Introducción
En las últimas décadas la igualdad de derechos, tanto de las mujeres como de las personas con diversidades sexuales y de género, se ha instalado con fuerza en la agenda política y social de muchas naciones. En España, por ejemplo, el reconocimiento explícito de las desigualdades y las necesidades específicas de ambos colectivos se ha materializado en cambios legislativos de gran trascendencia, como la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género (Gobierno de España, 2004); la Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio (Gobierno de España, 2005); la Ley 3/2007, de 15 de marzo, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas (Gobierno de España, 2007a); y la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo (Gobierno de España, 2007b), para la igualdad efectiva de mujeres y hombres.
En el contexto internacional también se avanza en materia de igualdad de derechos de las mujeres y de las personas con diversidades sexuales y de género, especialmente se ha impulsado el reconocimiento de la diversidad y de la intersexualidad; por ejemplo, la aceptación del "tercer género" por la Organización de las Naciones Unidas (ONU, 2011) o el reconocimiento en 29 países del matrimonio entre personas del mismo sexo, la mayoría de ellos en América y Europa.
Sin embargo, pese a los logros alcanzados persisten deficiencias en la atención a estas personas en los servicios básicos (educación, sanidad, salud mental, justicia, etc.). El movimiento feminista y los colectivos LGTBIQ+ reclaman una mayor formación de los proveedores de estos servicios, una comprensión profunda de la sexualidad humana, el sexismo y las diversidades sexuales y de género, así como un abordaje integral e inclusivo de sus necesidades. Como indica Platero (2009), los derechos adquiridos no son suficientes para responder a todas estas demandas; el conocimiento del género, el sexo y la diversidad es crucial para el progreso de la igualdad de género (Cardona et al., 2018).
En este sentido, los países nórdicos, precursores en materia de la igualdad, promueven la cooperación en el ámbito de la igualdad de género, tal y como se describe en el informe "La igualdad de género crea sociedades sostenibles: cooperación nórdica sobre la igualdad de género 2011-2014" (Norden Council of Ministers, 2011). Estos países comparten tres grandes principios para la conformación de una igualdad de género nórdica: 1) los Estados de bienestar nórdicos son "Estados con responsabilidad de género"; 2) las sociedades democráticas nórdicas tienen una ciudadanía de género; y 3) la igualdad como principio fundador de "educación para todos" (Cardona et al., 2018). La igualdad de género se asume como elemento indispensable en la democracia, la formación ciudadana en esta materia como una obligación del Estado y la igualdad como principio rector de la educación.
Paralelamente, y en contra posición a los logros democráticos alcanzados en esta materia, están apareciendo o resurgiendo con fuerza movimientos de ultraderecha que incorporan en sus discursos el feminismo y la diversidad sexual, por ser cuestiones de primer orden en la sociedad actual. El objetivo de estos movimientos es mantener o restablecer el statu quo (Tarrow, 2009) al cuestionar la necesidad de ciertos avances, generar confusión terminológica, defender la lucha ante la amenaza a los valores tradicionales y potenciar, en muchos casos, prejuicios y situaciones de discriminación. Bartual-Figueras et al. (2018) denuncian que atravesamos un periodo de intensificación de las desigualdades sociales que puede conllevar procesos de involución en materia de igualdad y sostenimiento de valores y comportamientos democráticos. Diversos autores (Delamata, 2013; López, 2018) sostienen que el compromiso legal, la movilización ciudadana y la presión social son imprescindibles para la defensa de los derechos ya conquistados. En este sentido, la educación, además de sustentarse en el principio de igualdad (Cardona et al., 2018), es una herramienta decisiva para contrarrestar esta involución, debido a su gran potencialidad (Bartual-Figueras et al., 2018).
Aún hoy existen en todo el mundo situaciones de exclusión y/o discriminación hacia las personas con diversidades sexuales y de género, como denuncia el estudio y posterior informe realizado por la ONU (2011); diversas investigaciones muestran las situaciones de desigualdad que viven las personas LGTBIQ+. En el caso de las personas transexuales, por ejemplo, se ha constatado que experimentan altas tasas de discriminación en diferentes ámbitos de la vida (Kattari et al., 2018); también destacan las grandes dificultades que se encuentran en el terreno laboral (Dispenza et al., 2012) y la exclusión que viven en el contexto educativo (Dugan et al., 2012). Estas manifestaciones de discriminación se extienden al resto de diversidades sexuales, como las que padecen gais, lesbianas y bisexuales (Barrientos y Cárdenas, 2013; Beck et al., 2010). En el contexto escolar las muestras de exclusión y violencia hacia estas personas son frecuentes, como evidencia el metaestudio realizado por Sánchez Sibony et al. (2018). En este sentido, Martxueta y Etxeberria (2014) sostienen que la escuela es uno de los espacios donde más experiencias de discriminación, e incluso violencia, sufren las personas LGB. Las vivencias de acoso escolar o bullying se asocian con depresión, ansiedad, baja autoestima, abuso de sustancias, aislamiento, e incluso el riesgo de suicidio (Birkett et al. 2009; Generelo et al., 2012). En definitiva, estos niveles extremadamente altos de discriminación y de riesgo para la salud de las personas con diversidades sexuales y de género indican la necesidad urgente de capacitar a individuos y organizaciones sobre cómo ser más inclusivos (Kattari et al., 2018) y cómo prevenir la violencia y el acoso.
