en América de doctrinas contrarias al “ideal panamericano”, entendido éste como la existencia armónica de una comunidad de naciones, que compartían valores como un sistema de gobierno republicano. Los focos rojos fueron puestos particularmente en la creciente influencia del fascismo, el nazismo y el comunismo en diversos puntos de la geografía continental. En ese tenor, se encargó a la Unión Panamericana llevar a cabo una serie de acciones que dieran forma a un programa de “Desarme Moral”. El concepto, que tuvo su origen en el pensamiento pacifista de la posguerra,16 fue definido en Buenos Aires como “el apaciguamiento de los espíritus en los pueblos de las Américas”.17
Entre otras, las encomiendas a la Unión consistieron en promover proyectos e iniciativas que facilitaran el intercambio de profesores y alumnos; la difusión del patrimonio artístico y el intercambio de creadores; la instauración de medios de propaganda -particularmente la radiodifusión- que fomentaran una cultura de paz; la coordinación entre Comisiones Nacionales de Cooperación Intelectual, y el desarrollo en general de estrategias culturales que tendieran a ponderar la hermandad entre las Américas. El peso de estas obligaciones recayó en la oficina coordinada por Romero, y fueron ratificadas y ampliadas tanto en la VIII Conferencia Internacional Americana, celebrada en Lima en 1938, como en las Reuniones Interamericanas de Ministros de Relaciones Exteriores de Panamá 1939, La Habana 1940 y Río de Janeiro 1942, éstas últimas ya teniendo como marco de fondo el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la intención era que la OIC se coordinara con los organismos de la SDN, conforme el escenario bélico se materializaba y expandía por Europa y el resto del orbe, las acciones a nivel panamericano afianzaron el rumbo propio.18
Desde que tomó las riendas de la OCI, de la que ya era subjefa desde 1933, Romero James tenía identificados los tres principales obstáculos a vencer. El primero era la desconfianza generalizada entre los círculos intelectuales de América Latina frente a los proyectos panamericanos, alimentada por los movimientos antimperialistas. En segundo, las rivalidades y los conflictos entre los propios latinoamericanos, que muchas veces eran un impedimento para consolidar programas de cooperación. En tercero, los proyectos culturales impulsados desde la Alemania Nazi, la Italia fascista y el Japón imperial para captar la simpatía de intelectuales, académicos y artistas de Latinoamérica.19
Una de las obsesiones del equipo coordinado por Romero James, en el que participaban varios latinoamericanos,20 fue establecer y estrechar vínculos con representantes de los grupos y círculos culturales más representativos de cada uno de los países del continente. La finalidad era que la Unión Panamericana ofreciera canales de intermediación cultural que permitieran construir lazos permanentes entre actores con peso simbólico en sus países, los cuales ayudaran a fomentar un ambiente de solidaridad. En palabras de la propia Romero:
En lo que a la aportación de los obreros intelectuales se refiere, ¿habéis pensado alguna vez que la amistad internacional está en razón directa de las amistades internacionales? De allí que todo contacto personal entre dirigentes y entre los que están en vías de convertirse en elementos conductores sea fundamental en toda obra que se base en la premisa de que la cooperación de esta índole es esencial para las buenas relaciones internacionales.21
Las estrategias desarrolladas desde la OIC fueron enfocadas a diversos sectores del campo intelectual y artístico.22 El ámbito literario, sin embargo, ocupó una posición privilegiada por tres motivos. En primer lugar, por la influencia que tenía en la vida y la opinión pública. Además del papel que desempeñaban en la prensa, un gran número de escritores tenía lazos con el poder político e incluso, en no pocos casos, ellos mismos ocupaban posiciones de relevancia en el sector público. Eran los casos de algunos de los personajes que participaron en el certamen como jurados en sus países. El uruguayo Emilio Frugoni, por ejemplo, fundó el Partido Socialista del Uruguay y tenía una larga trayectoria como parlamentario; a su vez, Rómulo Gallegos había fungido como diputado, como ministro de Instrucción Pública y en 1941 se lanzó por primera vez en busca de la presidencia de Venezuela, aunque sin éxito.
En segundo, la polarización respecto a la “tormenta ideológica” de los años 1930 se reproducía también en la escena literaria. Así se hizo evidente, por ejemplo, en un importante encuentro internacional de escritores celebrado en Buenos Aires unas semanas antes de la Conferencia Interamericana de 1936: el XIV Congreso Internacional de Pen Clubs. Como hizo notar Alfonso Reyes, en ese momento embajador de México en Argentina, aunque un grupo significativo de hombres y mujeres de letras tenía posiciones políticas de izquierda y prodemocráticas, era preocupante la simpatía por el fascismo de algunos círculos de literatos. Esta inclinación reflejaba un ambiente favorable que se cultivaba en diversos sectores sociales de Sudamérica, impulsado por las élites que detentaban el poder político y económico: “el fascismo europeo se va entonces, infiltrando, a modo de doctrina política, la más cómoda para defender el cinismo de la situación establecida”.23
En tercero, un interés genuino por estudiar y definir la llamada “literatura latinoamericana” o “iberoamericana”, más allá de los ámbitos nacionales. La esencia de la americanidad, y en particular de lo “latinoamericano”, sería motivo de grandes debates intelectuales durante esos años y los posteriores.24 Este punto era de vital importancia, en tanto denotaba el potencial para fomentar la colaboración y la cooperación entre actores y grupos de diversas latitudes sobre un tema en común. Así, por ejemplo, a partir de 1938 se celebraron cada bienio los Congresos Internacionales de Catedráticos de Literatura Iberoamericana, que agruparon a un número importante de especialistas y académicos de Europa y América. Desde la primera reunión, que se realizó en México en 1938 con el auspicio de la Universidad Nacional, se constituyó el Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana,25 que contó con un órgano de difusión: la revista Iberoamericana, cuyas páginas fueron caja de resonancia de la convocatoria del certamen de novela.
Con el propósito de estrechar vínculos con los diversos círculos literarios del continente, la oficina a cargo de Romero desarrolló varias estrategias que fueron una base importante para el diseño de la convocatoria del Concurso Literario Latinoamericano. La OCI se dio a la tarea de generar estudios recopilatorios sobre la bibliografía latinoamericana, identificando autores, editoriales y publicaciones periódicas, para establecer un panorama global de la escena literaria. La elaboración de estos trabajos permitió a Romero fortalecer relaciones y generar nuevas con diversos actores de América Latina, así como con universidades norteamericanas interesadas en el tema.26 La labor contempló también la compilación de materiales bibliográficos. A comienzos de 1940 la Biblioteca Colón de la Unión Panamericana resguardaba más de 90 mil volúmenes y era una de las más importantes en temas latinoamericanos a nivel mundial. La Biblioteca siguió incrementando su acervo gracias a las gestiones de Romero y su equipo.
Asimismo, la OCI dio continuidad y llevó a otro nivel diversos esfuerzos realizados con anterioridad por la Unión Panamericana. Desde comienzos de la década de 1920, el Boletín de la Unión, con gran circulación en el continente y editado en inglés, español y portugués desde finales del siglo XIX, dio cabida a importantes plumas latinoamericanas; esta presencia se extendió en los años 1930. Bajo la batuta de la Romero se dio un nuevo impulso a la labor editorial. Se creó la revista Correo, publicada en portugués como Correio y en inglés como Panorama entre 1936 y 1948.27 Ésta tenía por objetivo dar a conocer las actividades de los diversos actores, grupos, revistas e instituciones culturales del hemisferio, poniéndolos, además, en contacto entre ellos. En este sentido, su contenido consistía primordialmente en breves textos informativos. De acuerdo con Romero, las notas de Correo eran reproducidas por 40 publicaciones periódicas de Latinoamérica. La OCI promovió, además, la edición de la colección Puntos de Vista, en la que diversos autores abordaban temáticas relacionadas con la riqueza cultural de las Américas.
Un valor central para las labores de la OCI fue el propio capital social de su jefa. Concha Romero tejió a nivel personal una fuerte red de contactos y se convirtió en una importante promotora de artistas e intelectuales latinoamericanos en Estados Unidos. Pese a que su trayectoria ha sido poco estudiada por la historiografía, es un personaje presente en la correspondencia y los diarios de autores como Alfonso Reyes, Gabriela Mistral, Pedro Henríquez Ureña, Rafael Heliodo Valle, José Carlos Mariátegui, Eulalia Guzmán, entre otros. Nacida en Chihuahua, llegó a Estados Unidos durante la Revolución Mexicana. En la década de 1920 se graduó de la Universidad de Columbia y fue editora de la sección de mujeres de la revista La Nueva Democracia, dirigida por el intelectual Samuel G. Inman. Además de su desempeño como promotora, la propia Romero publicó reseñas y artículos sobre la literatura y el arte latinoamericano en diversos periódicos del continente. Romero fue una mediadora cultural, con importantes vínculos hacia la América Sajona y hacia la Latina.28 Ahora bien, ¿hasta qué punto su labor de articulación de redes arrojó resultados concretos? El Concurso Literario fue una prueba de fuego.
