Las colleras en la América Latina colonial
Las denominadas colleras1 son un concepto y una praxis que hallan sus orígenes prácticamente en los propios inicios de las confrontaciones entre los seres humanos, el aprisionamiento de los vencidos, y su encarcelamiento, esclavización y malos tratos en el largo proceso histórico de la humanidad. Para el caso que nos ocupa ahora, el de la historia de la América Latina colonial, ya en fecha tan temprana como 1552, el célebre sacerdote y humanista Bartolomé de las Casas, en su Tratado sobre la materia de los indios que se han hecho esclavos,2 al hacer referencia a la esclavización de los indígenas en el área circuncaribe, tras arrasar prácticamente con las poblaciones originarias de las Grandes Antillas, afirmaba que los colonizadores españoles practicaron el comercio de los esclavos indígenas en “la costa de las Perlas”, Honduras, Yucatán y Pánuco, Venezuela, “Guatimala” y Nicaragua, “para llevarlos a vender a Panamá y al Perú”.3 Todo esto se efectuaba en condiciones horripilantes, que anticipaban los horrores llevados a cabo, en los siglos siguientes, con los africanos y sus descendientes esclavizados en nuestro continente.
A ello, añadía el muchas veces criticado padre De las Casas, quien sería conocido como Benefactor y Apóstol de los Indios, que, para tales efectos esclavistas,
Llevábalos el que los compraba en sus colleras y cadenas de hierro e transportábalos ciento y docientas leguas, y sin tener hierro del rey los herraba en la cara con letras de su nombre. Y algunas veces los herraban con un hierro caliente el primero que hallaban, como somos ciertos desto. Después que se habían dellos, o cuando querían, vendíanlos como esclavos (siendo todos de los indios libres) que tenían encomendados.4
Al seguir sus relatos y experiencias de vida, precisamente en todo ese ámbito circuncaribe y del golfo de México, De las Casas añadía que, en el caso de la naciente Nueva España, esos traslados mediante buques y colleras ignominiosas cubrían
[…] gran parte de la [provincia] de México, la de Guazacualco y Tabasco, que hervía de gente, […] Yucatán […], toda casi totalmente la de Pánuco […llegando hasta…] Jalisco, donde el gobernador hizo herrar en las caras […] cuatro mil y quinientos y sesenta hombres y mujeres y niños de un año a las tetas de sus madres, y de dos y de tres o de cuatro o de cinco años, y otros muchos de catorce abajo, pese a que las provisiones reales, autorizaban “que algunos se hiciesen esclavos, [¿aunque?] ninguno se hiciese de catorce años abajo”.5
Sin embargo, De las Casas, con su agudeza y, para algunos, hipercriticismo -para nosotros necesario, dada esa época histórica y sus circunstancias-, añadía el caso no menos emblemático de la Venezuela de los Welser, durante el segundo cuarto del siglo XVI, con “los alemanes a quien se dio cargo que robasen y destruyesen los reinos de Venezuela, más de veinte años yendo y viniendo navíos cargados [con indígenas esclavizados y conducidos de manera previa en colleras], no entendieron en otra granjería”.6
Otro personaje, no menos conocido de la medianía del siglo XVI, aunque no movido, en realidad, por los sentimientos humanitarios del padre De las Casas, fue Bernal Díaz del Castillo. Como procurador síndico de la ciudad de Guatemala, enviaba, el 1 de febrero de 1549, una extensa petición sobre los indios esclavos precisamente, en la que hacía referencia ya no a los conquistadores españoles, sino que “los caciques y señores que tenían a estos esclavos [indios] los vendían públicamente y atados en colleras y con unas varas los andaban vendiendo y entre los indios se vendían en los tianguez [mercados] y el Rey permitió a los españoles que también los pudiesen comprar”.7 Esto, por supuesto, creó un precedente de origen indígena muy negativo que sería utilizado por los conquistadores y sus aliados nativos.
