Durante el siglo IV a. C. se produjo en Atenas el auge del arte y literatura con temática erótica; la filosofía no se quedó atrás, sino que también se interesó por tratar las adecuadas relaciones entre hombres y mujeres.1 Hay autores como Colombani quienes consideran que las dos fuentes principales para construir el modelo de lo femenino en Occidente son: a) el discurso mítico griego, de raíz hesiódica, donde la mujer nace como un castigo a partir de la transgresión de Prometeo, y b) la mujer en el relato clásico, cuya figura paradigmática es la esposa de Iscómaco.2
A todas luces la paideia es un tema central en las obras de Jenofonte, porque para él educación es la base del oikos y de la pólis. Por eso me propongo demostrar que el historiador aprovecha un asunto en apariencia superficial para en realidad ocuparse de la educación femenina: con el pretexto de los cosméticos y de las artimañas de las mujeres, Jenofonte plantea el dilema entre la belleza física y la verdadera belleza del alma femenina.
La bella apariencia femenina
En el Económico, una joven recién casada, menor de quince años, deseosa de agradarle a su marido, adopta lo que podría considerarse una actitud habitual de las mujeres con buena posición económica: con la finalidad de verse más hermosa, en una ocasión, la chiquilla recurrió a los artilugios de los cosméticos. Esa vez la muchacha usó demasiado maquillaje para aparentar ser más blanca, utilizó mucho rubor para simular una tez más sonrosada y se puso unos zapatos de tacón para verse más alta.3
Tan pronto como Iscómaco la observa arreglada de tal manera, le hace una serie de preguntas y manifiesta con claridad que él prefiere la belleza natural, ya que la pareja se une para disfrutar de sus cuerpos. El hacendado comenta que es mucho mejor tener un cuerpo fuerte y sano, con buen color, por eso él mismo procura cuidar su aspecto físico en lugar de recurrir al maquillaje (µίλτῳ) y a la pintura de ojos (ἀνδϱειϰέλῳ).4 El marido le dice con franqueza a la joven que no le agrada que se pinte, porque lo que causa más placer es el cuerpo puro del ser humano.5
Iscómaco señala que los cosméticos permiten brindar una falsa apariencia a los extraños, pero entre seres que conviven diario no sirven. Le hace comprender a la joven que es mejor presentarse ante la pareja tal cual uno es, para no engañarla al ofrecerle una bella apariencia; es preferible disfrutar las cualidades que en verdad tiene el otro, en lugar de quedarse con la mera ficción, este comportamiento provoca que él no confíe en su mujer.6
El terrateniente rechaza el uso del maquillaje y de las trampas femeninas, porque al convivir cotidianamente es fácil descubrir los trucos, al contemplar el verdadero rostro de alguien antes de pararse de la cama, antes de arreglarse, al sudar, al llorar o cuando se baña.7 De ahí en adelante su esposa renuncia a los cosméticos y deja de aparentar lo que no es.8 Iscómaco agrega que las mujeres sentadas de manera ostentosa están entre las catalogadas como muy arregladas y engañosas.9
Al analizar los estereotipos femeninos, Picazo Gurina señala lo siguiente:
En la cultura griega, la ropa no hacía necesariamente al hombre, pero sí a la mujer [...], la ropa y los ornamentos complementarios servían para identificar la condición femenina en la literatura y el mito griegos, fluctuando de la asociación negativa entre mujeres, ornamento y vanidad a la conexión entre modestia y vestidos.10
Por lo que atañe al maquillaje, en ese tiempo tanto las casadas como las heteras lo usaban mucho, sólo en caso de luto se consideraba de mal gusto utilizarlo. Las asistentes a los misterios tampoco empleaban afeites.11 Se creía que una piel blanca era más atractiva, ya que indicaba que la mujer gozaba de buena posición económica, porque permanecía bajo techo y no tenía la necesidad de salir a la intemperie. Para lograr este efecto, ellas recurrían a polvos blancos y se protegían del sol con una sombrilla.12 Cabe recordar que Homero describe a Hera como la diosa “de blancos brazos” (Λευϰώλενος), la princesa Nausícaa también recibe este epíteto.13
