Después de ocho años de una cruenta lucha armada que devastó al país y al año siguiente de promulgada la Constitución de 1917, arribó a México la gripe española, una de las peores pandemias en la historia de la humanidad.1,* La ‘peste roja’, ‘muerte púrpura’ o ‘trancazo’, como se le conoció en México, llegó súbitamente y así desapareció, dejando a su paso cientos de miles de víctimas.
La primera ola de la pandemia produjo un número limitado de casos con muy baja letalidad. Las primeras infecciones surgieron al parecer en abril de 1918 en el Cuartel de Zapadores y en la Escuela del Estado Mayor de la Ciudad de México.2 Los 54 afectados fueron trasladados de inmediato al Hospital Militar, en donde permanecieron aislados hasta su recuperación. Esto permitió detener el brote. Los casos que se presentaron en las entidades federativas -que en su mayoría se registraron como infecciones bronquiales o neumonías- fueron pocos y pocas fueron sus consecuencias fatales.
La segunda ola ya no pudo contenerse. Los primeros casos se reportaron a principios de octubre en pasajeros que desembarcaron en Veracruz de los navíos Alfonso XII procedente de La Habana y Manzanillo procedente de Nueva York; en Puerto México (hoy Coatzacoalcos), del buque Santa Alicia que llegó de Nueva Orleans, y en Tampico, del vapor Harold Walker que venía de Boston.3,4,5,6 De forma paralela, la infección ingresó a México por la frontera norte. En las semanas iniciales de ese mes se reportaron miles de casos de influenza en Nuevo León, Tamaulipas, Coahuila y Chihuahua.7 Los primeros que cayeron enfermos fueron los empleados de correos, telégrafos y aduanas. El 9 de octubre, el hipódromo de Ciudad Juárez ya se había convertido en hospital para ‘atacados’ o ‘epidemiados’. Hubo en aquellos días un intento por establecer un cerco sanitario en la frontera norte y en los puertos del Golfo de México que no prosperó por falta de personal capacitado en esas tareas y por las quejas de diversos comerciantes locales que calificaron de exageradas las medidas adoptadas por el gobierno federal.8
La influenza se propagó del norte del territorio y el Golfo a todo el país, siguiendo los caminos del hierro, en palabras del doctor Aquilino Villanueva, y no perdonó pueblos, aldeas ni rancherías. En la primera plana de la edición del 10 de octubre de 1918 del periódico El Demócrata se leía: “La pandemia de influenza toma incremento. La peste amenaza llegar a la Ciudad de México”. De Nuevo Laredo la trasladó a la capital, dicen algunos, un ferrocarrilero de nombre José Gómez, superintendente de la División del Norte.9
Los primeros casos en la Ciudad de México se presentaron la segunda semana de octubre en un cuartel situado en Villa de Guadalupe Hidalgo.3 De allí se esparció por toda la ciudad, primero por penitenciarías, orfanatorios y vecindades, y después de manera generalizada. Las autoridades de salud no le dieron la importancia debida. El doctor José María Rodríguez, jefe del Departamento de Salubridad Pública, señaló que los casos detectados no eran graves y que la altura de la capital acabaría con el microbio responsable de esta enfermedad, que no se identificaría sino hasta 80 años después.7 Un vocal de ese mismo departamento, Francisco Valenzuela, influido por las teorías miasmáticas, achacó la epidemia a la tala inmoderada de árboles que expuso a la ciudad a vientos que traían polvo con agentes morbosos que producían el estado febril.10 Por esa razón se mandó plantar una cortina de árboles alrededor del lago de Texcoco.11 La prensa se lamentaba de la lentitud del gobierno federal en la aplicación de medidas sanitarias más estrictas y de la falta de transparencia en el manejo de las cifras de enfermos y muertos.4
Los reportes de la presencia de casos en más de la mitad del territorio nacional y el número inusitado de muertes obligaron a las autoridades federales a adoptar medidas más agresivas que el Consejo de Salubridad General organizó en alrededor de cinco objetivos: identificar y aislar los casos, controlar el espacio público, limitar los movimientos de la población, educar al pueblo e influir en la conducta de la gente.3
Lo primero que se hizo fue tratar de identificar los casos y aislarlos en los hospitales y consultorios de las beneficencias, y en los lazaretos creados ex profeso por empresarios y hacendados en diversos estados de la república. El Hospital General de México fue el principal centro de referencia en la capital del país.
