Michel Wieviorka: ¿Podríamos iniciar esta conversación en la década de 1960 e inicios de los 70, así como de su formación universitaria?
Ulrich Beck: Fue, en efecto, un momento muy especial. Provengo de un medio y de una familia con miras muy estrechas y creo que, en cierta medida, siempre he querido escapar de ellos. Mi primer intento de liberarme se remonta a la época en la que fui a estudiar a Estados Unidos, en el marco de un intercambio académico. Concluí mi bachillerato en una de las veintinueve ciudades que se llaman Springfield en Estados Unidos. Era una ciudad de 3,000 habitantes, en Minnesota, y era en realidad tan estrecha de miras como mi ciudad de origen. Sin duda, representó para mí una bocanada de aire fresco, pero carecía de esa vida intelectual que yo anhelaba. Cuando empecé los estudios en la universidad, no dejaba de hablar de literatura: de Kafka, de Musil, de Goethe. Era sumamente importante para mí. Incluso en esa época pensé hacerme escritor; pero me conozco muy bien, por lo que no tardé en darme cuenta de que eso no era para mí. Antes de la universidad, había pasado un breve período en la Marina. Fue una experiencia terrible. Calificar como estrechez de miras a ese medio sería un eufemismo.
Fue en la universidad donde, por primera vez, me vi confrontado a todo tipo de ideas nuevas. Tradicionalmente, las figuras paternales intentan que su pupilo acepte su ideología. Lo mismo ocurre en la universidad: uno pasa de una escuela a otra, junto con su maestro y sus doctrinas.
Empecé a estudiar filosofía y me hice consciente de que no llegaría a encontrar las respuestas a las preguntas que me hacía. Ahí no hacíamos filosofía, sino más bien historia de la filosofía. Entonces me volví hacia la sociología, que descubrí recién en la universidad dado que ésta no se enseñaba en el liceo.
MW: ¿En qué universidad estudió?
UB: En Múnich. Con mis compañeros nos dimos cuenta de que los profesores de filosofía estaban cada uno en su rincón, con sus propios objetivos. No colaboraban entre ellos. Ante esto, nos dijimos que sería buena idea organizar conferencias o debates públicos entre profesores que no tenían la costumbre de confrontar sus ideas. Fue un fracaso total, pues resultó que eran incapaces de hablar entre ellos. Pero, al menos, teníamos ya una idea más clara de la situación del campo filosófico. Creo que había en mí cierto sentimiento de rebeldía, pero siempre acompañado del deseo de encontrar y aferrarme a la verdad y a lo real, más allá de toda ideología.
No me mezclaba con los grupos de militantes políticos o entre aquellos que, más tarde, se volvieron terroristas. Debo confesar que, en cierta medida, me fascinaban. En el liceo siempre fui el líder intelectual y político de mi clase y en ocasiones incluso de toda la escuela, pero era definitivamente algo mucho más intelectual que político y dirigido (antes que nada( contra la herencia fascista de Alemania. Mi objetivo principal era llegar a definir una orientación política que fuera más allá de la lucha contra el fascismo. Cuando estuve en la Marina traté de establecer contacto con diversos movimientos políticos de estudiantes universitarios. Algunos de mis amigos estudiantes eran militantes, miembros de grupos socialistas que tenían discusiones apasionantes. En aquel momento no comprendieron las razones de mi ingreso a la Marina y fueron sumamente críticos hacia mi persona. En resumen, en esa época tenía una relación problemática, complicada, con los movimientos estudiantiles.
MW: Al parecer, hay una continuidad entre lo que usted es ahora y la forma en la que se describe que era en aquella época.
UB: Cuando comencé a estudiar sociología, como alumno en Múnich, tuve la sensación de que existía una fractura entre las experiencias históricas que vivimos y la forma como son descritas e interpretadas por las ciencias sociales y su marco de referencia. Le daré dos ejemplos de esa fractura.
En las décadas de 1970 y 1980, el movimiento ecologista (en el que, en cierta medida, participé) estaba muy activo en Alemania y, sin embargo, los sociólogos nunca lo estimaron debidamente. Los dos actores se oponían enérgicamente.
