Introducción
La vida no es un argumento.
Nietzsche, La gaya ciencia
¿Desde qué compromisos vitales o existenciales nos abocamos hoy a criticar el pensamiento inclusivo? Tal es la pregunta ante el llamado a considerar críticamente algo cuya denominación no parece haber sido, hasta ahora, objeto de atención filosófica especializada, y la cual circula, de un modo más bien coyuntural y polémico, en discursos institucionales sobre el sentido ético de ciertas políticas lingüísticas, educativas, de género o interculturales, así como en los medios de comunicación, como objeto de una violenta reacción antiderechos que no cesa de ganar terreno alrededor del mundo.1 El llamado de la Revista de Filosofía Universidad Iberoamericana a considerar críticamente el “pensamiento inclusivo” parece identificarlo con los estudios culturales y los feminismos, es decir, con la agenda democratizante de los nuevos movimientos sociales. Si bien eso ayuda a situar el pensamiento inclusivo como un problema filosófico, al menos en parte, nos abstendremos de participar en lo que podría leerse como un juicio sumario de campos enteros de indagación y tradiciones intelectuales y políticas que nos parecen demasiado heterogéneas como para admitir tal reducción. Proponemos, en cambio, plantear el problema del pensamiento inclusivo heurísticamente, articulando algunas discusiones teóricos-críticas sobre el reconocimiento, el resentimiento y la técnica globalizada, con el propósito último de fortalecer un compromiso crítico ya no sólo con la agenda democrática de los nuevos movimientos sociales, sino con la vida misma y la tarea de la existencia en general; a sabiendas de que los sentidos y los límites de la democracia - como los de “la vida”- no sólo se hallan en disputa permanente, sino que se encuentran radicalmente en entredicho, ante la erosión tecnoeconómica y la extinción literal de las narrativas políticas y las promesas fundamentales de la modernidad.2 Se trata, para nosotros, de problematizar el pensamiento inclusivo como un fenómeno sintomático de esa pérdida actual de horizontes políticos y existenciales, pero también de reflexionar sobre los compromisos o las apuestas vitales que nos llaman a cuestionar nuestros propios deseos heredados de “inclusión”.
En su reciente libro, Unconditional Equals (2021), Anne Phillips reflexiona sobre el fracaso de la modernidad política para garantizar un compromiso efectivo con la igualdad por parte de las sociedades occidentales. Su mediatación aporta elementos básicos para identificar la problemática del pensamiento inclusivo, a saber: la desigualdad estructural del capitalismo globalizado y la ausencia de voluntad política para revertirla. Como veremos enseguida, el pensamiento inclusivo puede considerarse como aquel que sintomatiza esta problemática, en el sentido de que sostiene la desigualdad en el afán mismo de erradicarla. En términos de Phillips, podría formularse como una idea moderna de la igualdad basada en una concepción racional-teleológica de la historia, donde las exclusiones sociales (injusticias supuestamente accidentales) son progresivamente subsanadas por conquistas políticas y sociales (o “inclusiones”) en una marcha hacia la emancipación universal. Así habría que comprender las luchas de las mujeres y los esclavos, desde tiempos de la Revolución francesa, o las de los pueblos colonizados y racializados en el siglo XX, u hoy en día las de los grupos de la diversidad sexual y funcional, entre otros, que habrían cumplido y lo seguirían haciendo un papel histórico mediante sus luchas por la inclusión igualitaria en la comunidad de lo humano universal. En realidad, si el fundamento divino o trascendente de la igualdad entre los seres humanos fue sustituido en la modernidad por un fundamento antropológico o biológico, tal sustitución parece haber logrado poco más que mistificar la expansión de facto de la desigualdad. A lo que nos enfrentamos hoy, observa Phillips, es a una combinación explosiva de viejas desigualdades de renta y riqueza, de género, casta y etnia, con nuevas jerarquías en la producción económica que se proyectan sobre las anteriores como diferencias de mérito o inteligencia.
Este escenario le indica a Phillips que hay algo fundamentalmente problemático en la idea moderna de igualdad; para ella radica en su carácter condicional. No se trata de que el mundo se demore en cumplir la promesa de la igualdad universal, sino de que esa promesa se condicionó desde el principio al reconocimiento del carácter, de la racionalidad y la inteligencia -al ser las categorías de civilizado versus salvaje, racional versus emocional, activo versus pasivo, entre otras, las que pretenden justificar la exclusión sistemática de grupos explotados y colonizados, mujeres, sexualidades no normativas y demás-. La condicionalidad ha sido el rasgo histórico del igualitarismo moderno, de ahí que persista en el sentido común la expectativa de alguna razón, alguna justificación para considerar a otros como nuestros iguales, para incluirlos en nuestra comunidad. Este “paradigma de la justificación”, como lo llama Phillips, hace del igualitarismo moderno un mecanismo de exclusión, pues cuando la igualdad se hace condicional, siempre queda espacio para categorías de personas que no satisfacen la condición. Retornaremos a esto para afirmar nuestra convergencia con la posición de Phillips de que no sólo es posible sino urgente salir del paradigma de la justificación, puesto que la igualdad, al final, no se deriva de ninguna lógica, al menos si consideramos que “entre las condiciones de la vida podría estar el error”.3 Como la vida en Nietzsche, o la ética en Levinas, la igualdad para nosotros sucede como un llamado anterior a cualquier lógica, una responsabilidad fáctica e ineludible.
Procederemos en cuatro partes. En primer lugar, bosquejaremos la problemática del reconocimiento, desde las perspectivas de Axel Honneth y María Pía Lara, para observar matices y diferencias entre ambos, pero también una resonancia general entre la pretensión teórica-crítica moderna de fundamentar normativamente las demandas de reconocimiento, y la pretensión estatal de administrarlas en el plano jurídico. En segundo lugar, intentaremos evidenciar el agotamiento de tales enfoques normativos -que ejemplifican, para nosotros, el pensamiento inclusivo en tanto ideal de igualdad condicionada por el reconocimiento- en el seno de una transformación estructural de la esfera pública efectuada por el capitalismo de plataformas. En lo que Will Davies llama “la esfera pública digital”, el criterio de valor y la administración de las demandas de reconocimiento se revelan como puramente económicos, mientras que la política concebida como lucha por el reconocimiento se ve reducida a una guerra sin tregua por la reputación. En estas condiciones, el pensamiento inclusivo se traduce, inevitablemente, en miseria simbólica y resentimiento. Por lo mismo, antes de fundamentar racionalmente, o legitimar, ciertas demandas de reconocimiento, Bernard Stiegler y Cynthia Fleury se ocupan de esclarecer las raíces de la des-individuación contemporánea y, en el proceso, no desechan, sino que replantean, el problema del reconocimiento ya no como un problema de argumentación política racional, sino como una tarea psíquica-existencial, un trabajo de libertad. Desde este otro ángulo haremos una lectura de Desde los zulos (2023), de Dahlia de la Cerda, en la última sección. Algunos aspectos de este testimonio de vida nos permitirán retornar al llamado de Phillips hacia una igualdad sin condiciones, sin argumentos, que brota de la escritura como un trabajo vital o de sintonía con lo que Alberto Moreiras llama “infrapolítica”, y que se refiere a la diferencia absoluta entre vida y política, entre ser y pensar.4
El pensamiento inclusivo y el paradigma del reconocimiento
Quiero sugerir una metáfora diferente para el trabajo teórico: la metáfora de la lucha, del forcejeo con los ángeles. La única teoría que vale la pena tener es aquella con la que uno tiene que luchar, no aquella de la que uno habla con una fluidez profunda.
