Para quienes estudiamos en los márgenes como Latinoamérica, el derecho penal se nos presenta como una cuestión ante todo y casi absolutamente dogmática. La ley penal, como dogma no modificable por el jurista, debe ser analizada, interpretada, sistematizada y, en la medida de lo posible, racionalizada. Sin desmerecer la importancia de la dogmática en el estudio del derecho, el puro análisis dogmático resulta cómodo y funcional a un sistema discriminatorio, racista, cruel e inhumano. De ahí la necesidad de otro enfoque que despierte la crítica y la desconfianza hacia el poder punitivo.
En busca de las penas perdidas, apartándose de los estudios tradicionales del derecho penal, invita a reflexionar sobre realidades incómodas, vinculando el estudio deontológico del derecho con el oscuro mundo ontológico de la pena, sin esconder su significado verdadero y doloroso. A tres décadas de su publicación, el libro mantiene plena vigencia y sirve a estudiantes y juristas latinoamericanos como un puente que desde el derecho penal nos acerca a cuestiones criminológicas, de política criminal y de sociología del castigo.
La obra de Raúl Zaffaroni introdujo a una generación de estudiantes de derecho de fines del pasado siglo -la mía- al pensamiento penal crítico, despertando en nosotros la disidencia hacia las pretendidas justificaciones de la pena, y muy especialmente a su operatividad. Gracias a En busca de las penas perdidas pudimos comprender que la ciencia penal, carente de una crítica con base empírica y política, se traduce en el puro esfuerzo por sistematizar los actos del legislador, que suelen estar contaminados por un discurso demagógico vindicativo asociado al populismo punitivo.
Asimismo, un depurado análisis de la funcionalidad del ejercicio del poder punitivo hace visible que la norma penal y su aplicación son, en la mayoría de los casos, una respuesta interesada para quienes detentan el poder. Por lo mismo, no es casualidad que el castigo golpee y estigmatice con violencia brutal a los más carenciados, y, al mismo tiempo, fomente la impunidad de crímenes tan graves como la contaminación de las aguas, la colusión de los laboratorios, el exterminio de culturas enteras, e incluso el genocidio. Desatento a la realidad y funcional al sistema, el jurista -generalmente acrítico y ridículamente pomposo- reduce su tarea a la de racionalizar los contenidos interesados y delirantes del legislador. Así, su cometido de científico aséptico resulta cómodo, funcional, servil y útil.
Ya desde la primera página -con una dedicatoria a Louk Hulsman- En busca de las penas perdidas se presenta como una afrenta a la legitimación del derecho penal. Recordemos que el viejo Hulsman, tras sufrir en carne propia la brutalidad del poder punitivo y salvar su vida del nazismo al saltar del tren que lo llevaba al campo de exterminio, desarrolló una impecable teoría abolicionista del derecho penal. De esta manera, el texto recibe de manera provocadora y con un golpe certero a quien empiece el tortuoso viaje por los senderos ensangrentados del derecho penal.
Al poco andar, el libro se cuestiona la usual pregunta: ¿qué legitima a las penas? La formulación de dicha pregunta presupone una legitimidad, que será cuestionada a lo largo y ancho de la obra. La pregunta misma resulta tramposa, puesto que supone que existe algo que legitima la pena, del mismo modo que si preguntásemos qué es lo que legitima la violencia del patriarcado en contra de las mujeres o la esclavitud, la tortura y las bombas atómicas. No olvidemos que una cosa es explicar un fenómeno y otra muy distinta, justificarlo y legitimarlo.