El segundo ejemplo: cuando daba conferencias sobre las desigualdades sociales (un problema que me parecía sumamente importante(, trataba de explicar las dinámicas de clase; pero mientras lo hacía tenía la extraña impresión de que los estudiantes no se consideraban ellos mismos pertenecientes a una clase. Debía hacer un esfuerzo muy grande de traducción para que me comprendieran. Y descubrí entonces que los individuos tienen mucha dificultad para ubicarse ellos mismos en el seno de la sociedad. Si lo vemos a la luz de la sociología clásica, esto significa que lo que está en juego es un proceso de modernización. Pero, existen situaciones en las que las consecuencias de la modernidad socavan a esta última. Desde un punto de vista filosófico, el argumento es muy simple.
MW: Si hoy usted tuviera que dar un curso general sobre la teoría, ¿qué diría de autores clásicos como Durkheim, Max Weber o Tocqueville? ¿Se sentiría obligado a empezar con ellos, en un orden cronológico, o imaginaría algo completamente diferente? ¿Qué le gustaría enseñar si su misión fuera convertir a individuos jóvenes en buenos sociólogos contemporáneos?
UB: Creo que empezaría con los clásicos. En sociología no contamos con una teoría social común, pero sí tenemos a esos clásicos que pueden servir como base para nuestra enseñanza. Si estudiamos a Weber, vemos que él también vivía un momento de inflexión entre una sociedad tradicional y una moderna, y que casi todos sus conceptos se referían a los procesos de racionalización. Diría que él adoptó una perspectiva cosmopolita. Podemos construir muchas cosas sobre esa base. Pero, al mismo tiempo, los conceptos de racionalización y de modernización son terriblemente lineales; no dejan espacio alguno para la idea del desarrollo no lineal. Podría decirse que, por una parte, esos conceptos weberianos traen consigo una visión transformadora, pero que, por otra, se olvidan de la historia de la sociedad y de la historia de la modernidad.
Por ejemplo, los temas de los principales debates contemporáneos, ya se trate de la crisis europea, del cambio climático o de las crisis financieras, tienen tres puntos en común: todos ellos eran impensables antes de que ocurrieran; sus consecuencias son globales, mundiales, y tienen un impacto radical sobre el mundo. Por tanto, para abordar esos problemas requerimos de un nuevo marco de referencia. Todo mi trabajo, al menos desde mi punto de vista, tiene como objetivo inventar e instaurar un nuevo lenguaje para las ciencias sociales. Es por ello que hablo de "modernización reflexiva", de "cosmopolitización" y de "cosmopolitismo", y también de "individualismo" y de "individualización". Todos estos conceptos tienen el propósito de expresar mejor la ruptura entre la primera y la segunda modernidad.
MW: Si hemos pasado de una primera a una segunda modernidad, debemos por tanto pasar de las primeras ciencias sociales a las segundas ciencias sociales. Desde esta perspectiva, ¿qué título le daría a su obra La société du risque (2001 [1986]) si tuviera posibilidad de ponerle hoy un nuevo nombre?
UB: Le dejaría el mismo título. En su momento pensé en todo tipo de conceptos. Cuando le estaba buscando un nombre, el tema que se impuso fue el de los problemas ecológicos. Si ahora reflexiono de manera un poco más sistemática, el tema central del libro es el renacimiento de la incertidumbre. Eso es lo que significa "sociedad del riesgo".
MW: Usted propone algunos conceptos. ¿Piensa acaso que la economía de esos conceptos produce una teoría general que nos lleva hacia el surgimiento de un nuevo marco teórico? ¿Cómo se articulan riesgo, cosmopolitismo y cosmopolitización? Y, lo más importante, ¿podría explicarnos la diferencia que existe entre cosmopolitismo y cosmopolitización? ¿Puede darnos una definición precisa?
UB: El cosmopolitismo es un concepto que pertenece a la tradición de la filosofía normativa. Fue inventado en los inicios de la filosofía griega y podemos seguirle el rastro a lo largo de la historia de la filosofía. En particular, fue muy debatido durante el Siglo de la Luces y no sólo por los alemanes; la idea estaba presente en todo tipo de discusiones europeas y, en general, era relativamente idéntica a la idea de universalismo. Emanuel Kant, por ejemplo, utiliza ambos términos en forma indistinta. Jürgen Habermas, quien es tal vez el filósofo más importante de nuestra época, emplea el concepto de cosmopolitismo en un sentido normativo, en su giro lingüístico, como por ejemplo en la Teoría de la acción comunicativa (1987) y en Aclaraciones a la ética del discurso (1991).