En las antípodas imperiales hispanas en América de esa naciente Nueva España y su área de influencia en el Gran Caribe, la situación se reproducía también en el extremo sur, y con creciente fuerza desde finales del siglo XX y al menos hasta mediados del XVII, como en el caso de los indígenas huarpes y aucaes (araucano-mapuches), de los cuales los huarpes eran “deportados en colleras por vía terrestre desde Cuyo [actual centro-oeste de Argentina] hacia Santiago [de Chile], a través de la cordillera de los Andes”, a la vez que los aucaes, en este caso eran desplazados a la fuerza en sentido inverso, considerados como “esclavos de guerra que, también atados en colleras, fueron transportados en navíos hacia Lima/El Callao”, tal y como lo resume la historiadora Jimena Obregón Iturra.8
Debemos acentuar también que, de manera previa, en los grandes imperios indígenas en la América prehispánica, como por ejemplo en el caso del inca, el traslado forzoso de indígenas, como los huarpes citados, era algo común, problema que
ha sido señalado con anterioridad por varios autores, [entre los cuales Salvador] Canals Frau estima que durante el periodo de dominación incaica ya hubo traslados apreciables por el sistema de mitimaes, con lo cual comenzó el desaparecimiento gradual de estos indígenas, mal que no fue sino aumentado a mayores proporciones con la llegada de los españoles, destacando a su vez que “muchos de estos indios que iban a servir en Chile, morían en el camino”.9
A su vez, también otros historiadores previos, como Emiliano Torres,10 basado en el testimonio de fray Reginaldo de Lizárraga, “atribuye la extinción de los distintos grupos a diferentes enfermedades y epidemias, estimándolos ‘como marcados por un estigma fatal’ y haciendo un cuadro bastante triste de sus cualidades”.11 También, en el vecino Río de la Plata y en sus cercanías, en cuanto al Brasil portugués, el agudo historiador Carlos Sempat Assadourian realizó una crítica meridiana a algunos colegas en cuanto a la disminución o práctica omisión del papel desempeñado por las sociedades indígenas en las guerras contra los colonizadores.12 Así, Sempat Assadourian destaca los extremos de esa guerra de exterminio, en los términos, por ejemplo -en cuanto a la pampa argentina y en relación con la época antes comentada-, que los vecinos de San Luis maloqueaban a los indios y los llevaban con sus mujeres e hijos “ynumanamente atados en cadenas al dicho Reyno de Chile a sacar oro y a venderlos allá que es mas de cien leguas de sus tierras y asientos, donde jamás an buelto ni bolberan”. A la vez, añade a continuación que, por ejemplo, en Córdoba, se venden las encomiendas de indios y un castigo común es meterlos en el cepo, por lo que un “distinguido señor” de esa ciudad confiesa, sin ambages, tener presos a sus indios “con una cadena con siertas colleras que mi yerno […] la avia traido del Brasil con siertos esclavos”.13
Para el caso de la Nueva España y, en particular, de su extensa porción septentrional, durante el periodo tardocolonial, las llamadas guerras indias o contra los indígenas autóctonos y nómadas, así como las colleras productos de éstas, por lo general, fue más complicado que en el resto de la América ibérica. Esto se debía a la coexistencia de diversas ambiciones imperiales en esa imprecisa frontera norte, en particular en cuanto a la conjugación de la tríada España-Francia-Gran Bretaña -e incluso de Rusia, al norte de las Californias- y por supuesto que, a partir del tercer cuarto del siglo XVIII, la de los nacientes Estados Unidos de América.
De aquí que surgiesen varios trabajos, los cuales se hicieron emblemáticos desde el último tercio del pasado siglo XX, como los de Christian I. Archer14 y Max Moorhead,15 ambos a mediados de la década de 1970. En el presente siglo, sólo destacamos los trabajos de Sara Ortelli,16 Cecilia Sheridan,17 Carlos Manuel Valdés18 y Hernán M. Venegas Delgado y Carlos Manuel Valdés,19 así como los de Paul Conrad20 y Luis Alberto García,21 sólo a manera de ejemplos y relacionados directamente con nuestro artículo. Dos estudios de caso, en dirección similar a la que ahora presento, resultan el libro de Antonio García de León22 y más recientemente el artículo de Mónica S. Amezcua García,23 que resalta, a partir de un estudio casuístico sobre una collera, la magnitud de esta problemática durante el siglo XVIII y sobre lo que ahora insistimos con este artículo.
Desde luego que ese incremento sustancial, durante el último siglo colonial -y al menos hasta 1810-, del número de colleras enviadas hacia el centro y el sur de la Nueva España está imbricado de forma umbilical con lo que más antes comenté sobre la inestabilidad del septentrión debido a las potencias vecinas, pero también a la política llevada a cabo por las, en definitiva, inoperantes reformas estructurales de todo tipo del despotismo ilustrado y aplicadas en concreto en esa porción norte del virreinato.
Una visión sobre este complejo entramado es factible de obtener mediante la tesis de doctorado de Conrad24 y otros varios trabajos de este autor, así como en el libro de Mark Santiago, The Jar of Severed Hands: Spanish Deportations of Apache Prisioners of War, 1770-1810.25 También me permito incluir mi artículo “Problemas historiográficos y metodológicos confrontados en la investigación regional sobre los indios prisioneros de guerra del noreste novohispano esclavizados en La Habana”,26 que amplía el espectro del destierro y de la esclavización indígena del septentrión novohispano, proyectándolo sobre Cuba, y en particular La Habana y su región.
