En el año 2020, en plena pandemia, la Casa de México en España, la Secretaría de Relaciones Exteriores y Fomento Cultural Banamex patrocinaron dos exposiciones en Madrid: Plus Ultra. Lo común y lo propio de la platería religiosa de la Nueva España y Biombos y castas. Pintura profana en la Nueva España. Ese mismo año salió el catálogo de esta última exposición con textos de Pedro Ángeles Jiménez, Andrés Calderón Fernández y Fernando Ciaramitaro. El libro está divido en dos partes. En la primera, Pedro Ángeles expone las características de los dos tipos de soportes que constituyeron la muestra presentada y describe algunos de los objetos expuestos, con especial atención en los biombos, cuyo número de piezas exhibidas fue menor que los cuadros de castas. Los biombos procedentes de Japón y China llegaron a América y Europa como regalos traídos por embajadores tanto a México como a Madrid. Sin embargo, con el tiempo se convirtieron en importantes objetos de comercio y comenzaron a fabricarse en Nueva España. Dichos muebles, hechos con diversos materiales, servían para separar espacios, dar privacidad en las habitaciones donde había camas, ocultar a los músicos en los festejos e incluso como escenografía, pues sus pinturas permitían el acceso visual a jardines o ciudades, a temas literarios y alegóricos, o a escenas históricas. El tema ha sido tratado en varias publicaciones y la más representativa es un estupendo volumen publicado por el Museo Soumaya con artículos de Gustavo Curiel, Mónica López Velarde, Iván Leroy, Benito Navarrete, Ana Elena Mallet, Juan Monterrubio, María Teresa Espinosa y Juan Pineda.1 Sobre los orígenes orientales de este objeto, el coleccionista Rodrigo Rivero Lake publicó un importante libro sobre arte nambán japonés y su influencia en biombos y cuadros fabricados durante el virreinato en Nueva España.2
Los seis biombos de la muestra, descritos por Pedro Ángeles, muestran esa variedad, tanto temática como material. El primero en ser reseñado es un biombo -posiblemente incompleto-, formado por cuatro hojas, donde se presentan escenas de la plaza mayor de México, la Alameda e Iztacalco, con unas nubes doradas propias del estilo nambán. El segundo es un abigarrado conjunto de escenas sobre las batallas terrestres y navales de Alejandro Farnesio que comienzan por el triunfo de Lepanto frente a los turcos y terminan con las guerras de Flandes. A los hermanos Juan y Miguel González, autores de una abundante obra, se les atribuye la autoría de esta extraordinaria pieza realizada con la técnica de “enconchados” que introduce en el dibujo embutidos de madreperla. El tercer biombo descrito tiene una temática totalmente distinta pues describe con una gran economía de personajes -diez- escenas galantes, con danzas y juegos de mesa en un ambiente campirano. Ese mismo ambiente bucólico se puede observar en el biombo sobre la leyenda mitológica de Céfiro y Flora que recuerda la exaltación de la primavera y la fertilidad. El último de los biombos incluidos es el extraordinario objeto que describe la entrada alegórica de un rey Borbón a Madrid, donde se incluye, además de la parada militar con nobles a caballo que acompañan al monarca, 24 emblemas enmarcados con rocallas que decoran la parte superior y que conforman “un espejo político de buen gobierno” y hablan de las virtudes morales que adornan a la monarquía.3
Después de describir los biombos, Pedro Ángeles introduce el tema sobre los cuadros de castas, género pictórico que apareció en el siglo XVIII en Nueva España y que se desarrolló en series. Dichas pinturas describen en escenas diversas a grupos familiares formados por una pareja y un hijo o hija, que desempeñan diferentes actividades, en espacios domésticos donde se presentan varios objetos, alimentos, plantas y animales “de la tierra”, algunos identificados con letreros. Estas pinturas fueron realizadas para un mercado europeo que demandaba escenas de países exóticos para los coleccionistas. Las clasificaciones que utilizan, según la esquematización y la sistematización propuestas por la Ilustración, respondían a modelos europeos, aunque en ellos también se mostraba la realidad social que los pintores contemplaban a diario.
En las series pintadas a lo largo de varias décadas del siglo XVIII se puso énfasis especial en el lujo y las vestimentas, aspectos que constituyen el tema central de la segunda parte del libro, que lleva por título “Los cuadros de castas: cultura material, indumentaria, consumo y modernidad en la Nueva España del siglo XVIII”. A partir de una perspectiva bastante novedosa, Andrés Calderón Fernández y Fernando Ciaramitaro se preguntan si dicho género pictórico es una fuente confiable para reconstruir la cultura material de esa época. Para responderla se señalan los cuatro principios que Peter Burke propone para el análisis documental: un testimonio nos da acceso a la cosmovisión de una época, aunque no siempre a una realidad fáctica; los testimonios gráficos deben contrastarse con otro tipo de fuentes, en este caso, con inventario de bienes, libros de viajes, crónicas, censos; series de imágenes o de documentos son mejores testimonios que un objeto aislado; detalles insignificantes o ausencias son claves también para obtener información.