En cuanto a la cosmopolitización, ésta concierne a los hechos. No es intencional, no es el fruto de la acción de una élite y, quizá, ni siquiera tiene un actor. Si acaso tiene uno, no es sino un efecto secundario de la modernización y de su radicalización. La cosmopolitización crea situaciones específicas, relaciones específicas, que significan que el otro, el otro global, el otro distante o incluso, el otro nacional, se encuentra a la vez incluido y excluido (y hay distintas modalidades de inclusión y de exclusión). Es una herramienta conceptual para enfrentar los problemas de todos los días. Quizá llegaría incluso a afirmar que existe una especie de cosmopolitización banal, la cual concierne al futbol, la música, los restaurantes, las historias de amor, la vida en familia, la televisión y los nuevos medios de comunicación, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (ya sea Internet, Facebook, etcétera). Dado que esos nuevos medios no están vinculados a un territorio específico, crean toda suerte de comunicaciones en las cuales personas distantes entre sí, pero a veces socialmente cercanas, mantienen una relación.
Tenemos necesidad de un tipo diferente de teoría. No es que esté en contra de las teorías universalizantes, pero sí soy escéptico en cuanto a su capacidad para producir un universal basándose en las experiencias históricas específicas de Alemania y Europa. Nosotros pensamos de manera sistemática que se trata de conceptos necesarios, pero una cosa es segura: no son conceptos suficientes. Es muy importante distinguir entre teorías universalizantes y teorías descriptivas o diagnósticas. Si queremos comprender la situación en la cual nos encontramos, tenemos que forjar nuevos conceptos.
No se trata de utilizar el lenguaje cotidiano, el lenguaje de todos los días, sino de lanzarse a una empresa sistemática, lo cual significa que requerimos de conceptos descriptivos o, incluso, de metodologías que sean capaces de dar cuenta de una nueva realidad y abrir hacia nuevas perspectivas, permitiendo superar las viejas teorías universalizantes.
Creo que la modernización reflexiva presenta varias dimensiones relacionadas, no con la reproducción del orden, sino al contrario, con su transformación; esta última ligada a la radicalización del principio y las dinámicas que subyacen a la modernidad. Podemos estudiar tres de esas dimensiones: la sociedad del riesgo, la individualización y la cosmopolitización.
En cierta medida, esas tres dinámicas poseen una estructura similar: son los productos de un proceso de modernización radicalizado y, al mismo tiempo, los efectos secundarios de ese proceso erosionan los marcos institucionales de referencia, tanto en sentido político como epistemológico. En el marco de mis investigaciones, intento aventurarme más allá de esas tres dimensiones. En una palabra, tenemos necesidad de inventar una nueva ciencia de la realidad. Algo distinto de los estudios empíricos. Tenemos que lograr, de una u otra forma, reinventar incluso la producción de datos sobre lo real.
MW: Usted, como individuo, es hoy en día miembro de redes intelectuales. ¿Cómo considera su vida intelectual en relación con los investigadores de Inglaterra o de otros países? ¿Considera esos intercambios necesarios para sus propios trabajos de investigación? ¿Los trabajos de Anthony Giddens o Jürgen Habermas son relevantes para sus investigaciones?
UB: Al principio no era miembro de ninguna escuela de ciencias sociales. Siempre admiré a Habermas. En aquel tiempo, todo el mundo lo consideraba como el "dios de los sociólogos", pero era funcionalista y, como yo no creía en eso, tuve que empezar mis investigaciones sin apoyarme en sus trabajos. Tuve la suerte de que el profesor con quien estudié, el profesor Bolte, me ofreciera muchas oportunidades. Él no me imponía una escuela de pensamiento, al contrario. Diría incluso que él liberó mi espíritu.