En resumen, como hemos podido observar a través de estos ejemplos, el uso de las inhumanas colleras para el traslado de los indígenas apresados, extrañados y convertidos en esclavos en toda la América ibérica colonial fue una práctica común -con sus precedentes en el propio mundo indígena previo-. Lo que analizaremos de manera concreta ahora es un caso particular y emblemático, desde mi punto de vista.
Por todo lo expuesto hasta aquí, ahora presento el caso representativo de una collera de indígenas nómadas que se llevó desde Chihuahua, Provincias Internas del Occidente del virreinato de la Nueva España, hasta la capital, la ciudad de México, en el linde entre los años 1789-1790, con la característica particular de que dicha collera estaba compuesta mayoritariamente por mujeres, niños, niñas y ancianos, más algunos indígenas adultos varones, lo que, adicionalmente, le brinda un rasgo peculiar -poco estudiado en la historiografía, incluso la actual-, como veremos a continuación.
Me permito acentuar, en particular, como la composición principalmente femenina dentro de la collera analizada, de varias edades, pero sobre todo de mujeres fértiles, es un claro índice de la política sistemática de despoblamiento de los nómadas de la frontera colonial novohispana, que, en este caso, se enfatiza en la reducción drástica de su capacidad reproductiva, mediante el extrañamiento de su población femenina, como se ejemplifica a continuación.
De manera conjunta con todo ello, otros aspectos imprescindibles que se han considerado son los de la deficiente alimentación experimentada por la collera y los recursos otorgados para su conducción, las largas y extenuantes jornadas de traslado de un sitio a otro, hasta arribar a la ciudad de México, las medidas de control y punitivas para evitar las fugas, las enfermedades y carencias de todo tipo padecidas por la collera, los cambios de temperatura experimentados -desde el gélido norte invernal hasta la más tolerable de la ciudad de México y sus instituciones de acogida en ella-, con unas vestimentas muy precarias, entre otros tantos elementos que analizamos a continuación.
Suicidios, epidemias y muertes en una collera
La collera que nos ocupa ahora, dada su representatividad por lo que ya he comentado, se desplazó desde el semiárido septentrión novohispano hacia el centro del virreinato, en un trayecto compuesto por 342 leguas en total, suma equivalente a 1 651.18 kilómetros,27 que brindan un promedio de 20.38 km por jornada, si se tiene en cuenta que el recorrido de la collera se efectuó en 81 días, entre el 1 de diciembre de 1789 y el 19 de febrero de 1790.28 A ello se debe agregar, en específico, que dicho traslado se produjo en condiciones climáticas de un frío muy fuerte, con temperaturas máximas en la actualidad -pues no contamos con otras fuentes cuantitativas de la época-, por ejemplo, de 20°C y una mínima de 3°C,29 prácticamente sin lluvias. A esto añadimos que, pensando en estas bajas temperaturas invernales durante los días del recorrido, se especificaba al conductor de la collera, alférez Francisco Javier Enderica, que de los caudales que se le entregaban para la conducción de la collera, sólo si “resultara algun sobrante cuidara vm. de darles fresadas [frazadas] para cubrir su desnudés, y que nó esten tàn espuestas à la inclemencia de la estación”,30 lo que proporciona un elemento inicial muy preocupante para ese trayecto de los nómadas en la collera.
El camino fue efectuado con estadías intermedias, desde Chihuahua hasta la ciudad de México, de 60 paradas de “descanso”, tras esos recorridos respectivos de 20.38 km diarios promedio que ya mencioné, desde Chihuahua, pasando por Durango y Zacatecas esencialmente, hasta llegar a la capital virreinal; trayecto en una vía similar al del famoso Camino Real de Tierra Adentro31 (véase el anexo 1, así como el mapa 1).
FUENTE: elaboración de Ramses Lázaro Bravo, a partir de AGN, Provincias Internas, vol. 155, fs. 303-304, 305v a 306v y 308 a 310. También se utilizaron fuentes cartográficas, como base, y diversos mapas, cotejados entre sí, de Google Maps, Google Earth, Bing Maps, Arc Map y Open Street Maps.
La collera estaba compuesta inicialmente por 180 “piezas Apaches”, sumadas las de la villa de Chihuahua y la de Conchos. Como vemos en el cuadro 1, de un total inicial de 180 seres humanos, sólo 8 eran catalogados como hombres -despectivamente llamados “gandules”-,32 pues la inmensa mayoría estaba compuesta por “Mugeres, Niños y Niñas”, como puede observarse a continuación.
“Estado de las piezas Apaches que hai en este Villa y en Conchos, prontas aconducirse en Collera a Mexico, ácargo del Alferez Dn. Francisco Xavier de Enderica | ||||
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Gandules | Mugeres | Niños y Niñas | Totales | |
En esta villa existen | 4 | 66 | 71 | 141 |
En Conchos Ydem | 4 | 21 | 14 | 39 |
Totales | 8 | 87 | 85 | 180 |
|
FUENTE: AGN, Fondo: Provincias Internas, vol.155, f. 229.