Stuart Hall5
En las dos últimas décadas del siglo XX se produjo, sobre todo en Norteamérica y en el marco de un giro postsocialista hacia las identidades, las minorías y el multiculturalismo, un discurso sobre el reconocimiento y la inclusión de las diferencias. Puesto que en la filosofía moral y política los debates entre liberales y comunitaristas habían omitido tematizar las causas concretas del malestar social, así como la dimensión ética de los reclamos políticos, la teoría crítica entró en escena para renovar el análisis y la interpretación del cambio social, por medio de la recuperación del concepto romántico/idealista del reconocimiento. Mientras que el canadiense Charles Taylor comprendió el reconocimiento a través de Herder y Rousseau como un ideal cultural de autenticidad, y sugirió la posibilidad de reconciliar, en el plano estético, la tradición kantiana de los liberales con la tradición hegeliana de los comunitaristas; Axel Honneth intentó crear un nuevo modelo normativo de la teoría crítica basado en el reconocimiento, en un sentido moral más estrictamente hegeliano. Ello dio pie a discusiones sobre la función de la teoría crítica en relación con los movimientos sociales y sobre la naturaleza de la relación entre la justicia simbólica y la justicia material. Nancy Fraser señaló, por ejemplo, que la categoría del reconocimiento, erigida en fundamento teórico- político, corre el riesgo de simplificar las inquietudes identitarias en los movimientos sociales, y de desplazar sus agendas concretas de justicia social o “redistribución”. No pretendemos, en esta sección, reactivar ese debate en los términos dualistas de Fraser,6 sino, más bien, señalar cómo anida en la teoría del reconocimiento de Honneth el problema del pensamiento inclusivo que relacionamos con la condicionalidad implícita del igualitarismo moderno. En el proceso habrá que discernir entre la teoría del reconocimiento, por un lado, y por la forma en que las demandas de reconocimiento se manifiestan en coyunturas concretas, por otro, como el multiculturalismo o en la llamada “cultura woke” de la actualidad. Esto permitirá retener y reformular el problema al que responde originalmente la teoría del reconocimiento, desligado del paradigma de la justificación.
La premisa de los teóricos neohegelianos del reconocimiento es que la autonomía personal requiere la validación o el reconocimiento de otros, pues la identidad depende para su constitución de lo socialmente dado, de las instituciones existentes. En el proceso de obtener, o no, esa validación es preciso situar la dinámica del malestar y el conflicto social. Honneth, no obstante, arguye que su elaboración del reconocimiento no implica dar la razón a Hegel respecto a la racionalidad de lo dado. Lo que se propone resolver con ella es el problema coyuntural de la desconexión entre la teoría crítica y las experiencias concretas, vividas, de la injusticia, en un momento de pérdida de horizontes revolucionarios. La desatención a ellas se desprende, para Honneth, de la antropología más o menos utilitaria de herencia marxista,7 mientras su apuesta es incorporarlas en un marco conceptual que permita leer todas las luchas emancipatorias a través de su dimensión normativa o su “gramática moral”. Sean grupos de clase o grupos desclasados, mujeres u otros grupos explotados o colonizados, lo importante es que todos ellos vivan su situación como “humillante” o de algún modo intolerable, dadas ciertas expectativas de reconocimiento social.8 En todos los casos, la lucha por la justicia respondería a una experiencia de falta de reconocimiento, es decir, a “expectativas defraudadas de un modo que se considera injustificable”.9 Lo importante, para Honneth, es entender que la falta de reconocimiento es un daño moral real, que devolver a individuos o colectividades una imagen degradante de sí mismas inhibe el ejercicio pleno de su autonomía. La lucha por el reconocimiento resulta entonces una lucha por la autonomía y, según Honneth, entenderlo es “de importancia central hoy no porque exprese los objetivos de un nuevo tipo de movimiento social, sino porque ha demostrado ser la herramienta apropiada para analizar las experiencias sociales de la injusticia en conjunto”.10 Desde luego, una cosa es analizar o describir adecuadamente la experiencia de la injusticia, y otra es prescribir una estrategia general para las luchas políticas o un protocolo para la reparación de injusticias. Honneth señala que el reconocimiento se puede obtener argumentando, lo cual parecería ubicar su teoría dentro del paradigma de la justificación del igualitarismo moderno.
El paradigma del reconocimiento sería dinámico en el sentido de que, como señala Giusti, “siempre habrá un desajuste entre el ideal ético comprehensivo de la libertad y las formas concretas o históricas de su realización”.11 En efecto, para Honneth, todas las luchas progresan mediante una dialéctica de lo universal y lo particular: uno siempre puede apelar por una diferencia particular al aplicar un principio general de reconocimiento mutuo que impulsa, de modo normativo, una expansión de las relaciones existentes de reconocimiento.12 Según el pensador, las instituciones capitalistas dependen, para su reproducción, de un consenso moral, donde la igualdad (o la idea central de las relaciones legales), el amor (o la concepción de las relaciones íntimas) y el principio meritocrático (el estándar de la jerarquía social) predominan como perspectivas normativas, respecto a las cuales los sujetos pueden argumentar, razonablemente, que las formas existentes del reconocimiento deben ser expandidas, por inadecuadas o insuficientes.13 Este tropo de una expansión progresiva de la racionalidad por vía de la argumentación le ha valido críticas a Honneth, entre las cuales destaca la de eurocentrismo.14 De ellas hace eco la crítica de Phillips a la idea moderna de igualdad o el paradigma de la justificación. Recordemos que, para caracterizar el pensamiento inclusivo, partimos con Anne Phillips de la idea moderna de igualdad como un paradigma de la justificación: somos iguales si demostramos tener en común un marco racional con el que argumentar nuestra pertenencia a la misma comunidad política. Este carácter condicionado de la igualdad haría del igualitarismo moderno una argumentación perpetua por el reconocimiento. Ahora bien, si el drama histórico de la racionalidad siempre deja algo fuera, y en este sentido tiene un carácter sacrificial (que explica la persistencia de las faltas de reconocimiento en la marcha universal hacia la emancipación) y si, por tanto, renunciáramos a la fe moderna en el progreso racional (que apuntala la concepción de justicia como inclusión o reconocimiento universal), ¿qué otra cosa podría hacer una teoría normativa del reconocimiento con las experiencias concretas de la injusticia? Más allá de un modelo de la justificación, que evidentemente no ha bastado para alcanzar la justicia comprendida como reconocimiento universal, podría indagarse de qué otras maneras los sujetos concretos logran crearse o tomar un lugar en el mundo, interpelando a otros en una esfera pública. Lo que sugiere al respecto María Pía Lara es pensar la racionalidad de otra manera, desde una perspectiva feminista.
