Sobre el motivo de este ensayo
El filósofo Walter Benjamin fue quizá el primer pensador en proponer un análisis de la ciudad desde un acercamiento filosófico laberíntico, único en su tipo. A través de textos como el Libro de los pasajes buscó extender su crítica hacia el empobrecimiento de la experiencia humana, que en su vertiente citadina aceleró, a su juicio, esta pauperización. De entre todas las vías que tenemos para comprender el pensamiento de Benjamin sobre la experiencia de la ciudad industrial capitalista, creemos que sus examinaciones sobre figuras como la del bohemio y el flâneur nos proporcionan suficientes herramientas para sopesar dicha experiencia y significarla.
El propósito del presente ensayo no sólo es recuperar esta reflexión, sino añadir dos propuestas más a sus fisonomías, las cuales juzgamos fundamentales para situarnos en el estudio de la experiencia de la ciudad contemporánea; cabe aclarar que ésta es apenas una propuesta en la que buscaremos profundizar en futuras investigaciones. Por lo pronto, formulamos dos preguntas sustanciales para este trabajo: ¿En qué medida la experiencia citadina ha mutado con la integración de la obrera y el obrero? Y, por otra parte, ¿cuáles serían algunas de las características que definan la vivencia de las mujeres en la naciente ciudad industrial, que amplíen la comprensión de la experiencia citadina? Una vez abordadas las ideas que consideramos importantes para nuestra reflexión, nos guiaremos a través del método dialéctico benjaminiano para dilucidar de qué manera y cómo podrían integrarse estas nuevas formulaciones a la revisión de la experiencia citadina que recién germinaba.
I. La experiencia ilustrada y la experiencia vivida
La fuente de la existencia se encuentra en la totalidad de la experiencia, siendo en la teoría donde la filosofía alcanza lo absoluto, y lo alcanza en tanto que existencia.
Walter Benjamin
La experiencia es un concepto que, aunque tiende a cierta unidad, parte de lo múltiple, de la diversidad fenomenológica que se aparece ante nosotros. A pesar de esta inestabilidad para conceptualizarla, la historia de la filosofía se ha encargado de brindarnos luz sobre el concepto de experiencia. Vinculamos la experiencia con la epistemología, pero también con la metafísica, más tarde con la estética e incluso la historia; en las cuatro disciplinas coincide su relación con el conocimiento o un tipo de saber y hacer. Pero, con el paso del tiempo, desde la propuesta filosófica marxista, la escuela de Frankfurt y las cada vez más frecuentes críticas a la modernidad, el concepto de experiencia, entendido como un tipo de conocimiento sensible, incluso medible, no bastó para contrastar los hechos históricos, sociales y políticos que han sucedido a raíz de la modernidad. Era necesario repensar la experiencia por su peligrosa proximidad con la fría ciencia de los datos, las evidencias, y su distancia de la realidad social y política. Tal experiencia, inscrita en la ciencia moderna, más cerca del experimento que de la vivencia, se hallaba en proceso de desaparecer por las condiciones del naciente capitalismo. Modernidad y capitalismo condujeron a la experiencia a su posible desaparición.1
Por ahora anclaremos nuestra reflexión en una doble lectura de la experiencia; por una parte, aquella que la entiende como una confirmación empírica de ciertos datos y, por otra, una vivencia previa a cualquier juicio,2 pero también, mediada por el discurso.3 Es decir, pensamos la experiencia en función de la sensibilidad, pero también como producto de nuestras reflexiones o juicios sobre la realidad. Tenemos experiencias directas (e incluso meramente subjetivas) y otras que requieren juicios o reflexiones, para ordenar y dar forma a aquello que accede a nosotros a través de ciertas impresiones; hay asimismo experiencias que cobran sentido en el tiempo y el espacio, por el tipo de conexiones que establecen con otros horizontes empíricos. La propuesta de Walter Benjamin es justamente actualizar el concepto de experiencia, incluyendo en su estructura la experiencia temporal singular y las relaciones que la constituyen.4
II. La agonía de la experiencia
Y ahí, en medio de ella, en un campo de fuerzas de explosiones y torrentes destructivos, el diminuto y frágil cuerpo humano.
Walter Benjamin
Entre 1933 y 1936, Walter Benjamin, con su innegable sensibilidad a la devastación de la era moderna, habría notado en la actitud de los soldados que regresaban a casa tras la Primera Guerra Mundial una precarización de la experiencia. La gente regresaba más pobre, pero no sólo materialmente, sino pobre de experiencia, pobre de espíritu. “Con la Guerra Mundial5 comenzó a hacerse evidente un proceso que desde entonces no ha llegado a detenerse. ¿No se advirtió que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos”.6 La gente regresaba muda, llena del silencio de la incomprensión, del dolor intransmisible. Tan pronto la naturaleza pudo hablar, se lamentó, aseguraba Benjamin. Los individuos regresaban mudos de la guerra pues, ¿qué podría comunicar el lenguaje dentro de la barbarie sino un puro silencio, un silencio melancólico, de pérdida?
En la segunda mitad del ensayo Experiencia y pobreza, Benjamin proporciona un ejemplo fundamental para comprender la pauperización de la experiencia: la configuración espacial de la ciudad europea moderna, concentrándose en un detalle característico de la arquitectura industrial: el uso del cristal y el hierro.7
Con la aparición de establecimientos de lujo, inició la construcción en hierro y las experiencias estéticas que consolidaban a la clase burguesa en el ya posicionado capitalismo; así surgieron, en el París del siglo XIX, los pasajes, los mercados cubiertos, las estaciones, las exposiciones y algunas fantasmagorías (mercancías). Refiere Benjamin que se gesta también la pugna entre la forma y las fórmulas: “[s]e desencadenó la lucha entre el arquitecto académico, preocupado por las formas estilísticas, y el constructor, preocupado por las fórmulas”.8 El hierro se convirtió en el material de soporte y resistencia de las nuevas arquitecturas y diseños urbanos. Asimismo, el uso del cristal se hizo frecuente en la construcción de la era industrial; dejaba todo a la vista y borraba cualquier huella humana;9 por muy individualizadas que estuvieran las experiencias de la modernidad metropolitana, resultaba imposible encontrar huellas del individuo en el espacio citadino, su aparición era volátil y breve. La individualidad burguesa sólo perduraba en el interior del refugio que intentaba preservar las huellas de la experiencia personal, un universo privado que funcionaba como caparazón.
Cuando entrabas en la habitación burguesa de los años ochenta, la impresión más fuerte, pese a todo el confort que tal vez irradiara, era: “aquí no se te ha perdido nada”. Y aquí no se te ha perdido nada, pues aquí no hay rincón alguno en el que el habitante no haya dejado sus huellas: en los estantes, mediante las figuritas; en el sillón acolchado, mediante las mantitas; en las ventanas, mediante las cortinas; ante la chimenea, mediante la pantalla. Una hermosa frase dicha por Bertolt Brecht viene aquí en nuestro auxilio; dice, “Borra las huellas”.10,11
Como respuesta al anonimato y la obscenidad de la arquitectura moderna,12 el espacio interior burgués se convirtió en galería de coleccionismo, se hizo museo. Las huellas se conservaron de la puerta de la casa hacia dentro, la acumulación de objetos fue la condición de la memoria burguesa, el recuerdo condensado en las mercancías.
Pobreza de experiencia: esto no hay que entenderlo en el sentido de que la gente desee una experiencia nueva. No, bien al contrario: quieren librarse de las experiencias, desean un entorno en el que puedan manifestar sin más, pura y claramente, su pobreza (exterior e interior), es decir, que surja algo decente.13
El recogimiento interior burgués se vinculará después, como hace notar Benjamin, con la idea de individualidad citadina. La individualidad no deja huella en el espacio público. Esta acumulación de mercancías, aunque también de cultura, terminó por agotar a las sociedades modernas del capitalismo industrial, se cansaron porque ninguna experiencia les enriquecía. Además, explica Benjamin, el cansancio conducía al sueño, ese momento de aparente inconsciencia que nos proporciona una pausa en el tortuoso camino de la existencia que no es vital. “Al cansancio le sigue siempre el sueño, y no es nada raro que el sueño compense la tristeza y desaliento del día, y muestre realizada esa vida sencilla y grandiosa para la cual, durante la vigilia, nos faltan las fuerzas”.14 Empero, la idea del sueño en este ensayo de Benjamin tiene una doble lectura. No sólo surgiría, desde la literalidad, en el momento en que dormimos y supuestamente recuperamos fuerzas; el sueño también es, como estableció Goya, “el sueño de la razón que produce monstruos”. Monstruos como algunos de la cultura de masas, “[l]a vida del ratón Mickey es uno de esos sueños de los seres humanos de nuestros días”.15 La cuestión sería, entonces, pensar cuáles son los sueños que nos definen, con cuáles eludimos la miseria de la vida. Benjamin creyó y defendió que esos sueños habrían sido remplazados por mercancías. La humanidad ha llegado a una suerte de síntesis histórica, en la que primitivismo y confort se funden en un movimiento imposible.
La naturaleza y la técnica, el primitivismo y el confort, se han unido aquí ya por completo; y dado que la gente se ha cansado de ese sinfín de complicaciones propias de la vida cotidiana y percibe la meta de la vida como el punto de fuga lejanísimo de una perspectiva infinita de medios, le parece redentora una existencia que satisface en cada momento de la manera más simple y sencilla y, al mismo tiempo, la más confortable; aquella en la cual un automóvil no pesa un gramo más que un sombrero de paja, y en la que los frutos de los árboles se redondean con tanta rapidez como las barquillas de los globos […] Nos hemos vuelto pobres. Hemos ido perdiendo uno tras otro pedazos de la herencia de la humanidad.16
Nos hemos rodeado de vestigios -auténticas huellas- de un pasado que ignoramos y de una historia a la que miramos con indiferencia, o que hemos olvidado en beneficio de lo actual. Pero lo actual no puede comprenderse sin sus ruinas, y allí andamos oscilando entre la desmemoria y el recuerdo. No todo está perdido; Benjamin afirmaba que no toda destrucción es mala. La catástrofe no sería el fin si, por un instante, nos percatamos de los aires de renovación, de revolución, que lleva consigo. Pensar el menoscabo de la experiencia como una oportunidad para llenarla de fuerza, para que germine una vida inundada de cambio, es pensar desde la utopía, sí, pero el valor de la utopía radica en su poder para obligarnos a andar.
