En 2013, la comida tradicional japonesa, washoku, fue nombrada Patrimonio Cultural Inmaterial por la Unesco. Antes de este reconocimiento, dentro de la tradición y cultura japonesa, la gastronomía se había hecho de un lugar, influyendo en los estilos y representaciones del imaginario de ese país. El placer y la delicadeza de la buena comida en Japón son parte esencial de su identidad. Hablar frente a una botella de sake y degustar katsuobushi no es sólo una contingencia de la vida cotidiana, representa la sabiduría especial de conocer tiempo y placer. De ahí que relatar esta vivencia se haya convertido en parte esencial de la narrativa nipona.
Tan sólo en el siglo XX, obras como Los pasatiempos por la comida de Gensai Murai (1902), El club de los gourmets de Junichiro Tanizaki (1919), La señora de los festines de Osamu Dazai (1948)1 han explorado el continuo ritual de comer, olfatear, paladear, palpar, acariciar y buscar la satisfacción en la textura de los alimentos, en respuesta a un deseo que excede por mucho la necesidad de nutrición.
¿Cómo podríamos, sin embargo, hacer inteligibles los fundamentos de esa identidad, esa subjetividad, ese estilo de vida, sobre todo cuando, como en nuestro caso, intentamos pensarlo desde una cultura ajena y lejana, tanto ideológica como geográficamente? Pongamos como ejemplo problemático el caso del filósofo y hermeneuta, Martin Heidegger. En un texto ficticio2 en donde reproduce lo que pudo ser el diálogo que sostuvo en 1954 con Tezuka Tomio, Heidegger desarrolla, a propósito de las ideas estéticas-hermenéuticas del conde Shuzo Kuki,3 un intercambio intelectual de un abstracto contenido metafísico, marcado de principio a fin por sus propias concepciones filosóficas acerca de la noción de Iki, la cual, presumiblemente, sería la expresión de la esencia de la estética japonesa.
A lo largo del texto, que asemeja un diálogo platónico, Heidegger asume la posición de un Sócrates que guía con sus preguntas y desarrollos dialécticos a su discípulo japonés para que sea capaz de expresar, en una lengua extranjera como el alemán, una de las verdades más íntimas de su experiencia y cultura, sin dejarse atrapar por los conceptos de la metafísica y la estética occidentales. Por supuesto, parece paradójico que para alumbrar la expresión auténtica del espíritu del arte japonés en una lengua extranjera, Heidegger termine por envolver en su pensamiento a su interlocutor, como si para que éste pueda develar lo que de hecho es, tuviera además que comprender a profundidad los principios de la fenomenología-hermenéutica del alemán. Cerca del final, el japonés logra por fin definir para el alemán lo más propio del arte de su propia tradición: “Iki es la brisa del silencio del resplandeciente encantamiento”.4 Cuando Heidegger cuestiona qué quiere decir con ello, el japonés aclara: “Aquí no hay nada de estímulo ni de impresión”.5 Entonces Heidegger vuelve a dirigir el diálogo hacia lo que ambos parecen acordar el meollo del asunto, “a la pregunta acerca de la palabra que, en japonés, dice lo que nosotros europeos denominamos ‘habla’”.6 Curiosamente, el diálogo concluye que el término fundamental que permite la fusión de los horizontes del japonés y el alemán es básicamente la interpretación heideggeriana de lo que era el logos en su origen, antes de ser desarraigado de su contexto helénico por el racionalismo filosófico occidental.
¿No es este diálogo un ejemplo de apropiación por parte del pensamiento occidental de las nociones culturales extranjeras, aun en el caso del filósofo que pretende abrir caminos inexplorados a la tradición occidental, más allá de su voluntad de dominio? ¿No es esta apertura heideggeriana al otro una forma sutil, pero efectiva, de reducirlo a los propios términos? En una pose de apertura a la multiculturalidad, Heidegger termina por ser condescendiente con el otro, ni siquiera le permite explicar, en términos llanos, su propia experiencia. Se mistifica su ser al ubicarlo en una lejanía metafísica que sólo puede reducirse a través del largo rodeo de una elaborada hermenéutica.
En contra de este tipo de sofisticación filosófica, aquí proponemos una clave hermenéutica simple y directa para ponernos en contacto con una posible estética y metafísica japonesa, a partir de un fenómeno de su vida cotidiana como es la experiencia gastronómica: desarrollar explícitamente el horizonte simbólico que sus escritores han configurado, desde sus propias estrategias de representación, en su literatura.
Para practicarlo, proponemos analizar el fenómeno gastronómico a través de la obra de uno de sus escritores más reconocidos, Junichiro Tanizaki. ¿Por qué Tanizaki, en particular? Porque de manera explícita, en clara oposición al método heideggeriano, renuncia a las elaboraciones conceptuales para sumergirnos en un mundo de sofisticación sensual, involucra al lector de manera franca en una experiencia inmediata, que se resiste a cualquier falsificación o apropiación teórica-ideológica. ¿Por qué es relevante la gastronomía en su obra? Más allá de que Tanizaki era un fanático de la alta cocina, la degustación de complejos platillos es uno de los motivos centrales de varias de sus obras, cuya detallada descripción nos introduce en una serie de experiencias que, en función de su desenlace, nos permite comprender que, a partir de lo más inmediato e íntimamente relacionado con el cuerpo, surgen los efectos estéticos más intensos y las pasiones metafísicas más extremas; aquello que nos coloca al borde de la locura y de la muerte.
Antes de pasar a ello, con la intención de no renunciar a la crítica filosófica y a la claridad conceptual que ésta ofrece, desarrollaremos una digresión sobre la dimensión metafísica del cuerpo a partir de una confrontación entre la noción de utopía de Paul Ricœur y la de heterotopía de Michel Foucault. Esto con el fin de mostrar que la posibilidad de generar concepciones metafísicas a partir de la expresión y la representación literaria de experiencias cotidianas, como la gastronómica, radica en la capacidad del sujeto -arraigada en la experiencia espaciotemporal, en la imaginación y en su propio cuerpo- de reconocerse a sí mismo en un tiempo y en un lugar donde de hecho no está; en una dimensión de extra-territorialidad en la cual incluso las interacciones físicas más inmediatas pueden experimentarse como un sentido existencial elevado, en virtud de un quiebre con las nociones ideológicas predominantes, en función de las cuales se estructura nuestra concepción cotidiana de realidad.
