Introducción
En los últimos años, la economía popular alcanzó un lugar preponderante en la escena política local y regional, convirtiéndose en una categoría de reivindicación y disputa de la gran mayoría de las organizaciones sociales, en un proyecto político y, al mismo tiempo, en un lenguaje reconocido y reapropiado por distintos niveles del Estado. Este lugar tuvo su correlato en las ciencias sociales: numerosas investigaciones vienen explorando los modos en que la economía popular se desarrolla y despliega en distintos contextos empíricos de la región latinoamericana (para el caso argentino: Fernández, 2016, 2018; Gago, 2016, 2018; Natalucci, 2018; para una mirada regional: Tassi, Hinojosa y Canaviri, 2014; para el caso boliviano: Gago, Cielo y Gachet, 2018). A pesar de ello, hay un rasgo de este proceso que ha sido escasamente explorado: su composición migrante; esta composición ha sido doblemente invisibilizada en la ciencia social argentina.
Por un lado, los trabajos sobre migraciones internacionales han demorado en reparar en aquellas experiencias políticas de migrantes que no se relacionan estrictamente con el lugar de alteridad que estas personas experimentan en su condición de "no-nacionales". En su lugar, han priorizado las luchas erigidas específicamente desde la condición de "migrantes" o "extranjeros", como aquellas vinculadas a la regularidad jurídica ("los papeles") y los derechos culturales. Por otro lado, en un sentido simétrico, los estudios sobre procesos políticos contemporáneos han tendido a soslayar la condición migratoria de muchos de los y las protagonistas de las luchas locales. Me pregunto, por ejemplo: ¿cuántos migrantes paraguayos se habrán apostado en los cortes de ruta que protagonizaron los movimientos piqueteros de comienzos de siglo?, ¿cuántos migrantes bolivianos habrán nutrido las columnas de las movilizaciones obreras?, ¿cuántos migrantes peruanos integran hoy las unidades productivas que se sostienen desde la economía popular? ¿De qué maneras la participación de mujeres y varones migrantes atraviesa y configura la dinámica de procesos y luchas políticas de los sectores populares y clases trabajadoras "nacionales"?
Recientemente, la socióloga argentina Verónica Gago (2014, 2016: 183) ha llamado la atención sobre esta cuestión, enfatizando la importancia de la composición migrante de la economía popular como una dinámica fundamental de su "origen, impulso y versatilidad contra su enclaustramiento 'nacional'". Según Gago (2014: 213), las formas de trabajo que hoy podemos denominar como pertenecientes a la economía popular están arraigadas en "cierta economía migrante de la última larga década". La autora se refiere particularmente a las modalidades de autoempleo y producción que crecieron luego de la crisis del 2001 -como las ferias y los talleres textiles- de la mano de migrantes bolivianos, paraguayos y peruanos. Estas formas de trabajo, sostiene Gago, se articularon con las salidas que "inventaron" quienes habían quedado desocupados y con las iniciativas de autogestión promovidas por las organizaciones de desocupados. El "trabajo migrante" jugó un papel fundamental como "recurso económico, político, discursivo, imaginario" en el proceso de recomposición (y reinvención) laboral y organizativa de los sectores trabajadores de la Argentina (Gago, 2014: 20). La autora concluye que las prácticas económicas y laborales que los migrantes regionales vienen desplegando desde la crisis de 2001 hasta la actualidad, influyeron en la creación de una "racionalidad productiva popular" que desbordó las fronteras de los espacios propiamente migrantes y que terminó "tiñendo" las formas y dinámicas de la (actual) economía popular.
En diálogo con este planteamiento, este artículo se propone explorar etnográficamente la conformación migrante de la economía popular en (y desde) Córdoba.1 Asimismo, busca mostrar cómo y por qué la economía popular como proyecto político y como experiencia vital de un gran sector de la clase trabajadora de la Argentina contemporánea no puede entenderse fuera de las experiencias y saberes que las personas migrantes despliegan y desarrollan cotidianamente en interlocución (e interconexión) con las políticas de Estado y con las luchas de las organizaciones sociales. El argumento principal es que dichas experiencias y saberes -que propongo englobar en la noción de economías migrantes- se articularon de una manera políticamente productiva con tradiciones locales, impulsando y moldeando algunas de sus formas de hacer. Retomando la reflexión de Gago y haciéndola dialogar con la sociología de Bruno Latour (2008), las economías migrantes pueden pensarse como una de las "agencias" -es decir, como una de las múltiples y variadas fuentes o entidades que mueven y configuran las acciones- de las que se nutre este proyecto político de economía popular.
Estrategia metodológica
En términos metodológicos, la propuesta se asienta en (y se desprende de) el trabajo de campo etnográfico que se realizó entre 2011 y 2020, acompañando la vida cotidiana de mujeres de origen peruano que viven en tres barrios periféricos de la ciudad de Córdoba: Los Álamos, Las Tablitas y Rancagua.2 Desde una perspectiva antropológica que propone abordar lo social como "proceso vivo" (Quirós, 2011, 2014); el trabajo de campo consistió en acompañar fragmentos de la vida social de las interlocutoras, prestando especial atención a la manera en que vivían y entendían aquello que hacían. Desde esta perspectiva, y a diferencia de otros acercamientos cualitativos, el trabajo de campo no estuvo orientado por la técnica de entrevistas en profundidad, sino que priorizó la "participación-observante" (Quirós, 2021). Los materiales de análisis que sustentan este trabajo provienen entonces, fundamentalmente, de exhaustivos registros de campo tomados con posterioridad al encuentro con los interlocutores, en el que siempre se privilegió la posibilidad de acompañar sus vivencias.
En virtud de mis intereses de investigación, acompañé a aproximadamente 25 mujeres migrantes y a sus familias, tanto en sus espacios y rutinas de trabajo, como en aquellas actividades vinculadas a sus pertenencias, filiaciones y aspiraciones políticas. Acompañando estas actividades, en 2018 la economía popular como proyecto político y de agremiación se impuso como un objeto de estudio a indagar, en la medida en que formaba parte de la experiencia vital de absolutamente todas las interlocutoras migrantes. A partir de allí, mi trabajo etnográfico se reorientó hacia el seguimiento de las actividades del Movimiento Evita, una de las organizaciones sociales y políticas que se nuclea en la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP), el gremio que representa a estos trabajadores y trabajadoras en Argentina. Desde 2018 y hasta 2020 participé entonces de una amplia variedad de actividades que se desarrollaban en dicha organización: reuniones, asambleas, marchas, cursos. En ese marco, profundicé también mi interlocución con tres dirigentes del Movimiento Evita-UTEP y con una veintena de referentes territoriales argentinos.
