Introducción
Los acontecimientos importantes que ocurren a la escala de una nación no pasan directa y simplemente a la historia; éstos sacuden por mucho tiempo la memoria, suscitan emociones, conmueven a la opinión pública y se asocian con debates que nos explican tanto el presente como el pasado.
Así, más de dos siglos después -y no sólo en Francia- las pasiones en torno a 1789 aún están lejos de haberse apagado; basta evocar el nombre de Robespierre para que resurjan discusiones que quizá podrían suponerse cerradas. Contra lo que afirmaba el historiador François Furet, podríamos decir que la Revolución en realidad aún no ha terminado.1
Entonces, ¿cómo podríamos pensar que, apenas medio siglo después, ello ha ocurrido con respecto al mayo de 1968? ¿Cómo podríamos volver la página si la distancia que nos separa de aquellos enfrentamientos es mínima en la escala de la historia? ¿Cómo podríamos reducir a una mera cuestión de conocimiento histórico las tensiones y confrontaciones de ideas sobre el sentido o el alcance de hechos que no tienen sino cincuenta años de antigüedad? ¿Cómo no tener en cuenta, asimismo, que muchos de los protagonistas del 68 aún viven, se expresan e incluso a veces ocupan un lugar destacado en el debate público?
Memoria, historia
Una gran parte de los actores y testigos de los “acontecimientos” de 1968, como les llamaban en Francia los más hostiles al movimiento de mayo, aún siguen con vida; la memoria colectiva está plena de innumerables memorias individuales, activas y contrastadas, también a veces cambiantes, como toda memoria. Mayo del 68 pertenece aún a sus actores y a sus testigos. Ello no quiere decir, sin embargo, que lo que ellos digan sea la Biblia. A la vez, desde hace ya bastante tiempo, el mes de mayo del 68 está inscrito en los libros de texto escolar y pertenece también a la historia.
El quincuagésimo aniversario de Mayo del 1968 puede entonces parecer peculiar, pues se trata, a la vez, de rememoración y conmemoración, de memoria y de historia, en tiempos en los que, además, el “presentismo”, según la bella expresión del historiador François Hartog (2003) parece imponerse sobre la historia.
Nosotros nos interesaremos aquí, en particular, por la experiencia francesa, con lo cual no queremos decir que sea la más importante de lo que fue una ola mundial, o la más determinante, sino simplemente porque es la que conocemos mejor y de la cual sabemos que sigue siendo un referente imprescindible no sólo para la historia nacional francesa, sino a escala mundial.
La experiencia francesa presenta muchas particularidades, algunas de las cuales derivan más bien de la historia y, las otras, de la sociología.
Desde el punto de vista histórico, hay que señalar que, en los cincuenta años transcurridos entre el fin de la Primera Guerra Mundial, en 1918, y mayo de 1968, Francia había vivido muchos episodios de gran relevancia: las Ligas y el peligro fascista de 1934, el Frente Popular, la Segunda Guerra Mundial, la guerra de Indochina, la de Argelia… y después, nada de tal magnitud, a no ser, quizá, desde hace poco, el terrorismo contemporáneo del yihad, la guerra contra Daech, los horrores en Charlie Hebdo y en el supermercado de alimentos judíos Hyperkasher (enero de 2015), en el Bataclan (noviembre de 2015) o en Niza (julio de 2016).
Lo cierto es que, desde 1968, ya no volvió a ocurrir otro gran episodio histórico, de guerra, de colonización o de descolonización, ni siquiera alguna gran sacudida cultural y social. Pero éste no es el caso de otros países en los que aquel año fue definitorio y en los que, más adelante, otros acontecimientos relevantes marcaron la historia -por ejemplo, Alemania y su reunificación, la salida de Checoslovaquia del Imperio soviético y, después, en sentido inverso, la división de Alemania en dos países, etc.
Por otra parte, habría que ponerse de acuerdo sobre la periodización histórica, efectivamente, e interrogarse sobre la ruptura que constituye eventualmente el Mayo de 1968: ¿el movimiento concluye una fase a partir de la cual Francia salió de la historia para inaugurar un periodo post-histórico que habría de durar medio siglo? ¿Debemos ver en él el momento de una ruptura? Pero, entonces, ¿qué decir de otra periodización que sitúa más tarde, hacia 1973, la verdadera mutación del país, en términos culturales y económicos, al igual que en otras naciones?