Paul Ricœur y Michel Foucault: en torno a la utopía y la heterotopía
Tanto en la obra de Ricœur como en la de Foucault la discusión sobre la ideología ocupa un lugar más bien marginal. Pero, aun cuando no sea el centro de sus preocupaciones teóricas, está íntimamente relacionada con algunos de sus principales argumentos.
Ricœur aborda la cuestión de la ideología en el marco general del estudio de la imaginación y su capacidad de configurar las referencias que constituyen simbólicamente nuestra realidad. Al respecto, considera que aquello estructurado en particular por la imaginación, a través de sus esquemas, es la acción humana. Y que su aplicación no es meramente estética, sino práctica, pues establece los límites de lo que se puede y lo que se podría hacer.7
En este tenor, una de las intuiciones más importantes de Ricœur es que la representación del campo práctico se constituye de manera ficticia. Aun así, su referencia es real, en el sentido de que su aplicación y sus efectos inciden en los actores reales: en sus actos, relaciones, proyectos y sufrimientos; en su identidad misma. La ficción crea modelos de comprensión para rememorar y de acción para proyectar; da elementos de juicio y permite jugar con las posibilidades. Ofrece el lugar para medir lo heterogéneo, en lo que Ricœur denomina variaciones imaginativas, las cuales mediatizan la certeza de nuestro poder. La imaginación, a través de herramientas de configuración poética, es el campo de lo práctico y lo posible.8
Lo que imaginamos, por tanto, funciona como principio trascendental de nuestra acción. Por ello, podemos plantear la pregunta sobre qué pasa cuando se institucionaliza.9 Cuando lo que es ficción adquiere carácter de necesidad, en función de las demandas de la autoridad imperante en cierta sociedad. En este punto entra en juego la ideología como una función de la imaginación.
Las Conferencias sobre la ideología y la utopía, pronunciadas en la Universidad de Chicago en 1975,10 son la reflexión más importante de Ricœur sobre el tema. Una buena parte de ellas está dedicada a dialogar con Marx y el marxismo de Althusser,11 aun cuando Ricœur discute con una amplia cantidad de autores12 para hacerse de los elementos que le permitan fundar su postura desde una perspectiva fenomenológica.
Una de las bases de las conferencias es su discrepancia con la interpretación marxista que establece la distinción entre ideología y ciencia, la cual supone la existencia de un discurso capaz de separarse de la ideología para describir o fundarse en lo real, estableciendo así la posibilidad de criticar la ideología. La pregunta que plantea Ricœur es si esta ciencia es lo suficientemente crítica de sí misma;13 si puede haber un discurso más allá de la ideología. Su respuesta es negativa: todo discurso es fundamentalmente ideológico. ¿Quiere decir esto, entonces, que estamos atrapados en un mundo ilusorio, sin acceso a la realidad? Desde la noción tradicional que denuncia la ideología como un engaño o una distorsión, ésta sería la consecuencia. Ricœur prefiere elaborar el problema de otra manera: La ideología, como función de la imaginación, no es solamente un obstáculo que nubla el buen juicio, sino la condición de la facultad de juzgar. El conjunto de representaciones que posibilita la integración social, aun cuando sea susceptible de distorsiones y desviaciones patológicas.14
De esta forma, para comprender los principios de la ideología, piensa Ricœur, habría que reinterpretar el concepto marxista de plusvalía, al poner entre paréntesis su función en la economía y en las relaciones de producción, y destacar su labor en el vínculo social, en la política y específicamente en la relación con la autoridad.15 Con ello, Ricœur muestra que la plusvalía no es la diferencia entre costo de producción y valor de mercado,16 sino el excedente generado por la discrepancia entre la demanda de legitimidad de la autoridad y la creencia de la sociedad a la cual se le pide aceptar esa autoridad.17 Para Ricœur, en razón de la estructura misma de la creencia, la confianza de una sociedad en sus autoridades nunca es plena, por lo que su legitimidad nunca será total.18
Hay plusvalía porque a la gente se le exige creer en algo en lo que no puede creer del todo. Justo para llenar el vacío entre demanda y creencia, a falta de evidencia, surge la ideología.19 Por ello, su función se presenta como integración y distorsión. Ofrece, por un lado, el complemento imaginario para ligar nuestra capacidad de actuar a la demanda de la autoridad. A su vez, tiende a hacer pasar esa imagen por la realidad misma; como si la realidad y la demanda de la autoridad coincidieran a la perfección. En este sentido, el totalitarismo se definiría como la pretensión de hacer coincidir plenamente, a través de la ideología, creencia y demanda, ocultando con ello el excedente en las relaciones de poder.20
En este punto, Ricœur cuestiona otra idea marxista: aquella que clasifica la utopía como ideología. El marxismo, al considerar las propuestas utópicas como ingenuas y poco científicas, parece requerir de esta clasificación como complemento de su distinción entre ideología y ciencia.21 Pero para Ricœur, el problema con ello es que desconoce la particularidad de la utopía.
El punto de Ricœur es que utopía e ideología no se pueden igualar fenomenológicamente. Son fenómenos que pertenecen a géneros distintos: mientras la ideología funciona para legitimar la autoridad actual, la utopía refiere a un lugar que no existe en este momento. La utopía, pues, se opone a la actualidad de la ideología. Mientras la ideología específicamente nos permite aceptar el orden que la autoridad pretende imponer en este instante, llenando sus vacíos de legitimidad, la utopía articula el espacio que no puede ser ocupado por la autoridad, representa un lugar que no tiene lugar.