Este diseño metodológico se complementó con en el seguimiento de sistemas de información estadística, tanto de sistemas oficiales como de relevamientos cuantitativos localmente situados en el marco de nuestra investigación etnográfica. Asimismo, esta investigación se nutrió también de la lectura en clave etnográfica de una serie de trabajos empíricos que abordan el desarrollo de la economía popular en distintos contextos geográficos. El aprendizaje resultante durante el trabajo de campo es el hecho de que resulta imposible comprender en profundidad -y en su pluralidad- el mundo de la economía popular en la Argentina contemporánea si no prestamos atención a su composición (también) migrante.
La relación constitutiva entre economía popular y procesos migratorios
Los trabajos de migrantes siempre han sido trabajos de la economía popular
Cualquier persona que se involucre en el mundo de la economía popular de la Argentina contemporánea no tardará mucho en advertir que sus organizaciones cobijan a una gran cantidad de trabajadores migrantes, especialmente sudamericanos (bolivianos, paraguayos y peruanos). Esto no es debido a que existe una exorbitante cantidad de migrantes viviendo en el país, como señalan algunas posiciones xenófobas, por el contrario, un estudio reciente muestra que, en 2017, la participación de migrantes sudamericanos en la población total del país era sólo de 4.9 % (Ministerio de Producción y Trabajo, 2018). Tampoco tiene relación con que los sectores trabajadores estén conformados mayoritariamente por migrantes: el mismo estudio señala que, en el mismo año, los migrantes de origen sudamericano tenían una incidencia de 7.7 % en el total de los trabajadores ocupados. Mas bien, la gran cantidad de trabajadores migrantes que nutren a la economía popular se relaciona con el hecho de que, para estas personas, los trabajos de la economía popular son, y han sido a lo largo de los años, prácticamente los únicos a los que han podido acceder. Rara vez los migrantes regionales han accedido al mercado del trabajo asalariado formal; por el contrario, de manera tradicional se han insertado en sectores que se distinguen por su precariedad, inestabilidad e informalidad. Según el estudio antes mencionado, estos migrantes se ocupaban principalmente en cuatro ramas de actividad: el comercio (18.8 %), la construcción (18.7 %), el trabajo doméstico (16.6 %) y la industria textil, confecciones y calzado (6.9 %); 67 % lo hacía como asalariado (y de ellos, 50 % en condiciones de informalidad laboral), 31.8 % como trabajador por cuenta propia y 0.4 % como trabajador familiar sin remuneración. Esto quiere decir que en la economía popular, la población migrante se encuentra "sobrerrepresentada".
Durante mi trabajo de campo, esta realidad se hizo palpable en las múltiples historias y trayectorias de mujeres y varones migrantes que conocí y acompañé entre 2011 y 2020: la abrumadora mayoría de mis interlocutores se desenvolvía en distintos trabajos ligados a la economía popular, como el trabajo doméstico, la construcción, la venta ambulante, el trabajo textil y el trabajo comunitario. El censo que realizamos en 2019 en Los Álamos (Magliano, Perissinotti y Zenklusen, 2019) aporta algunos datos cuantitativos como para aproximarnos a esta realidad. El censo arroja que 61 % de los varones que vivían en Los Álamos se desempeñaban en la construcción y 37 % de las mujeres en el empleo doméstico remunerado. Mientras tanto, el comercio informal ocupaba a 13 % de los habitantes del barrio, el trabajo textil a 9 % de la población y el trabajo comunitario (como las salas cuna, copas de leche y merenderos) ocupaba a 14.2 %. En cuanto a las condiciones laborales, 72 % de los trabajadores de este barrio no recibía descuentos jubilatorios ni obra social. Este número se encuentra muy por encima de 49.3 % que arrojaba el Observatorio de la Deuda Social Argentina para ese mismo momento a nivel país (Salvia y Donza, 2019). Este conjunto de datos permite exponer un predominio de ocupaciones vinculadas a la economía popular.
La cuestión, como diría Phillipe Bourgois (2010: 137), es "estructural". Así como los migrantes puertorriqueños que vivieron en Nueva York y protagonizan el estudio de este antropólogo, las circunstancias en las que se encontraban las mujeres y los varones peruanos que conocí a lo largo del trabajo de campo, los conducían a los sectores más precarios de la economía. Como señala Abdelmalek Sayad (2008, 2010), los migrantes tienen una relación compleja con lo laboral. Por un lado, el trabajo es aquello que define al (in)migrante: su presencia fundamentalmente "ilegítima" en virtud de las categorías de nuestro entendimiento político, "solo tiene como legitimación posible aquella que vendría del trabajo" (Sayad, 2008: 104). Lo que define entonces, para este autor, la condición social a la que hacemos referencia con la categoría "migrante" es una presencia extranjera que colectivamente entendemos (y enmascaramos) como provisional y por motivos laborales. Sin embargo, a pesar de esta "obligatoriedad" del trabajo a la que están compelidos, a los migrantes les están reservados únicamente ciertos tipos de trabajo: "los inmigrantes siempre ocupan la posición más baja en la jerarquía social y solidariamente en la jerarquía de los oficios", señala Sayad (2010: 238). Se estigmatizan, entonces, como "trabajos para inmigrantes" todos aquellos trabajos "sin gran cualificación, despreciados técnica y socialmente" (Sayad, 2010: 239). En la sociedad francesa de mediados del siglo XX -la que estudió este autor-, estos trabajos se concentraban en la figura del operario fabril sin calificación; en Córdoba en el siglo XXI, los empleos son otros: los de economía popular.