III. Andar como práctica cartográfica de la ciudad
Precisamente en el andar radica nuestra aproximación a las dos primeras fisionomías benjaminianas, pues el análisis del pensador berlinés, si bien parte de intereses filosóficos, también dialoga con la sociología urbana y nos acerca a una comprensión específica de la conformación de la ciudad industrial. En “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”, un texto escrito en 1938, Walter Benjamin elabora un reconocimiento de la experiencia citadina a través de la mirada del poeta francés Charles Baudelaire, figura paradigmática que abonó a la posible primera filosofía de la ciudad, la cual nos hereda Benjamin a través de sus complejos y laberínticos apuntes analíticos sobre distintas metrópolis. Tránsito citadino y mercancías parecieran confluir en el bohemio y el flâneur, dos fisionomías que, a través de sus pasos, cartografían la ciudad industrial naciente. Conceptos como pasaje, noctambulismo, huella, remiten al movimiento peatonal, al movimiento de los habitantes de la ciudad, quienes terminan por conformarla, pues la ciudad como tal es lo social, también lo político que permea las configuraciones sensibles que erigen lo urbano.17 A continuación, nos interesa mirar de cerca las fisonomías de dos aportaciones concretas que Benjamin elaboró en sus elucubraciones del individuo citadino del XIX, a las que añadiremos nuestra personal mirada del que sería el principal constructor y paseante del laberinto citadino, como anunciaron Marx y Engels: el obrero. Para concluir, aportamos una sugerencia para ampliar de modos muy interesantes el juicio benjaminiano sobre la experiencia de lo urbano.
IV. Experiencia urbana moderna: el fervor del conjurado
El lazo entre lenguaje y experiencia humana es fuerte, imbricado. En el lenguaje se expresa el ímpetu creador del ser humano, se funde la cultura con la historia, en él germina y emerge el conocimiento, hasta podríamos hablar, a manera de los antiguos, del cultivo de la sabiduría. La experiencia se comunica mediante el lenguaje, se da parte a los otros de la percepción propia, de la vida misma. Sin embargo, los ideales ilustrados que en algún momento guiaron a los seres humanos hacia el plácido mar del conocimiento y la seguridad del puerto de la ciencia, se erosionaron, se debilitaron. La razón dejó de ser un muelle seguro y mostró su admirable capacidad para destruir y acabar con lo más preciado del ser humano: su experiencia y su aptitud para comunicarla. La experiencia dejó de nutrirse con los acontecimientos vitales porque se interpusieron otra clase de intereses e ideas que la condenaban al olvido, al desgaste. Como hemos señalado, Benjamin denunció este desgaste de la experiencia en distintos niveles, en los cuales podemos rastrear el debilitamiento progresivo de las experiencias ricas en significado.
La cultura bohemia del siglo XIX surgió en franca oposición a la consolidada burguesía, si bien en sus inicios tendría que ver con la condición migrante y errante de los gitanos, que arribaban a los países industrializados en busca de oportunidades económicas. Después se utilizarían estos rasgos para definir a los hombres que iban contra el status quo y defendían el dominio y gobierno de sí mismos por medio de actitudes desafiantes y despreocupadas. Estos diógenes del siglo XIX se congregaban para charlar, para cuestionar las reglas y normas de su tiempo y, también, muchos de ellos para conspirar. Así, había quienes conspiraban contra el poder establecido y quienes buscaban el enriquecimiento de la experiencia, que sólo la embriaguez del alcohol, la poesía y la metrópoli podía darles. Para Benjamin, ambos modos de andar en el mundo contenían estrechas afinidades.
Una reseña elaborada por Marx en 1850 sobre los orígenes de la conspiración,18 citada por Benjamin, explica que estos conspiradores esporádicos llevarían con ellos la semilla de la revolución obrera. El bohemio decimonónico se trasladaba de bar en bar compartiendo sus deseos de sedición e inspirando a los trabajadores de su tiempo para sublevarse. Marx atribuyó a los conspiradores dos actitudes ante la revolución: unos estarían comprometidos y puntualmente dedicados a la causa (quienes después conformarían la insurrección proletaria) y otros serían los más laxos, aquellos en los que aún no asomaría el afán renovador pero que sin ellos, los primeros no habrían emprendido camino.
Con la organización de las conspiraciones proletarias, se planteó la necesidad de dividir el trabajo; sus miembros se dividieron en dos grupos: conspiradores ocasionales, conspirateurs d’occasion, esto es, trabajadores que sólo colaboraban en la conspiración junto a sus demás ocupaciones, acudiendo únicamente a las reuniones, y estando preparados para juntarse, a una orden del jefe, en la plaza designada; y conspiradores de profesión, que le dedicaban toda su actividad y vivían de ella.19
Conspirador ocasional y conspirador profesional abonaron para que después, en 1871, aparecieran movimientos transformadores como la Comuna de París. El conspirador ocasional motivó al profesional para reaccionar contra el orden imperante en el París del XIX. Ambos compartían la vida humilde y precaria; los bares, los cafés, las tabernas20 eran su morada, hacían del licor su fuente de calor y de las voces de los camaradas su hogar. “[S]us inevitables contactos con toda clase de gente ambigua, los colocan en aquel estrato vital que se llama en París la bohème”.21 Cada cantina contenía testimonio de las voces de los silenciados, de la narración colmada de historias que urgían por salir del mutismo: la voz del proletariado.
Llama la atención el carácter alegre del conjurador, es sociable, fiestero y, sin embargo, atento al llamado a la revuelta. Como si el conspirador supiera, explica Marx, que su vida y libertad caminan al borde del abismo y, justamente por ello, tiene que vivir cada día con coraje y felicidad, brindando de cantina en cantina “tomando el pulso de los trabajadores”, escuchándolos y midiendo su descontento, su opresión, comprendiendo su malestar e invitándolos a la acción para el cambio. Los bohemios parisinos del siglo XIX son los “oficiales de la insurrección”, sostiene Marx, se adelantaron a la Comuna, “[s]u tarea consiste en anticiparse a la dinámica revolucionaria, llevándola artificialmente a su crisis; una revolución improvisada, sin crear las condiciones de una revolución”.22 Como el grito de la conciencia del proletariado, “[s]on los alquimistas de la revolución”, la invocan con sus palabras y actos.23 Son los militantes empedernidos, “[o]cupados en tales proyectos, carecen de otro objetivo que no sea la caída inmediata del gobierno existente, despreciando al máximo ilustrar a los trabajadores sobre sus intereses de clase, algo mucho más teórico”.24 El conjurador no está interesado en generar conciencia de clase en el proletariado, mucho más que lo está en agitar los ánimos para que hierva la revolución.
En este clima efervescente se encuentra Charles Baudelaire, un bohemio inmediado, le llama Benjamin. En Baudelaire se intuyen las ansias de transformación, en sus letras son casi tangibles las discrepancias con cualquier ámbito que personifique la autoridad, es un provocador subraya Benjamin. Baudelaire fue aquel poeta al que, ebrio de vino y revolución, el conjurado miraba con reconocimiento y camaradería mientras entraba a la taberna, a pesar de que uno alistara obreros para la revolución y el otro escupiera a la élite con su palabra poética; ambos coincidían en su desafío a lo establecido. Un poeta que apostó por la erradicación del arte por el arte de su tiempo, denunció la inopia de sus contemporáneos ante los sucesos mundanos;25 y, aunque no promovió explícitamente el arte político,26 no fue necesario porque su propio actuar y su frecuente cuestionamiento a la autoridad serían semillero de las futuras reformas políticas-estéticas. Si bien Benjamin considera que el autor debe ajustarse a la reflexión política, ésta no necesariamente debe provenir de adoctrinamientos. “La tendencia literaria, contenida de manera implícita o explícita en cada tendencia política correcta, es la que constituye, y no otra cosa, la calidad de la obra. Por eso la tendencia política correcta de una obra incluye su calidad literaria, ya que incluye su tendencia literaria”.27 Es decir, a pesar de que Baudelaire no se pronunciara según las formas políticas adecuadas a los líderes del partido o a los sargentos de la sedición, ya en su propia forma de escribir se encontraba el aire de cambio porque contenía, de manera implícita, la ruptura con lo establecido y una crítica enérgica a la burguesía. Baudelaire fue el conjurado de la poesía que, así como este último iba de bar en bar avivando los temperamentos, éste lo hacía con su pluma.
Pero entre los chacales, las panteras, los linces, los monos, los escorpiones, los buitres, las serpientes, los monstruos chillones, aulladores, gruñidores, rastreros, en la infame casa de fieras de nuestros vicios, ¡hay uno más feo, más malvado, más inmundo! Aunque no hace aspavientos ni lanza agudos gritos, convertiría con gusto a la tierra en un despojo y en un bostezo se tragaría el mundo;
¡es el Tedio!28 -con los ojos inundados de un llanto involuntario- sueña con cadalsos mientras se fuma una pipa.
Tú conoces, lector, a ese monstruo delicado, ¡hipócrita lector -mi semejante- mi hermano!29
La bohemia de París fue uno de los tantos movimientos de resistencia ante el aplastamiento de la experiencia significativa, ante la destrucción de la experiencia humana. Mientras avanzaba la consolidación de la ciudad industrial, no pocos seres humanos protestaron ante sus efectos. El París bohemio mostró resistencia y esperanza en las conciencias revolucionarias gestadas o recuperadas de luchas pasadas. El París al que refiere Benjamin, fue el de las barricadas de la Comuna, el París de los conjurados que bebían y brindaban por la posteridad; de los poetas que, saciados de vino y narcóticos, modificaban el arte desde sus cimientos.