Lo que el concepto de reconocimiento le permite a Honneth, escribe María Pía Lara en Moral Textures, es empezar a “texturizar” el ideal normativo de la teoría crítica: ya no se trata de una justicia o igualdad en abstracto, sino de autorrealización, vida buena o ethos concreto.15 A Lara le interesa, en específico, la autorrealización de mujeres que escriben, y lo que con ello contribuyen a la esfera pública -es decir, al debate público sobre la justicia- mediante su constitución en sujetos biográficos capaces de tomar un lugar en el mundo. Por su foco institucional, el modelo de Honneth se quedaría corto a la hora de dar cuenta de la potencia de las interacciones en la esfera pública -los modos con que logran generar “consenso”en los movimientos sociales democráticos, como el feminismo- en torno a nuevos sentidos y prácticas de la justicia.16 Si, en la teoría habermasiana de la acción comunicativa, los actos autobiográficos contribuyen a la formación de una esfera pública democrática, al articular discursivamente la soberanía popular con la noción de los derechos humanos, Lara afirma que las narrativas autobiográficas femeninas -con referente en la Rahel Varnhagen de Hannah Arendt- producen, a través de “las texturas morales del yo”, “un espacio mucho más texturizado en el que todas las personas puedan considerarse merecedoras de respeto y valiosas como seres humanos”.17 Si bien Lara se mantiene fiel a un compromiso normativo de la teoría crítica, su concepción narrativa de la racionalidad, que implica una recuperación de Arendt y Benjamin frente a Habermas, Honneth y Taylor, nos recuerda al “forcejeo con los ángeles” de los estudios culturales. Insiste -como siempre lo hizo Stuart Hall- en la indeterminación del medio simbólico en contextos específicos y, a partir de eso, de la experiencia moral como autorrealización creativa, y no meramente como inclusión en lo dado.18 Así, mientras que Honneth ofrece un modelo en el cual las faltas de reconocimiento tendrían que articularse como argumentos ante instituciones -dentro de una esfera pública deliberativa y consensual-, Lara propone un modelo más afectivo y performativo del reconocimiento en el cual, antes que la justificación racional, está la creación de simpatía, la capacidad de la narración para interpelar desde la experiencia vivida de la injusticia, pero también de la justicia como acto mismo de narrar, de transmitir y crear compromiso social con esa experiencia. Más que teorizar la inclusión en las instituciones existentes, o la expansión de una racionalidad institucional, su modelo atiende a la fuerza creativa de los afectos en la dialéctica entre lo universal y lo particular, lo cual abre para nosotros la pregunta sobre la singularidad en la esfera pública, cuestión a la que volveremos más adelante.
Por ahora baste indicar la complementariedad del modelo normativo-institucional de Honneth y el modelo normativo-estético de Lara; ambos reivindican la necesidad de una teoría normativa del reconocimiento, una que desde la particularidad histórica de su ethos con aspiración de universalidad discierna entre las experiencias de injusticia, dé cabida institucional, incluya simpatía y atención a unas antes que a otras, o bien, a unas que considera legítimas y no a otras que considera ilegítimas. Como veremos, es difícil, si no imposible, renunciar a esta dimensión normativa -necesariamente excluyente- de la teoría crítica en una época en la cual proliferan tanto las experiencias vividas de la injusticia -las desigualdades entendidas como faltas de reconocimiento- como las demandas o mejor dicho exigencias de reconocimiento por parte de sectores más bien privilegiados por la estructura social -pensemos en el supremacismo blanco-. Es el criterio de la política en un ethos democrático, de la ley y los derechos, aquello que, como observaba Wendy Brown, no podemos, en la práctica, no querer, aunque no dejemos de problematizar, con argumentos, sus contenidos normativos y sus exclusiones concretas.19 Así fue desde el principio, con el igualitarismo moderno, el problema radica en que, por mucho que en la práctica no pueda prescindirse de algo así como una aspiración “inclusiva”, el paradigma de la justificación ha llegado al punto de revelarse como una racionalidad meramente administrativa, incapaz de dar cuenta de la profundización brutal, de facto, de la injusticia a nivel global. De ahí la necesidad de entender cuáles son las consecuencias, para la teoría crítica, de conformarse con ese paradigma, ya sea en un sentido puramente racional o puramente afectivo, de la justificación, o una combinación de ambos, así como la urgencia de explorar otras formas u otros registros, para pensar el problema real del reconocimiento.
Un antecedente de lo que propondremos en este ensayo está en la traducción “multicultural” del paradigma de la justificación, que si bien no debe confundirse con la teoría de Honneth sobre el reconocimiento, evidencia la facilidad con la que el reconocimiento -o mejor dicho, su ausencia-, en tanto experiencia moral singular, se traduce en una especie de valor estandarizado, una moneda dentro de un proceso de racionalización económica de la sociedad. El multiculturalismo, con sus políticas de identidad y derechos de minorías, nos sirve para ilustrar esa asimilación del paradigma de la justificación a un proceso social del cual, al final de cuentas, forma parte: la asimilación tecnoeconómica de lo político, que termina por succionar incluso la agenda democrática de los nuevos movimientos sociales, la cual referíamos al principio mediante la alusión, a través del “pensamiento inclusivo”, al proyecto intelectual y político de los estudios culturales.20 Hall observaba que el multiculturalismo no era “meramente una doctrina, no caracteriza[ba] una estrategia política, y no representa[ba] un estado de cosas ya logrado. No es una forma encubierta de endosar algún estado utópico o ideal. Describe una variedad de estrategias y procesos políticos que están inconclusos en todas partes”.21
De tal aproximación parece razonable retener, para la consideración del pensamiento inclusivo en tanto fenómeno cultural, un sentido de apertura o indeterminación, a la vez que empezamos a “forcejear” con la inversión política de la teoría en prácticas de resistencia o subversión cultural, en la transformación estratégica del problema de la falta de reconocimiento en “políticas del reconocimiento”. Éstas siempre dejan fuera algo de lo que originalmente pretendía reconocer Honneth con su teoría de la justicia para un mundo postsocialista, a saber: la experiencia de la falta de reconocimiento como injusticia real, anterior e independiente de su articulación política-cultural. Si la noción misma de multiculturalismo se percibió como inadecuada en Latinoamérica y otras regiones producidas por el imperialismo euroatlántico, ante todo porque dejaban algo fuera (la experiencia colonial) al imponer una normativa acuñada con los supuestos individualistas del liberalismo político norteamericano, un problema adicional para la versión culturalista del paradigma de la justificación es su impotencia ante el recelo, en ascenso desde la coyuntura multicultural, ante la perspectiva de que grupos tradicionalmente inferiorizados (ya no las “minorías” en Norteamérica, sino las mayorías del mundo) de pronto adquirieran y ejercieran el derecho a “recibir tratos diferenciales y recursos compensatorios especiales por parte del Estado y de organismos internacionales en virtud de su rezago económico y social como una cuestión de justicia social”.22
La actual guerra de opiniones en torno a la “cultura woke” -esto es, el fenómeno masivo de politizaciones expresivas, identitarias, victimistas, sectarias y propensas al castigo por medio de la “cancelación”- no deja, a su vez, de insertarse en la profundización de facto de la desigualdad global y sus violencias cada vez más extremas contra las mayorías del mundo, así como en la falta de reconocimiento o de compromiso genuino, por parte de las clases políticas y buena parte del electorado occidental, con la erradicación de esas violencias. Tal es, precisamente, el problema que señalaba Phillips en cuanto al igualitarismo moderno, o el paradigma de la justificación, en el cual proponemos situar el “pensamiento inclusivo”. Este problema -que viene siendo el de un falso deseo de igualdad- nos obliga, si no a descartar la injusticia o la falta de reconocimiento como punto de partida y como problema con el cual el pensamiento crítico no puede no estar vitalmente comprometido, al menos sí a desligarlo, en otros registros de pensamiento, del paradigma de la justificación, ello a la luz del impacto psíquico y existencial del capitalismo híperindustrial globalizado.