La desigualdad entre los sexos y la discriminación hacia las mujeres son también realidades constatables. La Organización Mundial de la Salud (OMS, 2013) alerta sobre el problema de salud global que constituye la violencia hacia las mujeres, puesto que se alcanzan tasas epidémicas. En España, la situación es igualmente alarmante. Según los datos ofrecidos por el Portal Estadístico de la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género, en 2019 se cursaron 168 mil 168 denuncias por violencia de género. Ese mismo año, 55 mujeres fueron asesinadas por sus parejas o exparejas; en los últimos 15 años fallecieron por esta causa más de 890 mujeres. Diversas investigaciones han puesto de manifiesto la relación existente entre las creencias sexistas y la legitimación de la violencia, el uso de la agresión verbal, la coerción sexual, la tolerancia a los abusos sexuales o la tendencia a la violación (Allen et al., 2009; Durán et al., 2014; Durán et al., 2010; Forbes et al., 2005). No se puede afirmar que las diferentes formas de violencia hacia las mujeres sean el resultado únicamente de actitudes sexistas, pero sí que éstas desempeñan un papel relevante.
De acuerdo con lo expuesto, queda clara la importancia de reducir el sexismo, y en ese sentido, el ámbito escolar es uno de los espacios más importantes (Bartual-Figuera et al., 2018; Heras-Sevilla y Ortega-Sánchez, 2020). Es recomendable que en las escuelas se incorporen instrumentos de lucha contra el sexismo y los estereotipos de género (Saleiro, 2017); así como el desarrollo de pedagogías críticas caracterizadas por el compromiso democrático y de transformación social (Aguilar, 2013; Carrera, 2013; Marolla-Gajardo, 2019). Se trata de repensar la práctica educativa y potenciar la construcción de nuevas identidades femeninas y masculinas (Artal, 2009), tarea que implica un replanteamiento de los modelos y referentes que se enseñan en la escuela (Molet y Bernad, 2015; Ortega-Sánchez y Pàges, 2016; Subirats, 2016). El objetivo último es dotar de valor a la diversidad y construir desde la diferencia un espacio igualitario y coeducativo; es por ello que, además, las realidades LGTBIQ+ deben de ser visibilizadas (Stone y Farrar, 2020). La educación debe contribuir también a la erradicación de actitudes homófobas o heterosexistas, pues éstas legitiman la estigmatización, la denigración de cualquier opción no heterosexual, y justifican el maltrato y la discriminación (Barón et al., 2013).
Las políticas educativas son determinantes para alcanzar la igualdad de derechos entre los distintos sexos, identidades y orientaciones. El sistema educativo ha de compensar en cada etapa las desigualdades relacionadas con el género y la diversidad sexual, así como facilitar un contexto escolar libre de prejuicios y discriminación. En este sentido, se debe subrayar la importancia de la declaración de intenciones establecida en la mención explícita que se hace a estas cuestiones en el Preámbulo de la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (LOE) (Gobierno de España, 2006; 2013), modificada por la Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, de Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) donde se expresa lo siguiente:
Entre los fines de la educación se resaltan el pleno desarrollo de la personalidad y de las capacidades afectivas del alumnado, la formación en el respeto de los derechos y libertades fundamentales y de la igualdad efectiva de oportunidades entre hombres y mujeres, el reconocimiento de la diversidad afectivo-sexual, así como la valoración crítica de las desigualdades, que permita superar los comportamientos sexistas. Se asume así en su integridad el contenido de lo expresado en la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género.
En cualquier caso, como señalan Carretero y Nolasco (2016), cabe cuestionarse si esta legislación educativa se implementa de forma efectiva en la escuela. Al respecto, Anguita y Torrego (2009) advierten sobre la persistencia de valores androcéntricos en el profesorado, la carencia de una formación adecuada en género y coeducación, y una peligrosa percepción, entre los y las docentes, de que la igualdad entre varones y mujeres ya se ha alcanzado. A esto hay que sumar la denominada "ceguera de género", o incapacidad para percibir la desigualdad y las prácticas de discriminación que están presentes en el profesorado (García-Pérez et al., 2011). Por todo ello, la formación inicial y permanente del profesorado es clave; debe ofrecer estrategias y conocimientos que favorezcan una perspectiva crítica, que potencien una nueva mirada que sirva para identificar la desigualdad, transformar el discurso en el aula, cuestionar los hábitos y rutinas de la escuela, reinventar la práctica educativa y presentar nuevos modelos y referentes culturales, científicos y sociales.
El gran abanico de la diversidad sexual
El apartado anterior deja claro que es necesaria una mayor profundización teórica que permita la delimitación, conceptualización y comprensión de la diversidad sexual y de la identidad de género. En primer lugar, hay que reconocer la complejidad y heterogeneidad que caracteriza ambos fenómenos; por ello, muchos autores y autoras (Galaz at al., 2016; Lundin, 2014) prefieren utilizar los términos que los definen en plural, a fin de subrayar esta circunstancia y generar un marco de diferenciación de sexualidades. De esta manera, se puede hablar de diversidades sexuales y de género. En segundo lugar, es imprescindible conceptualizar identidad sexual, identidad de género y orientación del deseo, dado que son dominios diferentes (Dubin et al., 2018).
El origen etimológico del término identidad se encuentra en el vocablo latino identitas. Tradicionalmente, se ha definido como un conjunto de rasgos y características que diferencia a una persona, o grupo de personas, del resto; no obstante, la identidad está fuertemente vinculada a un sentimiento de pertenencia grupal que trasciende la mera oposición al resto de grupos. Además, en una sociedad global, digital e hiperconectada, la identidad no es una condición estable o inmutable; se trata, más bien, de un proceso simbólico y de construcción de nuevos significados que, además, no se realiza al margen de los otros (Artal, 2009; Chisvert-Tarazona, 2012). En palabras de Artal (2009: 9): "la configuración de las identidades surge a través de una afiliación simbólica de las acciones individuales. Las identidades no se construyen aisladamente del contexto, se conforman desde la interiorización o negación de las normas sociales imperantes". Esta configuración es la que permite a las personas su propia distinción y autoconcepción, pero siempre dentro del contexto en el que viven.