V. Experiencia urbana moderna
1. Soledades congregadas
El legado artístico e intelectual de Baudelaire es provocativo por la repetida confrontación al lector y a la sociedad de su periodo histórico pero, al mismo tiempo, su pensamiento puede insinuarse ambiguo. Esto lo notó Benjamin cuando reconoció en él una disposición bohemia, del conjurado de la clase obrera; asimismo, del poeta interesado tan sólo en su creación y vagabundeo. Baudelaire defendió hasta el último momento un estilo de vida austero y crítico con el establishment, sus letras fueron frecuentemente críticas con su contexto. Ahora bien, otra ambivalencia que consideró Benjamin en sus estudios sobre Baudelaire fue el paso del talante bohemio al del flâneur. En Baudelaire es posible seguir las huellas de ambas condiciones. Fue un bohemio crítico, provocador, sus textos podrían ser un oasis para el inconforme, para el lector subversivo y, simultáneamente, fue un despreocupado explorador del asfalto, un paseante de la ciudad moderna.
Es importante recordar que estas dos aproximaciones elaboradas por Benjamin sobre el habitante de la ciudad parisina moderna, a través de la figura de Baudelaire, son relevantes para nuestro análisis porque serán el puente que conecte dos aspectos de la experiencia humana, en especial de la experiencia surgida en la ciudad industrial capitalista, a saber, aquellos que revelan un deterioro.
Antes de arribar a las ideas que nos parecen considerables para nuestro estudio, regresemos al mismo Baudelaire, quien dejó un rastro reconocible sobre las características de la vida citadina y las modificaciones en la experiencia del ser humano moderno. En efecto, la configuración del flâneur parisino puede indagarse en las descripciones poéticas de Baudelaire. Así, libros como Las flores del mal (1857), el Spleen de París (1869) o El pintor de la vida moderna (1863) llevan consigo el inventario idiosincrático del paseante ocioso y solitario. Algunos de sus ensayos y poemas en prosa son también testimonio del ánimo moderno que inundaba la Europa del siglo XIX. Baudelaire sentía fascinación por las aglomeraciones y los ríos de gente que poco a poco crecían en las ciudades; las personas migraban del campo a la ciudad e incluso de regiones más apartadas, para buscar oportunidades de trabajo en los centros urbanos. Luego estaban aquellos, claro, que compartían este embelesamiento por la muchedumbre y hacían de la ciudad, la gente, el ruido citadino su hogar. Este París del XIX fascinaba a las personas por razones materiales, económicas, pero también estéticas. El motivo de su encantamiento por la urbe, el poeta parisino lo atribuyó a sus inclinaciones estéticas, antropológicas e incluso arqueológicas, más no económicas. Es Benjamin quien, más adelante, explicó cómo el flâneur fue cayendo progresivamente en la trampa del mercado y su interés estético se convirtió en fantasmagoría. En Baudelaire hay todavía un espíritu infantil, una sorpresa frecuente por el gentío, por los transeúntes y por la facilidad con que podía ser devorado por ellos. Bastaba salir del recinto donde uno se encontraba para que, de modo automático, se podría decir que hasta coreografiado, la muchedumbre hiciera parte de ella a cualquier individuo. A Baudelaire también lo maravilló uno de sus autores predilectos con sus descripciones sobre las concentraciones de gente en la ciudad.
Edgar Allan Poe, calificado por Baudelaire como “la pluma más poderosa de su época”,30 mostró el horror de la despersonalización a la que uno se somete cuando se introduce en la multitud. Poe, como muchos otros modernos, se vio seducido por el movimiento de la muchedumbre. En el cuento “El hombre de la multitud” caracteriza la mirada voyerista de quien contempla con distancia los ríos de gente; sin embargo, cuando surge la curiosidad por vivir de cerca el transitar del tumulto y se interna en él, aparece el terror por la pérdida de la individualidad, el miedo de dejar de ser quien se es y trocar en un sujeto sin faz, uno más de la multitud; porque, como sabemos, la razón que lo empuja a penetrar en la oleada de gente es justamente la de un hombre extraño, que irónicamente puede ser cualquier hombre, incluso él mismo. Y se horroriza. El horror aparece cuando el yo muda a un no-yo, a un uno pero no integrado sino informe, una masa donde lo que nos hacía sentir humanos se difumina en los bríos de los sin cara. Más allá del fantástico cuento de Poe y el terror que nos invade al leerlo, llama la atención que este miedo, surgido por la despersonalización, en la posteridad pudo haberse personificado en el obrero de la maquila que sería un enajenado, un sin rostro, un número o elemento estadístico en el proceso de producción.
La gran mayoría de los que iban pasando tenían un aire tan serio como satisfecho, y sólo parecían pensar en la manera de abrirse paso en el apiñamiento. Fruncían las cejas y giraban vivamente los ojos; cuando otros transeúntes los empujaban, no daban ninguna señal de impaciencia, sino que se alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros, también en gran número, se movían incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando consigo mismos como si la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera sentirse solos. Cuando hallaban un obstáculo a su paso cesaban bruscamente de mascullar pero redoblaban sus gesticulaciones, esperando con sonrisa forzada y ausente que los demás les abrieran camino. Cuando los empujaban, se deshacían en saludos hacia los responsables, y parecían llenos de confusión. Pero, fuera de lo que he señalado, no se advertía nada distintivo en esas dos clases tan numerosas. Sus ropas pertenecían a la categoría tan agudamente denominada decente.31
Hundirse en la multitud puede resultar, igualmente, una experiencia solitaria. Como señala Poe, hay un horror por la despersonalización al compartir con lo infinito, con lo inconmensurable; por otro lado, es también refugio para el solitario, se puede estar solo en la muchedumbre porque a nadie le importa la identidad de cada cual, sino tan sólo la facilidad con que nos introducimos en la circulación de la misma. El hombre de la multitud camina como si conociera su destino y, con su andar, borra toda huella tras de sí, no hay vestigio de sus pasos, se pierde en el frenético movimiento urbano, nada en él puede leerse, saberse y de hacerlo, como dice Poe, perdería sentido. El gran atributo de la multitud para el sujeto moderno es el anonimato.
Poe fue un maestro del terror, reconoció lo atemorizante de las muchedumbres y del anonimato, el hombre de la multitud “representa el arquetipo y el genio del profundo crimen […] sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones”.32 El crimen incógnito y el pánico por la ausencia de indicios delinean esa ciudad que observó y narró en el cuento, y que, ciertamente, Benjamin recalcó cuando reflexionó sobre la multitud:
[L]a masa sumida en la metrópoli entre las cuales llamaba la atención una que un informe de la policía ya destacaba hacia el cambio entre los siglos XVIII y XIX. “Es casi imposible”, escribe un agente secreto de París en el año 1798, “mantener un buen modo de vida en una población masificada, donde cada uno, por así decir, es desconocido para todos, sin que necesite en consecuencia sonrojarse ante nadie”. Aquí la masa aparece como asilo que ampara y protege al asocial de los que son sus perseguidores.33
Al contrario, para Baudelaire, la multitud representaba más placer que angustia, por la posibilidad que brindaban la deriva y el deambular por las calles de París con los ojos de un niño, con el asombro de aquello que iba a encontrar, el encuentro con todo. Pobre de aquel que se aburriera dentro de la multitud, pues sería un rasgo de poca sensibilidad hacia el mundo. No es que Poe no sintiera esta grata inclinación estética hacia la muchedumbre, o que Baudelaire no distinguiera el pánico al perderse en ella (o perder a alguien en ella),34 sino que, según las narraciones de sus experiencias, pareciera que para el primero resultó el escenario más adecuado del terror moderno, y para el segundo, el ambiente que lo acogió en sus poéticas andanzas.
Baudelaire vinculaba al paseante citadino con el hombre de mundo35 y lo colocaba en un antagonismo crítico con el llamado artista de su época. El hombre de mundo presta atención de explorador a su entorno. Como el viajero de altamar que se adentra en las profundidades azules del globo terráqueo para descubrir quién sabe qué tierras, el paseante citadino se interna en el mar de asfalto para encontrarse a sí mismo, o no, quizá se interna en la ciudad para perderse a sí mismo. Ambas experiencias son actualizables. De lo contrario, algunos artistas -considera Baudelaire- son personas que no miran más allá de sus narices, no son exploradores más que de sus círculos cercanos, están cortos de miras. “El artista, hombre atado a su paleta como el siervo a la gleba […] vive muy poco, o incluso nada, en el mundo moral y político”.36 El artista del arte por el arte no es hombre de mundo, se encuentra limitado por sus ideas categóricas del arte, y no levanta la mirada para ver lo que ocurre en el contexto, ni siquiera sale a inspeccionar el pavimento.
[L]a mayoría de los artistas son, hay que decirlo, brutos muy hábiles, simples peones, inteligencias de pueblo, sesos de aldea. Su conversación, forzosamente limitada a un círculo muy estrecho, se vuelve muy pronto insoportable para el hombre de mundo, para el ciudadano espiritual del universo […] tomen nota de inmediato de esto: la curiosidad puede ser considerada como el punto de partida de su genio.37
El pecado del artista, criticado por Baudelaire, es su falta de curiosidad, la cual lo condena al naufragio en el tedio o a la comodidad de su pequeño círculo. El hombre de la multitud es distinto, hombre de mundo, vive con una curiosidad infantil perpetua de experiencias significativas. Resulta llamativa la lectura que Baudelaire hace del cuento de Poe, pues más que el temor a lo desconocido, a lo múltiple y sin nombre, él resalta lo fértil que puede ser la muchedumbre para los individuos abarrotados de curiosidad.
