La condición periférica de la audiencia de Guatemala
La comprensión del fenómeno de la fiesta barroca y de su reelaboración literaria requiere el conocimiento de las coordenadas históricas dentro de las que se teje el complejo celebratorio.1 En el caso específico del estudio de las relaciones de fiestas del reino de Guatemala, esta afirmación alcanza una relevancia inusitada por cuanto la región reviste condiciones muy particulares que, por lo general, han sido obviadas y que precisaremos. Las escasas investigaciones que se han ocupado de las relaciones guatemaltecas las contemplan como una mera extensión, sin matices ni peculiaridades propias, de las escritas en el virreinato de Nueva España y no se ha planteado que son la expresión de una sociedad periférica, sujeta a condiciones diversas de las que definieron el perfil de las grandes ciudades mexicanas. Dentro del vasto imperio español, la audiencia de Guatemala, que durante cerca de tres siglos abarcó la práctica totalidad de la geografía centroamericana, representaba un territorio fronterizo. Esta condición periférica propició que, a pesar del alto grado de desarticulación de la región, se configuraran ciertos rasgos definitorios que abarcan desde aspectos lingüísticos, como la pervivencia de la forma pronominal del voseo en el trato informal, hasta estructuras políticas como la conformación de los únicos microestados nacionales de la América continental.2
En términos generales, la lenta y violenta conquista del istmo, llevada a cabo por tres expediciones rivales, cada una de ellas con una base geográfica diversa, propició la temprana creación de fronteras que serían el distante preludio de la fragmentada realidad política de la época republicana.3 A lo largo del periodo virreinal las fuerzas centrífugas se impusieron en Centroamérica, una región vasta, pobremente comunicada y carente de vínculos económicos estables entre sus diversas unidades administrativas.4 La inexistencia de un ciclo productivo duradero que permitiera la inclusión de las diversas provincias en un entramado económico único impidió su cohesión a largo plazo y, por el contrario, propició la formación de alianzas regionales más modestas como, por ejemplo, la del ciclo añilero salvadoreño5 o la de la crianza de mulas en Costa Rica destinadas a Panamá y Perú.6 Así, no es de extrañar que el triángulo norte (Guatemala, Honduras, El Salvador) y el binomio sur (Nicaragua, Costa Rica), muy vinculado con Panamá y aun con Perú, se perfilaran a lo largo de los siglos coloniales como asociaciones hasta cierto punto independientes e inconexas.
La colonización del siglo XVI alteró, como sugieren Cardoso y Pérez Brignoli en su estudio clásico sobre la inserción de Centroamérica en la economía occidental, en forma profunda y dramática el destino del istmo de constituir un puente continental, una zona de pasaje de la flora, la fauna y las culturas; derivó, a raíz de su pobreza comparativa, en riquezas humanas y minerales, en área marginal de las posesiones españolas.7 Sus propios conquistadores no la vieron como sitio de asentamiento definitivo, sino como zona de tránsito hacia regiones más prometedoras -como fue el caso de Pedro de Alvarado-, lo que explica la tardía constitución de formas estables de gobierno.8
Centroamérica, fragmentada y periférica, se asemejaba y se diferenciaba del resto de la América española. Wortman esboza, en forma muy gráfica, esa doble condición de similitud y distanciamiento: se diferenciaba de Lima al quedar fuera de la rica zona de la plata, pero “era tan tradicionalmente católica y patrimonial” como ella; institucionalmente era una copia del virreinato mexicano, “pero su civilización se parecía más a la de Quito”; y aunque su retraso respecto de Lima o ciudad de México era palpable, “no lo era más que la mayor parte de las regiones que estaban bajo la jurisdicción de los virreinatos de Nueva España y Lima”.9
Las exequias reales en la cultura barroca
En la cultura barroca la muerte del rey representa una conmoción del edificio social desde sus propias bases. En la tradición medieval, el monarca, en su carácter de gobernante cristiano, era el Christomimetes, personificador o actor de Cristo en la tierra. En esta función vicaria, el gobernante asumía la naturaleza dual de Cristo, quien es rey, y Christus, es decir, Dios por naturaleza. El soberano terreno es rey y Christus por la gracia, por lo que es su consagración lo que le permite una deificación temporal. El rey, por lo tanto, es al igual que Cristo una gemina persona, una persona geminada, humana y divina a la vez.10 Esta conjunción de lo religioso y lo político se encuentra en la base de la legitimidad del orden regio y explica la relevancia de los diversos momentos del tránsito vital del soberano, muy especialmente el de su deceso.
La comunidad política se encuentra asentada sobre la continuidad dinástica y la muerte del monarca representa el peligro de su supresión. El deceso implica una cesura que sólo podrá ser superada con la sucesión, por lo que su representación simbólica debe ser mayestática, excepcional y en un todo marcada por su carácter “interruptor”.11 Sin embargo, esa connotación calamitosa viene equilibrada en forma paralela por el anuncio de la sucesión que va a preservar el orden y a asegurar la proyección futura de las estructuras sociales. La sucesión en el trono se legitima como único medio para garantizar la armonía y la paz frente al orden que amenaza instaurarse con el deceso regio.
Desde época muy temprana, las honras fúnebres de los monarcas españoles gozaron de un sitial privilegiado dentro del lenguaje y las prácticas celebrativas en América. En el virreinato de Nueva España, las exequias de Carlos V y Felipe IV se constituyeron en paradigma de los programas funerarios regios durante la dinastía de los Austrias gracias a las relaciones literarias que permiten reconstruir tanto los complejos ceremoniales como sus respectivas piras.12 Las primeras exequias en honor de un monarca conocidas hasta ahora en el reino de Guatemala son las de Felipe II en 1599. Se sabe de la erección de un túmulo y de la celebración de un suntuoso ceremonial de despedida gracias al expediente de servicios del contador Baltasar Pinto de Amberes, quien prestó dinero para la construcción, y a una carta dirigida al rey por el presidente de la audiencia, Alonso Criado de Castilla.13 El arribo de la imprenta a Guatemala, en 1660, propició la difusión de la ya consolidada práctica de cerrar los ciclos festivos con la escritura de una relación. Desde Felipe IV y hasta Carlos III, con la excepción de Carlos II, el deceso de todos los reyes motivó la publicación de un libro. Entre 1666 y 1793 se contabilizan seis relaciones: una dedicada a Felipe IV (1666), una a Luis I (1726), una a Felipe V (1747), una a Fernando VI (1760) y dos a Carlos III (1789 y 1793). Se está lejos, por supuesto, del panorama novohispano, en donde las honras fúnebres reales favorecieron la publicación de un nutrido número de relaciones y sermones laudatorios.14
La exigua cantidad de relaciones de exequias reales hace patentes las limitaciones de la economía y de la clase letrada de la región. Sin embargo, esa misma rareza de las relaciones guatemaltecas las dotó de una trascendencia e impacto del que muy probablemente carecieron las mucho más abundantes relaciones mexicanas. Podemos suponer que su escaso número potenció la atención que les dispensaba su público inmediato, compuesto en forma preferente por la élite de la capital guatemalteca y de unas pocas ciudades de provincia, y que cada una -al no existir otras coetáneas con las cuales competir por el favor de los lectores- se convirtiera en referente obligatorio de los programas fúnebres que relataba. A pesar de los condicionantes impuestos por lo reducido del corpus, las relaciones guatemaltecas representan una oportunidad inmejorable para adentrarse en las estrategias retóricas de representación de la muerte del soberano y de su instrumentalización al servicio de diversos proyectos ideológicos en el contexto de una región periférica del imperio hispánico.