Los estudios sobre género y migraciones realizados desde la perspectiva interseccional han mostrado las formas en que la articulación de clasificaciones sociales como el género, la clase y el origen nacional producen distintas formas de subordinación en el mundo del trabajo, a la vez que justifican y naturalizan la inserción de los y las migrantes en actividades inestables, mal pagadas e informales (Magliano, 2015). Como señala Magliano (2015: 62), las (im)posibilidades para acceder a la formalidad laboral y lograr mejores condiciones de trabajo no es entonces "una cuestión de voluntad" de los trabajadores migrantes ni una dificultad a la que hayan tenido que enfrentarse recientemente, sino que constituye una experiencia indisoluble de su trayectoria migrante. En las experiencias de algunos de mis interlocutores, estos trabajos aparecen como un destino al que no pudieron escapar, ya que, a pesar de tener estudios terciarios o universitarios, las características del mercado laboral local los confinaron a este sector de la economía. En estos casos, durante mi trabajo de campo pude registrar cierta sensación de frustración entre estas personas; la frustración que causa, en las experiencias de vida de personas, la dificultad para poder salirse de la asociación entre "condición migrante" y "trabajos para inmigrados" que bien retrata Sayad.
Según lo que pude registrar en la última etapa de trabajo de campo, esta experiencia no es privativa de los migrantes internacionales. Transitando las actividades y espacios ligados al Movimiento Evita-UTEP, advertí que también los y las migrantes internas comparten en gran medida estas trayectorias vitales en las que resulta muy difícil escindir la condición de "migrantes" y el acceso a ciertos tipos de trabajo. En los barrios recorridos, se repetían historias de migrantes chaqueños, formoseños, salteños y riojanos que, llegados a Córdoba en búsqueda de oportunidades laborales, venían desarrollándose desde hacía años en distintos tipos de trabajos de la economía popular. Examinando la etnografía de Virginia Manzano (2013) se puede advertir que también en las experiencias organizativas del Gran Buenos Aires a comienzos del 2000, la migración interna era un dato sobresaliente: muchas de las personas que integraron los movimientos piqueteros provenían de provincias del interior como Chaco, Tucumán y La Rioja. Resulta importante, por lo tanto, valorar la experiencia de la migración (independientemente del origen nacional) como una experiencia que atraviesa el mundo de la economía popular. Las "economías migrantes" como modo de existir y de resistir vienen nutriendo desde hace años a este proyecto político.
El trabajo por cuenta propia y la larga trayectoria del comercio popular en Perú y Bolivia
Durante mi investigación, distintas variantes del trabajo por cuenta propia emergieron como una forma de ganarse la vida para muchos de mis interlocutores. Entre ellas, cabe destacar la venta ambulante, distintos tipos de comercio barrial (negocios de comida, de venta de bebidas, almacenes, fotocopiadoras), la venta de productos por catálogos (ollas, tuppers, cosméticos) y distintas formas de transporte informal (remises, transportes escolares, fletes). Un informe elaborado a fines de 2017 por estudiantes y docentes de la Cátedra de Hábitat Popular de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Diseño (FAUD) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), nos permite acercarnos a este panorama en barrio Los Álamos. En aquel entonces, en las 14 manzanas que componen el barrio, vivían alrededor de 280 familias, muchas de las cuales se dedicaban a algún tipo de comercio popular. El informe da cuenta de la existencia de un taller de reciclaje que fabricaba y comercializaba cuchas para perros, cinco talleres de costura, dos bares-comedores, diez hogares que vendían comida por encargo, seis kioscos, cuatro despensas, cuatro negocios de bebidas, dos verdulerías, una gomería, un bar con juegos (metegol y pool), una librería, una regalería y dos hogares que, con una computadora y una impresora, funcionaban como cibercafé y fotocopiadora, al mismo tiempo que vendían servicios de trámites en línea (por ejemplo, sacaban e imprimían turnos para la Dirección Nacional de Migraciones).
Muchos de estos negocios y emprendimientos eran desarrollados por mujeres peruanas que apostaban al trabajo por cuenta propia como forma de progreso. Ocurre que, a diferencia de la mayoría de las trayectorias laborales nativas, en donde los pasajes del trabajo asalariado hacia formas de autoempleo popular responden mayoritariamente a una desafiliación del sistema salarial, para las mujeres migrantes, la economía popular se presentó como un camino de autonomía o, más bien, de evitación de relaciones laborales extremadamente desiguales y subalternizadas como el empleo doméstico, en donde las trabajadoras se encuentran expuestas a distintos tipos de abusos y formas naturalizadas de humillación.
Este fue el caso, por ejemplo, de Clara, una mujer oriunda de Arequipa que llegó a Córdoba en la década de 1990 y trabajó como empleada doméstica durante 10 años. Cansada de los maltratos e injusticias laborales, Clara dejó este trabajo y emprendió su trayectoria como vendedora ambulante en innumerables puestos de feria: "Vendí de todo lo que te puedas imaginar: bijouterí, artesanías, pulseritas, comida, ropa, almohadas...", relataba. Actualmente tiene un puesto de ropa usada en el parque Las Heras, una de las plazas más grandes de la ciudad, que con los años se ha convertido en "la" feria de la economía popular, llegando a aglutinar más de cinco mil puestos. Su marido, incentivado por ella, empezó a vender café y mate cocido para los puesteros.
Otro ejemplo es el caso de Vania, una mujer oriunda de un pueblo minero de Perú, que llegó a Córdoba en 1985 con el objetivo de estudiar medicina, pero terminó trabajando durante 25 años como empleada en casas de familia. Durante esos años, Vania "se las rebuscó" para completar sus ingresos y reducir las horas como empleada apelando a todas estas estrategias: la venta de productos cosméticos por catálogo, la colocación de una verdulería en su casa, la venta de comida en puestos ambulantes y la colocación de un kiosco mayorista de venta de bebidas Máncora, un producto similar (aunque más económico) al Inca-Cola, una bebida tradicional de Perú.
Finalmente, está el caso de Marta, una mujer oriunda de Trujillo que llegó a Córdoba en 2005, también a laborar como empleada doméstica. Al igual que la mayoría de mis interlocutoras, Marta anhelaba salirse de ese trabajo apenas pudiera. En su caso, dicha posibilidad se dio en 2008 en el marco de un emprendimiento de comercio informal: elaboraba comida para vender entre los compatriotas de la pensión en la que vivía. En 2012, cuando se mudó de la pensión a barrio Los Álamos, abrió un pequeño kiosco en su casa, en donde comenzó vendiendo algunos productos de almacén y paulatinamente incorporó accesorios para el cabello, juguetes para niños y artículos de librería. El kiosco no duró mucho tiempo y durante varios años Marta alternó entre el desempleo y algunas "changas", como cuidar niños de las vecinas del barrio y trabajar en alguno de los muchos talleres textiles que había en el barrio. Frente a la necesidad, en 2017 Marta se compró un traje de Minnie (el famoso personaje de Disney) y viajaba todos los días hasta la plaza San Martín (la plaza más céntrica y probablemente una de las más transitadas de la ciudad) para cobrar a quienes quisieran sacarse una foto con este personaje.
