Introducción
En el epílogo de su célebre ensayo sobre la obra de arte, Benjamin observa:
La humanidad, que fue una vez, en Homero, un objeto de contemplación para los dioses olímpicos, se ha vuelto ahora objeto de contemplación para sí misma. Su autoenajenación ha alcanzado un grado tal que le permite vivir su propia aniquilación como un goce estético de primer orden. (Benjamin 2015b, p. 67)
Así describe el fenómeno de la estetización de la política, al cual, según sus propias palabras, “el comunismo le responde con la politización del arte” (Benjamin 2015b, p. 67). Aquí me enfocaré en esa problemática y pondré a prueba la hipótesis de que el diagnóstico de una “estetización” no es exclusivo, en el marco de la filosofía de Benjamin, del ámbito del arte y de su relación con la política, sino que encuentra arraigo también en el ámbito de la historia, en la forma de una estetización del pasado a la que Benjamin, sobre todo en las tesis “Sobre el concepto de historia”, responde con la politización de la historia.1
El artículo se organiza en tres secciones. En la primera, me enfoco en la crítica de Benjamin a la estetización de la política; en la segunda, analizo su crítica a lo que denomino “estetización del pasado” y hago hincapié en las continuidades que pueden encontrarse entre sus refle-xiones sobre el arte y la historia. Por último, en las consideraciones finales, rastrearé algunas de las indicaciones, herramientas o estrategias que Benjamin ofrece para contrarrestar la tendencia estetizante. Para tales propósitos me baso en el concepto de experiencia (Erfahrung), en la medida en que podría resultar una clave interpretativa fructífera para comprender y acercar las propuestas de Benjamin en ambos contextos: la oposición a la estetización de la política será, como se sabe, la politización del arte, tarea que implica hacer una experiencia con las nuevas manifestaciones artísticas tras el derrumbe del arte aurático; por su parte, la relación estetizante con el pasado se reemplazará, en el materialismo histórico que propone Benjamin, con la tarea, explícitamente enunciada, de hacer una experiencia con el pasado. En ambos casos, la mera contemplación pasiva2 se contrapone a la necesidad de hacer una experiencia, esto es, de elaborar de manera activa y colectiva la relación con el pasado, así como la relación con el arte y los bienes culturales. Asimismo, en la última sección señalaré las redefiniciones del sujeto en este marco y, en particular, la redefinición del “objeto”, que abandona su tradicional cerrazón y se convierte en un objeto abierto, cercano y en alguna medida agente.
1. Estetización de la política/politización del arte
La célebre expresión “estetización de la política” aparece en el epílogo de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, donde Benjamin analiza el impacto de los medios técnicos de reproducción; en especial, de la fotografía y del cine, en el arte y en la percepción, y se propone de manera explícita dejar de lado las concepciones estéticas heredadas para introducir en la teoría del arte conceptos “utilizables en la formulación de exigencias revolucionarias en la política artística” (Benjamin 2015b, p. 26).
Como expone Benjamin, los rasgos que caracterizaban a la obra de arte en su forma tradicional, la unicidad y la autenticidad, se encuentran amenazados por la reproductibilidad propia de las nuevas producciones artísticas, cuyas copias cancelan todo sentido de la pregunta por el original. En ese contexto, la experiencia estética misma deja de ser posible tal y como resultaba familiar, es decir, ligada fuertemente al carácter aurático de la obra y atada al valor de culto del original, el cual emanaba de su presencia irrepetible. La nueva técnica reproduc-tiva, “al multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible” (Benjamin 1989c, p. 22).3 Con este movimiento, la reproducción mecanizada de la obra de arte modifica la relación de las masas con el arte al ampliar el círculo de difusión de las obras, aun al costo de hacer peligrar la experiencia estética tradicional. Como veremos, estos nuevos modos de relación de las masas con el arte acarrearán riesgos y potencialidades en lo político.
Ahora bien, ante el proceso de desvanecimiento histórico del aura, surge una reacción nostálgica de restauración, que Benjamin encuentra en la teoría del arte por el arte. Me detendré brevemente en esa reac-ción. En la entrada “aura” de Conceptos de Walter Benjamin, Fürnkäs se refiere a dos movimientos que Benjamin pone en juego respecto del aura: por un lado, la constatación y la descripción de su decadencia histórica y, por el otro, el llamado a la acción, la “profesión vanguardista de la necesidad de su demolición” (Fürnkäs 2014, p. 87), que responde justo a la “tentativa para conservar el aura de manera senti-mental” (Fürnkäs 2014, p. 151) que los cambios históricos despiertan. Ahí mismo, Fürnkäs utiliza el concepto de “pseudoaura” para hablar de la restauración del aura y explica lo irreversible de la decadencia del aura en Benjamin como hecho histórico. En efecto, los intentos por con-servar el aura parecen ignorar algo que para Benjamin resulta claro: que auratizar o desauratizar la obra de arte no son opciones o cami-nos que se puedan elegir, sino que, tras los cambios en la experiencia y en los modos de vida, las opciones se limitan a aceptar la ruptura con la tradición4 y con la experiencia aurática de la obra de arte o, de una manera conservadora, aferrarse a ella a costa de su falsificación. En ese sentido, hay un paralelismo claro con los postulados de “Experiencia y pobreza”, donde Benjamin celebra a aquellos, como Brecht o Loos, como Klee o Scheerbart, cuyo “rasgo más característico es la total falta de ilusiones sobre nuestra época y, junto con ello, su en-tera aceptación, sin abrigar reservas frente a ella” (Benjamin 2007a, p. 219) o cuando cita la proclama de Loos: “escribo solamente para aquellos capaces de sentir a la manera moderna. . . No para personas que se consumen en el anhelo del Renacimiento o el rococó” (Benjamin 2007a, p. 219).