Radiografía de un concurso literario
El estallido de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939, tras la invasión de Alemania a Polonia, aceleró los trabajos de la Unión Panamericana por fortalecer los lazos entre los países del continente. La I Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores Americanos, celebrada en Panamá unas semanas después de la agresión nazi, fue la respuesta política inmediata a los sucesos que sacudían a Europa. De acuerdo con los convenios de Buenos Aires de 1936, el encuentro tuvo por finalidad, en esos primeros momentos, garantizar la neutralidad colectiva. De manera complementaria, en noviembre de ese año se organizó en Guatemala la I Reunión de Ministros de Hacienda de las Repúblicas Americanas con el objetivo de definir medidas colaborativas para amortiguar el impacto económico.
Estos esfuerzos no fueron únicos. A través de las distintas oficinas de la Unión Panamericana se gestionaron y organizaron reuniones que convocaron no sólo a diplomáticos y altos mandos gubernamentales, sino también a empresarios, académicos, activistas y representantes de todos los ámbitos de la sociedad civil. El panamericanismo se volvió un término omnipresente y la cooperación intelectual tuvo una atención particular. Así, por ejemplo, durante la primavera de 1940, precisamente el mismo período en el que se difundió la convocatoria del certamen literario, se celebraron reuniones como el Congreso Indigenista Interamericano y el VIII Congreso Científico Panamericano, auspiciadas por la Unión. 29
Aunque estos eventos ya estaban planeados con anterioridad a la guerra, el contexto les dio otra proyección. En el caso particular del Congreso Científico, que se llevó a cabo en Washington, el presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt, aprovechó la plataforma para enviar un mensaje político sobre la necesidad de que, de cara a la guerra que azotaba al mundo, las Américas permanecieran unidas.30 Es revelador que décadas antes, cuando buena parte del planeta padecía la Primera Guerra Mundial, otro presidente estadounidense, Woodrow Wilson, empleó ese mismo foro científico para hacer un pronunciamiento muy similar. En ambos momentos, la Unión Panamericana brindó un marco propicio para ponderar el hermanamiento entre los pueblos del continente. En ese horizonte contextual fue que se organizó la convocatoria para el Concurso Literario.
Diversas instituciones culturales llevaron a cabo certámenes interamericanos desde mediados de los años 1930 y durante el primer lustro de la década de 1940, en campos como la composición musical, el periodismo o el diseño de carteles por artistas gráficos. El recurrir al mecanismo de competición era una manera de incentivar el involucramiento de artistas y creadores, así como de descubrir nuevos talentos dispersos por el continente, particularmente en la geografía de América Latina. En todos los casos la convocatoria fue lanzada desde Estados Unidos con una finalidad expresa: ponderar la existencia de valores culturales en común y promover la unidad frente a la amenaza de la agresión exterior y la propagación de ideologías consideradas “ajenas” al continente americano.31
El Concurso de Literatura Latinoamericana de la Unión Panamericana, no obstante, tuvo un rasgo que lo distinguió: el diseño buscó el apoyo de grupos de intelectuales latinoamericanos en su organización, en colaboración con escritores y editoriales estadounidenses. Es decir, no se concibió como un certamen dirigido unilateralmente desde el norte hacia el sur del continente, sino en un sentido horizontal, constituido en dos niveles. Primer nivel: la convocatoria y la selección de las novelas que representaron a las 20 repúblicas americanas y a Puerto Rico se realizó por actores de la escena literaria doméstica de cada país. Segundo nivel: las obras elegidas competieron frente a un jurado internacional que otorgó el veredicto definitivo.
Pese a que implicó un mayor grado de complejidad al de una convocatoria directa, la idea de que se formaran 21 comités locales obedeció a tres motivos. En primer lugar, era acorde al ideal multilateral panamericano de una comunidad de naciones, en el que se respetara el principio de igualdad de cada país, independientemente de su tamaño.32 En segundo, la participación de los círculos locales era una vía empleada para ampliar el alcance de la convocatoria y en cierto modo legitimarla, superando la tradicional suspicacia frente a las iniciativas de cooperación panamericana, que por muchos sectores eran consideradas una máscara del imperialismo yanqui. En tercero, sumar a un comité puertorriqueño fue, por una parte, una manera de reconocer la existencia de un movimiento nacionalista en la isla, que reivindicaba sus raíces y su lengua, y por la otra, de ponderar la existencia de una América Latina con vínculos culturales más allá de las fronteras nacionales. La condición colonial de Puerto Rico fue un tema polémico que rondó las Conferencias Panamericanas, de manera particular la de Buenos Aires 1936.33
El jurado internacional tenía una doble funcionalidad: ofrecer la certeza de imparcialidad e incorporar a Estados Unidos para que el concurso tuviera un verdadero sentido panamericano. La selección de sus integrantes fue cuidadosa. La figura más representativa fue la del novelista estadounidense John Dos Passos, que brindó un alto nivel de legitimidad al certamen. En esos momentos Dos Passos, hijo de inmigrantes portugueses, era ya un narrador de prestigio mundial, con varias obras traducidas al español. Como destacó la redacción de Nosotros, era “…una de las figuras más interesantes de la novela norteamericana…ampliamente conocido de todos los lectores cultos argentinos”.34 Dos Passos era reconocido, además, por sus posiciones políticas progresistas y por ser un conocedor de América Latina, lo que ayudaba a equilibrar su imagen frente al tradicional pensamiento antimperialista latinoamericano. Para el estadounidense la literatura tenía una responsabilidad social que aumentaba en el contexto de la guerra. Así lo dejó en claro en una reunión internacional de escritores de 1941: “authors should be citizens first and writers second”.35
El segundo miembro del jurado fue el escritor chileno Ernesto Montenegro, con gran autoridad moral entre los círculos literarios de Hispanoamérica y de Estados Unidos. Además de colaborar en varios suplementos culturales de periódicos, entre ellos The New York Times, El Mercurio, La Nación, Excélsior y El Universal de Venezuela, Montenegro impartía conferencias en diversas universidades estadounidenses sobre literatura latinoamericana, becado por la Fundación Carnegie. En este sentido, su función en el jurado era la de fungir como una suerte de engranaje simbólico entre las dos Américas, la latina y la Sajona. Aparte de ser un autor reconocido, Montenegro se ganaba la vida como traductor.36
La tercera personalidad en integrar el jurado internacional fue la novelista estadounidense Blair Niles. Se trataba de una estudiosa de la realidad de los pueblos indígenas y afrodescendientes de diversas regiones de América Latina. Su inclusión, además, buscó motivar la participación de escritoras latinoamericanas y visibilizar, en general, la labor de mujeres en el campo intelectual. Como se adelantó, Concha Romero estuvo vinculada al movimiento feminista y fue una promotora muy comprometida de escritoras y autoras latinoamericanas, una preocupación que compartió de manera particular con la chilena Gabriela Mistral, con la que cultivó una amistad que se prolongó por varias décadas. Su interés motivó que otras dos mujeres encabezaran jurados locales del Concurso: Margot Arce el de Puerto Rico y Abigail Mejía el de República Dominicana.37
La colaboración de la editorial neoyorkina Farrar & Rinehart y de la revista Reedbook Magazine fue, a su vez, un elemento central. Por una parte, denotaba el interés de ciertos sectores de la escena literaria norteamericana por conocer y vincularse con los narradores del sur del continente. Por la otra, validó la seriedad del certamen y fue un incentivo trascendental, tanto por el compromiso de publicar la novela ganadora, como por el premio ofrecido: 2 mil 500 dólares, cantidad que aumentaba de acuerdo con el pago de regalías por ejemplares comercializados; un monto significativo para la época. 38
El premio no era un acto de generosidad panamericana, sino una apuesta comercial seria y calculada. Existía un potencial mercado de lectores norteamericanos interesados en América Latina. Una muestra de ello era el ámbito universitario. Al iniciar la década de 1940, 381 instituciones y universidades de educación superior ofertaban 981 cursos de temáticas latinoamericanas en Estados Unidos; una quinta parte de esos cursos eran sobre literatura. El universo contemplaba un total de 729 profesores y de 17 mil alumnos.39 Como ha destacado Ricardo Salvatore, durante la etapa de apogeo del panamericanismo (1889-1940) existió un genuino interés en diversos círculos intelectuales y empresariales estadounidenses por acopiar material bibliográfico sobre Latinoamérica. Si bien, buena parte se enfocó a formar colecciones con libros antiguos y/o raros, reportes estadísticos e informes de gobierno, también fue extensivo a la literatura contemporánea.40 Precisamente Farrar & Rinehart habían traducido para el mercado anglosajón obras como Martín Fierro y Don Segundo Sombra.
El alcance de las posibilidades lo confirmó la editorial Nicholson and Watson, que añadió 500 dólares al premio original para asegurar los derechos de publicación en el Imperio Británico y la Europa Continental. Farrar & Rinehart, que se reservó la comercialización de las obras en Canadá a través de su filial en Toronto, apostó porque el concurso generaría interés en América Latina y que, por tanto, podría explotar también ese mercado, estableciendo alianzas y/o vendiendo los derechos a editoriales de la región. Es decir, más allá de la colaboración con la Unión Panamericana, dado el contexto internacional, el concurso fue diseñado pensando también en su rentabilidad.