Sin intención de exotizar estas salidas laborales, que también existen en Argentina, sí me interesa enfatizar que este gran repertorio de "rebusques" y trabajos por cuenta propia es inescindible de los conocimientos previos con los que mis interlocutoras peruanas contaban a partir de sus experiencias de vida en su país natal. En Perú, el mundo del comercio informal tiene una vasta trayectoria, quizás incluso más antigua que en Argentina. Según lo expuesto por Hernando De Soto (1986), el comercio informal -en sus distintas variantes: comercio ambulante, negocios, elaboración de alimentos, servicios de transporte- creció exponencialmente en Lima a partir de los procesos migratorios internos que comenzaron en Perú en la década de 1950 y que quintuplicaron la población urbana de esa ciudad. Llegadas de zonas rurales, las personas que encararon este proyecto migratorio hacia la ciudad se encontraron con serias dificultades para acceder a la vivienda y al trabajo por canales formales. "Fue de esta manera -señala el autor- que, para subsistir, los migrantes se convirtieron en informales (...) y han surgido nuevos empresarios que, a diferencia de los tradicionales, son de origen popular" (De Soto, 1986: 3-12). Para el momento en que este economista realizó su estudio (1986), esta realidad se traducía en las siguientes relaciones estadísticas: 48 % de la población económicamente activa y 61.2 % de las horas de trabajo se inscribían en actividades de carácter informal (De Soto, 1986: 13). Ese mismo año, se contabilizaron casi 100 mil puestos de comercio ambulante, de los cuales 80 % se ubicaba en barrios populares (De Soto, 1986: 64). Del total de puestos existentes, casi 60 % se dedicaba a la venta de comestibles, 17.5 % a artículos de uso personal, 13.7 % a servicios y 9.3 % a artículos para el hogar. En total, 314 mil personas dependían del comercio ambulante para su subsistencia; 54 % eran mujeres (De Soto, 1986: 64). Con el correr de los años, estas relaciones se profundizaron. Según un informe publicado en 2018 por el Instituto Nacional de Estadísticas e Informática de Perú (INEI), para 2017, casi tres de cada cuatro trabajadores de la población económicamente activa de este país se desempeñaban en el sector informal (es decir, 72.5 % de la PEA) (INEI, 2018: 5). Entre ellos, 58 % lo hacía como trabajador por cuenta propia (INEI, 2018: 77). Asimismo, el informe muestra que, durante ese mismo año, la producción de este sector representó 18.6 % del PIB (INEI, 2018: 5).
Clara, Vania y Marta conocían de primera mano ese mundo del comercio popular que se gestó en la Lima que estudió Hernando De Soto: formaban parte de los 9 millones de personas que habían llegado a esa ciudad entre 1940 y 1980 en busca de mejores oportunidades laborales. Por ejemplo, Marta llegó a Lima siendo aún pequeña y vivió en San Juan de Lurigancho, uno de los "barrios jóvenes" que albergaba a los migrantes rurales que, como su propia familia, habían llegado a la ciudad desde la década del '60 en adelante. Allí, su padre se empleó en el mundo del comercio popular: trabajaba como chofer de ómnibus para una empresa de transporte informal.
Esta experiencia es muy similar a la de muchos peruanos que conocí durante el trabajo de campo. Si tomamos los datos del censo que realizamos en 2019 en barrio Los Álamos (Magliano, Perissinotti y Zenklusen, 2019) podemos tener noción, en términos cuantitativos, de la magnitud de este fenómeno. En primer lugar, los datos del censo arrojan que 33 % de los migrantes peruanos que habitaban este barrio atravesaron, antes de encarar la migración internacional hacia Argentina, por un proceso de migración interna que los llevó desde distintas zonas rurales hacia la ciudad de Lima. Los padres de estos migrantes eran también, como el padre de Marta, trabajadores informales: 74.5 % de los padres y 87 % de las madres de los habitantes de Los Álamos se desempeñaban laboralmente en condiciones de informalidad. En cuanto a las ocupaciones, sobresalen el trabajo rural (30 %) y el comercio informal (13.5 %) para ambos sexos y la construcción (25 %) para los varones y el trabajo doméstico (18 %) para las mujeres.
De igual manera, muchas de mis interlocutoras se desempeñaron ellas mismas en estas ocupaciones antes de encarar el proyecto migratorio hacia Argentina. Clara, por ejemplo, trabajó desde los 18 a los 20 años como "cobradora" en un autobús. Posteriormente, se empleó durante casi cinco años fabricando y vendiendo estructuras de hierro para exhibir ropa en venta. Así se desplazó por grandes ferias y espacios de venta ambulante por toda la ciudad. Durante muchos años, Marta laboró con su madre elaborando y vendiendo platos de comida entre sus vecinos. "Teníamos nuestros pensionistas, nos encargábamos de tenerles la comida lista de lunes a sábados cuando volvían de trabajar y ellos nos pagaban por mes", me contó.
Otro ejemplo para ilustrar esta larga trayectoria en el comercio informal de las interlocutoras, son las vendedoras de comida y bebidas de Los Patos, una feria que se realiza todos los domingos en una plaza de barrio Alberdi y que socialmente es conocida y reconocida como una feria de "peruanos". A partir de su trabajo etnográfico, José María Miranda (2018) descubrió que muchas de las vendedoras de esta feria local tenían una amplia experiencia trabajando en mercados y en puestos de venta ambulantes en su país de origen, donde además empleaban dinámicas similares a las que desplegaban ya en Córdoba (por ejemplo técnicas de cocción, conservación y presentación de los alimentos, o las formas de montar los puestos ambulantes con objetos fácilmente trasladables como bolsas y palos). Cuando conocí esta feria, quedé sorprendida con las similitudes que tenía con la pequeña feria que se montaba y desmontaba los fines de semana en las inmediaciones de la cancha de fútbol de Las Tablitas, donde todos los sábados y domingos se jugaba un torneo que convocaba a más de un centenar de personas entre vecinos, amigos y familiares. Durante estos días, muchas de las mujeres que elaboraban comidas para vender, aprovechaban la confluencia y armaban, con tablas, baldes y bolsas, puestos ambulantes que ofrecían comidas y bebidas típicas: papa rellena, anticuchos, lomo saltado, arroz chaufa, picarones, marcianos y chicha.
