In memoriam*
Afortunadas aquellas generaciones que viven durante esos raros periodos en los que coinciden los dos ingredientes esenciales del cambio: las condiciones estructurales y el liderazgo individual.
Nuestra generación ha sido testigo de uno de esos singulares momentos en los que los vientos de transformación han sido aprovechados por un líder excepcional para conducir a buen puerto la nave de la salud de los mexicanos.
Atento a los signos de su tiempo, Guillermo Soberón Acevedo engrandeció el campo de la salud con su visión, su inagotable energía, su extraordinaria capacidad de organización y su inquebrantable voluntad de servicio.
Su influencia en la educación y la salud tiene sus orígenes en sus valiosas contribuciones a la investigación científica. Dio sus primeros pasos como investigador trabajando bajo las órdenes del doctor Edmundo Rojas Nateras en el Departamento de Patología del entonces llamado Hospital de Enfermedades de la Nutrición. Poco después cursaría en esa misma institución la residencia en medicina interna. Esa decisión fue central en su vida, pues le permitió establecer una estrecha relación con quien sería su mentor, el doctor Salvador Zubirán, fundador y director de ese hospital.
Cabe destacar que el doctor Soberón se incorporó a Nutrición pocos años después de su fundación. Entre 1943 y 1946 se crearon en México no sólo la Secretaría de Salubridad y Asistencia y el Instituto Mexicano del Seguro Social, sino también los tres primeros institutos nacionales de salud: el Hospital Infantil de México en 1943, el Instituto Nacional de Cardiología en 1944 y el Hospital de Enfermedades de la Nutrición, hoy Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán, en 1946. El establecimiento de estas instituciones marcó el surgimiento de una primera generación de reformas de nuestro sistema de salud.
Terminada su residencia en medicina interna, el doctor Soberón se trasladó a la Universidad de Wisconsin para cursar un doctorado en química fisiológica bajo la tutela del doctor Philip Cohen.
A su regreso de Estados Unidos, dedicó 20 años de su vida a la investigación, primero en el Instituto Nacional de Nutrición y más tarde en el Instituto de Investigaciones Biomédicas de la Universidad Autónoma de México (UNAM). En 1971 fue nombrado Coordinador de la Investigación Científica de la UNAM, y de 1973 a 1981 ocupó el cargo de rector de esa misma universidad.
Mi relación personal con el doctor Soberón arrancó justamente en la UNAM. Por una feliz coincidencia, ingresé a la Facultad de Medicina el mismo año que él inició su rectorado. El año de 1973 fue un parteaguas en la historia de la institución. Entre muchas otras señales de crisis que el nuevo rector debía enfrentar, mi generación de la carrera de medicina fue la más numerosa en la historia de la Universidad, con más de 4 000 estudiantes de nuevo ingreso.
Dos años después publiqué en la revista Mundo Médico un artículo particularmente crítico titulado “La crisis de la educación médica”. El artículo llamó la atención del rector, quien me citó en su oficina, pero no para regañarme, como yo temía, sino para discutir conmigo mis inquietudes. ¿Por qué estás tan insatisfecho con tu educación?, me preguntó sin mayores preámbulos. Yo le di mis razones. Me escuchó con atención y prometió tomar en consideración mis quejas y sugerencias.
Yo no quise desaprovechar la ocasión y su buena disposición, y antes de partir, con la inconciencia propia de un joven de 21 años, lo invité a cenar a mi casa. Para mi enorme sorpresa, aceptó.
La cena representó una oportunidad extraordinaria para mí, y al final, cuando me despedí del rector, sentí que mi vida había cambiado para siempre. No me equivoqué. Con el tiempo, el doctor Soberón se convirtió en mucho más que un maestro; se convirtió en mi mentor. Desplegando el espíritu generoso y generativo que lo caracterizó, me brindó inspiración, guía y apoyo en cada etapa de mi desarrollo profesional.
Al frente de nuestra máxima casa de estudios, el doctor Soberón sacó a la Universidad de lo que él mismo llamó la más grave crisis que había vivido desde que se promulgó la Ley Orgánica de 1945;1 fortaleció el proyecto del Colegio de Ciencias y Humanidades; desconcentró las actividades docentes en cinco Escuelas Nacionales de Estudios Profesionales; consolidó la infraestructura científica estableciendo una auténtica Ciudad de la Investigación en el campus de Ciudad Universitaria, y fundó el Centro Cultural Universitario al sur de la Ciudad de México.
