Es imposible entender la economía de un país sin vincularla con el régimen político en el que se sitúa: si no se estudian tanto el mercado como su regulación, así como el papel que desempeña el Estado entre los distintos factores que determinan las relaciones de producción, distribución y consumo. Sostengo que la economía política es la base de cualquier análisis capaz de comprender el entramado profundo de los intercambios entre trabajo y capital y, dentro de ese marco, las aportaciones de los historiadores de la economía son fundamentales. De hecho, el estudio histórico de esas relaciones de intercambio está en el origen de la disciplina y es, también, la fuente ineludible de las corrientes principales que han dominado el estudio de esa materia desde la segunda mitad del siglo XIX: el materialismo histórico y, más tarde, el enfoque neoclásico. Sin historia, la economía no sería mucho más que una técnica de contabilidad financiera.
Gracias a los estudios sobre la historia de la evolución económica podemos comprender la influencia directa de los sistemas políticos en el crecimiento y la distribución del ingreso, así como los orígenes (y las razones) de la desigualdad y la acumulación injusta de la riqueza. Aunque cada una de las disciplinas de las ciencias sociales cuenta con su propia referencia epistémica, los vínculos entre ellas son indispensables para la comprensión de fenómenos que, de hecho, están inexorablemente enlazados. Más allá del enfoque que cada quien decida adoptar para interpretarlos, es ineludible el recuento de los hechos y de las decisiones que se van eslabonando en torno de la generación y la apropiación del ingreso y de la riqueza. Son la materia prima de la que emerge el diálogo interdisciplinario y la sinapsis epistémica que reúne a las ciencias sociales con sus progenitoras: la historia y la filosofía.
De eso trata The Mexican economy, de Enrique Cárdenas (Agenda Publishing, 2022), donde retoma algunos trazos de su obra El largo curso de la economía mexicana. De 1780 hasta nuestros días (Fondo de Cultura Económica y El Colegio de México, 2015) y revisa sus contribuciones a la historia de la política económica mexicana en el siglo XX (Cárdenas, 2013), para seguir probando que la evolución económica del país resultaría imposible de explicar sin referirse, al mismo tiempo, al entorno político en el que ha venido sucediendo. Una tesis que recuerda la conocida afirmación de Lenin, según la cual la política es la expresión concentrada de la economía y es aquella, la política, la que controla los procesos productivos y las relaciones de mercado.
Coincido con esa visión: la evolución de la economía mexicana ha dependido, para bien y para mal, del régimen político que la ha gobernado, incluso si se estudia desde la posición neoliberal más acentuada. Lo que resulta indiscutible para la visión marxista, que entiende al Estado como una entidad subordinada a los intereses de la burguesía que domina los medios de producción y, por ende, los del poder político, es válido también para entender la forma en que el neoliberalismo concibe el papel que debe desempeñar el régimen político a favor del crecimiento del mercado: estorbar poco, regular lo menos posible, construir confianza en las instituciones que protegen las relaciones de producción y de distribución del ingreso y la riqueza. Desde ambos miradores, el motor que ha conducido la locomotora de la historia ha sido esa tensión constante entre riqueza y dominación: entre las fuerzas que mueven a la economía y las que dominan al Estado. Y a la historia económica de México todavía deben añadirse otros dos factores: el de su herencia colonial y el de la dependencia.
Uno de los autores emblemáticos de esa postura liberal -quien creyó ver en la caída del muro de Berlín el fin de la Historia-, escribió después un largo alegato a favor de la construcción de la confianza en los mercados, como la principal aportación que deben hacer quienes dirigen el Estado (Fukuyama, 1996). Esos autores que miran a la libertad de los mercados como la clave para sortear todos los obstáculos que entorpecen el crecimiento creen, a la vez, que la única misión de los regímenes políticos es ofrecer seguridad y corregir las fallas de mercado: la tendencia del capital al monopolio, las asimetrías de información, las externalidades negativas, entre otras. Algunos de los estudios más citados sobre políticas públicas han propuesto que esa debía ser la única razón válida para justificar la intervención de los gobiernos en las relaciones económicas: evitar que los mercados se destruyan o se entorpezcan a sí mismos (Weimer y Vining, 2010; Parsons, 2007), en armonía con la postura más radical de los autores que defendieron las bases del neoliberalismo desde mediados del siglo XX (Friedman, 1962; Hayek, 1944). En México, los trabajos de Rolando Cordera y Carlos Tello fueron pioneros para comprender, desde la acera de enfrente, esa tensión que explica los éxitos o los fracasos de la economía y los intereses de la pugna por el poder político (Cordera y Tello, 1981) que, ya en pleno siglo XX, acabaría siendo un debate dominado casi por completo por la concentración excesiva de la riqueza en un pequeño grupo de milmillonarios (Tello e Ibarra, 2012).