Reconocimiento 3.0: miseria simbólica y resentimiento
Grecia atestiguó la emergencia de la lógica como política. Nosotros estamos atravesando la absorción de la lógica en la logística.
Bernard Stiegler23
Will Davies observa que, en los últimos años, las políticas del reconocimiento han adquirido más impulso del que nadie podría haber previsto en la última década del siglo XX. Más que una lucha creativa o transformadora por el reconocimiento, lo que observa es una carrera armamentística en la que prácticamente todo el mundo -con acceso mínimo a la esfera pública- despliega el lenguaje de los derechos de las minorías para denunciar agravios y exigir reparaciones.24 Davies se replantea la misma pregunta que Honneth hace treinta años, aunque en una coyuntura menos optimista: ¿qué hacer? Una primera opción, dice, es mantenerse leales a las experiencias subjetivas de injusticia y a sus modos de articulación; dejar que las experiencias se articulen como demandas de reconocimiento, incluso a costa de intensificar la guerra civil. Una segunda opción sería descartar la política del reconocimiento y reabrir la difícil cuestión de cómo atender, de otra manera, a las expresiones del sufrimiento o las experiencias de la injusticia. No se trata, para nosotros, de la primera opción ni de la segunda, sino de disociar el reconocimiento del paradigma de la justificación, radicalizar la “texturización” que proponía Lara respecto al modelo de Honneth y, en particular, introducir la mediación técnica y su impacto psíquico en el problema del reconocimiento. Con este propósito nos referiremos ahora a las perspectivas de Bernard Stiegler y Cynthia Fleury, quienes introducen otro sentido de la reflexión en torno al pensamiento inclusivo, y preparan el terreno para un cambio de registro en la discusión sobre el reconocimiento.
En cualquier caso, es preciso un diagnóstico-puente, y el de Davies se concentra en las transformaciones materiales de la esfera pública, es decir, las infraestrucuras comunicativas de la sociedad civil a raíz de su incautación por la industria tecnológica y el capitalismo de plataformas. La “esfera pública digital” es, para Davies, una infraestructura privatizada que reduce el intercambio simbólico a datos con valor especulativo. Las redes sociales, en particular, funcionan como un mercado en donde no es reconocimiento, sino reputación, lo que crece y decrece cuantitativamente en respuesta a la reacción o el “sentimiento” de los usuarios, tal y como lo codifican y lo capturan las plataformas. Se trata ahí de hacer de toda actividad comunicativa algo rentable, el mecanismo no es otra cosa que la promesa del reconocimiento canalizada hacia el terreno de lo calculable. En estas condiciones, el paradigma del reconocimiento ya no parece capaz de discernir los aspectos normativos de la experiencia de la injusticia, porque la experiencia misma se ha visto reducida a un recurso económico.25 Ahora bien, para Davies -un politólogo- se trata de una transformación económica de la esfera pública; para el filósofo Bernard Stiegler es una deriva catastrófica del proceso de individuación occidental, que constituye un problema político y un problema estético. Si ya Lara reivindicaba en su comprensión de la esfera pública una dimensión que para Stiegler resulta decisiva: la estética; en este caso lo estético remite no sólo a los géneros literarios de la modernidad, sino a la mediación técnica de la percepción y la sensibilidad en general.
Para Stiegler la política es una cuestión estética en el sentido de que remite a las condiciones técnicas en que se hace posible “la relación de sim-patía con el otro, como un estar-juntos”.26 Dichas condiciones no serían simplemente “materiales”, sino que formarían parte de un proceso de individuación, siguiendo la terminología evolutiva de Gilbert Simondon, donde la vida deviene técnica, y la técnica deviene psiquismo. Stiegler parte, en este sentido, de que la sociedad no existe por sí misma, sino que es el resultado psíquico de una transmisión dependiente de la exteriorización técnica de la memoria. La transmisión -mediante la exteriorización de la memoria en modos de gramatización o discretización de lo sensible- posibilita formas específicas de generar y sostener una fantasía o una ficción del “nosotros” y, a partir de esto, la política en su sentido civilizatorio de evitar la guerra (dispersión, entropía, stasis) mediante la philia o la sim-patía. La gramatización griega (configurada por el alfabeto y sus poderes analíticos que permiten una organización lógica del discurso) habría producido una figura particular de lo individual y de lo colectivo: la ciudadanía que, a expensas del lenguaje vernáculo, abriría la posibilidad de Occidente como proyecto político de racionalización, hasta culminar en la modernidad industrial con su esfera pública letrada y amante de la argumentación “inclusiva”. Ahora bien, si en la modernidad el arte de la disputa se orientaba a construir simpatía social en el marco de un horizonte democrático, esa posibilidad habría colapsado técnicamente hoy. Si lo que Davis llama “esfera pública digital” pertenece a la propia evolución técnica de Occidente -en tanto que, en esa perspectiva, la gramatización alfabética da lugar, con su principio de análisis, a la gramatización audiovisual y finalmente a la digitalización del conjunto de la experiencia-, su deriva catastrófica tendría que ver con el agotamiento de la política frente a la globalización del capitalismo híper-industrial.