En tanto función de la imaginación, la utopía no representa lo que es, sino lo que podría ser. Ricœur señala que goza de extraterritorialidad, en el sentido de que nos conduce a contemplar la realidad social desde un punto exterior a ella, posibilita así la tensión entre lo actual y lo posible, y ofrece alternativas para creer más allá de la demanda de la autoridad. Podríamos decir que la utopía subvierte el monopolio de la creencia ejercido por la autoridad, liberando la plusvalía.22
La utopía, al declararse abiertamente como género literario, como ficción, denuncia la ideología que intenta hacerse pasar por realidad; abre la posibilidad de concebir otra realidad. Es el reverso no confesado del deseo de integración ideológica. El otro en el seno de sí mismo que cuestiona aquello que nos esforzamos en creer sobre nosotros mismos, lo que no podemos integrar por completo y de manera coherente a nuestra creencia.23 El extremo patológico de la utopía, por supuesto, sería la evasión de la realidad; el rechazo a comprometerse con la actualidad de cualquier política concreta.24
Ahora bien, a pesar de la pertinencia de la crítica ricœuriana a la concepción marxista de ideología, cabe cuestionar si su perspectiva fenomenológica logra captar el núcleo de los argumentos de Marx. En La ideología alemana,25 por ejemplo, uno de los objetivos es distinguir los procesos materiales de los ideológicos, más que la ciencia de la ideología, como suelen hacer las corrientes althusserianas con las que discute Ricœur. Ante ello, ¿no hace falta de hecho, en Ricœur, una distinción de este tipo? ¿Cabe en el trabajo del francés un reducto materialista o toda realidad tiene como referencia última un esquema imaginario y ficticio?
Al respecto, algunas propuestas de Michel Foucault podrían completar los desarrollos de Ricœur, sin caer en el materialismo dialéctico. Foucault se ubica a sí mismo en la línea de pensamiento crítico de la Ilustración, en la medida en que concibe el pensamiento como la actividad que permite tomar distancia respecto a nuestra manera de actuar, disponiéndolo como objeto de análisis para interrogar sobre su sentido, condiciones y fines. El pensamiento, para Foucault, puede definirse como “la libertad con respecto a lo que se hace, el movimiento mediante el cual nos desprendemos de ello, lo constituimos como objeto y lo reflejamos como problema”.26
De esta forma, Foucault rechaza reducir su labor intelectual a la dilucidación de los principios de las representaciones que sustentan nuestro comportamiento, lo cual es, de hecho, el objetivo de la crítica trascendental de Ricœur. En oposición, Foucault intenta desarrollar una crítica genealógica y arqueológica, en la medida en que busca, más que extraer las estructuras universales de toda acción posible, mostrar los discursos que articulan lo que pensamos, decimos y hacemos, en tanto acontecimientos históricos. Su objeto de estudio no son estructuras a priori de la subjetividad, sino discursos que, al ser eventos objetivos, funcionan como a priori históricos.27
Esta diferencia con la fenomenología de Ricœur, permite configurar, en lugar de variaciones imaginativas, lo que Foucault llama conjuntos prácticos. Éstos no son la totalidad de representaciones que los hombres hacen de sí mismos, ni las condiciones que los determinan; tampoco son, de entrada, productos de nuestra imaginación. Se trata, más bien, de objetos y prácticas que los hombres realizan, estableciendo reglas específicas. Es decir, Foucault no piensa basado en principios de racionalidad que puedan ser interpretados en las representaciones que configuramos de nosotros mismos. Lo fundamental para él está en las prácticas a través de las cuales elaboramos las formas de racionalidad que determinan nuestros sistemas de organización. Con ello, lo que destaca no es la estructura subjetiva de la racionalidad de la acción, sino los aspectos técnicos que dan origen a las diversas formas de subjetividad, considerados estrategias que compiten entre ellas por el poder.28
Gracias a que Foucault no supone que somos esencialmente sujetos, sus análisis permiten concebir que, más bien, nos constituimos como tales al definir objetos, reglas de acción y modos de relación con las cosas, con los otros y con nosotros mismos. Es decir, hay relaciones objetivas que preceden al sujeto y se pueden estudiar históricamente en su forma singular, a pesar de su alcance general.
En este sentido, el estudio de la ideología en Foucault puede entenderse como la investigación arqueológica de los discursos con relación a los cuales funcionamos como sujetos de cierto saber, en busca de cierta verdad, luchando por cierta forma de poder, asumiendo cierta identidad. Discursos que, aunque compuestos de enunciados, no son considerados proyecciones subjetivas, sino objetos que serán sometidos a una descripción empírica, como si estuvieran en un archivo.
Cabe destacar que la noción de archivo es importante porque con ella Foucault define un campo de estudio que, aunque disponible para investigación, difiere de nuestra actualidad. Al establecer el campo del análisis discursivo como un archivo, destaca no sólo su objetividad, sino su alteridad; las formas de racionalidad siempre pueden ser concebidas como lo diferente, entre ellas y respecto a nosotros. No hay racionalidad que se imponga como una idea evidente en sí misma.
Ahora bien, a partir de esta especie de positivismo sobre el cual Foucault intenta fundar su arqueología, nos preguntamos: ¿todo en el archivo debe ser clasificado como ideología? Resulta interesante que el concepto de heterotopía, propuesto por Foucault en una emisión radiofónica en 1966,29 juega un papel similar a la utopía de Ricœur. Coherente con su postura de estudiar manifestaciones objetivas, independientemente del sujeto, Foucault define la heterotopía en función del espacio y no del tiempo. Mientras la utopía refiere a una posibilidad ficticia, que se realizaría en un futuro indeterminado, la heterotopía representa un espacio que, de hecho, existe; una posibilidad que ya fue realizada y, por ello, se encuentra archivada y puede ser estudiada arqueológicamente.
Mientras la utopía existe como el lugar sin lugar, declarando su carácter imaginario, la heterotopía se ubica en un lugar específico, independientemente de la imaginación del sujeto. ¿Qué relación tienen entonces estos conceptos? Que, como la utopía respecto a las representaciones ideológicas del sujeto, la heterotopía goza de extraterritorialidad de los espacios diseñados para integrar a los individuos en diversas prácticas cotidianas.