La identidad sexual está estrechamente relacionada con el sexo biológico que se otorga a una persona al nacer, y la posterior identificación que ésta hace del mismo. La asignación del sexo depende fundamentalmente de los genitales del bebé; desde un punto de vista biomédico, el sexo denota un conjunto limitado de características estructurales y fisiológicas innatas, relacionadas principalmente con la reproducción (cromosomas, genitales externos e internos, sistema endócrino, etc.), que divide a las especies en hembras y machos (Bruel, 2009). Este criterio biologicista reduce la naturaleza sexuada de los sujetos a una dualidad antagónica y obvia otras realidades e impone el binarismo macho-hembra.
El nacimiento de bebés con genitales poco definidos o con características masculinas y femeninas supone una ruptura del esquema dual del sexo. En este sentido, se considera intersexual a aquella persona que nace con una combinación de rasgos biológicos masculinos y femeninos, como cromosomas o genitales, que puede impedir la asignación de un sexo concreto. García Dauder et al. (2007) consideran que un bebé intersexual o con genitales ambiguos es un cuerpo que atenta a la "naturalidad de la dualidad sexual". Por ello, se suele considerar una "emergencia psicosocial" que obliga a intervenir y corregir el denominado error (cromosómico, gonadal o genital) (Chase, 2019; García López, 2015). Desde ese punto de vista, tradicionalmente se ha hecho coincidir los atributos físicos con la apariencia deseada o "adecuada" de hombres o mujeres (Chase, 2019, Torres Parra, 2019); de esta manera, la realidad intersexual es borrada u ocultada en los primeros momentos de vida. La mutilación quirúrgica y genital se convierte en una herramienta imprescindible para la fijación del sexo. Como indica Mason (2013, cit. por García López, 2015) resulta paradójico, por no decir inquietante, la utilización de este protocolo cuando el estado intersexual, salvo excepciones, no es en sí mismo perjudicial para la salud. Por todo ello, en la actualidad este modelo está siendo cuestionado.
El activismo LGTBIQ+ ha permitido visibilizar la violencia de estas prácticas, y los riesgos emocionales y físicos asociados. La reivindicación ahora se centra en el reconocimiento de la intersexualidad como categoría válida, no patológica, del sexo. En consecuencia, ante su carácter no binario se puede reinterpretarla definición de identidad sexual como la identificación que cada persona hace con alguna de las variantes sexuales descritas. Se abre así un escenario no explorado con grandes interrogantes que exige la apertura de la sociedad y sus principales agentes socializadores.
Ligado al sexo biológico aparece la noción de género. Se trata de un concepto mucho más complejo, ya que es específico de la especie humana. Subirats (1994: 59) define el género como "un conjunto de normas diferenciadas para cada sexo, que cada sociedad elabora según sus necesidades y que son impuestas a los individuos a partir del nacimiento, como pautas que deben regir sus comportamientos, deseos y acciones de todo tipo". Tras el nacimiento, a las personas no sólo se les otorga un sexo en función de sus genitales externos, sino que también se les asigna un género. La estructura social otorga al bebé unos valores y patrones culturales que ha de asumir en su identidad (Platero, 2014). El género depende, además, de las coordenadas espacio-temporales, pues se trata de un sistema de valores y comportamientos derivados de lo que en cada momento y lugar se considera como cultura de hombres y mujeres. Es por ello que puede ser definido como un sistema modificable de valores, normas, expectativas y comportamientos diferenciados para cada sexo, que se aprende desde el primer momento de vida y sobre el que se construye la identidad de género de cada persona.
Tradicionalmente, en nuestro contexto, se ha considerado que esta identificación de género es de carácter binario, con base en dos identidades: femenina y masculina. Sin embargo, culturas ancestrales han reconocido otros géneros, por ejemplo, en Oaxaca, los muxhes, o en Samoa a los fa’afafines. En la actualidad, la concepción binaria está siendo superada, ya que se aceptan otras identidades. Como ya se ha indicado, la ONU (2011) reconoce la existencia del "tercer género" y define la identidad de género como:
La vivencia interna e individual del género tal como cada persona la experimenta profundamente, la cual podría corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo la vivencia personal del cuerpo (que podría involucrar la modificación de la apariencia o la función corporal a través de técnicas médicas, quirúrgicas o de otra índole, siempre que la misma sea libremente escogida) y otras expresiones de género, incluyendo la vestimenta, el modo de hablar y los modales (ONU, 2011: 3).
La identidad de género trasciende, por tanto, a la mera auto-clasificación, puesto que se trata de una vivencia interna que va más allá de la masculinidad o la feminidad. Se construye en un diálogo constante entre el individuo y la sociedad, por lo que se renueva constantemente. En este sentido, Renold (2004) considera que la configuración de la identidad de género se realiza desde dos planos diferenciados e interrelacionados: por un lado, existe una dimensión externa en su construcción, puesto que la interacción social tiene gran trascendencia; por otro lado, la identidad también se configura desde una dimensión más interna, donde entra en juego el posicionamiento reflexivo y activo del individuo sobre esta cuestión. Sin embargo, no se debe olvidar que las creencias y la perspectiva que la persona sostiene están mediatizadas por el contexto en el que vive, es decir, que no son libres del influjo de la sociedad. Para Chisvert-Tarazona (2012) la identidad de género constituye un fenómeno permanentemente inacabado que está sujeto a múltiples y diversas influencias. Según esta autora, se trata de una variable unida a otras como la etnia o la clase social, lo que propicia diversas y complejas identidades en construcción permanente. En cualquier caso, la interacción de estos dos planos, externo e interno, permite explicar la pluralidad de identidades de género que coexisten en la actualidad. En definitiva, la identidad de género se configura y reconfigura atendiendo al contexto en el que participe el sujeto y a las oportunidades (trans)formadoras que ofrezca dicho contexto.