A ello se refieren las palabras de Stiegler sobre la absorción de la lógica (paradigma occidental de la política) en la logística (la circulación de mercancías, incluyendo ahora experiencias con valor puramente especulativo).27 Esta absorción, dice Stiegler, “desfigura” al individuo griego (político, capaz de crear racionalmente condiciones “inclusivas” para la sim-patía o philia) sin producir nada más que entropía. Tal es su forma de describir lo que se observa cotidianamente en la esfera pública digital, donde el ethos moderno de la argumentación pública se ve desplazado por retóricas divisivas dentro de una competencia sin tregua por “reacciones” o atención inmediata (post-verdad).28 Puesto que en este contexto la obtención de reconocimiento queda desligada de la argumentación, para convertirse en una pura relación de fuerza (o ventaja o recursos distribuidos con desigualdad), desaparece sin más el horizonte de una racionalidad expansiva, progresivamente incluyente, de sujetos previamente excluidos. El pensamiento inclusivo -la demanda de reconocimiento y la comprensión del reconocimiento como un derecho a la inclusión en una comunidad dada- queda vaciado o expuesto como un aferramiento al paradigma de la justificación, convertido, como cualquier opinión dentro de la guerra de opiniones, en objeto de explotación económica en la plataforma digital. Más aún, el paradigma de la justificación es eviscerado por lo que Stiegler llama “miseria simbólica”: la sustitución de comportamientos activos y reflexivos, de singularizaciones generadoras de deseo político o de philia, por comportamientos reactivos e inconscientes, particularizaciones de lo singular, características de las sociedades de control como las describió Deleuze. Tales particularizaciones, fomentadas por el dispositivo técnico de las redes sociales para su explotación económica, cortocircuitarían el trabajo de transindividuación. Tal es el ángulo que, pese a su amplitud, permite “texturizar” el problema del reconocimiento al replantearlo como un problema de individuación. Esta cuestión tiene dos aspectos, uno estético-político, que se vincula con el diseño y la gobernanza del sistema técnico, y uno antropológico-existencial, que se refiere a la constitución de la existencia humana como un proceso de individuación técnica de la vida. Esto no es lo mismo que una expansión de la racionalidad supuestamente universal, sino la creación, siempre sujeta a las condiciones de la evolución técnica, de philia y sim-patía, es decir, de reconocimiento mutuo, que para Stiegler no es una norma moral, sino una necesidad de sobrevivencia individual y colectiva.
No es el lugar para desarrollar la antropología filosófica de Stiegler, pero sí es preciso observar el principal punto de contraste con la tradición neoilustrada de la teoría crítica: su orientación posthumanista, que vuelve el problema del reconocimiento un problema técnico y existencial, antes que un problema moral o político. El reconocimiento en Stiegler puede pensarse no como una norma civilizatoria de inclusión, sino como un deseo de “estar juntos”, que resulta frágil porque no se logra con argumentos, sino compartiendo, en el plano estético, una falta.29 No cualquier falta, sino la falta de origen, la mortalidad, eso mismo que se ha de compensar, a través de soportes técnicos específicos, en el proceso de individuación humana y que se traduce en nociones de lo justo y de lo injusto, de lo honorable y de lo vergonzoso, siempre a prueba en el marco de un “arte de la disputa”. El problema estético-político de la actualidad es que el sistema técnico -dominado por la híperindustrialización por la vía de la infraestructura digital privatizada, un agente de la extinción de las figuras políticas de Occidente- despoja a la humanidad de sus capacidades para experimentar la falta, la vergüenza, y de su elaboración simbólica, de sus capacidades deseantes, que son, para Stiegler, capacidades políticas: para evitar la guerra mediante la creación de philia o reconocimiento.30 La guerra es un fracaso de la individuación; es miseria simbólica o desindividuación, en último término, pérdida de vergüenza: “eso mismo que impone la hospitalidad, el dar la bienvenida a los suplicantes”, incluso cuando ofende al narcisismo del “nosotros” constituido. Justo lo contrario a lo ocurrido en la “esfera pública digital”.
Para Stigler parece improbable, pero no imposible, lograr una transformación postcapitalista del sistema técnico; en cualquier caso, hacia el final de su vida, esa transformación, que en su opinión requería radicalizar la orientación interdisciplinaria de la teoría crítica, más allá de los modelos normativos de la filosofía moral y política, se convirtió en la única posibilidad de sobrevivencia humana.31 Si la única vía para sobrevivir está en experimentar la falta como un llamado a crear philia o “amistad”,32 la tarea crítica del presente no puede ser sólo analizar, explicar, justificar o bien politizar con miras a un reconocimiento de particularidades, sino crear condiciones y disposiciones para la philia, para la amistad, para construir un “nosotros” capaz de “exiliarse a sí mismo sin escapar, excederse a sí mismo en la distancia o en el exceso de un afuera” universal.33 Lo que suena a una norma del cristianismo primitivo es, para el filósofo, un asunto de individuación. Cierra su primer libro sobre la miseria simbólica ofreciendo “amistad” a sus adversarios políticos, los votantes del Frente Nacional. Precisamente ofrece a los protofascistas un reconocimiento sin justificación, una igualdad que coincide, en los términos de su proyecto filosófico, con la falta de origen.
¿Cómo es posible ese reconocimiento? Es, al menos en parte, un problema estético para el pensador y, por lo tanto, técnico, un problema de transmisión. El reconocimiento, al menos en su función política, forma parte del paradigma de la justificación en este otro sentido: pertenece a la individuación occidental, a su privilegio de la racionalidad lógica productora del ciudadano, y su deseo de polis. La racionalidad alfabética habría dado lugar a un reconocimiento condicionado a la política que, como ésta, sería un pharmakon, un remedio a la guerra productor de su propia enfermedad: el resentimiento ante la exclusión. Si hoy, como siempre, pero en una escala mucho mayor, el reconocimiento es cuestión de sobrevivencia, para Stiegler lo que esa cuestión requiere no es justificación lógica sino una farmacología del reconocimiento que atienda debidamente los obstáculos a los que se enfrenta hoy esa tarea de individuación. Considera que el mayor de ellos es la miseria simbólica llevada a cabo por la híperindustrialización digital, pues despoja de las capacidades cognitivas y, por lo tanto, afectivas, heredadas de la individuación occidental y necesarias para sostener un estar-juntos -la atención, el análisis, la memoria, la anticipación, el cuidado de sí y de los demás-.34 El problema con esta perspectiva farmacológica tan amplia es que pareciera requerir lo imposible: una movilización política a gran escala, que transforme tanto el diseño como la orientación del sistema técnico en su conjunto. Sin esta transformación, las manifestaciones tóxicas del pensamiento inclusivo -las de la esfera pública digital, pero también las de la reacción anti-derechos expandida a través de un populismo autoritario, y al servicio de un capitalismo puro, sin contención política- habrán sido tan sólo el inicio de una destrucción del mundo sin precedentes.35