Las formas de ganarse la vida que las mujeres y algunos varones peruanos desplegaron en Córdoba guardan relación y continuidad con estos mundos de la "informalidad" y el comercio popular en Perú; es decir, estas actividades y formas de ganarse la vida no eran algo que mis interlocutoras hubiesen "inventado" en Argentina y sólo en virtud de las trayectorias más locales, sino que eran actividades y formas de hacer que también "traían" de su país de origen; actividades a las que se dedicaron sus padres y también ellas en algunos casos, o actividades que habían visto y conocido en su tránsito cotidiano por sus barrios y la ciudad.
A partir de los planteamientos de Silvia Rivera Cusicanqui (2004) observamos que la experiencia boliviana es bastante similar a la de Perú. Similarmente, el trabajo por cuenta propia y el comercio informal son actividades que, desde mediados de los años ochenta, las mujeres que llegan a La Paz y a El Alto desde zonas rurales de Bolivia vienen desarrollando y haciendo crecer; y aunque durante el trabajo de campo mi contacto con mujeres y varones bolivianos fue más bien escaso, lo importante es traer a colación esta trayectoria puesto que, como señalan otras investigaciones (Gago, 2014; Serra, 2014), la presencia de estos migrantes en el círculo de la economía popular es tanto o más importante que la peruana, en especial en Buenos Aires.3 En efecto, pude registrar una gran participación de mujeres bolivianas en organizaciones nucleadas en la UTEP y también en los barrios en donde realicé la etnografía.
De nuevo, según Rivera Cusicanqui (2004: 119), el Estado boliviano implementó en 1985 una serie de medidas de ajuste que implicó, entre otras cosas, "el despido masivo de trabajadores de empresas estatales, la quiebra del sector industrial de bienes de consumo y la desregulación salarial". Dichas medidas expulsaron a 800 mil trabajadores aproximadamente de sectores tradicionales de empleo como la minería estatal y la industria manufacturera, que se vieron expuestos a "serias dificultades para reconstruir una actividad laboral estable y generadora de ingresos familiares" (Rivera, 2004: 119). Frente a este panorama, la migración, el comercio informal y el autoempleo de las mujeres emergieron como las alternativas más utilizadas para ganarse la vida. Esto conllevó, señala Rivera Cusicanqui (2004: 119), a un "inusitado crecimiento del mercado informal de trabajo". Asimismo, según señala Gago (2014: 58), el Estado boliviano promovió tempranamente "el autoempleo y la economía informal desde sus políticas públicas". De esta manera, para principios de 1992, al comienzo de la investigación empírica en la que se basa Rivera Cusicanqui, ya existían en La Paz casi cien mercados entre ferias barriales y ferias comerciales, algo impensable para ese mismo momento histórico en Argentina, en donde la ponderación de ciertas formas de trabajo sobre otras "retrasó y obstaculizó [la] valoración positiva de estas dinámicas a pesar de que, también aquí, el neoliberalismo [estaba empezando a desmantelar] grandes núcleos de trabajo asalariado formal" (Gago, 2014: 58).
Al acudir a estas trayectorias más largas, ligadas a otros tiempos y espacios que en principio parecen alejados de la realidad cotidiana de las economías populares de Argentina, quisiera, sin embargo, establecer ciertos vínculos que unen y nutren las prácticas y experiencias de un lugar y de otro, ya que como recuerda Bruno Latour (2008: 285), "ninguna interacción es lo que podría llamarse 'isotópica'"; por el contrario, "lo que actúa al mismo tiempo en cualquier lugar viene de muchos otros lugares, muchos materiales distantes y muchos actores lejanos", y también de muchos otros tiempos, ya que ninguna interacción es "sincrónica", sino que siempre se realiza gracias a la conexión con entidades de otros tiempos (Latour, 2008: 286). Es importante resaltar que, para las mujeres migrantes que integran la economía popular, estos modos de ganarse la vida ligados al cuentapropismo, al comercio y a la venta informal no eran una novedad, como sí lo fueron para las poblaciones nativas que, hacia finales de la década de 1990, debieron "inventarse" formas de ganarse la vida frente a la creciente desintegración del mundo asalariado formal. Para estas mujeres, dichas formas de comercio y actividad venían "migrando" con ellas a través de trayectorias familiares y de vida mucho más largas, es decir, formaban parte de sus experiencias y de sus recursos incluso antes de migrar. Formas de hacer, saberes prácticos, técnicas y conocimientos aprendidos en otros tiempos y en otros espacios, se tornaron en una fuente de saber específico, "un saber hacer, un acervo experiencial, que se tiene a mano" (Gago, 2014: 255) y que fue reutilizado frente a los avatares de la nueva situación.
El saber-hacer migrante en trama con la política local
Durante mi trabajo de campo pude registrar cómo esos conocimientos se vincularon con procesos políticos, territoriales y económicos locales. En otras palabras, pude registrar cómo este saber-hacer migrante -nutrido de largas trayectorias en la economía informal- había "teñido" (Gago, 2016) el desarrollo de la economía popular en Argentina. Uno de los ámbitos en donde pude acompañar etnográficamente esta relación fue en el comercio ambulante y las ferias populares. Por ejemplo, a lo largo de los casi diez años que transité por Las Tablitas, en los alrededores del dispensario y la escuela vi crecer y multiplicarse una gran variedad de puestos ambulantes en los cuales vecinas bolivianas vendían distintos productos comestibles, aprovechando la afluencia diaria que convocan esos edificios. Recuerdo que la primera vez que pasé por allí, la feria me produjo un impacto muy particular: hacía poco tiempo había viajado a Bolivia y ver los puestos uno al lado del otro me retrotrajo de inmediato a los mercados de La Paz. Los productos que vendían y el modo en el que estaban acomodados, el formato y los colores de los puestos, la vestimenta de las vendedoras, todo era igual a lo que yo recordaba de estos mercados, "un mundo plural y abigarrado que impacta inmediatamente al visitante de [esta] ciudad", tal como lo describe Silvia Rivera Cusicanqui (2004: 71). Verónica Gago (2014: 229) plantea algo similar en relación con la villa 1.11.14 de la ciudad de Buenos Aires. Según su lectura, esta villa "parece arrastrar a Buenos Aires un pedazo de Bolivia". Tanto en el caso de la villa como en el de la feria, la impronta boliviana resulta innegable.