Ese profesor fue muy importante para mí por dos motivos. La primera vez que nos encontramos, yo me consideraba aún un joven filósofo y, por ende, partía del principio de que, por fuerza, todo lo entendía mejor que los sociólogos. Antes de que iniciara su curso, le expliqué que el plan de su seminario no tenía ningún sentido -era la época de los movimientos estudiantiles- si bien no pude explicarle mis razones en detalle. Sin embargo, más adelante, me dijo que yo había tenido toda la razón y que podría contar con él. Y mantuvo su palabra.
La segunda razón por la cual él fue sumamente importante para mi desarrollo profesional es que era muy crítico. Cuando me uní a su equipo como joven investigador, él leía todo lo que yo escribía y me lo regresaba lleno de interrogantes. Fue mi maestro de pensamiento. Pero, claro, mis investigaciones también dependen de las de muchos otros pensadores.
En Alemania, estaba solo con mis ideas. En mi primer encuentro con Habermas, me puse tan nervioso que me costó muchísimo explicárselas. Más adelante, nos hicimos amigos. Creo que su obra tuvo un impacto enorme sobre la forma como reflexiono. Sin embargo, hoy él no se siente muy a gusto con la distinción que hago entre cosmopolitismo y cosmopolitización. En cuanto a Giddens, él fue un colega sumamente importante, él leyó La sociedad del riesgo antes de que fuera traducido y todos sus libros dialogan hasta cierto punto con los míos. La idea principal sobre la cual seguimos discutiendo hoy en día es que nosotros estamos más allá del riesgo y más allá de la sociedad.
MW: ¿Se podría decir que hoy usted ha tomado distancia pues considera que algunos de los intelectuales más importantes no abordan esta nueva era como deberían?
UB: Si se hace la distinción entre las teorías de la reproducción de los órdenes y las de la transformación de los órdenes, creo que algunos autores se están aplicando a ello con mucha seriedad. Anthony Giddens forma parte de ese grupo, pero apenas ha empezado y aún sigue atorado en cuestiones de metodología.
MW: ¿El libro de Richard Sennett sobre la intimidad (1979) fue importante para usted? Al parecer muy pocos investigadores en ciencias sociales se han interesado seriamente en la transformación de la intimidad.
UB: Aprendí mucho de él, pero creo que no se interesa lo suficiente en ese nuevo paisaje. Es fascinante, pero muy pesimista; es como si sólo viera la mitad de la imagen de la transformación. Él ve la disolución, pero parece incapaz de discernir los nuevos elementos que han surgido.
Durante diez años, en Munich, conduje un programa de investigación sobre la modernización reflexiva, así como sobre otra veta enorme (relativamente similar( de lo que se ha llamado la primera modernidad. Esos dos programas querían mostrar cómo, en esas dos épocas, todos los marcos de referencia desaparecieron, lo mismo que el hecho de que, en ese tipo de situación, no sólo la mayoría de las personas son pesimistas (y, en particular, en el contexto alemán), sino, sobre todo, son incapaces de reconocer la transformación que está teniendo lugar. Los ingleses y los franceses asimilan mejor las reestructuraciones. Aprendí mucho de esos dos programas paralelos. Pero, más allá de las semejanzas, lo que sale a relucir es que la construcción histórica de la modernidad es tan convincente hoy en día que nos resulta difícil imaginar que su concepción institucional pueda de nuevo volverse "líquida". Muy pocos autores se hacen el propósito de descubrir nuevas formas de conceptualizar los procesos de transformación.
MW: Cuando pienso en autores importantes que han abordado esta nueva era, tengo la impresión de que muchos de ellos comparten algunas de sus problemáticas: la modernización, la globalización, la cosmopolitización, la modernización reflexiva. Pero hay un punto en el cual usted se separa de ellos; creo que usted no insiste en el multiculturalismo, a diferencia de algunos investigadores que, en Gran Bretaña, Canadá, Estados Unidos o Francia, se interesan sobre todo en las diferencias culturales y en la forma en que son tratadas políticamente en esos países. Desde su punto de vista, ¿la cosmopolitización tiene algo que ver con las diferencias culturales, en tanto que éstas deben ser tomadas en serio por las instituciones?