El problema potencial con la perspectiva de Stiegler es que, en realidad, no produce un registro alternativo para pensar el reconocimiento (ante el paradigma de la justificación que se revela como el de la política en su acepción occidental o metafísica). Ofrece un diagnóstico que coloca ese paradigma dentro de una perspectiva mucho más amplia, que articula lo estético con lo existencial y así “texturiza” las concepciones de la técnica de Heidegger y Derrida. Respecto al problema de la experiencia de la falta de reconocimiento -que preocupaba a Honneth en primer lugar-, dicha texturización se queda en el plano abstracto de la teoría (aunque sea teoría política psicoanalíticamente informada). El psicoanálisis, que antes de ser una teoría es precisamente técnica, y no por ello menos “ejercicio espiritual”,36 encuentra un desarrollo más elocuente y singular de nuestro problema en el trabajo de Cynthia Fleury. Ella “hace zoom” en el núcleo del problema que detecta Phillips: que el igualitarismo moderno -nuestro referente para el pensamiento inclusivo- es en realidad un deseo falso de igualdad. La miseria simbólica de Stiegler no anunciaría, en realidad, nada completamente nuevo, pues, como observa Fleury, el odio o el resentimiento han sido, de hecho, el motor de la historia occidental.37 Fleury reconoce las condiciones impuestas por un nuevo imperialismo técnico, pero sostiene que el problema psíquico no esta del todo causado por un sistema técnico; por tanto llama a volver a las observaciones elementales de la tradición crítica radical, la de Nietzsche y Freud. Esta tradición radical nos revela por qué el igualitarismo moderno o el pensamiento inclusivo no son en realidad igualitarios, sino más bien resentimentistas. Por más que la técnica aporte las condiciones, Fleury insiste en que el mal radica en el sujeto mismo, en una falla de su individuación, porque en el fondo el sujeto -hecho de pulsiones antes que de razón- no quiere ser igual; más bien se siente agraviado por ser igual (mortal) y lo que quiere es el derecho a determinar su propio valor en un terreno que no es el suyo:
La estructura del resentimiento es igualitaria: surge en el momento en que el sujeto se siente ciertamente desigual, pero sobre todo agraviado por ser igual. Sentirse desigual no basta para producir ese estado del alma. La frustración se desarrolla sobre el terrreno de un derecho a. Me siento frustrado porque creo en lo que se me debe o en mi derecho. Para experimentar resentimiento hace falta creer en un derecho.38
Más allá del derecho a la igualdad, que debe existir dada la falsedad última del deseo de igualdad, Fleury se pregunta por la posibilidad de una igualdad sentida, que no sería otra cosa que el reconocimiento genuino como resultado de una tarea de separación, de sublimación del resentimiento. Ella describe el reconocimiento como un concepto antídoto39 que indica un trabajo, hacerse cargo de algo que difícilmente se evitará en una vida humana, que no se caracteriza por la lógica y la justicia, sino por la injusticia y el error. Ese sufrimiento puede tornarse, sobre todo en condiciones de masificación, en condición patológica, como se observa cotidianamente en la esfera pública digital. Denigrar por medio de la palabra, deslegitimar, difamar, calumniar, dañar a ese otro que la persona resentida supone causa del mal del que se dice víctima, son todos actos de focalización o de rumia, de resentimiento, en los cuales opera fundamentalmente el goce, la pulsión mortífera.40 Lo que mueve ahí es la pulsión, independientemente del cálculo económico o la consistencia lógica de los argumentos. Por tanto, lo que está en juego “no es solamente un ataque al otro, sino un ataque al lenguaje mismo”, a su capacidad de transfiguración y edificación de una racionalidad pública.41 Pero no es la teoría sino la clínica, el caso por caso, lo que le muestra a Fleury que lo característico del resentimiento es el “desborde, una pulsión no canalizada, un error del juicio, un tomar lo falso por verdadero, una focalización sobre los objetos sabiendo que toda focalización sobre un objeto es alienante”.42 Si el reconocimiento es un concepto-antídoto, su eficacia no se traducirá, en principio, a gran escala, sino que lo hará estrictamente en el nivel de lo singular, de la experiencia vivida. La historia de interés no es “la gran Historia” (de la metafísica, de la técnica) sino la historia nada gloriosa de singularidades dañadas, la de quienes antes de luchar por el reconocimiento luchan contra el resentimiento.43 Su única esperanza en esta lucha, señala Fleury, es la igualdad sentida,44 la experiencia de reconocer y admirar genuinamente al otro: un “tipo de ganancia de racionalidad” que remite a “un espacio muy personal, íntimo y de ningún modo político”.45
En cualquier caso, no habrá transformación del sistema técnico, ni philia entre adversarios políticos, sin un trabajo de superación del resentimiento, lo cual implica, para la psicoanalista Fleury, una renuncia a la reparación. Los protocolos de reparación, que corresponden a las instituciones y las políticas públicas, son necesarios pero insuficientes para erradicar el odio, la incapacidad de reconocer al otro, que ha sido el motor de la historia occidental. Para resolver esta incapacidad es preciso que cada quien comprenda que “uno no repara lo que resultó herido, roto, humillado, sino que repara en otra parte y de otra manera”.46 Tal es, para Fleury, la única salida de lo que hemos denominado “pensamiento inclusivo”; nos disponemos a finalizar este ensayo con la lectura de un testimonio de vida, de falta de reconocimiento, que nos muestra que no hay determinismo tecnoeconómico o metafísico total, sino agujereado, y de los agujeros brota, a veces, algo así como el reconocimiento. Al mismo tiempo, deja abierta la cuestión de si eso que aparece le pertenece a un nuevo sujeto estético-político, o si sucede, sin más, como la diferencia absoluta entre vida y política.
Los zulos de la inclusión, o la exigencia de la falta
La falta, he aquí la gran cuestión del nacimiento. Nacer es padecer de una falta.
Cynthia Fleury47
María Pía Lara observaba, en Moral Textures, que el objetivo del feminismo nunca fue sólo denunciar la exclusión de las mujeres de los espacios públicos, sino transformar esos espacios en sus conceptos y sus prácticas. Nunca se trató de una demanda de inclusión o reconocimiento en los términos del orden simbólico androcéntrico. Pese a sus diferencias internas, el feminismo había logrado, en su opinión, sostener un “nosotros normativo” que no se reducía a posiciones particulares, sino que comportaba una demanda de universalidad. Las autobiografías de mujeres eran “laboratorios creativos” o espacios en los cuales articular esa demanda como “nuevos sentidos de la propia vida”,48 que lo serían, necesariamente también, de la pluralidad humana. Si a Lara le interesaba la fuerza performativa de las autobiografías femeninas, a nosotros nos atañe, en el cierre de este ensayo, la relación entre esa fuerza y el reconocimiento genuino o la igualdad sentida, como un trabajo con la falta, con la separación irremediable y la injusticia sin reparación.
Desde los zulos es un ensayo político en registro autobiográfico, una toma de posición dentro de las batallas culturales en el feminismo que recurre ingeniosamente a la narrativa testimonial. Su autora, Dahlia de la Cerda, es una joven escritora originaria de la ciudad de Aguascalientes, con estudios superiores en Filosofía y una trayectoria de activismo feminista en el terreno de los derechos sexuales y reproductivos. También es una voz conocida en “Feministlán”, “que no es otra cosa que la ‘aldea virtual’ donde interactúan las feministas. Feministlán son específicamente las interacciones de las feministas en redes sociales”.49 El título de su ensayo, Desde los zulos, remite a la recepción de un legado particular dentro del feminismo, e invita a pensar en la posibilidad de retransmitir ese legado en esa “ciudad iletrada”. De la Cerda cita Wikipedia cuando define el zulo como “un agujero o un escondite o un recinto clandestino”, y acto seguido lo conceptualiza como “el lugar desde donde escriben las desposeídas”.50 Al intersectar la marginalidad socioeconómica con el dispositivo digital, su escritura se suma a la tradición intelectual de “las desposeídas”, cuyos nombres, argumentos y metodologías De la Cerda no sólo expone a lo largo de su libro, sino que opone al orden cultural jerárquico que representa “el cuarto propio” con la beligerancia característica de las políticas de la identidad: “El cuarto propio es el lugar desde donde se escribe. Es tiempo. Es dinero. Son privilegios de clase y raza y epistémicos. Y es, también, un consenso general que toda escritora que quiere tener una obra fructífera debe hacerse de uno”.51 Lo relevante de los zulos, para nuestros propósitos, es que plantean la cuestión de cómo es posible escribir desde la miseria simbólica, sin un cuarto propio, de cómo es que ello sucede, a pesar de todo, a pesar de las injusticias de clase y raza y epistémicas, y a pesar incluso de Feministlán.