Entre mis interlocutoras peruanas, este saber-hacer resultó sumamente valioso a la hora de sostener (y ampliar) sus emprendimientos. En sus modos de hacer, muchos de estos emprendimientos se valían de formas, técnicas, éticas y estéticas aprendidas en Perú que las mujeres ponían a jugar en y hacían dialogar con las formas y posibilidades que el nuevo contexto les otorgaba. Por ejemplo, cada vez que alguna vecina quería probar suerte elaborando algún plato para un evento (como los partidos de fútbol de los fines de semana o los "feriazos" de los que participaban junto al Movimiento Evita), las mujeres con más experiencia les explicaban cómo calcular el tamaño de las porciones, cómo calcular los costos y cómo fijar un precio que diera ganancia. "Es importante no vender tan barato, así puedes recuperar tu capital y tener tu ganancia, pero tampoco tan caro, así se vende", solían explicar. "Además hay que calcular el tiempo que lleva la elaboración, porque hay algunos platos que no son fáciles, sino que llevan su buen tiempo", recomendaban, apelando a los conocimientos que habían adquirido trabajando desde chicas en la elaboración y venta de comida en Perú. Según Rivera Cusicanqui (2004: 77), Tassi, Medeiros, Rodriguez-Carmona y Ferrufino, (2013), la transmisión de estos saberes a través de vínculos de consanguineidad, afinidad, paisanaje y gremio, es una de las formas en que las mujeres migrantes tejen "redes horizontales" propias de la lógica comunitaria. El éxito de los emprendimientos comerciales, como sostiene la autora y como he podido corroborar en campo, depende en gran medida de la transmisión de estos conocimientos y el tejido de estas redes (Rivera, 2004: 119).
Algunas investigaciones que estudian distintas ferias en ciudades argentinas -como La Salada (Gago, 2014) y el Parque Indoamericano (Canelo, 2011, 2013) en Buenos Aires, el Boli-shopping en Mendoza (Martínez y Moreno, 2019), y Los Patos (Miranda, 2018) en Córdoba- aportan más elementos para ahondar en los modos en que estas trayectorias migrantes ligadas al comercio y la venta ambulante fueron ganando lugar en ciertos circuitos económicos locales y también en sus modos de organización. Hemos expuesto que muchas de las vendedoras peruanas que protagonizan la etnografía de José María Miranda (2018) tenían conocimientos previos de su país de origen, ya que habían trabajado en mercados y puestos de venta ambulantes. También las mujeres bolivianas que integraban la Asociación de Vendedoras Ambulantes (AVA) del Parque Indoamericano -asociación con la que trabajó Brenda Canelo (2011, 2013)- tenían conocimientos similares, muchas de las socias de la organización provenían de La Paz y allí habían trabajado desde niñas, ayudando a sus madres como vendedoras ambulantes en ferias como las que describe Silvia Rivera Cusicanqui (2004). Lo mismo sucedía en las ferias montadas en la provincia de Mendoza que estudian María Victoria Martínez Espíndola y Marta Silvia Moreno (2019): al ser consultados sobre la composición mayoritariamente boliviana de la feria, sus interlocutores referían a sus experiencias previas en su país de origen. "Es gente que ya está acostumbrada a este tipo de trabajo, un poco más despierto digamos en el tema comercio, negocio ¿no es cierto? que ha tenido las experiencias de vender en su tierra", reflexionaba uno de sus entrevistados (Martínez y Moreno, 2019: 11).
Reivindicando esta historia personal y colectiva, las mujeres que crearon la AVA, explican que su experiencia en Bolivia les mostró "dese su temprana infancia" los modos apropiados y exitosos de montar un negocio y, también, de demandar derechos al Estado (Canelo, 2011: 154). Pues, como señala Canelo, en el departamento de La Paz, "las prácticas comunitarias indígenas y del asociacionismo sindical forman parte del capital cultural disponible ara amplios sectores de la población" (Canelo, 2011: 155). Abrevando en la tradición sindical de las mujeres feriantes de La Paz, las fundadoras de la AVA buscaron construir una asociación fuerte, que se posicionara como intermediaria entre el Estado y las vendedoras. Algo similar sucedió en las ferias mendocinas: tras una serie de desalojos violentos por parte del Estado municipal, los y las feriantes se agruparon, según detallan Martínez Espíndola y Moreno (2019: 25), en distintas organizaciones que fundamentaban su reclamo por continuar accediendo al espacio público en la condición "ancestral" de la venta ambulante.
Por otro lado, según muestra Canelo, la forma de organización de las vendedoras del Parque Indoamericano incorporó tempranamente (en 2005) una reivindicación que en el proyecto político de la economía popular resulta central: el reconocimiento de la venta ambulante como un trabajo y, por lo tanto, de las vendedoras como trabajadoras. Aunque en aquel momento era demasiado pronto para saberlo, mi propuesta es que estas formas de organización resultaron políticamente productivas en la medida en que se pusieron en diálogo y entramaron con tradiciones y trayectorias locales de larga data, fundamentalmente con las organizaciones del movimiento piquetero. La asociación no es mecánica, pero que ya en 2005 una organización de vendedoras ambulantes haya construido sus demandas a partir de auto reconocerse -y buscar el reconocimiento social y estatal- como "trabajadoras", es un antecedente digno de registrar. A esto refiere Verónica Gago (2014: 24) cuando señala que la economía popular que se desarrolla en Argentina "está marcada fuertemente por la presencia migrante, por la innovación de las formas de producción, circulación y organización de sus dinámicas colectivas". De esta manera, las transformaciones del mundo del trabajo que se dieron en Argentina tras la crisis del 2001, sostiene la autora, no podrían entenderse por fuera de estas presencias. La feria de La Salada (en conexión con los talleres textiles de la villa 1.11.14) es el escenario empírico en el que ella explora esta afirmación, mostrando que esta feria constituye un espacio "migrante" tanto por la historia de su conformación, como por la composición de su fuerza de trabajo y los circuitos que siguen sus mercancías.