¿De qué tipo de espacios hablamos? Foucault los define como contra-emplazamientos. Así como para Ricœur la utopía se opone a la ideología y denuncia su excedente; para Foucault la heterotopía se contrapone al resto de los espacios abre la posibilidad de verlos desde afuera y subvertir su lógica imperante. Como la utopía, la heterotopía es una especie de espejo en el cual uno se ve donde no está; es a donde uno va para ausentarse, para alejarse de todo lugar. Por ello, la heterotopía es un espacio real y a la vez irreal, una especie de espacio virtual.30
En contraste con la proyección utópica a un tiempo inexistente e indeterminado, los ejemplos de heterotopía de Foucault se destacan por su proximidad. Teatros, cines, jardines, museos, bibliotecas, cementerios, casas de citas, trenes, barcos, villas de vacacionistas, ferias, colonias, asilos, internados e incluso la cama de los padres, todos pueden considerarse heterotopías, porque todos, en oposición a otros espacios, rompen con cierto tiempo rutinario; posibilitan otra temporalidad, son heterocronías. Acumulan el tiempo, como las colecciones de los museos y las bibliotecas; lo reducen y lo hacen ligero, como las ferias y las villas vacacionales; lo ordenan idealmente, como las colonias jesuitas en Paraguay; o lo desordenan, como las zonas de tolerancia.31
Al enfrentar las nociones de utopía y heterotopía, podemos concluir que en ellas se juega la relación entre el tiempo y el espacio. Utopía y heterotopía son el tiempo y el espacio opuestos a la ideología, ambas en referencia a un “más allá” o un “fuera de”, que a la vez son irreductibles entre sí. Son dos facetas del deseo, que desnudan, cada una a su manera, las pretensiones ideológicas. La utopía, al exponer imaginariamente nuestro deseo como condición de posibilidad de pretensiones irrealizables. La heterotopía, al ofrecer un lugar en el cual nos encontramos empíricamente con nuestros objetos de deseo, obligándonos a enfrentarlos.32
En la emisión radiofónica de 1966 titulada El cuerpo utópico,33 Foucault pone de manifiesto estos dos aspectos de nuestro deseo. Al respecto, nos preguntamos qué es la utopía respecto al cuerpo, el cual es el lugar del aquí y el ahora. Como ciertas nociones clásicas del alma, la utopía parece negar al cuerpo, proyectando nuestro deseo a lugares imposibles, donde no será necesario el cuerpo o donde tendremos una especie de cuerpo sin cuerpo: un cuerpo etéreo, transfiguración de nuestro cuerpo actual. ¿La dimensión utópica agota nuestro deseo? ¿No es verdad que en la utopía se juega algo más que la proyección de lo deseado, a saber, la realización del deseo en nuestro mismo cuerpo? Las máscaras, los tatuajes, el maquillaje, los vestidos, las cirugías estéticas, ¿no son las heterotopías de nuestro cuerpo, que materializan el objeto de nuestro deseo, aquí y ahora, en nuestra propia carne? ¿Y las drogas, el arte o los rituales religiosos no tienen una función similar? O el amor mismo: ¿No es la utopía del desapego corporal y la heterotopía de la unión de los cuerpos de los amantes?
En este sentido, incluso cuando nuestro cuerpo siempre está aquí y ahora, a la vez está en otro lugar y en otro momento. Es exterior y a la vez interior; presente y también pasado y futuro. Deseo de sí mismo que, al proyectarse, se vuelve irrealizable, pero constantemente regresa para transformarse físicamente, en tensión con el esfuerzo de integración ideológica a la realidad constituida en función de la demanda de la autoridad, pero en resistencia a ella, en una denuncia de su insuperable falta de legitimidad.
Ahora bien, todo esto es teoría, pero, ¿a partir de qué base se forma y se genera la conciencia del propio deseo? En las experiencias cotidianas que posibilitan el desarrollo de la subjetividad a partir de la interacción corporal con el entorno, en un proceso en donde adquieren forma las identidades que la especie requiere para relacionarse y reproducirse, como la sexual, pero incluso en un nivel más básico: en la identificación y selección de alimentos que serán incorporados al cuerpo no sólo para nutrirlo, sino para forjar un gusto, que se sostendrá y cultivará durante toda la vida, y que podría llegar a mezclarse y confundirse con los placeres propios de la sexualidad.
Nuestra opinión es que la comprensión de este proceso, que culmina en el establecimiento de referencias utópicas y heterotópicas, en función de las cuales el deseo del sujeto por su cuerpo mismo se encontrará en diversas formas de autoconsciencia, requiere de la exploración artística, en específico la literaria. Esto debido a que la reconstrucción de la experiencia, más que una conceptualización, demanda una re-efectuación simbólica de las condiciones espaciotemporales a partir de las cuales se produjo, como ficción que dio forma a los anhelos y, en consecuencia, a las identificaciones del sujeto.
Así, volvemos a la pregunta que Heidegger planteó a su alumno japonés acerca del Iki como esencia de su arte y modo de vida. Más que entregarnos a un diálogo filosófico donde confrontemos nociones metafísicas de distintas tradiciones históricas, deberíamos concentrarnos en las elaboraciones literarias que los japoneses han efectuado con detenimiento y reflexión acerca de sus prácticas más básicas e íntimas, como la de comer y degustar.
Las utopías y heterotopías culinarias de Tanizaki
Junichiro Tanizaki es uno de esos escritores que podemos considerar clásicos contemporáneos. Italo Calvino dice en Por qué leer los clásicos que estos libros son los “que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual”.34 Permanecen en la estructura de nuestro mundo porque terminan por formar parte del orden simbólico en donde se teje la red de representaciones de nuestra vida cotidiana, incluso al nivel de aquello que introducimos en nuestro cuerpo como alimento.
Tanizaki nació el 24 de julio de 1886 en Tokio. Las últimas décadas del siglo XIX japonés pusieron en marcha la occidentalización de la isla. Al compararse con el desarrollo europeo y americano, Japón decidió evolucionar y modificó de raíz varias ramas de su sociedad. La restauración de la dinastía Meiji y la reactivación del gobierno imperial -los aristócratas de nuevo tuvieron la dirección del país, modificaron costumbres ancestrales como el sistema de clases- introdujo reformas en la educación -basada a partir de entonces en un modelo francés-, en la libertad religiosa y, de manera significativa, en la organización del ejercito -sustituyendo al tradicional y fiero samurái por el modelo de milicia inglés. Hacia 1889, se dio al pueblo la primera constitución al estilo europeo y se inició la guerra con China, lo cual introdujo a Japón en la empresa imperialista bajo la doble legitimación de la defensa de la soberanía y la realización de su destino glorioso. Al salir ganador de la contienda, Japón probó en lo inmediato que su incorporación al modelo occidental fue una decisión acertada, ello le ganó respeto en el mundo, aunque con el paso del tiempo, como en el caso europeo, la competencia imperialista mostró que estaba destinado al fracaso.