La primera relación de exequias impresa, en 1666, es la dedicada a Felipe IV: Urna sacra, y fúnebre pompa, con que los señores presidente y oidores de la Real Audiencia de esta ciudad de Guatemala celebraron las reales exequias a las augustas memorias de la católica majestad de D. Felipe Cuarto el Grande, rey de las Españas y de las Indias, que esté en el cielo. La segunda sería la escrita en 1726 por Francisco Javier Paz con motivo del funeral de Luis I: El rey de las flores, o la flor de los reyes. Rosa de Castilla despojada de la primavera de sus años. Aparato fúnebre y canciones lúgubres, con que la ciudad de Guatemala lloró la desgraciada muerte del señor don Luis I de España. En 1747, en la ciudad de México, se publica la relación de las honras fúnebres de Felipe V, debida al jesuita Francisco Javier de Molina: El rey de las luces, luz de los reyes, encendida sobre el candelero de la fúnebre pira, para aclarar desengaños a los soberanos, y enseñarles las más heroicas virtudes, Felipe V, el animoso, imagen de un príncipe perfecto…15 En 1760, se publica la relación del dominico Blas del Valle Symbolica oliva de paz, y piedad. Descripción del magnífico funeral, que el amor, y la lealtad previnieron a la tierna, y dulce memoria del señor Don Fernando VI, el Justo y Pacífico… En 1789, el dominico Carlos Cadena publica la Descripción de las reales exequias que a la tierna memoria de nuestro augusto y católico monarca, el señor D. Carlos III, rey de España y emperador de las Indias, se hicieron de orden del Real Acuerdo en la muy noble y leal ciudad de Guatemala. La última relación centroamericana de exequias reales, de 1793, es la única de un programa luctuoso de una provincia: Reales exequias por el Sr. D. Carlos III, rey de las Españas y Américas. Y real proclamación de su augusto hijo el señor D. Carlos IV, por la muy noble, y muy leal ciudad de Granada, provincia de Nicaragua, reino de Guatemala del cura vicario Pedro Ximena.
La retórica de las relaciones fúnebres
Con base en el corpus antes detallado se ha intentado desarrollar un modelo que condense las estrategias de organización del discurso relatorio en su plano general, es decir, en el de la dispositio. Para ello fue útil el trabajo previo de Soto Caba, quien propone que las relaciones de exequias suelen componerse de cuatro partes: justificación de la ceremonia, descripción del túmulo, loa del fallecido, y relato de su enfermedad y muerte.16 También resultó pertinente el resumen que plantean David González Cruz et al., a partir de un amplio corpus de relaciones, de las medidas que se ponían en funcionamiento en España ante el deceso regio: se notifica epistolarmente la defunción; se publica un bando para que los vecinos tomen luto por seis meses; se constituye una diputación de honras y se nombran sus miembros; la diputación notifica al cabildo catedralicio para que ordene el repique general por veinticuatro horas; se deciden los lutos de los diputados y porteros; se decora con lutos la sala capitular; se pregonan los lutos generales; se ordenan los lutos para los vecinos y las multas para los infractores; se cita a parroquias y conventos, intra y extramuros, para el doble de veinticuatro horas; se previene la cera para la iglesia, el túmulo y las órdenes religiosas; se nombra el caballero que dará el pésame al monarca viudo; se proclama al nuevo rey; se publican rogativas y funerales; y, finalmente, se predican sermones y honras.17 Para nuestros propósitos, sin embargo, resulta más adecuado el estudio de Pozuelo Calero, sobre una relación manuscrita de las exequias de Isabel de Valois en Sevilla en 1568, quien fija en siete los segmentos fundamentales de las relaciones fúnebres:
Prólogo: por lo general, una profesión de modestia del autor ante el encargo recibido.
Justificación de la ceremonia: legitima el fuerte gasto económico en un túmulo efímero.
Semblanza del fallecido: vida, virtudes, última voluntad y muerte.
Noticia de la muerte: consternación, carta del rey a la ciudad.
Túmulo: disposiciones, traza, programa iconográfico.
Exequias.
Sermón fúnebre.18
A pesar de su precisión, este esquema requiere de ciertos ajustes que lo adapten a las particularidades de las relaciones guatemaltecas.19 La propuesta de Pozuelo Calero no considera las aprobaciones y licencias otorgadas por las autoridades civiles y eclesiásticas que, si bien stricto sensu desempeñan una función administrativa, en su pragmática se equiparan a los restantes textos del libro de exequias y, en ciertas ocasiones, ofrecen extensas y valiosas reflexiones sobre los programas iconográficos e, incluso, sobre el propio ser de la relación. La justificación, o exordio, como hemos preferido llamarlo, se distancia de los aspectos económicos que menciona Pozuelo Calero, como se detallará más adelante. En las relaciones guatemaltecas no era frecuente incorporar una semblanza del fallecido, por lo que se ha prescindido de tal apartado.20 El segmento “Noticia de la muerte” ha sido separado del “Nombramiento del ministro comisionado”, el cual Pozuelo Calero no menciona, pues cada uno de ellos muestra características y funciones lo suficientemente relevantes como para ser considerado en forma individual. En el esquema de Pozuelo Calero, la profesión de modestia del autor ocupa la posición de apertura, en tanto que en las relaciones guatemaltecas se desplaza hasta un espacio interior inmediato a la descripción del túmulo. Por último, en nuestro corpus existe una clara distinción entre la descripción del túmulo y la del programa iconográfico que lo ornamenta, lo cual amerita su consideración por separado.
En resumen, el análisis de la composición de las relaciones de exequias reales del reino de Guatemala permite elaborar el siguiente esquema: 1) aprobaciones y licencias, 2) exordio: justificación, 3) noticia de la muerte, 4) nombramiento del ministro comisionado, 5) captatio benevolentiae: tópico de la falsa modestia, 6) descripción del túmulo, 7) programa iconográfico, 8) exequias, y 9) sermones. A continuación, se ofrecerá un detallado análisis de cada uno de estos componentes del libro fúnebre.
Las aprobaciones y licencias
Por regla general, las aprobaciones y licencias no son tomadas en consideración en los estudios de las exequias, los cuales se concentran en el túmulo y su programa iconográfico o bien en la retórica de las exequias y del sermón. La condición ancilar de las aprobaciones o dictámenes y de las licencias, esto es, su carácter de escritos menores, atravesados en muchos casos por un parco lenguaje administrativo, ha ocultado su compleja significación. Su función oficial evidente era la de pregonar que los textos subsiguientes -relación de exequias, emblemas y sermones- se adecuaban a la ortodoxia de la fe católica y de las doctrinas políticas de la monarquía española. Estos textos introductorios servían también, en forma subrepticia, como recordatorio permanente de que la sociedad colonial se regía por una institucionalidad -política y religiosa- de marcada naturaleza jerárquica y que su respeto y total acatamiento era exigido a toda la población, en forma independiente de su rango. No debe obviarse que las aprobaciones y licencias cumplen, asimismo, las funciones propias del incipit: son programadores de lectura que, en virtud de su posición privilegiada, proyectan para los lectores trayectos de sentido que intentan fijar una única interpretación válida.