Tras los cristales de un café, un convaleciente, contemplando con gozo la multitud, se mezcla, mediante el pensamiento, con todos los pensamientos que se agitan a su alrededor. Recientemente regresado de las sombras de la muerte, aspira con deleite todos los gérmenes y todos los efluvios de la vida; como ha estado a punto de olvidarlo todo, recuerda y quiere con ardor recordarlo todo. Finalmente, se precipita a través de la multitud en busca de un desconocido cuya fisonomía apenas percibida le ha, en un abrir y cerrar de ojos, fascinado. ¡La curiosidad se ha convertido en una pasión fatal, irresistible!38
La curiosidad es la causa del movimiento del paseante citadino, lo impulsa a seguir a la multitud y sus caprichosos senderos, como el flâneur que fue, tal vez, el último acto de resistencia del hombre metropolitano del siglo XIX antes de entronizar al mercado. Aunque tristemente -esa es una de las aportaciones de Benjamin al análisis de esta figura-, no indomable por el mercado. El flâneur entró al mar del fetichismo como otrora lo había hecho con la multitud. La cuestión es que no se entregó mansamente o por voluntad propia, sino que se integró a la fantasmagoría porque su entorno cambió, o porque cambiaron su entorno y lo obligaron a que esas exploraciones citadinas que tanto lo animaban, terminaran en paseos por centros comerciales o caminos que lo dirigían a los mercados.
Dice Benjamin que “[e]l escritor, una vez hubo puesto el pie en el mercado, miró en derredor como un panorama, y sus primeros intentos de orientación los captaría un género literario propio: una literatura panorámica”.39 El paisaje, en especial el urbano, se había inmiscuido en la literatura, murmurándole al oído promesas de éxito comercial. Se elaboraban fisiologías de la ciudad en entregas secuenciales de folletines, lo que importaba era la inocuidad, explica Benjamin, “[e]l comienzo de las fisiologías coincide con las llamadas Leyes de septiembre, es decir, las muy exacerbadas medidas de censura del año 1836. Con ellas se apartó de la política a un grupo de artistas capaces y adiestrados en la sátira”.40 Es curioso pensar cómo se asomaba, en este tipo de censuras, el particular origen de la industria cultural, la cultura de masas y la homogeneización de la cultura que, si bien no censuran la diversidad de propuestas, acaparan un mercado que ellos mismos dictan.41 Para no incomodar, para no agitar los deseos revolucionarios y, sobre todo, para vender, se promovían las fisiologías, lo que terminó formando un tipo de sensibilidad en el lector. Así como al flâneur se le condujo paulatinamente al almacén, y si acaso esta afirmación podría lucir como si, a la manera de Descartes, un genio maligno los hechizara y mal aconsejara para tomar tal o cual camino; apuntamos hacia un ámbito enteramente material, las leyes económicas, el imperio del mercado, lo que vendía más y era ampliamente aceptado por todos, sin generar roces o descontentos, sin conducir a conflictos. Cultura higiénica, esterilizada y reiterativa.
El primer flâneur vagabundeaba embriagado de vino y poesía por las serpenteantes calles de la ciudad naciente; el flâneur del que se ocupa Benjamin, se vio desplazado de la calle al pasaje. La haussmannización42 de París acabó con gran parte de las callejuelas para la caminata citadina. El flâneur encontró placer en la excursión por los pasajes que favorecían el ocio de su caminata; al estar los caminos techados, iluminados y conectados a distintos espacios de la ciudad, la posibilidad para explorar era inagotable.
La calle y el pasaje acogen al caminante citadino, el flâneur pasa horas habitando el bulevar cual si se tratara de su casa, glorifica la ciudad, se entrega manso al laberinto de concreto, hierro y cristal. Con el flâneur aparece también el ocularcentrismo o predominio del sentido de la vista. Explica Benjamin que, al andar por los pasajes, la mirada gobernaba muchas veces al andar, los pasos se dirigían hacia los sitios que resultaban atractivos para mirar, el pasaje era paisaje, panorama. “‘El que observa’, dice Baudelaire, ‘es un príncipe que se halla en todas partes en posesión de su incógnito’”.43 El observador urbano adopta la apariencia del voyerista, del fisgón anónimo que en cualquier café, balcón o pasaje mira todo lo que su capricho le indica. Con frecuencia uno piensa en los escaparates o grandes ventanales de los cafés y comprende cuál es la posición del observador que contempla a través del cristal, como en una visita por el zoológico o el museo, con curiosidad arqueológica.
Si el flâneur se convierte de este modo casi en un detective [ya no el criminal que señalaba Poe] a su pesar, socialmente eso es algo que le viene a propósito: legitima su ociosidad. Su indolencia sólo es aparente pues tras ella oculta la vigilancia de un observador que nunca pierde de vista al malhechor. […] sea cual sea la huella que el flâneur persiga, ha de conducirle al crimen.44
No porque en cada esquina a la que se dirija el flâneur hubiese un criminal, sino porque en cada espacio que recorre habría algo que mirar, algo que denunciar, que juzgar. Todo estaba a la vista de todos. Se hizo de la calle la casa, lo personal se hizo público y, más aún, el espacio se hizo contiguo; la distribución de la urbe propició el acercamiento o, peor aún, el hacinamiento, entonces no hubo lugar ya para lo privado. Así, ese hombre de la multitud que creó Poe en su cuento -afirma Benjamin- se trata del flâneur, “es ante todo alguien que no está cómodo en su sociedad. Por eso busca la multitud; no habrá que buscar lejos la razón por la que se oculta en medio de ella. Poe difumina adrede la diferencia entre el flâneur y el asocial, pues un hombre se hace tanto más sospechoso entre la masa cuanto más difícil es el dar con él”.45
El flâneur se resistía a desaparecer y por eso se apropió de los pasajes y del último espacio que aún pudo serle destinado: el camino al almacén, el paseo por la plaza comercial. Porque aquel callejeo que definía su actividad, que lo invitaba a la excursión fue devorado por la multitud. La multitud que lo trocó en sospechoso y asocial, en asesino o criminal. La culpa fue del ocio, porque no era posible imaginar el paseo ocioso sin pensarlo como improductivo (en el sentido económico), extraño, anormal. “Cuando la multitud forma un atasco, no es porque el tráfico de los coches venga a detenerla […] sino porque queda bloqueada por otras multitudes. En una masa de tal naturaleza no pudo florecer el callejeo”.46 Se comprende, entonces, el horror experimentado por Poe, él veía venir la muchedumbre del futuro, la imposibilidad para caminar o para deambular con libertad sin ser perseguido o señalado. Cabría la pregunta, ¿dónde queda el anonimato? En el tiempo de Poe aún se vivía, se tenía el poder, como su propio cuento lo ilustra, de confundirse en el tumulto, paradójicamente, esto fue desapareciendo por la misma presión de la multitud, la cual empezó a actuar como un mismo juez, como un detective persecutor. Poe lo pronosticó.
La multitud, afirma Benjamin, se desfiguró en multitud de clientes, de compradores; y el paseante citadino se incorporó, como hemos dicho, al mundo de las mercancías. Por ende, al análisis del flâneur habría que agregar, necesariamente, la crítica materialista que arrojó luz a las especulaciones del filósofo berlinés. Si bien es fundamental entender cómo la figura del bohemio aportó elementos inherentes a la imagen del flâneur, la reflexión no estaría completa sin añadir las causas y consecuencias de su aniquilamiento.
2. Soledades censuradas
La experiencia citadina del anonimato, la diversión o el juego poético que puede generar andar y perderse entre la multitud, la estetización del contexto, el ocio y el simple mirar contemplativo del movimiento urbano, sin duda fueron exclusivamente masculinas. Para Baudelaire la ciudad fue motivo poético, campo de experiencias eróticas en donde elaboró un constante paralelismo entre la multitud y lo orgiástico. Por otra parte, la flânerie benjaminiana fue descrita como una actividad desocupada, voyerista, intemporal, ralentizada por la ausencia de motivos lucrativos, con un movimiento dialéctico que oscilaba entre la actividad improductiva al caminar sin rumbo y la reconducción de los pasos hacia los pasajes que ofrecían mercancía… la calle era la casa del flâneur, decía Benjamin. Sin embargo, la experiencia de las mujeres del siglo XIX en la calle, enfrentadas a la multitud, de ninguna manera pudo haberse definido con tales rasgos: antes que motivo erótico o poético, la calle fue causa de inseguridad, de miedo y la idea de la mirada ociosa era una imposibilidad, pues quienes eran objeto de las miradas eran precisamente ellas. El diseño y la habitabilidad de la ciudad industrial estuvieron condicionados por la mirada masculina, que cifraba el espacio público desde su dominación y deseo. A las mujeres se les clasificaba desde la utilidad o el papel que cumplían para el sistema patriarcal. Como explica Lauren Elkin,
[e]l espacio no es neutral […] El espacio que ocupamos -aquí, en la ciudad, los que vivimos en ella- constantemente se hace y se rehace, se construye y se admira […] Una flânerie femenina -una flâneuserie- no cambia sólo nuestra forma de movernos en el espacio, sino que interviene en la organización del mismo espacio. Reivindicamos nuestro derecho a perturbar la paz, a observar (o no observar), a ocupar (o no ocupar) y a organizar (o desorganizar) el espacio a nuestra manera.47
La libertad del paseo en el espacio citadino era privilegio masculino; la mujer sola despertaba sospechas al juicio de los transeúntes, se marginaba con la mirada y se juzgaba como trabajadora sexual porque sólo las llamadas “prostitutas” callejeaban, la flâneuse decimonónica era la prostituta. Como señala Buck-Morss: “Prostitution was indeed the female version of flanêrie. Yet sexual difference makes visible the privileged position of males within public space. I mean this: the flaneur was simply the name of a man who loitered; but all woman who loitered risked being seen as whores, as the term ‘street walker’, or ‘tramp’ applied to woman makes clear”.48 Así, mientras el flâneur disfruta del anonimato y de internarse en la jungla de asfalto, mirando sin ser mirado, la flâneuse que pretendiera lo mismo, sería juzgada como mujer pública o inmoral. “For Benjamin, while the figure of the flaneur embodies the transformation of perception characteristics of modern subjectivity, the figure of the whore is the allegory for the transformation of objects, the world of things […] she is ‘seller and commodity in one’”.49 La percepción de la subjetividad moderna, como señala Buck-Morss, sería por tanto distinta según el género.