En el caso de Francia, Mayo de 1968 ocurre, en efecto, en un momento de pleno crecimiento y no tiene nada que ver con las consecuencias de la guerra de Yom Kipur (octubre de 1973) y la primera crisis petrolera, con los cambios acelerados de la inmigración -que se tornan de población, si bien habían sido de trabajo-, con las modificaciones aceleradas en la organización del trabajo y la administración, con el inicio del desempleo masivo y de la exclusión, con los pródromos de la crisis urbana y, finalmente, con el fin de “los Treinta Gloriosos”, lo cual no tuvo relación alguna con 1968. Esto podría invitarnos a distinguir el cambio cultural que fue, efectivamente, espectacular tras el 68, de las transformaciones políticas, sociales y económicas, claramente posteriores.
En términos generales, estas observaciones nos conducen a una reflexión sociológica y no sólo histórica. Pues aquí tenemos, cuando menos, dos grandes hipótesis que ameritan ser examinadas.
La primera consiste en ver el mayo francés como un momento singular en el que el actor incipiente, característico de una nueva era, postindustrial -el movimiento estudiantil- surge en el espacio, con toda su juventud y arrastra en su movilización al actor decadente de una era agonizante, industrial -el movimiento obrero- que entonces vive sus últimos días. De acuerdo con esta hipótesis, Mayo del 68 viene a decirnos que un país como Francia pasa de un tipo de sociedad a otro; ésta será, en particular, la lectura que propone Alain Touraine (1968).
La segunda hipótesis se interesa, sobre todo, en la carga cultural del movimiento y habla -como lo hacen Edgar Morin, Claude Lefort y Cornelius Castoriadis (Morin, Lefort y Coudray, 1968)- de una “brecha” cultural, pero sin referirse a un cambio de tipo de sociedad.
Un movimiento planetario
Pero el 68 no fue monopolio de Francia; es un fenómeno mundial, que hoy se diría “global”, a riesgo de caer en un anacronismo. El movimiento de aquel entonces, en lo que tiene de impugnación cultural, juvenil, estudiantil, política también, preexiste a los “acontecimientos” del mayo francés, propiamente dicho. Quienes en ese momento dieron muestras de mayor comprensión frente a la revuelta estudiantil que inicia en Francia en la Universidad de Nanterre, con el movimiento del 22 de marzo -en particular, los sociólogos Alain Touraine y Edgar Morin- fechan el nacimiento de ese conjunto mundial de protestas en el año 1964 y en el Free Speech Movement de Berkeley, cuando los estudiantes de esa universidad californiana protestaron contra la prohibición de que se realizaran ahí actividades políticas, en el contexto del inicio de la guerra de Vietnam. Y antes del bello mes de mayo, desde finales de enero de 1968, en Polonia, la impugnación del régimen se presenta como una manifestación contra aquella censura que acababa de prohibir un espectáculo, con lo que revistió ahí también el carácter cultural, intelectual, estudiantil, etc., que será la particularidad de las protestas en Europa Central, con fuerte impacto político, anti-totalitario. En ciertos aspectos, sin embargo, esa revuelta inserta al país -y a otros en la misma época- en la gran oleada mundial de lo que se convertirá en el movimiento de 1968. Así, en febrero, en Checoslovaquia inicia la “Primavera de Praga”, al tiempo que en Italia los estudiantes ocupan la Universidad de Roma y, más adelante, en el mes de mayo, numerosos países en todos los continentes son testigos de fuertes movimientos de protesta.
No obstante, esos movimientos eran políticamente contradictorios, al menos si consideramos la geopolítica mundial de aquel entonces. Así, si bien en Estados Unidos y, en grados diversos, en Europa occidental se reprobaba la guerra estadounidense en Vietnam, dando así lugar a que se suscitara cierta simpatía hacia los enemigos comunistas del ejército de Estados Unidos, en contrapartida, en Polonia y en Checoslovaquia lo que había era un rechazo a la influencia del comunismo en la sociedad.