Las aprobaciones y licencias emanaban de tres instituciones fundamentales en la sociedad colonial: la real audiencia, el arzobispado y las órdenes religiosas. La precedencia en los textos era justamente esa y se justificaba por tratarse de una celebración que exaltaba a la monarquía, por lo que la licencia otorgada por el poder real abría el libro. Lo usual era que el oidor fiscal de la audiencia compusiera un dictamen positivo que declaraba en forma general que las honras fúnebres tenían como origen la lealtad y la gratitud hacia el monarca, al tiempo que elogiaba las previsiones tomadas por el presidente de la audiencia. Con base en ese dictamen, el presidente de la audiencia y capitán general, en un texto de no más de una cuartilla, se limitaba a otorgar su licencia para la impresión de los escritos que componían el libro de honras fúnebres. Los dictámenes de los fiscales, mucho más que las escuetas licencias de los presidentes, constituyen documentos muy reveladores sobre el circuito festivo y su traslado a la escritura. El dictamen suscrito por el fiscal doctor Felipe Romana y Herrera, introductorio a la Symbolica oliva de paz y piedad… (1760) que honraba la memoria de Fernando VI, demuestra desde el primer párrafo, adornado con citas del Ars poetica horaciano y de las Vidas paralelas de Plutarco, el amplio conocimiento de la élite letrada guatemalteca sobre los códigos retóricos y estilísticos que regían y modelaban la escritura celebratoria barroca.21 Allí, el fiscal pone de manifiesto que la clave de la escritura es la exaltación mayestática mediante el recurso de la simbolización metafórica. Luego, glosa el significado que la antigüedad otorgó a la oliva y lo aplica a Fernando VI, el Rey Pacífico y Justo, mediante una síntesis glorificadora de su política de alejar el reino de las disputas europeas, todo ello reforzado por la autoridad de constantes citas latinas extraídas de las misceláneas de la tradición clásica (Claudio, Tácito y Cicerón), la Biblia (Salmos, Proverbios y Eclesiastés) y la interpretación renacentista (emblemas de Alciato).
En cuanto a las licencias arzobispales, asumían diversas modalidades. Tanto en la relación luctuosa de Luis I -cuando aún no le había sido concedido el estatus de metropolitana a la sede de Santiago de Guatemala- como en la de Carlos III, el ordinario guatemalteco se limitó a expedir breves licencias para acompañar la publicación. Para la relación de las honras fúnebres de Fernando VI, en cambio, la licencia fue precedida por la aprobación del arcediano del arzobispado, Tomás de Alvarado y Guzmán. El modesto espacio de la aprobación se convierte, gracias a la pluma del arcediano, en un resumen de la poética de las relaciones fúnebres: valora positivamente la escogencia del epíteto de Justo y del símbolo de la oliva como motivos centrales del programa retórico e iconográfico que ha de “alegorizar las proezas, y virtudes de nuestro difunto rey”, encomia a los oradores sacros por pergeñar un retrato fiel a las virtudes de Fernando VI y acaba por explicitar el propósito oficial de la relación, cual es visibilizar las virtudes del soberano “y darles contra la revolución de los tiempos la perpetuidad que se merece su nombre y fama”.22
Las licencias emanadas de los provinciales de las órdenes, sobre todo los dominicos, franciscanos y jesuitas, encuentran su razón de ser en la dominante presencia de religiosos entre los autores de las relaciones y sermones fúnebres. En términos estructurales no se diferencian en mucho de las escritas por los sacerdotes seculares, pero pragmáticamente apuntan a otros propósitos. La breve aprobación de fray Juan José López, vicario de la franciscana provincia del Santísimo Nombre de Jesús de Guatemala, para la Descripción de las reales exequias… de Carlos III demuestra el cuidado manejo retórico que guiaba la redacción de estos textos introductorios. En su incipit y en su perfecit apela a la autoridad del arzobispado, representado por su vicario general: el prudente franciscano aclara desde la primera oración que externa su opinión ante la solicitud del vicario arzobispal (“A consecuencia del auto proveído por V. S. en veinte y seis de setiembre de este mismo año, a fin de que exponga mi parecer”) y concluye señalando que su aprobación depende en última instancia de la aquiescencia del ordinario (“Así lo siento; salvo siempre el parecer de V. S.”).23 De esta manera, se mantiene, al menos en el plano discursivo, una relación de respeto y cordialidad con la autoridad eclesiástica al tiempo que se proclama que la obra de un compañero de religión constituye “un monumento en que la posteridad conocerá el alto carácter del inmortal CARLOS III”. Este hábil juego retórico de fórmulas de cortesía permitía proclamar la idoneidad de la orden franciscana como propagandista de la Corona sin que ello supusiera un abierto demérito de las restantes instancias eclesiásticas.
El exordio
En las exequias reales guatemaltecas, el exordio supera el carácter de mera justificación de los gastos por la erección del túmulo efímero, que es el que Pozuelo Calero detectó en la temprana relación fúnebre de Isabel de Valois, y actúa como instancia de legitimación de las exequias en razón de las virtudes del monarca y de la obligación de los súbditos hacia él.24 El exordio en El rey de las flores o la flor de los reyes (1726), sobre los funerales de Luis I, bajo la forma de la introducción del oidor José Rodesno Manzolo de Rebolledo, resulta muy claro en dos niveles: en el referente a la metáfora floral -Luis I transmutado en rosa de Castilla- sobre la que se articulará el programa retórico e iconográfico de la relación y en el concerniente a la justificación ética del luto. Sobre este punto, el oidor Rebolledo enfatiza que la organización del luto no se fundamenta únicamente en la obligación de los súbditos hacia el rey en virtud de los muchos beneficios de él recibidos, sino que se asienta sobre un complejo entramado de relaciones de obediencia jerárquica. El oidor estructura su discurso con cuidada ambigüedad puesto que exalta desde un inicio que su obediencia ante su superior inmediato, el presidente de la audiencia, le causa “gusto” y “complacencia”, pero de forma paralela y sutil muestra que cada acción de las realizadas en memoria del monarca responde a una estricta y vertical ordenación del poder. El léxico empleado, meditadamente repetitivo, es muy claro: el presidente actúa “en cumplimiento de la real cédula” y en virtud de ella manda al oidor el “cumplimiento pues de este precepto”, quien, a su vez, encarga a una figura intelectual, Francisco Javier de Paz, la composición de la oración fúnebre y de los restantes panegíricos. Así, se configura una especie de poética de la obediencia que encadena a cada uno de los partícipes en el circuito de la celebración luctuosa.