Ahora bien, conforme las mujeres se integraban a las labores de la naciente industria del siglo XIX50 hubo quienes, al no tener otra alternativa, migraron del campo a la ciudad. A finales del siglo hubo mujeres que decidieron no formar familias ni unirse en matrimonio con ningún varón. No obstante, esas mujeres solas fueron también rezagadas del espacio social, pues no era común que una persona considerada “no autosuficiente” anduviera sin alguien a quien “deberse”. “¡Una mujer sola! ¿No hay un cierto lamento en la asociación de estas dos palabras?”. Esta exclamación de una periodista inglesa de mediados del siglo XIX se suma al coro de artículos y obras que descubren el problema de las mujeres “superfluas”, llamadas redundant women.51 Ya en la preocupación farisea de la sociedad decimonónica por la soledad de una mujer se hacía notar la discriminación sexual latente en la idea del incuestionable papel subordinado que debía adoptar cualquier mujer para ser considerara digna del espacio social y urbano.
En efecto, precisamente porque se trasladan a la ciudad, las mujeres solas se vuelven visibles. Ante todo, a la mirada de los observadores, también ellos urbanos, que tratan de captar la realidad circundante. Sobre todo por su integración en el tejido social: al abandonar las familias, en las que, en calidad de hijas, hermanas o tías, estaban integradas desde siempre en la unidad de producción, ingresan en el mercado del trabajo y sufren todos los riesgos. Así, la liquidación progresiva de las industrias rurales y la crisis general del empleo agrícola obstaculiza la inserción tradicional de las mujeres solas en la economía doméstica. Se encuentran marginadas.52
Como Buck-Morss, Dauphin también señala que la mujer sola en la urbe es objeto de los observadores, es decir, objeto de consumo alineado al deseo masculino y vista igualmente como mano de obra barata, incluso más que la de un hombre. El lugar que ocuparía la obrera solitaria en la escala de la reificación masculina y la marginación social sería entonces el último.
Durante el siglo XIX, la obrera es la figura emblemática de la mujer que trabaja, tan pronto celebrada, tan pronto condenada; se nos muestra casi siempre como esposa y como madre. Pero la mecanización y la especialización que se aceleran en el curso de este siglo trastornan profundamente la organización de las fábricas y los talleres. Se experimentan nuevas formas de trabajo, particularmente generadoras de soledad.53
Se festejaba que hubiese mujeres trabajadoras capaces, siempre y cuando se mantuviera el papel de dependencia hacia el varón, formara una familia y ésta fuera su prioridad. “[L]a elección o la necesidad de trabajar coloca a las mujeres ante esta alternativa que sella su identidad social y su destino de mujer: oficio o familia. Las barreras no sólo son legales, sino que se desprenden sobre todo del juego social cuando las presiones sociológicas imponen su ley”.54 La obrera solitaria que camina y se pierde en la fascinante experiencia de lo citadino era una imposibilidad, un despropósito, una paria a la que más le valía no ser observada, pues sería depurada por el tamiz de la mirada cosificadora del patriarcado.
Entonces, anonimato, disfrute de la experiencia estética de la muchedumbre, paseo en solitario, ver sin ser visto eran vivencias que la ciudad industrial le brindaba al flâneur, mas a la flâneuse, como apunta Elkin, le estaban negadas o, en caso de explorarlas, sería desde el riesgo y la resistencia. En cada caminata sin propósito en la ciudad industrial las mujeres se veían obligadas a luchar por el espacio público, a defender su libertad para apropiárselo. La soledad de una mujer trabajadora en la ciudad industrial, más que una opción entre las miles para habitar una metrópoli, era un acto de resistencia política ante la dominación masculina.55
VI. El obrero
Dios es obrero
Walter Benjamin
A pesar de las dificultades a las que Benjamin se enfrentó, como que sus textos no le generan reconocimiento en la academia, o que su tesis doctoral sobre el concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán fuera rechazada por la habilitación de profesor, el filósofo berlinés no desistió y continuó escribiendo sobre estas ideas que atravesaron con frecuencia -junto con el marxismo y judaísmo- su sistema de pensamiento. El bohemio y el flâneur contienen matices románticos en sus particulares representaciones, pues dice Benjamin, “[e]n la naturaleza reflexiva del pensamiento, los románticos vieron más bien una garantía de su carácter intuitivo”,56 es decir, a través de estas figuras Benjamin intuye las fuerzas románticas de emancipación, debido a que cuestionó el concepto de experiencia propuesto por el criticismo alemán. Al añadir la intuición a la naturaleza reflexiva del pensamiento, podemos ampliar el concepto de experiencia sentida a experiencia vivida. Por ejemplo, la experiencia vivida del bohemio es fundamental porque, en sus constantes adaptaciones, es posible proponer, por una parte, la del poeta creador y transformador de las formas artísticas y estéticas; pero también la del insurrecto que se federa a los revolucionarios. El vaivén dialéctico en la interpretación de las fisonomías románticas benjaminianas no podría comprenderse en su totalidad sin la experiencia vivida.
La configuración de las ciudades modernas industriales no sería la misma sin los obreros, sin los trabajadores que caminaban y habitaban las ciudades. El obrero formó las ciudades con sus pasos y caminos, también ocupó sus propias manos para construirla; siguiendo la guía de ingenieros y arquitectos erigió con cemento, hierro y cristal la metrópoli capitalista. Pero fueron los obreros, hombres y mujeres, sometidos a los infortunios de la explotación laboral, carne de cañón para la esclavización moderna. El obrero, junto con las demás figuras que hemos analizado, tiene un papel central en la conformación de la ciudad moderna, pues como explica Marx: la ciudad capitalista surgió precisamente por la división social del trabajo. Con la edificación de fábricas a raíz de la revolución industrial, hubo una constante migración del campo a la ciudad, cantidades importantes de hombres y mujeres se trasladaron a las nuevas concentraciones urbanas en donde encontraban trabajo. Es más, no había concentraciones urbanas de las proporciones que se gestarían después del nacimiento del capitalismo. La ciudad moderna no pudo ser posible sin el modo de producción capitalista porque justamente fueron las plantas industriales las que movilizaron a obreros y obreras, que se mudaron cerca para llegar a tiempo al trabajo.
A la manera del señor feudal que tenía cerca a los campesinos que trabajaban sus tierras, o el hacendado que se rodeaba de los peones en el mismo espacio, el capitalista atrajo a la fábrica a la clase obrera. Así, la organización urbana respondería a la división social del trabajo, que en principio llevaba por intención el combate de la naciente sociedad burguesa contra la monarquía absoluta. “El poder estatal centralizado, con sus órganos omnipotentes: el ejército permanente, la policía, la burocracia, el clero y la magistratura -órganos creados con arreglo a un plan de división sistemática y jerárquica del trabajo-, proceden de los tiempos de la monarquía absoluta, y sirvieron a la naciente sociedad burguesa como un arma poderosa en sus luchas contra el feudalismo”.57
La burguesía fue una clase subversiva en la medida en que cuestionaba frontalmente al poder monárquico, su centralización del Estado diezmó a los reyes y su control sobre la sociedad. “La burguesía ha desempeñado en la historia un papel sumamente revolucionario […] Allá donde ha conquistado el poder, ha destruido todas las relaciones feudales, patriarcales o idílicas”.58 La burguesía removió la seguridad de la monarquía hasta los límites de desaparecerla o convertirla en una representación inocua o meramente simbólica. El problema con la nueva burguesía fue que perpetuó la dominación, humillación y explotación de la clase obrera. La monarquía pasó la batuta del sometimiento de la clase trabajadora a la burguesía, el pueblo cambió de opresor. “La moderna sociedad burguesa, surgida del hundimiento de la sociedad feudal, no ha abolido las contradicciones de clases. Se ha limitado a sustituir las viejas clases, las viejas condiciones de opresión, las viejas formas de lucha, por otras nuevas”.59 Los feudos dieron paso a las villas y comunas, que llegarían a ser capitales y metrópolis hipercapitalistas.60 “De los siervos de la Edad Media surgieron los vecinos libres de las primeras ciudades; de estos vecinos libres surgieron los primeros elementos de la burguesía”.61 Los primeros villanos fueron los burgueses que seccionaron las nacientes concentraciones urbanas. Comerciantes que tomaron su propio camino y que, con la diversificación del mercado, se llenaron de poder económico y se independizaron del poder dominante, del monarca o del señor feudal. “La anterior organización feudal o gremial de la industria no bastaba ya para satisfaces la creciente demanda resultante de los nuevos mercados. En lugar de ella vino la manufactura. El estamento medio industrial sustituyó a los maestros gremiales […]”.62
El capitalismo llegó a límites inverosímiles al trocar cualquier cosa en mercancía, como bien explica Marx, el propio trabajador se convirtió en una; por eso no es extraño saber que en nuestro tiempo incluso se puede comprar una identidad, convicción o ideología a través de los distintos productos que ofrece el mercado. “Pero los mercados seguían aumentando, la demanda seguía creciendo. Tampoco la manufactura daba abasto. Entonces vinieron el vapor y la maquinaria a revolucionar la producción industrial”.63 El trabajo se mecanizó y con ello se cubrió la demanda de mercancías, pero también el obrero sufrió un extrañamiento y los productos se fetichizaron, situación de la cual nunca nos pudimos recuperar. “Tal desarrollo ha influido, a su vez, en la expansión de la industria, y a medida que se han desarrollado industria, comercio, navegación, ferrocarriles, en esta misma medida se ha desarrollado la burguesía, ha multiplicado sus capitales, ha relegado a un segundo plano a todas las clases legadas por la Edad Media”.64 Una nueva dominación de clase se impuso y, a diferencia de las monarquías, ésta sería más despiadada, global y farsante, pues sus medios de dominación presumen de imparcialidad y equidad. Cualquiera puede invertir, cualquier persona con las suficientes ganas y energía puede convertirse en productor capitalista y prosperar. Pero la realidad es otra, el capitalismo beneficia cada vez a menos personas y arrebata la calidad de vida de la gran mayoría.65, 66