En ese texto de 1933 Benjamin se refería a la pobreza de experien-cias y a la miseria enteramente nueva que caía sobre los hombres tras la guerra y el despliegue formidable de la técnica. El reverso de esta pobreza, la reacción ante ella, de la que Benjamin se aleja, será justo su no aceptación, que impide trabajar con ella como realidad histórica y que se manifiesta en la proliferación de nuevos modos de espiritismo, de los que Benjamin dice: “aquí no ha tenido lugar una verdadera reanimación, sino una forma de galvanización [Galvanisierung]” (Benjamin 2007a, p. 218). La galvanización supone la reactivación súbita de alguna actividad o sentimiento humano, mientras que en biología y en medicina se refiere a un proceso de estimulación artificial de los músculos o nervios mediante corrientes eléctricas. El recurso de referirse al procedimiento de galvanización como metáfora de una reactivación nostálgica de algo perdido en contraste con la aceptación de su final es aplicable también en el caso del arte. Los intentos de reauratización del arte, de galvanización del misterio que había anidado en la obra y que la abandonó, son estériles para Benjamin, e incluso resultan conservadores en el ámbito político: al no aceptar la democratización del arte ni los cambios en sus modos de producción, circulación y recepción, sus defensores se posicionan a favor de un mundo en descomposición y pujan por revivir un orden en crisis, que está muy lejos de identificarse con un pasado feliz.
La estetización de la política será resultado, en parte, de esa reacción conservadora ante los cambios que atraviesa el arte, en cuanto que lo que la hace posible es justo el “concepto fetichista del arte, concepto radicalmente antitécnico” (Benjamin 2011, p. 106) al que Benjamin se refiere y del que se aleja en su “Pequeña historia de la fotografía”.
Respecto de la relación entre los intentos de restauración del arte aurático y la política, Galende sostiene:
[E]n la época de la reproductibilidad técnica, es la reproducción misma lo que se eleva como una amenaza destructiva respecto de la modelación po-lítica obrada por esta fusión entre una ‘teología del arte’ y una autonomía estética que insiste en preservar el arte en la pureza de su esfera. (Galende 2009, pp. 180-181)
Lejos de extinguirse de manera natural, los valores ligados por tradi-ción al arte se resisten y encuentran sitio en otra práctica: la distancia contemplativa, el recogimiento y el valor cultual propios de la expe-riencia estética tradicional se mudan a la política y se convierten en su supuesto no político (Galende 2009, p. 178). Como señala Benja-min, los conceptos heredados de la teoría del arte, “como creatividad y genialidad, valor imperecedero y misterio” (Benjamin 2015b, p. 26), así como el recogimiento y el sometimiento ante la obra de arte, son funcionales para el fascismo.
En el contexto de la estetización de la política, es decir, en la trans-formación de la política en objeto de goce y culto, en algo que se contempla y se valora con criterios estéticos (“la guerra es bella”, dirá Marinetti), la masa “se ve reflejada en el espejo que el fascismo esté-ticamente configura: se trata del espejo que le permite contemplarse alienadamente en el espectáculo de su propia devastación” (Galende 2009, p. 176).
Susan Buck-Morss entiende la estetización de la política que lleva a cabo el fascismo como una nueva forma de alienación en la que las masas se encuentran desdobladas, y observa:
[L]a propaganda fascista tuvo la genialidad de dar a las masas un papel doble: el de observador tanto como el de la masa inerte que es moldeada y configurada. Y sin embargo, debido a un desplazamiento del lugar del dolor, debido al consecuente falso (re)conocimiento, la masa-como-público no es perturbada por el espectáculo de su propia manipulación. (Buck-Morss 2015, p. 200)
Así, la estetización de la política es su despolitización5 y se da como reacción nostálgica ante los cambios en los modos de vida, entre los cuales resultan esenciales las modificaciones en la percepción, que Ben-jamin estudia en el ensayo sobre la obra de arte. En esta reacción con-servadora -en palabras de Habermas-, el arte fascista “se presenta con la pretensión de ser un arte político [. . .]. Pero tras el velo de la politización, queda en realidad al servicio de una estetización de la pura violencia política [. . .]. La magia cultual queda rota tan sólo para ser renovada sintéticamente” (Habermas 1975, p. 302).
Benjamin analiza algunos aspectos de la estetización de la política en “Teorías del fascismo alemán”, de 1930. Se trata de una reseña críti-ca de Guerra y guerreros (Krieg und Krieger), título de la compilación de textos sobre la Primera Guerra Mundial que Ernst Jünger coordinó ese mismo año. Allí, Benjamin afirma que la exaltación de la guerra expre-sada en los textos del libro, más que una mera curiosidad, es un hecho que “revela un síntoma” (Benjamin 2001a, p. 49). En consonancia con lo que dirá algunos años después en el ensayo sobre la obra de arte, Benjamin sostiene allí que “esta nueva teoría de la guerra, que tiene su origen rabiosamente decadente inscrito en la frente, no es más que una transposición descarada de la tesis de L’Art pour l’Art a la guerra” (Benjamin 2001a, p. 49).
La respuesta de Benjamin a la estetización de la política será justo la politización del arte, es decir, una modificación de la relación entre el receptor y los objetos artísticos, la cual, como veremos, implica cam-bios no sólo en el sujeto, sino también en el modo de comprender al objeto mismo. Esa modificación implica aceptar la pérdida del aura y liquidar los valores ligados a ella, así como los intentos de restauración.
Un impulso claro en ese sentido se da con el dadaísmo, según el cual los artistas construyen sus obras de arte asegurándose de su “inutilidad como objetos de recogimiento contemplativo” (Benjamin 2015b, p. 62). En palabras de Benjamin, “con los dadaístas, la obra de arte dejó de ser una visión cautivadora o un conjunto de sonidos convincente, y se con-virtió en un proyectil que impactaba sobre el espectador. Alcanzó una cualidad táctil” (Benjamin 2015b, p. 62). La obra de arte se despoja de su aura que es también su envoltura y sale al encuentro del espectador, transformándolo y viéndose transformada por él. Como es evidente en este fragmento, se elimina la distancia necesaria para la mirada con-templativa, y no de una manera metafórica, sino en términos físicos, pues la obra se traslada efectivamente y logra un impacto en el espec-tador, de manera que queda cancelada la barrera entre un sujeto fuerte y un objeto bien consolidado que aquél puede observar y manipular, mientras que, hasta entonces, lo que llamábamos arte sólo empezaba “a dos metros del cuerpo” (Benjamin 1998, p. 114).