La convocatoria especificó que sólo se aceptarían originales de novelas inéditas, cuyos derechos fueran de propiedad exclusiva del autor, precisamente con el fin de garantizar que los beneficios de la distribución recayeran en los autores ganadores y en las editoriales organizadoras. No se impuso restricción alguna al tema de la novela, pero sí se puntualizó que ésta tenía que tener una extensión mínima de 50 mil palabras y ser presentada por escritores latinoamericanos que residieran en cualquier nación de América Latina, aunque no fuera la de nacimiento, y que el texto debía estar escrito en el idioma del país en el que viviera. De este modo, se pretendió que las obras fueran efectivamente representativas de las escenas literarias locales.
¿Cuál fue la respuesta a la convocatoria? ¿De qué manera se involucraron los círculos latinoamericanos? El certamen fue un proyecto sumamente ambicioso, que puso a prueba los alcances de las relaciones tejidas por la OCI durante los años previos. Por una parte, la organización fluyó de manera más eficaz en aquellos sitios en los que existían círculos literarios de relevancia, con proyección hacia el interior y el exterior del país. Por la otra, en aquellas zonas que carecían de una élite cultural cohesionada y con capacidad de movilización, la dinámica fue distinta, aunque también operó el plan diseñado por Romero y su equipo de involucrar a actores locales en la organización.
En el primero de los casos, lo que se hizo desde la OCI fue aprovechar las redes culturales que existían en torno a revistas y organizaciones consolidadas; en cierto sentido, el Concurso se montó sobre ellas, es decir, la difusión del certamen y la participación en el mismo fue articulada a partir de esos núcleos. Así ocurrió, por ejemplo, en México, Venezuela y Argentina con las publicaciones Letras de México, El Universal y Nosotros, o en Ecuador, Costa Rica y Chile con el Grupo América, la Asociación de Escritores y Artistas, y la Sociedad de Escritores de Chile, respectivamente.
En otros países que carecían de grupos cohesionados, pero contaban con incipientes instituciones culturales, la convocatoria se hizo a través de ellas: por ejemplo, la Biblioteca Nacional de Guatemala o la Universidad Nacional de Panamá. Los casos más complicados fueron en donde se carecía de grupos e instituciones con proyección interna y externa. Al emitirse la convocatoria general no existían comités locales en cinco sitios: El Salvador, Haití, Honduras, Paraguay y Puerto Rico. Pese a las dificultades iníciales en estos últimos casos se pudieron establecer jurados y la competición se celebró simultáneamente en los 21 escenarios contemplados, en un tiempo relativamente corto.
El anuncio del Primer Concurso de Literatura Latinoamericana se realizó en marzo de 1940; la fecha límite para el cierre de las convocatorias domésticas o locales se programó originalmente para septiembre de ese año, aunque se aplazó hasta noviembre. Los veredictos de los jurados nacionales fueron emitidos entre diciembre y enero, y el de los internacionales fue anunciado a principios de marzo de 1941, es decir, un año exacto después de que se lanzara la convocatoria. Sin temor a equivocarnos, y tomando en cuenta la magnitud del concurso, podemos afirmar que fue un éxito: participaron 300 novelas a nivel continental.
El involucramiento de los círculos literarios locales fue determinante para el alcance de la convocatoria y para la legitimidad de la misma. Se procuró que cada uno de los jurados nacionales fuera encabezado por figuras relevantes de la escena cultural local y de renombre internacional, como el venezolano Rómulo Gallegos, el mexicano Alfonso Reyes, el argentino Roberto F. Giuisti y el costarricense Joaquín García Monge, editor de Repertorio Americano, una de las revistas más importantes de la intelectualidad latinoamericana.
En su reseña general del Concurso, Correo identificó, además de los mencionados, a los jueces más destacados de cada certamen nacional. Bolivia: Gustavo Adolfo Otero; Brasil: Alceu Amoroso Lima; Colombia: Eduardo Carranza; Cuba: Fernando Ortiz; Chile: Rubén Azócar; Ecuador: Benjamín Carrión; El Salvador: Julio César Escobar; Guatemala: David Vela; Haití: Daniel Apollon; Honduras: Marco Batres; Nicaragua: Edelberto Torres Espinoza; Panamá: J.D. Moscote; Paraguay: Arsenio López Decoud; Perú: José Gálvez; Puerto Rico: Margot Arce; República Dominicana: Abigail Mejía, y Uruguay: Emilio Frugoni. En el grupo había escritores, educadores, críticos y promotores de actividades culturales.41(Ver Tabla 1)
Argentina | Revista Nosotros |
Bolivia | Comisión Nacional de Cooperación Intelectual |
Brasil | Academia Brasileña de Letras |
Colombia | Biblioteca Nacional |
Costa Rica | Asociación de Escritores y Artistas |
Cuba | Institución Hispano-cubana de cultura |
Chile | Sociedad de Escritores de Chile |
Ecuador | Grupo América |
El Salvador | Biblioteca Nacional |
Guatemala | Biblioteca Nacional |
Haití | Société d’Etudes Scientifiques |
Honduras | Biblioteca y Archivos Nacionales |
México | Letras de México |
Nicaragua | Asociación de Escritores y Artistas Americanos. |
Panamá | Universidad de Panamá, órgano de la Universidad Nacional. |
Paraguay | Ateneo Paraguayo |
Perú | Asociación de Escritores, Artistas e intelectuales, y La Ínsula |
Puerto Rico | Ateneo Puertorriqueño |
Dominicana | Ateneo Dominicano |
Uruguay | Alianza Democrática de Trabajadores e Intelectuales |
Venezuela | Suplemento literario de El Universal |
Fuente: “El Concurso de Novelas llega a su fase final”, Correo, número 21-22, marzo de 1941, pp. 29-30.
¿Cómo funcionó la dinámica de la convocatoria a nivel doméstico? Si bien cada caso nacional merece un estudio particular, un breve repaso sobre la organización del certamen en México y en Argentina nos ofrece una ventana para tratar de establecer un marco de referencia analítica para el resto. Sus capitales, Ciudad de México y Buenos Aires, fungieron durante la época como los principales epicentros de la cultura hispanoamericana, muy por encima de Madrid, cuya vida literaria se eclipsó por el franquismo. En estos casos la convocatoria recayó en dos revistas literarias: Letras de México y Nosotros.
Ambas formaban parte de una suerte de red de revistas culturales que circulaban en el continente, entre las que se incluían Repertorio Americano, el suplemento cultural de El Universal de Caracas, Iberoamericana, La Nueva Democracia, Correo y el propio Boletín de la Unión Panamericana, entre otras. En estas publicaciones es común encontrar reseñas o notas informativas que hacen referencia a los contenidos de las otras. La interacción incluyó la correspondencia entre los editores y el intercambio de ejemplares y de libros. En este sentido, como adelantamos, lo que hizo la OIC y Concha Romero fue aprovechar estos lazos para la organización del certamen.
Editada por Octavio G. Barreda desde 1937, Letras de México era para la época la publicación de mayor prestigio y constancia en el país.42 En torno a ella se articuló una importante red que cumplía uno de los requisitos ideales en el diseño de la OCI: tenía proyección hacia el exterior y una fuerte legitimidad hacia el interior de la escena literaria nacional. Entre los colaboradores más frecuentes había una mezcla entre eminentes plumas y jóvenes promesas, como Emilio Abreu, Alí Chumacero, Rafael Heliodoro Valle, Leopoldo Zea, José Luis Martínez y Octavio Paz, entre otros.
La figura principal asociada a la revista y que fungía como centro de gravedad en el campo cultural mexicano era la de Alfonso Reyes. Ex embajador en Argentina y Brasil, en esos momentos presidía El Colegio de México, sucesor de la Casa de España, en la que se acogió a buena parte de los intelectuales españoles que llegaron con el exilio republicano. Tanto a nivel institucional, como personal, Concha Romero James mantuvo una buena relación con Reyes y con el núcleo vinculado a Letras de México, por lo que fue uno de esos casos en los que la convocatoria fluyó de manera natural.43 El jurado quedó integrado por Reyes, Barreda, Genaro Fernández MacGregor, Alfonso Teja Zabre y Julio Jiménez Rueda.
Pese a una vocación en muchos sentidos universalista, lo cierto es que las páginas de Letras de México dieron luz a amplísimos debates sobre la esencia de la americanidad y en particular sobre la literatura latino o iberoamericana. De ahí que el concurso fuera acogido con interés y simpatía. Tanto los jueces como la publicación asumieron la organización del certamen como propio, al grado de incorporar una innovación: independientemente del resultado internacional, el autor de la novela a nivel local, así como el segundo y tercer lugar, serían reconocidos por el gobierno mexicano. Se instituyó así, gracias a un acuerdo de la Secretaría de Educación Pública (SEP), el Premio Nacional de Literatura, con una bolsa total de 10 mil pesos: 5 mil para el primer lugar, tres mil para el segundo y dos mil para el tercero.44 Fue una manera de “nacionalizar” plenamente el premio panamericano.