De estas primeras cifras, se debe descontar que, en el trayecto desde Chihuahua y Conchos hasta la ciudad de México, “han muerto muchos en la prisión” y, de estos últimos, la inmensa mayoría era mujeres, niños y niñas, quienes casi componían el total en la collera, como antes destacamos. De ello resulta que sóla arribaron 92 piezas a la ciudad de México, pues en el trayecto murieron 88, con lo que arribó la mitad de la collera.34
En cuanto al destacamento armado encargado de conducir la collera, y aunque las cifras varían mucho, éste se componía inicialmente de 53 militares; es decir, a razón de 3.39 nómadas para “el cuidado” promedio por cada militar, al iniciarse el trayecto de la collera, y de 1.73 nómadas promedio por cada militar, al culminarlo, tan desastrosamente, para los indígenas. Por lo dicho antes, debemos añadir que, de ese total de militares, sólo estaba planificado que llegaran a la capital virreinal 28 hombres de la 3a. División, mientras que los restantes 25 hombres, de la 3a. Compañía Volante, sólo lo harían durante una parte del trayecto, como se puede observar en el cuadro 2.
En cuanto a los gastos para conducir la collera hasta la ciudad de México, se le situaron al alférez Francisco Javier Enderica, su jefe, un total de “tres mil treinta pesos para manutencion de los Prisioneros al respecto de real y medio Diario por cada uno en sesenta dias de marcha y para pagar el Flete ò vagages [de] sesenta y siete Mulas ajustadas à quince pesos por todo el viage”, de lo que dicho alférez rendiría cuentas a su llegada a la ciudad de México.35
Ahora bien, si analizamos esos fondos, en cuanto a la alimentación y para la conducción de la collera (véase el anexo 2), es importante resaltar la cuestión de la alimentación, incluida la tropa escoltera. Curiosamente, de los alimentos esenciales, a la vez que declarados en la cuenta de gastos, llaman mucho la atención los dos únicos rubros que se manejan en cuanto a alimentos, es decir, las fanegas36 de maíz adquiridas y las reses para el consumo. Respecto del maíz, adquirido para hacer “atoles”,37 la cifra declarada fue de 16 fanegas; es decir que, en promedio, darían un total de 13.82 kg por día, cifra en verdad irrisoria si tenemos en cuenta el número de consumidores indígenas, de 180 al salir de Chihuahua, a 92 declarados a su llegada a la ciudad de México. A esto deben añadirse los 53 soldados del destacamento armado, más su jefe, el alférez Enderica, aunque suponemos que estos últimos debían haber llevado también sus propios avituallamientos a través de sus prests (o partes de sus haberes, que se les entregaban periódicamente).
Fuente: AGN, Provincias Internas, vol. 155, f. 230.
En cuanto a la carne de res, elemento alimenticio determinante dado su alto valor calórico y nutritivo, la situación no podía ser más preocupante, pues el total de animales vacunos adquiridos fue de 75, es decir, casi el consumo de una res por día, aunque con cifras de consumidores en la collera y su tropa acompañante siempre en continua variación. Al respecto, aunque los cálculos de su rendimiento pueden resultar debatibles, nos permitimos estimar que una res proporcionaría entonces, en cuanto a carne fresca, ya deshuesada, entre 35 % y 50 % del peso del animal.
Ello arroja un promedio situado aproximadamente en 42% de esa carne de res lista para el consumo, según estimaciones de especialistas y conocedores actuales,38 en cuanto a las reses comunes, que no de engorde, dadas las disparidades existentes en textos especializados sobre el periodo colonial. Imaginemos, entonces, siquiera muy tentativamente, cómo se alimentaría tanto a los integrantes de la collera como a los militares escolteros, con menos de una res promedio por día, en esas extenuantes marchas forzadas a las cuales se sometían casi diariamente y sin otros alimentos básicos declarados, aparte del atole.
A todo esto se añade que el mencionado conductor de la collera, el alférez Enderica, argumentaba “que [la collera] sería mucho mayor síno muriesen los Yndios despues que se aprehenden por efecto de la corrupcion de las Carceles, de la variacion de Alimentos, y de lo que se entristecen luego que pierden su livertad”, a la vez que afirmaba, que “hàn muerto muchos en la Prision àpesar del cuidado conqe. seles hà atendido”. Por ello, para el militar, “esta collera devia haver sido de mas de doscientas cincuenta Piezas”,39 a lo que añadimos otros factores concomitantes que a continuación expongo.