La politización del arte en Benjamin no se refiere al contenido de las obras y se aleja decididamente de un arte político de carácter pedagógico. En cambio, se presenta como la modificación de la relación entre el espectador y la obra. La propuesta de que el arte sea un proyectil, que salga de su emplazamiento y vaya al encuentro del espectador coincide con la idea de hacer del arte una experiencia.
Si bien la palabra experiencia (Erfahrung) no aparece en el ensayo sobre la obra de arte, este concepto resulta fructífero para pensar las modificaciones en el mundo del arte y en la percepción que Benjamin describe. En este punto, coincido con Habermas cuando afirma que “la teoría del arte de Benjamin es una teoría de la experiencia” (Habermas 1975, p. 317). Hacer una experiencia con la obra es lo opuesto a disfru-tarla en el más puro recogimiento e implica sumergir la obra en la vida y dejar que la transforme, como ocurre con la recepción en la dispersión propia de la arquitectura y del cine. “Las tareas que se le plantean al aparato de la percepción humana en épocas de inflexión histórica no pueden cumplirse por la vía de la simple óptica, es decir, de la contem-plación” (Benjamin 2015b, p. 65), dirá Benjamin, con lo que deja en claro el tipo de relación que se establece con el arte y -agregaré- con el mundo, que no encuentra fructífero para su presente.
Caygill analiza estos dos modos de relación con la obra de arte en términos de su apertura o cerrazón. La obra aurática es cerrada:
la experiencia de una obra de ese tipo es contemplativa, y dado que los bordes de la obra de arte son inviolables, permanece igual sea cual sea la mirada a la que se encuentre sometida. Esa experiencia contrasta fuerte-mente con aquella de una obra de arte cuyos bordes están abiertos o son permeables, que cambia según el uso. (Caygill 1995, p. 93; la traducción es mía)
Esa apertura es la propia de la fotografía, que para Benjamin puede “acercarse al receptor” (Benjamin 2015b, p. 29) en respuesta a la de-manda de las masas que quieren “acercarse las cosas” (Benjamin 2015b, p. 31) y, más aún, “quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura” (Benjamin 2015b, p. 25).
Si bien Caygill distingue dos tipos de experiencia, no resulta tan evi-dente que para Benjamin pueda considerarse propiamente una “expe-riencia” el caso de un sujeto que nada más contempla y de un objeto mudo. Tanto en “Sobre el programa de la filosofía futura”, uno de sus primeros escritos, como más tarde en “Experiencia y pobreza” y “El narrador”, Benjamin delinea su concepto de experiencia como algo que se hace de manera activa. La diferencia fundamental del concepto de experiencia (Erfahrung) con el de vivencia (Erlebnis) es, en efecto, el ca-rácter de elaboración que necesariamente tiene la primera. La Erlebnis, como vivencia subjetiva, se limita a una relación aún no articulada del sujeto con el mundo, mientras que la Erfahrung implica ya un marco de sentido que excede al sujeto. Michael Löwy describe la Erfahrung como una “experiencia auténtica [. . .] -fundada en la memoria de una tradición cultural e histórica-” (Löwy 2005, p. 29); y la distingue de la Erlebnis como “vivencia inmediata” (Löwy 2005, pp. 29-30). Por su parte, Weber afirma, en su estudio sobre el concepto de experiencia, que “el concepto antitético al de experiencia lo constituye el de viven-cia [. . .] como objeto o ‘materia bruta’ del trabajo de la experiencia” (Weber 2014, p. 490). En efecto, al constatar Benjamin una crisis de la experiencia en su tiempo, lo que se pone en crisis no es la vivencia, sino la experiencia en el sentido de Erfahrung, aquella que, más allá del ám-bito personal o privado, resulta comunicable o transmisible, de modo que adquiere un carácter tan colectivo que la crisis de la experiencia es, en realidad, la constatación del hecho de que “una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias” (Benjamin 2001b, p. 112).
Si se toma en cuenta ese rasgo de la experiencia, quizá sería posi-ble trazar una oposición entre contemplación y experiencia, posiciones que implicarían respectivamente un sujeto pasivo y uno activo. Ahora bien, esto resulta problemático, puesto que el sujeto de la experiencia es, en la filosofía de Benjamin, aquel que realiza cierta elaboración de lo que vivencia, pero también aquel que es capaz de dejar de ejercer dominio sobre las cosas -que implicaría mantenerlas a una distancia prudente- y permitir que éstas lo atraviesen. Al respecto, resulta clave el texto “Productos chinos”, incluido en Calle de mano única. Allí, Ben-jamin compara la relación entre leer y copiar un texto con la relación entre sobrevolar y transitar una carretera. A diferencia de la mera ac-ción de leer o sobrevolar, que mantienen distancia respecto del objeto del que se ocupan, en los casos de copiar y de transitar por la ruta ha-bría experiencia, pues una mayor cercanía respecto del objeto permite que el sujeto deje de tener dominio total de la situación:
Sólo el texto copiado comanda el alma de quien se ocupa de él, mientras que el mero lector nunca conoce las nuevas vistas de su ser interior, tal como las abre el texto, esa ruta que atraviesa un bosque interno que vuelve una y otra vez a cerrarse sobre ella: porque el lector obedece al movimiento de su propio yo en la zona aérea libre de la ensoñación, mientras que el copista deja que lo comanden. (Benjamin 2014, p. 50)
De ese fragmento pueden desprenderse algunas apreciaciones fructífe-ras para nuestro tema, ya que una de las diferencias fundamentales de las que da cuenta Benjamin en su ensayo sobre la obra de arte es aquella entre un arte aurático, marcado por la lejanía (que es un rasgo defini-torio del concepto de aura en cuanto que “irrepetible aparición de una lejanía, por cerca que ésta pueda estar” (Benjamin 2011, p. 114)), y uno posaurático, caracterizado por la cercanía que la obra logra respecto del espectador. En “Productos chinos” se comparan dos situaciones donde la diferencia principal es, de nuevo, la distancia. En la experiencia de transitar la carretera o de copiar el libro hay sin duda un sujeto activo, opuesto radical del sujeto que contempla desde lejos, pero en esa activi-dad del sujeto hay también un dejarse comandar o impactar por el ob-jeto. En ese sentido, en la filosofía de Benjamin también se da un reco-nocimiento de cierta agencialidad que nace de los objetos y en la que conviene detenerse. En el ensayo sobre la obra de arte Benjamin dice:
Compárese el lienzo de la pantalla sobre el que se proyecta la película con aquel sobre el que se encuentra una pintura. Sobre la una, la imagen se transforma; sobre la otra, no. Esta última invita a la contemplación a quien la mira; ante ella, este puede entregarse a su deriva de asociaciones. Ante una toma cinematográfica no puede hacerlo. Apenas la ha captado con el ojo, cuando ella ya se ha transformado. (Benjamin 2015b, p. 76, n. 16; las cursivas son mías)
Al reconocer la existencia de tal agencialidad que emerge de los obje-tos, Benjamin cuestiona el mito moderno del sujeto autoafirmado tal y como aparece en Descartes, y su “ilusión narcisista de control absoluto” (Buck-Morss 2015, p. 165). Esto ocurre también respecto de los sueños y los recuerdos, que en la filosofía de Benjamin se consideran capaces de aparecer e irrumpir, por lo que exigen una elaboración por parte del sujeto. Algo similar sucede en el ámbito de la historia, como veremos en la siguiente sección.