La participación de novelistas fue muy importante, reflejo del alcance de la red de Letras de México y de su legitimidad hacia el interior de la escena literaria: se inscribieron 34 obras, aproximadamente 10 por ciento del total que concursó a nivel Latinoamérica. La convocatoria no sólo se concentró en los grupos culturales de la Ciudad de México, sino que procuró tener una verdadera proyección nacional. Así, por ejemplo, El Informador, periódico editado en Guadalajara, Jalisco, segunda ciudad en importancia del país, dio cuenta puntual del certamen. Esta atención fue consecuencia, evidentemente, de la relevancia de la figura de Reyes, pero también de los esfuerzos de la propia Unión Panamericana por dar a conocer sus actividades lo más amplio posible en el continente. El Informador publicaba constantemente artículos de los boletines que enviaba la Unión a redacciones de Estados Unidos y América Latina.45
El primer lugar lo obtuvo Miguel Ángel Menéndez con Nayar; el segundo, Gregorio López y Fuentes con A los cuatro vientos, mientras que En la Rosa de los Vientos, de José Mancisidor obtuvo el tercer sitio. Para Menéndez, quien había publicado previamente un par de libros periodísticos y de poesía, se trató de su primera novela. López y Mancisidor, en cambio, ya eran novelistas reconocidos. En opinión del jurado, cuya acta fue publicada en diciembre por Letras de México, destacaron, además, obras de José Revueltas, José Guadalupe de Anda, José María Benítez, Aurelio Robles Castillo, Martín Gómez Palacio, Rafael de la Cerca y las escritoras Magdalena Mondragón y Asunción Izquierdo Albiñana.46
En Argentina la organización de la etapa nacional del concurso de novelas estuvo a cargo de la revista Nosotros. Fundada en 1907, era la decana de las publicaciones culturales latinoamericanas; incluso antecedía a Repertorio Americano, instituida en 1919. Su relevancia, sin embargo, no radicaba en su antigüedad, sino en su influencia en la vida política y cultural del país sudamericano. Desde sus inicios la revista se montó sobre dos pilares: Alfredo Bianchi y Roberto F. Giuisti, sus fundadores. Sin embargo, para la década de 1940 era el segundo quien fungía como eje toral; el primero, gravemente enfermo, murió en esos años. Escritor y crítico literario, Giusti era también un actor político; participó en la creación del Partido Socialista Independiente y fungió en dos ocasiones como diputado nacional.
Giusti logró construir una red de contactos al interior y al exterior de Argentina, que hizo de Nosotros un referente esencial de las letras en español. Al estar instalada en Buenos Aires, una de las capitales culturales del continente, sus páginas dieron cabida a reseñas sobre buena parte de la literatura que se producía no sólo en América, sino también de Europa. Si bien, al igual que Letras de México procuró una orientación universalista, un tema central de debate y de análisis en muchos de sus artículos fue sobre la existencia de una literatura a la que se pudiera identificar como hispano o latinoamericana. Sin embargo, su involucramiento en el concurso de la Unión Panamericana se dio en un contexto distinto al mexicano.
Tradicionalmente los gobiernos de Argentina mantuvieron una actitud crítica hacia las iniciativas de cooperación continental, incluso de las que se circunscribían al ámbito cultural. Caso contrario al de México que, pese al nacionalismo de los regímenes de la Posrevolución, se volvió sede de dos institutos: el Panamericano de Geografía e Historia, fundado en 1929, y el Indigenista Interamericano, creado precisamente en 1940 bajo los auspicios de la administración de Lázaro Cárdenas.
Durante la década de 1930, las delegaciones de Argentina en las Conferencias Panamericanas se opusieron sistemáticamente a que los acuerdos para garantizar la paz a nivel continental implicaran grandes compromisos. Incluso, en más de una ocasión amagaron con no suscribir documento alguno. La posición no se modificó con el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Pese a los cambios en el poder se mantuvo la línea oficial argentina de aversión al panamericanismo.
En este sentido, es interesante la participación entusiasta de Nosotros en el certamen de novela, dada su relevancia en la escena cultural nacional e internacional. La publicación difundió intensamente la convocatoria haciendo hincapié en la proyección que tendría el autor galardonado, en el jugoso premio e, incluso, en del deber “patriótico” de mostrar la valía de las letras nacionales: “…tan ingente recompensa y tal promesa de difusión continental debe alentar a los mejores escritores argentinos, aun a los más ilustres, también por razones patrióticas, a competir con sus colegas de América en este certamen extraordinario”.47 Además, con el fin de que la participación fuera lo más amplia posible, plantearon ante la Unión Panamericana la posibilidad de que se inscribieran obras de autores naturalizados. La respuesta fue que podían hacerlo, siempre y cuando tuvieran un período largo de residencia en el país.
Si bien su foco principal de atención fue la literatura, Nosotros fue también una revista de política. Trabajos como los de Lida han destacado las polémicas en las páginas de la publicación durante la Gran Guerra y ante el estallido de la Revolución Rusa.48 En el contexto de la Segunda Guerra Mundial la inclinación de la línea editorial, marcada particularmente por Giuisti, fue hacia el antifascismo y en favor de los aliados. Respecto al panamericanismo, Nosotros abrió espacios para la crítica a la postura de su gobierno y en favor de la cooperación continental. Así lo dejó plasmado, por ejemplo, Francisco P. Laplaza en un artículo en el que analizó los resultados de la II Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores de las Repúblicas Americanas, celebrada en el verano de 1940:
Ante la coyuntura, los ideales americanos, que defenderemos a todo trance, nos vuelven a unir en contra de Europa, si es que lo europeo significa hoy la destrucción, la negación de esos ideales. Porque América no es la guerra, sino la paz. No es la conquista por las armas, sino la revolución contra los conquistadores. No es el aniquilamiento del hombre -reducido a cosa o utilizado como medio- sino su enaltecimiento a la condición de persona.49
De este modo, el involucramiento activo en la convocatoria de la Unión Panamericana fue congruente con esa visión, aunque coincidió con un momento crítico para la revista. A consecuencia de la crisis económica generada por la coyuntura bélica, Nosotros suspendió su publicación durante un período de 10 meses: entre septiembre de 1940 y junio de 1941, precisamente la etapa nodal del certamen.50 Este vacío provoca que no se conozcan todos los detalles de la organización, pero lo cierto es que, pese a todas las dificultades, la redacción logró sacar la convocatoria adelante.
Los círculos literarios argentinos tenían una larga trayectoria en la celebración de concursos; prueba de ello es que, mientras en México el Premio Nacional de Literatura se instauró como tal en 1940, el de Argentina se venía otorgando en distintas categorías por lo menos desde tres décadas antes. El jurado quedó integrado por Roberto F. Giuisti, el poeta Rafael Alberto Arrieta y ni más ni menos que Jorge Luis Borges. La obra galardonada fue la novela Skhystos de Silverio Boj, seudónimo que empleaba Walter Guido Wéyland; dicha obra se publicó ese mismo año bajo el título de Áspero Intermedio por la editorial Lozada, con la que, por cierto, Alfonso Reyes mantenía una estrecha colaboración.
Nayar y Áspero Intermedio compitieron con otras 23 novelas ante el jurado internacional, toda vez que en la convocatoria la Unión incluyó dos prerrogativas. La primera: en caso de que así lo acordaran los miembros de los jurados nacionales, podían ser dos las novelas que representaran a un país a nivel continental. El derecho fue aprovechado por los comités de Costa Rica, Paraguay, Chile y Venezuela, de ahí que fueran 25 las obras en concurso, aunque la de Uruguay llegó fuera de tiempo y no pudo ser leída por el tribunal internacional. La segunda: los jurados locales tenían la posibilidad de postular a un escritor latinoamericano con una nacionalidad distinta a la del país convocante. El comité chileno hizo valer también ese derecho y nominó una obra del escritor peruano Ciro Alegría, en el exilio al momento de realizarse la convocatoria por su militancia en la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) y su participación en la frustrada revolución de 1932.
El veredicto del jurado internacional fue anunciado a comienzos de marzo de 1941 y la noticia se difundió de manera inmediata, a través de los cables de la Associated Press, por todo el continente. La novela de Alegría, El mundo es ancho y ajeno, fue precisamente la galardonada. La obra se centra en la vida de una comunidad indígena situada en los Andes. (Ver Tabla 2) El jurado concedió, además, tres menciones honoríficas, una de ellas al mexicano Menéndez. Las otras dos fueron para el ecuatoriano Enrique Gil Gilbert por Nuestro Pan y para el brasileño Cecilio J. Carneiro por A Fogueira. Farrar & Rinehart se comprometió, desde un inicio, a publicar las cuatro novelas. La entrega formal de los galardones se programó en una de las fechas más simbólicas del panamericanismo: el 14 de abril de 1941, Día de las Américas.