Estas transformaciones tuvieron dos efectos en el pueblo del sol naciente. Por un lado, fueron tomados en cuenta por la comunidad internacional como potencia moderna emergente. Por otro, comenzó a gestarse el nacionalismo, como parte de una estrategia para superar sus formas de identidad tradicionales y permitir a la población adaptar su modo de vida a los nuevos tiempos.35 En este ambiente se desarrollaron los primeros veinte años de la vida de Tanizaki, años de formación que determinaron no sólo su personalidad, sino su estilo y temáticas como escritor.
A los veinticuatro años inició su carrera publicando relatos de varios géneros. Desde entonces, Tanizaki no sólo narró historias, sino que escribió para comprender los fenómenos de su existencia, que en esos tiempos se debatían en las contorsiones de su comunidad y su tradición.36 Si nos detenemos en su primera producción, identificamos los pasos que siguió para conseguir su maestría literaria. Tanizaki escribió ensayo; sus biógrafos señalan que uno de los primeros fue dedicado a la obra de Natsume Soseki (Natsume Kinnosuke), seudónimo de uno de los escritores más intensos de la literatura japonesa, con una vida de novela, por interesante y variada. Soseki fija su atención en la psicología de sus personajes y su desarrollo social, los retrata a través de una punzante sátira y de una excelente comicidad, que hacen su lectura indispensable para aprender a criticar el mundo sin caer en lo vulgar y soez.37 El acercamiento intelectual y de estudio en el ensayo de Tanizaki demuestra que su interés por el lenguaje y los temas humanos no se reduce a la belleza, sino que pone especial atención a la argumentación, la descripción y la síntesis de las experiencias, añadiendo siempre un toque sapiencial.
El ensayo, pues, predispuso a Tanizaki a la investigación que, en combinación con la creación literaria, le posibilitó proponer una meditación constante a través de su exposición discursiva: articuló una multiplicidad de conocimientos, desde lo individual a lo metafísico, cuyo máximo logro quizá sea El elogio de la sombra.38
Así, su narrativa será el espacio donde se desplieguen esos ámbitos, como laboratorios para estudiar y comprender el devenir de una sociedad que añora sus tradiciones pero no puede ya negarse a la occidentalización.39 De la mano de Tanizaki, aprendemos que la nostalgia es fuente de experiencias profundas, que cambian nuestra lente para ver el presente.40
Ahora bien, más allá de la función cognitiva, Tanizaki desarrolló un estilo muy particular que estéticamente podría ser calificado como una terrible belleza. Terrible porque se acerca a lo sublime que causa terror; un efecto siniestro que nos lleva de las experiencias sociales triviales a lo más íntimo de la identidad, al origen mismo del deseo, que jamás podrá consumarse -su posible realización es utópica-, tan sólo podemos sublimarlo para seguir cuerdos, en diversas materializaciones que le dan cuerpo aquí y ahora, en emplazamientos heterotópicos que físicamente nos enfrentan con lo que de otra forma no sería más que un anhelo imposible o una carencia irreparable.41 Una belleza sensual-contemplativa que, en su sinestesia, nos envuelve y nos brinda un conocimiento particular de la condición humana tal como ha devenido en sus condiciones vivenciales específicas.
Tanizaki trabaja detalladamente para crear una atmósfera en donde impera la sensualidad de la minucia, el calor y el color de los sentidos, en complejas ceremonias en las cuales vivir se subordina a la percepción de la belleza. Consideremos el siguiente fragmento:
Su hermosura no era la típica de las muchachas de los castizos barrios de la zona de Shitamachi, ni la ostentosa de las geishas; no se parecía a las hijas de los señores del pudiente barrio Yamanote y ni siquiera resultaba una belleza exótica. Si alguien quisiera calificarla con rotundidad según los cánones, podría decir que poseía un atractivo “diabólico”, pues la joven mendiga coqueteaba igual que otras chicas adolescentes en flor y bajo su grotesco cuerpo de indigente refulgía un esplendor exuberante. La monstruosidad de su estado intentaba arrebatarle su hermosura, pero ésta se resistía a ser engullida. El conflicto entre ambos polos traspiraba por todos los poros de su piel. Así esas dos fuerzas siempre contrarias, la fealdad y la belleza, pugnaban hasta mezclarse y fermentar al fin en una suerte de fulgor indescriptible y en la exhalación de una fragancia intensa.42
Desde el título, “El fulgor de un trapo viejo”, el oxímoron delata el hilo argumentativo de la historia de esta joven indigente y de su enamorado que la deja embarazada. Este joven pintor, igual que el narrador, ve más allá de lo que cualquier ojo común podría contemplar: la belleza atroz de la muchacha en flor, radicalizada a través de sus atributos de juventud que, pese a sus dos estados: pobreza y suciedad, resplandece para recordarnos que lo sublime escapa de lo común y es privilegio sólo de aquellos que se adentran en el mundo de los sentidos. El cuerpo de la mendiga, en su condición heterotópica marcada por la pobreza y la falta de cuidado según los cánones establecidos por la autoridad, es precisamente el lugar de refulgencia de una belleza superior, de una dimensión utópica que hace arder el deseo por ella y permite la complacencia en su contemplación.