De esta forma, Francia fue parte de un movimiento planetario que inició antes de mayo de 1968 y del cual se convirtió, en el imaginario mundial, en un ícono, quizá incluso considerado el principal o el más significativo. En contra de lo que solía escribir la prensa, incluso aquella llamada “de referencia”, la sociedad ya estaba en ebullición mucho antes de los “acontecimientos”. Sólo como resultado de una total ceguera es posible enteder que el 15 de marzo de 1968 el diario Le Monde afirmara, bajo la pluma prestigiada de Pierre Viansson-Ponté, al inicio de un artículo que desde entonces sería citado con frecuencia:
Lo que caracteriza hoy en día a nuestra vida pública es el aburrimiento. Los franceses se aburren. No participan ni de cerca ni de lejos en las grandes convulsiones que sacuden al mundo, la guerra de Vietnam les conmueve, sí, pero no los toca realmente (Viansson-Ponté, 1968)
Y fue esa misma ceguera la que le llevó a concluir: “La anestesia tiene el peligro de provocar consunción. Y, en caso extremo, como se ha visto, un país también puede perecer de aburrimiento.”
¿Perecer de aburrimiento? Desde hacía tiempo, por el contrario, había señales de que no toda Francia estaba anestesiada, como fue por ejemplo el “affaire Langlois”, llamado así por Henri Langlois, el fundador y director de la cinemateca francesa, quien era venerado por los cinéfilos y fue destituido por André Malraux, ministro de Cultura, que le reprochaba (con toda razón, pero eso no era lo esencial) una gestión desastrosa; las protestas, en febrero, fueron lo suficientemente importantes para hacer que el gobierno reculara y reintegrara a Langlois en su puesto, en abril de 1968. Asimismo, en materia social, las huelgas de la Rhodiaceta, inmortalizada por el cineasta Chris Marker, y de Berliet, en 1967; las manifestaciones contra las disposiciones relativas a la seguridad social, en Mans; o bien, en otro ámbito, los análisis de Serge Mallet (1963) sobre la “nueva clase obrera”, ya desde 1963, invitaban a pensar que estaba ocurriendo algo que no era ni por anestesia ni por aburrimiento.
Un movimiento que no supo pensarse a sí mismo
Contra lo que suele creerse, el movimiento francés, al menos en mayo de 1968, no estaba siendo políticamente estructurado, dirigido u organizado por ideologías y grupos izquierdistas, revolucionarios, marxista-leninistas, anarquistas u otros. Fue, antes que nada, una revuelta cultural, que operaba en red, por contagio, y arremetía con gran espontaneidad contra diversas formas de autoridad bastante arcaicas: el orden del mandarinato que reinaba en las universidades, la sumisión de la televisión a un poder político envejecido, pero también, pese a lo que afirmara Régis Debray diez años después -“Mayo cumple de manera cabal los anhelos del capital, incluso a costa de violar sus tabúes y provocar su ira” (Debray, 1978)- contra la sociedad de consumo, con su publicidad y manipulación de las necesidades -de acuerdo con la evidencia, Régis Debray, quien en 1968 estaba preso en Bolivia, en Camiri, luego de su desastrosa expedición para reunirse con el Che, no quiso reconocer la carga de ruptura cultural y crítica que llevaba el movimiento.
Sin duda, existían algunos grupúsculos izquierdistas, pero no fue sino hasta después, durante el reflujo del movimiento, cuando éstos prosperaron, imponiendo sus categorías para la comprensión de aquél. El líder trotskista Alain Krivine, por ejemplo, siguió siendo prácticamente desconocido hasta la elección presidencial de 1969, cuando tuvo la idea de lanzarse como candidato. En cambio, cuando se trató de dar un sentido a la revuelta -primero estudiantil y luego obrera-, muy pronto las interpretaciones que predominaron le dieron un cariz revolucionario y, sobre todo, marxista, si bien los actores de aquel mayo nunca fueron liderados por vanguardistas de ningún tipo ni estuvieron tentados de tomar el poder de Estado.2 Así, por ejemplo, si bien algunas movilizaciones pasaron frente a ministerios que habían sido desalojados y en los que habría sido muy fácil entrar, los manifestantes no tuvieron ningún interés en ello. De igual forma, a menudo se consideró que el movimiento aspiraba a tomar el poder político bajo una modalidad revolucionaria. Se dice -erróneamente, según los dirigentes trotskistas, Daniel Bensaïd y Henri Weber- que fue un “ensayo general” en el que las fuerzas de vanguardia hicieron su debut y prepararon el terreno para la revolución que vendría, a la manera en que el año 1905 en Rusia prefiguró al 1917 (Bensaïd y Weber, 1968).