Esa tensión ha cruzado por toda la historia política y económica mexicana: de un lado, la necesidad de ofrecer certeza y reglas de largo aliento a la economía de mercado y, de otro, la obligación de redistribuir el ingreso para mantener la estabilidad política, en un ir y venir de posiciones políticas e instituciones que se contradicen, ponen al Estado como el rector supremo de la economía, que no han logrado consolidar ni lo uno ni lo otro: ni una economía francamente abierta a las inversiones privadas y a la competencia bien regulada por los mercados ni una política económica redistributiva sólida, capaz de quebrar los ciclos de la desigualdad y erradicar la pobreza. En sus mejores momentos, la economía mexicana ha crecido por la demanda de sus productos en el mercado externo, como sucedió en los años que iniciaron con la Segunda Guerra Mundial y concluyeron en la década de 1960, bajo la denominación del «milagro mexicano»; o en el periodo conocido como la «administración de la abundancia», a partir de la explotación petrolera potenciada desde 1975-1976, que llevaría a una crisis financiera apenas seis años más tarde. Y, en sentido opuesto, nunca se ha conseguido establecer una base consolidada de justicia distributiva (en el sentido de Rawls, 1979 [1975], y de Sen, 1999) ni promover una verdadera movilidad social basada en la garantía de los derechos fundamentales que protegen a los grupos más débiles de la economía (Ferrajoli, 2016). Como lo describe Enrique Cárdenas, la llamada economía mixta de México ha sido, acaso, el eufemismo para describir ese doble fracaso político y económico.
II
Desde cualquiera de las posiciones del marco ideológico en que cada uno quiera situarse -ya desde el neoliberalismo más radical o ya desde posiciones programáticas más cercanas al socialismo o la socialdemocracia-, la tarea más importante del Estado en materia económica es construir un marco de confianza. La evolución exitosa de la producción y la distribución del ingreso (eludo deliberadamente la palabra desarrollo, por la carga ideológica que se le ha impuesto desde el último tercio del siglo XX) dependen, como lo prueba la historia del capitalismo, de la solidez de las reglas del juego a lo largo del tiempo (Piketty, 2015; Olson, 1992). Pero a diferencia de los espacios donde se dirime la lucha cotidiana por el poder político, en materia económica la confianza no se construye con discursos o programas que ofrecen futuros deseables, sino mediante el cumplimiento inequívoco de las reglas establecidas.
La confianza se construye con instituciones que cumplen sus cometidos, que producen información confiable y que crean, por su apego a las normas conocidas por todos, un ambiente de certeza que no depende de las personas que ocupan posiciones políticas, ni cambian con cada nuevo periodo de gobierno. La confianza en la economía se construye con acciones congruentes y con el cumplimiento permanente y sistemático de lo que está escrito en las leyes que, a su vez, se corresponde con lo que se hace y se dice. Y se construye también con la certeza de que ese curso de acción no estará sujeto a movimientos repentinos ni a decisiones caprichosas, sino que se afincará siempre en el marco del Estado de derecho.
