Introducción
Cuando Emmanuel Carballo le preguntó por qué Emiliano Zapata, a diferencia de Pancho Villa, prácticamente no había concitado el interés de la literatura, Rafael F. Muñoz aventura dos sintéticas pero muy sugerentes explicaciones relacionadas entre sí. La primera se fundamenta en el contraste semiótico imagen-palabra: “a Zapata bastaba con mostrarlo: sus ojos tiernos, su bigote espeso y triste; [a] Villa, en cambio, hay que discutirlo”.1 La segunda explicación se basa en las contrarias dimensiones epistémicas de los caudillos: mientras que el Centauro del Norte fue una realidad, afirma el escritor chihuahuense, el Rayo del Sur siempre constituyó un mito.2 Muñoz plantea, pues, un vínculo entre Zapata, mito e imagen, y otro entre Villa, realidad y palabra.
Si bien no lo dice y ni siquiera lo insinúa, los razonamientos del autor de “El feroz cabecilla” invitan a asociar a Pancho Villa con la incertidumbre, la contradicción y la inestabilidad, y a Emiliano Zapata, en cambio, con la rigidez, el monolitismo y, en definitiva, los imperturbables valores consagrados. Son estos rasgos los que le dan soporte a la explicación de Jorge Aguilar Mora sobre el distinto tratamiento que les ha proporcionado la literatura a los dos caudillos:
Villa […] era una revolución en movimiento que, en su recorrido histórico desde Chihuahua hasta la Ciudad de México, fue incorporando una gran cantidad de grupos de las más diferentes regiones del país. El villismo era un espacio abierto y un movimiento con enorme fuerza de gravedad; mientras que el zapatismo parecía encerrado en su zona de origen muy exclusiva geográfica y racialmente.3
Como se aprecia, Aguilar Mora coincide con Muñoz, aunque el primero vehicula su argumentación a través de los binomios apertura-cerrazón y movimiento-estatismo: frente a un Villa dinámico y abierto a miradas, voces, registros y sensibilidades múltiples y variadas, Zapata consiente una versión única de sí mismo, la cual queda a resguardo en un solo tiempo y un solo espacio.
Si bien requieren de varias matizaciones, puesto que pecan de un esquematismo excesivo, he querido iniciar el presente artículo con los planteamientos de Jorge Aguilar Mora y Rafael F. Muñoz por dos razones. La primera es que ambos llevan su reflexión a una zona donde lo literario, lo social, lo político, lo histórico, e incluso lo antropológico, se imbrican, y una zona así es necesaria cuando se somete a escrutinio la dimensión cultural de la Revolución y sus protagonistas. En segundo lugar, considero pertinentes las respectivas hipótesis de Muñoz y Aguilar Mora dado que resultan del examen crítico lo mismo que de la intuición artística: el primero habla con el oficio y el conocimiento que le reportó la práctica periodística, y el segundo nunca se quita el saco de crítico literario, pero sin duda ambos hablan también como escritores; sus palabras, por lo tanto, brindan auténticas pistas acerca de los retos y los conflictos que una figura de las dimensiones del caudillo morelense puede suponer para la génesis literaria.
Para estudiar las relaciones entre Emiliano Zapata y el arte verbal, me parece que no existe un período más productivo que los años treinta del siglo pasado. Se trata de un lapso decisivo en la articulación de una memoria revolucionaria nacional, institucional y homogénea, una memoria en la que la Revolución no fuera “un hombre ni un grupo de hombres, sino el espíritu nacional en acción”.4 En otras palabras, durante esa década se consolida -en la dimensión simbólica y discursiva, pero no necesariamente en la política y material- la familia revolucionaria, eslogan con que Plutarco Elías Calles intentó atemperar las discordias5 cuando el asesinato de Álvaro Obregón, en julio de 1928, pareció azuzar las tentaciones caudillistas, nunca del todo erradicadas. En esa familia no podía faltar el hermano comprometido con las aspiraciones campesinas e indígenas, y ese lógicamente era Emiliano Zapata, cuyo recuerdo aún hacía vibrar. Ya desde 1924 Elías Calles, siguiendo el ejemplo de su valedor, había incorporado al suriano a su retórica y a su liturgia como candidato presidencial, sobre todo para fortalecer los lazos con las corporaciones campesinas y obreras que tenían a Zapata como inspiración y bandera; basta recordar la intervención del guaymense en la ceremonia luctuosa del quinto aniversario del asesinato del Rayo del Sur, durante la cual aseveró que el “programa revolucionario de Zapata, ese programa agrarista, es mío”.6 Pero la incorporación del caudillo morelense no se hizo oficial sino hasta agosto de 1931, cuando, durante el Maximato en pleno, el nombre de Emiliano Zapata fue grabado en letras de oro en la sala de comisiones de la Cámara de Diputados de Ciudad de México, junto al de Venustiano Carranza, uno de sus más tenaces perseguidores. El culto a Zapata alcanzó su madurez durante el cardenismo (1934-1940).7 Lázaro Cárdenas mantuvo en su discurso el tópico de la familia revolucionaria, pero es evidente que durante su administración -en especial a partir del giro agrarista y obrerista que dio en 1935-8el protagonismo de la figura del Rayo del Sur creció en la medida en que las políticas en materia agraria se concretaron en hectáreas repartidas y conforme en la zona metropolitana del Valle de México aumentaba la fuerza y el radio de acción de corporaciones como la Unión de Libertadores de la Revolución del Sur “Plan de Ayala”, los Amigos del Campesino, la Unión Estatal de Veteranos de la Revolución, los Precursores de la Revolución de 1910, los Luchadores del Ejército del Sur, el Frente Zapatista y la Unión de Revolucionarios Agraristas del Sur.9
La apropiación estatal del caudillo suriano encontró respaldo en muchos de los integrantes de los círculos letrados capitalinos, quienes por convicción o por oportunismo bebieron del mito zapatista a la vez que contribuyeron a su consolidación, un mito de clase media, domesticado y por ello más bien inocuo, sin el carácter subversivo y a veces festivo patente en la mitología de raigambre popular.10 Dicho mito suponía una visión elemental del porfiriato, una cadena de acontecimientos clave del movimiento, un lema memorable, un tono solemne, un héroe mártir y, por supuesto, la deificación de la tierra. Sobre la base de este modelo narrativo, reacio a las variaciones notorias, se erigió una rica -e irregular- producción textual con temática zapatista, que va desde la palabra oficial hasta las expresiones marginales, pasando por las manifestaciones de la hegemonía letrada. Salvo la monocorde palabra oficial, los textos marginales y de la hegemonía letrada mostraron una relación diversa con el mito zapatista, aunque, como se observará en los próximos apartados, lo terminaron convalidando.