El mismo alférez Enderica, con una visión calculadora, en cuanto a costos de transportación y supuestamente llena de humanidad, proponía que
[…] no se comprehendan en las Cuerdas los que sean menores de 7 años y que se le permita distribuir los como lo hacia antes que se lo prohiviese el Sr. Florez, entre los vecinos acomodados que se encargaban de su educacion y crianza; pues asi se evitarian costos a Rl Hazienda, y no havra necesidad de repetir tan frecuentemente el desp° de Colleras [ilegible] la Tropa en sus Escolteros, viniendo en estas solo los Adultos de ambos Sexos.40
Claro está que la propuesta del alférez Enderica estaba sustentada en la no menos humanitaria propuesta de su jefe superior y comandante general de las Provincias Internas, Jacobo de Ugarte y Loyola. Éste, en oficio signado ya al comienzo del trayecto y de los avatares de la collera, se dirigía al virrey conde de Revillagigedo, con fecha 11 de diciembre de 1789, y le proponía, al respecto y a partir del envío de la collera que estudiamos, que “se dejen enlo sucesivo enlas Provincias [Internas] los de corta edad”.41 El centro de estas propuestas radicaba, como es claro, en el interés de utilizar a esas niñas y niños como esclavos de todo tipo, después de recibir la correspondiente “educación cristiana”, según la fórmula de la época.
A todo lo anterior resulta necesario añadir que esa crítica implícita -en el documento citado antes- a la vez que manifiesta, al anterior virrey Manuel Antonio Flórez Martínez de Angulo (1787-1789), no consideró la experiencia política colonial del personaje en su vasta trayectoria administrativa y militar a lo largo de la América española, desde los territorios vinculados con el Río de la Plata y Perú, y actuando en la delimitación territorial con el Brasil portugués en 1750, lo que le valió ser nombrado comandante militar del crucial puerto de La Habana, en 1771, y a continuación del Ferrol, en la península. A esto se suma que, cuatro años después, en 1775-1776, fuese designado nada más y nada menos que como virrey del Nuevo Reino de Granada, durante una conflictiva época para dicha colonia, que se prolongó hasta 1782, cuando fue nombrado como virrey de la Nueva España entre 1787-1789, en un no menos turbulento periodo de nuevas reformas borbónicas.42
Para volver sobre el particular, el comandante general de las Provincias Internas, Jacobo de Ugarte y Loyola, le insistía al virrey -al igual que lo hacía su subordinado, el alférez Enderica-, sobre los indígenas menores de edad apresados, para poder “entregarlos à los Vecinos acomodados de estas Provincias, ò a los Religiosos Misioneros que los soliciten pa. su crianza y educación Cristiana”, concluyendo así que:
No abra à esta proposision uno ù otro exemplar de alguno que conservando la memoria de su Pais ò por mala inclinacion hà buelto en la edad adulta àbuscar sus Parientes, pues es sin comparacion mayor el numero, ò por mejor decir son casi todos, especialmente de los de edad inferior àla de siete años, los que han permanecido y permanecen fieles con sus Patronos.
Con estos disfrutan desde luego mejor asistencia de alimentos y vestuario, se hacen poco à poco al uso delos primeros, se instruyen en nuestras costumbres, adquieren una enseñanza Cristiana, respiran Aires mas puros, y finalmte. evitan la muerte quando esta les puede resultar delos motivos contrarios, ò estàn detenidos largo tiempo en una Carcel para transportarlos à larga distancia [además de que serán] menores los gastos [de las colleras y menor la] atencion àla tropa demasiado escasa para las demas [prisioneros] de su instituto.43
Se trataba, obviamente, de una política premeditada para someter a niños y niñas menores de siete años mediante su adoctrinamiento, a través de una serie de ideas y prácticas normales entonces, aunque también las autoridades coloniales expresaban sus aprehensiones sobre estos menores. Así, por ejemplo, al hacer referencia a que “existen dos piezas medianas fugitivas de [una] Collera anterior”, factibles de ser introducidas entonces en la collera que estudiamos, se expresaba el miedo más bien de que eran “demasiado grandes para dejarles tan inmediatas á la frontera”. Por ello es que se aconsejaba que el alférez Enderica “las recoja y les deje en su lugar dos mas Chicas, como selo tengo advertido a los mismos sujetos”,44 los cuales se habían encargado previamente de “su Crianza y educación” en el río Nazas, sitio donde confluiría la collera estudiada.