La confianza es resultado de esa triple lógica que explica también la relevancia de las instituciones, entendidas como reglas del juego que se cumplen, que no dependen solamente de la voluntad de algunas personas y que ofrecen certeza a lo largo del tiempo (North, 1990; March y Olsen, 1989). La confianza es una derivada de la certeza. Se atribuye a Carlos Pereyra el haber subrayado que la confianza se construye por micras y se destruye por kilómetros. Pero esa construcción no es una cuestión de palabras entrelazadas sino de conductas efectivamente realizadas: son los hechos y los cursos de acción que se van eslabonando sobre la certeza de lo que ha sucedido y de lo que podría suceder. Ninguna de las aproximaciones al tema desde la mirada de la economía omite esas condiciones fundamentales (Menard y Shirley, 2005). En sentido opuesto, cuando se destruye la confianza por razones políticas, la economía pierde dinamismo y la incertidumbre limita el crecimiento y distorsiona la distribución del ingreso y de la riqueza -redistribución y predistribución, según la afortunada expresión acuñada por Piketty, refiriéndose a las reglas que deben seguirse por encima del lucro (Piketty, 2021)-. Así pues, la desconfianza no sólo incrementa la aversión al riesgo de quienes buscan ganancias, sino que acaba golpeando al conjunto de la población.
Hay una extensa bibliografía que, de manera directa o indirecta, aborda el tema de la confianza desde muy diferentes ángulos. Desde los años de la posguerra, el enfoque de políticas públicas surgió con ese propósito: el de imprimir a las decisiones tomadas por los gobiernos la mayor certidumbre posible, en función de los problemas públicos que comparte la sociedad (Lasswell y Lerner, 1971). Si bien no surgió desde la esfera de la economía sino desde la ciencia política, su influencia en los estudios sobre administración pública ha sido definitiva, como antídoto ante los cambios de orientación en los programas públicos. Ese enfoque se acompañó desde sus orígenes de los estudios sobre la racionalidad con la que los gobiernos van articulando sus cursos de acción y dio lugar, a su vez, al desarrollo posterior de la teoría de las organizaciones (Simon, 1976 [1955]). Cada una de esas corrientes ha tomado su propio camino, pero ambas surgieron en busca de la construcción racional de la confianza. O, dicho de otra manera, en busca de la eliminación de la discrecionalidad y la incertidumbre.
Desde otro mirador, la mayor parte de los estudios que se fueron publicando a partir de la década de 1970 en torno de las transiciones a la democracia, desde gobiernos autoritarios (O’donnell y Schmitter, 1989), tuvieron como punto de partida la misma preocupación acerca de las reglas del juego destinadas a la distribución del poder político, en función de la voluntad manifiesta en las urnas y en condiciones de equidad, deliberación pública e información suficiente. Estos trabajos se concentraron en la construcción de confianza en las elecciones y en sus resultados, asumiendo incluso que la consolidación de los regímenes democráticos podía observarse cuando los perdedores de una contienda legítima por cargos públicos no aspiraban sino a competir en la siguiente, bajo las mismas reglas del juego (Przeworski, 1985) o, como lo afirmó alguna vez el expresidente de España Felipe González, buscando el objetivo de garantizar la aceptabilidad de la derrota.
Ninguna de esas aproximaciones teóricas tuvo a la economía como su objeto de estudio; pero, tanto del lado de la distribución del poder político como desde el mirador del ejercicio del mando otorgado en las urnas, ese conjunto compartía el mismo interés en otorgar confianza en las instituciones, ya electorales o ya gubernativas, para evitar que la forma de llegar o la forma de ejercer los poderes públicos inyectara incertidumbre a las relaciones sociales. Y no es exagerado afirmar que a partir de la segunda mitad del siglo XX prácticamente todos los estudios sobre la evolución (y en fechas más cercanas, sobre la involución) de las democracias y sobre la integración y el funcionamiento de los gobiernos han girado en torno del eje de la confianza y del papel que deben desempeñar las instituciones para garantizarla (Levitski y Ziblatt, 2018).
Con ese mismo objetivo, a partir de la década de 1990 inició un nuevo movimiento social e intelectual que pugnó por la apertura de la información pública, aprovechando los avances de la tecnología de información y comunicación y que ha dado lugar, a su vez, a la creación de instituciones responsables de procesar, salvaguardar y poner a disposición del público los documentos, las cuentas financieras y toda la información que producen y utilizan los gobiernos, con la única salvaguarda de la seguridad nacional y con la taxativa de proteger de la publicidad los datos personales entregados a las autoridades por los particulares (Peschard, 2018). Desde entonces, cada vez se fueron sumando más países al compromiso de abrir la información que producen y manejan al escrutinio público, así como los principales organismos internacionales, con la misma intención de generar confianza sobre las decisiones y los cursos de acción que cada uno ha venido adoptando.