Por las reducidas dimensiones de este espacio, es imposible un acercamiento exhaustivo a la obra con temática zapatista que vio la luz durante los años treinta. Aun con el riesgo de generalización, propongo una revisión panorámica con el objetivo de esbozar algunas tendencias de la apropiación literaria de Emiliano Zapata. No contemplo en el corpus textos de carácter estrictamente político, como discurso parlamentario, de campaña y de festividades cívicas, ni estudios más bien históricos, como las biografías de Baltasar Dromundo11 o La revolución agraria en México (1933-1937), de Andrés Molina Enríquez; las únicas obras con pretensiones veristas que incluyo en la revisión son los testimonios, cuya naturaleza literaria hoy por hoy es incontrovertible.
Zapata y los caminos de la ficción
Aunque las historias de la literatura mexicana no registren ese dato, el primer caudillo en ser novelado fue Emiliano Zapata: en 1913, el periodista, escritor e historiador capitalino Alfonso López Ituarte, de notorias inclinaciones contrarrevolucionarias, publica El Atila del Sur, cuyo subtítulo es una promesa de batiburrillo que se cumple a pies juntillas: novela histórico-trágica, con narraciones, fantasías, anécdotas, sucedidos y documentos auténticos. Si bien, como señala Jorge Aguilar Mora, la obra es un engendro “prácticamente ilegible”,12 que no pasa de ser una curiosidad documental de escasísimo valor artístico, López Ituarte, aun con su torpeza o negligencia en menesteres de composición, funda una forma de hacer literatura sobre el caudillo morelense; me refiero, específicamente, a la articulación de una trama que busca combinar episodios clave sobre el movimiento zapatista con otros ficticios o bien semificticios, provenientes del rumor y la distorsión.
Casi veinte años más tarde, Gregorio López y Fuentes, escritor y periodista veracruzano que llegó a militar en las filas del carrancismo, procedió en Tierra: la revolución agraria en México (1932) como Alfonso López Ituarte, aunque con mucho mejor fortuna. A diferencia del capitalino, no obstante, López y Fuentes se enfrentó al colosal reto de novelar a un caudillo que llevaba muerto más de diez años y que empezaba a ser venerado a escala nacional. Esa veneración había derivado en Zapata: exaltación (1927), del estridentista Germán List Arzubide, y Cartones zapatistas (1928), de Carlos Reyes Avilés, obras pioneras que, a falta de una tradición historiográfica sobre el zapatismo,13 instauraron una forma de construir verbalmente la memoria del caudillo.
Cuando Gregorio López y Fuentes se pone a escribir, pues, el caudillo definitivamente ya no era de carne y hueso; era una idea, que además no toleraba debates en los círculos de la hegemonía letrada, o los toleraba con reservas. Es imposible saber si el veracruzano proyectó humanizar la figura de Zapata mientras preparaba la escritura de Tierra y no lo consiguió o si, por el contrario, jamás estuvo entre sus planes difuminar un poco la aureola del caudillo porque esta imagen del revolucionario coincidía con su visión; la única certeza es que la novela corrobora casi punto por punto el naciente mito zapatista. Este es un aserto que el crítico Ermilo Abreu Gómez -quien por cierto firma el prólogo de la edición de la obra en Editorial México, de 1933- señala en una reseña publicada en El Universal; concretamente, sostiene que en Tierra “la figura de Zapata no es el tipo de la guerra y del caudillaje”,14 sino un Zapata que “se desnuda de impurezas” y “crece sobre el pedestal que las manos del novelista han labrado”,15 es decir, un símbolo. Podría pensarse que el registro religioso de semejantes palabras es una hipérbole de Abreu Gómez, tan dado a la prosa afectada, pero en realidad lo suscita la propia novela, poco interesada en humanizar al caudillo.
Prevemos que Gregorio López y Fuentes se plegará al incipiente mito zapatista tan pronto advertimos que la temporalidad de Tierra se encuentra totalmente subordinada a la trayectoria del movimiento: la obra está dividida en once partes que llevan por título un año, de 1910 a 1920, desde el llamado a la revolución agraria hasta el primer año luctuoso de Zapata. Como es de esperar, casi en cada parte se narra un evento importante del zapatismo: la primera entrevista entre el suriano y Madero, la firma del Plan de Ayala, la entrada del ejército zapatista a Ciudad de México al lado del villista, etcétera -y obvia otros tantos, como el tristemente célebre ataque a un tren en Ticumán, durante el cual periodistas capitalinos son asesinados por tropas zapatistas, o el brumoso episodio de Pascual Orozco padre, quien es culpado de ser un agente encubierto del gobierno federal y es fusilado en circunstancias poco claras.
El itinerario del zapatismo, en otras palabras, marca el ritmo de la novela, el cual no se altera ni siquiera cuando la obra se enfoca en el componente ficcional, consistente básicamente en Antonio Hernández, un peón trocado en cabecilla revolucionario. Es claro que el escritor veracruzano concibió a su protagonista como un alter ego de Zapata, necesario para encuadrar el zapatismo desde la experiencia a ras de suelo e incluso desde la ignorancia política (como Demetrio Macías en Los de abajo y Tiburcio Maya en ¡Vámonos con Pancho Villa!). Si bien cumple cabalmente con su fin, esta decisión artística, muy en la línea de la visión lukacsiana de la novela histórica, relega a Zapata a un segundo e intermitente plano y contribuye con ello a subrayar su falta de psicología. El caudillo aparece de forma esporádica, y solo para dramatizar algunos de los hitos de la ruta del zapatismo, como ocurre en el capítulo X, cuando Zapata le explica a Antonio sus discrepancias con Madero leyéndole un fragmento del Plan de San Luis citado textualmente. La novela, en todo caso, es muy honesta en ese aspecto, puesto que define a Zapata como bandera.16
Los pocos momentos en que Tierra se aparta del canon zapatista de los años treinta se dan cuando apuesta por fuentes orales o semiorales. Esa apuesta, por ejemplo, autoriza la tímida alusión a Pepita Neri, una coronela zapatista con fama de lasciva y violenta cuya existencia se registra sólo con la tinta del rumor. Quiero citar el contexto de dicha alusión porque resulta muy interesante cómo la obra se tensa ante el posible valor heurístico de la oralidad:
La versión de que entre las que desfilaron a la entrada iban algunas mujeres es motivo de gran curiosidad para aquellos que escuchan el relato. -¡Pero qué viejas tan igualadas! ¡En lugar de estarse en la casa cuidando de los muchachos! Se cuenta algo acerca de la coronela Pepita Neri. -¡Mire nomás! ¡Con que ésa era su especialidad! ¡Qué ganas iban a tener los pobres oficiales prisioneros!17
Ningún experto del zapatismo, como Johan Womack, Felipe Arturo Ávila Espinosa o Francisco Pineda González, menciona a Pepita Neri, y tampoco figura en la lista de mujeres zapatistas que en los años cuarenta entrevistó Gertrude Duby,18 una periodista, fotógrafa y etnógrafa suiza. De manera que si bien los escasos datos que hay sobre la coronela se los debemos a Los crímenes del zapatismo (1913), texto de índole testimonial escrito por Antonio Damaso Melgarejo, un periodista y diputado capitalino de tendencia contrarrevolucionaria, el personaje parece haber circulado predominantemente en el circuito oral, al margen de que Melgarejo fuera o no su creador.19 Como puede observarse en el fragmento de arriba, el narrador de Tierra recurre a la fuente oral para incorporar a Pepita Neri, pero se empeña en dejar claro que la existencia de la coronela sólo puede darse por cierta en una “versión”, en un “relato”, en “algo que se cuenta”; es como si López y Fuentes no terminara de encomendarse a la oralidad -muy al contrario de lo que hace por ejemplo Nellie Campobello en Cartucho- acaso por temor de distorsionar la historia zapatista tal cual se empezaba a concebir en los círculos ilustrados capitalinos.