Otro aspecto reseñable en materia de género es la correspondencia o no del sexo asignado y la identidad del sujeto. De esta manera, se pueden distinguir individuos cisgénero o transgénero. El término cisgénero (abreviado: cis), de origen alemán, hace referencia a aquellos sujetos cuya identidad sexual y de género coincide con el sexo biológico que se les asignó al nacer; por el contrario, el término transgénero hace referencia a aquellos individuos cuya identidad sexual y de género es diferente a su fenotipo sexual. La transexualidad, concepto relacionado y ampliamente utilizado, se refiere a aquella circunstancia en la que no sólo existe una discordancia entre la identidad y el sexo otorgado al nacer, sino que se realizan cambios corporales en el sujeto a partir de tratamientos hormonales y/o cirugías plásticas (Puche et al., 2013). Las realidades trans (transgénero/transexual) comienzan a ser visibilizadas conforme se presentan vivencias y expresiones de identidad diferentes a las establecidas por la normatividad.
Finalmente, se puede distinguir otra categoría: la orientación sexual o del deseo. Esta dimensión de la diversidad sexual está relacionada con los objetos de atracción y de enamoramiento, es decir, hacia dónde dirige el individuo el deseo y la atracción sexual. Desde esta categoría se pueden distinguir cuatro orientaciones del deseo sexual (asexualidad, homosexualidad, heterosexualidad y bisexualidad), que constituyen un continuo que oscila entre la ausencia de objeto de deseo hasta una orientación plural del mismo. Todas ellas suponen una condición, razonablemente estable, que, por lo general, se prolonga a lo largo de la vida. Merece especial atención la asexualidad, debido al desconocimiento generalizado de la misma y a la reiterada exclusión de esta condición dentro de la categoría de orientación sexual, lo que conlleva una importante patologización de las personas con esta identidad (Campo-Arias at al., 2019; Flanagan y Peters, 2020). La asexualidad hace referencia a la ausencia de focalización del deseo y de la atracción, por lo que la persona no experimenta estos afectos sexuales por ningún ser humano. Esta orientación, o quizás su ausencia, no debe confundirse con disfunciones sexuales como el deseo sexual inhibido (Campo-Arias et al., 2019), ya que aparece en sujetos que fisiológicamente pueden obtener placer. Resulta crucial, por tanto, su inclusión en la categoría de orientación del deseo, y su reconocimiento explícito en los diferentes ámbitos de socialización y participación. Una de las principales demandas de las personas asexuales es el abordaje positivo de su orientación en los programas de educación sexual (Flanagan y Peters, 2020), en aras de potenciar zonas de representación y expresión de la identidad.
En resumen, bajo el paraguas LGTBIQ+ aparecen entremezcladas todas estas dimensiones (identidad sexual, identidad de género, orientación sexual, transgeneridad, transexualidad, intersexualidad, otras), lo cual alimenta la confusión terminológica y dificulta la comprensión social de las sexualidades que dichas siglas representan. Además, no existe consenso sobre la categorización y conceptualización de las diversidades sexuales y de género, ni entre los diferentes países, ni entre todos los colectivos. Muchas de las definiciones que se han proporcionado han pretendido clarificar social y políticamente la cuestión, así como facilitar términos y marcos de referencia para que las personas puedan autodescribirse; sin embargo, en ocasiones han servido para etiquetar -e incluso patologizar- a quienes manifiestan encontrarse en estas circunstancias (Martínez-Guzmán y Montenegro, 2011). El camino a recorrer para superar nomenclaturas que ignoran la variedad de trayectorias es aún extenso, y existe un importante nicho científico en este sentido. En cualquier caso, como indican Cardona et al. (2018), para ir más allá de las concepciones binarias, las dimensiones de la identidad deben considerarse como una cuestión de diversidad, mientras que la expresión de identidad debe entenderse como un espectro.
Sistema sexo/género y cultura de género: análisis y transgresión en la escuela
La configuración de un sistema sexo/género, y la integración y confluencia de las identidades sexuales y de género, son procesos prácticamente paralelos. Tan es así que la asignación de sexo y género se convierte en prioritaria en los primeros momentos de vida, como ya se ha indicado. De esta manera, en nuestro contexto, las personas se ven inmersas en un proceso de aculturación que transmite comportamientos, costumbres y roles diferenciados para varones y mujeres, y que crea un sistema de control y organización social, el sistema sexo/género. Rubin (1996: 44), primera autora en utilizar este binomio, define el sistema sexo/género como "un conjunto de acuerdos por el cual la sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana y en las cuales estas necesidades sexuales transformadas, son satisfechas". Desde esta perspectiva, como la propia Rubin (1996) sugiere, se legitima una subordinación de las mujeres a los hombres y, además, se niega o prohíbe cualquier expresión e identidad que no satisfaga el interés del sistema. No existe espacio, por lo tanto, para la ambigüedad sexual, ya que el sistema sexo/género se sustenta en preceptos rígidos, entre los que destacan: 1) la noción de estabilidad sexual y de género (Platero, 2009); 2) el carácter binario de ambos conceptos (macho-hembra / masculino-femenino); y 3) la heterosexualidad como orientación válida o adecuada.
Incluso si se reconoce el enorme reduccionismo que supone este sistema dual, resulta imprescindible analizarlo, ya que genera procesos sociales y culturales de gran complejidad. El carácter binario del sistema sexo/género no sólo se fundamenta en la diferencia, sino que se nutre de la oposición que genera dicha diferencia, es decir, de la oposición entre varones y mujeres, masculinidad y feminidad, público y privado, actividad y pasividad, domino y sumisión, etc., lo que constituye un modelo jerárquico de poder (González Jiménez, 2009; Conway et al., 1996). En este sentido, Artal (2009) reivindica la importancia de estudiar este sistema sexo/género a fin de mostrar las relaciones asimétricas y jerárquicas que existen entre lo masculino y lo femenino. Por un lado, las capacidades asignadas a cada género son antagónicas, aunque puedan ser en ocasiones complementarias; y, por otro, dichas cualidades no gozan de la misma consideración social, ya que las "propiamente masculinas" son las que poseen un mayor estatus. Esto legitima una jerarquía patriarcal y la subordinación de lo femenino, además de generar desigualdad y grandes paradojas en una sociedad que se considera moderna. Teniendo en cuenta esto, en la escuela se ha de potenciar la identificación de las oposiciones y asimetrías que genera el sistema sexo/género a fin de contribuir a la toma de conciencia sobre esta problemática.