En la Symbolica oliva de paz y de lealtad (1760) dedicada a Fernando VI, y en las Reales exequias por el señor Don Carlos III (1793) de Granada, Nicaragua, el exordio se despoja de la ambigüedad del oidor Rebolledo y traza un panorama más tradicional basado en la dupla amor-lealtad. Blas del Valle, dominico autor de la primera relación dicha, se sirve, a partir de un recurso de autoridad -la frase de san Agustín “No se pierde sin dolor, lo que con amor se posee; sine dolore non perduntur, quae cum amore possess sunt”-, de una lógica silogística según la cual si la muerte del monarca produce dolor, es porque existe amor, por lo que la lealtad hacia la Corona es resultado del amor.25 La base de este razonamiento es entimemática: se sustraen los presupuestos de partida y se da por sobreentendido, e incuestionable, el amor por el soberano. La relación granadina de 1793 perfecciona la fusión del duelo político y el duelo espiritual al recurrir al tradicional argumento sobre el origen divino del poder real: “Su potestad suprema, según el apóstol, es inmediatamente de Dios de quien únicamente penden […] De aquí su muerte es tanto más sensible cuanto su vida y su muerte es tanto más recomendable”.26
La relación guatemalteca por la muerte de Carlos III, la Descripción de las reales exequias… (1789) del dominico Carlos Cadena, ofrece una visión muy diversa de la relación nicaragüense que se muestra aún deudora de los patrones barrocos y en apariencia inmune a las transformaciones ideológicas y estéticas de la segunda mitad del siglo XVIII. El exordio de Cadena es una excelente evidencia de los nuevos tiempos que corrían y que ya permeaban el ambiente intelectual de la Guatemala finisecular. Rápidamente confirma lo que anunciaba, con su carácter descriptivo y su desnuda austeridad, el título de la relación: el cambio estético que se operó en las décadas transcurridas entre las exequias de Fernando VI en 1760 y las de su hermano Carlos III en 1789. A diferencia del tradicional elogio de las virtudes morales del fallecido monarca, aquí se opta por un elogio de sus dotes de estadista, aquellas que tienen un efecto práctico e inmediato sobre la vida económica y política de sus súbditos. En forma aún más particular, las alabanzas a Carlos III se fundamentan en los beneficios que concedió a la ciudad de Santiago de Guatemala tras el terremoto de Santa Marta el 29 de julio de 1773. Después de una breve descripción de la tragedia se subraya que los males causados por la naturaleza fueron pronto subsanados por los “reales afectos” y se recuentan las reales cédulas que favorecieron el traslado y construcción de la nueva capital.27 Este exordio es una muestra de las transformaciones que conducían hacia el agotamiento de la cultura emblemática y que permitían la inclusión de fuentes legislativas en sustitución de la tradición simbólica libresca que se había impuesto desde el siglo XVII, algo que Mínguez apuntó en referencia a un texto algo posterior, las Solemnes exequias del exmo. S. D. Juan Vicente Güemez Pacheco de Padilla Horcasitas, y Aguayo, Conde de Revilla Gigedo… Virrey, Gobernador y Capitán General que fue de esta Nueva España… (1800).28
La noticia de la muerte
Este es un pequeño y destacado segmento, pues es el punto desde el que el discurso -hasta aquí, en lo esencial, de exaltado tono epidíctico- asume un ritmo cronológico que no abandonará hasta su culminación con la pormenorizada descripción de los dos días dedicados a las exequias. Su función es mostrar la respuesta ritualizada, fiel e inmediata, de las máximas autoridades de la real audiencia ante el anuncio de un acontecimiento que conmociona la estabilidad política del reino. El ejemplo paradigmático de tratamiento de la recepción de la noticia del fallecimiento se encuentra en la Descripción de las reales exequias… (1789) de Carlos III en la ciudad de Guatemala. Allí se describe el proceso administrativo que posibilita la organización de la ceremonia luctuosa: recepción del pliego dirigido al presidente de la audiencia, reunión de la audiencia “en la sala acostumbrada”, lectura -“con la veneración, y respeto acostumbrado”- de la real cédula de Carlos IV por la que comunica la muerte de su padre y solicitud, por parte del fiscal, de que se proceda a su cumplimiento y ejecución de conformidad con la Pragmática sobre Exequias Reales de 1693.29 El lenguaje es comedido, exento de las hiperbólicas demostraciones de dolor habituales pocos años atrás, y centrado en demostrar el respeto a las formalidades legales por parte de la burocracia capitalina. El segmento de la noticia de la muerte, sin embargo, no siempre se revistió de ese austero tono ministerial. A mediados del siglo XVIII, en Simbólica oliva de paz y piedad… (1760), la narración del arribo de la noticia de la muerte de Fernando VI adquiría una forma poética muy estudiada que se dirigía, mediante la acumulación de símbolos luctuosos, a provocar el mayor impacto emocional sobre el lector. El “correo del mes” que portaba la infausta noticia entró en la ciudad al tiempo que el sol -símbolo áulico por excelencia del soberano barroco- “agonizando ya sus luces”, se ponía en el horizonte.30 La metáfora solar se complementaba con la incorporación personificada “del luto que vistieron la luna, y las estrellas” y el “tierno llanto” del cielo, lo cual motivaba la comparación con la poetización virgiliana de las muertes de César y de Eurídice.31 Incluso en época tan tardía como 1793, similares juegos retóricos, que sustituyen la pormenorizada reseña de los actos de los funcionarios coloniales, se emplean con profusión en la relación de los funerales celebrados en la ciudad nicaragüense de Granada. Su autor, el padre Ximena, formado en la peninsular Universidad de Granada, era un hombre de cuarenta años cuando se estableció en Nicaragua en 1777. Su larga permanencia en una región periférica de Centroamérica lo mantuvo presumiblemente distante de las trasformaciones estéticas de la segunda mitad del XVIII y el tono general barroquizante de su relación así lo indica. Esta recuperación, o más bien sobrevivencia, de las prácticas escriturales barrocas puede ser un indicio de cómo la renovación de los modelos literarios experimentaba un proceso de ralentización a medida que se alejaba de Guatemala, capital de la audiencia y verdadero centro de dimanación de modelos culturales para todo el istmo en virtud de la complejidad de su vida intelectual (existencia de imprenta, claustro universitario y colegios religiosos) y su contacto privilegiado con México. En esta alargada región convivían, por lo tanto, varios tiempos culturales que se traslapaban y que originaron movimientos pendulares en la recepción, difusión y reinterpretación de los códigos literarios.32
Nombramiento del ministro comisionado
En estricto apego al protocolo, en el mismo acto de lectura de la real cédula que comunica el deceso, el presidente de la audiencia nombra al ministro comisionado, es decir, designa a uno de los oidores como responsable del programa fúnebre. La organización de la ceremonia luctuosa implicaba el despliegue de un vasto aparato que hacía confluir los esfuerzos de las élites civiles y religiosas, que debían abocarse a
la construcción del túmulo, la pautada disposición del exorno heráldico, la realización de jeroglíficos u otras composiciones simbólicas, la adecuada instalación de los varios cientos de hachas, cirios y velas, etc. Pero hubo asimismo otra serie de requerimientos que resultaron igualmente inexcusables: la determinación de la categoría celebrativa de la ceremonia, la elección de templo y los obligados acuerdos con sus cabildos para hacer uso de ellos; la cobertura de todas las necesidades ligadas al desarrollo litúrgico (nombramiento de oficiantes, provisión de ornamentos sagrados, coros musicales, encargo del sermón); la regulación y asiento de los invitados de acuerdo a una estricta normativa de protocolo, etc.33
Este acto, de aparente simpleza administrativa, pronto trasciende lo meramente formulario y se inserta dentro del gran tema de la obediencia que atraviesa, cual eje articulador, la completa estructura de los libros de exequias reales. El nombramiento representaba para el elegido un honor, pues implicaba el reconocimiento de su “solicitud, y generosidad”, así como que las misiones que le eran encargadas, “y mucho más las pertenecientes al servicio de la corona”, las conducía a feliz término merced a “la solicitud y desvelo de su lealtad”.34 “Gratitud” y “obligación”, “privilegio” y “lealtad” son los términos que se repiten sin cesar para recrear la imagen del encargo ennoblecedor y del eficiente funcionario que debe cumplirlo. Los oidores, que ya de por sí ocupaban la cúspide de la administración real, aprovecharían estas inmejorables oportunidades para, en una de las mayores obsesiones barrocas, ostentar su preeminencia.35
Tópico de la falsa modestia
El tópico de la falsa modestia se liga estrechamente al nombramiento del ministro comisionado. La práctica más frecuente era que la identidad del ministro comisionado, usualmente un oidor de la audiencia, no coincidiera con la del autor de la relación. En las exequias de Fernando VI, por ejemplo, el presidente y la audiencia comisionaron a Basilio de Villarraza la organización de “un suntuoso funeral” y éste encargó a fray Blas del Valle “los jeroglíficos y versos con que se había de adornar el túmulo”.36 Por ello, el tópico de la falsa modestia es desplegado en forma preferente, casi exclusiva, por el escritor de la relación y autor del programa iconográfico.37 Este tópico es una modalidad de captatio benevolentiae que se nutre de fórmulas de “humildad”, “debilidad” y “escasa preparación” procedentes de la retórica clásica enriquecidas con expresiones de empequeñecimiento de sí mismo inspiradas en la tradición bíblica.38