Argentina: Silverio Boj | Ecuador: Enrique Gil Gilbert | Haití: Alphonse Henríquez |
Bolivia: Augusto Céspedes | El Salvador: Miguel Ángel Espino | Panamá: Julio Sosa |
Brasil: Cecilio J. Carneiro | Guatemala: Kayón (pseudónimo) | Paraguay: José S. Villareho y Telma Leares (pseudónimo) |
Colombia: J. A. Osorio Lizarazo | Haití: Alphonse Henríquez | Perú: Peruanísimo (pseudónimo) |
Costa Rica: Yolanda Oreamuno y Fabián Dobles | Honduras: Gastón Lahire (pseudónimo) | República Dominicana: Naís H. López-Penha |
Cuba: Luis Felipe Rodríguez | México: Miguel Ángel Menéndez | Venezuela: Alejandro García Maldonado y Antonio Arráiz |
Chile: Demófilo (seudónimo) y Ciro Alegría | Nicaragua: Hernán Robleto | Uruguay: Juan Carlos Onetti51 |
Fuente: “El Concurso de Novelas llega a su fase final”, Correo, número 21-22, marzo de 1941, pp. 29-30.
Narrativa “panamericana”, entre la política y la búsqueda de un canon
¿Cómo medir los alcances y el impacto del Concurso Literario Latinoamericano? Para hacerlo, hemos considerado tres líneas de análisis que desarrollaremos brevemente. En primer lugar, los resultados en términos políticos, es decir, en la promoción de valores culturales favorables a ponderar la unidad hemisférica en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, propósito inicial del certamen. En segundo, los resultados en términos organizativos; el éxito del modelo que se implementó para desarrollar la convocatoria y los alcances de las obras galardonadas en el mercado editorial. En tercero, el impacto en términos de la narrativa latinoamericana. Si bien, este último tópico trasciende el objetivo del presente artículo, el material estudiando permite que desarrollemos una pequeña reflexión al respecto, a modo de cierre.
El mensaje político
La conclusión del Concurso de Literatura Latinoamericano, en la primavera de 1941, llegó en un momento clave, cuando en los países americanos se debatía la respuesta ante una inminente incursión armada en el continente de las Potencias del Eje: Italia, Japón y Alemania. En las Reuniones de Ministros de Relaciones Exteriores de Panamá 1939 y de La Habana 1940 se había reafirmado el sistema de consultas establecido en 1936, pero aún no estaba claro cuáles serían los pasos concretos en caso de un ataque. La discusión se construyó en torno a dos polos. Por una parte, Estados Unidos exigía acciones que prepararan una defensa coordinada, y por tanto, una solidaridad panamericana total; por la otra, Argentina apostaba por el pragmatismo y el rechazo a pactos que comprometieran acciones y/o respuestas colectivas.
Así, mientras ese ambiente de tensión marcaba el ritmo de las cancillerías, escritores de todo el continente colaboraban estrechamente en torno a un premio de novelas, que implicó también a varios gobiernos. En México, como se adelantó, la SEP convirtió la etapa doméstica del concurso en un Premio Nacional con el compromiso de otorgarlo cada año. En Ecuador ocurrió lo mismo. El Grupo América, encabezado por el editor y escritor Benjamín Carreón, promovió ante las autoridades que se instaurara un Premio Nacional de Literatura a partir de la convocatoria organizada para participar a nivel panamericano. El vencedor, el ya mencionado Gil Gilbert, recibió 2 mil sucres. Al igual que en el caso mexicano, el Ministerio de Educación Pública ecuatoriano se comprometió a que el reconocimiento se diera de manera anual. Este involucramiento estatal se verificó también en Colombia, El Salvador, Guatemala y Honduras, en donde la convocatoria estuvo a cargo de instituciones públicas: las Bibliotecas Nacionales.
El mensaje político fue explotado decididamente por la Casa Blanca y por la propia Unión Panamericana. Como se señaló abiertamente en el comunicado en el que se anunció a los ganadores, el concurso era “...una demostración de los firmes cimientos en que descansan las relaciones culturales entre los países de América”.52 Es decir que, por encima de los roces y tensiones entre cancillerías, prevalecía un sentido de unidad panamericana, que, si bien incluía a varios gobiernos, también los trascendía. Era relevante que el mensaje llegara a las distintas repúblicas, pero había un interés particular por difundirlo entre los estadounidenses: para el gobierno norteamericano era fundamental transmitir entre sus ciudadanos la idea de que su país ejercía un liderazgo político y moral sobre el resto de las naciones americanas y que, por tanto, en caso de ser necesario, no se aventuraría en solitario a la guerra.53
La ceremonia de premiación se celebró en Nueva York, la noche del 14 de abril de 1941. Exactamente 8 años atrás, en el edificio de la Unión Panamericana, el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt expuso su política de la Buena Vecindad, en donde señaló que “las cualidades esenciales del genuino panamericanismo deben ser las mismas que constituyen un buen vecino, es decir, mutua inteligencia y, mediante esa buena inteligencia, una apreciación simpática del punto de vista de los demás”.54 El encuentro neoyorkino estuvo presidido por el poeta Archibald MacLeish, director de la Biblioteca del Congreso y hombre cercano a Roosevelt. Lo acompañaron y participaron como oradores destacadas figuras de la escena cultural estadounidense, como el también poeta Stephen Vincent Benét, ganador de un premio Pullitzer; la escritora Erika Mann, hija de Thomas Mann; Henry Seidel Canby, crítico literario, y el escritor y conductor de radio Lowell Thomas. De los galardonados el único ausente fue Menéndez, mientras que en representación del jurado internacional acudió Blair Niles.
En la ceremonia, MacLeish dio lectura a una carta del secretario de Estado, Cordell Hull, en la que destacó que los esfuerzos por fortalecer la cooperación cultural entre los países americanos estaban bien dirigidos y daban “extraordinarios” resultados, como lo demostraba el concurso. Hull subrayó el rol trascendental de la literatura para acercar a los pueblos del continente y favorecer el conocimiento mutuo: “It is undeniable that students who wish to understand thoroughly a country's psychology and customs must turn to the interpretative writings of its great of men of letters”.55 Durante el acto se reprodujo un discurso grabado de Nelson Rockefeller, en el que hizo una arenga a favor del panamericanismo:
We of the Americas have determined to make a common cause of defending our liberty. We have become more conscious than ever before of the many common sympathies and interests and duties which bind us together. The true intercourse between us of the Americas rests on a solid foundation of common ideals and common goals. We are determined to defend and maintain the peace and unity of the Western Hemisphere.56
Tras la ceremonia de premiación en Nueva York, los escritores galardonados realizaron una pequeña gira por varios puntos de Estados Unidos, casi en plan de celebridades. Entre las instituciones y personalidades que los agasajaron durante su estancia destacó el vicepresidente Herny A. Wallace, quien, de acuerdo con la información oficial, conversó en español con los autores sobre sus obras en una recepción especial en Washington. El Departamento de Estado, por su parte, organizó almuerzos y conferencias, en los que se remarcó la importancia del concurso literario como reflejo de la hermandad entre las Américas, y de la existencia de valores comunes.57
Gracias a la cobertura de agencias como la Associated Press y del sistema de radiodifusoras de la Columbia Broadcasting System, con el que la Unión Panamericana colaboraba constantemente, la difusión sobre las actividades de los galardonados tuvo un alcance nacional e internacional. Hacia el interior de Estados Unidos la información fue replicada por los principales medios de prensa, especializados y no en literatura. No es extraño que, tal como lo previno Farrar & Rinehart, la novela de Alegría arrojara excelentes números en el renglón de ventas, una vez que su traducción llegó a las librerías norteamericanas en noviembre de 1941. Fue mucha la expectativa frente a la que se promocionó como la gran novela latinoamericana. La obra fue reseñada lo mismo por los suplementos de periódicos como The New York Times, The Nation, The Chicago News, The Philadelphia Inquirer, que por revistas especializadas como The Antioch Review, Books Abroadd de la Universidad de Oklahoma, o la Revista Hispánica Moderna de la Universidad de Columbia. Algo similar ocurrió con Nayar, que apareció en el mercado estadounidense a principios de enero de 1942.
En los países de América Latina la expectación también fue amplia. Ese mismo 1941 se publicaron en español las novelas de Ciro Alegría y de Miguel Ángel Menéndez, en Santiago de Chile y en México, respectivamente. Aunque la versión en inglés de la obra de Enrique Gil Gilbert apareció hasta 1943, la edición castellana se publicó en Guayaquil en 1942. En el caso del brasileño Cecilio J. Carneiro, prácticamente un desconocido en la escena literaria de su país, A Fogueira se publicó en portugués en 1943 y en inglés un año después. En todos los casos, tanto en las ediciones en el idioma original, como en las traducciones, se destacó en las portadas que la obra había sido galardona en el Primer Concurso Latinoamericano de Novelas, el Primer Premio Literario Latinoamericano o en el Concurso de Novelas de la Unión Panamericana. Así también se recalcó en las diversas reseñas y críticas que aparecieron de manera inmediata a las publicaciones en la prensa estadounidense y en revistas latinoamericanas.
El objetivo trazado por la oficina de Concha Romero, en este sentido, se había cumplido por partida doble. No sólo involucró en el certamen a círculos literarios de todo el continente, sino que además había logrado generar un interés masivo por la literatura latinoamericana en Estados Unidos. De acuerdo con las encomiendas dictadas en las Conferencias y Reuniones Panamericanas, los esfuerzos de la OCI estaban satisfaciendo la encomienda de fomentar un espíritu de cooperación cultural entre los países del continente.