De manera paralela, se clausuraron los centros de reunión (clubes, teatros, cines, fondas, cantinas, pulquerías e iglesias) y a los pocos días se cerraron las escuelas. La Basílica de Guadalupe selló sus puertas el 17 de octubre. El tráfico de las ciudades se suspendió de 11 pm a 4 am, tiempo que se aprovechaba para regar las calles con una solución de creolina, un desinfectante que se utilizaba en fábricas, talleres y criaderos. La práctica de barrer las calles en seco se prohibió por el temor a que el polvo diseminara la enfermedad. El gobierno prohibió la venta de alimentos en la calle, lanzó una fiera campaña contra el beso y amenazó con aplicar multas de 500 pesos a los enfermos que salieran de su domicilio y con llevar a la cárcel a quien lanzara escupitajos en la vía pública. Se ordenó también que no se velera a los muertos y que se les enterrara de inmediato. En la ciudad de México, los agentes sanitarios locales visitaron las vecindades para obligar a sus residentes a limpiar sus viviendas y llevar a las personas ‘desaseadas’ a los baños que se instalaron en la antigua prisión de Belén, pues consideraban que la falta de higiene era una de las causas del contagio.12 A los individuos con síntomas se les trasladaba obligatoriamente al Hospital General, el cual muy pronto se vio saturado.
En las primeras semanas de la epidemia se habló de suspender el tráfico ferroviario o por lo menos cancelar las corridas de trenes entre los principales focos de contagio (Veracruz, Tampico y la frontera Norte) y el resto del país. Pero esto generó reclamos inmediatos y airados de muchos sectores productivos de la población, quienes consideraban que esa decisión colapsaría la economía. Lo que sí se hizo fue suspender los viajes de pasajeros, pero no de carga, hacia las ciudades con grandes brotes. Además, se cerraron los puertos a los barcos con pasajeros infectados, excepto el puerto de Veracruz, donde quedaron sujetos a cuarentenas rigurosas. También se clausuró la aduana fronteriza de Laredo, Tamaulipas.13 A pesar de los esfuerzos por mantener a flote la economía, la actividad productiva se colapsó en las zonas mineras y petroleras, las fundiciones, las haciendas y los ranchos.
La tarea de informar y educar a la gente quedó en manos de las brigadas sanitarias -15 a 20 estudiantes de medicina y médicos especialistas en formación supervisados por un médico graduado- creadas para este fin específico por el Consejo de Salubridad General, utilizando como patrón muy posiblemente a las brigadas porfiristas organizadas en la lucha contra la fiebre amarilla y otras campañas. Estas cuadrillas se establecían en la capital de los estados, publicaban bandos informativos que se exponían en lugares estratégicos y mandaban pequeños equipos a los más remotos rincones para vigilar que se respetaran las disposiciones sanitarias federales. También tuvieron a su cargo la creación de las Juntas de Sanidad estatales, responsables de implementar las medidas establecidas por el Consejo, y las Juntas de Socorro o Caridad, cuyo objetivo era movilizar recursos suficientes para enfrentar la epidemia. Estas brigadas anticiparon la profesionalización del servicio nacional de salud pública.
A la gente se le recomendó utilizar mascarillas de algodón en las calles, evitar el saludo estrechando la mano y caminar en lugar de usar el transporte público.14,15,16 Se le aconsejó también pasar el mayor tiempo posible al aire libre, exponerse al sol, sofocar los estornudos y la tos con un pañuelo, lavarse manos y cara al llegar a casa, y limpiarse boca y nariz por lo menos dos veces al día con alguna solución antiséptica, como el ácido bórico, el ácido fénico o agua oxigenada. Se le recomendó también aislar a los enfermos, hervir su ropa y sus sábanas, y fumigar sus habitaciones con ácido sulfuroso, vapores de formalina o vapores de hojas de eucalipto.
A los contagiados se les administraba aceite de ricino o sal de higuera como purgantes y después sulfato de quinina, un antipalúdico con propiedades analgésicas. Los sanos también tomaban quinina con fines preventivos, con frecuencia disuelta en bebidas espirituosas. Bayer ofrecía a un peso y cincuenta centavos tabletas de aspirina y fenacetina para la influenza. También se usaron los cocimientos de huachichili -un antipirético tradicional- los polvos de Dower -una mezcla de ipecacuana con opio- el oro coloidal -un antiinflamatorio- y el cacodilato de guayacol y el jarabe de capulín -dos expectorantes naturales. Todos eran medicamentos paliativos.