Aquí tenemos otro ejemplo de síntesis sensual y exaltación de los deseos:
Si la sangre tibia circulara dentro del marfil, puede ser que brotara ese color misterioso en el cual parece mezclarse frescura y divinidad. El pie no era simplemente blanco, pues presentaba también un reborde carmesí en torno a las uñas y el talón. Al verlo, evocaba las fresas con leche que se toman en verano, sí: ese jugo de fresas al fundirse con la leche blanca… El tinte que surgía en el instante de la fusión de fresas y la leche corría a lo largo de la curva del pie.43
Este cuento es quizá uno de los más apreciados por los lectores de narrativa erótica. El fetiche de los pies, si bien no es exclusivo de las culturas orientales, se ha llevado al extremo en ellas. Recordemos a las mujeres pies de loto en China, el aura de sensualidad que rodeaba estos pies y su envoltura, el misticismo delirante con que se encubría su visión y la fijación sexual depositada en ellos. Ahora bien, lo que importa reseñar en este fragmento es el símil literario, figura retórica cuyo recurso es la comparación, que parte de lo objetivo a lo subjetivo para producir una imagen excitante y próxima. La sangre tibia que circula por el interior de la blancura marfilada es semejante a la leche con fresas molidas que se toma en verano, jugos los dos que desembocan en las glándulas gustativas, permitiendo que la lengua se desenvuelva como extremidad para corroborar, junto con la mirada y el tacto, la necesidad perversa de apoderarse, sin poseerlo, del delicado pie ofrecido como frivolidad femenina, un estipendio del más agudo deseo masculino, el cual, gracias a su exploración literaria, se expresa como vínculo de dos dimensiones que de otra forma hubieran permanecido ajenas: la materialidad del marfil, la sangre, las fresas y la leche, y la divinidad que erotiza la escena en su conjunto.44
El deseo es aquí la misma palabra que dirige la acción narrativa, su vivencia concreta se contrapone a su satisfacción retardada, en un juego que coloca en entredicho la existencia e identidad de los personajes. El hilo conductor de la obra de Tanizaki es este proceso, engendrado en los cinco sentidos corporales -en comer, mirar, escuchar, tocar, oler- y se eleva a lo sublime como Eros. Su obra se trasforma, así, en una gran metáfora de la existencia, una epopeya en la cual los personajes se involucran en la búsqueda de una oscura trascendencia anunciada desde los sentidos, pero que, al nunca consumarse, corre el riesgo de obsesionarlos hasta la locura y la muerte.
Con ello, es claro que Tanizaki no intenta una representación costumbrista del modo de vida japonés, sino una configuración poética. Como establece Ricœur:
La poesía […] no pretende probar absolutamente nada; su finalidad es mimética, y tengamos en cuenta que, como diremos después, su objetivo es componer una representación esencial de las acciones humanas; su característica peculiar es decir la verdad por medio de la ficción, de la fábula, del mythos trágico.45
Tanizaki no trata de decirnos, a modo de una descripción antropológica, cómo se vive en Japón, sino cuál es la verdad de su deseo, por lo que más bien hemos de afirmar que desarrolla una metafísica.
Ahora bien, en cuanto al tema gastronómico en particular, en El club de los gourmets Tanizaki presenta a un grupo de aficionados a las experiencias culinarias, quienes estaban convencidos de que “si hubo genios en las artes, seguramente debe haberlos también en la cocina. Porque, desde su punto de vista, la cocina era un arte capaz de redituar efectos artísticos que -al menos en lo que a ellos tocaba- hacía desmerecer a la poesía, la música y la pintura”.46 Tanizaki eleva la gastronomía al nivel de las llamadas bellas artes, a modo de hipótesis que le permite elaborar, a lo largo de la narración, una serie de situaciones que funcionan como experimentos ficticios para comprender el sentido y la profundad de la convicción de los miembros del club.47 El propósito último del autor no sólo es mostrar que los placeres epicúreos de la comida son “tanto del espíritu como de la carne”,48 sino que apunta a demostrar que “el diablo es tan poderoso como Dios, ya que cuando alguno de los placeres sensuales (y no sólo los de la mesa) se lleva al extremo, se corre el peligro de perderse por completo en él”.49
A partir de la detallada descripción de la sensualidad de una serie de experiencias gastronómicas complejas, el relato tiene como propósito, más allá de fundamentaciones teóricas, desarrollar un argumento sobre estética -que un placer cotidiano como la gastronomía puede ser considerado producto de sofisticados efectos artísticos, de igual o mayor nivel que los de la literatura, la música y la pintura- y uno sobre metafísica -que los efectos del placer sobre el espíritu nos llevan a los límites de la experiencia humana y nos enfrentan a un horizonte de trascendencia en el cual la identidad y todo lo que se considera estable se pone en riesgo.
El texto se divide en dos. La primera parte abarca la descripción de los personajes, del espacio y las circunstancias que se dan en torno a los participantes del club. Desde el punto de vista de un narrador observador, se presentan una serie de indicios que nos permite vislumbrar el sentido del club. La segunda parte se inicia cuando el conde G, personaje protagónico, da cuenta del conflicto ante el aburrimiento de no poder encontrar más platillos exquisitos. Estas dos divisiones ponen de manifiesto el problema que en un primer momento parece ser la comida y su ingesta, pero que, mirado detenidamente, es la cuestión existencial de la búsqueda de un más allá, de otro platillo distinto a lo que hasta ahora se ha probado y que, por fin, pueda saciar las expectativas de los comensales.
Es decir, lo que define a este club no es la ingesta “natural” de alimentos, sino llevarla a un orden superior en donde la imaginación, en conjunto con la materia, pueda componer, en una experiencia profundamente erótica, una especie de atmósfera donde se diluya la distinción entre sujeto y objeto. La estimulación de los sentidos primarios y la excitación de los distintos órdenes de percepción permiten al conde y a su grupo cumplir el deseo de incorporar a su ser algo superior al alimento, que rebasa por completo lo que hasta entonces concebían. La percepción estética se impone sobre la cognitiva.
Como ejemplo, observemos la escena en que, en un cuarto oscuro, una mujer mete su mano en la boca de los comensales, creando una particular experiencia:
De un solo golpe, A sintió que su saliva, adherida tanto a la mano como a su propia lengua, comenzaba a tener, por alguna razón, un sabor peculiar. Un sabor dulzón con un dejo aromático, salado, que emergía gradualmente del mismo esputo. ¿Cómo podía tener la saliva un sabor así? O, para el caso, ¿cómo podía tenerlo una mano de mujer?50
Más allá de la comida y de la nutrición, la experiencia gastronómica se vuelve una estimulación sensorial que trastorna la percepción, al grado de poner en duda nuestras distinciones acerca de lo que es el alimento, una mujer o nuestro propio cuerpo. Todo se fusiona en el acto de consumo, provocando una especie de éxtasis.