UB: Debemos reflexionar sobre los conceptos y las instituciones. ¿Cómo tratar la diferencia? Existe la diferencia racial, existe también el universalismo que trata de superar la diferencia pero a la vez la ignora. No voy a hablar aquí de todas las diferencias. El multiculturalismo es un concepto interesante. Por una parte, reconoce las diferencias, pero, por la otra, de una forma que le es propia, las niega; se supone que las unidades multiculturales, las pequeñas naciones forman parte de la nación, si bien existe una contradicción o, cuando menos, una tensión, entre las identidades específicas y la forma en que se inscriben en el contexto nacional.
Con el cosmopolitismo y la cosmopolitización es diferente: el dualismo entre esas dos identidades desaparece. Ya no se es esto o lo otro, sino los dos al mismo tiempo. El multiculturalismo aporta múltiples soluciones, pero sigue siendo incapaz de liberarse de ese problema conceptual, que se reproduce inmediatamente en el nivel político. Mis ideas tratan de dar un paso más allá, por lo que afirman: existe un sinnúmero de mezclas, pero no debemos entretenernos en dividir lo real entre nacional e internacional. Por supuesto, se pueden segmentar en cierta medida (las identidades étnicas, por ejemplo), pero al mismo tiempo esos dualismos desaparecen porque hoy en día las personas son el fruto de todo tipo de mezclas.
MW: Para decirlo más abruptamente, ¿el multiculturalismo no puede implantarse sino (o principalmente) en el marco del Estado-nación? ¿Cómo puede la cosmopolitización dar respuestas a esos grupos que quieren que su identidad sea reconocida, por ejemplo, luego de haber sido víctimas de genocidio o esclavitud? ¿El cosmopolitismo permite resolver esos problemas?
UB: La cosmopolitización es un concepto de las ciencias sociales. Vivimos en un mundo en el que el otro excluido es, al mismo tiempo, incluido en tu propia casa y en tu marco de referencia. La exclusión y la inclusión, al mismo tiempo. Por ejemplo, la nana que cuida a tus niños y vive bajo tu techo es a la vez excluida e incluida.
Existen distintos modos de inclusión y de exclusión; todos esos modos mantienen relaciones que trascienden toda frontera. Esas relaciones pueden ser estructurales, sin reflexión, o elementos dialógicos en su seno. O incluso esta dinámica de inclusión/exclusión puede integrar la conciencia de sí.
La renacionalización o la política de la identidad, así como el acento que se pone sobre la identidad misma son reacciones ante la experiencia de la cosmopolitización. Ya no se trata, como antes, de la simple tentativa de demostrar su identidad, sino es, más bien, la consecuencia del hecho de que muchos individuos sientan que han dejado de funcionar los límites, las fronteras y los dualismos que servían hasta ahora para establecer una distinción clara entre "ellos" y "nosotros". En consecuencia, esos individuos no dejan de afirmar su propia identidad. Ése es el contexto, pero si abordamos la cuestión de las ideas normativas, sigo creyendo que el reconocimiento de la diferencia es una cuestión importante.
El cosmopolitismo nos habla de la forma en la que podemos ser diferentes e iguales al mismo tiempo. Esto puede parecer trivial, pero no lo es. Nadie quiere ser reconocido como diferente, si bien todo el mundo quiere que su diferencia sea reconocida. Si nos enfocamos en la diferencia, olvidamos muy pronto que el otro es igual a nosotros. Es una fórmula que resulta muy difícil poner concretamente en práctica.
MW: ¿Puede decirse que debemos ser capaces de reconocer en un mismo momento tanto los valores universales como los particularismos o identidades colectivas? ¿Cómo articula usted este doble reconocimiento? ¿Considera que la cosmopolitización es la respuesta a ese problema?
UB: Diría que la cosmopolitización es la situación, el terreno en el cual debemos batirnos. No podemos escapar más de esta situación porque el otro se ha vuelto parte integrante de nuestra vida, lo queramos o no. Si no conseguimos hallar un medio para manejar esta situación, entonces sólo seremos capaces de crear problemas y ninguna solución.
MW: Ésa es la razón por la cual usted dice que hace sociología política. Si nos situamos en el plano del individuo, no tenemos necesidad de hablar de la nación o del territorio. Con la cosmopolitización la escala es el mundo. Comprendo su crítica a la idea de nación, pero usted es un gran defensor de Europa. ¿Por qué es necesario introducir grandes regiones, como Europa, en el marco intelectual que usted defiende? ¿Por qué ese marco es necesario, además del nivel individual y mundial?