Bibliotecas enteras de derecho penal nos tenían tan mal acostumbrados que, ciegos y alienados, buscábamos distintos discursos para darle un sentido a la brutalidad del poder punitivo. Mi primera lectura de En busca de las penas perdidas, cuando aún era estudiante, fue por consejo de Manuel de Rivacoba, entonces mi maestro de derecho penal. Recuerdo que en aquel tiempo hubo muchas cosas que no comprendí. Sin embargo, una segunda lectura, con más años y más estudio, me hace entender que varias de mis ideas tienen su origen en este libro. En muchos sentidos, En busca de las penas perdidas, como una gran casa con muchas ventanas, fue mostrándome un mundo que traspasaba las limitaciones de la dogmática y de las doctrinas penales más tradicionales. En numerosos aspectos, esa dialéctica Rivacoba-Zaffaroni fue despertando en mí, y en una entera generación de estudiantes de ese Valparaíso, un duro cuestionamiento y una constante desconfianza por la operatividad del derecho penal.
En busca de las penas perdidas se balancea entre los problemas universales y el realismo marginal de nuestra periferia latinoamericana. Siempre en clave deslegitimante, nos acerca a diversos autores de la criminología de la reacción social en sus vertientes interaccionistas, fenomenológicas, marxistas, foucaultianas, y los más recientes de la criminología de la economía dependiente.
El libro es una invitación a desconfiar de los discursos legitimantes y a comprender cuánto nos cuesta ver las cosas más terribles, porque están muy arraigadas y aparentemente ocultas. Muchos sostenemos, con convicción, que de haber vivido el nazismo o la esclavitud habríamos sido opositores. Sin embargo, vivimos en la era del encarcelamiento masivo (una nueva versión de la esclavitud y del nazismo) y ni nos oponemos ni nos asombramos. Tampoco nos sorprenden las muertes o la tortura que ocurren constantemente en las cárceles. De alguna manera creemos que quienes viven las penas se las merecen y que estaban predestinados a ellas.
Los juristas, sin menguar su sumisión y obediencia, critican con ímpetu, instituciones del pasado. Formulan duras diatribas a las dictaduras acabadas, haciéndonos olvidar el cómplice silencio que guardaron en los años más terribles. Así, el mutismo y la complacencia actual pueden hacernos creer que vivimos el mejor momento de la historia de la humanidad y que la crueldad y el salvajismo son cosas del pasado. Si bien esta actitud permite mantener las mejores relaciones con personas poderosas, es también responsable de violaciones sistemáticas a los derechos fundamentales de las personas que sufren la brutalidad de las penas. La falsa modernidad y el progreso bien podrían contrastarse con la premisa gatopardesca, que enseña que para que todo siga igual es necesario que todo cambie.
En Chile y en Latinoamérica, ante las constantes aberraciones de la política criminal, la crítica resulta indispensable y urgente. El discurso penal de los legisladores es tan irracional que incluso plataformas comunicacionales travestidas de saberes criminológicos, como la fundación Paz Ciudadana en Chile, parecen tener un discurso sensato. Lo más lamentable es que del delirio punitivista no se salva nadie, y los cuerpos legiferantes más punitivos e irrespetuosos de los principios básicos del derecho penal tienen un amplísimo respaldo parlamentario y terminan siendo votados de manera prácticamente unánime (piénsese, por ejemplo, en la ley de tráfico de estupefacientes, las llamadas agendas cortas antidelincuencia, las leyes con nombre de víctimas, etcétera).
Ante un discurso legitimante que racionaliza un puro fenómeno de poder, En busca de las penas perdidas pone en evidencia que la sola semántica jamás podrá comprender el problema penal sin incorporar datos de realidad, y acusa que la exclusión de esos datos no es más que una arbitrariedad. Así, la impecable lógica del jurista dogmático es análoga a la del buen torturador o a la autodefensa de Adolf Eichmann cuando sostenía que a él no le incumbían los resultados producidos por su actuar, puesto que las decisiones venían desde arriba, y que él se limitaba a cumplir lo que se le ordenaba.
Ya nos enseñó Stanley Cohen que la negación es cómoda, y, en muchos sentidos, es la única forma de vivir sin deprimirnos o suicidarnos. Los datos, en cambio, suelen ser incómodos, pero no por ello debemos ignorarlos. En busca de las penas perdidas señala datos de 1990, que ya anunciaban que las cosas podían empeorar. Entonces, en Estados Unidos había un preso por cada trescientos habitantes, y uno de cada veinte negros de entre veinte y veintinueve años estaba preso.