El espíritu ratificante que parece mover la escritura del veracruzano no deja resquicio para sorpresa alguna; no inventa nada porque, como señala María del Mar Paúl, a López y Fuentes le interesa el héroe, el “mártir imperecedero”,20 y no el ser humano que hay en Zapata. Ahora bien, pese a su capitulación ante el mito y la muy embrionaria historiografía, Tierra deja pocos pero contundentes momentos novelísticos, como el extenso capítulo en el que se cuentan las últimas horas del Rayo del Sur; aun cuando la traición de Guajardo y el tiroteo en la hacienda de Chinameca son datos por demás conocidos, el talento del autor de Mi general se basta para componer unas páginas colmadas de tensión y convidar una imagen irrepetible del cuerpo de Zapata, cruda y lírica a la vez, en la cual se le corporaliza, pero sin despojarlo de su halo legendario, insinuado en la línea que marco con cursivas:
El cadáver fue amarrado al lomo de una mula. Los pies colgaban por un lado. Los brazos por el otro. Con una fuerte escolta, capaz de proteger tan valiosa presa, fue emprendido el camino a Cuautla. Al trotar de la mula las piernas del muerto sin apoyo ejecutaban un movimiento que era un remedo del andar, como si Zapata continuara corriendo por el estado de Morelos. Los brazos parecían alargarse, tal vez queriendo alcanzar la tierra para sus muchachos, por la que tanto luchara, tan cercana y a la vez tan distante.21
Tierra, como podemos constatar, no deja de ser una crónica novelada sobre la trayectoria del zapatismo, que no se aparta de la línea punteada que ya marcaban los discursos letrados que pugnaban por convertir definitivamente en Apóstol del Agrarismo a quien no hacía tanto había sido el Atila del Sur. Y si bien su componente ficcional es débil -qué lejos está Antonio Hernández de un Axkaná, de una Pintada, de un Melitón Botello-, la novela logra hacer una solvente síntesis estética del movimiento, con la que, según John Womack, se aprende más de la vida rural de México que “con todos los demás libros juntos”.22
El otro escritor de cierto renombre que durante los años treinta abordó al caudillo a través de la ficción es Mauricio Magdaleno, conocido sobre todo por su novela de corte indigenista El resplandor (1937). En su primera incursión en temas zapatistas, el escritor tabasqueño optó por el teatro: en febrero de 1932 estrenó la puesta en escena Emiliano Zapata en el Teatro Hidalgo, publicada al año siguiente junto con Pánuco 137 y Trópico en la editorial madrileña Cénit. Según el testimonio del propio Magdaleno, la obra desconcertó al público, el cual primero reaccionó con chiflidos y gritos y luego con sonoros aplausos.23 Es posible que esta tornadiza reacción sea la única forma de dar respuesta a los claroscuros de la personalidad de Zapata que con sutileza desliza Mauricio Magdaleno, como la decisión del caudillo de fusilar a Otilio Montaño, uno de sus incondicionales, por supuesta traición al movimiento.24 Si bien estos claroscuros no significan un cuestionamiento a su perfil heroico y martirial, la imagen resultante del líder revolucionario pudo no haber tenido la mejor de las acogidas; Andrea Perales, de hecho, considera tal imagen la causa principal del reconocimiento menor que obtuvo la puesta en escena.25
No se cuenta con datos de recepción que confirmen esta lectura, pero lo que es un hecho es que la obra no trascendió el perímetro del Teatro Hidalgo y se trata, por ello, de una rareza de la historia del teatro mexicano. Por eso quisiera centrarme en la otra obra de Mauricio Magdaleno con temática zapatista, “El compadre Mendoza”, texto que con justicia ocupa un lugar privilegiado en el canon del cuento mexicano y que tuvo una vicaria difusión masiva mediante la adaptación cinematográfica que firmarían en codirección Fernando de Fuentes y Juan Bustillo Oro en 1934. A decir del historiador Raúl Cardiel Reyes, amigo y prologuista de Magdaleno, el relato -escrito en Madrid durante 1933, publicado en el diario El Nacional en 193426 y editado por Botas en 1936 junto con Concha Bretón- surgió de “la necesidad de proporcionar una narración veraz de los acontecimientos en México durante la revolución, a veces deformados por informaciones dolosas y deficientes”.27 Cabría suponer que con “informaciones dolosas” Cardiel alude a los discursos antizapatistas, que todavía, aunque no con mucha fuerza, se dejaban oír en los años treinta con la finalidad de mantener viva, en plena etapa de fervor zapatista, la siniestra memoria del Atila del Sur.
A diferencia de Tierra, que como vimos se supedita a las exigencias de la crónica zapatista, “El compadre Mendoza” instaura su propia temporalidad, la cual se ajusta a la lógica interna del relato, y aun así logra condensar artísticamente el zapatismo gracias, sobre todo, a una bien calculada y minimalista trama con una capacidad evocativa descomunal: los personajes tienen espesor psicológico, y en ese sentido son expresión de una singularidad, pero al mismo tiempo poseen una dimensión representacional, de manera que sus peripecias y sus conflictos son extrapolables. Ahora bien, en lo que el cuento sí se parece a la novela de López y Fuentes es en que apuesta por un alter ego de Zapata; me refiero al ficticio general Felipe Nieto,28 descrito como un joven de piel bronceada y “de boca y pómulos exuberantes”, dueño de unos “ojos mortecinos” que “le brillaban con energía”.29 Por si este retrato no fuera lo suficientemente transparente en su propósito, el propio narrador, en un moderno gesto de autorreferencialidad, se encarga de que el lector vea a Emiliano Zapata en el personaje protagónico: “[Felipe Nieto] hasta imitaba el hablar lento y algo tartamudo del Jefe del Ejército Libertador del Sur, para enfocar dentro de una realidad más estricta sus relatos”.30
“El compadre Mendoza” se estructura alrededor de dos núcleos narrativos relacionados entre sí impecablemente. El primero se enfoca en Rosalío Mendoza, propietario de la hacienda La Parota. A través de este personaje, la obra, además de recrear brevemente el ambiente de las haciendas en el Estado de Morelos en tiempos de la Revolución -fandango al interior de los muros, guerrillas en el exterior-, pone en evidencia la volubilidad ideológica de los sectores pudientes, pues lo “mismo se citaban en [el] comedor [de Rosalío Mendoza] Emiliano o Eufemio Zapata, que el más influyente general del ejército del Gobierno”.31 Con este núcleo narrativo, por otro lado, el relato manifiesta su cualidad contemporánea: Magdaleno emplea el pragmatismo de Rosalío para enderezar una sutil crítica al oportunismo político de quienes repentinamente sacaron la bandera zapatista, cuando no hacía mucho habían vociferado su repulsión por las hordas del bárbaro suriano.