En su último discurso como rector, el Maestro Soberón distinguió dos líneas de acción en su gestión que resumen muy claramente su paso por la UNAM:
Una de restablecimiento de la confianza social en los universitarios y de la confianza de los universitarios en ellos mismos […] [y] otra de superación académica y de proyección social.1
En ese mismo discurso dejó muy claro el tipo de universidad en la que él creía: una universidad eminentemente académica, comprometida con los intereses sociales del país, plural, crítica y autónoma; una universidad, además, que vive dentro de un régimen de derecho. La Universidad, señaló, es parte del orden establecido en el país y, por lo tanto, no está al margen de las leyes nacionales.1
Además de investigador extraordinario y rector excepcional de la UNAM, el doctor Soberón fue la figura más relevante del último medio siglo en el campo de la salud de nuestro país. Su liderazgo transformador en este ámbito dio inicio cuando, después de haber dejado la rectoría de la UNAM, fue nombrado Coordinador de los Servicios de Salud de México en 1981 y poco después, Secretario de Salubridad y Asistencia en diciembre de 1982. De inmediato puso manos a la obra y lanzó una segunda generación de reformas de nuestro sistema contemporáneo de salud.
Ese esfuerzo transformador propuso, como su fundamento ético, un nuevo principio, el de ciudadanía, el cual implica que la atención a la salud deja de ser una mercancía, un objeto de caridad o un privilegio, para convertirse en un derecho social.2 Una concepción tan inclusiva requería de un nuevo soporte jurídico. Así, el día siguiente a su toma de posesión, el presidente Miguel de la Madrid envió al Congreso cinco iniciativas relacionadas con la salud. La más trascendental -la que sería el cimiento y el cemento de la reforma sanitaria- fue la enmienda al Artículo 4° constitucional, que en 1983 estableció el derecho de todas y todos los mexicanos a la protección de su salud. Un año más tarde se promulgó una nueva Ley General de Salud.
Con tal plataforma legal, el Maestro Soberón pudo lograr un amplio consenso en torno a un nuevo Programa Nacional de Salud, articulado en torno a cinco estrategias: descentralización, sectorización, modernización administrativa, coordinación intersectorial y participación comunitaria.
Una reforma así de profunda no podría realizarse sin dotar de nueva energía a lo que el Maestro Soberón llamó los dos motores del cambio: la investigación científica y el desarrollo de recursos humanos.
En este punto, tuve nuevamente la inmensa fortuna de que mi camino volviera a cruzarse con el del Maestro Soberón. Al finalizar mis estudios de doctorado, me invitó, junto con Jaime Sepúlveda, a discutir la mejor manera de sumar la investigación a su proyecto de reforma. De esas pláticas surgió la idea de conformar el Centro de Investigaciones en Salud Pública (CISP), el cual se convirtió en el núcleo aglutinador de toda una generación de jóvenes turcos que nos formamos en el extranjero y pudimos regresar a nuestro país, bajo la tutela enriquecedora del maestro Soberón, para desarrollar el proyecto transformador que llamamos la nueva salud pública.
Junto con el CISP, el doctor Soberón apoyó la propuesta del Maestro Jesús Kumate de establecer otro centro de excelencia, el Centro de Investigaciones sobre Enfermedades Infecciosas (CISEI).
Además de la investigación, la transformación y el desarrollo de personal altamente calificado también debía ocupar un lugar crucial en la reforma sanitaria. Por ello, el Maestro Soberón impulsó el más ambicioso proyecto de modernización de la Escuela de Salud Pública de México (ESPM) desde su fundación en 1922.
En el contexto de los cambios anteriormente mencionados, el Maestro Soberón propuso más tarde la creación del Instituto Nacional de Salud Pública (INSP) mediante la integración del CISP, el CISEI y la ESPM. Este proyecto estratégico se hizo realidad el 27 de enero de 1987. El doctor Soberón me distinguió al nombrarme el primer director general del nuevo instituto.
Como secretario de salud, el doctor Soberón también fue responsable del manejo inicial de la pandemia de VIH/Sida, un esfuerzo en el que su desempeño fue valioso y valeroso. Resistió enormes presiones políticas de diversos grupos conservadores que se oponían a la adopción de las medidas necesarias para combatir de manera efectiva esta contingencia. De hecho, diseñó y puso en práctica una estrategia integral, que incluyó la creación de la Comisión Nacional para la Prevención del VIH/Sida, la regulación de los bancos de sangre y una campaña de difusión masiva de información sobre los mecanismos de transmisión de esta enfermedad y la práctica del sexo seguro.