En Desde los zulos la narradora describe su experiencia, formativa e incluso determinante, de la desigualdad socioeconómica en Aguascalientes, donde creció como parte de una familia de clase media baja: “En la primera infancia no conocí la violencia a través de la discriminación sexista ni de la violencia de género. Yo era la niña a la que llamaban gata, naca, corriente, qué haces en mi colegio si eres pobre. Mi primera otredad fue la naquitud y no la mujeritud”.52 Ella iba a un colegio, y no a una escuela pública, porque su familia se podía permitir esa aspiración o ese intento de movilidad social que, sin embargo, no bastaba para ganarle el reconocimiento de la clase media, sino, por el contrario, le atraía el menosprecio, la humillación y otras faltas de reconocimiento que serían después compensadas mediante un éxodo voluntario hacia el “barrio”: un entorno de precariedad material y simbólica en el que no sólo es recibida con hospitalidad, reconocida como igual, sino que le brinda una educación alternativa, “la vida loca”, cuyas luces y sombras se convertirán después en un recurso existencial para reconocer, y no olvidar, la injusticia estructural del mundo.53 Tales son los elementos esenciales del Bildungsroman o la gramática moral del activismo intelectual y político de la narradora, en cuyo relato destella un resto sabroso de amargura: “Las personas reivindicamos estas experiencias para reapropiarnos del insulto y como estrategias contra el clasismo, pero al chile se siente bien culero no tener dinero, la falta de dinero real, no por postura política. Yo lo viví”.54
Además de la falta de dinero real, la narradora refiere otras carencias con las que tendrá que reconciliarse, nunca por completo, a lo largo de su trayectoria vital, incluyendo la falta de salud y de una educación de calidad, adecuada a sus talentos e intereses filosóficos y literarios. Describe la forma en que, siendo muy joven, lidió con la falta en “la vida loca” y cuando esa forma de lidiar entró en crisis ante el feminicidio de su prima. Nuevamente, se trata de un relato de descenso a los infiernos (una “depresión”) de la que debe surgir un sujeto que ya no puede diluir su falta en la vida loca, sino que debe sublimarla. Bien podríamos leer mezquinamente el resultado de esa travesía como una instancia más de identificación hiperbólica con las víctimas. Sin embargo, llama la atención la insistencia, a lo largo del relato, de ciertos matices que sostienen una tensión entre lo político, comprendido como identificación estratégica (“reapropiarnos del insulto contra el clasismo”), y la experiencia misma de la desposesión, misma que no sólo erosiona, con sutileza, la identificación política con el discurso feminista, sino que da lugar a la obra singular, a la narración. La narradora observa una y otra vez la diferencia entre reivindicar una identidad como acto de supervivencia y el posar político de los grupos activistas de clase media, que reprimen la vivencia de una falta real. Con base en esa insistencia cabe interpretar el zulo de dos maneras que no llegan a fusionarse del todo: por una parte como posición política de identificación positiva con “las desposeídas” y, por otra, como la falta misma, agujero o alcantarilla.
El zulo se figura como una posición política cuando, dentro del activismo feminista, se repite la escena de infancia donde la narradora es objeto del menosprecio de las mujeres que sí pertenecen a la clase media. Como aquellas compañeras de infancia, las feministas de la etapa adulta “me miraban con desdén y vergüenza porque era una salvaje que sólo sabía hablar con maldiciones, porque era una egoísta por poner mi libertad personal por encima de la colectividad y por ser violenta por defender mi personalidad y poner límites”.55 Se repite la escena de una falta de reconocimiento en la que, no obstante, la narradora encuentra su propia implicación, abre así un camino alternativo a la vida loca. Reconoce que, si su carácter “de barrio” es explotado a conveniencia por las activistas que la menosprecian, ella misma tolera esa explotación a causa de su propia necesidad de reconocimiento: “Me costó además mi dignidad porque empecé a permitir abuso de tipo emocional y clasista. Me sentía en escrutinio constante no sólo por mis gustos o forma de ser y hablar, sino también por esa necesidad imperante de que me asumiera como víctima del patriarcado. Yo no me sentía ni oprimida, ni víctima”.56
Pareciera que la propia necesidad de reconocimiento en el terreno político conduce indefectiblemente a la falta de reconocimiento de la singularidad, algo irreductible no sólo a las categorías políticas; este descubrimiento, a su vez, se experimenta como una obligación moral. La narradora emprende una travesía autodidacta por la tradición intelectual del feminismo, de la cual concluye, en consonancia con su experiencia vivida, que “la genealogía dividida en Olas visibiliza sólo el feminismo del cuarto propio: el de las mujeres blancas y con privilegios. Esta división deja fuera a las negras y de color. […]. La invisibilización también es racismo”.57 Sería mezquino leer esta conclusión como una mera reiteración de las políticas identitarias de hace cuatro décadas, o como una adopción ingenua de “la Tercera Ola de las reivindicaciones”, según la cual, en palabras de la narradora: “es importante hablar de orientación sexual como una identidad, porque ‘puto’ es la última palabra que escuchan decenas de maricones antes de ser asesinados. Es importante dibujar vulvas en todos los espacios porque la vulva ha sido el sexo invisible durante siglos”.58 Una alternativa sería prestar atención a cómo la travesía autodidacta, que deriva en la afirmación de los “feminismos de color”, se entreteje con el descubrimiento de la narradora de su propia implicación en la naturaleza excluyente de la dinámica del reconocimiento, y cómo ese descubrimiento le crea un espacio para la desidentificación entre vida y política:
Ahí estaban las mujeres en huelga de trabajo y cuidados de cincuenta países, ahí estaban muy bravas con sus cartulinas, sus banderas moradas, sus batucadas, sus chichis de fuera y las consignas. Pero no era la revolución que me prometieron, era la revolución feminista, que no es la de todas, porque una revolución que sucede en espacios feministas con mujeres politizadas bajo más o menos los mismos privilegios y las mismas epistemes, pero que deja fuera a las mujeres precarizadas y racializadas, no es una revolución real o, si quieren algo menos rudo: no es una revolución completa. Entonces me di cuenta de que hay dos mundos, Feministlán o esta microsociedad global de mujeres que se enuncian y se posicionan como feministas, y el de las “otras”. El paro fue en Feministlán, no en el mundo de las otras.59