Sin embargo, el terror de que todos los nómadas escapasen y se reintegrasen a sus “parcialidades”45 respectivas, fuesen menores o mayores de edad, se expresaba también en relación con los ancianos y las ancianas apresados. Por ejemplo, al hacer referencia a la collera que comentamos y a la continuidad de su trayecto, se añade que “en la carzel de Sombrerete [Zacatecas] debe existir una Yndia Vieja dela citada Collera”, por lo que se le escribe al Justicia Mayor de esa localidad “à fin de que la haga conducir al parage para entregársela è incorporarla con las demas de su cargo”.46
No es de extrañar, entonces, dados estos antecedentes sobre las ancianas nómadas de la collera, que ellas hubiesen recurrido incluso al suicidio desde el inicio de su trayecto. Los suicidios tienen lugar sólo dos días después de haber partido de Chihuahua, el 1 de diciembre de 1789, y descansado en un rancho denominado de Yrigoyen, cuando iba a continuar su marcha el día 11 de ese mes. Entonces se reporta que “una Yndia vieja se havia degollado sola, y habiéndome informado delas demas supe que hacia días que se quería matar, y que ellos no la habian dejado por cuio motivo se le quitaron las oregas” y se dio parte al comandante general de las Provincias Internas de Occidente.47
Ese corte de orejas, añadimos, era práctica usual en todo el septentrión novohispano, para así poder atestiguar ante las autoridades competentes este tipo de bajas en las colleras,48 testimonio que explícitamente, en documento previo firmado en Chihuahua, el 9 de diciembre de 1789, por Jacobo de Ugarte y Loyola y remitido al alférez Francisco Javier Enderica, le especificaba: “anotará vm la baja delas piezas que puedan fallecèr en la marcha, con expresion del dia y parage, acreditandolo con la Partida de Entierro o Certificacion del Justicia Mayor o en otra forma fehaciente donde nò lo haia”.49 Es decir, ese calificartivo de fehaciente era precisamente el de concurrir al corte de las orejas de los muertos en el trayecto.
Sin embargo, también debemos considerar que medidas extremas de suicidio, como la ya señalada, debían ser, con toda seguridad, producto de la frustración de esas ancianas nómadas por no poder escapar de la collera, como usualmente lo hacían personas adultas más jóvenes y, en general, otros miembros de esos inhumanos instrumentos de la deportación de los indígenas. Al respecto, el citado alférez Francisco Javier Enderica expresaba “Que doy de alta á una Yndia vieja qe. me entregó [el 17 de enero de 1790] el Justicia mayor del Rl. de Sombrerete fugitiva dela collera que [previamente] conduxo el Alferez dn. Mariano Varela”.50
A esas muertes de ancianas y de otros integrantes de la collera se sumaban aquellas otras indias ancianas de otras colleras que, al llegar a la ciudad de México, eran depositadas en la “Casa de Recoximiento” capitalina. Por ejemplo, situamos un caso reportado en junio de 1788, al hacer referencia a la especie de repartimiento que era efectuado en dicha institución, de las mujeres, niños y niñas, de
[…] cincuenta y una Mecas51 de todas edades, de las quales se ha entregado á varios sugetos, las mas sanas y robustas [… pues …] otras se han muerto porque venian contagiadas de escorbuto, enfermedad àque regularmente, esta sugeta esta nacion, según aseguran los Medicos y Cirujanos; y dela partida de todas ellas, han quedado veinte y dos, las mas viejas, y otras enfermas.52
Ese repartimiento como esclavas, en la práctica se efectuaba entre los vecinos ricos, militares, funcionarios e incluso instituciones de la Iglesia católica.53 En este caso concreto, se reportaba que, en esa institución que comentamos,
[…] han quedado veinte y dos, las mas viejas, y otras enfermas; por cuyo motivo, ès mui natural creer, que no haya nadie que las apetezca, y por consiguiente se van agravando, y propagandose cada dìa mas, [a lo que se sumaba dicho] contagio del escorbuto, y trasender àtodas las demas reas, sin embargo del cuidado conque se atienden, y la separacion en que estàn, ocasionando su curacion, mayores gastos.54
Entonces, si esto era así en relación con las nómadas de mayor edad, ¿cómo sería la situación de las mujeres nómadas e incluso las adolescentes que transitaban en la collera estudiada? Las respuestas son variadas, comenzando por los suicidios reportados en la collera durante las estadías de descanso efectuadas en su trayecto. De estos suicidios, que sumaron cuatro, lo más seguro es que casi todos hayan sido de mujeres, dado el alto y decisivo número de ellas en la collera.55
De toda esta situación tan riesgosa para el destacamento armado colonial acompañante, a la que muchas veces se sumaban los ataques de indígenas de las inmediaciones con propósitos de liberar a los encollerados, los documentos analizados repiten exactamente las mismas órdenes una y otra vez, en el sentido de que:
Todas las vezes que vm. pare sea de dia o de noche, formarà su Real siendo en despoblado pondrà en medio los Prisioneros con Centinelas vista en toda la circunferencia, sin dejar salir ninguno, aunque sea para alguna necesidad corporal sin su correspondiente guardia.