UB: En esta situación de crisis se ha vuelto vital preguntarnos: ¿Por qué Europa? ¿Por qué no todo el planeta? ¿Qué representa realmente Europa? Como usted sabe, he trabajado muchísimo sobre Europa y he notado que, hoy en día, están terriblemente ausentes las voces de grandes intelectuales que reflexionen sobre Europa en forma interesante.
Diría, para empezar, que Europa es sin duda el laboratorio histórico más importante que ha permitido transformar a los enemigos en vecinos. El más importante porque, si consideramos la historia de Europa, esa transformación del enemigo en vecino era simplemente inconcebible tras las catástrofes que fueron las dos guerras mundiales y el Holocausto. Un lugar de tradiciones capaz de crear nuevas instituciones y nuevas ideas. ¿Cómo pudo ocurrir eso? Porque Europa no ha sido conceptualizada en su dimensión política. No es un territorio ni un Estado ni una nación. Es un proceso continuo de transformación histórica en el que el actor principal es el derecho europeo. La esencia de la comunidad europea es el derecho europeo. La Corte Europea de Justicia es, en realidad, el principal actor que, en la década de 1960, declaró que sus decisiones prevalecerían sobre las emitidas por las cortes nacionales. Ese principio, cuando menos hasta ahora, ha sido aceptado por varios Estados y ese proceso continuo de europeización es lo que crea una realidad que trasciende los Estados-nación y que, en mi opinión, toma en cuenta las diferencias entre los Estados-nación y trata de crear un sistema de valores comunes para encuadrar sus interacciones. Ese es el punto de vista del pasado. Hoy, con la crisis europea, la situación es distinta. Van a surgir nuevos tipos de conflictos y es imperativo replantear una vez más la cuestión de saber para qué sirve Europa.
Una de las formas de ir más allá del Estado-nación es el principio cosmopolita, es decir, el imperativo cosmopolita de cooperar o, de lo contrario, fracasar. Debemos cooperar para resolver los problemas nacionales y corremos el riesgo de fracasar, pues estamos en realidad frente a problemas que no pueden resolverse dentro del marco exclusivo de la nación. Tenemos necesidad de un gran espacio de experimentación para superar las diferencias nacionales, para crear, tal vez, un sistema jurídico, y finalmente, para lanzar un proceso continuo de reconocimiento y de cooperación, que llamo proyecto de cosmopolitización. Sin duda habrá todo tipo de reacciones violentas, pero es el único modelo que nos permitirá hacer frente a los problemas del futuro. Creo sinceramente que no existe otro camino. Si se considera, por ejemplo, la forma de vida estadounidense (the American way of life), que consiste en una forma interesante de combinar los principios del capitalismo y los de la democracia, ésta no contiene ninguna solución para los problemas que se presentan a nivel mundial.
MW: Usted considera que la europeización es una herramienta para acercarse a la cosmopolitización, pero la europeización está lejos de ser una cosmopolitización completa, ¿no?
UB: Pienso que la cosmopolitización puede también funcionar a escalas más reducidas, como por ejemplo, las de las ciudades o las familias. No tiene que englobar, de una sola vez, a todo el planeta. Y Europa es uno de los lugares en los que la cosmopolitización se despliega como proceso histórico, e incluso una cosmopolitización reflexiva.
Europa es, antes que nada, una construcción institucional. Uno la concibe como una simple suma de Estados-nación, pero es más bien una nueva especie de sociedad que consiste en una combinación de distintas sociedades. Es un sitio extremadamente importante y específico en el cual las ideas que me esfuerzo por conceptualizar son practicadas en la realidad y en todos los campos de la acción social.
MW: Usted no es exactamente lo que Michael Burawoy llama un "sociólogo público". ¿Cómo participa usted en el debate público?
UB: Uno de mis primeros trabajos de investigación en la década de 1980 que conduje durante cinco años, concernía a los usuarios de las ciencias sociales. En efecto, había habido numerosas publicaciones en los años setenta, pero nadie tenía ni la menor idea de cómo se habían utilizado esas investigaciones. Elaboré, entonces, un programa de investigación para responder a esa pregunta, lo cual resultó apasionante.