A partir de esas premisas, los autores comienzan por describir una sociedad urbana multiétnica, con una abundante población de origen africano e indígena, pero en la que el modelo europeo se impuso como patrón de actitudes y del consumo como medio de promoción social. A través del análisis de los vestidos y los objetos que aparecen en los cuadros de castas es posible descubrir ese consumo que lleva a pensar en la circulación de bienes a nivel planetario. La aparición constante en los ajuares de telas de seda y de cerámica, provenientes del comercio con China, y de algodón, de la India, se explica porque la mano de obra barata permitió la venta de dichos productos a precios accesibles. Las telas orientales, por su bajo costo, desplazaron la posibilidad del comercio europeo de telas, aunque éste no despareció pues llenaba las necesidades de los más ricos. Esto permitió a los grupos menos favorecidos vestirse con telas de importación y con ello el consumo se convertía en un medio de ascenso social. Tal proceso produjo la desobediencia constante a las leyes suntuarias que pretendían no tanto imponer un control estamental a una sociedad cambiante y plural, sino, sobre todo, detener el flujo en aumento de plata americana hacia China, en detrimento de la hacienda real. Ese aumento en el consumo, sobre todo de textiles, por parte de amplios sectores sociales se refleja en los cuadros de castas, por lo que este artículo vincula la historia social y económica con la historia del arte, en una línea que inauguró George Kubler para la Nueva España del siglo XVI.4
Los autores de esta segunda parte del libro hacen notar que dicho incremento se corresponde también con un aumento en los ingresos y un mayor poder adquisitivo entre las décadas finales del siglo XVII y las primeras del XVIII, situación que comenzó a cambiar a partir de 1780, cuando se nota un deterioro en las condiciones de vida de dichos sectores sociales. Podría esto explicar que, a diferencia de las primeras series de cuadros de castas que muestran a los personajes con atuendos lujosos -y algunos de ellos en actividades relacionadas con el comercio-, conforme avanza el siglo aparecen también representados hombres y mujeres que ejercen oficios modestos y portan vestidos rotos y raídos. El hecho de que a partir de esa segunda mitad de la centuria el espectro social representado se ampliara y que junto al lujo se plasmara también la miseria, sería consecuencia de un cambio en las condiciones de vida.
Aunque habría que tener en cuenta que, mientras los primeros cuadros trataban de exportar la imagen de un virreinato pleno de riqueza, para contrarrestar los prejuicios europeos sobre América, conforme pasaba el tiempo se imponía una mirada más crítica con respecto a la percepción de la realidad. Una miseria que se ocultaba a partir de la retórica de la opulencia salía a relucir ahora cuando la actitud racionalista hacia la sociedad mostraba con crudeza las profundas diferencias que había entre ricos y pobres. En los cuadros tampoco se excluían los prejuicios, como se puede apreciar en algunas series en las que se representan peleas de gran violencia entre las parejas. En la mayoría de ellas son aquellas personas afrodescendientes las que se muestran más proclives a las pasiones desenfrenadas, prejuicio muy generalizado en las sociedades coloniales.
Sin embargo, los temas de violencia en los cuadros de castas son los menos numerosos frente a la gran mayoría en los que laboriosidad y armonía son las constantes. Sorprende, además, en varias representaciones, la presencia de parejas de un hombre de color casado con una mujer blanca, en contraste con una realidad en la cual la relación era a la inversa. En el ámbito laboral es también notable la representación de mujeres independientes, dueñas de talleres y tiendas, y proveedoras del sustento familiar.
La rica muestra de las imágenes publicadas en este libro y los dos trabajos que contiene enriquecen los estudios sobre el tema aportados por investigadoras como María Concepción García Sáiz e Ilona Katzew.5 A partir de sus aportaciones podemos concluir que los cuadros de castas muestran dos estrategias de representación social. Por un lado, su misión consistía en imponer orden en una sociedad confusa y subrayar la preeminencia jerárquica necesaria para el sostenimiento de la sociedad: los blancos -españoles- por encima de las personas “de color” -castas-; los varones sobre las mujeres; los padres sobre los hijos. Insistir en la jerarquización era un medio de garantizar la subsistencia de un sistema en el que las rupturas se hacían cada vez mayores. Ilona Katzew señala:
El despliegue de la idea de la familia servía para naturalizar la jerarquía generalizada que se representaba en las pinturas de castas. Puesto que la subordinación de la mujer al hombre y del hijo a la madre se consideraba como natural, otras formas de jerarquía social podían representarse en términos familiares para patentizar que las diferencias sociales eran categorías naturales.6
Además de la jerarquía, en los cuadros de castas se insistía en una estratificación social determinada por la raza, aspecto que estaba marcado por una taxonomía aparentemente rigurosa; pero de manera paralela, en el vestido, en las actitudes y en los ambientes domésticos y laborales se nos muestra una diversidad de situaciones en las cuales lo racial no es determinante. De hecho, como lo muestran Andrés Calderón y Fernando Ciaramitaro, la expansión de la economía y del comercio había permitido el ascenso social de muchos grupos mestizados. De hecho, desde la centuria anterior se volvió común la utilización de calidad como término de diferenciación social, que era independiente del color de la piel o de los rasgos étnicos. Tal apelativo tenía que ver con el oficio, la legitimidad de nacimiento, la manera de vestir -de ahí la importancia de los textiles-, la pertenencia a corporaciones y cofradías de prestigio y los lazos clientelares.7 Sin embargo, “el paradigma social se seguía definiendo en los términos occidentales y, a partir de ellos, en sus imágenes se continuaban estableciendo exclusiones e inclusiones”.8