Las prácticas de este grupo, independientemente de cuestiones sibaritas, se dirigen a un goce oscuro que condiciona su existencia a no obedecer otro motivo que la trascendencia o, incluso, la transgresión de lo cotidiano. La visión ética es transfigurada; la virtud deja de regirse por el bien y se somete al goce, esto modifica por completo la percepción de la realidad desde el nivel más básico de la materia al que tenemos acceso en la experiencia diaria: aquel del cuerpo y lo que ingerimos para nutrirlo.
El último menú diseñado por el conde G reafirma esta percepción:
Aguas termales con huevos de paloma
Fuente de uvas
Jade líquido de flema y esputo
Peras nevadas, pétalos y cáscara
Labios sofritos
Consomé de mariposa
Sopa de alfombra de terciopelo
Tofu de cristal.51
Lo que en los nombres parece sólo una serie de elaboraciones simbólicas, determinada por campos semánticos de resonancia cultural, en realidad es expresión de la pretensión de rebasar el campo metafórico y utópico, para convertirse en una explanada de sensualidad que reorganiza, independientemente de cualquier intervención intelectual, no sólo la percepción del sujeto, sino el estado de la materia, su identidad, su existencia y su mundo.
No es una exageración, como indica el mismo conde G, decir que sus métodos gastronómicos no son meras técnicas culinarias, sino magia. Pero, analicemos más de cerca. ¿En qué consiste exactamente su magia? “Si hago uso de la magia en mi cocina es porque quiero despertar esa curiosidad en todos ustedes…”.52 La magia que trastorna el orden metafísico a partir de algo tan aparentemente trivial como la ingesta de alimento, no es, en el fondo, más que una técnica de manipulación del deseo, destinada a despertar la curiosidad. El secreto del truco no es otro que la utilización calculada de contrastes, tal como Tanizaki explica en El elogio de la sombra.
En este ensayo, a diferencia de las especulaciones hermenéuticas de Heidegger sobre la esencia del arte japonés, Tanizaki, lejos de oscurecer en el misterio y la mistificación la esencia de la estética, expone su secreto con toda claridad: explica que todo el aparente misterio metafísico se basa en la utilización de los contrastes entre la luz y la sombra, análogo a aquel entre las distintas sensaciones producidas por los platillos presentados en El club de los gourmets.
Prestemos atención a la descripción que hace Tanizaki de una sopa tradicional servida en un cuenco de laca:
desde que destapas un cuenco de laca hasta que lo llevas a la boca, experimentas el placer de contemplar en sus profundidades oscuras un líquido cuyo color apenas se distingue del color del continente y que se estanca, silencioso, en el fondo. Imposible discernir la naturaleza de lo que hay en las tinieblas del cuenco, pero tu mano percibe una lenta oscilación fluida, una ligera exudación que cubre los bordes del cuenco y que dice que hay un vapor y el perfume que exhala dicho vapor ofrece un sutil anticipo del sabor del líquido antes de que te llene la boca. ¡Qué placer ese instante, qué diferente del que experimentas ante una sopa presentada en un plato plano y blancuzco de estilo occidental! No resulta muy exagerado afirmar que es un placer de naturaleza mística, con un ligero saborcillo zen.53
Sin duda, afirma Tanizaki, hay en esta experiencia gastronómica un placer de tipo místico, una experiencia zen en la cual se manifiesta la esencia del espíritu japonés. Pero, en lugar de idealizarla en una especulación teórica y abstracta, como suele hacer la metafísica filosófica, Tanizaki muestra con sutileza, precisión y claridad que todo el efecto radica en la elección de un cuenco de fondo oscuro, y esto se perdería de ser servida la sopa en un plato plano y blanco. La heterotopía de un cuenco oscuro como sostén de la utopía del espíritu zen.
La magia, el secreto, de la esencia que tanto se le escapa a Heidegger no es más que una sofisticada técnica de asociación de múltiples percepciones sensoriales y lo que de ellas pensamos o podríamos llegar a pensar: “Se ha dicho que la cocina japonesa no se come sino que se mira; en un caso así me atrevería a añadir: se mira, ¡pero además se piensa! Tal es, en efecto, el resultado de la silenciosa armonía entre el brillo de las velas que parpadean en la sombra y el reflejo de las lacas”.54
Quizá la verdadera esencia de la magia de un simple arroz blanco no consista más que en su contraste con un fondo oscuro ante la mirada del comensal:
sólo con verlo presentado en una caja de laca negra y brillante colocada en un rincón oscuro, se satisface nuestro sentido estético y a la vez se estimula nuestro apetito. No hay ningún japonés que al ver ese arroz inmaculado, cocido en su punto, amontonado en una caja negra, que en cuanto se levanta la tapa emite un cálido vapor y en el que cada grano brilla como una perla, no capte su insustituible generosidad.55
Junto con Tanizaki, podemos decir que: “En definitiva, cuando los occidentales hablan de los ‘misterios de Oriente’, es muy posible que con ello se refieran a esa calma algo inquietante que genera la sombra cuando posee esta cualidad”.56 Que cuando Heidegger, autoproclamado representante de la metafísica occidental, intenta entablar un diálogo con la metafísica oriental, tal vez sólo se enfrenta a un contraste, a un efecto estético, al cual su percepción no está acostumbrada por sus hábitos alemanes, por habitar en otro lugar y no poder morar la heterotopía en que acontecen las costumbres japonesas; algo tan básico como el plato en donde come sus alimentos.
Por supuesto, Heidegger intenta dar cuenta de tal morada, se refiere a ella como la casa del ser. Sin embargo, no parece estar dispuesto a adentrarse en el análisis de las condiciones que desde las más inmediatas y crudas manifestaciones de la corporalidad posibilitan su existencia. Tal análisis no es ninguna trivialización que reduce el pensamiento a la más grosera sensualidad. Todo lo contrario, gracias a su obra y a su magistral utilización del lenguaje, Tanizaki nos muestra el camino de un pensamiento metafísico clarificador. Es impresionante ver, por ejemplo, cómo califica los hechos a través de sus descripciones. Sus adjetivos son totalmente armoniosos con lo que describe; la sensación es dirigida por el lenguaje, la evocación es dada por la enunciación. Prestemos atención a este enunciado: “Pero cuando sustituyeron la lámpara por un candelabro aún más oscuro y pude observar las bandejas y los cuencos a la luz vacilante de la llama, descubrí en los reflejos de las lacas, profundos y espesos como los de un estanque, un nuevo encanto totalmente diferente”.57 La palabra espeso califica a los caldos que han hervido por mucho tiempo y han logrado incorporar de manera esencial los ingredientes. El reflejo es lo netamente estético. Las lacas son la profundidad, la sobriedad y la densidad. En suma, todo el enunciado configura una estética de la presencia de cada elemento que contiene la vivencia, existencia e historia del ser japonés, en su dimensión material, pero también en la utópica.