El segundo núcleo del relato, mucho más extenso, se centra en la relación de compadrazgo entre Rosalío Mendoza y Felipe Nieto y en la traición de aquél, que termina en el asesinato del general rebelde a manos de los federales. La segunda parte del cuento, así, reelabora las condiciones de la emboscada de Guajardo en la hacienda de Chinameca. Ninguna novedad, aunque sí raudales de efectividad literaria: como ese notable capítulo de Tierra del que hablé líneas arriba, en sus últimas páginas “El compadre Mendoza” genera tensión mediante una escena cuyo final es lógicamente previsible, además de labrar una potente y macabra estampa del cadáver colgante de Felipe, que recuerda necesariamente el cuerpo acribillado de Zapata: “A la salida de La Parota, el grupo de hombres pasaba una soga por la puerta de la hacienda. Un coro de gritos saludó a la masa oscilante de Felipe Nieto, columpiándose en la noche”32. Con esta imagen, imprescindible para intensificar la refulgencia del aura trágica del héroe caído en traición, el texto de Magdaleno revalida el mito zapatista, en la que casi siempre, si bien subrepticiamente, se aduce que cualquier desmesura, cualquier falta, cualquier mácula moral del líder zapatista queda lavada en su sangre de mártir.
No quiero concluir este apartado sin antes hacer algunos apuntes de una desconocidísima pieza literaria sobre el zapatismo: “Los fusilados”, el primer cuento del libro homónimo que publicó en 1934 el tapatío Cipriano Campos Alatorre, antecedente, según Luis Leal33 y Rafael Olea Franco,34 de la escritura y la visión de Juan Rulfo. Ciertamente el relato se caracteriza por un realismo tremendamente moderno, cuyo narrador, sobrio y ajeno a revestimientos folclóricos y raptos de modernismo tardío, se posiciona en el horizonte de sus personajes, unos soldados zapatistas de “rostros mugrosos y cetrinos”35 que deambulan con la derrota en la espalda. Zapata sólo aparece en forma de retrato, que atesora uno de los soldados y que, irónicamente, les ocasiona la muerte a él y sus camaradas, pues termina siendo el único indicio que delata su identidad cuando son sorprendidos por una cuadrilla de carrancistas. Al final del cuento, la revolución agraria queda reducida a un descarnado cuadro de mutilación, precedido de una escena absurdamente cómica en que un soldado federal corre detrás de un zapatista alrededor de un maguey: “Bajo la roja tragedia del ocaso, era […] doloroso el cuadro del hombre mutilado, y el maguey, con sus pencas vigorosas y verdes, destrozadas”. Con esta simbólica imagen, versión sin censura de Bajo el maguey de José Clemente Orozco, “Los fusilados” cierra un insólito universo zapatista aplastado por el pesimismo, en el que la muerte no supone la antesala de la trascendencia, como en Tierra y “El compadre Mendoza”, sino la confirmación definitiva de la derrota.
La propuesta de Campos Alatorre, con todo, debe entenderse como una excepción, y tal vez por eso ha quedado marginada, pese a su posible importancia en la genealogía de las letras mexicanas. Mucho más representativas de la ficción zapatista del período son Tierra y “El compadre Mendoza”, que se documentan a partir de la incipiente historiografía sobre Zapata tanto como beben de su mito, al que al mismo tiempo nutren desde la trinchera de la ficción.
Los evangelios apócrifos: la anécdota zapatista
Entre las muy diversas secuelas culturales que el terremoto de la Revolución dejó, se cuenta una manifestación textual que, a falta de un mejor nombre, denominaré anécdota,36 urdida con el hilo del rumor, el dato contrastado y la fabulación oral. Estas manifestaciones textuales podían referir un acontecimiento revolucionario de grande o mediana relevancia, y en esos casos la narración se encuadraba desde una perspectiva inusual o contemplaba pormenores singulares, o bien podían abordar sucesos desconocidos, menores, cotidianos, pedestres y a menudo inverosímiles, sazonados con una pizca de morbo de carácter sexual o violento. En cualquier de sus dos formatos, se trata de narraciones marginales, que por su débil o nulo respaldo documental rara vez alcanzaron el estatus historiográfico; y como, por otro lado, no se distinguen por una prosa de altura o una estructura esmerada y además tendieron a rechazar abiertamente la condición ficcional, estas anécdotas tampoco se avienen a la poética del relato literario tal como éste se concebía en el período, por lo que terminaron cayendo en el casi completo olvido, suspendidas en el limbo de los periódicos, las revista culturales y las ediciones periféricas, baratas.
En su insoslayable estudio sobre el culto institucional de los caudillos revolucionarios, Ilene O’Malley explica que, como parte de sus estrategias de domesticación de Emiliano Zapata, figura todavía incómoda a principios de los años veinte porque llevaba a cuestas una leyenda negra y sobre todo la semilla de la subversión, los voceros del Estado y los círculos culturales afines a éste intentaron cultivar una imagen políticamente inofensiva del líder revolucionario, para lo cual, entre otras operaciones retóricas, divulgaron anécdotas del tipo que he descrito en el párrafo anterior. Estas anécdotas, que ponían de relieve la virilidad del morelense, sus incontables amoríos, su pericia en las suertes de la charrería, no pasaron de ser una curiosidad acaso porque, pese a ser favorables al suriano, no embonaban del todo con el tono solemne y grandilocuente del mito zapatista, e incluso frivolizaban la trayectoria del caudillo.37 Sin embargo, una revisión como la que aquí propongo no estaría completa si no se explora, aunque sea someramente, esta clase de textos.