El feminismo clásico no sólo ha cuestionado los "destinos naturales" de las mujeres, sino que ha creado las condiciones necesarias para el replanteamiento y reconfiguración de sus identidades históricas y sociales (Núñez Noriega, 2016). Visibilizar pública, histórica y culturalmente a las mujeres, así como poner en valor las cualidades tradicionalmente femeninas han sido, y siguen siendo, estrategias imprescindibles en la lucha feminista (Artal, 2009; Molet y Bernard, 2015; Subirats, 2016). Este ejercicio de consideración del género subordinado es crucial para la superación de las desigualdades; sin embargo, aún no se produce con alcance suficiente. Resulta primordial el compromiso de los principales agentes socializadores como la familia, la escuela o los medios de comunicación de masas. Algunos autores y autoras (Marolla-Gajardo, 2019; Molet y Bernard, 2015; Ortega-Sánchez y Pàges, 2016; Subirats, 2016) subrayan la importancia de presentar nuevos referentes femeninos en la escuela, con cualidades y capacidades diversas que se alejen de estereotipos tradicionales o paternalistas. Mostrar el papel de la mujer en la historia, la ciencia y la cultura no sólo contribuye a mejorar la consideración de lo femenino, sino que muestra a las nuevas generaciones modelos reales en los que inspirarse. La inclusión de referentes puede y debe extenderse a otras identidades, a fin de cuestionar los rígidos preceptos del sistema sexo/género. Se trata de combatir la invisibilidad, la sumisión y generar marcos de referencia alejados de tópicos y prejuicios. En palabras de Vidiella (2012: 95):
No se trataría tanto de incluir o añadir "voces marginadas" a un currículo o contexto cultural ya saturado, ni tampoco de imágenes "positivas" que no hacen más que reforzar estereotipos con una mirada paternalista y victimista, sino de potenciar otras zonas de identificación y experimentación que deconstruyan las formas hegemónicas "de hacer" trabajo colaborativo y cultural, o desde los modos en que (nos) pensamos y representamos respecto a las categorías de subjetivación.
No sólo la inclusión de personajes, voces y referentes sociales, políticos o culturales es trascendental para la reconfiguración, o más bien la transgresión del sistema sexo/género; son necesarios, también, el análisis, cuestionamiento y resignificación de los atributos y roles asignados a cada sexo, a fin de propiciar la construcción de nuevas feminidades y masculinidades (De Celis, 2011; Gómez-Jarabo y Sánchez, 2017; Núñez Noriega, 2016). Se trata, por tanto, de recorrer un camino bidireccional en donde los varones también asuman y adquieran cualidades, valores y roles tradicionalmente asociados al otro sexo. En definitiva, que todos y todas, incluyendo a quienes son excluidos en este sistema binario, aprendan y desarrollen características de ambos géneros o, lo que es lo mismo, caminar hacia identidades andróginas. Por ello, buena parte de los estudios de género recientes hablan de las "nuevas masculinidades", ya que ubican a los varones dentro del sistema sexo/género, cuestionan los rasgos asociados a la identidad arquetípica y abordan la masculinidad desde una perspectiva plural (Núñez Noriega, 2016). En este sentido, De Celis (2011) subraya que desde el ámbito escolar se debe de huir del modelo tradicional en el que la socialización masculina está ligada a la demostración de fuerza y agresividad, es decir, enseñar a niños y niñas que ser varón puede asociarse a la empatía, el cariño, la sensibilidad, la igualdad o el diálogo. Es importante que, en este contexto, se presenten referentes masculinos igualitarios (Sabuco et al., 2013) que muestren varones reales en los que inspirarse.
De todo lo expuesto hasta ahora se desprende que el género es un constructo que se puede trasformar, deformar o incluso performar. Las teorías queer nacen con esa intención, como indica De Lauretis (2015), pionera en este enfoque. Para esta autora, el género es una construcción semiótica, y propone la gestación de una teoría que mezcle la crítica social con el trabajo conceptual e intelectual para la creación de otro discurso (De Lauretis, 2015). Sin embargo, aún hoy resulta lejana su propuesta, quizás porque buena parte de la sociedad aún está en proceso de identificar las asimetrías que genera el sistema sexo/género o de configurar nuevos modelos de feminidad y masculinidad. En cualquier caso, resulta útil, en este momento, rescatar otra expresión acuñada por esta autora en la década de los ochenta, la "tecnología del género". Esta tecnología, al servicio de las relaciones jerárquicas y de poder, se basa en cuatro pilares fundamentales: 1) el género como representación; 2) la representación del género tiene carácter performativo; 3) la continuidad de la construcción del género; y 4) la deconstrucción del género que afecta a su propia configuración. Por tanto, se puede intervenir para trasformar o deformar el género, pero toda acción se sitúa en el marco de este sistema, y no al margen del mismo. Menos combativos, pero con una fundamentación similar o paralela, West y Zimmerman (1987) proponen el enfoque "doing gender" (el género se "hace/ construye"), que incide nuevamente en la idea de que el género no es estático, sino una creación humana y continua de significados. Esta perspectiva coincide con lo expuesto hasta ahora. Para estos autores el género es un sistema social en el que se integran diferentes niveles como el estructural, el interactivo o el individual. Crawford (2006) desarrolló esta teoría mediante un marco de referencia para evaluar este sistema, es decir, para estudiar la influencia de la organización social en la configuración de la cultura de género y la identidad de las personas. Recientemente se ha utilizado la propuesta de Crawford (2006) en investigaciones sobre el diagnóstico de la cultura género en el ámbito escolar (García-Pérez et al., 2011; Rebollo et al., 2011). En ella se establecen tres niveles fundamentales del sistema sexo/género:
Nivel sociocultural
Este nivel es de carácter estructural, por lo que hace referencia al género como sistema de organización social. Como tal establece jerarquías de poder y otorga un mayor estatus al grupo de varones. En este nivel se encuentran los valores, las tradiciones, la legislación, las normas, etc., que rigen el comportamiento y la vida de las personas. En el ámbito educativo incluye también los modos, rutinas y costumbres que rigen el funcionamiento de los centros y el tipo de formación que se ofrece al alumnado. Combatir y transgredir este tipo de género estructural es una tarea compleja que requiere tanto el desarrollo de políticas que reviertan las jerarquías de poder, como la formación y sensibilización ciudadana.