Cada descripción en Tanizaki es una resonancia de algo que, aun cuando acontece en un espacio concreto y con todo tipo de soportes materiales, parece escapar a esta expresión y trasciende lo cotidiano. Es fineza, ya que es tenue, incierta y centellante. En ellas, la gastronomía es uno de los espacios de una erótica trascendental, como invención artística que da profundidad a la experiencia humana.
Conclusiones
En su Filosofía del budismo zen,58 Byung-Chul Han intenta presentar al público occidental la posible filosofía detrás del zen. Desde las primeras líneas, sin embargo, aclara que propiamente hablando no existe dicha filosofía como un corpus teórico explícitamente desarrollado. En ese budismo no parece haber realmente necesidad de realizar teorías para comprender, expresar e implementar las nociones fundamentales que dan sentido a su estilo de vida.
A lo largo de su texto, Han se esfuerza por mostrar los contrastes entre el pensamiento oriental y el occidental. Mientras este último intenta reducir todo elemento de la experiencia a conceptos y sistemas axiomáticos que posibiliten deducir con criterios de validez lógica, en función de nociones como identidad, sustancia y sujeto, los textos budistas más bien recurren a expresiones literarias intencionalmente ambiguas, para destacar el carácter fluido y relativo de la realidad, así como lo ilusorio de cualquier pretensión de anclarla a formas fijas de identidad.
Desde un punto de vista occidental, se suele suponer que tales estrategias sólo llevan a la confusión, la falacia y la opacidad. Que, al alejarse del espíritu moderno y cartesiano, se pierde la posibilidad de establecer distinciones con claridad y precisión. Y que, sin la solidez de la lógica aristotélica, ni siquiera son capaces de definir sin contradicción la identidad de los distintos seres que habitan el mundo. En suma, se presume que en su contacto con el mundo occidental y su modernidad, los orientales por fin recibieron el orden y el progreso que cualquier sociedad civilizada requiere.
Tanizaki, en tanto intelectual y artista formado en los modos tradicionales de su cultura, precisamente en la época del contacto modernizador con Occidente, sin dejar de reconocer los avances técnico-científicos que esta civilización posibilitó, introduce una serie de matices que conviene considerar para juzgar la naturaleza de este tipo de encuentros culturales.
Como primer aspecto a tomar en cuenta, Tanizaki no recurre a una teoría filosófica de corte occidental -como pretendían los jóvenes aristócratas que iban a estudiar con Heidegger- para explicar y valorar el sentido de su propia tradición. Mientras estos jóvenes, imbuidos en el proyecto político del nacionalismo, pretendían importar de Europa las formas de pensamiento que posibilitaran la evolución de Japón a una potencia moderna, Tanizaki, independientemente de ideologías políticas, prefiere desarrollar una reflexión literaria -a través del ensayo, el cuento y la novela, que le permite representar los principios de su propio modo de vida, uno que no se aleja mucho de las estrategias que Han atribuye a los textos del budismo zen.
Lejos, pues, de plantearse cuestiones conceptuales como la esencia del ser o los fundamentos del sujeto, Tanizaki representa en su lugar escenas de la vida cotidiana japonesa, a modo de experimentos imaginarios que le permiten explicar, en términos de la experiencia de los personajes -a partir de su inmersión sensorial y de su contacto con la materia-, las distintas transformaciones de su placer y su deseo, llevándolos al extremo de lo experimentable para probar sus límites, lo cual los pone al borde de la existencia misma y permite presenciar la transformación de una experiencia estética en una metafísica.
Mientras Heidegger parece obviar vivencias elementales por su cotidianidad -entre las cuales podemos incluir los placeres gastronómicos-, como si sólo fueran formas de encubrimiento de la esencia y de olvido de la pregunta por el ser, Tanizaki muestra que es justo el involucramiento hiperbólico en los placeres y la sensualidad lo que ofrece cierta claridad acerca de la esencia. Por ello mismo no puede entenderse en un sentido universal abstracto, sino tan sólo desde la particularidad de una identidad desarrollada a lo largo de la historia y sus experiencias básicas, no tiene por qué encajar en una definición conceptual.
Con tal modo de proceder, no nos parece que quedemos atrapados en el particularismo de una tradición basada en el gusto por eventos triviales y placeres superficiales. Lo interesante de los textos de Tanizaki es que permiten vislumbrar con claridad, en virtud de su manejo de los efectos de la percepción sensible -condicionada por la disposición del espacio y la materialidad de su soporte-, un horizonte de trascendencia en el cual no sólo comprendemos la esencia del modo de vida japonés y su conflictivo encuentro con la civilización occidental, sino que, como si se tratara de un espejo, nos vemos a nosotros mismos involucrados en situaciones análogas, a pesar de la distancia histórica, ideológica y cultural. Mientras la teoría y la especulación filosófica, discutiblemente, parecen privilegio de unos cuantos individuos, e incluso de un tipo específico de civilización, ¿no es verdad que el desarrollo de una tradición gastronómica, a niveles de sofisticación no sólo artísticos, sino metafísicos, es una tendencia universal, que rebasa los límites que separan a las culturas y hasta a las clases sociales? ¿No es cierto que la sobriedad, la pureza y el contraste de un arroz blanco japonés en su cuenco de laca oscura, y la voluptuosa mezcla de ingredientes que se confunden en la salsa oscura del mole en México comparten una profundidad análoga en la cual se enraíza la esencia de la respectiva existencia de quienes los disfrutan? Por ello, ¿no es verdad que a través de estos platillos se podría narrar el desarrollo de sus conflictivas historias, en las que, por un lado, han tenido que afrontar el embate de invasores extranjeros, pero por otro, han sabido incorporarlos a su propia tradición?