Uno de los nombres medianamente importantes asociados a las anécdotas zapatistas es el oficial de artillería, ingeniero, periodista y escritor Elías L. Torres, conocido sobre todo por haber sido comisionado por el entonces presidente interino Adolfo de la Huerta para negociar la rendición de Pancho Villa, en 1920, pues era amigo del Centauro del Norte. Esta cercanía con el caudillo le dio acceso directo al acervo de anécdotas villistas, supuestamente narradas por el propio líder revolucionario, “muy afecto a contar episodios de su vida, aun los más truculentos”.38 De esto resultó una serie de libros, publicados en las siguientes décadas, alguno de ellos de manera póstuma y la mayoría en una desconocida editorial llamada El Libro Español: Veinte vibrantes episodios de la vida de Villa (1934), La cabeza de Villa y veinte episodios más (1938), Cómo murió Pancho Villa (1951), Vida y hazañas de Pancho Villa (1951), Vida y hechos de Francisco Villa (1975), Hazañas y muerte de Pancho Villa (1975) y Pancho Villa y sus peligros (¿?). Los editores les confieren autoridad a estos trabajos aduciendo que, a diferencia de casi todas las obras sobre Villa, escritas “por referencia y en muchas ocasiones por simple imaginación”, están elaborados con “datos verídicos, de primera mano, sin fantasías ni elucubraciones”.39 Pese a estas pretensiones históricas, sostenidas únicamente en que el autor “convivió con el guerrero una gran temporada en la hacienda de Canutillo”,40 la realidad es que muchos de los relatos acusan “la impronta de un registro discursivo literario latente”,41 palpable, por ejemplo, en la circularidad de las historias, la regulada dosificación de la información y la -a veces burda-- estilización de la oralidad. No extraña, por lo tanto, que Luis Leal42 y Max Aub43 consideren a Torres un cuentista de la Revolución, y si bien su prosa no alcanza las dimensiones de la de escritores como Nellie Campobello o Rafael F. Muñoz, a quienes debemos las mejores versiones literarias del villismo, sus anécdotas sin duda son lo suficientemente dinámicas, interesantes y divertidas como para haber sido el material base de guiones de cine y de cómic.
Elías L. Torres tuvo un acercamiento textual de características semejantes al otro gran caudillo popular de la Revolución. Durante la década de los treinta, en Jueves de Excélsior, pero sobre todo en el diario tapatío El Informador, el ingeniero publicó una serie de anécdotas zapatistas que alternaba con narraciones sobre otras figuras de la lucha armada y sobre otros hechos de la historia mexicana, como la Independencia o la Intervención francesa. Algunas de ellas son “Cómo escapó Zapata de Quintana Roo”, “El trágico fin de una expedición”, “El doloroso fin de una comisión de paz”, “Zapata cayó en sus propias redes”, “No te descuides, Zapata”, “Por qué se llama Villa de Ayala”, “Trágico fin de una mujer audaz”, “El crimen de Ticumán”, “Primero muerta… (siniestro episodio de la revolución zapatista)”, “Los sepulcros que guardan”, “La terrible ‘coronela’”, “El cura de Jonacapetec”, “Mujeres sangrientas de la Revolución”, “Rosa de Topilejo” y “La muerte del primer caudillo suriano”. A excepción de dos o tres casos, que se aproximan a sucesos por demás conocidos, se trata de anécdotas que bordean el mito y la historiografía zapatistas y que le inoculan ligeros toques de humor, truculencia y elementos populares; con ello no alteran la imagen dominante del caudillo suriano, pero sí la dotan de ciertos matices no del todo solemnes.
Quiero destacar dos de estos textos para analizar brevemente de qué manera la propuesta de Elías L. Torres se insertó en las tendencias de representación del caudillo suriano de los años treinta: “Los sepulcros que guardan” y “No te descuides, Zapata”. El primero cuenta la historia del mausoleo que se mandó hacer Zapata en el municipio morelense Tlaltizapán, donde no terminó siendo sepultado él, pero sí varios de sus generales y coroneles, como Alberto Maya, Ignacio Maya, Bonifacio García, Adrián Huicoechea, Jesús Capistrán, Octavio Muñoz y Amado Salazar. La anécdota no aporta nada en términos históricos, pues básicamente sintetiza lo que ya otros, como Baltasar Dromundo, habían documentado -por ejemplo, que Jesús Guajardo violó la tumba de Salazar y le robó el traje charro con que había sido sepultado para exhibirla en Ciudad de México como una prenda triunfal-; no obstante, interesan las conclusiones a las que llega Torres a partir del detalle de que Emiliano Zapata hubiera elegido supuestamente un diseño azteca para el mausoleo de Tlaltizapán:
Por esa influencia, por ese dominio de la herencia a través de generaciones y generaciones, Zapata al trazar el proyecto del sepulcro que habría de contener, según él, sus restos, fue llevada su mano por el espíritu de los aztecas, sus antepasados, de los que él, seguramente, ni noticia tenía, ni conocía su grandeza, ni sabía sus costumbres, ni adivinaba sus ritos religiosos; y sin embargo trazó el esbozo de un teocalli azteca para descansar en él, cuando hubiera traspuesto sus linderos de la vida.44
En 1911, el diputado conservador José María Lozano había señalado que Zapata era la reaparición atávica de Manuel Lozada el Tigre de Alica, apunte con el que funda una forma de interpretar la conducta del caudillo, refractaria a los valores citadinos de principio de siglo. A esa noción de atavismo recurriría en los albores de los años veinte también Francisco Bulnes, el último de los Científicos, para denigrar la imagen de Zapata,45 y lo mismo haría José Vasconcelos en la siguiente década. En “Los sepulcros que guardan”, Elías L. Torres retoma esta tradición interpretativa antizapatista y le da un giro favorable al suriano: para el que fuera oficial de artillería, el atavismo es una forma de certificar no sólo la sangre indígena de Zapata, sino también de adjudicarle un pasado ancestral y con ello un sustrato mítico.
En el segundo texto, “No te descuides, Zapata”, el autor de Hazañas y muerte de Pancho Villa relata la confabulación para emboscar al caudillo y su posterior asesinato, pero lo hace centrándose en el tema de las mujeres espías. Específicamente, la anécdota está impulsada por el deseo de contar el “detalle desconocido” de que María Grajales, una espía-prostituta zapatista, le había avisado al jefe del Ejército Libertador del Sur que Guajardo estaba por tenderle una trampa. Y aunque Torres asegura que el suceso está “corroborado plenamente con los hechos”,46 la verdad es que la existencia de María Grajales no está documentada. La historia y la diversidad de formas de participación femenina en la Revolución es todavía una labor por hacer,47 lo cual es muy notorio en la historiografía zapatista, cuyos más reputados exponentes, como John Womack, Samuel Brunk y Francisco Pineda Gómez, tan sólo sobrevuelan el tema de las mujeres; gran parte de la información que tenemos de ellas proviene de fuentes dudosas, como notas de periódicos contrarrevolucionarios, libros antizapatistas y justamente textos como “No te descuides, Zapata”, que beben de la mitología regional sobre las espías zapatistas, pero que, al mismo tiempo, no dejan de estar tamizados por la visión y la sensibilidad clasemediera del autor.