La declaración de modestia de fray Blas del Valle en Symbolica oliva de paz y piedad (1760) es uno de los ejemplos más destacados por su extensión y grado de detalle. Este dominico argumenta que no es poeta y que en lugar de visitar a las “nueve hermanas” se ha dedicado a “cuidados más serios”. Además, apunta que desconfía de su propia capacidad para cumplir en forma apropiada “a vista de los que con tanto arte, y suavidad se dieron no ha mucho a la luz pública”, con lo que se refiere a dos relaciones aparecidas en 1759, El dolor Rey… escrito por Manuel de Iturriaga por los funerales de María Bárbara de Portugal y la Relación individual de las fiestas… de consagración del templo de Esquipulas del capitán general Alonso de Arcos y Moreno. Por último, recurre al tópico de la obediencia para justificar su aceptación y cumplimiento del encargo: “mi buen deseo es cumplir lo que se me ordena”.39 Hasta este punto se está ante una típica formulación del recurso de la captatio benevolentiae, con las usuales declaraciones de humildad e incapacidad, pero pronto la careta es abandonada para dar paso a una demostración de autoridad que propone su escritura como modélica. En primera instancia, Valle deja en claro que el fundamento del programa iconográfico -“la oliva símbolo de paz y piedad”- que adorna el túmulo es respaldado por figuras de autoridad, a las que cita como legitimación de su propio discurso:
[…] fundado en la autoridad de los que de ellos trataron, y observando las estrechas leyes, que prescribieron Pierio Valeriano, maestro de toda erudición y buenas letras, el erudito P. Santiago Zamora en su Manuscripto de Tumulo, y sobre todo tengo por seguro norte al sapientísimo P. Nicolás Causino, de la Sagrada Compañía de Jesús, en su eruditísimo libro de Symbolica Aegyptorum Sapientia.40
Más allá del consabido recurso a la autoridad, las palabras de Valle ofrecen un esclarecedor panorama sobre las fuentes informativas que nutrieron de forma directa el quehacer de los relacioneros guatemaltecos o, al menos, las fuentes de las que surgió el modelo que reprodujeron. Por una parte, recurre a dos reconocidas figuras de la emblemática renacentista: Piero Valeriano Bolzani (1477-1558), autor de Hyerogliphica sive de sacris Aegyptorum litteris commentarii (1556), primer diccionario renacentista de iconografía, y Nicolás Causino (1583-1651), jesuita francés a quien se debe De symbolica aegyptorum sapientia (1623). Valle añade una obra del jesuita novohispano Santiago Zamora (1670-1727), autor de manuales gramaticales y retóricos de amplia difusión en América: Epigrammata latina (1729), De la naturaleza y partes de la gramática latina (1735), Prosodia, o tiempo de la Sylaba latina, según el libro quinto del arte (1785), y de manuscritos como Arte para hacer elogios dedicatorios y Vejámenes escolásticos y los Certámenes literarios.41 La combinación de exponentes de la tradición emblemática renacentista con lo que pareciera un manual novohispano sobre la confección y ornamentación de piras funerarias demuestra que el lenguaje y las prácticas del imaginario celebrativo europeo recorrieron un largo camino, con escala en Nueva España, hasta llegar a Guatemala, donde asumirían formas propias, como lo sugiere Mínguez al referirse a los catafalcos.42 Resulta necesario resaltar esta realidad, por evidente que parezca, por cuanto es la constatación de que las relaciones festivas guatemaltecas son el resultado de la importación tanto de modelos europeos como de su interpretación novohispana, todo lo cual es sometido a una relectura que los adapta a las posibilidades y necesidades del fasto en una audiencia periférica.
La descripción del túmulo
Esta descripción es un ejercicio de écfrasis, una traducción lingüística de los elementos plásticos del monumento fúnebre erigido en el templo en donde se celebran las exequias.43 En teoría, este segmento ofrecería al lector una imagen, en algunos casos bastante detallada, de los elementos arquitectónicos que participaban de la construcción de la pira funeraria. Sin embargo, en tanto que ejercicio literario regido por el principio de verosimilitud, la écfrasis del túmulo se convirtió en un recurso encaminado a impresionar y sorprender merced al empleo de fórmulas retóricas que magnificaran y embellecieran las rústicas maderas, pinturas y telas que imitaban mármoles, sedas y terciopelos. La descripción hiperbólica alcanzaba cotas extremas como cuando, en la relación de las funerales de Fernando VI, se compara “la hermosa, y elevada máquina” del túmulo con “las romanas agujas, con los soberbios obeliscos, con el coloso de Rodas, y con las más suntuosas pirámides de Egipto”.44 Tal comparación con los monumentos de la antigüedad es un tópico repetido sin cesar: en la Urna sacra, y fúnebre pompa… (1666) de Felipe IV ya se mencionaba que el mausoleo real emulaba y causaba envidia a “Roma, Caria y Egipto en sus agujas, pirámides y obeliscos”.45 Incluso cuando la estrechez económica impedía costear una arquitectura efímera de esmerada factura, la retórica venía al rescate del apurado e ingenioso relator. En su descripción del túmulo de Carlos III en el templo parroquial de Granada, el padre Ximena suplió la pobreza y la heteróclita decoración de la pira con la exaltación de la nobleza de sentimientos de los vecinos de pro:
[…] un magnífico túmulo, que aunque desnudo de símbolos, jeroglíficos, emblemas, epigramas, elegías y otras obras gallardas del ingenio y del arte, manifestaba no obstante en la sencillez de su pompa los nobles afectos de los patricios, que concurrieron gustosos para hermosear la funesta pira con sus candeleros y otros adornos de plata, colocando en las gradas de los cuerpos trescientas luces labradas para este solemne acto.46
Algunas relaciones acompañaban la descripción del túmulo con un grabado, pero ni siquiera éste resultaba del todo fiable para hacerse una idea del aparato efímero, pues existía gran libertad en su realización. Esta independencia respecto de los referentes reales reafirma la matriz literaria, ficcional, presente en las relaciones festivas. Francisco Javier de Paz, por ejemplo, confiesa que el grabado del túmulo en El rey de las flores, o la flor de los reyes… (1726) no corresponde al que en realidad fue edificado, aunque dentro de su argumentación este reconocimiento no resta pertinencia al grabado, sino que le sirve para ponderar aún más las maravillas de la ornamentación. Desde esta perspectiva, lo que interesa es, ante todo, representar en la imaginación:
Y así suplirá aunque no del todo, la estampa que se ofrece a los ojos; que aunque no corresponde al original, porque el pincel más valiente titubeó al hacerse cargo de tanta máquina y el buril más primoroso que abrió la lámina perdió el hilo en tan hermoso laberinto de ramos y follajes, de luces y de rosas; pero con todo ya que no se puede informar el oído, algunas especies recibirán la vista para formar la idea de obra tan magnífica y a todas luces primorosa.47
La descripción de estas arquitecturas efímeras trasciende el primario papel de creación de una atmósfera grandiosa, muy característica de la utopía de la celebración barroca, y entronca directamente con la propuesta ideológica que se encierra en el programa emblemático. Sobre los túmulos se colocaban tarjas pintadas con jeroglíficos; pero, además, ellos mismos expresaban parte de ese proyecto simbólico. Uno de los mejores ejemplos se encuentra en las exequias guatemaltecas de Carlos III, cuya relación detalla la decoración del túmulo que no es parte propiamente del programa iconográfico -entendido, en sentido estricto, como los jeroglíficos pintados sobre lienzos o tarjas-, pero que guarda con él una estrecha relación de complementariedad. En el primer cuerpo de la pira se colocaron cuatro estatuas que representaban a las potencias vinculadas con los Borbones españoles: Francia, Portugal, Nápoles y Parma.
En el segundo cuerpo otras cuatro estatuas, de menor tamaño, simbolizaban las virtudes morales -Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza- a las que se sumaba un esqueleto ante una corona. Por último, en el tercer cuerpo, se colocaron dos leones sobre sendos orbes y palmas, y como remate una cúpula coronada por un florón de talla. Este orden del ornatus responde a una estricta codificación que se originó en las exequias reales españolas: en el primer cuerpo se colocaban estatuas que representaban el poderío terrenal del gobernante y el duelo de sus súbditos, y podían ser sus reinos, las cuatro partes del mundo, sus ríos, etcétera; en otro cuerpo, mediante estatuas o pinturas alegóricas se figuraban las virtudes con sus atributos.48 En suma, esta ornamentación constituía un articulado compendio de las cualidades que la propaganda monárquica deseaba transmitir como identificatorias de la dinastía borbónica en diversos planos: el de sus alianzas europeas, el de sus virtudes y el de sus aspiraciones universales expresadas mediante la unión entre sus posesiones europeas y americanas.