El reconocimiento del poder agente de los objetos y de su papel en la constitución de la experiencia forma parte de un movimiento ma-yor que se da en la filosofía de Benjamin y que consiste en cuestionar la dicotomía entre sujeto y objeto tal y como se había planteado en la tradición filosófica. Si bien no constituye el foco de nuestro trabajo, cabe recordar que ya en “Sobre el programa de la filosofía futura” Ben-jamin cuestiona que se comprenda la experiencia como una relación entre ciertos objetos y ciertos sujetos constituidos previamente. Asi-mismo, en el que es también uno de sus primeros textos, “Destino y carácter”, de 1921, Benjamin cuestiona ese dualismo y se centra justo en el punto de contacto entre esas dos entidades que se piensan como independientes.
Ningún concepto de mundo exterior se deja delimitar con claridad en re-lación con el concepto de hombre actuante. Entre el hombre que obra y el entero mundo externo hay más bien una interacción recíproca, en la cual los círculos de acción se esfuman el uno con el otro; por más que sus representaciones puedan ser distintas, sus conceptos no son separables [. . .]. Lo externo, que el hombre actuante halla como dato, puede ser recondu-cido en último término, en la medida en que se desee, a su interior, y su interior, en la medida en que se desee, a su exterior, y también considerar al uno como el otro. (Benjamin 2010, p. 183)
En su artículo “Estética y anestésica: una reconsideración del ensayo so-bre la obra de arte”, Buck-Morss analiza algunos de los desplazamientos que realiza Benjamin para pensar la relación del hombre con el mundo y se centra en las referencias al aparato perceptivo, a la sensibilidad y a la corporeidad que habitan su obra, así como al modo en que incor-pora en su estética el análisis de la respuesta orgánica a los shocks, de manera que sostiene que “la comprensión benjaminiana de la experien-cia moderna es neurológica. Tiene su centro en el shock” (Buck-Morss 2015, p. 174). En ese marco, sostiene que, para Benjamin:
el sistema nervioso no está contenido dentro de los límites del cuerpo. El circuito que va de la percepción sensorial a la respuesta motora comienza y termina en el mundo [. . .]. El campo del circuito sensorial, entonces, se corresponde con el de la “experiencia”, en el sentido filosófico clásico de una mediación de sujeto y objeto, y sin embargo su misma composición vuelve simplemente irrelevante la así llamada “división entre sujeto y ob-jeto”, que era la plaga persistente de la filosofía clásica. (Buck-Morss 2015, p. 170)
Al cuestionar desde lo más profundo la concepción del hombre y de su relación con el mundo, para desmontar así los mitos que implica, la teoría benjaminiana de la experiencia es capaz de adquirir una potenciali-dad política que está ausente en otras concepciones de la experiencia. Y esto se hace evidente en el campo de sus reflexiones sobre el arte. En ese sentido, no concuerdo con Habermas, para quien:
la politización del arte es un concepto que Benjamin se encontró ahí. Pudo tener muy buenas razones para hacerlo suyo, pero no guarda ninguna rela-ción sistemática con su propia teoría del arte y de la historia. Al adoptarlo tan sin reservas Benjamin está confesando tácitamente que de su propia teoría de la experiencia no es posible obtener una relación inmanente con la praxis política. Ni la experiencia del shock es una acción, ni la ilumina-ción profana un acto revolucionario. (Habermas 1975, p. 327)
De acuerdo con mi interpretación, el llamado a politizar el arte es una conclusión que se desprende de repensar los cambios en los modos de producción, circulación y recepción de las obras de arte como parte de cambios mayores en la estructura y en las posibilidades mismas de la experiencia en el mundo contemporáneo. Si bien la teoría de la experiencia de Benjamin no permite deducir un programa político, es una herramienta fructífera para pensar algunas prácticas que rigen la vida contemporánea y para indicar algunas tareas, como lo hace Benjamin: la politización del arte es una de ellas y la politización de la historia podría ser otra, como veremos a continuación.
2. Estetización del pasado/politización de la historia
Ahora me enfocaré en el ámbito de las reflexiones sobre la historia, donde aparece la crítica a “esa contemplación tan característica del historicismo” (Benjamin 1989a, p. 91) o a aquello que denominaré una “relación contemplativa y estetizante con el pasado” (Collingwood-Selby 2012, p. 131).
Como se sabe, Benjamin realiza una crítica radical al historicismo, el cual propone, respecto de la relación con el pasado, “la supresión, la suspensión, de toda inclinación biográfica singular, de toda experiencia, de toda pasión, de toda creencia presente que pueda distorsionar la verdad objetiva y siempre igual a sí misma del acontecimiento histórico” (Collingwood-Selby 2012, p. 94). En su concepción del conocimiento histórico, el historicismo da muestras de varios tópicos epistemológicos de los que Benjamin quiere alejarse. Como señala Reyes Mate 2009 (p. 19), las tesis benjaminianas están vertebradas tanto por una pro-puesta epistemológica como por una de orden político entremezclada con mesianismo judío. Para los fines de este artículo, me interesa inda-gar brevemente en algunos aspectos de la epistemología que Benjamin esboza en sus escritos sobre historia, ya que allí ofrece algunas críticas a la matriz moderna de la representación y al dualismo entre sujeto y objeto que resultan relevantes para abordar la problemática de la estetización.