Nivel relacional
De carácter comunicativo y relacional, este nivel hace referencia a los procesos que conforman el género en el diálogo constante entre la sociedad y el individuo. Se trata, por lo tanto, de la construcción y reconstrucción de la representación del género, o lo que es lo mismo, la configuración dinámica de lo que significa ser varón o mujer. En este plano se encuentran el discurso, el uso del lenguaje, las prácticas y los roles de género, puesto que son la base de la socialización y de la forma en la que se establecen las relaciones. En el ámbito educativo se incluyen también la acción comunicativa y discursiva, la praxis docente, la distribución de tiempos, la utilización de espacios, así como los roles y las expectativas sociales de los diferentes integrantes de la comunidad educativa (profesores, profesoras, alumnos, alumnas, padres, madres, personal de administración y servicios, etc.). Este nivel está relacionado con el segundo y tercer eslabón descritos. En cualquier caso, resultan imprescindibles el análisis de las dinámicas relacionales, el cuestionamiento del discurso y del uso del lenguaje, así como la reflexión constante sobre la configuración dinámica de los significados de género.
Nivel personal
Hace referencia a aquellos aspectos individuales y profundos que configuran la identidad personal de cada sujeto. El género, en este nivel, se expresa como un constitutivo de la identidad y coincide con la descripción realizada en el epígrafe anterior (Fig. 1). Se trata, por tanto, de una representación subjetiva del género que no está libre de la influencia ambiental, tal y como indica De Lauretis (2015). En este plano se encuentran las expectativas, actitudes, intereses, fantasías y creencias que se asocian tanto al significado de ser varón o mujer, como la configuración de la propia masculinidad o feminidad. En el ámbito educativo conviven distintas identidades personales que han sido configuradas a lo largo de la historia de cada sujeto; por ello, resulta interesante explorar, en los diferentes miembros de la comunidad educativa (profesores, profesoras, alumnos, alumnas, padres, madres, personal de administración y servicios, etc.), los aspectos profundos que configuran sus identidades, como las actitudes, creencias, estereotipos, sentimientos y expectativas individuales. En resumen, la aplicación en el ámbito escolar de este marco de referencia de análisis del género tiene elevado potencial, ya que constituye un eje vertebrador de la praxis docente, así como de la investigación sobre la misma.
Una escuela coeducadora por y para la diversidad
La escuela es un contexto socializador de primer orden. En ella, las nuevas generaciones experimentan relaciones sociales con los otros, aprenden las normas y valores propios de su cultura y desarrollan aspectos claves para la configuración de su identidad personal. Es un espacio, por tanto, en el que niños y niñas deben armonizar alteridad y mismidad; un entorno privilegiado para el desarrollo de la conciencia ciudadana, esto es, la ejercitación de los valores democráticos (participación, diálogo, igualdad, equidad, etc.), y la formación del pensamiento crítico. Desde esta perspectiva, la educación debe promover la igualdad entre los sexos y el respeto a las diversidades sexuales, así como evitar los comportamientos sexistas y discriminatorios. Se trata de configurar un modelo proactivo de escuela que combata prejuicios y estereotipos, y que asuma la responsabilidad social que tiene en esta materia (Díaz de Greñu et al., 2013; Aristizabal et al., 2018; Stone y Farrar, 2020). Es fundamental reconocer, por tanto, que la institución escolar no es un espacio neutro, libre de prejuicios, de sexismo y heterosexismo, pues en ella aún se transmiten valores patriarcales y persisten las prácticas androcéntricas (Anguita y Torrego, 2009; García-Pérez et al., 2011).
La coeducación supone una respuesta sólida a las problemáticas descritas en este artículo, al promover un modelo educativo inclusivo que trasciende a la escuela mixta, donde prima la reflexión crítica sobre la propia realidad educativa (Subirats, 2016). Este enfoque coeducativo integra los postulados de la pedagogía queer y las pedagogías críticas (Araújo Menezes et al., 2020; Cardona et al., 2018; Carrera, 2013; Nemi, 2018; Stone y Farrar, 2020). La escuela, como herramienta combativa para el cambio social, es fundamental en la superación de las desigualdades e injusticias. La educación con matices queer contribuye a cuestionar la heteronormatividad dominante en la sociedad y potencia, desde nuevos ángulos, formas diversas de comprender los problemas de la sexualidad (Araújo Menezes et al., 2020; Nemi, 2018).