Las quejas en contra de los boticarios abundaron, acusados de aprovechar la contingencia para subir excesivamente el precio de los remedios que, sin embargo, poco servían. La gente moría en cantidades espantosas. Los panteones se desbordaron. El pueblo velaba a sus muertos en las banquetas, en espera de que los levantara la llamada Gaveta, el vehículo que recogía a los difuntos para trasladarlos a los cementerios. En la esquina del Segundo Callejón de San Juan y la calle de Santa Veracruz, en la Ciudad de México, se apilaban decenas de ataúdes diarios.17 Muchos muertos terminaron incinerados y otros enterrados en fosas comunes. Los perros y gatos también caían enfermos. Las ratas y la basura se amontonaban en las esquinas. La influenza llegó al estado de Morelos con tal fuerza que acabó con varias partidas de rebeldes, estableciendo la famosa paz de los sepulcros.18 A finales del mes de octubre la prensa hablaba de entre 1 500 y 2 000 muertes diarias en todo el país.19
Frente a la insuficiencia de los recursos gubernamentales, diversos actores de la sociedad civil se movilizaron para contribuir a enfrentar la pandemia. Las Cámaras de Comercio, Industria y Agricultura crearon fondos para atender la contingencia y adquirir medicamentos en EUA, Inglaterra, Francia y Alemania. En la ciudad de México se creó la Junta Privada de Beneficencia, cuyas funciones eran comprar medicinas y vigilar la higiene de la ciudad.20 En la Comarca Lagunera se estableció una Comisión de Recaudación de Fondos que tenía como misión distribuir medicinas y víveres a los enfermos y habitantes de las colonias populares. En Monterrey, la Junta de Caridad creó la primera guardería de la ciudad para apoyar a las mujeres enfermas.21 La Comisión Central de Caridad en Puebla reunió a diversas organizaciones sociales para reabrir el viejo Hospital de San Pedro, crear un nuevo hospital privado -el Hospital del Sagrado Corazón de Jesús- y comprar cajas mortuorias.2 Corporaciones como la cigarrera El Buen Tono crearon lazaretos para sus empleados y, en Monterrey, el millonario Juan M. García convirtió su mansión en un albergue que llegó hospedar hasta 1 000 enfermos.2 Las figuras públicas también buscaron cooperar, aunque algunos organizando eventos multitudinarios que sin duda intensificaron el contagio. El torero Juan Silveti, por ejemplo, ofreció un par de corridas cuyas ganancias se destinaron íntegras a la salubridad pública.
Los casos de influenza empezaron a disminuir la primera quincena de diciembre. El último caso registrado en Puebla se produjo el 27 de ese mes.22 La pandemia fue responsable del 35% de las muertes registradas ese año en ese estado. El mismo enorme peso relativo tuvo esta enfermedad en casi todo el país. Los grupos más afectados fueron los adultos jóvenes, en particular, y los pobres, en general, quienes vivían en condiciones de muy alto hacinamiento.23 Aquella pesadilla produjo entre 300 000 y 500 000 muertos en el país. Los estados con el mayor número de decesos fueron Chiapas, Coahuila, Chihuahua, Durango, Guanajuato, Hidalgo, Jalisco, Michoacán, Sinaloa y Tlaxcala. En la ciudad de México se registraron entre 7 000 y 12 000 muertes por influenza.
Dos hechos son particularmente destacables de la pandemia de 1918 en México, además del número insólito de decesos: la puesta a prueba de las disposiciones incorporadas a la Constitución de 1917 en materia sanitaria y el papel de la sociedad civil.
La utilidad de las disposiciones constitucionales que le daban autoridad al gobierno federal para actuar en asuntos sanitarios en todo el territorio nacional se probó de inmediato con la pandemia de 1918. Desde el centro se coordinó una respuesta que a nivel local operaron 31 delegados que iban al frente de las brigadas sanitarias. Las tareas de combate a la epidemia las organizaron con el apoyo de las Juntas de Sanidad y las Juntas de Caridad estatales, a cuya creación convocaron también dichos coordinadores. Las medidas adoptadas por las fuerzas sanitarias federales pudieron haber sido improvisadas y en ocasiones inconsistentes, pero fueron cruciales y encontraron eco no sólo entre las autoridades sanitarias locales sino también entre la sociedad civil de los estados. De hecho, tal vez lo más rescatable de la pandemia de 1918 en México fue el papel que jugaron las organizaciones de la sociedad civil. Según Ryan Alexander:
[…] la mayoría de los mexicanos, de todos los sectores sociales, estaban comprometidos con una respuesta que fue no solo agresiva, sino también socialmente justa. La pandemia hizo que brotaran los rasgos más igualitarios de la Revolución, poniendo de manifiesto su carácter popular […] La gran variedad de actores de la sociedad civil que participaron en las campañas en contra de la influenza, desde los grupos religiosos hasta las asociaciones empresariales y de otro tipo, dio muestras de una cultura cívica amplia y participativa.3
La conclusión que puede desprenderse de la lucha contra la influenza de 1918 en México es que anticipó de manera muy clara el papel central que la atención a la salud jugaría en la reconstrucción del país y la consolidación del Estado.