Benjamin caracteriza el enfoque historicista a raíz de la tríada que componen sus concepciones de la historia, del pasado y del tiempo, como partes de una misma “ideología del progreso”, ante la cual sucum-ben no sólo las posturas conservadoras, sino también algunas versiones del marxismo. Puesto que el historicismo parte de entender la historia como la ciencia que representa el pasado “como verdaderamente ha sido” (Benjamin 2009, p. 113), deja entrever su concepción del pasado como algo acabado, que se puede observar desde el presente pero no modificar. Ese pasado es aquel del que hay documentos y monumentos, esto es, el pasado memorable o, como dice Benjamin, el pasado de la tradición de los vencedores; y lo es en tal medida que no resulta nece-sario formular “la pregunta de con quién entra en empatía el historia-dor historicista. La respuesta es que, innegablemente, con el vencedor” (Benjamin 2009, p. 129). En efecto, la historia tal y como la conocemos encadena en un sentido causal los momentos memorables de la histo-ria de los vencedores, con lo cual traza una continuidad ininterrumpi-da de sucesos que conforman cierta tradición. Collingwood-Selby pone el foco de atención en esta empatía medular del historicismo con los vencedores y en el carácter problemático de emplear la empatía como procedimiento, en la medida en que el historiador “se ve inevitable-mente determinado por aquello que, habiendo vencido, se impone en el presente como la matriz naturalizada e invisible” (Collingwood-Selby 2012, p. 30) que estructura el modo en que se considera el pasado. Quienes emplean la empatía como procedimiento se suponen capaces de revivir una época pasada y poner entre paréntesis el transcurso ulterior de la historia en lugar de elaborarlo críticamente, pero con ello no hacen más que dejar que aquello que los ha vencido, esto es, “las categorías y los mecanismos de percepción, de interpretación y de cla-sificación que, inadvertidos ellos mismos, determinan y organizan epo-calmente el régimen general de la representación, del conocimiento y de la tipificación de lo histórico” (Collingwood-Selby 2012, p. 31), de-termine la visión y la valoración del presente sobre el pasado, al aportar las categorías con las que se aborda.
Una idea que se corresponde con esta manera de comprender la historia como cadena de causas y efectos observables es la idea de que la humanidad progresa o avanza en ella. Como menciona Reyes Mate 2009 (p. 14), esta lógica del progreso, que compartían comunistas y fascistas, era lo que sobre todo debía ser desarticulado. Benjamin lo deja claro en la tesis VI:
No tiene nada de filosófico asombrarse de que las cosas que estamos viviendo sean “todavía” posibles en pleno siglo XX. Es un asombro que no nace de un conocimiento, conocimiento que de serlo tendría que ser éste: la idea de historia que provoca ese asombro no se sostiene. (Benjamin 2009, p. 143)
Benjamin “asume el riesgo de disputar a los conservadores la crítica al progreso” (Reyes Mate 2009, p. 162) y equipara el progreso con la catástrofe, de manera que “la catástrofe misma, en cuanto tal, es el que esto ‘se siga produciendo’ ” (Benjamin 2013, p. 762). El concepto de progreso, como afirma en la tesis XIII, “no se atenía a la realidad, sino que tenía una pretensión dogmática” (Benjamin 2009, p. 211), ya que se trataba del progreso de la humanidad misma, inacabable e impara-ble. Benjamin considera la idea de que la humanidad en su conjunto progresa en la historia como algo absolutamente insostenible a la luz de los acontecimientos que marcan el siglo XX, pero también como una idea peligrosa en el ámbito político, pues, al poner la mirada fija en el futuro, no presta atención al cúmulo de ruinas y de muertos que el “progreso” amontona. Benjamin trata así de desactivar el mito del progreso para echar luz sobre todo aquello que esa matriz de pensamiento no logra explicar.
Por último, hay que mencionar algo primordial por su importancia y por los efectos que produce: el historicismo se caracteriza en función de su concepción del tiempo como algo homogéneo y vacío, como un telón de fondo donde se posan los acontecimientos que en línea recta se transforman de futuro o proyecto en presente y de presente en pasado, para luego quedar sepultados allí y perder su relevancia.
En la tesis XIII se expone la complicidad de la ideología del progreso con cierta concepción del tiempo:
La idea de un progreso del género humano en la historia es inseparable de la idea según la cual la historia procede recorriendo un tiempo homo-géneo y vacío. La crítica a la idea de un tal proceso tiene que constituir la base de la crítica a la idea de progreso. (Benjamin 2009, p. 211)
Así, Benjamin no ataca sólo una de las tesis del historicismo, sino todo su andamiaje teórico y, al poner el foco de atención en su concepción de la historia, del pasado y del tiempo, cuestiona sus supuestos epis-temológicos básicos y la funcionalidad política que se desprende de su necesaria empatía con los vencedores.
En consecuencia con lo anterior, Benjamin planteará como contra-propuesta otro modo de comprender la tarea de la historia, el pasado y el tiempo. En primer lugar, la historia ya no será el acopio de los logros de la humanidad y su encadenamiento causal, porque en su filosofía el conocimiento no estará ligado a la representación de lo dado. La di-ferencia radical entre ambos enfoques se expresa con toda claridad en esta afirmación: “el historicismo postula una imagen ‘eterna’ del pasa-do; el materialismo histórico, en cambio, una experiencia (Erfahrung) con ese pasado, que es única” (Benjamin 2009, p. 249). Al respecto, cabe recordar el carácter práctico de la experiencia en la filosofía de Benjamin al ser una elaboración, lo cual se explicó en la sección ante-rior: la tarea de hacer una experiencia con el pasado implica emprender un trabajo sobre lo heredado, una crítica de la tradición, un rescate de lo no representado en la historia y una actualización de las luchas polí-ticas vencidas en el pasado. Tal y como aparece en la filosofía de Benja-min, la experiencia en sentido estricto es “una forma socioindividual de apropiación, en la cual la relación consigo mismo y la relación con el mundo están articuladas entre sí, y transforma por igual a lo apropiado y al apropiador” (Weber 2014, p. 505). Hacer una experiencia con el pasado es, al mismo tiempo y como siempre que se trata de hacer una experiencia tal y como Benjamin la entiende, emprender un trabajo de destrucción o desarticulación y uno de construcción. En efecto, “la historia es objeto de una construcción” (Benjamin 2009, p. 223).