De otra parte, ya en el siglo XXI, y por iniciativa del expresidente de Estados Unidos Barack Obama -respaldada en 2011 por el entonces presidente Luis Inácio Lula da Silva, de Brasil, y a la que se han sumado ya 78 países-, nació la Alianza por el Gobierno Abierto (opengovpartnership.org), que de manera explícita busca la transparencia, la rendición de cuentas, la participación ciudadana y la innovación. La idea que está detrás de esa alianza es la construcción de un «modelo de gobernanza abierto y horizontal» entre ciudadanos y autoridades públicas, cuyo propósito no sólo es generar confianza en los procesos decisivos sino involucrar de manera creciente a un mayor número de personas interesadas en incidir sobre los cursos de acción de los gobiernos. Esa alianza fue presentada en la Asamblea General de las Naciones Unidas y ha generado planes e informes por cada uno de los países que la integran, a partir de las propuestas y de las recomendaciones formuladas por los órganos centrales de gobernanza que la conforman.
Ese conjunto de aproximaciones teóricas y prácticas generadas desde la academia, pero adoptadas por las instituciones públicas de manera cada vez más extendida en el mundo, fue modificando la idea de la confianza en los resultados ofrecidos por los gobiernos -sancionados, acaso, a través de los procesos electorales- por otra dirigida hacia los procesos y las normas a través de las cuales se toman las decisiones que afectan a la sociedad. Hasta bien entrado el siglo XX, prevaleció la tesis según la cual los gobiernos democráticos eran juzgados en cada ciclo electoral, a la luz de los éxitos o los fracasos que hubiesen acumulado a lo largo del periodo para el que fueron elegidos y, solamente de manera excepcional, podían ser expulsados mediante procedimientos parlamentarios más o menos rígidos -como votos de desconfianza, juicios políticos o revocaciones de mandato, según el tipo de régimen de cada país-. Esos medios de castigo y de salida anticipada de los gobiernos siguen vigentes. Pero durante el siglo XXI aquellos otros medios de monitoreo, evaluación y seguimiento de la operación cotidiana de los gobiernos fueron cambiando el foco de atención hacia los procesos mismos, dejando atrás la vieja idea del gobierno como una caja negra (Easton, 2013) en la que se procesan las demandas ciudadanas para convertirlas en asuntos públicos, que esperan solución luego de que las maquinarias del Estado actúan para atenderlas.
Con ese cambio de enfoque, la confianza dejó de estar afincada solamente en la deliberación pública que antecede a los procesos electorales donde se renueva o se ratifica a los partidos que gobiernan y los programas, mientras que la salida de las crisis de gobernabilidad o las derivadas de situaciones emergentes -como los escándalos de corrupción o la toma de decisiones francamente opuestas a los mandatos constitucionales- dejaron de ser tratadas como atribución exclusiva de los poderes judiciales o los congresos y los parlamentos, para convertirse en asunto público en el sentido más amplio de esta expresión (Rabotnikof, 2005); es decir, como cosa de todos, que se conoce y es abierta al escrutinio general. Dicho en una nuez: la confianza pasó de los resultados a los procesos y, en consecuencia, pasó de ser juzgada en elecciones a ser revisada de manera continua. Es evidente que las nuevas formas de comunicación digital han influido mucho en ese cambio y lo es, también, que esa mudanza de la confianza antes construida en resultados y hoy situada en la vigilancia de los procesos, hizo también más frágil la estabilidad de los gobiernos. Hoy existe un debate abierto sobre las consecuencias que ese cambio ha traído a las democracias que estaban en vías de consolidación y también sobre la calidad actual de la deliberación pública, dominada de manera creciente por la inmediatez y la volatilidad de las redes electrónicas.