La descripción del programa iconográfico
Este es el segmento más extenso del libro de exequias reales.49 Inclusive, según declaración de fray Blas del Valle, representa el eje y la razón última de la relación luctuosa: “lo que especialmente mira a el propósito de las honras, que es a lo que se ordenan las pinturas, y letras de los ideados jeroglíficos”.50 Se trata de una enumeración pormenorizada y exhaustiva de los jeroglíficos, pinturas, sonetos y otros versos (elegías, epigramas, décimas, octavas, madrigales, etcétera) que adornaban el túmulo y, en ocasiones, las paredes del templo donde se oficiaba la ceremonia. La emblemática, nacida de la obra del humanista Andrea Alciato, gozó en América del mismo enorme éxito que en Europa, lo cual se constata por su profuso empleo en los programas simbólicos de arcos triunfales, piras funerarias, carros alegóricos y palestras literarias, así como por la presencia de sus principales tratados en los manifiestos de embarque de libros que los comerciantes sevillanos enviaban a los territorios americanos.51 La amplia difusión de la cultura simbólica barroca propició la comprensión de símbolos y alegorías por todas las clases sociales e, incluso, los autores acomodaban su producción al horizonte de expectativas del público, fuera iletrado o docto.52
Los tiempos de auge y decadencia de la cultura emblemática, sin embargo, no coinciden en uno y otro continente. En España, desde mediados del siglo XVII, la codificación de los motivos simbólicos devino en el agotamiento de la creatividad y en una actividad de mera copia. En el siglo XVIII, los libros de honras fúnebres dejaron de incluir grabados de los emblemas y el único ejemplo conocido, de unas honras de Felipe V en Cádiz en 1746, es un volumen pobremente impreso que presenta unos dibujos toscos.53 Esto no significa, empero, que su uso haya desaparecido, sino que se limitaban a imitar, en forma anacrónica, los diseños emblemáticos de la época de los Austrias.54 Como se verá, la trayectoria de la emblemática será mucho más extensa en el reino de Guatemala, en donde persistirá en grabados hasta finales del XVIII.
Por regla general, la descripción del programa se abría con la transcripción de un epitafio en latín, estampado sobre un lienzo que colgaba en el cuerpo principal del túmulo. Este poema elegíaco actuaba como introducción y resumen de los principios del programa iconográfico, todo ello guiado por la exaltación de las virtudes del monarca.55 A continuación del epitafio, se incluye una completa transcripción de los jeroglíficos de acuerdo con los diversos cuerpos del túmulo. Aquellas relaciones que no incluyen las picturas optan por describirlas y se limitan a reproducir el texto poético. La inclusión de grabados que mostraran jeroglíficos es un evento tardío en el reino de Guatemala: sólo las dos relaciones dedicadas a Carlos III, una de Nueva Guatemala de la Asunción y la otra de Granada, los ofrecen, en tanto que se encuentran ausentes en las relaciones de Felipe IV, Luis I y Fernando VI. Justamente, en el libro funeral de Fernando VI se sigue el siguiente orden descriptivo: se traza una descripción de las dieciséis pinturas y sus respectivos sonetos que colgaban en el primer cuerpo del túmulo; se continúa con el segundo cuerpo, en el que se da cuenta de treinta y cuatro lienzos de pinturas y dos tarjetones, cada uno acompañado por sus respectivas composiciones líricas (elegías, epigramas y décimas latinas, y octavas, décimas y un madrigal castellanos); y se concluye con el tercer cuerpo, en el que se reconstruyen quince lienzos de pinturas y se reproducen sus liras, quintillas y redondillas.56
El rey de las flores, o la flor de los reyes. La rosa de Castilla… (1726) constituye un acabado ejemplo de cómo el entero libro de exequias fúnebres puede levantarse sobre el motivo metafórico que preside el programa iconográfico.57 La identificación de Luis I con la rosa de Castilla se anuncia desde el título, se amplía en los paratextos y la relación, hasta alcanzar su clímax en la transcripción de los emblemas que colgaron del túmulo. La introducción de José de Rodezno Manzolo y Rebolledo, ministro comisionado de las honras, lanza alguna luz sobre la dirección del simbolismo, pues convoca la asociación entre flor y santidad al jugar con frases que atienden a la flor de la edad del monarca, el verdor de sus años, el buen olor de su fama y los fragantes aromas de sus heroicas virtudes. Sin embargo, es en la relación propiamente tal en donde el tema floral alcanza mayor esplendor, ahora asociado al tópico de la vita brevis de la flor: este rasgo fundamental es el que posibilita la transferencia de significados del juego metafórico, pues se empareja con la temprana muerte del monarca, quien apenas reinó siete meses, entre enero y agosto de 1724, y murió a los diecisiete años de edad. El texto continúa en esta misma línea de búsqueda de paralelismos entre la imagen del rey y el simbolismo de la rosa, en especial en la prestigiosa cultura clásica. Así, se destaca el mito del nacimiento de la rosa: cuando Palas, tras salir del cerebro de Júpiter, posa los pies en la tierra dio a luz la primera rosa. Este simbolismo conjuga las dotes guerreras (“en cada espina un rayo de la guerra”) y las literarias (“en cada hoja un florido cuaderno para rubricar victorias alcanzadas ya en las campañas de Marte, ya en las palestras literarias”), las cuales son aplicadas al joven y malogrado monarca. El texto encomiástico emplea dos estrategias retóricas recurrentes para construir la equiparación entre Luis I y la rosa de Castilla. En el plano léxico, proliferan los lexemas que giran en torno a la metáfora floral; en el sintáctico domina una figura de paralelismo que funciona mediante la concatenación de oraciones condicionales en las que la prótasis se refiere a características de las rosas y la apódosis a hechos del monarca o a la inversa, como se comprueba en la que abre la relación:
Si al Amor porque muere entre espinas de solicitudes y siempre, en los verdores de su edad florida, no se le halló más digno sepulcro que la rosa según la amena erudición de Ferrari Mortus amor inter spinas apposite tumulabatur in rosa: muerto en la flor de su edad, con los cuidados de rey y en la primavera de sus años nuestro adorado dueño y señor natural D. Luis primero que era el amor y las delicias todas de nuestra monarquía, acreedor es sin duda de desmentir los horrores y palidez del sepulcro en las amenidades y púrpura de la rosa.58
La simbología de la flor es puesta, también, al servicio de un proyecto de legitimación política de la dinastía borbónica, recientemente implantada en el trono español. Para ello, se compara el dolor ocasionado por la muerte de Luis I con el producido por el deceso de Carlos V, “mayor de los monarcas del orbe”. Según la tradición, que la relación se ocupa de rememorar, a la muerte del emperador se habrían producido varios portentos, entre ellos el florecimiento milagroso de un lirio.59 Este portento se corresponde con la presencia de otro “Luis florido renuevo de la lis francesa, dignísima mitra de Tolosa”. La referencia a san Luis Tolosa se justifica por diversas circunstancias que crean un nexo con Luis I: el santo francés es ascendiente del monarca español, murió también muy joven y era muy popular la leyenda áurea sobre la visión de su espíritu transmutado en flor en el momento de su deceso. La hagiografía del santo franciscano relata, como era usual, diversos sucesos sobrenaturales que acompañaron su tránsito, el más famoso de ellos el de la rosa que apareció en su boca.60 El gran monarca de la casa de Austria y el santo francés resultan ligados por eventos semejantes en los que se palpa la intervención de la divina providencia y que confluyen para otorgar legitimación, política y teológica, a la presencia de una dinastía francesa en España. La santidad de los reyes es otro de los mecanismos de cohesión que operan en el entramado ideológico de la alianza entre Iglesia y monarquía.