En este punto resulta interesante remitir a una de las Denkbilder de Calle de mano única, titulada “Obra en construcción” (Benjamin 2014, pp. 53-54). Allí Benjamin se refiere al juego infantil como una construcción o un montaje armado a partir de desechos o ruinas, de manera que lo distingue de cualquier forma de creación a partir de la nada, pero también de la mera utilización apropiada de objetos diseñados con un papel específico. Los niños, según Benjamin, construyen su pe-queño mundo de objetos a partir de los materiales que encuentran en el mundo y, como el historiador materialista, no se limitan a quedarse boquiabiertos ante los objetos en una relación contemplativa con ellos, sino que elaboran su relación con ellos mediante la construcción.
Del mismo modo, la experiencia con el pasado implica entablar una relación con él que no se limite al plano cognoscitivo. Al respecto, re-sulta crucial el debate epistolar con Horkheimer de 1937, en el marco del cual Benjamin explica que:
La historia no es sólo una ciencia sino también y no menos una forma de re-cordación [Eingedenken]. La recordación puede modificar lo que la ciencia da por definitivamente establecido. La recordación puede convertir lo no clausurado (la felicidad) en algo clausurado y lo clausurado (el sufrimien-to) en algo no clausurado. Eso es teología. Ahora bien, en la recordación hacemos una experiencia que nos prohíbe comprender la historia de una manera fundamentalmente ateológica, de la misma manera que no nos es permitido escribirla con conceptos estrictamente teológicos. (Benjamin 2009, p. 75)
Si bien analizar la relación de Benjamin con la teología excede los límites y los objetivos de este trabajo,6 me interesa retomar de ese debate el papel de la rememoración en la consideración de la historia y el modo en que Benjamin se desplaza de la comprensión tradicional de la historia para incluir en ella a la experiencia y, en particular, a la experiencia singular que proporciona “la memoria de las injusticias pasadas” (Reyes Mate 2009, p. 74), la cual “no nos permite cerrar los oídos a los gritos de las víctimas que claman por su derechos” (Reyes Mate 2009, p. 74).
En el marco de esta nueva forma de comprender la historia como una actividad eminentemente política, “el historiador conoce [. . .] en tanto en cuanto ha hecho la experiencia de la lucha y de la opresión” dice Reyes Mate 2009 (p. 201) y agrega, en discusión con Gerhard Kaiser, que “no se trata de conciencia (que remite a conocimiento teórico) sino de experiencia (que es de entrada conocimiento práctico)” (Reyes Mate 2009), p. 201, n. 3; las cursivas son mías). Y es que, como sostie-ne Habermas, “Benjamin concibió [. . .] la filosofía de la historia como teoría de la experiencia” (Habermas 1975, p. 312) o al menos relacionó estrechamente la primera con la segunda, al preguntarse por los modos en que nos relacionamos con el pasado y en que el pasado se presen-ta en el presente.
Así, la relación con el pasado en Benjamin no es contemplativa ni implica una mirada neutral, sino que se da en forma de acción y, en es-pecífico, de acción política, en la medida en que supone la recuperación de las luchas de los vencidos en la historia y su actualización, en cuanto que “el historiador materialista no hace historia por erudición, sino con el fin práctico de cambiar las cosas” (Reyes Mate 2009, p. 255).
La propuesta consiste en responder a la estetización del pasado y a la relación meramente contemplativa con los sucesos históricos, conce-bidos como hechos acabados y cerrados. Y en esta tarea, me parece, es posible encontrar una fuerte afinidad con el llamado a politizar el arte, ya que “el interés histórico, al que le concierne lo pasado -pero, en este y a través de este, el presente más actual- resulta ser un interés político” (Weidmann 2014, p. 310). A fin de cuentas, de lo que se trata es de politizar la historia o, como dirá el mismo Benjamin, de “cam-biar la mirada histórica al pasado por otra política” (Benjamin 2007b, p. 306).
De nuevo, estetización y experiencia se oponen como modos radical-mente distintos de relación con el mundo y se presentan como relaciones entre términos que son también diferentes. En el historicismo, el ob-jeto histórico son los hechos pasados plasmados en documentos y el sujeto que hace historia es el investigador que repasa esos hechos. En la propuesta benjaminiana la clave está en no entender el pasado como algo concluido sino como algo abierto: el pasado tiene aún vigencia y actualidad, los muertos están en cierto sentido entre nosotros en tal medida que “ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence” (Benjamin 2009, p. 113). Asimismo, el pasado con el que se entabla la relación no es el de la tradición de los vencedores, de la que sobran monumentos y documentos, sino el de la tradición de los vencidos, de la que sólo hay ruinas.
Como en el arte, el objeto que en otras consideraciones aparece pasi-vo y cerrado tiene un doble movimiento. Por un lado, abre sus límites; por el otro, se convierte en agente. En las tesis de Benjamin, el pasado no está emplazado en un compartimento específico de la ciencia en forma de hechos y documentos, sino que irrumpe, aparece, se presenta, exige y reclama:
¿Y el objeto? No es algo que esté ahí, inerte, sino algo que “sale al en-cuentro como una mónada”, es decir, es un momento del pasado que se desprende de su contexto, que sale de la órbita en el que lo ha colocado la lógica de la historia, que se planta, que desafía a la lógica histórica del progreso y también al sujeto que quiera conocerlo porque no se va a dejar tratar como un objeto pasivo (Reyes Mate 2009, p. 268).