Lo que estamos atestiguando en el mundo de nuestros días es, así, el desafío que enfrentan los gobiernos para adaptarse a ese cambio o combatirlo. La pugna por el lugar en el que ha de construirse la confianza se ha convertido, cada vez más, en una batalla entre la retórica política de los gobernantes que defienden sus espacios de poder bajo el supuesto de combatir a quienes se niegan al cambio (Applebaum, 2021) y la verificación constante de datos y procesos que realizan sus críticos y sus oposiciones (World Justice Project, 2022). Empero, exigidos por las nuevas capacidades sociales de obtener y verificar información en tiempo real, los gobiernos tienden cada vez más a trasladar hacia el pasado la desconfianza que se entreteje en las redes electrónicas, a potenciar la polarización política y a minar a las instituciones que contrapesan sus decisiones (V-Dem., 2023). En ese entorno, la construcción de la confianza atraviesa también por una tensa dicotomía entre la fuerza de los liderazgos políticos personales y la legitimidad de las instituciones ya establecidas.
III
El libro de Enrique Cárdenas no sólo describe la penosa evolución histórica de esos anclajes de confianza institucional en el caso mexicano, sino las tensiones que siguen vigentes y las que se han producido en los primeros años del siglo XXI, ante la emergencia de nuevas reglas del juego destinadas a garantizar que los procesos decisionales del gobierno de México se correspondan con el marco jurídico constitucional, en un ambiente de transparencia y rendición de cuentas. El texto se refiere, en particular, a los dos ámbitos que cobraron mayor relevancia a partir del año 2000: de un lado, el que de manera genérica apostó por el principio constitucional de máxima publicidad en todas las acciones y decisiones gubernativas, así como la creación de nuevas reglas para prevenir y castigar actos de corrupción; y de otro, el que ha intentado regular la competencia económica y los mercados de energía y telecomunicaciones. Empero, tal como ha sucedido en otros países, también en México se ha producido una pugna entre el liderazgo político personal del titular del Ejecutivo y ese marco constitucional y reglamentario previo. De modo que la operación de esas instituciones ha encontrado un ambiente de hostilidad y, en ocasiones, de franca resistencia por parte de los gobiernos, lo que, a su vez, paradójicamente, ha medrado sobre la confianza que esas instituciones estaban llamadas a construir.
Como lo muestra Cárdenas, uno de los mayores obstáculos que ha enfrentado el crecimiento económico mexicano ha sido la ausencia de un ambiente institucional suficientemente sólido para otorgar confianza en el largo plazo pues, a lo largo siglo XX, las reglas del régimen político mexicano dependían, en todo lo fundamental, del presidente de la República y el partido mayoritario que lo respaldaba. De aquí que, en cada sexenio, no sólo hubiese modificaciones y rectificaciones sobre las reglas establecidas sino francas contradicciones y, con frecuencia excesiva, pactos políticos para burlar esas normas y cometer actos de corrupción. Fue con el propósito de modificar esos arreglos metaconstitucionales o francamente ilegales que surgieron, ya en pleno siglo XXI y después de la alternancia en la presidencia de la República, las instituciones a las que se refiere el autor: nuevas reglas para acotar el poder presidencial y otorgar confianza a la economía, no sólo en términos de la seguridad de las inversiones, sino del fortalecimiento del Estado de derecho en su conjunto.
Otorgar certeza es uno de los rasgos fundamentales de las instituciones, en sustitución de la voluntad caprichosa, cambiante e interesada de las personas, a fin de ponerlas a salvo de las relaciones que no buscan ni el crecimiento económico ni la redistribución del ingreso, sino la acumulación de poder político. Cuando una institución se confunde con la persona que la dirige, se sabe que esa institución es frágil y que no está cumpliendo con la primera de sus funciones, que es justamente la de otorgar certidumbre a las reglas del juego establecidas. Lo más importante es evitar que las personas que encabezan esas instituciones modifiquen o traicionen la misión para la que fueron creadas. De no ser así, como lo demostró Ostrom (2015) con la metáfora de la tragedia de los comunes, la ausencia de esas reglas y los intereses cruzados de quienes participan en un mercado determinado tenderán a convertir a esos participantes en depredadores. Por eso es fácil detectar dónde existe una institución frágil; basta con verificar si las personas que la dirigen pueden cambiar algo por capricho o por interés político, o si tienen restricciones ciertas y observables para garantizar que cumplan con las obligaciones y los mandatos que deben honrar. De aquí la relevancia de los sistemas de acceso a la información y de los procesos de rendición de cuentas sobre las tareas que se otorgan a los servidores públicos.