A diferencia de otras relaciones, como la más tardía dedicada a Carlos III, en la de Luis I todos los emblemas se enlazan con el motivo metafórico. El resultado es una muy barroca sobreabundancia de imágenes que glosan la misma idea matriz. Desde el epitafio latino, umbral del cuerpo jeroglífico, se produce un hermanamiento entre el símbolo con el que se ha identificado al monarca, la rosa, y el sol. La rosa es “parto legítimo del sol” y esa “genuina filiación” se demuestra en el ciclo vital de ambos: nacer y morir en un mismo día. El sol, que preside la monarquía de los astros, se conjunta con la rosa, “jurada reina de los vergeles”. Este linaje solar de Luis I apunta hacia la figura de su abuelo Luis XIV de Francia, el Rey Sol, aunque tal simbología puede ser rastreada también en los usos propagandísticos de la casa de Austria.61
Mínguez sostiene que la decadencia de la cultura emblemática en Nueva España es irreversible en la segunda mitad del siglo XVIII y fija el año de 1747 como punto de partida del ocaso.62 Justifica la elección de esta fecha a partir de dos razonamientos: primero, que la jura de Fernando VI, celebrada en 1747, es el último fasto que genera un gran número de relaciones (un total de nueve, correspondientes a las ciudades de México, Mérida, Durango y Guadalajara) y de alta calidad;63 segundo, que, como demostró Carlos Herrejón, a partir de 1753 desaparecen de la oratoria sacra novohispana las referencias, hasta entonces frecuentes, al Mundus symbolicus (1653) del agustino Filippo Picinelli, la última gran compilación enciclopédica de la emblemática europea.64
Estas aseveraciones, sin duda aplicables al virreinato de Nueva España, deben ser sopesadas con cuidado si se pretende su traslado automático a la realidad centroamericana durante esa misma época. En términos generales, la situación en Guatemala no se distancia de la descrita para Nueva España -de hecho, Mínguez incluye algunas de las relaciones guatemaltecas dentro de su análisis, sin diferenciarlas de las mexicanas-, pues también se produce una lenta pérdida de vigencia de la emblemática y de su poder propagandístico. Sin embargo, la ubicación del reino guatemalteco en la periferia geográfica respecto del eje político, económico y cultural mexicano, sumada a la independencia política que le otorgaba su carácter pretoriano, imprime a sus procesos sociales, incluido el de los rituales festivos y sus manifestaciones literarias, un tempo propio, más pausado, que propicia la elongación de las transformaciones y rupturas. Las palabras de fray Blas del Valle, en su crónica de las exequias de Fernando VI en Santiago de Guatemala, son elocuentes al manifestar que el programa emblemático se basó en las empresas de la oliva “que ingeniosos idearon los antiguos, de que se hacen cargo Pierio Valeriano, Picinelli, Natal Comite, Virgilio, y otros… a los cuales añadía muchos de propia idea, apoyados en la propiedad, semejanza, y virtudes del Olivo, por serme esto lícito en sentir del P. Causino”.65
El dominico Valle muestra que la añeja tradición emblemática inaugurada por Alciato a mediados del siglo XVI seguía vigente en la Guatemala de 1760, es decir, siete años después de que Picinelli, su más connotado exponente, dejara de ser mencionado en los sermones mexicanos. Aún más, la persistencia de la tradición emblemática puede ser constatada tres décadas después en La descripción de las reales exequias, que a la tierna memoria de… Carlos III… (1789), en donde se ofrece al lector la reproducción de unos jeroglíficos organizados en torno a diversos motivos entre los que sobresale el de la luz. A pesar de que las ideas ilustradas habían ya calado hondo en el talante de la intelectualidad guatemalteca, esta relación representa una de las más completas colecciones de emblemas del corpus, no sólo por su riqueza simbólica, sino por constituir uno de los muy escasos libros que contiene la estampa de los jeroglíficos en su estructura trimembre de lema, pictura y epigrama.
La coexistencia de diferentes “grados de evolución” en la erosión de la simbología emblemática fue apuntada por R. de la Flor para la propia España: la desafección hacia el género de la relación de fiestas se gestó desde inicios del siglo XVIII entre los escritores jesuitas, sus mayores impulsores, por su creciente enfrentamiento con la nueva dinastía y condujo a la introducción de rasgos paródicos y burlescos en textos como la Oración fúnebre con que el Real Colegio de la Compañía de Jesús celebró… las exequias… de Luis Primero (1724) de Martín de Lardizábal y Elorza o a las descarnadas burlas del padre Isla a las fiestas universitarias en Carta en prosa a uno que no entiende de versos. Sobre las fiestas a santo Toribio de Mogrovejo que celebraron los Colegiales de San Salvador de Oviedo y a los sermones de exequias regias en el Fray Gerundio de Campazas; sin embargo, esta metamorfosis no fue generalizada y en algunas universidades y regiones españolas se mantuvo, al menos hasta mediados del siglo, el respeto a los “puros parámetros de tipo barroco”.66 En la vasta región centroamericana convivían centros de alto desarrollo urbano, como Santiago de Guatemala, San Salvador, Comayagua y León, con otros que a duras penas merecían el título de villas, pobremente comunicados y a los que las noticias e innovaciones llegaban en forma tardía. Este contexto era el idóneo para que se produjera una superposición de prácticas simbólicas y retóricas de épocas diversas similar a la descrita por R. de la Flor.