Volviendo a mi propia investigación, otro espacio en donde ese saber-hacer migrante fue valorado como un modo de organización que planteaba variantes novedosas para el contexto local fue en las copas de leche, merenderos y comedores. Desde el comienzo de mi trabajo de campo, en 2011, comencé a registrar un marcado interés de mis interlocutoras peruanas por consolidar espacios en donde servir la merienda a los niños del barrio. "Como los vasos de leche de Perú", me dijeron más de una vez, evocando una imagen que me invitó a indagar en la realidad de estos espacios de cuidado en ese país con el fin de comprender y trazar esta asociación. Según un estudio realizado por Cecilia Blondet y Carmen Montero (1995), los comedores populares -también conocidos como "vasos de leche"- surgieron en Perú a fines de la década de los años ochenta como una manera de enfrentar colectivamente las dificultades originadas en la severa crisis económica del país. Para 1983, señalan las autoras, había en la ciudad de Lima más de 300 comedores comunitarios, una realidad todavía inédita para otros países del continente (Blondet y Montero, 1995: 21). Las mujeres que conocí durante mi trabajo de campo tenían experiencias de primera mano con estos comedores, de los que habían participado de distintas maneras durante su infancia en los "pueblos jóvenes" de Lima; de allí traían conocimientos que compartieron (no sin tensiones) con sus compañeras locales, pues en Argentina las copas de leche tienen también su propia historia y tradición local (Manzano, 2013).
Por ejemplo, en los espacios gestionados por mujeres peruanas, generalmente los niños no ingieren sus alimentos en el comedor comunitario (como es la dinámica habitual de los comedores cordobeses), sino que se llevan las raciones de comida en algún recipiente, tal como se hace en los barrios populares de Lima (Blondet y Montero, 1995). Cuando pregunté a Clara por esta costumbre, me explicó que ellas prefieren implementar esta modalidad porque así en la casa pueden distribuir esa comida entre todos los miembros de la familia y no sólo entre quienes tienen edad para asistir al comedor -usualmente, los menores de 14 años-. Otra diferencia con los comedores "nativos" es que las encargadas peruanas de estos espacios les sugieren a las familias de los niños anotados, realizar una pequeña suma de dinero mensual (en el 2018 era de $50, equivalente a cuatro kilos de papa o un kilo de pollo) para poder solventar los gastos de verduras y carne, "porque del Evita nos dan únicamente los secos, pero qué clase de comida sería sólo con eso. Por ejemplo, nos dan latas de puré de tomate, pero eso no es alimento, eso es aderezo. Y no le vas a dar solo aderezo, tienes que darles alimento", me explicaba Clara. Los "secos" son los alimentos no perecederos, como fideos, arroz, lentejas o el puré de tomate. Pero, al igual que Clara, todos los integrantes del Evita manifestaban con frecuencia que "nadie puede vivir a fideos". Por ello, si bien al principio esta dinámica generó controversias al interior de la organización (había muchos que consideraban ilegítimo el cobro de una cuota mensual), con el tiempo varios espacios "locales" comenzaron a implementar esta práctica típica de los vasos de leche limeños. Lo mismo sucedía con la entrega de las raciones de comida: a partir del intercambio con sus compañeras peruanas, varias encargadas de comedores decidieron empezar a implementar esa opción para quienes prefirieran llevarse la comida a su casa.
Los talleres textiles constituyen otro de los espacios que crecieron y se consolidaron en las últimas décadas relacionando las prácticas y características del mercado local con saberes y experiencias "migrantes" (Magliano, Perissinotti y Zenklusen, 2017). Desde la década de 1970, la industria textil argentina empezó a sufrir una serie de crisis que se profundizaron veinte años después, cuando el ingreso masivo de importaciones favorecido por la paridad cambiaria entre el peso y el dólar desmanteló la industria (Benencia, 2009). Sin embargo, luego de la crisis económica del 2001-2002 y la devaluación del peso argentino, la industria textil se revitalizó sobre la base de la tercerización de la producción en pequeños talleres conformados por migrantes bolivianos y también peruanos (Gago, 2014). La costura se transformó entonces en un "trabajo migrante" que creció sobre la base de un saber hacer similar al que venimos explorando para el caso de las mujeres peruanas y bolivianas en ferias de comercio ambulante. Se puede decir que el crecimiento de la industria textil en Argentina durante las últimas dos décadas no podría comprenderse sin prestar atención al trabajo de migrantes peruanos y bolivianos y a su apuesta por construir talleres familiares en espacios barriales.
Según documenta el trabajo de Verónica Gago (2014), 80 % de los bolivianos que viven en Buenos Aires se dedica al rubro textil. En el caso de estos migrantes, Gago (2014: 138) propone que este saber hacer que despliegan en sus talleres se nutre de las formas comunitarias andinas que estudian Gutiérrez Aguilar (2017) y Rivera Cusicanqui (2004), aunque desde una articulación "posmoderna" que les permite "organizar formas de explotación y negocio, de microempresa y de progreso económico". La autora refiere, por ejemplo, al hecho de que muchos migrantes recién llegados aceptan trabajar en condiciones de suma precariedad, en función de un ciclo que esperan cumplir: en algún momento, ellos van a ser dueños de su propio taller. Por otro lado, Gago indaga también en la conformación de esas redes horizontales que Rivera Cusicanqui señala como propias del mundo andino. En la conformación de los talleres textiles, la autora identifica entonces "un conjunto de prácticas comunitarias [que] conforman una red sólida de ayudas y de formas de cooperar y canalizan un flujo de dinero, prestaciones, favores y solidaridades" (Gago, 2014: 270).
En nuestro trabajo de campo en Los Álamos y Los Pinos, identificamos algunas de estas redes de ayuda y formas de cooperación entre vecinos que se dedicaban a la producción textil. Lo observado fue que, a medida que el barrio empezó a consolidarse y crecer, se asentaron una gran cantidad de pequeños talleres, ubicados mayoritariamente en casas de familia. Fue entonces que aparecieron una serie de acciones -a la vez solidarias y competitivas- que, basadas en nociones de reciprocidad, vincularon a los vecinos en una trama de intercambios que pueden pensarse como "prácticas comunitarias". A diferencia de las prácticas identificadas por Gago (2014), en nuestro caso lo comunitario no refería solamente a una cuestión étnica (una identidad andina), sino sobre todo a relaciones de confianza construidas en destino a partir de la pertenencia a un mismo espacio barrial (Magliano, Perissinotti y Zenklusen, 2017).