Por otra parte, las instituciones no sólo deben anular la frivolidad o la veleidad de las personas que las dirigen, sino dar certidumbre a la planeación de largo plazo. En este sentido, la solidez institucional también contribuye a la garantía de que los marcos en los que se toman decisiones no se modificarán repentinamente o, si lo hacen, todas las personas tendrán medios de defensa disponibles para evitar costos de transacción imposibles de sufragar. Abundan los ejemplos que no se refieren solamente al mercado, sino a la vida cotidiana: los estudiantes que se inscriben en universidades consolidadas no temen que en cualquier momento futuro esas casas de estudio cerrarán sus puertas o cambiarán repentinamente sus planes de estudios mientras ellos van a la mitad de su trayectoria académica; quienes se someten a un tratamiento médico en una institución de salud deben contar con la certeza de que podrán continuarlo hasta recuperar su salud, sin padecer cambios que comprometan su vida; o quienes reciben algún tipo de subsidio para paliar una situación de vulnerabilidad física o de ingresos, han de confiar en que pueden planear su vida sobre la base de la certeza de que esos apoyos no terminarán de una día para el otro, en función de intereses políticos que les son ajenos. Las instituciones ofrecen certezas y permiten a las personas planear, participar, organizarse; integrarse a sus relaciones individuales, económicas, sociales, de toda naturaleza y, por lo tanto, tener certeza de largo plazo.
En su narración sobre la historia económica mexicana, el doctor Cárdenas advierte, con toda razón, la fragilidad singular que ha existido en la operación cotidiana del Estado en materias especialmente sensibles para la construcción de confianza, como el acceso a la información, el combate a la corrupción y la errática regulación de los mercados. Y nos hace notar que esa debilidad explica, en buena medida, los tropiezos de la economía mexicana en su conjunto. Sumido en una evidente contradicción, el Estado mexicano ha bloqueado, simulado o procrastinado los instrumentos que se dio para garantizar que las instituciones efectivamente cumplieran con la misión que les ha sido otorgada, al menos, en esas áreas que influyen directamente en el desempeño económico.
Añado, por mi parte, que ya en el año 2023 hay evidencia más que suficiente para probar que el derecho de acceso a la información no se ha cumplido a cabalidad ni se han respetado las reglas establecidas para garantizar la existencia de archivos institucionales. Por el contrario, en los primeros meses se puso en indiscutible evidencia el rechazo del gobierno mexicano a la misión entregada al órgano garante de la transparencia y se presentaron iniciativas legales para extinguirlo. De otra parte, el sistema creado en 2015 para combatir la corrupción no logró establecer una política nacional anticorrupción sino hasta 2020 y no empezó a funcionar de manera formal e integrada sino hasta el mes de octubre de 2022, mientras que en las entidades federativas esos sistemas no han logrado ponerse en funcionamiento sino excepcionalmente y sin haber logrado cumplir todos sus cometidos (Merino, 2023). Bajo los mismos supuestos, según los cuales importan más los liderazgos políticos que el cumplimiento de las reglas del juego, el gobierno mexicano también ha propuesto la desaparición de la secretaría técnica de ese sistema y ha insistido en la inutilidad de ese diseño en su conjunto.