Benjamin plantea la agencialidad del pasado, su papel activo y su resis-tencia a ser reducido a un mero objeto de conocimiento, en la tesis VI, donde la imagen del pasado “se presenta sin avisar al sujeto histórico en el instante de peligro” (Benjamin 2009, p. 113).7
Como el historiador materialista entiende el pasado de ese modo, no se contentará con inventariar hechos, pues “la inventarización es una forma de la trasmisión que ‘impermeabiliza’ el contenido de lo transmi-tido respecto de la experiencia de los hombres” (Weber 2014, p. 517), sino que deberá asumir la tarea de redimir ese pasado y actualizar las luchas que han fracasado en él, ya que “necesitamos historia, pero la necesitamos de una manera distinta a como la necesita el holgazán mal-criado en el jardín del saber” (Nietzsche, en Benjamin 2009, p. 197).
En este contexto, los intentos por inventariar los hechos pasados aparecen como formas de quitarle al pasado poder sobre el presente en la medida en que lo convierten en objeto de contemplación. A su vez, el sujeto mantiene la ilusión de tener el control sobre esos hechos pasados al inventariarlos, de manera que los domina y dispone de ellos. Así, esta operación resulta un intento por despolitizar la relación con el pasado.
Como apunta Weidmann, el giro copernicano que Benjamin imprime al pensamiento histórico implica pensar “un presente que es restableci-do por completo a través del pasado” (Weidmann 2014, p. 308), para dejar de considerar el pasado y el presente como dos esferas separadas entre sí por completo y para no caer tampoco en la consideración pro-gresiva del tiempo, que los liga como puntos sucesivos de una línea temporal. El pasado se comprende de un modo nuevo, pero también el sujeto que hace la experiencia con el pasado está lejos de ser el sujeto que la tradición de la Modernidad le legó a la filosofía. En primer lugar, el sujeto de la historia, aun cuando es difícil de establecer, es colectivo. En la tesis XII Benjamin dice que “el sujeto del conocimiento histórico es, por supuesto, la clase oprimida que lucha” (Benjamin 2009, p. 197). Al respecto, Reyes Mate sostiene que Benjamin no está pensando en el proletariado de la lucha de clases, aquel que tenía en Marx el poder de cambiar la historia, sino en un sujeto que se caracteriza por su debilidad y por ser parte de la tradición de los vencidos. “Cuando él piensa en un sujeto capaz de comprender lo que debe ser comprendido -continúa Reyes Mate- no está pensando en ese ser moderno que ha llegado a la edad adulta al hacer un uso público, crítico y autocrítico de la ra-zón” (Reyes Mate 2009, p. 20), sino que está tratando de indagar en el potencial de la capacidad cognitiva del sujeto que sufre, esto es, prio-rizando la experiencia ante el conocimiento. Así, se plantea un saber del oprimido, que nace de la conciencia de que para él el estado de excepción es la norma, como se sostiene en la tesis VIII.
Asimismo, tal sujeto es activo, pues “hace historia no para prorrogar la existente, sino con la intención de introducir nuevos elementos que interrumpan el curso fatal de los acontecimientos” (Reyes Mate 2009, p. 240). Aun así, como en el caso del arte, no se trata del sujeto moderno que domina el mundo, que ordena y narra el pasado colocándose como punto de llegada en la carrera teleológica hacia la perfección, sino de un sujeto abierto a la escucha y permeable, con una “débil fuerza mesiánica sobre la que el pasado tiene derechos” (Benjamin 2009, p. 67).
Por último, esa relación entre el pasado y el presente, o entre lo que ha sido y el ahora, sólo se puede pensar si dejamos de entender el tiempo como una mera sucesión de momentos. El tiempo que es necesario para hacer historia en un sentido benjaminiano es un tiempo cualitativo, un tiempo repleto de ahora (tiempo-ahora o Jetztzeit). En ese sentido, el tiempo-ahora no se limita al presente, sino que es una característica que puede tener un hecho del pasado: se trata de la actua-lidad. Ir hacia ese pasado cargado de ahora es justo lo que corresponde a la acción revolucionaria.
Lo interesante de la posición benjaminiana es que recupera el pasado como instancia significativa, en contra de la actitud moderna de dejarlo atrás como algo que ya no es y ya no sirve, pero lo logra sin caer en una posición conservadora: su mirada al pasado no quiere volver a un esta-dio anterior ni afirma que todo tiempo pasado fue mejor. Benjamin no centra su atención en los triunfos de ese pasado, sino en sus fracasos y en sus víctimas, para actualizar sus luchas y generar una situación que les haga justicia en el tiempo presente. En ese sentido, Benjamin presenta un “materialismo histórico que en sí justamente ha aniquilado por completo la idea de progreso” (Benjamin 2013, p. 739) y, en este marco, propone como operación opuesta a la idea de progreso la ac-tualización. Mientras que el progreso deja víctimas a su paso y avanza victorioso, mirando siempre hacia adelante, en dirección al futuro, la actualización alude a un movimiento contrario, que consiste en mirar hacia atrás y volver a la vida aquello que agoniza, que no es nunca nada parecido a un “hecho histórico” ni mucho menos a un “bien cultural”, sino siempre algo vivo, una lucha, una víctima, o bien alguna de esas cosas “finas y espirituales” a las que se refiere Benjamin en la tesis IV (Benjamin 2009, p. 95).
De la misma manera en que el pasado no es ese hecho clausurado por conocer, así el presente no es ese mero tiempo de tránsito que se escurre como arena entre nuestros dedos, sino un tiempo denso: el po-tencial revolucionario del presente surge del hecho de que no se limita a ser un estado dado de cosas, sino que es “el momento de constan-te posibilidad revolucionaria” (Buck-Morss 2005, p. 24). Este cambio de paradigma es esencial para la filosofía de la historia que Benjamin propone: el cambio, la revolución y, en fin, la justicia y la felicidad no se encuentran en un futuro más o menos lejano, sino que son posibilidades del presente, si se lo considera un tiempo creativo en su relación con el pasado.