Cada uno de estos grados de desarrollo de la burguesía iba acompañado de su correspondiente avance político. Estamento sometido bajo el dominio de los señores feudales, asociación armada y con autogobierno en la comuna, unas veces república urbana independiente, otras tercer estado tributario de la monarquía, después, en tiempos de la manufactura, contrapeso frente a la nobleza en la monarquía estamental o absoluta, en general, base principal de las grandes monarquías, la burguesía conquistó finalmente, desde la instauración de la gran industria y del mercado mundial, la hegemonía política exclusiva en el moderno estado representativo. El poder estatal moderno no es más que una junta administradora que gestiona los negocios comunes de toda la clase burguesa.67
Con el control del mercado y la gran industria, vino el control del Estado. Engels no se equivocó al considerar que, con el paso del tiempo, los dueños del capital y los medios de producción serían capaces de hacerse del control político. Basta mirar a Estados Unidos para corroborar esto: “No hay ningún país en que los ‘políticos’ formen un sector más poderoso y más separado de la nación que en Norteamérica. Aquí, cada uno de los dos grandes partidos que alternan en el Gobierno está a su vez gobernado por gentes que hacen de la política un negocio”.68 La clase obrera no sólo fue la mano de obra requerida para la producción de mercancía, también fue un voto más para, en el simulacro de lo político, perpetuar el poder de la burguesía. La burguesía “[h]a disuelto la dignidad humana en el valor de cambio y ha sustituido las libertades garantizadas y legalmente adquiridas por la única libertad, la libertad de comercio sin escrúpulos. En una palabra, ha sustituido la explotación recubierta de ilusiones religiosas y políticas por la explotación abierta, desvergonzada, directa, a secas”.69
El obrero citadino, en la búsqueda de trabajo y mejora de su calidad de vida y la de los suyos, fue reducido a una extensión de la producción mercantil; su dignidad desapareció con la reificación, producto de las plantas industriales donde fue un engranaje más. La ciudad industrial moderna quizá fuese emocionante en sus inicios, quizá llevara con ella la promesa de una mejora para muchas personas, el problema fue que, con la instauración inamovible del capitalismo, la ciudad se transfiguró en cárcel, en una gigante ratonera para las masas de trabajadores que deambulaban entre comercios y mercancías. “La burguesía ha despojado de su aureola todas las profesiones que hasta hoy eran venerables y contempladas con piadoso respeto. Ha convertido en asalariados suyos al médico, al jurista, al cura, al poeta, al hombre de ciencia.”.70 Hasta la profesión más noble fue cosificada, vista como números y ganancias. “La burguesía ha rasgado el velo de tierno sentimentalismo que envolvía las relaciones familiares y lo ha reducido a una relación dineraria”.71 Lo más sagrado se monetizó; el capital, en su búsqueda por mirar todo como mercancía, por ponerle precio a todo, llegó a una equidad macabra, es decir, para el capitalismo no hay géneros, razas, fronteras, pues todo tiene precio. La clase, eso sí, se mantiene. Hombres, mujeres y niños72 trabajaban jornadas exhaustivas y desalmadas. “La burguesía, con su explotación del mercado mundial, ha configurado la producción y el consumo de todos los países a escala cosmopolita”.73 La explotación laboral se globalizó y, si podemos sugerir la idea de una forma de ciudad universal, vendría propuesta, como señaló Marx, desde el capitalismo. El capitalismo le otorgó lo cosmopolita a la idea de ciudad, a la idea de trabajador o trabajadora.74
La burguesía ha sometido el campo al dominio de la ciudad. Ha creado enormes ciudades, ha multiplicado considerablemente la población ciudadana en comparación con la agraria, arrancando así a una parte importante de la población [su especificidad local]. Al igual que ha subordinado el campo a la ciudad, ha subordinado los pueblos bárbaros y semibárbaros a los civilizados, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente.75
Más adelante en el mismo texto, Marx explica que los campesinos, insertos también en la lógica capitalista, fueron los obreros de la periferia. La burguesía subsumió bajo sus dominios al campo y organizó espacialmente la densidad poblacional. La masa se concentró en las ciudades y, sin duda, se modificó la sensibilidad y experiencia humana. “La burguesía va eliminando progresivamente la dispersión de los medios de producción, de la propiedad y de la población. Ha aglomerado la población, centralizado los medios de producción, concentrado la propiedad en pocas manos. Consecuencia necesaria de esto ha sido la centralización política”.76 Las aglomeraciones urbanas, las grandes concentraciones de personas en la modernidad industrial, estarían relacionadas sobre todo a la centralización burguesa, la cual ha concentrado en los mismos sitios la producción y la mano de obra; esto implica la consecuencia inevitable, según Marx, de la centralización política. “[S]e sirvieron del poder del Estado, sin piedad y con ostentación, como de una máquina nacional de guerra del capital contra el trabajo”.77 La ciudad moderna misma fue una máquina de guerra del capital contra el trabajo.
Con el crecimiento de las plantas industriales vino, indudablemente, el crecimiento de la población, de obreros que llegaban a la ciudades con la esperanza de conseguir empleo.
“Una encuesta sobre la condición de los obreros en la industria textil, en 1840, reveló que por jornada laboral de quince horas y media de trabajo efectivo el salario medio era de menos de dos francos para los hombres, y de apenas un franco para la mujer. El mal… se había agravado… sobre todo a partir de 1834, porque, al estar finalmente asegurada la tranquilidad interior, se habían multiplicado las empresas industriales, de tal modo que en diez años se vio cómo crecía la población de las ciudades hasta los dos millones de hombres, simplemente por el aflujo de los campesinos hacia las fábricas”.78
Diez años tomó, por lo menos en Francia, el crecimiento poblacional, debido a la migración del campesino a la ciudad en busca de mejores condiciones de vida, pero sin esperar encontrarse con una explotación perpetua.79 El trabajo estaba garantizado; a diferencia del campo, donde los ciclos de cosecha pueden variar con las estaciones del año; en la ciudad, con el aumento de fábricas, había mayores posibilidades de encontrar empleo. Sin embargo, como explican Malet y Grillet en la cita que recuperó Benjamin, los sueldos eran tremendamente miserables y no rendían para asegurar una vida digna.80, 81
Los obreros dibujaron la ciudad con sus pasos a través del camino de la casa al trabajo, a la taberna, al almacén, a la escuela de los hijos, a los paseos por las distintas plazas públicas y, después, de nuevo a la casa. Las masas de las que habla Poe en “El hombre de la multitud” son las de trabajadores; la paseante82 a quien Baudelaire le dedicó unos versos seguramente caminaba entre trabajadores. El flâneur benjaminiano era el caminante ocioso, el artista desempleado, o bien, pudo ser un trabajador paseando en su día de descanso. Los obreros y las obreras hicieron de la ciudad una ciudad, y no sólo un trono de cemento burgués, un laberinto del capitalismo.
Ahora bien, una ciudad, además de las personas que la habitan, es su espacialidad, su configuración tangible, su arquitectura, la proyección de sus avenidas, de sus parques, su urbanización. La ciudad es un espacio físico presumiblemente habitable y, para que ésta se erigiera como lo hizo, para ser reconocible en sus infinitos comercios y fábricas, hubo una mano de obra que la edificó y la cimentó. En otras palabras, el obrero, por una parte, fue el integrante central de la multitud urbana, pero también quien hizo posible el levantamiento de la ciudad; sus manos le dieron forma a la metrópoli. Obreros, ingenieros civiles, arquitectos, urbanistas edifican ciudades, administran la distribución espacial, gestionan cartografías y crean espacios habitables, o no, pues también se construye para el control, para desarticular la rebelión, como hizo Haussmann con París, en su momento.
El obrero europeo se universalizó en sus condiciones de explotación laboral. Hablar del obrero parisino y su paupérrima situación de vida, en nuestra época, nos remite a cualquier obrero del mundo. Ahora, por supuesto, la explotación se ha diversificado, tiene múltiples nombres. Hay que decir también que las jornadas laborales se han reducido, pero no en todas las naciones, aquellas que Marx llamó bárbaras o semibárbaras y que nosotros llamaremos colonizadas, intervenidas y explotadas en sus recursos naturales y humanos tienen aún las mismas circunstancias de explotación. No es que no haya obreros como antes, que las máquinas hayan acabado con la explotación laboral, sino, más bien, la opresión se ha camuflado en formas farsantes disfrazadas de superación y emprendimiento.
El Benjamin marxista supo ver que este precedente desgastaría la experiencia del trabajador: quién podría vivir una experiencia significativa si trabaja jornadas laborales de más de diez horas, si come mal, si sufre cada vez que alguna situación de salud se presenta en la familia y no puede costearla, si no conoce más caminos que los que van a la fábrica, si todas las historias que puede narrar provienen del abuso descarnado de sus opresores, si se siente reificado y ni siquiera puede nombrarlo, si en realidad no siente nada porque su sensibilidad está adormecida, enajenada, no vive en realidad. La pobreza de la experiencia y la calidad de vida en las ciudades derivan, además de en la violencia bélica señalada por Benjamin, en otra violencia nombrada “trabajo”.83
Por eso, el relámpago vital llamado revolución ilumina y enciende las esperanzas del proletariado con un futuro digno. Abrir un camino imposible en la ciudad productiva capitalista, el camino de la emancipación obrera, he allí la tarea.