En octubre de 1941, Concha Romero recibió un doctorado honoris causa por parte del Russell Sage College, una prestigiosa institución educativa neoyorkina, por su labor en favor de la unidad entre los pueblos americanos. Fue galardona junto con otras cinco latinoamericanas en una ceremonia encabezada por la primera dama Eleanor Roosevelt, quien en su discurso recalcó el papel de las mujeres en el fortalecimiento del panamericanismo:
the roots of friendship between the Americas will grow deep and strong if the women of the various countries come to understand each other, come to realize that they have the same aspirations, the same privileges and desires, and that by working together they can lay the foundations for achievement by other people, by the governments of their various countries, of real political understanding, better commercial relationships and firmer ties which make us a stronger group of nations.58
Desde la visión del gobierno de Estados Unidos, el concurso había funcionado como un efectivo instrumento de diplomacia cultural. No es extraño, entonces, el interés particular que pusieron en el mismo y en la labor desempeñada por la OCI, Archibald MacLeish y Nelson Rockefeller. Ambos estuvieron a cargo del diseño de las estrategias de cooperación y propaganda panamericana de la administración Roosevelt. Desde agosto de 1940 Rockefeller encabezaba la Office for the Coordination of Commercial and Cultural Relations between the American Republics, que en julio de 1941, tres meses después de la entrega de premios a los novelistas, se convirtió en la Office of the Coordinator of Inter-American Affairs (OCIAA). Este órgano del gobierno estadounidense, inspirado en la Unión Panamericana, tendría un papel crucial durante los años subsecuentes.
Un segundo concurso en medio de la guerra
La respuesta favorable al Concurso Latinoamericano de Literatura provocó que la Unión Panamericana y la editorial Farrar & Rinehart acordaran lanzar una nueva convocatoria. El anuncio se hizo en noviembre de 1941, aprovechando dos circunstancias. Por un lado, el revuelo generado por la edición en inglés de El Mundo es ancho y ajeno, que justo en esos días llegó a las librerías norteamericanas. Por el otro, la celebración en La Habana, Cuba del Segundo Congreso de Comités Nacionales de Cooperación Intelectual, en el que Concha Romero participó como observadora. Entre los acuerdos logrados en la isla destacó la promoción de concursos científicos y literarios en el continente. El certamen de la Unión Panamericana fue una muestra tangible de las posibilidades de la cooperación cultural desde una perspectiva multilateral.59
Aunque el esquema organizativo se reprodujo con 21 comités organizadores nacionales y uno central en Washington D.C, hubo cambios. La nueva edición incluyó, además de novela, dos categorías más: obra narrativa dirigida al público juvenil, de entre 12 y 16 años, y ensayo sobre “un aspecto importante de la vida o la psicología latinoamericana”.60 Para la novela y para el ensayo el premio a otorgar se fijó en dos mil dólares, mientras que el galardón para la obra dirigida al público juvenil se estableció en mil dólares; se permitió, además, que las obras fueran escritas por dos autores. Con la ampliación de rubros se modificó la estructura de los jurados, ya que, tanto a nivel nacional como internacional debía instalarse un tribunal por categoría, lo que multiplicó el número de jueces. Finalmente, se determinó que el plazo límite para participar a nivel nacional sería en septiembre de 1942. El anuncio del veredicto final se programó para el 14 de abril de 1943, Día de las Américas.
El concurso se vio atravesado por un cambio abrupto en el panorama internacional. A comienzos de diciembre de 1941 la base militar estadounidense de Pearl Harbor en Hawái sufrió un ataque de la aviación japonesa. Esto provocó el ingreso de Estados Unidos a la guerra, el rompimiento inmediato de relaciones diplomáticas de la mayoría de las naciones americanas con las potencias del Eje y la convocatoria urgente de la III Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores en Río de Janeiro. Durante 1942 varios países latinoamericanos declararon el estado de guerra con Alemania, entre ellos Brasil y México. En ese contexto, se multiplicaron las campañas de propaganda de solidaridad panamericana generada desde Estados Unidos hacia el resto del continente.
Pese al ajetreado marco contextual, los 21 comités organizadores del Concurso Literario se instalaron, incluidos los de Chile y Argentina, países cuyos gobiernos determinaron no romper relaciones diplomáticas con las Potencias del Eje. En el caso argentino fue nuevamente la revista Nosotros la encargada de la organización del certamen en su etapa nacional. Roberto F. Giuisti se convirtió en un crítico combativo de la política exterior de su país y se mostró abiertamente a favor de los Aliados, del panamericanismo y de Estados Unidos. Públicamente aplaudió la determinación del gobierno norteamericano de ingresar a la guerra, e incluso calificó a Roosevelt de “hombre providencial”.61 La participación fue muy alta en el país sudamericano: se postularos 33 novelas, 15 ensayos y 9 libros para la juventud. Los ganadores a nivel nacional fueron Ernesto L. Castro con Los isleros; Gregorio Berman con Juventud de América, y Hombres en el camino de Sergio Bagú.
La experiencia del certamen previo permitió que, pese a la ampliación de la convocatoria, el concurso se desarrollara sin grandes contratiempos en todo el continente. Buena parte de los comités nacionales repitieron, aunque en otros hubo relevos importantes; fue el caso mexicano. La revista Letras de México ya no estuvo a cargo de la organización, sino que esta tarea fue delegada al PEN Club México, una sección del PEN Club internacional que agrupaba a editores, escritores y dramaturgos. El cambio fue parte del proceso de institucionalización del Premio Nacional, la convocatoria ya no podía estar a cargo de una publicación en particular, sino de un organismo que agrupara a la mayor cantidad posible de creadores; de hecho, el propio Alfonso Reyes participaba en esa asociación. Al frente de la organización estuvo el poeta Enrique González Martínez, una de las figuras más destacadas de la literatura mexicana del siglo XX, mientras que el jurado de novela fue presidido por Martín Luis Guzmán, pionero de la narrativa sobre la Revolución Mexicana. En la categoría de novela el ganador fue José Revueltas, quien obtuvo automáticamente el Premio Nacional de Literatura.62
El jurado internacional fue dividido en dos secciones. Una se encargó de revisar la categoría de novela y de ensayo, y otra las de literatura juvenil. En el primer caso, el tribunal quedó integrado por los mismos tres personajes de la edición anterior: John Dos Passos, Blair Niles y Ernesto Montenegro. Por su parte, el jurado para las obras destinadas al público infantil fue conformado por tres mujeres: Blance Weber Shaffer, exdirectora de la Biblioteca Infantil de la Oficina Internacional de Educación de Ginebra; la escritora Delia Goetz, y Elizabeth Gilman, directora de la Sección Juvenil de Farrar & Rinehart. En total se recibieron un total de 63 obras, de las cuales 27 eran novelas, 23 ensayos y 13 libros para la juventud. Nueve de los jurados nacionales determinaron declarar desierto el concurso en una o más categoría, lo que explica la variación de los números. Asimismo, se volvió a brindar la posibilidad de que se postularan como máximo dos obras por país en cada categoría.63
El anuncio de los veredictos de los jurados se dio a conocer el 14 de abril de 1943. Los hermanos Philippe Thoby y Pierre Marcelin, de Haití, ganaron el primer lugar en el rubro de novela con Canapé Vert, cuya narración se ambienta en el barrio del mismo nombre en Puerto Príncipe. La hondureña Argentina Díaz Lozano obtuvo el premio en la categoría de ensayo por su obra Peregrinaje. El galardonado en la categoría de literatura juvenil fue el chileno Fernando Alegría por Lautaro, joven Libertador de Arauco. Hubo dos menciones honoríficas: una para el argentino Ernesto L. Castro en novela y otra para el colombiano Eduardo Caballero Calderón en ensayo.
Si bien la prensa y las revistas literarias siguieron el certamen en Estados Unidos y en América Latina, la segunda edición no captó la misma atención que el concurso de 1940 ni se explotó mayormente el mensaje político. La edición en inglés de Canapé Vert no llegó a las librerías hasta 1944, un año después de que se anunciara el veredicto del jurado, y tuvo una circulación discreta. En español, la obra se publicó hasta 1947 por Siglo XXI. Tanto Peregrinaje como Lautaro fueron publicados en Chile por la editorial Zigzag en 1944, pero estuvieron muy lejos del éxito en ventas que alcanzó El Mundo es ancho y ajeno. Peregrinaje fue publicada en inglés por Farrar & Rinehart en 1944, como Enriqueta and I. Si bien, una segunda edición se realizó al año siguiente en Londres, su comercialización fue moderada. Por su parte, la versión en inglés de Lautaro no apareció hasta 1946 y no fue publicada bajo el sello de Farrar & Rinehart; la razón, ese año la empresa editorial desapareció, al separarse sus fundadores.