Las exequias
La narración de las exequias consiste en una enumeración de las actividades de los dos días destinados a la celebración de las honras, con énfasis en la participación de las autoridades civiles -real audiencia y cabildo- y eclesiásticas -arzobispo, cabildo catedralicio y órdenes regulares-. La extensión de este segmento es variable, aunque tiende hacia lo breve, si se lo compara con la antecedente descripción del programa emblemático. En algunos textos la brevedad puede ser extrema, como en El rey de las flores, o la flor de los reyes (1726). En esta relación dedicada a Luis I se nombra la concurrencia al funeral en la catedral de Santiago de Guatemala, pero sin ofrecer los nombres de los asistentes. Sólo se menciona la presencia de las corporaciones religiosas y civiles y “la flor de la nobleza”, pero se enfatiza que cada grupo tomó “por su orden los asientos”. De inmediato, se señala que la oración latina corrió a cargo de Manuel Cayetano de la Cueva, rector del Colegio Seminario, y que al día siguiente la misa fue oficiada por Nicolás Carlos Gómez de Cervantes y el sermón castellano fue pronunciado por el autor de la relación, Francisco Javier de Paz, lo que aprovecha para renovar su proclamación de falsa modestia.67
La descripción de las exequias es mucho más detallada en Symbolica oliva de paz y piedad (1760) de Fernando VI. El relato se centra, como era la norma, en el recuento cronológico de los actos, cuyo inicio se marcaba, al mediodía y a las tres de la tarde, con campanadas y salvas de artillería. Una hora después se encendieron los cirios que adornaban la pira, cuyo número -“mil y cuatrocientos cirios de todos los tamaños”- era fiel indicativo de la majestuosidad asignada a la ceremonia. A esa misma hora, salió del palacio de la Real Audiencia un cortejo integrado por las autoridades de esta institución, los miembros del ayuntamiento y los oficiales españoles. Al cruzar la plaza los saludó una descarga de fusilería y en las puertas de la catedral fueron recibidos por los prebendados “para conducir al tribunal al asiento que le estaba prevenido y a los demás cuerpos en esta forma”. La asignación de sitios para cada corporación y su perpetuación hasta constituirse en normas consuetudinarias de estricto acatamiento no es un detalle baladí. Desde el párrafo de apertura de la descripción de exequias, se precisó la trascendencia que revestía el respeto de tales sitiales:
Ordenados, pues, los jeroglíficos, concluida perfectamente la pira y dadas todas las providencias que el anticipado conocimiento del señor comisario estimó precisas para impedir la embarazosa confusión que causaría el concurso de tanta plebe, si el respeto de la tropa no custodiase las entradas de los asientos destinados a los nobilísimos cuerpos, que debían concurrir; llegó el día 16 de julio de 760.68
En la cultura barroca los derechos de prelación en el ceremonial festivo revestían una enorme trascendencia para sus partícipes. Los derechos sobre el espacio físico -un asiento en determinado lugar del templo o una posición en un cortejo procesional- eran un trasunto de la jerarquía social, una exteriorización de la honra debida a cada uno y su respeto era percibido como su reconocimiento público. Cualquier transgresión a tales prerrogativas suscitaba airadas reacciones. Esta exacerbada sensibilidad explica las reiteradas declaraciones en cuanto a que el lugar preparado para cada corporación era el “acostumbrado” y cualquier variación debía ser justificada con precisión:
La real audiencia, no pudo colocarse en el lugar acostumbrado porque, ocupando el túmulo todo el ámbito de la capilla mayor, fue preciso disponer fuera de ella, y en el crucero al lado del evangelio, un estrado orlado de barandillas, de extensión bastante para recibir las sillas, sitial, almohadas, y los bancos rasos de los subalternos, vestidas las primeras de damasco negro […].69
Las distancias entre sujetos principales y subalternos se hacen patentes por su posicionamiento espacial, además de por marcas como el tapiz que cubría las sillas, y esta distribución física constituye el marco general del relato de las honras. La mayor parte de este segmento se dedica a describir con lujo de detalles el puesto que ocuparon los miembros más destacados de la élite guatemalteca, empezando por el capitán general y presidente de la audiencia, Alonso Arcos Moreno, los oidores, el fiscal, el alguacil mayor y los oficiales de las cajas reales, cada uno de ellos individualizado por su nombre y su cargo. Frente a ellos, “al lado de la epístola”, en sillas cubiertas de bayeta, se situaron los miembros del ayuntamiento, de quienes se proporcionan sus calidades y el puesto que les correspondió. Del claustro de la Real Universidad de San Carlos y de los religiosos de las diversas órdenes y del Colegio Seminario de San Borja tan sólo se reseña que ocuparon el resto de la nave principal “por la banda del evangelio”, pero no se les identifica personalmente. Por el contrario, al indicarse el puesto que correspondió a los oficiales milicianos españoles sí se explicita que eran presididos por el coronel ingeniero Luis Díez Navarro, el maestre de campo Juan del Real y el sargento mayor Melchor Mencos, en una clara demostración del alto predicamento de que gozaban los oficiales peninsulares. La relación también se extiende cuando corresponde el turno al arzobispo Francisco José de Figueredo y Victoria y a los miembros del cabildo catedralicio (el vicario general Francisco José de Palencia, el chantre Tomás de Alvarado y Guzmán, el maestrescuela Miguel de Montúfar, el tesorero Antonio de Soto y los canónigos Miguel de Cilieza Velasco y Miguel de Aragón), quienes se sientan “en el coro según costumbre”.70
Aunque la descripción de las ceremonias religiosas es sucinta, se cumple el prurito de precisar los nombres de cada uno de los responsables: la vigilia a cargo de Francisco José de Palencia, la oración latina del dominico Alejandro Sagastume, el responso iniciado por el arzobispo y continuado por los sacerdotes del sagrario y los restantes de la ciudad. Los actos concluyen al anochecer cuando la audiencia se retira al palacio y se dejan oír salvas de artillería y campanadas. Al día siguiente, las órdenes religiosas celebraron misa y vigilia en las capillas de la catedral, en tanto que en el palacio de la audiencia los miembros de los cabildos secular y eclesiástico, de la Universidad de San Carlos, los superiores de los regulares y los vecinos cumplieron “la antigua ceremonia de dar el pésame al real acuerdo”. Al igual que la víspera, los integrantes de la audiencia desfilaron hasta la catedral para asistir a la misa que celebró Francisco José de Palencia y escuchar el sermón del franciscano Pedro Ramón Hernández. La función de honras concluyó con el canto del responso al son del Requiéscat.
Los sermones
La inclusión del sermón en las relaciones de exequias españolas se generaliza a partir de las de Felipe IV.71 En los sermones reales se pretendía escenificar la fusión rey-reino mediante el reforzamiento de los vínculos de adhesión, efectuar un acto de propaganda de la monarquía mediante la idealización -gracias al elogio, la glosa y el panegírico- de la vida, obra y atributos de sus titulares, resaltar el papel de la ciudad que hace de la muerte regia un motivo de lucimiento y transmitir didácticamente un sistema axiológico que informe la vida de los súbditos.72
La publicación de sermones dentro del libro fúnebre se confirma en el caso guatemalteco sólo después de la época de Felipe IV. La relación de honras fúnebres de Felipe IV (Urna sacra, y fúnebre pompa…) no incluye el sermón del jesuita Manuel Lobo, el cual fue publicado por separado un año después en la misma imprenta de José de Pineda Ibarra.73 La situación varía en el siglo XVIII: El rey de las flores, o la flor de los reyes (1726) incluye el sermón castellano de Francisco Javier de Paz y en adelante esa será la práctica dominante. En la Symbolica oliva de paz y piedad… (1760) se adicionan el sermón latino de fray Alejandro Sagastume y el castellano del franciscano Pedro Ramón Hernández; en la Descripción de las reales exequias… (1789) consta el sermón latino de fray Carlos Cadena, además del castellano de Isidro de Sicilia y Montoya, canónigo penitenciario de la catedral guatemalteca.
Conclusiones
Esta investigación es pionera en su propósito de ofrecer una visión general de la retórica de las exequias reales de la Audiencia de Guatemala. Esta tal vez ambiciosa mirada abarcadora se postula como necesario punto de partida para establecer el estudio del fasto fúnebre centroamericano en su especificidad histórica, es decir, como parte de la tradición hispánica, pero, en forma simultánea, como expresión particular de la realidad de una audiencia periférica respecto del gran virreinato novohispano. En suma, proponemos una toma de distancia respecto de la imagen del festejo guatemalteco como simple extensión del mexicano y su consideración como un fenómeno literario que requiere ser estudiado en su conformación particular.
El estudio de las relaciones de exequias fúnebres del monarca en el reino de Guatemala, centrado en lo medular en el siglo XVIII, ha permitido constatar el paulatino proceso de transformación de las prácticas celebratorias barrocas y, sobre todo, de su traducción literaria durante el periodo ilustrado. Las innovaciones epistemológicas europeas se difundieron también por los dominios españoles en América, si bien sometidas a ritmos discontinuos en los que avances y retrocesos se sucedían por igual. La tradición de escritura de relaciones en Guatemala no fue ajena al impacto de esta revolución: durante la segunda mitad del XVIII se asiste a una decadencia evidente de los códigos barrocos de la fiesta y la presencia de una nueva sensibilidad, pero se trata de un proceso discontinuo que demuestra que el ocaso de la cultura emblemática no es homogéneo en el mundo hispánico. Al considerar los programas iconográficos de las relaciones festivas guatemaltecas se constató la enorme capacidad de resistencia y adaptación de la emblemática renacentista. Aunque otros segmentos de la dispositio dan cuenta de los avances de la sensibilidad ilustrada, el recurso de los emblemas siguió fiel a la tradición, incluso en época tan tardía como la primera de las honras fúnebres de Carlos III. Por ello, es necesario concluir que en los territorios centroamericanos se experimentó una superposición de prácticas simbólicas y retóricas de momentos diversos y que supone un riesgo adelantar fechas precisas para el abandono de unas por otras.