Cuenta Elías L. Torres que María Grajales, “que no quería hombres, sino obtener secretos”, tenía “muchos encantos personales” y que era, por ello, “una gran atracción para los jefes y oficiales del Estado Mayor de Don Pablo [González]”.48 Uno de los miembros de este Estado, “adormecido con los besos y sediento de la posesión integral de aquella bella mujer”,49 le había revelado a Grajales las intrigas que sus superiores habían estado tramando para acabar con el Rayo del Sur. Pero el caudillo, después de escucharla, dio vueltas “en la pieza como tigre enjaulado” y finalmente “resolvió ir a castigar, personalmente, al infiel Guajardo”.50 Así, en la anécdota de Torres, el líder revolucionario sucumbe porque, si bien contaba con información sobre las maquinaciones federales en su contra, actúa aconsejado por la rabia y el orgullo herido:
Esta revelación es una de tantas manifestaciones del sino de los hombres, que los lleva, contrariando muchas veces su manera de ser, a estrellarse contra el obstáculo máximo de su vida, como si una fuerza superior los arrastrara, a pesar de sus convicciones, a buscar un fin, que hubieran podido por el momento evitar.51
Zapata comete un último gran error, que el ingeniero descifra en términos de la Hamartia aristotélica, el último gran fallo del héroe, el error fatal que precede y explica la tragedia. De este modo, la narración dota a la muerte del caudillo de un sentido providencial, es decir, una muerte necesaria para el decurso de la revolución agraria.52
Si bien, como señalé antes, no transgreden la imagen de Emiliano Zapata que los voceros del Estado y algunos círculos ilustrados estaban construyendo y promoviendo, las anécdotas de Elías L. Torres no trascendieron. Conjeturo dos razones. La primera es que el mito y la historiografía zapatistas, aun con su juventud, hacia los años treinta ya habían decretado no sólo la cadena de episodios de la biblia agraria, sino también un tono, solemne, melancólico, evocador de los estatuarios indígenas zapatistas que en ese momento pintaba Alfredo Ramos Martínez, y las anécdotas de Torres, condimentadas con elementos violentos, sexuales y a veces incluso humorísticos, de alguna manera incumplían con ese decreto. La segunda causa es la profunda indeterminación de los textos, titubeantes por lo tanto en el pacto de lectura que ofrecen: lo mismo pueden empezar como semblanzas para acabar como panegíricos, iniciar como ensayo para finalizar como leyenda. Con todo, pese a su naturaleza excepcional, la obra con tema zapatista de Elías L. Torres forma parte, si bien modesta, de la tenaz búsqueda de la formalización textual más adecuada para narrar ese Grifo que fue la Revolución.
Yo conocí a Zapata: los textos testimoniales
Como es bien sabido, gran parte de la narrativa sobre la Revolución mexicana, al menos hasta mediados del siglo XX, está caracterizada por un talante testimonial -marcado o sutil, abierto o enmascarado- por la simple y sencilla razón de que muchos de los que escribieron sobre la lucha armada participaron en ella de alguna u otra manera. Este impulso testimonial, que puede realizarse textualmente como diario, memoria, autobiografía o novela, responde por lo menos a dos finalidades del sujeto enunciador del discurso, vinculadas entre sí: atribuirle legitimidad histórica a la narración del pasado revolucionario y autoconstituirse como figurante de las condiciones que propiciaron y las acciones que encausaron la Revolución. Sin importar cuál de estas dos metas tenga más peso, importa destacar que en los textos testimoniales el anhelo de contribuir al conocimiento histórico pocas veces está del todo desligado del afán partidista favorable o contrario al objeto del testimonio, y que, por lo tanto, siempre existe reacomodo del pasado. Habría que añadir, además, que las ansias de figurar pueden ir desde la sutil pero efectiva distribución de exageraciones y omisiones hasta la autoinvención plena como testigo.
Durante los años treinta, el ascenso de Zapata como rostro popular de la Revolución dio pie al surgimiento de varias de las posibilidades del texto testimonial apuntadas en el párrafo anterior. Así, los hubo quienes se hicieron pasar por zapatistas para denostar el movimiento o para engrandecer su estatura como actores de la historia mexicana reciente, y los hubo quienes sólo buscaron ofrecer la crónica más detallada y fiel posible sobre la trayectoria del agrarismo, sin gestos reseñables de egocentrismo. Entre los zapatistas impostores hallamos al mismísimo Diego Rivera, que en su autobiografía declara haber combatido junto a Zapata en 1911, haber aprendido a volar trenes y haber ideado un plan para asesinar a Porfirio Díaz, además de dejar constancia de que el caudillo no era analfabeto.53 Otro caso de simulación es el de Harry H. Dunn, corresponsal inglés en Ciudad de México durante 1912 que en The Crimson Jester (1934) afirma haber sido testigo de cómo el Rayo del Sur empalaba prisioneros en plantas de maguey; de acuerdo con John Womack, “no consta en ninguna parte, salvo en su imaginación, que [Dunn] tuviese algún vínculo con la revolución de Morelos”.54
La tendencia predominante, con todo, la conforman los testimonios que, aun acusando sesgo partidista, manifiesto en el tono encomiástico con que abordan la figura de Emiliano Zapata, traslucen un interés auténtico por reconstruir lo más fiel posible la historia del zapatismo. En esos casos el sujeto enunciador parece no pugnar por el protagonismo ni su egolatría, intrascendente, distorsiona los sucesos de manera perceptible; es decir, en los testimonios más ecuánimes, el yo se diluye casi por completo como instancia modeladora del discurso, por lo que el texto testimonial deviene estudio histórico. El paradigma de esta clase de texto es quizá Emiliano Zapata y el agrarismo en México, obra del zapatista Gildardo Magaña, quien junto con Genovevo de la O tomaría las riendas del movimiento tras el asesinato del caudillo morelense. La obra está compuesta de cinco volúmenes, pero sólo los primeros dos fueron escritos por Magaña: el primero, en 1934, y el segundo, en 1937.55 Como ocurrió con otros tantos autores de testimonio revolucionario, Magaña reconstruye el zapatismo desde su posición como hombre de Estado: de 1925 a 1935 estuvo en la Secretaría de Guerra y Marina, en 1935 se le confirió el mando de dos zonas militares, en 1936 asumió la gubernatura de Baja California Norte y poco después la de su natal Michoacán, cargo que ocupó hasta su fallecimiento, en 1939. En parte dicha posición -y en parte sus convicciones, muy probablemente- explica que Emiliano Zapata y el agrarismo en México “refleje la euforia y el optimismo de los años cardenistas”.56
El texto no modifica la imagen que de Zapata se venía forjando desde la obra fundacional de Germán List Arzubide, pero la narración tampoco está sometida al canon biográfico del líder revolucionario; de hecho, durante largos pasajes de la obra Zapata desaparece, en especial durante el segundo tomo, porque Magaña se empeña en ofrecer una visión amplia de la Revolución, de la que el zapatismo es tan sólo una parte. Además, a diferencia de otros testimonios, por ejemplo los que están poseídos por el espíritu del libelo, el texto de Magaña está marcado por un evidente deseo de conciliación, en consonancia con los tiempos que corrían; esto es algo que se hace patente desde la dedicatoria: “a los honrados paladines que contendieron a la sombra de las banderas del magonismo, del maderismo, del zapatismo, del constitucionalismo, del villismo”.57
En esta línea de testimonios debe ubicarse también Emiliano Zapata (1936), de Octavio Paz Solórzano, resultado de una serie de artículos publicados en Magazine para Todos de El Universal, en 1929, y en El Porvenir, de 1933 a 1934.58 Paz Solórzano militó en el zapatismo de 1914 a 1919, primero como propagandista y luego como representante ante los Estados Unidos, además de que hay registro de su firma en algún documento oficial de la Convención de Aguascalientes; la relevancia de su participación en las filas zapatistas, pues, está fuera de toda duda. Al igual que ocurre con Magaña, el padre del Nobel mexicano parece guiado por un deseo genuino de brindar una crónica de la trayectoria del zapatismo, si bien no faltan las alabanzas al líder suriano ni los silencios o matizaciones convenientes cuando llega el momento de reconstruir episodios oscuros. Su partidismo, con todo, carece de personalidad porque el sesgo ideológico y el diagnóstico que hace de algunos sucesos son totalmente equiparables a otros, como los de Gildardo Magaña, sin ir más lejos. Esto explica que la presencia de Octavio Paz Solórzano como sujeto enunciador apenas sea notoria, más allá de alguna esporádica marca gramatical. En el prólogo del texto editado en 1986 por la editorial EOSA, el autor de Piedra de sol asevera que su padre cuenta lo que vio y vivió y que justamente en eso radica su valor;59 en realidad gran parte del texto, que aborda prácticamente toda la historia del movimiento, ni siquiera se sostiene como testimonio, pues Paz Solórzano se unió a las filas de Zapata hasta 1914.