Al identificarse con las otras, es decir, con el resto invisibilizado por la política, la narradora no sólo toma distancia de sus propias expectativas previas respecto a los procesos de organización política del feminismo,60 sino que convierte el desencanto en un espacio de libertad personal. En este sentido el zulo, agujero o alcantarilla puede comprenderse ya no como una posición política sino como el lugar de la diferencia entre vida y política, cuya experiencia resulta ser por lo demás indispensable para un nuevo comienzo, una sublimación posible. Si, como reflexiona la narradora, “yo no había estudiado filosofía para seguir dogmas, tener vacas sagradas y no someter a revisión mis posturas políticas”,61 lo cierto es que la diferencia entre vida y política insiste en su escritura al abrir camino, desgarrando la filosofía comprendida como expansión de la racionalidad incluyente: “cuando estudié filosofía los padres de las epistemologías y las hermenéuticas y las ontologías y los aparatos críticos me decían: piensa y luego existes. Pero encontré a mis gurús de colores y me dijeron: siente y sé libre”.62 Lo cierto es que la libertad no se deriva, en su caso, meramente del sentir, sino que requiere de un trabajo de creación cultural enfrentado a injusticias estructurales:
Ver una y otra vez al hijo del escritor célebre. Ver una y otra vez a la alumna favorita de tal. Es imposible hacer carrera literaria en Aguascalientes si no eres amiga de la persona correcta, si no fuiste alumna del gran maestro o si no eres hija del célebre escritor. Y ya de por sí esto está de la mierda porque las instituciones públicas deberían ser plurales, y también está de la verga porque mandan un mensaje: si eres una subalterna, ni de pedo puedes ser escritora.63
La desigualdad en el acceso a la creación cultural puede comprenderse sin dificultades como una falta de reconocimiento. En referencia a la “ciudad letrada” de Ángel Rama, Roque Baldovinos describe cómo esa injusticia ha marcado, de forma particular, a los países latinoamericanos, caracterizados por el monopolio de la letra por una pequeña élite, heredera del colonialismo y dotada del conocimiento de la escritura, con sus técnicas retóricas, oratorias y poéticas, la cual no sólo restringe el acceso sino que “distorsiona el funcionamiento del espacio público para mantener un orden en beneficio de minorías poderosas”.64 Sería un error equiparar la ciudad letrada con la élite cultural, en especial en el imperio de la técnica, en que ésta, según Baldovinos, ya ha dado pie a una “ciudad iletrada”, en donde proliferan best-sellers a la par de las dinámicas resentimientistas de la “esfera pública digital”. Desde los zulos, sin embargo, incluso si pertenece a esa dinámica, exhibe la huella, la herida de la desigualdad en sus reflexiones sobre las diferencias entre su vida y la lógica política de Feministlán. Escribir el resentimiento, según Fleury, es ya dialectizarlo, ponerse en el camino del movimiento o la sublimación, y nadie, menos la teoría crítica, puede negarle a alguien la posibilidad abierta de una sublimación.
De la Cerda insiste en la importancia política de “que se diga una y otra vez que la periferia existe porque resiste y que hablemos de nuestras experiencias desde otro lado que no sea el clasismo o la porno-miseria, porque la crítica debe ser contra el Estado que no garantiza que no existan personas viviendo bajo el umbral de la pobreza”.65 También asevera su convicción política cuando declara que “no tengo pruebas, ni tampoco dudas, de que el odio a la autoficción, al testimonio y a los textos que exploran la realidad a través de la vivencia propia son menospreciados porque la mayoría son escritos por mujeres”.66 Lo que nos interesa más de su autoficción (ya no autobiografía), es algo a lo que Lara no parece concederle gran importancia en su más reciente exploración de la “agencia” de las mujeres en las narrativas cinematográficas, 67 a saber, el momento en que el zulo se revela como un agujero imposible de suturar por la narrativa política sobre la periferia y la militancia contra el establishment literario. Lo que al final resta, insiste y moviliza el discurso de “mi herida de clase y la culpa que me dejaron los discursos desclasados que se pintan con conciencia de clase”68 es otra cosa, irreparable:
R y yo nunca nos llevamos del todo bien. Mucho era porque competíamos por el amor de mi mamá, pues mi mamá crio a R como hija propia, y mucho también porque yo representaba todo lo que R odiaba de sí misma y de lo que trataba de huir como desesperada: la naquitud. La marca de la marginación y la violencia clasista hicieron que ella desde muy joven huyera de todo lo que le recordara su origen humilde: se esforzó por ser una dama, por vestirse como una dama y por vivir en los fraccionamientos donde viven las damas, las señoras, las amas.
[…]. En el fondo siempre la admiré, pero nunca se lo dije, la admiré porque ella y mi mamá venían de un contexto de alta marginación y ella con mucha cabeza logró salir del umbral de la pobreza y vestir Salvatore Ferragamo. Porque vivía en una casa donde se supone que no deberían vivir las mujeres como ella que vienen de contextos rurales y porque hizo todo lo que hizo en un ambiente muy machista como el regional mexicano.69
R se refiere a la prima cuyo feminicidio interrumpe, desfonda, el estadío estético de la narradora, su “vida loca”. Tanto en el primer libro de ficción de De la Cerda, Perras de reserva, como en Desde los zulos, se hace presente ese fantasma, que tal vez sea el de la subalternidad comprendida ya no como identidad oprimida en busca de reconocimiento o inclusión, sino como un límite absoluto de la representación,70 y también como experiencia de reconocimiento genuino o igualdad sentida: “siempre la admiré, pero nunca se lo dije”. Ese siempre y ese nunca dan lugar a la escritura como algo menos y algo más que una politización del resentimiento: “Hay quienes ven la literatura como una necesidad vital o como un don o como una pasión o un hobbie. Yo no les juzgo. Para mí es muchas cosas al mismo tiempo, y entre muchas cosas sí están el éxito y el dinero, porque considero a la escritura sobre todo un trabajo”.71 Un trabajo psíquico porque, como se lo dice a la narradora “un chingo de morras” a las que ella ahora escucha, trabajar y ganar dinero es necesario para “sanar, para salirte con la tuya, para vivir más chido, para estar menos triste”.72 Mientras que trabajar y ganar dinero es “la posibilidad de salir de espacios donde no quiero estar, y abandonarlos dejando atrás las máscaras”,73 es la falta de R, una falta irreparable, un agujero, un zulo, lo que pone en marcha ese trabajo de libertad.
De la Cerda escribe de su experiencia en Feministlán, una “esfera pública digital” y una “ciudad iletrada” donde, según Stiegler, las condiciones técnicas cortocircuitan cada vez más la individuación o la capacidad humana para hacer philia, para sostener, contra la entropía y la stasis, un deseo de estar-juntxs. Pero, ¿qué, si no los zulos de la inclusión, de asimilación de la vida toda al cálculo, a la técnica híperindustrial, le permite a De la Cerda experimentar un reconocimiento genuino y tomar distancia, así sea momentánea, del pensamiento inclusivo como identificación lógica entre vida y política? El trabajo con el resentimiento, con el dolor de la separación y la pérdida es finalmente el problema existencial que, en las actuales condiciones tecno-económicas, invita a reflexiones sobre las posibilidades (e imposibilidades) de la existencia en el límite de las narrativas políticas modernas y, tal vez, como piensa Stiegler, de la metafísica como individuación occidental. A tales reflexiones, necesariamente parciales o fragmentarias, y no a un nuevo sistema o modelo normativo para justificar las demandas de reconocimiento o inclusión, ha pretendido llegar este ensayo, desistiendo, al fin, de racionalizar politizaciones para sintonizar afectivamente con la diferencia absoluta entre vida y política.74