En ocasiones, la vida premia con algo que se considera una característica que hace a esa persona diferente, y esta diferencia la hace sobresalir, ya sea positiva o negativamente. Un ejemplo de esto es el caso de Sunaya Taylor, que aún con sus limitaciones físicas, escribe, pinta, investiga y defiende a aquellos que no tienen voz: los animales, y que ha destacado al hacer a un lado su discapacidad y demostrar así que ésta no la incapacita1. En otros casos esta diferencia se hace visible de otras maneras.
La historia de Niccolò Paganini recuerda un poco a la de Mozart, por haber sido un niño genio que desde pequeño gozó del favor de las masas y que, además, buscaba ese reconocimiento que parecía llevarlo al éxtasis cuando después de cada presentación el público enloquecía; algo parecido a lo que ocurre en las presentaciones de algunos cantantes actuales.
Niccolò nació en Génova en 1782. Su padre, Antonio Paganini -que tocaba el violín como pasatiempo-, notó tempranamente el talento de su hijo y después de enseñarle él mismo lo que sabía, buscó a otros maestros para que condujeran la educación de su hijo. Antonio lo obligaba a practicar diez horas diarias. Su madre comentó alguna vez que en sueños se le apareció un ángel y le reveló que su hijo -en ese momento de cinco años de edad- sería un virtuoso del violín2.
A los nueve años, con una obra de su creación, Niccolò ofreció su primer concierto ante un público. Fue tal la impresión causada que un grupo de empresarios reunió los fondos necesarios para enviarlo a estudiar a Parma con uno de los mejores profesores de esa época, Allesandro Rolla, quien inmediatamente reconoció que no tenía más que enseñarle a ese niño prodigio3.
Era tal su virtuosismo, que se corrió el rumor sobre el hecho de que tenía un pacto con el diablo y que por eso su habilidad para tocar el violín era fuera de este mundo, aunque la razón era otra, y en su época no se consideró.
Paganini tenía una flexibilidad articular y una elasticidad muscular fuera de lo común: podía flexionar su muñeca en todas direcciones, además de estar dotado con dedos muy largos -sus manos medían 45 cm-. En sus presentaciones, su mano izquierda se contorsionaba de tal manera que dejaba impresionaba a su audiencia que debía seguirlo con la mirada por todo el foro, ya que brincaba y corría, mientras tocaba su instrumento4. Podía cruzar los brazos y empalmar los codos mientras tocaba, así como flexionar los dedos de tal manera que alcanzaba notas imposibles para otros intérpretes; se dice que en ocasiones alcanzaba una mítica “nota 13”. Algunas veces le retiraba las cuerdas al violín y le dejaba solo una, con esa única cuerda lograba soni dos que parecían salidos de varios violines.
Tocaba a una gran velocidad y se sabía las obras de memoria, lo cual no era habitual en su época. No controlaba sus impulsos y en desenfrenada hiperactividad, durante sus conciertos, rompía una, dos o hasta tres cuerdas del violín y continuaba in terpretando la misma complicada pieza musical sin demeritar su virtuosismo5. Uno de sus admiradores le regaló un violín Guarnieri, instrumento que se convirtió en su preferido.
Niccolò Paganini medía 1.65 m, era muy delgado, muy pálido, tenía los rasgos faciales muy marcados, se le describe con ojos aguileños, nariz muy afilada y una cabellera que caída en ondas sobre sus finos y estrechos hombros, un aspecto casi vampiresco4.
La vida de desenfrenos de todo tipo durante su juventud, le cobraría factura más tarde. Tuvo un hijo, Aquiles, que a sus 13 años era su intérprete, es decir que le prestaba su voz, ya que, entre los tantos problemas de salud de Paganini, padeció una severa disfonía que le impedía hablar. Se presume que pudo ser una lesión tuberculosa secundaria a la que padecía o a la sífilis que también adquirió. Médicos de la época lo trataron de varios problemas y entre ellos se refieren dos episodios de hemoptisis, en 1833 y 1840.
En 1831, uno de tantos médicos que trató a Paganini, Francesco Bennati, especialista en problemas laríngeos, comentó la laxitud de ligamentos y la extraordinaria movilidad de sus articulaciones. Schonfeld, en 1956, fue el primero en aventurarse a diagnosticarlo con síndrome de Marfán, descrito en 1896 por el médico que le dio nombre5. Otra teoría sugiere que la disfonía pudo haber sido consecuencia del mismo síndrome, como secuela de alguna lesión del nervio laríngeo recurrente por un aneurisma aórtico, afección típica de los pacientes con Marfán. Otros sugieren que Paganini padecía síndrome de Ehlers-Danlos6.
En realidad, la salud de Paganini pudo incluso no superar la infancia ya que el sarampión casi lo condujo a la tumba. Debido a sus excesos con mujeres contrajo sífilis que, por aquella época, además de las consecuencias de la propia enfermedad, también estaban las ocasionadas por la intoxicación secundaria a este tratamiento.
Niccolò Paganini murió en Niza a los 58 años y se menciona que no permitió la asistencia de un sacerdote en sus últimos momentos; esto, y quizá el rumor de su genialidad de origen satánico, le costó el no encontrar un lugar de descanso para sus restos mortales en tierra consagrada por considerarlo un hereje6
El comparar a Paganini y a Taylor con patologías que producen extremos -una con fusión de extremidades y otro con excesiva laxitud-, muestra los caminos que las personas pueden tomar ante una diferencia, en estos casos estructurales, y salir avante.
Paganini dejó una gran obra musical con la que nos podemos explicar por qué algunos decían sentir la presencia del diablo al escuchar esos magníficos acordes fuera de este mundo.