VII. La experiencia citadina de la obrera: la mano de obra y el cuidado
Cuídate o conócete a ti mismo.
Victoria Camps
Como hemos señalado, la vivencia citadina de las mujeres del siglo XIX se conformó de manera muy distinta a la de los varones. Tanto la vivienda como la ciudad estuvieron determinadas por reglas patriarcales que delimitaban las actividades e incluso la movilidad de las mujeres en el habitar. “El espacio doméstico no es para la mujer un espacio elegido ni de disfrute, es el lugar de la obligación, del cumplimiento del rol de género”.84 El recogimiento y la interioridad habitacional que interesaron a Benjamin fueron experimentados de modo distinto por las mujeres; recluidas en la casa, su movilidad se redujo a algunas cuantas actividades. Sin embargo, será el entronamiento del capitalismo industrial y la migración masiva del campo a la ciudad lo que colocaría a las mujeres (y niños) en roles activos en la producción industrial y de mercancías. El modo de producción económico homogeneizó las condiciones de la sociedad obrera y replanteó los valores despolitizando la vida social, pues si la familia era un sitio con roles cuasi estáticos e incuestionables, si el mercado lo determinaba, podían modificarse. Como señala Muxí:
La revolución industrial provocó una afluencia masiva de población campesina a las grandes ciudades, siendo Londres la primera en evidenciar el impacto del crecimiento demográfico. Esta población sin medios para encontrar y pagar viviendas dignas, habitaban en condiciones de máximo hacinamiento. Desde diferentes posiciones, se denunció y reclamó un cambio urbano, laboral y social. La sociedad victoriana veía en la infravivienda y en las agrupaciones de convivencia un peligro que llevaría a la disolución de los valores de las tradiciones, buenas costumbres y de la familia nuclear que se imponían como modelos. Es necesario recordar que este modo de agrupación de convivencia era una invención reciente, reflejo del nuevo sistema económicoproductivo. Las clases obreras, formadas por hombres, mujeres, niñas y niños, no podían adecuarse a esa vida llena de preceptos y obligaciones morales que la sociedad quería imponerles.85
Por una parte, se buscaba preservar los imperativos morales patriarcales, por otra, era necesaria cierta homogeneización del trabajador y la trabajadora para la explotación laboral. Es decir, en casa se promovía la idea de que el hombre era el dueño de la mujer, pero en la fábrica ambos eran igualmente ocupados con fines de producción, aunque todavía con un sexismo muy presente: “[L]as mujeres debían trabajar, sus ámbitos deberían ser diferentes de los de los hombres, tanto por capacidades como por honor; era inconcebible que hombres y mujeres trabajasen juntos, y el trabajo fuera del hogar era considerado definitivamente no femenino”.86 Esto no evitó que mujeres y niños siguieran trabajando; lo que provocó, en todo caso, fue que la violencia de la explotación laboral se extendiera a la discriminación en casa, o en aquellos espacios donde las mujeres continuaban en posiciones relegadas y disminuidas.
La mujer obrera surgió al par del hombre obrero, cuando hubo necesidad de desempeñar ciertas actividades para contribuir al bienestar social. Dichas actividades fueron llevadas a cabo por el grupo con distintas distribuciones no necesariamente supeditadas al género.87 Sin embargo, situaremos a la obrera y al obrero en el marco de la ciudad industrial capitalista pues nuestro interés, como hemos explicado, radica en ese tipo específico de experiencia.
La mujer trabajadora alcanzó notable preeminencia durante el siglo XIX. Naturalmente, su existencia es muy anterior al advenimiento del capitalismo industrial. Ya entonces se ganaba el sustento como hilandera, modista, orfebre, cervecera, pulidora de metales, productora de botones, pasamanera, niñera, lechera o criada en las ciudades y en el campo, tanto en Europa como en Estados Unidos. Pero en el siglo XIX se la observa, se la describe y se la documenta con una atención sin precedentes, mientras los contemporáneos discuten la conveniencia, la moralidad e incluso la licitud de sus actividades asalariadas. La mujer trabajadora fue un producto de la revolución industrial, no tanto porque la mecanización creara trabajos para ella allí donde antes no había habido nada (aunque, sin duda, ése fuera el caso en ciertas regiones), como porque en el transcurso de la misma se convirtió en una figura problemática y visible.88
Como explica Scott, las labores que desempeñaban las mujeres antes del siglo XIX eran diversas y necesarias. La obrera se vincula con la industrialización de la economía al colocarse en el centro de las miradas, es justamente la que camina solitaria al trabajo o la madre que, además de cuidar de los hijos e hijas y de la casa, busca un ingreso extra laborando en las fábricas.
La visibilidad de la mujer trabajadora fue una consecuencia del hecho de que se la percibiera como problema, como un problema que se describía como nuevo y que había que resolver sin dilación. Este problema implicaba el verdadero significado de la feminidad y la compatibilidad entre feminidad y trabajo asalariado, y se planteó en términos morales y categoriales. Ya se tratara de una obrera en una gran fábrica, de una costurera pobre o de una impresora emancipada; ya se la describiera como joven, soltera, madre, viuda entrada en años, esposa de un trabajador en paro o hábil artesana; ya se la considerara el ejemplo extremo de las tendencias destructivas del capitalismo o de la prueba de sus potencialidades progresistas, en todos los casos la cuestión que la mujer trabajadora planteaba era la siguiente: ¿debe una mujer trabajar por una remuneración? ¿Cómo influía el trabajo asalariado en el cuerpo de la mujer y en la capacidad de ésta para cumplir funciones maternales y familiares? ¿Qué clase de trabajo era idóneo para una mujer?89
La obrera ponía en tela de juicio las ideas patriarcales y por esa razón se discutía su valía en términos morales, su remuneración que fue (sigue siendo) menor que la del varón. Del mismo modo que se problematizaba el sueldo, igual pasaba con el cuerpo de las mujeres: que su capacidad para concebir no peligrara pues se pensaba que ese era, a final de cuentas, su propósito: dar hijos al varón.90 No fue la industrialización y la incursión de las mujeres en dicho contexto lo que la apartó del hogar, sino la dominación patriarcal que sospechaba y temía el empoderamiento e independencia femenina. “Por tanto, no hay que tomarse en serio el argumento de que la industrialización provocó una separación entre el hogar y el trabajo y forzó a las mujeres a elegir entre la domesticidad o el trabajo asalariado fuera del hogar”.91 Más bien, fueron los discursos masculinos los que sembraron sospecha y deslegitimaron la capacidad de las mujeres para trabajar en igualdad de circunstancias, y así mantenerlas en la labor de gestación y cuidado no remunerado.
Para la historiadora feminista Michelle Perrot, la experiencia citadina de las mujeres estuvo limitada espacialmente por ciertos criterios morales y cívicos; no era “bien visto” que las mujeres caminaran la ciudad sin propósito, pero también la soledad en la muchedumbre implicaba un peligro para ellas.
“Una mujer no debe salir del estrecho círculo trazado a su alrededor”, dice Marie-Reine Guindorf, obrera saint-simoniana obsesionada por romper ese encierro y que se suicidó a causa de su fracaso. En efecto, los hombres del siglo XIX europeo intentaron poner freno al ascendente poder de las mujeres -que con tanta fuerza se hizo sentir en la era de la ilustración y en las Revoluciones-. A las mujeres se les atribuirá las desgracias de aquélla y de éstas y no sólo se las encerrará en la casa y se las excluirá de ciertos campos de actividad -la creación literaria y artística, la producción industrial y los intercambios comerciales, la política y la historia-, sino que también, y más aún, se canalizará su energía hacia el ámbito doméstico revalorizado, e incluso hacia lo social domesticado.92
Desde luego, las mujeres habitaban los interiores y caminos demarcados por la sociedad; confinadas al espacio doméstico, hacer ciudad con sus pasos sería una alternativa imposible para ellas, aun trabajando como vendedoras en las calles se nombraban desde el deseo y el orden político masculino. En contra de las constantes limitaciones impuestas, se las ingeniaron para salir a la calle y comenzar a apropiarse de los espacios.
Pero las mujeres supieron apoderarse de los espacios que se les dejaba o se les confiaba y desarrollar su influencia hasta las puertas mismas del poder. Allí encontraron los lineamientos de una cultura, matriz de una “conciencia de género”. También intentaron “salir” de allí para tener, “por fin, sitio por doquier”. Salir físicamente: deambular fuera de casa, en la calle, o penetrar en los lugares prohibidos -un café, un mitin-, viajar. Salir moralmente de los roles que les son asignados, formarse una opinión, pasar del sometimiento a la independencia, lo cual se puede hacer tanto en público como en privado.93
Por esa razón, el acto de caminar en la calle para una mujer, antes de una actividad de disfrute estético o curiosidad arqueológica o detectivesca, es un acto de resistencia política, es activismo, feminismo, un cuestionamiento frontal a las determinaciones del sistema político, económico, patriarcal. Más adelante, Perrot explica que una forma de incursión de las mujeres en los espacios públicos fue la caridad, pensada como una actividad representativa del género, no remunerada. Otorgó a las mujeres la facultad de salir a la calle y experimentar el espacio citadino desde otra perspectiva, aunque es importante recordar que, aunque fuese una salida hacia los espacios públicos, seguía siendo juzgada desde la masculinidad como una obligación del género: a las mujeres les corresponde hacerse cargo de los menos favorecidos.