Aunque el modelo resultó exitoso era claro que había un agotamiento. La Unión Panamericana no organizó ya una tercera edición del Certamen de Literatura Latinoamericana. A partir de 1943, el equipo de Concha Romero, renombrado ahora como División de Cooperación Intelectual, centró sus baterías en otra iniciativa. Con financiamiento de la Fundación Rockefeller se lanzaron a un ambicioso proyecto para construir una base de datos de todos los artistas plásticos residentes en América Latina. La iniciativa sentó los cimientos para la promoción artistas y obras latinoamericanas en Estados Unidos durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuya conclusión significó un proceso de reestructuración en la diplomacia multilateral latinoamericana, que concluyó con la sustitución de la Unión de Repúblicas Americanas por la Organización de Estados Americanos. (Ver Tabla 3)64
Argentina Los isleros, Ernesto L. Castro Juventud de América, Gregorio Berman Hombres en el camino, Sergio Bagú | Bolivia Utama, Alfredo Guillen y N.B. de Guillén Siringa, Juan B. Coimbra La vida heroica del Libertado, Lucio Diez |
Brasil Terras do sem-fim, Jorge Amado Marco Zero, Oswald de Andrade Hiléia Amazonica, Gastao Cruls Caminhos e fronteiras, Sergio Buarque Pequeña historia de amor, Marques Revelo y Arnaldo Tabaiá | Chile El cerro de los Yales, Byron Gigoux James Oro del Inca, Luis Toro Ramallo Historia diplomática de la independencia de Chile, Ricardo Montaner Bello Lautaro, joven libertador de Arauco, Fernando Alegría |
Colombia El hombre bajo la tierra, J.A. Osorio Lizarazo Trivios bajo el sol, Antonio Zapata Oliveilla Sur América, tierra del hombre, Eduardo Caballero Cuentos de América, Blanca Nieve | Costa Rica Aguas turbias, Fabián Robles Gentes y gentecillas, Carlos Luis Fallas Observa y medita, Auristela C. de Jiménez |
Cuba Los ausentes, Teté Casuso Cristóbal Colón, Armando Álvarez Pedroso La democracia en guerra, Jorge L. Martín | Ecuador Juyugo, Adalberto Ortíz Lo que niega la vida, Luis A. Moscooso Vega El indio, Luis Monsalvo Pozo América en ruta, Juan Pablo Muñoz Sanz |
El Salvador El retorno a Elsinor, Rolando Velásquez | Guatemala Cuando cae la noche, Rosendo Santa Cruz Ecce Pericles, Rafael Arévalo Martínez En la mansión del pájaro serpiente, Virgilio Rodríguez |
Haití Canapé-Vert, Philippe Thoby-Marcelin y Pierre Marcelin La Famille Eméraude, Muriel Darly | Honduras Bajo el chubasco, Carlos Izaguirre Peregrinaje, Argentina Díaz Lozano Oídos de niño, Rafael Moreno Guillen |
México El luto humano, José Revueltas Sed en la trinchera, Jorge Pinto Suárez Leyendas y tradiciones maya-quiché, Manuel Salazar Hacia las cumbres, E. Martínez Lazzari | Nicaragua Cosmapa, José Román Alma continental, Santiago Argüello Los problemas americanos de la postguerra, Santos Flores Centro América en broma y en serio, Josefa T. de Aguerri |
Paraguay Retorno a la tierra, José S. Villarejo El peregrino de la desesperanza, Antonio Bertolucci Estructura y función del Paraguay colonial, H. Sánchez Quell | Perú Restrojo, María Rosa Macedo El toñel, Napoleón Tello Ida y vuelta, Hortensia Luna de la Puente El hombre del Marañon, José Mejía Baca Rutsí, el pequeño alucinado del Ande, Carlota Carvallo de Núñez |
Puerto Rico Hitos de la raza, María Cadilla de Martínez Minutero en albas, Carmelina Vizcarrondo | República Dominicana La victoria, Carmen Natalia Martínez Bonilla |
Uruguay José Martí, Ofelia B. de Benvenuto Montevideo, Rosas y Alejandro Dumas, Jacques Duprey | Venezuela Dámaso Velásquez, Antonio Arráiz Vargas, el albaceazgo de la angustia, Andrés Eloy Blanco Los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, Antonio Arráiz |
Fuente: “Obras premiadas en el Segundo Concurso Literario Panamericano”, Correo, no. 27, septiembre de 1943, pp. 25-27.
Entre el “exotismo” comercial y la búsqueda de un canon
Más allá de la instrumentalización política, ¿tuvo algún impacto el concurso de la Unión Panamericana en el devenir de la novela latinoamericana, y más específicamente hispanoamericana? Si bien, como se advirtió antes, el objetivo del presente artículo no es realizar un análisis desde el punto de vista literario de las obras premiadas, es importante reparar que el certamen avivó el debate sobre los rasgos que podrían identificar a la literatura escrita en Latinoamérica, así como el papel que ésta tenía frente a la narrativa contemporánea internacional. Esta discusión se ancló de manera particular en las letras escritas en español, toda vez que era la lengua mayoritariamente hablada en la región. En este espacio ofrecemos algunos puntos que pueden ser desarrollados en trabajos posteriores.
En las críticas y reseñas escritas en Estados Unidos sobre las obras publicadas por Farrar & Rinehart a raíz de las dos ediciones del certamen -El Mundo es ancho y ajeno, Nayar, Nuestro Pan, A Fogueira y Canapé Vert- hay un denominador común: antes que los méritos literarios se destaca el exotismo de una literatura que abría una ventana a un mundo desconocido para el lector norteamericano; una suerte de paraíso bucólico habitado por personajes -indígenas, mestizos y afrodescendientes caribeños-, con una concepción vital divergente a la estadounidense: la pertenencia comunitaria por encima del individualismo, por ejemplo, o el apego a una religiosidad casi de carácter supersticioso. Un mundo “extraño” en el que todo es posible. Las siguientes líneas de una crítica de Nuestro Pan en el New York Times podrían aplicarse a cualquier otra de las novelas: “plunges us into a green world where all is excitement, and all is vivid, strange and believable, because we always believe anything seems so much alive”.65
Resaltar esa confrontación con la otredad fue una de las cuestiones que elevó el interés en las obras galardonas y que se empleó abiertamente como un gancho comercial al norte del Río Bravo. Al ponderar la idea de espacios virginales, “descubiertos” para los lectores estadounidenses a través de las novelas, las reseñas y críticas se alinearon, en cierto modo, a lo que Ricardo Salvatore ha denominado una “maquinaria representacional”, construida durante los años de apogeo del panamericanismo (1889-1940), que definió un entramado discursivo en el que se presentó a las naciones de Latinoamérica como un ámbito conquistable en términos ideológicos, económicos y políticos para Estados Unidos.66
Pasado el umbral del “exotismo” en los textos estadounidenses sobre las obras premiadas se aventura alguna valoración crítica, pero casi siempre contenida. Por ejemplo, en su reseña sobre El Mundo es ancho y ajeno, el crítico Peter Monro Jack, tras subrayar que “la realidad peruana es para nosotros algo remoto y exótico, geográfica y etnológicamente”, señala que “quizá pudiera decirse, aunque el crítico vacilaría en ello, que la novela se vuelve demasiado episódica al final, como si el material, por su misma riqueza, le crease dificultades al autor para arribar a un desenlace convencional. Pero esto tiene poca importancia; el autor ya ha logrado lo que se propuso”.67
Esta mesura, que pudo deberse a la consciencia del sentido político que tuvo el concurso en el contexto de la Segunda Guerra Mundial o a no querer juzgar las obras a partir de criterios universalistas, desaparece en las críticas y reseñas publicadas en revistas latinoamericanas. En ellas el foco no se centró en el “exotismo” de los escenarios narrados, sino en la estructura de la narración misma y en las aportaciones que ésta hacía de cara a la novela contemporánea. En Letras de México, por ejemplo, Alí Chumacero y José Luis Martínez analizaron, respectivamente, a Nayar y a El Mundo es ancho y ajeno. La crítica en ambos casos fue que, si bien se trató de obras bien escritas, seguían apegadas a cánones narrativos sumamente tradicionales, que los alejaban de las grandes novelas contemporáneas: “la gran equivocación reside probablemente en que los escritores hispanoamericanos piensan que pueden hacer literatura hispanoamericana desde ellos mismos y no desde el punto de la actual literatura”.68
Para Chumacero, Nayar incluso no reunía “las características esenciales que pudieran hacerlo vivir como novela”, por lo que debía ser considerado simplemente como un relato. En su opinión, no era un caso aislado, sino la constatación de que “en México no hemos logrado producir una sola novela verdadera; poseemos infinidad de relatos, cuentos, aglomeraciones de decires y refranes, escenas revolucionarias más o menos adaptadas a la letra, autobiografías graciosas o dolorosas…pero la novela no surge de ningún sitio, no toma forma.”69 Martínez, por su parte, tituló a su artículo sobre la obra de Ciro Alegría como “Un Concurso sin novela”. Sin cortapisas, la crítica de Martínez es severa: “Ciro Alegría ha reunido un riquísimo repertorio de noticias, anécdotas, sucedidos y esperanzas del poblado de Rumi, pero no ha sabido tejer con ello una novela”. Como Nayar en el caso mexicano, para Martínez El Mundo es ancho y ajeno era la constatación de que América Latina aún adolecía de una “novela verdadera”:
…o bien el Jurado de Nueva York -entre quienes figuraba Dos Passos, cuya obra muestra su cabal contemporaneidad- otorgó un triunfo inmerecido, deslumbrado quizá por el hermoso título de la novela -que es posiblemente su única real calidad- o bien las restantes novelas eran más malas que la de Ciro Alegría y no tuvo el Jurado más remedio que premiar la tuera. Aconteció sin duda lo antes dicho. América, novela sin novelistas… En la poesía y en la pintura probablemente está nuestro fuerte, pero no en la novela, ni en la filosofía. ¿Será quizás que nuestra radical estética es ajena a la europea, y que padecemos la penosa coyuntura de vivir entre una y otra? Quizás. Pero el hecho es que, mientras la cultura occidental tiene estatuída (sic) una estética, nosotros no la tenemos aún ni la patentizamos. 70
Esta línea crítica fue retomada y desarrollada por Emir Rodríguez Monegal. Desde su visión, sin embargo, el Concurso de Literatura de la Unión Panamericana fue un parteaguas en el devenir de la novela latinoamericana; marcó la tensión entre una narrativa tradicional anclada en un realismo telúrico, de corte costumbrista, y una narrativa emergente, de formas “mucho más complejas, vinculadas con el vanguardismo de los años treinta, y a una visión de las distintas dimensiones de la realidad, incluidas las sobrenaturales y las oníricas… armoniosamente integradas”.71
Para Rodríguez esa tensión se manifestó a partir de la confrontación entre dos de las novelas que compitieron en el certamen internacional: la galardonada de Ciro Alegría y Tiempo de abrazar de Juan Carlos Onetti, que representó a Uruguay. Mientras la primera se aferra y es una constatación del canon tradicional, la segunda -de acuerdo con Rodríguez- representa el asomo de una narrativa latinoamericana moderna, el de la llamada “nueva novela”, que rompe con el paradigma anterior y es un preludio del boom latinoamericano de la década de 1960.