Una de esas prácticas se denomina "pandero". Se trata de un sistema informal de préstamos de dinero en efectivo, generado a partir de un grupo estable de personas -en este caso vecinos- que aportan mensualmente un monto fijo de dinero, el cual se distribuye, por turnos, entre ellos. Una vez por mes se sortea quién va a recibir el dinero recaudado en esa oportunidad, de modo que, al finalizar el ciclo del "pandero", todos reciban el dinero que les corresponde. Lo importante de este sistema es que permite a los vecinos acceder, de una sola vez, a una suma de dinero importante que no podrían conseguir individualmente. En palabras de una vecina, el beneficio del pandero es que el dinero llega "todo junto". Según nos explicaba, "si tú guardas la plata, te la vas picoteando. En cambio, si se la das así, no la gastas y entonces después te viene toda junta. Es un esfuerzo, pero cuando te llega es muy bueno".
Este sistema de préstamos, conocido y reconocido en Perú, en el nuevo contexto se enraizó en las relaciones de vecindad construidas en el barrio, y resultó fundamental para la consolidación de los talleres textiles en tanto la suma de dinero que de allí recibían los talleristas les facilitaba la compra de aquellos bienes más costosos, pero que resultaban imprescindibles para la consolidación del microemprendimiento textil. Estas prácticas pueden pensarse entonces como "parte de una trama material que hace posible que quienes llegan a un país extranjero consigan recursos para asentarse, invertir y producir" (Gago, 2014: 270). De modo que el sistema del pandero fue fundamental para el crecimiento de los talleres textiles como una opción de autoempleo entre trabajadores migrantes de la ciudad de Córdoba.
En su conjunto, las experiencias que analizamos en este apartado dan cuenta de modos concretos y específicos en que las economías migrantes vienen dinamizando, desde hace años, este sector de la economía que hoy es (re)conocido y reivindicado como "economía popular". Durante mi trabajo de campo, cuando conversé sobre esta lectura con los dirigentes del Movimiento Evita-UTEP, ellos coincidieron y enfatizaron, además, la importancia y el valor de "los compañeros migrantes" en el proceso de organización colectiva. Como me señaló Rosalía, una histórica militante de esta organización, los repertorios de acción que traían estas personas resultaron fundamentales a la hora de armar entramados organizativos que garantizaran el trabajo territorial en barrios periféricos, como aquellos donde vivían mis interlocutoras. Entre estos repertorios, Rosalía destacó fuertemente la "lógica comunitaria" de las formas de organización boliviana, lógica que tanto Silvia Rivera Cusicanqui (2004) como Raquel Gutiérrez Aguilar (2017) han estudiado en profundidad y que en este apartado hemos desarrollado en el marco de distintos contextos etnográficos. En esa misma conversación, Rosalía recordó el enorme protagonismo de los y las migrantes regionales en el marco de distintos procesos de urbanización de barrios populares. "Aprendimos mucho de los compañeros peruanos y bolivianos", me dijo Rosalía quien me invitó, además, a inscribir estas dinámicas ligadas a la toma de tierras y urbanización de barrios populares como un capítulo central en el proceso de conformación del proyecto político de la economía popular. "No te olvides que nuestra bandera tiene que ver con las tres "T": Tierra, Techo y Trabajo", me recordó, ofreciéndome una lectura que yo no había realizado.
Consideraciones finales
La economía popular a la luz de las economías migrantes
Atender la larga trayectoria de las economías migrantes en Argentina nos permite iluminar la pluralidad de caminos, temporalidades y agencias que operan en el complejo proceso histórico de la conformación (y el reconocimiento) de la economía popular como sector de actividad y como proyecto político. Si somos fieles a la naturaleza relacional y compleja del campo, es preciso mostrar que las trayectorias vitales y los caminos colectivos que desembocaron en la formulación y consolidación de este sector de la economía son múltiples y variados. Las economías migrantes -con sus disposiciones, éticas, estéticas, modos de hacer y modos de formular y presentar demandas- (in)forman también las dinámicas de los procesos políticos, territoriales y económicos locales. Así como no podríamos pensar a las clases trabajadoras de la Argentina contemporánea sin la presencia de los y las trabajadoras migrantes, tampoco podemos comprender acabadamente la lucha política de la economía popular sin los aportes de sus economías. En síntesis: es necesario atender a las economías migrantes como una de las muchas agencias que nutren y diversifican a la economía popular.
Este ejercicio nos permite discutir un elemento de sentido común (también académico) que circula en torno a este sector económico: aquel que sostiene que los trabajos en la economía popular son siempre una (pobre) respuesta a una situación de falta o carencia que debiera revertirse: la del trabajo (de verdad). Como hemos visto a través de las pequeñas viñetas que retratan la experiencia de algunas de mis interlocutoras, para muchos migrantes el trabajo por cuenta propia y distintas variantes de la economía popular aparecen como una posibilidad real para salirse de relaciones laborales de mucha explotación y en donde las condiciones de contratación los dejan expuestos a distintos tipos de abuso y situaciones naturalizadas de humillación. En estos casos, la economía popular no aparece como el corolario de la desafiliación, sino como una posibilidad de ganar autonomía. En diálogo con la propuesta de las antropólogas Julieta Quirós y María Inés Fernández Álvarez (s.f.), podemos decir que el trabajo por cuenta propia en la economía popular puede ser pensado también como una manera de "no-quedar-sujeto" a las relaciones de explotación y a "los niveles de extracción de plus-valor que caracterizan al grueso de las posibilidades laborales históricamente existentes". De allí que, para muchas mujeres migrantes, el trabajo por cuenta propia aparece incluso como una aspiración en el marco de los esfuerzos realizados para consolidar su proyecto migratorio.
Finalmente, enfatizamos la importancia de seguir prestando atención a las trayectorias vitales de los y las trabajadoras migrantes de la economía popular (y a sus experiencias de migración) en la medida en que nos obligan a resquebrajar discursos establecidos, ayudándonos a generar nuevas preguntas y fortalecer el ejercicio de imaginación y creatividad política que este proyecto requiere.