Hacía ya mucho tiempo que la Caridad, antiguo deber de las cristianas, había sacado de sus casas a las mujeres: las visitas a pobres, presos y enfermos les trazaban en la ciudad itinerarios permitidos y bendecidos. La amplitud de los problemas sociales del siglo XIX convierte este empleo en exigencia. En la filantropía, gestión privada de lo social, las mujeres ocupan un sitio privilegiado; “el Ángel en la casa” es también “la buena mujer que redime a los caídos”, y para Ruskin esta actividad es una extensión de las tareas domésticas.94
La asistencia social mapea otra ciudad para las mujeres y, aunque en principio se le considerara -explica Perrot- una extensión de las tareas domésticas, una prolongación del interior doméstico, sin ocasión para la retribución económica -“[l]as mujeres no deben esperar ningún tipo de retribución por este ‘trabajo de amor’; el cuidado de la Ciudad es, como el de la casa, gratuito. A los grandes filántropos, cargados de honores, condecorados e inmortalizados en estatuas, les recordamos; en cambio hemos olvidado a la mayoría de las mujeres que, por lo menos en el primer tercio del siglo, no organizan asambleas ni redactan informes”-,95 les dio la alternativa de reconocerse y apoderarse momentáneamente de los espacios citadinos predominantemente masculinos y, con ello, su percepción de la ciudad se modificó.
Así, señala Muxí, el crecimiento poblacional, la proliferación de las ciudades industriales y el trabajo hicieron que las mujeres transitaran las ciudades desde vivencias muy específicas, como la de los cuidados.
El reclamo por la presencia de las mujeres en los ámbitos públicos eclosiona en la Convención de Seneca Falls en julio de 1848, sentando las bases del primer movimiento feminista, llevando a la intensificación de los reclamos de las sufragistas y con ello la presencia de mujeres en ámbitos públicos a finales del siglo XIX y principios del XX. En este tomar las calles es donde las mujeres propusieron su presencia en la organización de la ciudad. Por un lado, las mujeres de los Settlement Movements, que se dedicaron a trabajar en los barrios más pobres, visitando las casas, colaborando en la mejora de la higiene y la alimentación de las familias que allí vivían. Sin embargo, no era suficiente. La ciudad, más allá de los espacios públicos y edificios emblemáticos, estaba sucia y abandonada. Las mujeres del movimiento del Municipal Housekeeping encontraban inaceptable que en las calles donde jugaban y pasaban el día los niños más pobres se acumularan agua y suciedad, hasta tal punto que los animales muertos quedaban allí abandonados durante días.96
La experiencia citadina de las mujeres se ha transformado de formas muy particulares. Una de las aportaciones más importantes en los estudios feministas contemporáneos es la proporcionada por el análisis sobre los cuidados. Como explica Victoria Camps, “[h]asta apenas cincuenta años a nadie se le había ocurrido pensar que el cuidado fuera un concepto digno de estudio. Los cuidados tenían lugar en el hogar, donde siempre había una o varias mujeres que ejercían el papel que les correspondía de atender a sus hijos, esposos o padres”.97 La conformación de la ciudad industrial trajo consigo una diseminación del trabajo en distintos sectores, el crecimiento demográfico en ciertos territorios y, con ello, la vivencia del cuidado de la ciudad por parte de las mujeres.
Cuidar consiste en una serie de prácticas de acompañamiento, atención, ayuda a las personas que lo necesitan, pero es al mismo tiempo una manera de hacer las cosas, una manera de actuar y relacionarnos con los demás. El cuidado es un trabajo, gratuito o remunerado, pero no es un trabajo cualquiera. Cuidar implica desplegar una serie de actitudes que van más allá de realizar unas tareas concretas de vigilancia y acompañamiento, cercanía, respeto, empatía con la persona a la que hay que cuidar. Una relación que debe ocultar la asimetría que por definición la constituye.98
El cuidado ha sido, por tanto, una actividad que las mujeres han socializado y con la cual tienen una relación próxima, que se distiende y amplía hasta territorios enteros, va de la casa a la ciudad y también al campo y desde él. Por supuesto, como señala Camps, es una labor que, a pesar de ser realizada predominantemente por la mujer, debiese extenderse a toda persona y habitante de la ciudad. El cuidado transforma la experiencia citadina y nos acerca a lo más político de lo humano.
VIII. Actualidad de la experiencia citadina
No se puede pasar por alto el hecho de que el concepto de libertad se encuentre en peculiar correlación con el concepto mecánico de experiencia […]
Y de ahí resulta al mismo tiempo que disponiendo de un nuevo concepto de lo que es el conocimiento deba cambiar decisivamente no sólo el concepto de experiencia, sino también el de libertad.
Walter Benjamin
En el afán de universalizar su analítica de la experiencia citadina, Walter Benjamin no alcanzó a notar, después de su lectura marxista, que para ampliar la multiplicidad de la experiencia, en tanto conocimiento vivencial, era precisa una aproximación feminista desde la mirada de las mujeres, y que, si bien el obrero fue el habitante urbano condicionado y oprimido, lo era todavía más la mujer obrera encerrada en espacios específicos. Sus examinaciones de las fisionomías urbanas son masculinas, centradas en la experiencia de los varones, incluso cuando piensa en las mujeres que transitan por las calles de las ciudades occidentales del siglo XIX, apenas menciona a aquellas que desempeñan un trabajo no esencial,99 o bien, son definidas desde el deseo masculino: “Fauna femenina de los pasajes: prostitutas, grisettes, viejas vendedoras brujeriles, buhoneras, guanteras, damiselas -este último era el nombre que por 1830 se daba a los pirómanos vestidos de mujer-”.100 El espacio público, los pasajes parisinos, los senderos del flâneur eran transitados por prostitutas, grisettes que tan pronto podían ser mujeres jóvenes dedicadas al comercio, vistas en lugares bohemios y artísticos, como ser etiquetadas, una vez más, como prostitutas; el resto eran vendedoras que se confundían también con las anteriores101 y, a través de la indumentaria, entre otras cosas, buscaban evitar dicha confusión.
Aunque Benjamin no integra apropiadamente la experiencia citadina de la otra mitad de la población caminante, tuvo al menos algunas intuiciones importantes sobre la exclusión de las mujeres en el espacio público.
Contra el examen médico efectuado por la policía: “Cualquier mujer a la que se encuentre en la calle Jerusalén, yendo a la prefectura o saliendo en ella, es estigmatizada con el nombre de mujer pública… Es un escándalo periódico. Se ven, durante todos los días de visita, los accesos de la prefectura invadidos por un gran número de hombres que esperan la salida de esas desgraciadas, instruidos como están de que las que salen libres del dispensario están reputadas como sanas”.102
A razón de que el Libro de los Pasajes es en su mayoría una colección de citas y Benjamin no vivió lo suficiente para darle la forma que tenía planeada, nos enfrentamos a una interpretación más o menos libre de sus elecciones. Podemos pensar que algunas citas aparecen para ser criticadas fuertemente, mientras que otras soportan la argumentación del sistema de pensamiento del filósofo, en un movimiento reconocidamente dialéctico. Las citas fluctúan entre la cosificación de las mujeres y el reconocimiento de su lugar político en lo social. Dan cuenta de la discriminación sexual en el espacio público, pero no incluyen la experiencia citadina de las mujeres en sus fisionomías. Benjamin advierte el rol de la prostitución en el mundo de las mercancías y, sobre todo, una cierta disposición sensible del deseo en lo político y la distribución de los espacios, pero no repara en la configuración espacial y política de las ciudades en términos de la dominación masculina, porque, si bien la prostitución lo orillaba a pensar en el deseo y placer sensual, no reafirmó que éste fuera preponderantemente del varón.
Aquí la moda ha inaugurado el lugar de intercambio dialéctico entre la mujer y la mercancía -entre el placer y el cadáver- […] La embriaguez se apodera de quien ha caminado largo tiempo por las calles sin ninguna meta. Su marcha gana con cada paso una violencia creciente; la tentación que suponen tiendas, bares y mujeres sonrientes disminuye cada vez más, volviéndose irresistible el magnetismo de la próxima esquina, de una masa de follaje a lo lejos, del nombre de una calle.103
El andar citadino era espacio del flâneur, sólo él hacía uso exclusivo del espacio público; si se trataba de una mujer, lo público se le adjudicaba a ella, la pública era ella.
Por ese motivo, consideramos que un análisis ampliado de la experiencia citadina benjaminiana tendría que considerar dos cuestiones primordiales. En primer lugar, la participación de la mano de obra en la edificación y habitabilidad de las ciudades no sólo desde el tamiz marxista, sino desde su acercamiento feminista: la mujer obrera fue y es un elemento vital para la economía política; y en segundo término, replantear la idea de que el paseo y la caminata citadinos efectivamente transforman la percepción y sensibilidad humana. El análisis de dicha experiencia no podrá completarse si no se incluye a la otra porción de la población que tuvo sus vivencias concretas y específicas de la ciudad industrial y su entronamiento. Para ahondar en la comprensión de la experiencia citadina que Benjamin abordó en sus ensayos es preciso incluir lecturas de conceptos como soledad, deseo, dominación masculina, cuidado y, sobre todo, libertad, porque como defiende el filósofo en su programa sobre la filosofía venidera, actualizar el concepto de experiencia requiere necesariamente regresar al concepto de libertad.
Afirmamos con seguridad que Benjamin no se opondría al examen feminista de la experiencia citadina, pues, siempre que pudo, apostó por la constante revisión y actualización de las condiciones históricas y culturales que transformarían nuestra situación presente, y por la emancipación humana. Finalmente, dice Camps: “[l]a fraternidad revolucionaria, como puente que unía la libertad y la igualdad, fue un antecedente del cuidado como principio que debe unir a los humanos, en especial, cuando las discriminaciones son más evidentes. Como individuos, como sujetos, formamos parte de una humanidad que nos precede y nos sobrevivirá si cuidamos de que así sea”.104