La aproximación a la realidad evidencia que nuestros sistemas penales están operando como un genocidio en acto, pero los juristas, sumergidos en un mundo deontológico, no quieren ver lo evidente. No pisan jamás una cárcel (salvo que se desempeñen como abogados penalistas), normalizan suicidios, palizas, torturas e incomunicaciones de las personas privadas de libertad. Para los juristas, los datos son sólo números que no tienen que contaminar su ciencia. Así, la cárcel, como jaula o institución del secuestro, sigue golpeando con más fuerza que nunca a los sectores más carenciados de nuestro continente y, al mismo tiempo, nos seduce con un espejismo que nos aleja del peligro: los poderosos no viven las cárceles porque ellos no delinquen. Excepcionalmente podrían cometer errores de caballeros.
El ejercicio del poder verticalizante se racionaliza mediante el discurso justificador del derecho penal, o sea, que éste cumple una función legitimante de todo el sistema penal. Olvidan los juristas que los hechos de poder no desaparecen con sus escritos, porque no es su legitimidad lo que los sostiene, sino su poder. En busca de las penas perdidas insiste en la urgencia de controlar la altísima violencia del sistema penal en los países periféricos. Por lo mismo, se hace necesario reconstruir un discurso de la pena desde su deslegitimación.
La obra deslegitima y acusa. El cómodo silencio de los juristas es cómplice y en muchos casos es también autoría, al generar y legitimar un sistema penal marginal que viola los derechos humanos, toda vez que el poder de los sistemas penales resulta incompatible con la ideología de los derechos humanos. La cárcel, como la pena por excelencia de las sociedades modernas, constituye un espacio carente de derecho y de justicia. Por lo mismo, la respuesta resulta urgente y dada la imposibilidad de legitimar un fenómeno, la necesidad y el apremio de una respuesta desde la deslegitimación del sistema penal se nos impone.
En busca de las penas perdidas se entrega a esta búsqueda, y parece encontrarlas, pero en ello se percata de que éstas no tienen sentido ni fundamento, puesto que "la pena, como sufrimiento huérfano de racionalidad, hace varios siglos que busca un sentido y no lo encuentra, sencillamente porque no lo tiene, más que como manifestación de poder". Esta irracionalidad, que no puede ser justificada, sí puede -y debe- ser limitada, contenida, y esta tarea de contención y reducción no terminará jamás. De ahí que los principios limitadores del derecho penal, como verdadera y urgente tarea del jurista, deben considerarse inacabados. Siendo la pena irracional y parte de un hecho de poder violento mucho más amplio, se impone la necesidad de extremar el esfuerzo jurídico por limitarla y restringir su violencia.
En busca de las penas perdidas, aunque sea un texto portador de malas noticias, comparte un espíritu optimista. Nos invita a seguir trabajando, no desde la búsqueda de la legitimación de la brutalidad penal, sino desde su contención. En sus conclusiones hay también esperanza, puesto que es posible reducir los niveles de violencia, salvar muchas vidas humanas, evitar mucho dolor inútil y, finalmente, hacer desaparecer un día al sistema penal y remplazarlo por mecanismos reales y efectivos de solución de conflictos. Asimismo, nos recuerda que el ser humano no es racional, pero puede llegar a serlo, y que la especie humana, como cualquier otra especie, no es suicida.
En el film de Marco Ferreri, La Grande Bouffe, los personajes comen hasta la muerte. Lo absurdo de la historia deja de serlo cuando nos percatamos de que vivimos en un mundo capaz de consumir hasta el exterminio. El film, como una metáfora de una civilización autodestructiva, muestra la absurda muerte de sus protagonistas, anunciando el fin de nuestra civilización. Sin embargo, este no es necesariamente el futuro de la humanidad. Que Marcello Mastroianni, Ugo Tognazzi, Michel Piccoli y Philippe Noiret no hayan sobrevivido, no significa que no sea posible.