Quienes utilizan los resultados de las ciencias sociales no saben manipular los datos, reinterpretarlos. El hecho de que éstos sean utilizados es un indicador de éxito, sin duda, pero al mismo tiempo, esos datos no son identificados como algo que proviene de la sociología. Pudimos hallar un resultado notable: bastaba con que el resultado de una investigación fuera mencionado en Der Spiegel o en la televisión para que el público se interesara por la sociología y, más sorprendente aún, para que la sociología incitara de pronto al debate político. Participar en la discusión pública es uno de los mejores medios para hacer que la sociología sea visible y utilizable tanto por los políticos como por el gran público. En esta situación, en aquella época me dije que tal vez sería necesario crear pequeños institutos cuya única función fuera servir como mediadores entre las ciencias sociales y el gran público, pero eso por desgracia no se hizo.
Un segundo punto: no disponemos de un lenguaje adecuado para analizar y comprender la dinámica del mundo. Siendo así, sólo tenemos dos opciones para remediarlo: ya sea, crear nuestro propio lenguaje artificial o bien observar cómo los sociólogos intentan describir lo real.
Creo que, en la medida en la que nos hallamos en una situación de transformación, no debemos hacer ese tipo de sociología que sólo remite a sí misma. Los conceptos deben ser puestos a prueba en las discusiones públicas, pues es el único medio para verificar si están realmente adaptados a las nuevas situaciones. En consecuencia, creo yo, intervenir en el debate público con sus herramientas conceptuales se ha vuelto una condición necesaria para el trabajo del sociólogo universitario. Es en el debate público donde las invenciones conceptuales se ponen a prueba.
MW: Usted creó un concepto, la sociedad del riesgo, y las personas se lo han apropiado y lo utilizan con un significado distinto al que usted quería promover. ¿No es eso un problema? ¿No es sumamente problemático que la sociedad civil tome prestados conceptos de la sociología y que la sociología tome prestadas palabras de la sociedad civil?
UB: En efecto, ésa es una de mis grandes preocupaciones. Marqué una distinción entre el cosmopolitismo y la cosmopolitización y traté de introducir en las discusiones públicas los debates apasionantes que ya se realizaron sobre esos temas, en los siglos XVIII y XIX. Ahora voy a publicar un artículo y una entrevista en el Frankfurt Allgemeine para exponer la especificidad del concepto de cosmopolitización. Si las personas no quieren comprender la diferencia entre esos dos conceptos, entonces habrá sido un fracaso.
Las discusiones que a ese respecto tengo con mi esposa Elisabeth son sumamente valiosas, pues ella es muy sensible a los conceptos, al idioma. Y realmente hemos discutido en torno a los conceptos de individualización e individualismo. A ella no le gustaban en absoluto y se oponía a ellos con fuerza. Sin embargo, basta con leer algunos artículos, dirigidos al público general, que hablan de las relaciones de género o de las generaciones más jóvenes para darnos cuenta de que no sólo utilizan el término de individualización, sino que lo utilizan en forma bastante correcta. Durante veinticinco años, ese término ha sido discutido y finalmente ha influido en el debate público, pero sin que nunca se haya reconocido su genealogía sociológica.
MW: Existen otras palabras que denotan, a la vez, el proceso y la estructura, como por ejemplo, "exclusión". Cuando decimos "exclusión" nunca sabemos si se está describiendo el proceso o la situación de los individuos. En cambio, la distinción entre cosmopolitismo y cosmopolitización es muy clara.
UB: Ese es el problema de inventar un lenguaje: uno es citado por un gran número de personas, y crear nuevos conceptos en un nuevo lenguaje puede terminar en fracaso, pues uno está obligado a emplear palabras del lenguaje común y, en ocasiones, recombinarlas, si se quiere dar cuenta realmente de esta nueva realidad. Es una cuestión abierta.
MW: A veces surgen algunos conceptos que son tan buenos, tan adecuados, que tienen un éxito inmediato, mientras que otros nunca logran cuajar. Tomemos un ejemplo internacional: "antisemitismo". La palabra fue forjada en el siglo XIX y en unos cuantos años todo el planeta la adoptó. A veces parecería como si toda la sociedad estuviera a la espera de un concepto preciso. ¿Será quizá que su concepto ha llegado demasiado pronto o en una coyuntura histórica equivocada?