Una vez concluida su gestión al frente de la Secretaría de Salud, el siempre inquieto Guillermo Soberón ocupó la coordinación del Consejo Consultivo de Ciencias, órgano asesor de la Presidencia de la República en esa materia; creó y presidió la Fundación Mexicana para la Salud, una de las instituciones de la sociedad civil dedicada a temas de salud más importantes de América Latina, y encabezó la secretaría de la Comisión Nacional para el Genoma Humano, la coordinación del Consejo Directivo del Consorcio Promotor del Instituto de Medicina Genómica, y la presidencia de la Comisión Nacional de Bioética.
Desde todas esas trincheras, pero en particular desde la Fundación Mexicana para la Salud, el Maestro Soberón contribuyó de manera sustantiva a tender un nuevo puente entre las reformas que él diseñó y encabezó, y lo que sería la tercera generación de reformas del sistema de salud de México.
En 1983 se había dado un paso fundamental para hacer de la atención a la salud un derecho ciudadano. El Artículo 4° constitucional se modificó para incorporar el derecho a la protección de la salud. Sin embargo, para su puesta en práctica, este marco constitucional requería otros instrumentos sin los cuales el derecho pleno a la atención de la salud sólo se podía garantizar a los trabajadores asalariados. Estos instrumentos se crearon a través de la reforma a la Ley General de Salud de 2003, que dio lugar al Sistema de Protección Social en Salud y su brazo operativo, el Seguro Popular.
Esta reforma, revertida por razones estrictamente ideológicas por la actual administración, convirtió a México, como siempre lo anheló el Maestro Soberón, en un país de derechohabientes, es decir, un país que garantizaba el ejercicio efectivo del derecho a la protección de la salud a todas las personas sin distinción de ningún tipo.
El legado trascendente de Guillermo Soberón en el campo de la salud se basó en su habilidad única para detectar las oportunidades emergentes y capitalizarlas, tendiendo, además, puentes entre generaciones -generaciones de reformas y de personas.
Termino recordando la emotiva ceremonia realizada el 25 de septiembre de 1992, en la cual se impuso el nombre de Guillermo Soberón al auditorio principal del INSP. En el discurso que pronuncié entonces señalé:
A [las] incontables virtudes personales [del doctor Soberón] se suma la capacidad de motivar y orientar a otros, contagiándolos de optimismo, energía y total confianza en la capacidad del espíritu humano. En ello muestra una generosidad y una calidad humana poco comunes. Por esta razón, hay un numeroso grupo de personas -incluido el que habla- que tienen hacia el Maestro Soberón una deuda insaldable. Afortunadamente, se trata de una deuda paradójica pues, lejos de restarle recursos al deudor, lo enriquece.
Así como el doctor Soberón reconoció en Salvador Zubirán a su Maestro, yo puedo decir, con enorme orgullo, que Guillermo Soberón fue mi maestro. Su sabia guía y su generosidad fueron factores clave en el desarrollo de mi carrera y mi vida personal.
Quisiera terminar con una reflexión sobre el papel de los ciclos. En su espléndida obra La ronda de las generaciones, Luis González y González alude a la metáfora homérica de las generaciones como los follajes sucesivos de un mismo árbol.3 Los temas vitales de las generaciones son siempre los mismos, dice Octavio Paz siguiendo a Luis González; lo que cambia son los follajes, que son la sensibilidad, las actitudes y los gustos.4
Este es un buen momento para recordar que lo que une a las diversas generaciones que han conformado nuestro sistema de salud, lo que constituye las raíces, el tronco y las ramas de nuestro frondoso árbol, ha sido el anhelo de garantizar el ejercicio universal, igualitario y efectivo del derecho a la protección de la salud. Guillermo Soberón es la figura clave de la marcha, aún en curso, por alcanzar ese anhelo.
Los retos por venir no son menores. Las tres generaciones de reforma en las que participó el doctor Soberón representan todas avances muy importantes, pero queda pendiente la construcción de un auténtico sistema universal de salud. No es tarea fácil, pero los logros extraordinarios del Maestro Soberón nos ofrecen una fuente de inspiración y un motivo de optimismo.
Con este In Memoriam rendimos homenaje a un hombre universal cuyo legado perdurable expresa su rostro humano en los millones de personas beneficiadas por su fértil obra, en la familia ejemplar que tanto le enorgulleció y en los muchos discípulos que recibimos la influencia enriquecedora de su generosidad sin límite.