El reto de la coeducación actual se halla en la construcción de un espacio transformador y de diálogo, donde todas y todos (profesorado, alumnado, familias, personal de administración y servicios) analicen, reflexionen y reconfiguren los planteamientos sociales y culturales ligados al género, la diversidad y la sexualidad humana. Como indica Urruzola (1999: 47) "el cuestionamiento del contexto social en el que vivimos, y del modo de relaciones que ha producido, nos pone en condiciones de búsqueda de un modelo alternativo de persona y sociedad con base en un nuevo sistema de valores". Para hacer efectiva una educación con estos matices es necesario, en primer lugar, un diagnóstico de la cultura de género en la propia escuela (Crawford, 2006; García-Pérez et al., 2011; Rebollo et al., 2011). En segundo lugar, es imprescindible un replanteamiento plural y consciente de los elementos del currículo: objetivos, contenidos, estrategias metodológicas, recursos materiales y personales, criterios y sistemas de evaluación, etc. (Barragán, 1999). Esta tarea, tal y como propone Urruzola (1999), exige una reflexión profunda de las fuentes del currículo (sociológica, epistemológica, psicológica y pedagógica). Este análisis crítico permite concretar el currículo, ya que centra su interés en: a) el contexto social en que se enmarca el hecho educativo, principalmente atendiendo al conjunto de creencias y costumbres derivadas del sistema sexo/género y la heteronormatividad imperante (fuente sociológica); b) el conocimiento interno de las diferentes disciplinas que abordan las diversidades sexuales y de género, ahondando en los trabajos feministas, las teorías queer y los estudios de género (fuente epistemológica); c) los procesos de configuración de las identidades sexuales y de género, las diferentes orientaciones del deseo y otras representaciones no hegemónicas (fuente psicológica); d) los modelos teóricos y las estrategias organizativas y didácticas que permiten la identificación de la desigualdad y la trasformación democrática de las rutinas de la escuela, etc. (fuente pedagógica).
El análisis descrito ofrece una visión general de los aspectos que impulsan y obstaculizan el quehacer coeducativo y que responden, de esta manera, a una doble intencionalidad. Por un lado, supone un ejercicio de formación y sensibilización para toda la comunidad educativa; y por otro, resulta útil para determinar las estrategias, o pasos a seguir, para construir una escuela coeducadora. Se trata de fomentar la participación e implicación del profesorado, puesto que es una condición necesaria para el éxito de cualquier innovación docente. Como señala Azorín Abellán (2014), en los procesos de transformación y mejora educativa el equipo humano es clave, por ello, es recomendable establecer formas de liderazgo distribuido donde primen el buen clima, el diálogo y el trabajo en equipo (Rebollo et al., 2001). En este sentido, autoras como Heras-Sevilla (2011) o Urruzola (1999) insisten en la necesidad del trabajo colaborativo de las distintas áreas para elaborar un currículo coeducativo en espiral. El objetivo es trabajar de forma integral la igualdad de género y la inclusión de las diversidades sexuales en todas las etapas educativas, así como abordar los contenidos con mayor profundidad a medida que se avanza en la escolaridad.
De acuerdo con lo expuesto, se propone un modelo de coeducación que exige un trabajo y concienciación previos (Fig. 2). Son prerrequisitos imprescindibles para la implantación efectiva de este modelo: el diagnóstico de la cultura de género de cada escuela (Crawford, 2006; García-Pérez et al., 2011; Rebollo et al., 2011); la profundización en la epistemología feminista, queer y disciplinar (Araújo Menezes et al., 2020; Martínez et al., 2014; Molet y Bernard, 2015); y la formación y sensibilización del profesorado en materia de igualdad de género, diversidades sexuales y democracia participativa. Se trata de desarrollar en la comunidad educativa una conciencia ciudadana marcada por el carácter crítico, donde todas y todos asuman su compromiso democrático y de transformación social (Araújo Menezes et al., 2020; Aguilar, 2013; Carrera, 2013; Marolla-Gajardo, 2019; Stone y Farrar, 2020).
Desde este planteamiento, se asume la transversalidad de género o "gender mainstreaming" (Anguita y Torrego, 2009; Bartual-Figueras et al., 2018). El modelo propuesto conlleva cambios profundos en el proyecto educativo, la cultura organizativa del centro, las estructuras, la forma de trabajo, los usos del tiempo y del espacio, la praxis docente, el lenguaje, los recursos didácticos, la evaluación, etc. En este sentido, Prat y Flintoff (2012) alertan del riesgo de inoperancia de la transversalidad, pues en ella se diluyen responsabilidades. En palabras de la propia Flintoff (1993: 188, cit. por Prat y Flintoff, 2012), "es un camino hacia ninguna parte, una manera de evitar el tema de forma colectiva". Efectivamente, la transversalidad por sí misma resulta insuficiente, pues depende de las voluntades personales en un contexto laboral cargado de tareas y trámites administrativos. La participación de todas las áreas y departamentos, del profesorado y del resto de agentes educativos resulta imprescindible en la transformación de la institución escolar. Se debe partir de un análisis crítico y del diagnóstico de la cultura género del centro, para acordar colaborativa y democráticamente el plan de acción y las medidas concretas a desarrollar. Por ello, tal y como evidencian diversas investigaciones (Azorín Abellán, 2014; Rebollo et al., 2011), el liderazgo distribuido, el trabajo en equipo y el reparto de tareas se convierten en estrategias facilitadoras del éxito en la implementación de la coeducación.
La transformación, e incluso performación de la escuela en un espacio igualitario que contemple las diversidades sexuales y de género es un proceso lento y complejo. Se trata de una innovación profunda que requiere identificar las desigualdades que provoca el sistema sexo/género, superar el binarismo de este sistema, cuestionar las propias creencias y proponer alternativas que permitan generar representaciones plurales. Por ello, son necesarios tanto el trascurso del tiempo, a fin de integrar los distintos niveles de sensibilización, como la formación del profesorado, inicial y permanente, para consolidar y responder a las necesidades que surgen a lo largo del proceso de innovación. Además, como indican Cardona et al. (2018), las características de cada escuela y de su contexto inmediato o comunidad pueden influir en distintos sentidos en la promoción de la igualdad, por ello, es difícil concretar medidas alejadas del contexto sin incurrir en vaguedades. No obstante, diversos trabajos proponen orientaciones y estrategias que pueden resultar útiles para la implantación y consolidación de una escuela coeducadora por y para la diversidad (Araújo Menezes et al., 2020; Azorín, 2014; Artal, 2009; Carrera, 2013; De Celis, 2011; Heras-Sevilla, 2011; Molet y Bernard, 2015; Sabuco et al., 2013; Subirats, 1994). Éstas pueden agruparse en recomendaciones ético-sociales, didácticas y organizativas, como se muestra a continuación.