UB: La sociedad del riesgo fue uno de esos conceptos que capturaron con mayor justeza la experiencia de Chernóbil y de todas las otras crisis. El concepto traía consigo, entonces, una comprensión real de la sociedad. Pero otros conceptos son a veces más difíciles de aprehender.
MW: Cuando lo escucho o lo leo me vienen a la mente muchos grandes pensadores y grandes sociólogos de principios del siglo XX, de las décadas de 1920 y 1930, empezando por Georg Simmel, así como Robert E. Park, y ciertos miembros de la llamada Escuela de Chicago. Simmel escribió un pequeño texto, sumamente célebre, relativo al "extranjero". La figura simmeliana del extranjero era el judío. Actualmente, sería sin duda más bien el migrante. ¿Piensa usted que la cosmopolitización pueda ser encarnada en una figura, como fue el judío, en la época de Simmel y de Park?
UB: Esas fueron las primeras conceptualizaciones realmente sofisticadas de lo que yo llamo el cosmopolitismo. Simmel elaboró una teoría del dinero según la cual este último no crea tan sólo una multitud de relaciones transnacionales, sino que es igualmente un factor de emancipación. Su definición del extranjero, el que "llega hoy y permanece mañana", es una fórmula muy interesante para quien desee comprender lo que yo tengo en mente. Para ser honesto, cuando hablo de cosmopolitismo y de cosmopolitización a veces ocurre que las personas, después de unas cuantas cervezas o vasos de vino, me dicen que es muy interesante y agregan: "Es un concepto judío, ¿no?" No se trata de antisemitismo, en realidad, aunque la cuestión sí es heredera de reflejos antisemitas.
De hecho, es también un concepto muy alemán. Basta con pensar en Heinrich Heine; él fue uno de los más grandes misioneros del cosmopolitismo, de acuerdo con mi acepción del término (y, por ende, no en su sentido universalista). Él decía que si acaso algún día perdiéramos de vista la importancia de esos conceptos, entonces la oscuridad se abatiría sobre Europa. Es exactamente lo que sucedió. Fue una profecía. Él es parte de los autores a los cuales me siento muy ligado, aunque nuestras experiencias son distintas. Nosotros tenemos Internet, problemas mundiales, etcétera. Ya no se trata tan sólo de identidades culturales; también es cuestión de política, de sociedad del riesgo a nivel mundial, de reorganización de las instituciones, todos esos problemas que están tematizados en disciplinas muy diversas. Si usted se pregunta cuál es la discusión principal desde hace una década en la interdisciplinariedad que puede existir en las ciencias humanas y sociales, es la cosmopolitización. Es un problema inmenso para las relaciones internacionales, para la geografía, para los ethnic studies e incluso para la sociología. Los investigadores están reinventando el cosmopolitismo y quieren hacer de él un depósito de ideas y un nuevo marco conceptual para la era de la globalización. Existen, por ejemplo, grandes debates importantes en el campo de la world literature, en particular sobre los migrantes que, en las nuevas situaciones en las que se hallan, se proponen escribir literatura.
MW: Hemos pasado de los judíos a los migrantes. En otros tiempos, los judíos eran la personificación de la cosmopolitización; ahora son los migrantes. En Francia, el término ha conservado su carga semántica antisemita. En su boca, el concepto adquiere una nueva juventud. Usted habla sobre todo de sus virtudes, pero, además de las descripciones positivas, ¿la cosmopolitización no tiene también una parte oscura?
UB: Sí, tiene una parte oscura. La renacionalización, los movimientos antisemitas, las nuevas violencias, todo ello está ligado de una u otra forma a la cosmopolitización. La gente no comprende ya el mundo que le rodea, se siente invadida por los extranjeros. Aunque no haya un solo extranjero en su barrio o incluso a kilómetros a la redonda, las personas parecen de pronto estar obsesionadas por sus fronteras. El anticosmopolitismo y el anti-europeísmo forman parte integral del proceso de cosmopolitización.