Pero lo importante, aquí, no es tanto que esos dirigentes se hayan equivocado, sino que el tipo de categorías que proponían se convirtiera en una especie de vulgata, un discurso dominante, sobre todo en el reflujo del Mayo del 68, cuando los obreros se reintegraban a sus labores pero una agitación cada vez más izquierdista intentaba mantener con vida y con un alto grado de inspiración a una ola que ya había menguado. Después del 68 y hasta la fecha, el drama de los nuevos movimientos sociales de Francia es que éstos siempre se han concebido en categorías que los niegan, los pervierten. Han sido incapaces de imponer plenamente la idea y las imágenes de las nuevas protestas, jóvenes en sus aspiraciones y en sus significaciones culturales, que marcan la entrada en una era postindustrial, que no será comprendida sino hasta mucho más tarde, como la de la información y la comunicación, y también como aquélla cuyo tema -la subjetividad individual y colectiva- se alza para hacer frente a lógicas que se dibujan a escala global. Aquellos movimientos vertieron el vino nuevo en odres viejos.
Podría pensarse que existe un vínculo entre la debilidad de las luchas sociales y culturales en Francia, desde la del 68 hasta la reciente “Noche en Vela”, y la facilidad con la que pudieron ser penetradas por ideologías de izquierda: cuando éstas comienzan a imponerse, la descomposición amenaza, el fin de la lucha, y la radicalización y la tentación de violencia nunca están lejos. En la historia de las luchas sociales y culturales en Francia, Mayo del 68 es excepcional, porque ese movimiento actúa en nombre de la sociedad civil y de sus aspiraciones, sin volverse en ningún momento del lado del Estado. Pero, en este país el peso de las tendencias políticas que sueñan de una u otra forma con tomar el poder del Estado siempre es considerable y es por ello que las interpretaciones dominantes sobre el movimiento quisieron ver en él -ésta vez, en forma equivocada- un tropismo político orientado hacia el Estado.
Las ciencias humanas y sociales y el 68
Esta extraña disociación entre el sentido de la acción y las categorías que dan cuenta de ellas ha afectado también, profundamente, a las ciencias humanas y sociales.
Desde antes del 68 y sobre todo después, pero muy poco durante el mes de mayo, las diversas modalidades de enfoque de esas disciplinas estaban en gran medida dominadas por el estructuralismo, en sus variantes: el marxismo, que se renovaba intelectualmente por el fuerte impulso de Louis Althusser y, en segundo lugar, con más suavidad, de Nicos Poulantzas; la antropología, con la inmensa figura de Claude Lévi-Strauss; la sociología, con Pierre Bourdieu; la filosofía y la historia, con Michel Foucault, Gilles Deleuze, Jacques Derrida y tantos otros, etc., definieron la interpretación principal del movimiento de mayo, la cual posteriormente adoptaron muchos de sus actores y de quienes después quisieron reconocerse en ella. Sin embargo, el error que cometen Luc Ferry y Alain Renaut, a mediados de la década de 1980, fue criticar a Mayo del 68, en un libro titulado La pensée 68 (Ferry y Renaut, 1985), en el que reprueban el antihumanismo que atribuyen al movimiento, pero confunden las formas de pensamiento y las ideologías nacidas antes y que prosperaron después, con el sentido y la protesta del mes de mayo.
Ahora bien, hubo una corriente de las ciencias humanas y sociales se rehusó a seguir por esa pendiente que no dudaba en proclamar la muerte del Sujeto y en repudiarlo, en lugar de lo cual veía en el mes de mayo la expresión de sujetos que devenían actores. Y no es por casualidad que quienes mejor encarnaron ese tipo de enfoque, Alain Touraine y Edgar Morin, este último muy cercano a Cornelius Castoriadis y Claude Lefort (fundadores, al fin de la Segunda Guerra, de Socialisme ou barbarie, un grupo marxista cuya principal cualidad, sin embargo, era el antidogmatismo), estaban íntimamente interesados en el movimiento de mayo: el uno y el otro conocían bien la experiencia estadounidense, ambos enseñaban en Nanterre, donde estudiaba entonces Dany Cohn-Bendit, uno de los principales impulsores de la naciente protesta, con el “movimiento del 22 de marzo”; ambos, cada uno a su manera, tomaron partido a favor del movimiento de mayo de 1968, tanto en su postura pública como en sus análisis (Morin, Lefort y Coudray, 1968; Touraine, 1968).