En los Parages poblados los encerrarà vm en piezas seguras bien iluminadas, cerradas las Puertas con Centinelas de vista dentro, y [ilegible] guarda fuera para darles socorro en caso de alguna conmosion, y no seles permitirá hacer vailes ni otro rudio que causando confucion pueda ofuzcàr la voz delos Centinelas de adentro en caso de alguna novedad.
No permitirà vm. que los Gandules duerman donde estèn las Mugeres, ni tampoco seles dejarà usàr de familiaridad con ellas en el camino.
Siempre que, lo que no creo suceda, se viera vm atacado por algun numero grande de Enemigos con intento de livertar los Prisioneros, mandarà vm. dár muerte à estos, empezando por todos los grandes y reservando siendo posible àtodos los medianos y chicos; pero nunca usarà vm. de esta providencia, sino en un caso mui forzoso como el de ver no serle posible de otro modo, contener la fuga dela Collera y ocurrir asu propia defensa.56
Tales órdenes explican a la vez que sustentan el alto número de muertes ocurridas en todo el trayecto de la collera, desde Chihuahua hasta la ciudad de México, con un total de 64 decesos, ¡de cerca de la tercera parte de la collera!, como se expresa con detalle en el anexo 3.
En medio de estas muertes, suicidios, fugas y demás elementos concomitantes a la gran disminución de la collera conducida por el alférez Enderica, se deben destacar dos fenómenos recurrentes también en los traslados forzosos de las colleras, el de los padecimientos de salud (como el escorbuto) y el de las epidemias que impactaban en ellas. Estas últimas tuvieron tal impacto en la Nueva España que el historiador José Gustavo González Flores, estudioso y conocedor del tema, ha denominado en específico a la década que trabajamos en sus finales como “la mortifera década de 1780”, catalogándola como “uno de los periodos más mortíferos de la época virreinal en todo el territorio novohispano, [… que …] lo inauguró la epidemia de viruela en 1780, que en algunas partes fue de las más fuertes de, por lo menos, el siglo XVIII”. El propio autor señala, basándose también en otros estudios previos, que entre 1786-1787 -precedida por una de viruela impactante sobre la población infantil específicamente en 1785-, se había añadido otra epidemia, hacia el septentrión en específico, conocida como “las fiebres pestilenciales”,57 epidemias que en su conjunto se renovarían más allá del periodo objeto de nuestro estudio, con otras dos; una, de nuevo, de viruela, en 1798, y otra, de sarampión en 1804.58
En cuanto a la collera estudiada, se reporta el horroroso impacto de una epidemia, pero sin precisar cuál, según reporta su oficial conductor, al afirmar que el 21 de enero de 1790, “llegué al Fresnillo [Zacatecas] como alas dos y media dela tarde, aquì se enfermò mas de la mitad de la Collera, y fue preciso hacer descanso”, a la vez que nueve días después, el 30 de ese mes, reportaba, ahora en la villa de Aguascalientes, que, “en este destino hize descanzo por seguir la enfermedad en la collera”.59 Ello ocurría tras 40 leguas de trayecto entre una y otra localidad, es decir, de 193.12 km (véase el anexo 1), para un promedio de 21.44 km diarios, cifra que, como se comprenderá, resultaba ya no sólo extenuante, como era usual en el traslado de quienes integraban la collera, sino inhumana en extremo para las personas enfermas.
Todo el asunto epidémico puede estar relacionado, ahora el 13 de febrero siguiente, es decir, 23 días después y a sólo seis días del arribo de la collera a la ciudad de México, con la orden que recibe el alférez Enderica, por parte de un teniente coronel de Dragones, “pa. qe. [sic] hiciera descanso con motivo de que no se juntara la tropa, y collera en un mismo puesto”60 lo que, además, se puede vincular con las medidas de seguridad para el control de las colleras, por supuesto.
Además de esto, otro peligro pandémico esperaba a esa debilitada y extenuada collera de indígenas nómadas en la ciudad de México, donde arribarían las enfermas para ser internadas en el Real Hospital de Naturales, como era normal en tales casos. Al respecto, se presentaba una solicitud, desde meses antes, la número 67, del año 1789, a “Ynstancia del Sor. Protector de la Rl. Casa de Recojidas, sobre qe. sele autorice para hacer trasladar al Rl. Hospl. de Naturales las Yndias Mecas que se hallen enfermas”, a lo que contesta el 1o. de marzo de 1789 Lorenzo Hernández, al virrey Manuel Antonio Flórez, que este hospital cuenta con “mui pocos auxilios, que ay en aquel recogimiento, para curar enfermedades largas, y de cuidado” (énfasis mío). Es por ello que concuerda con dicho traslado hacia el Real Hospital de Naturales, incluyendo a “las demas que cayeren en adelante”, tras lo cual afirma que se “las restituya á la Real Casa de Recogidas […] hasta que V. E. disponga de ellas”.