Este señalamiento podría llevarnos a pensar, entonces, que la selección de El Mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, obedeció a que satisfacía una construcción imaginaria sobre América Latina que se hizo desde Estados Unidos. Consagrada al indigenismo, la obra de Alegría habría correspondido a una noción idílica sobre el ser de Latinoamérica. La novela de Onetti, en cambio, habría sido rechazada al no ajustarse a ese imaginario; llegó demasiado temprano a un escenario que no le era propicio. Sintomático sería, en ese sentido, que Tiempos de Abrazar no se publicó hasta varias décadas después.
Pese a lo atractivo que puede resultar seguir y ampliar el marco analítico establecido por Rodríguez Monegal, hay una omisión fundamental: la novela de Onetti no llegó demasiado temprano, sino demasiado tarde. Si Tiempos de Abrazar no tuvo posibilidad de ser elegida por John Doss Passos, Blair Niles y Ernesto Montenegro fue porque simplemente no la leyeron: Uruguay no tuvo representación en la etapa internacional del Concurso Literario Latinoamericano, ya que su comité local no envió dentro del plazo límite la obra ganadora del certamen nacional a la Unión Panamericana. De hecho, cuando se anunció el veredicto del jurado no se sabía siquiera el título de la novela uruguaya que debía estar participando. De haber llegado a tiempo, ¿habría ganado Onetti? Nunca lo sabremos. 72
De lo que sí hay certeza es que El mundo es ancho y ajeno se convirtió en un auténtico best seller alrededor del mundo. La obra fue traducida de manera muy temprana a varios idiomas, lo que le permitió no sólo llegar al gran público de varios países, sino también convertirse en objeto de estudio en diversas universidades alrededor del globo al ser considerada el arquetipo de la narrativa latinoamericana. Ninguna otra de las obras que participó en el concurso alcanzó la proyección de la novela de Alegría. Tan sólo durante la década de 1940 ediciones del texto, algunas incluso “piratas”, se publicaron en Nueva York, Santiago de Chile, Río de Janeiro, Londres, Estocolmo, Praga, Ámsterdam y Copenhague.
Hasta la consolidación de figuras como Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, José Donoso y Mario Vargas Llosa, uno de los principales referentes en el plano internacional de la narrativa del subcontinente fue Ciro Alegría. Aunque dejó una herencia importante, definitivamente ésta no fue en el aspecto estético. Como señala Vargas Llosa en un texto escrito en 1967, con motivo del fallecimiento de Alegría, el despegue de la literatura latinoamericana del boom fue precisamente gracias a que aniquiló la novela romántica y naturalista, de la cual El Mundo es ancho y ajeno fue una de sus últimas manifestaciones. Para 1967 la obra de Alegría era poco menos que un vestigio de un pasado literario que no generaba nostalgia alguna: “el color local, el pintoresquismo, la distribución maniquea del bien y del mal en personajes antinómicos, el desdén de la técnica narrativa, la falta de un punto de vista (o de varios) que sirva de eje argumental y dé a la novela soberanía parecen ya injustificables en la novela moderna”.73
El principal legado de El Mundo es ancho y ajeno fue el convencimiento de la existencia de la “literatura latinoamericana”. Se podía diferir y criticar su estilo, pero lo que nadie puso en duda fue su representatividad de las letras que se escribían en esos momentos en el subcontinente; la de Alegría era, ante todo, una novela genuinamente “latinoamericana”, legitimada, además, por la manera exhaustiva en la que fue organizado el concurso que la llevó a la fama. Si alguien supo aprovechar ese legado fueron las editoriales que promovieron el boom latinoamericano en los años 1960 y 1970. No se trataba de “comercializar novelas”, sino de ofrecer una ventana hacia América Latina, entendida ésta como una “unidad” que se manifestaba a través de la literatura.
A modo de cierre
Es largo todavía el camino para tener un panorama completo de la conformación y los alcances de las redes que pudo construir y articular Concha Romero a partir de su labor como responsable de la cooperación cultural de la Unión Panamericana. Claire Fox ha analizado las relaciones que la oficina a su cargo pudo establecer con el mundo de las artes plásticas, pero el ámbito literario permanece prácticamente inexplorado. En este sentido, esfuerzos como el Concurso Literario Latinoamericano ofrecen una lumbrera para constatar que hubo un trabajo importante de vinculación con actores, instituciones y publicaciones de todo el continente.
La rapidez con la que se pudo organizar un certamen de esa magnitud, con 21 comités operando de manera coordinada a lo largo y ancho de la geografía americana, así como la respuesta masiva a la convocatoria -300 novelas sólo en la primera edición- son evidencia tangible de que se venía gestionando de manera eficaz estrategias para favorecer la colaboración entre círculos literarios de Estados Unidos y de América Latina. El involucramiento activo en las dos ediciones del concurso de personajes de primer nivel en las letras internacionales como Rómulo Gallegos, Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, John Dos Passos, Joaquín García Monge, Martín Luis Guzmán o Roberto F. Giuisti, por nombrar sólo a algunos, es una constatación, por una parte, de la proyección que tenía la labor realizada por Romero y su equipo; por la otra, del dinamismo de la vida cultural interamericana incluso en un contexto tan complejo como el de la Segunda Guerra Mundial.
Además de mostrar la manera en la que el Concurso de la Unión Panamericana se constituyó como un instrumento de diplomacia cultural en un momento de gran trascendencia, el presente texto tiene un objetivo que no termina en estas páginas: invitar a una reflexión sobre la manera en la que los historiadores hemos pensado el panamericanismo y el multilateralismo en el período de Entreguerras. De entrada, reconocer la diversidad de actores e instituciones vinculados a los proyectos e iniciativas de cooperación interamericanos y los distintos significados que éstos tuvieron para cada uno de ellos. Esto implica tomar distancia de los esquemas explicativos tradicionales sobre el Panamericanismo y asumir, como ha señalado Stefan Rinke, que “las relaciones entre las Américas no se pueden entender como una calle de una sola dirección”.74
Nota de autor
Una versión preliminar del texto se presentó como ponencia en el III Congreso de Historia Intelectual de América Latina, celebrado en El Colegio de México en noviembre de 2016. Agradezco a Diana Hernández Suárez y a Angélica López Plaza sus comentarios y la invitación para participar en la mesa coordinada por ellas.
Fuentes y siglas
AGN Archivo General de la Nación
CAR Correspondencia de Alfonso Reyes en el acervo de la Capilla Alfonsina
APFCN Archivo Particular Francisco Castillo Nájera en el AHSRE, Ciudad de México.
Bases de datos
El Colegio de México, Base de Datos de las Conferencias Internacionales Americanas, 1889-1936 http://biblio2.colmex.mx/coinam/coinam_1889_1936/base2.htm
Periódicos y revistas
Boletín de la Unión Panamericana, Washington D.C.
Correo, Washington D.C
El Informador, Guadalajara
El Tiempo, Bogotá
Letras de México, Ciudad de México
Nosotros, Buenos Aires
The New York Times, Nueva York