La sociología de la acción y sus adversarios
De esta manera, ellos encarnan una línea de pensamiento que tendrían que defender desde tres frentes, ante tres familias de adversarios intelectuales y políticos: en primer lugar, todos aquellos que, de una u otra forma, se alzaron como los enemigos de Mayo del 68, entre ellos los sociólogos, que solían referirse al movimiento como a una crisis universitaria. Mencionaré tan solo a Aron, Crozier y Boudon. Raymond Aron aclamó con un “¡Viva De Gaulle!” el discurso del Jefe de Estado -quien el 30 de mayo de 1968 retomaba el control, justo antes de la imponente manifestación de apoyo al régimen, en Campos Elíseos-, si bien muy poco antes había criticado al general De Gaulle por sus expresiones con respecto a los judíos: “pueblo elitista, seguro de sí mismo y dominador” (durante una conferencia de prensa, el 27 de noviembre de 1967), por las cuales decía inquietarle que se estuviera entrando en una era hecha de “maledicencia” y “sospecha”. Aron se refirió al movimiento como a un “psicodrama”, antes de publicar La révolution introuvable, en el que precisa su análisis, muy hostil (Aron, 1968). Por su parte, Michel Crozier también criticó al sistema universitario, utilizando un tono sarcástico para dar cuenta del movimiento, que él también había podido ver de cerca, dado que era profesor en Nanterre. Así, relata en sus memorias cómo:
[… ] fue en mi aula precisamente, en Nanterre, en la que entonces daba clases, donde Daniel Cohn-Bendit hizo su debut, un día de noviembre de 1967 [… ] Sea como fuere, esa revolución definitivamente no iba en la misma línea en la que, hasta entonces, había sido mi compromiso como sociólogo y como intelectual (Crozier, 2002).
Y Raymond Boudon analizó al movimiento de Mayo de 1968 como una crisis de salidas profesionales para los universitarios, de efectos perversos y frustraciones (Boudon, 1969).
El segundo frente -para quienes proponen analizarlo en términos de movimiento, de acción y de subjetividad de los actores- fue aquel en el que se enfrentan a los partidarios de la interpretación izquierdista, revolucionaria, de una acción que en absoluto fue así. Me parece que, hoy en día, podemos afirmar que las interpretaciones revolucionarias de Mayo del 1968 han quedado desmentidas, lo cual han aceptado sin reserva algunos que, como Henri Weber, las defendieron en su momento. Y, sin embargo, ese tipo de pensamiento sigue rondando en muchos discursos que, desde aquella época, acompañan a las luchas sociales.
Por último, el tercer frente, que no fue siempre o exactamente la misma cosa, es aquel en el que los sociólogos del movimiento, de la acción y de la subjetividad de los actores se topan contra los intelectuales que proponen un enfoque estructuralista en el que, sorprendentemente, se deleitaron muchos testigos, participantes o admiradores del movimiento de mayo.
Podemos decir que hoy el pensamiento antihumanista, estructuralista ha perdido adeptos, en tanto que prosperan -incluso para el análisis de los fenómenos contemporáneos más variados, como son, por ejemplo, los movimientos altermundistas, el ascenso de la religión, el empuje de las extremas derechas o el terrorismo global- las perspectivas de análisis que proceden de la subjetividad de los actores y que se interesan por los procesos de subjetivación y de de-subjetivación al filo de los cuales éstos se construyen, pero también pueden oscilar hacia la violencia, el odio o la desesperación.
Debemos agregar que, en el debate de ideas, es posible que entre esas cuatro familias de pensamiento se den alianzas parciales -y muy provisionales-, como por ejemplo, frente al estructuralismo, donde Boudon, Aron, Crozier, Touraine o Morin pudieron encontrarse en la crítica de Bourdieu.