Consideraciones finales
No contemplación, sino política; no fascinación, sino interpelación. (Reyes Mate 2009, p. 160)
Como he mostrado a lo largo del artículo, es posible encontrar en la filosofía de Benjamin interesantes continuidades entre sus reflexiones sobre el arte y aquellas sobre la historia. En específico, he rastreado como un posible vaso comunicante la tematización del problema de la estetización, que se presenta en la forma de una crítica explícita a la es-tetización de la política en manos del fascismo y un cuestionamiento a la relación estetizante con el pasado que propone el historicismo. Como señala Fürnkäs 2014, existe una continuidad entre el ensayo sobre la obra de arte y el escrito sobre la historia, que son quizá los dos textos más estudiados y citados de Benjamin. Como señalan Andersson 2014, p. 363, y Galende 2009, ambos poseen, lo mismo que tantos otros es-critos del autor, un aspecto destructivo: liquidar el aura, interrumpir la historia, pero también un aspecto constructivo que indica una tarea u orienta una acción en cierto sentido: la politización del arte o la actualización de las luchas de los antepasados oprimidos como politización de la historia.
En la lectura que propongo, el extremo de aquello que Benjamin intenta desarticular se acerca a la contemplación pasiva de un objeto que se presenta como algo acabado, sea la obra de arte protegida por el aura que irradia y en la que se envuelve, sea el acontecimiento histó-rico concebido como algo clausurado y sin posibilidad de modificarse, impermeabilizado por el modo de su trasmisión. En ambos casos, la contrapropuesta benjaminiana implica entablar una relación a todas luces activa con el pasado y con el mundo: un pasado y un mundo que se caracterizan, en su filosofía, por no ser nunca hechos consumados y fijos que el hombre meramente contempla o conoce. Tras una redefi-nición de la experiencia, este concepto desempeña aquí un papel clave como posible articulador de la relación del hombre con el arte y con el pasado en un sentido opuesto al de la estetización y cargado de po-tencialidad política. En ese sentido, resulta importante recordar que “el pensamiento filosófico de Benjamin está centrado en una teoría de la experiencia, sobre la cual se ha llamado la atención ya tempranamente como ‘el centro de ningún modo oculto’ de todas sus preocupaciones” (Steiner 2014, p. 243), en la medida en que el concepto de experien-cia es “un concepto articulatorio” (Weber 2014, p. 489) que implica siempre la modificación de la realidad y no sólo su descripción. En la historia y en el arte, se rechaza de plano la relación contemplativa que deja que las cosas sean lo que siempre han sido y las conserva en el marco de una tradición cerrada y continua. Esto queda claro en “El ca-rácter destructivo”, cuando Benjamin critica a aquellos que “transmiten las cosas en tanto que las hacen intocables y las conservan” (Benjamin 1989b, p. 160).
En ese sentido, cuando Benjamin se pregunta, en “Experiencia y po-breza”, “¿qué valor tiene toda la cultura si la experiencia no nos conecta con ella?” (Benjamin 2007a, p. 218), se opone rotundamente a la in-ventarización de la cultura y a la estetización de los bienes culturales y de la historia, para buscar en ambos ámbitos por igual “una experiencia auténtica, esto es, política” (Benjamin 1989a, p. 102). Al respecto, com-parto la observación de Kang en el sentido de que, para Benjamin, lo político se refiere no tanto a cuestiones ideológicas o institucionales, sino más bien a los modos de organizar la experiencia (Kang 2014, p. 130).
Para concluir, me interesa destacar la importancia que adquiere en esta articulación modificar la concepción del sujeto y del objeto que to-man parte en la relación no estetizante. En la filosofía de Benjamin, la relación del hombre con el mundo aparece modificada en su estructura misma. Como mencioné párrafos antes, el sujeto de la experiencia es aquel que se deja comandar (como el copista en “Productos chinos”), que se deja impactar por el cine o por los shocks de la ciudad (como Baudelaire o como las masas que tienen una recepción de la obra en la disipación), que recuerda y escucha sus sueños (como el mismo Benjamin tenía costumbre de hacer), que permite que el pasado vuelva y acude a la cita con él (en las tesis). Alejado de aquel poderoso suje-to que se constituye en el cogito y que luego sale al encuentro de un mundo que controla, mide, conoce y del que se apropia, pero también alejado de un sujeto pasivo que meramente observa o consume, el su-jeto que delinea Benjamin tiene la tarea de hacer un trabajo con todo aquello que no es él mismo (la obra de arte, el pasado, el mundo) pero que lo constituye de forma radical. Es en ese sentido que el concepto de experiencia cumple una tarea articulatoria: entre el individuo y el colectivo, entre el sujeto y el objeto, entre la actividad y la pasividad, entre la cercanía y la distancia.
En la historia y en el arte, la tarea a la que invita el autor implica entablar una relación con la obra de arte o con el pasado que deja de concebirlos como “algo colocado enfrente” (Benjamin 1986, p. 11). La contemplación de objetos externos y la relación estetizante con ellos dejan de ser posibles. Al respecto, resulta relevante recordar el texto “Espacios en alquiler”, de Calle de mano única, donde Benjamin postula que ya ha pasado la hora de la crítica, ya que:
La crítica es una cuestión de adecuada distancia. Está en casa en un mundo donde lo que importa son las perspectivas y las proyecciones, y donde aún era posible asumir un punto de vista. Entretanto, las cosas han arremeti-do con demasiada fuerza contra la sociedad humana. La imparcialidad, la mirada independiente, se han vuelto mentira, cuando no expresión com-pletamente ingenua de llana incompetencia. (Benjamin 2014, p. 103; las cursivas son mías)
Este diagnóstico es aplicable tanto al ámbito artístico (y, en general, al de la sensibilidad) como al de la historia. En ambos casos el objeto aparece como algo abierto, cercano y agente. Abierto, pues sus bordes son borrosos: la obra de arte sale del marco que le imponía el aura y se convierte en un proyectil; el pasado no está concluido ya. Cercano, en la medida en que se cancela la distancia que lo separa del sujeto. La obra de arte se acerca al receptor gracias a su carácter de reproducible, al tiempo que abandona su emplazamiento; el pasado se acerca en la medida en que los muertos están aún entre nosotros. Por último, el ob-jeto es agente en la medida en que deja de estar a disposición del sujeto y condiciona la relación que éste puede entablar con él; cuando la obra sale y choca, el espectador debe responder y elaborar una vivencia de shock; cuando el pasado emerge, se impone y exige, es una tarea del presente acudir a su encuentro.