Recomendaciones ético-sociales
Estas recomendaciones están vinculadas con el carácter transformador y combativo del modelo de coeducación. Entre ellas, se pueden destacar el rechazo enérgico de cualquier forma de discriminación sexual, prejuicio y violencia, así como el empoderamiento de las mujeres y otras diversidades. Para ello, resultan cruciales el reconocimiento, valoración y ejercicio de las cualidades y roles tradicionalmente femeninos, la promoción de vocaciones científicas, culturales y profesionales, y la potenciación de un acceso equitativo a la formación especializada (técnica, sanitaria, humanística y social).
Recomendaciones didácticas
En general, las orientaciones y estrategias didácticas propuestas por los diferentes autores y autoras están encaminadas a la revisión y redefinición de los contenidos curriculares, las metodologías docentes y los recursos didácticos empleados en la docencia. El modelo presentado exige la actualización de los contenidos curriculares desde epistemologías feministas y queer, así como la revisión exhaustiva de aquellos textos científicos que incurran en errores derivados de una visión androcéntrica o heteronormativa. Por otro lado, dado el carácter inclusivo del modelo, es imprescindible potenciar metodologías compensatorias y no discriminatorias que faciliten la participación de todas y todos. Agrupamientos flexibles y heterogéneos, juego simbólico y por rincones, role playing, lecturas inclusivas, videoforum, indagación de personajes y referentes, aprendizaje basado en proyectos con perspectiva de género, debates, foros y creaciones artísticas pueden ser estrategias didácticas muy útiles. Sin embargo, es necesario contar con recursos y materiales didácticos coeducativos. Por ello, se recomienda revisar y depurar aquellos aspectos de índole sexista, heteronormativa o discriminatoria identificables en los recursos habituales del aula, como libros de texto o cuentos y lecturas infantojuveniles. De igual manera, es fundamental crear y difundir materiales y recursos didácticos que contemplen: a) aportaciones de mujeres a la ciencia, la cultura y la sociedad; b) ejemplos de nuevas masculinidades y feminidades, donde todos y todas tengan un espacio de representación; c) agrupamientos sociales y relaciones de pareja desde una perspectiva antropológica, a fin de conocer otras realidades y analizarlas críticamente; y d) protagonistas con identidades sexuales y de género plurales, así como otras diversidades relacionadas con la etnia, la clase social o la religión.
Recomendaciones organizativas
Estas recomendaciones están relacionadas con la gestión y organización del centro educativo y la responsabilidad de toda la comunidad educativa en la trasformación de la escuela en un espacio coeducativo. La institución escolar debe garantizar el reparto equitativo de uso y disfrute de los diferentes espacios del centro, así como la presencia equilibrada de varones y mujeres en los órganos de gestión y representación. De igual manera, ha de fomentar el uso de un lenguaje inclusivo y adaptar los documentos del centro. Otro aspecto clave para un modelo inclusivo y democrático es la participación. En este sentido, se tiene que potenciar tanto la implicación de padres y madres en la vida escolar, como la creación de espacios de encuentro con personas con diversidades sexuales y de género. Finalmente, los equipos directivos deben inspeccionar y evaluar este proceso, a fin de asegurar que las mujeres y las identidades no hegemónicas sean visibles en la escuela.
A modo de conclusión
La revisión realizada en este artículo evidencia tanto las asimetrías y desigualdades derivadas del sistema sexo/género, como la complejidad y pluralidad de las diversidades sexuales y de género. Se impone la necesidad de comprender lo relativo a la sexualidad desde nuevos ángulos (Araújo Menezes et al., 2020; Nemi, 2018) y generar marcos conceptuales amplios que no limiten, ni patologicen, las identidades no hegemónicas. En el ámbito educativo, esta diversidad debe ser interpretada como un valor, pues pone de manifiesto la obligación de construir nuevos espacios, libres de heteronormatividad y prejuicios. Espacios verdaderamente democráticos e inclusivos.
La coeducación por y para la diversidad se sustenta en un enfoque sociocrítico, fundamentado en las teorías feministas, los estudios de género y las teorías queer. Pretende la (de)construcción de la identidad sexual y de género del alumnado, pues ofrece modelos que cuestionan las identidades hegemónicas y revalorizan lo tradicionalmente femenino. Este planteamiento nace del reconocimiento expreso de la no neutralidad de la institución escolar y la necesidad de revertir en ella el sistema sexo/género. Para ello, se pone el acento tanto en la integración en el currículo de todas las voces que han configurado y configuran el conocimiento social (Molet y Bernad, 2015; Vidiella, 2012), como en el análisis de los modelos socioculturales que configuran el sistema heteronormativo imperante. No se trata del mero estudio de modelos y referentes, sino de conocer y comprender los procesos que han generado las distintas formas de organización social y sexual (Barragán, 1999), a fin de generar posicionamientos críticos y comprometidos con la igualdad de género, ampliamente entendida. En este sentido, aún son necesarias la superación de los estereotipos de género y de las actitudes heterosexistas del profesorado en activo y en formación (Heras-Sevilla y Ortega-Sánchez, 2020) así como la sensibilización de toda la comunidad educativa en materia de igualdad, género y diversidad sexual.