Pero Mayo del 68 no ha inspirado solamente a muchos investigadores de las ciencias sociales, sino también ha dado lugar a que casi la totalidad de las corrientes propias de esas disciplinas apliquen sus modos de razonamiento a un fenómeno concreto; por ello, si se quiere tener un amplio panorama, un estado del arte de la investigación y de sus diversos enfoques a finales de los años sesenta, basta con compilar las publicaciones de la época sobre ese tema, ¡todo está ahí! Esto permite dimensionar la evolución de esas mismas disciplinas desde entonces: ahí donde antes era posible dibujar la imagen de un paisaje estructurado en torno a unos cuantos grandes paradigmas, algunos ejes mayores, hoy hay que reconocer una especie de pulverización que hace que algunos islotes floten, visibles, herederos de los viejos tiempos, en medio de un océano en el que es posible identificar innumerables corrientes y, con demasiada frecuencia, el predominio de las lógicas de la hiperespecialización. Esto hace que los investigadores sean reacios o no sepan generalizar y se encierren en su especialidad, en su nicho incluso, que no participen en los grandes debates que los sacarían de ellos y, salvo que sean especialistas en esas disciplinas, no se abran a la política o a la historia.
Más allá del conocimiento histórico de los enfrentamientos de ideas que se suscitaron al calor de los acontecimientos y en los años posteriores, quizá incluso el regresar a Mayo del 68 pueda ayudarnos a construir mejor los debates susceptibles de reanimar, hoy, a las ciencias humanas y sociales, y fundamentar mejor su capacidad para esclarecer la acción, ya sea pública o privada. Pero sin seguir en el mismo camino de revivir los debates de los años de 1970, al estilo de Gérard Bronner y Étienne Géhin cuya obra reciente, si bien acierta en plantear la cuestión del determinismo en las ciencias sociales, presenta dos problemas: de manera general, en primer lugar, reaviva, pero sin renovarlas, las críticas lanzadas hace treinta o cuarenta años por Raymond Boudon (Bronner y Géhin, 2017); en segundo lugar, lo hace sin abrirse al mundo, como si sólo existiera la sociología francesa, en la más pura tradición de ese “nacionalismo metodológico” tan nuestro.
En efecto, Mayo del 68 nos invita, primero, a no refutar las perspectivas “globales” con base en las que derivan de ese “nacionalismo metodológico” que Ulrich Beck (2006) criticaba enérgicamente, sino más bien a articular los niveles de análisis, dado que si bien la revuelta agitó a todo el planeta, en su conjunto, no por ello debemos ignorar las particularidades propias de las sociedades nacionales en las que vivimos.
Y, sobre todo, a partir de esto, lo que hemos dicho sobre las oposiciones en los análisis relativos a las interpretaciones del Mayo de 1968 podría conducir a que las disciplinas de las ciencias humanas y sociales cobren más conciencia del asunto de fondo que constituye el núcleo actual de sus tensiones intelectuales internas: ¿se debe partir, en los análisis concretos, de los actores o del sistema? ¿De la subjetividad de los individuos o de las estructuras? ¿De las relaciones sociales y también de las rupturas entre actores, o de las determinaciones que les son externas?
En las décadas de 1970 y 1980, las ciencias humanas y sociales parecían organizarse en torno a algunos grandes paradigmas; más adelante, como ya se dijo, esas disciplinas vivieron aparentemente una especie de desestructuración intelectual, una dispersión de las orientaciones teóricas. Si hoy es excesivo o prematuro hablar de una recomposición, podemos sin embargo hacer notar que quizá se estén esbozando de nuevo algunas polarizaciones (Socio, 2016) entre el pensamiento determinista y las referencias a otras formas de abordar los hechos sociales.
Entre esos nuevos abordajes, los más activos hoy en día son, por una parte, los que proceden de la subjetividad de los actores y, por la otra, los que se interesan en las interacciones entre actores. Pero los enfoques interaccionistas son en esencia a-históricos y apolíticos, incluso cuando también hay que hablar de historia y de política, como en el caso del 68. De ahí que, si acaso existe alguna mínima continuidad entre lo que podemos comprender del 68 y las perspectivas contemporáneas de la acción, hay que buscarla en los enfoques sobre el sujeto y el movimiento, más que los que analizan las interacciones.
Conclusión
Es posible extraer dos tipos de balances del 68 y de su impacto. El primero es general y concierne al legado del 68, en todo caso, en Francia.
En términos políticos, el legado es escaso e incluso negativo: los actores del 68 no supieron dar de inmediato una continuidad política a su movimiento y la única tentativa importante -encarnada en los líderes identificados como de centro-izquierda, Pierre Mendès-Franca y Michel Rocard- no fue más allá de un mitin sin futuro, en el Estadio Charlety, en París, el 27 de mayo -de hecho, después de ello el régimen retomó las riendas con Georges Pompidou, sucesor del general De Gaulle a la presidencia de la República. Y después del 68, en el reflujo del movimiento, Francia vivió una decena de años de plomo, en los que varias organizaciones de izquierda quisieron revivir, de manera cada vez más artificial, las fantasías revolucionarias que hacían las veces de una interpretación de la vida social. Francia casi escapó entonces al terrorismo de la extrema izquierda, que fue tan devastador en Italia, pero cuya sombra no se ha alejado del todo, como lo vivió y después relató uno de los líderes del 68, después convertido en dirigente “maoísta”, Alain Geismar.