El 16 de marzo de de 1789 contestó el funcionario Ignacio de Belaunzaran al virrey que ya “se recivieron hoy en este Hospital ocho mecas enfermas [a la vez que] se reciviràn y atenderàn las demas que alli fueren embiando, como V.E. lo manda”. Antes, el 12 de marzo, en un oficio dirigido al administrador del Hospital Real de Naturales, por el protector de la Real Casa de Recogidas, don Lorenzo Hernández de Alva, se añade que la enfermedad que padecían las indias era la del “escorbuto”, el mismo padecimiento que se reprodujo, a continuación, en la collera estudiada. A ello se añade, ese mismo día, en otro documento dirigido a Lorenzo Hernández de Alva, que el traslado se realiza “á fin de evitar se propague en las demas reas la contagiosa enfermedad de escorbuto que padecen las Mecas”.61
Como puede observarse, la situación no era nada halagüeña para el arribo de la collera que investigamos, todo precedido por una rídicula asignación de recursos con fines terapéuticos a la collera, de un total de 12 pesos y 4 reales, para todo su trayecto, de los cuales, 8 pesos se habían asignado en “Medicamtos. que se les dieron en Zacatecas [del] Boticario, a los que se añadieron los restantes 4 pesos y 4 reales dados al cirujano del Fresnillo, pr. bebidas, y curacion de los Yndios”.62 Insistimos, una ridícula suma dentro del contexto de los 3 030 pesos que se le habían entregado al alférez Enderica previamente, para todos los gastos de la collera -véase anexo 4 sobre los fondos entregados-. En síntesis, y más allá de las limitaciones de la medicina de la época, la falta de humanidad practicada en estas colleras, como es la del caso que nos ocupa, era invariablemente supina.
La “solución final” de ésta y otras colleras
Utilizamos este tenebroso concepto proveniente de las atrocidades del nazi-fascismo europeo precisamente porque éste era el mismo fin perseguido a través de todas las colleras, que implicaba en nuestro caso no sólo un extrañamiento forzoso de los indígenas nómadas y sus aliados, sino también sus muertes y padecimientos, de unas y otras formas, como lo hemos constatado en el análisis de la collera que nos ocupa.
En particular, la collera analizada arroja su representatividad desde múltiples perspectivas factibles de ser aplicadas a todo ese doloroso e inhumano exterminio gradual, lento y sistemático de las poblaciones nómadas del septentrión novohispano, en particular las apaches (n’dé), así como de sus aliados. Es un periodo que transita con fuerza en particular a partir de la segunda mitad del siglo XVIII y que se prolonga todavía un siglo después, cuando los últimos reductos de resistencia son aniquilados, por unos u otros medios, tanto en la ahora parte mexicana como en los estados vecinos de Estados Unidos, sobre todo en aquellos que fueron despojados a México.
Sin embargo, también es imprescindible destacar que la representividad de la collera estudiada se inscribe, en el origen de su contextualización inicial -sólo referida de forma parcial en el documento investigado-, en otro asunto medular para la historiografía no sólo mexicana y estadounidense, sino también de otros varios países de América Latina: el de la férrea lucha de los establecimientos ibero-criollos, de todo tipo -haciendas, poblados, misiones, etcétera-, por erradicar cualquier oposición a sus procesos de ocupación territorial, lucha de lo cual es un ejemplo representativo esta collera, en cuanto al grado de inhumanidad al que puede llegar el ser humano y sus instituciones representativas, con tal de conseguir sus objetivos.
Así, un caso como éste es representativo de las muertes y las enfermedades de sus integrantes que, por lo regular, por no afirmar que casi siempre, serían una constante, además de las evidentes carencias alimenticias, de la deficiente vestimenta para soportar las inclemencias del tiempo e incluso de los rudimentarios medicamentos naturales de la época, más otros horrores, como los que hemos descrito y analizado hasta aquí.
Ya en la ciudad de México y sus inmediaciones, o en Veracruz y su región -este último, destino final en el virreinato, cuando no puente para su envío a otras colonias hispanas del golfo-Caribe, en especial a Cuba-, la situación seguiría siendo muy similar, sino idéntica o peor, en cuanto a las condiciones extremas de esclavitud que los sobrevivientes de las colleras debían soportar hasta sus muertes. Esto se desarrollaba tanto en lo que respecta al trabajo masculino en las labores agropecuarias, pero sobre todo en las fortificaciones y otras obras militares y navales, como también en la menos conocida y siempre silenciada esclavitud doméstica de mujeres, niñas y niños, tan ignominiosa o quizá más, por su sevicia, como la reservada a los hombres.