El respectivo testimonio de Magaña y Paz Solórzano no alcanza el estatus literario, porque su prosa no destaca por su excepcionalidad o es manifestación de “un momento característico de la lengua”,60 ni evidencia una intención de modelar el discurso a partir de un sujeto enunciador alrededor del cual gira el universo de la Revolución. Hay en los dos textos brevemente comentados un yo testimonial, y a través de éste el discurso es tamizado en muchos sentidos, pero no existe un ejercicio de escritura que proyecte la personalidad de la voz hacia el universo articulado por la palabra, o en todo caso esa personalidad resulta timorata. Todo lo contrario ocurre con una de las obras testimoniales más encendidas de los años treinta, la cual quisiera comentar en este apartado con un poco más de detenimiento: La tormenta (1936), el segundo tomo de la cautivadoramente desproporcionada pentalogía memorística de José Vasconcelos. Me adhiero a la corriente crítica, hoy dominante, que admite el valor testimonial de las memorias del intelectual oaxaqueño -con todos los reparos que se le puedan poner como fuente para la historiografía-61pero que, sin menoscabo de ello, las concibe como “un cuerpo textual muy amplio y diverso”, unificado por un “hilo conductor” que “es esencialmente novelístico”.62
Las cualidades literarias de las memorias vasconcelianas fueron notadas tempranamente, empezando por Antonio Castro Leal, quien considera novelas los primeros dos tomos -recoge Ulises criollo en su antología sobre la narrativa de la Revolución. Me interesa, sin embargo, una lectura todavía más precoz, la de Manuel Pedro González: en 1938 señala que en La tormenta “todo es subjetivo y violento, apasionado y contradictorio”,63 breve caracterización sucedida por el diagnóstico de que es “un libro que la pasión malogró”.64 Suscribo cada uno de los adjetivos, pero no la valoración, pues justamente es la escritura virulenta, impetuosa de José Vasconcelos, nacida de la frustración y de la amargura de la derrota política, la que lo diferencia de otros textos testimoniales; y es esa escritura la responsable de uno de los retratos más originales de Emiliano Zapata dibujados durante los años treinta, prolongación del Atila del Sur.
José Vasconcelos coincidió con el caudillo suriano en una sola ocasión, concretamente durante el célebre banquete en Palacio Nacional a principios de 1915, en el cual también estuvieron Pancho Villa y Eulalio Gutiérrez; hay una videograbación de pocos segundos que captura a los cuatro con los cubiertos en la mano y masticando la comida. Por consecuencia, éste es el único episodio narrado en La tormenta en que José Vasconcelos textualiza al Zapata de carne y hueso, al hombre, un Zapata con el cual coincidió en una mesa, Villa y Gutiérrez de por medio, y con el que incluso llegó a intercambiar un par de escuetas y frías palabras. De este encuentro, como sea, resultan sólo unas cuantas líneas, en las cuales el oaxaqueño apunta que el caudillo se había puesto para la ocasión “lo que los aficionados a toros llamarían trajes de luces” y que tenía un “rostro cetrino de color africano, más bien que de indígena”.65 Esta apatía es quizás el motivo por el que ningún historiador especializado en Zapata se aproxime a las memorias de Vasconcelos como fuente primaria.
En El águila y la serpiente (1927-1928), Martín Luis Guzmán se muestra muy interesado en esbozar el retrato físico y psicológico de las personalidades de la Revolución con las que tuvo alguna clase de contacto; escribe desde la atalaya del ilustrado que con frecuencia se siente en medio de una manada de toros, pero aun así cede ante la estética bestial de Pancho Villa, Rodolfo Fierro, Eufemio Zapata. Vasconcelos, en cambio, es demasiado arrogante para transigir: para él los caudillos populares no importan por su materialidad, ante la que siempre escribe obstruyéndose las fosas nasales con los dedos índice y pulgar, sino por las ideas que esa materialidad supuestamente sugiere. Y cuando acude al retrato político, lo hace empujado no tanto por la curiosidad antropológica o el deseo de ejercitar el estilo cuanto por el apetito de caricaturizar, como en la corrosiva estampa en que aprovecha la mítica indumentaria del Rayo del Sur para exhibir las contradicciones del zapatismo:
Y según cumple al ídolo tribal, Zapata se presentaba en público vestido de charro, águila bordada de oro en la espalda, botonadura de plata riquísima y sombreros que se exhibían previamente en los escaparates lujosos de la ciudad, valuados en miles de pesos. «El Sombrero del señor General Emiliano Zapata», decía el rubro, y el cintilar del oro de los bordados deslumbraba las pupilas de la misma plebe esclava que aclamó a Victoriano Huerta y miró atónita a Calles, el matón más eficaz de toda nuestra carnicería.66
Salvo estas excepciones, insisto en que lo relevante para Vasconcelos son las ideas, de ahí que en las memorias la presencia de algún caudillo tienda a suscitar una escritura menos testimonial y más ensayística. Esto sucede al menos con Emiliano Zapata en La tormenta, donde el líder revolucionario le da pie al autor de La raza cósmica para sacar sus instrumentos conceptuales de un ateneísmo nunca olvidado y hacer un análisis sobre las colisiones culturales que la Revolución produjo. En un tono burlón -y exprimiendo su vena católica-, Vasconcelos recurre, como lo hizo José María Lozano en su momento, a la teoría del atavismo para postular que el surgimiento de las huestes zapatistas debía interpretarse como una “suerte de aztequismo que periódicamente renace” y que “no han podido destruir cuatro siglos de predicación cristiano-hispánica”.67 De estas manifestaciones atávicas solo se daban cuenta, por supuesto, quienes como él militaban en la falange de Quetzalcóatl:
[Los] que con algún destello de conciencia mirábamos aquellas hordas de salvajes, cumplimentadas y aduladas por la opinión y la sumisión de los débiles de arriba, experimentábamos el efecto de pesadilla azteca, lo que hubiera sido México si triunfa la primera conspiración indígena, la que hizo abortar el gran virrey Mendoza; lo que sería México si de pronto, suspendida la inmigración española y europea, entregando el país a sus propias fuerzas todavía elementales, los trece millones de indios empezasen a absorber y a devorar a los tres o cuatro millones de habitantes con sangre europea.68
La pugna América-Europa que expone Vasconcelos en su análisis del zapatismo es un claro remedo de la célebre dicotomía de Faustino D. Sarmiento, a quien por cierto menciona cuando establece una comparación entre las montoneras de Facundo Quiroga y las tropas villistas y zapatistas. La diferencia, sentencia el oaxaqueño, es que el gaucho riojano “nunca dominó a Buenos Aires”;69 o sea, Sarmiento nunca había tenido que pasar por la humillación de compartir la mesa con el bruto y sanguinario Tigre de los Llanos.