En términos intelectuales, el impacto del 68 tampoco es muy brillante, dado que las ideologías de izquierda y, con ellas, algunas variantes de la terminología marxista en las ciencias humanas y sociales, pero también el estructuralismo que proclama la muerte el sujeto, prosperaron hasta finales de los años setenta, cuando aparecieron los “nuevos filósofos”, lo que significaba en esencia que se daba vuelta a esa hoja.
Socialmente, en cambio, el 68 sí produjo en Francia a avances espectaculares en el mundo del trabajo; los acuerdos de Grenelle significaron, en efecto, un alza promedio de 10% del salario para todos los trabajadores -en una época en la que no había desempleo- y la revalorización enorme del salario mínimo, así como la posibilidad de instalar secciones sindicales en las empresas, lo que no había sido autorizado hasta entonces.
Por último, en lo cultural, el 68 marcó de manera perdurable a la sociedad francesa, que salió de sus arcaísmos, aunque también, dirán los más hostiles, puso fin al sentido mismo de la autoridad.
Un segundo tipo de balance concierne más particularmente a las ciencias humanas y sociales.
En cierta forma, el recordatorio de lo que fueron el 68 y los análisis que sobre el mismo se propusieron -al calor de los acontecimientos o casi- constituye una invitación a acentuar la polarización principal de los debates de la época y de los años subsecuentes, pero sin encerrarse en ello, y a explicitar lo que constituye una oposición paradigmática entre concepciones del sujeto, de la subjetivación, de la acción y de las relaciones sociales, y las perspectivas sobre la determinación, las estructuras, los sistemas, los mecanismos abstractos, las instancias o los aparatos.
Existen otras oposiciones a los enfoques estructuralistas o deterministas, además de las que constituyen las tradiciones que encarnan Touraine o Morin, ya se trate -como hemos visto- de corrientes interaccionistas, en su diversidad, de las ciencias cognitivas, a las que Bronner y Géhin son finalmente afectos, o incluso a perspectivas estratégicas o utilitaristas, también con toda su variedad. Y si no hay razón alguna para adherirse a esos enfoques -que se oponen, más que complementarse-, ello no impide considerar fundamental la brecha que los separa de los modos de razonamiento deterministas más rígidos o más sistemáticos.
Finalmente, Mayo del 68 surgió en sociedades en las que no sólo estaban florecientes las ideas revolucionarias, sino en las que la violencia gozaba de una verdadera aura, en medios políticos e intelectuales relativamente amplios, anticolonialistas, tercermundistas, marxistas de todos los géneros, anarquistas, etc. -baste recordar, a guisa de ejemplo, al Jean-Paul Sartre del prefacio de Les damnés de la terre, de Frantz Fanon (1961). Y la acción estudiantil, como después la obrera, fue interpretada, incluso por muchos de sus actores, en las categorías de revolución, del marxismo, como una emancipación que podía justificar la violencia. Pero, en los hechos, el movimiento nunca fue tentado por la violencia, si aceptamos que la que se dio en las barricadas y la de resistencia a las fuerzas del orden era defensiva, limitada, pero en forma alguna asesina, ni deseaba tomar el poder del Estado por la fuerza, desde la calle. La paradoja de Mayo del 68 es también que inauguró una era que es la nuestra, hoy, en la que la violencia política es descalificada en términos generales y en la que las ideologías revolucionarias son, en esencia, rechazadas o despreciadas. El movimiento era democrático y no violento, pero las ideas no lo eran; hoy, en cambio, en día las ideas lo son mucho más, pero no existe, de ninguna manera, una acción comparable a la de aquella época.
Es, sin duda, debido a que Mayo del 68 fue fundamentalmente no violento por lo que hoy la investigación en ciencias humanas y sociales puede hacer de la violencia y de la salida de la violencia un objeto de estudio, y no así un asunto de orientación política al que el investigador deba o no someterse.