El periodo en el que esas instituciones fueron creadas para desmantelar los poderes excesivos del régimen presidencialista inició con la derrota del partido que fue hegemónico durante la mayor parte del siglo XX mexicano. Fue la alternancia en la presidencia de la República y la conformación de una nueva mayoría opositora en el Poder Legislativo lo que detonó la emergencia de esas instituciones de contrapeso. Empero, surgieron desde dos miradas paralelas: de un lado, las que apuntaron hacia la consolidación del nuevo régimen pluralista y democrático, construido sobre la base de procedimientos electorales cada vez más exigidos y vigilados, así como de instituciones garantes de la máxima publicidad y de prevenir y bloquear cualquier acto de corrupción; y de otro lado, las que se establecieron para evitar que la intervención del Estado o la negociación de prebendas y privilegios políticos pusiera en riesgo la libertad de los mercados en áreas clave del crecimiento económico.
El hecho de que ambos trayectos ocurrieran de manera simultánea ha favorecido la idea según la cual ambos conjuntos de normas habrían surgido para minar las capacidades del gobierno y favorecer los intereses de las grandes empresas y los capitales transnacionales. El deterioro de las dos grandes empresas productivas del Estado, dedicadas a la explotación del petróleo y la generación de energía (Petróleos Mexicanos y Comisión Federal de Electricidad), que quiso paliarse rompiendo el control monopólico que ejercían para apostar por el mercado privado internacional, abonó aún más a esa percepción. De modo que, a partir de 2018 y tras la tercera alternancia en la presidencia de la República, el gobierno mexicano ha emprendido una ofensiva frontal en contra de todo ese conjunto de instituciones aduciendo que todas obedecieron al neoliberalismo, sin distinguir las que nacieron para consolidar la democracia -desde la garantía del voto hasta la rendición de cuentas de los cargos ganados en las urnas- de aquellas otras que buscaron disminuir la participación del Estado en la economía.
La construcción de la confianza a través de la certeza que deben ofrecer las instituciones consolidadas ha vuelto, así, al punto de origen: el éxito o el fracaso de esas reglas se ha puesto, una vez más, a disposición de las estrategias políticas establecidas desde la presidencia de la República y respaldadas por el partido mayoritario. Como sucedió a lo largo del siglo XX, el cumplimiento de las normas y la garantía de que no serán vulneradas por razones políticas ha vuelto a depender mucho más de la lealtad o la enemistad con el titular del Ejecutivo y su grupo de colaboradores que del marco institucional en el que se desenvuelve la economía del país. Además, el desmantelamiento que estamos atestiguando (en el primer tercio del siglo XXI) no afecta solamente las reglas que se habían fijado para abrir nuevas oportunidades de mercado a la iniciativa privada, sino también la paulatina democratización del régimen político que inició desde la última década del siglo anterior. No sólo se han revertido las reformas proclives al mercado, sino también las que acotaban y limitaban las decisiones discrecionales de la presidencia de la República, incluyendo el control de los procesos electorales, el acceso a la información, la fiscalización independiente de los recursos públicos, el control de la corrupción y la rendición de cuentas.
El doctor Cárdenas enfatiza que mientras no seamos capaces de entender, asimilar y llevar a la práctica la defensa de esas instituciones que construyen confianza será muy difícil mantener estable la economía del país e imaginar proyectos de largo aliento para proteger, a un tiempo, las inversiones, las capacidades fiscales del Estado y las políticas públicas destinadas a garantizar derechos sociales para las personas más vulnerables. La historia económica que recupera el autor en la obra que nos ocupa enseña que mientras no se entienda la conexión lógica y técnica que hay entre el crecimiento y la redistribución del ingreso, a partir de instituciones creíbles y consolidadas, será mucho más difícil arraigar políticas exitosas para combatir la pobreza, disminuir las brechas de la desigualdad y erradicar las múltiples exclusiones que dañan a la sociedad mexicana. Y ese marco de certidumbre y confianza no puede otorgarlo una persona, sino un conjunto de instituciones protegidas de los vaivenes de los intereses políticos cotidianos.
Así de clara es la conclusión a la que nos invita a llegar el doctor Cárdenas en esta materia: no son las personas y sus buenas ideas, por buenas que sean; tampoco son los líderes políticos, aunque tengan las mejores intenciones y el mayor respaldo político temporal; ni son las decisiones perentorias sexenales o trianuales las que determinan el éxito económico de una nación. La clave de bóveda está en la calidad de sus instituciones y en la solidez de su Estado de derecho.