Sin embargo, no es la ocupación zapatista de la Ciudad de México lo que más exaspera a José Vasconcelos, sino los “revolucionarios advenedizos”,70 los “intelectuales y petimetres71 de la capital, portadores de ilustre apellido muchos de ellos”, que, olvidando “los horrores, los crímenes de la víspera”,72 habían erigido a Zapata “Caudillo del Sur, semidiós azteca, iluminado por la providencia autóctona”.73 Este duro juicio sobre algunos círculos políticos e intelectuales constituye uno de los principales puentes entre el presente y el pasado, puentes propios de las escrituras del yo. Recordemos que Vasconcelos escribió el segundo tomo de sus memorias durante el exilio, que lo había llevado por Europa, la América hispana y Estados Unidos; por todos esos lugares erró masticando la frustración de verificar cómo la Revolución se convertía en “una porquería”74 porque estaba siendo dirigida por un “[r]égimen de asesinos”,75 quienes encima le habían arrebatado la silla presidencial en 1929 mediante fraude. Es fácil sospechar que el encono del filósofo incrementó al darse cuenta de que la reivindicación del Atila del Sur, lejos de limitarse a los murales de Rivera o a las cursis páginas de List Arzubide, estaba alcanzando absurdas dimensiones de divinización. Cabe la posibilidad, por lo tanto, de que al escribir acerca de “la aristocracia que prescindió del traje europeo para vestir la guayabera, blusa campesina que ellos llevaban de seda y con lujosos bordados, pero como símbolo de sumisión a la idea plebeya”,76 Vasconcelos estuviera rememorando el comportamiento de la intelligentsia citadina durante aquellos turbulentos 1914 y 1915 tanto como exhibiendo el oportunismo o la estulticia de quienes en los años treinta repentinamente se habían convertido en biógrafos, pintores, novelistas, corridistas, apólogos y hasta profetas de “un analfabeto como Zapata”.77
La tormenta, así, constituye un caso atípico en el contexto, un caso sonoro, punzante, rabioso y, pese a todo ello, inocuo, pues, además de estar escrito desde la marginalidad del apestado, debió de entenderse como el berrinche de un viejo maderista que nunca superó el fiasco. Por eso la revisión del zapatismo de José Vasconcelos, fundamentada menos en un análisis sociopolítico que en una visión profunda, violentamente personal de la Revolución y sus actores, significó una gota de aceite en el océano de los testimonios favorables al caudillo suriano, como los de Gildardo Magaña y Octavio Paz Solórzano, en los cuales Zapata se mantiene intacto como Apóstol del Agrarismo.
Conclusiones
En su clásico estudio sobre las representaciones literarias de la Revolución, Edmundo Valadés observa:
[…] la mayoría de los novelistas de la Revolución no llegan a hacer el gran retrato que merecía Zapata, no llegan a calar la personalidad de quien concreta el más resuelto anhelo popular de la Revolución. Para ellos, cuando más, se queda en enigma su psicología y su carácter, si no se dejan llevar por el prejuicio o por el propósito deliberado con que lo presentó la prensa de la época, de no querer ver en él sino a un general cruel o pintoresco.78
Estas palabras conforman un ejemplo de cómo los comentaristas, valedores y difusores de la cultura -si bien no necesariamente con conciencia de ello- contribuyen a la creación y consolidación de un clima propicio para ciertas expresiones y no tanto para otras; quiero insistir en la palabra clima, pues no me refiero a políticas abiertas ni mucho menos a coacción estatal. Valadés, hijo de un veterano de la Revolución, asegura que nadie logró el retrato que Emiliano Zapata, el gran paladín popular de la lucha armada, merecía; nótese el verbo elegido por el autor de La muerte tiene permiso: al dictamen literario le precede una certeza política, por lo que para él toda reconstrucción con tintes negativos del caudillo es achacable al prejuicio.
Si bien los años treinta iniciaron con un debate sobre la función que debía desempeñar la literatura en la reconstrucción simbólica, discursiva del país, sería una necedad negar que el nacionalismo revolucionario ocupó los terrenos centrales de la cultura de modo intimidante, disuasorio. Dicho nacionalismo implicaba la Revolución no únicamente en tanto oportunidad estética, sino también -y sobre todo- como programa político,79 al cual se ajustaba un Zapata más espiritual que corpóreo, uno circunspecto y resuelto, pero no hosco ni violento, empático pero nunca risueño, iletrado aunque con caudales de intuición y sabiduría popular. Esta imagen del Rayo del Sur, desprovista por el orden letrado casi completamente de cualquier atisbo de auténtica rebeldía, no consintió la discusión porque la realidad de los mitos, epistémicamente apodícticos, no se discute: es.
En términos estrictamente literarios, la fijación de Emiliano Zapata como mito nacional e institucionalizado de la Revolución -ajeno a la vitalidad y la indocilidad del mito popular, cuyo sentido y cuyos valores encuentran siempre el modo de desafiar la petrificación- dio pie a textos en los que el caudillo carece de psicología y cuya anécdota está decidida por una pasión de Cristo particular, a la vez que marginó otros tantos, como el drama de Mauricio Magdaleno o las curiosas historias del ingeniero Elías L. Torres. Las escasas obras que resistieron el transcurso del tiempo, en su diversidad estilística y en su calidad dispar, son básicamente narraciones consagratorias.
La literatura de los años treinta, pues, no perturba al mito institucionalizado de Emiliano Zapata, afirmación que no aplica sólo para los años treinta -aunque ésta es una hipótesis que demandaría otro trabajo-. Sostiene Ariel Arnal que Zapata estaba al tanto del poder de su imagen, la cual diseñó a consciencia ante la lente de la cámara.80 Él mismo construyó ese hieratismo, ese cuerpo rígido, esa mirada enigmática que parece impedir el escrutinio psicológico de quienes no formaban parte de su particular orbe, como sería el caso de todos los escritores citadinos que durante el período referido escribieron sobre él con temor, repulsa o admiración; Zapata mismo, en pocas palabras, parece haberle obstaculizado el camino a una literatura que no fuera deificante.