Por su parte, López Melero asevera que, entre más blanca era la mujer, se pensaba que era más femenina y más fértil, esto atraía al varón. Debido a este canon de belleza, las mujeres se esforzaban por conseguir a toda costa una piel blanca:
testimonios literarios y arqueológicos […] indican que la utilización del carbonato de plomo era muy común. Pero su uso prolongado era nocivo, ya que destruía la epidermis e incluso provocaba la muerte si se tragaban algunas partículas debido a la reacción de los ácidos gástricos. Pero su gran capacidad de cubrir -incluso los efectos perniciosos de su aplicación-y su resistencia frente al agua, convirtieron al “blanco de plomo” en el maquillaje más común.14
Entre los antiguos griegos, la estatura era otro parámetro de belleza, sobre todo si se trataba de heteras, por eso algunas mujeres usaban calzado con tacón; desde aquella época había una gran variedad de sandalias y zapatillas.15 Al principio sólo los actores de teatro usaban el coturno para verse más altos e impresionar a los espectadores; cuando las mujeres, principalmente heteras, se percataron de que la estatura resultaba un arma de seducción, también recurrieron a esta clase de zapato, “punto de partida de las innumerables variantes de calzado femenino que, a través de la historia, ha tenido varias suelas o altos tacones”.16 La altura, además de ser indicador de belleza femenina, mostraba el alto estatus social de la mujer.17
La postura de Jenofonte con respecto al maquillaje ha llamado la atención de varios estudiosos, quienes lo consideran como el primer autor antiguo que censura el uso de los cosméticos, entre ellos está Omatos, quien informa que los escritores antiguos rechazaban el exagerado esmero con que las mujeres se arreglaban, pues invertían mucho tiempo en eso y abusaban del maquillaje con tal de lucir hermosas. En el Económico Jenofonte está en contra de la bella apariencia lograda con artificios.18 Omatos asevera que un reproche constante hacia las mujeres son “las artes a las que aquellas recurren en su afán por cazar a los hombres, recurriendo a tintes, afeites, perfumes, postizos, etc., con los cuales esconden sus defectos y aparentan ser más bellas”.19 Según esto, no era correcto que gracias a las pinturas las mujeres respetables disimularan sus imperfecciones y signos de la edad.20
De acuerdo con López Melero, en el Económico, Jenofonte plantea un problema entre la estética y la ética en relación con el erotismo, pues “la coquetería quedaba, así, disociada de la sophrosune”.21
A mi juicio, la aversión que el historiador siente hacia los cosméticos y la falsa apariencia femenina es resultado de la educación que recibió, donde la mitología desempeñó un papel muy importante. La seducción y el engaño aparecen en la Ilíada, además de la guerra desatada por la bella Helena, Homero describe con lujo de detalles el modo en que Hera se esmera en su arreglo personal, con miras a seducir a Zeus y distraerlo del combate.22 En la Odisea también hay varias mujeres seductoras y perversas, vinculadas al mundo de los muertos: Circe, Calipso o las Sirenas; son personajes femeninos que atraen con su bella voz y con su cuerpo, y que causan infortunios a los hombres.23
La desconfianza que inspira una mujer que realza su belleza mediante recursos artificiales remite a la tipología de Semónides de Amorgos, para quien esta clase de seres evoca a la mujer-yegua, pues es hermosa, pero evita el trabajo y las penalidades, es inútil para los quehaceres domésticos, enamora al varón con sus artimañas y sólo sabe acicalarse; si bien para los demás hombres resulta un espectáculo digno de verse, se convierte en una calamidad para su esposo.24 Es preciso agregar que, al usar perfumes y cosméticos caros, la mujer-yegua representa un peligro para la economía del marido, porque invertir en pinturas, vestidos costosos y adornos representa un gasto superfluo.25
Otra influencia relevante en la mentalidad de Jenofonte es la ejercida por Hesíodo a través del mito de Pandora. En sus obras, el poeta de Ascra la califica como un “bello mal” y como una “gran desgracia” (ϰαλὸν ϰαϰόν y πῆµα µέγα), ya que los regalos de los dioses la hicieron irresistible para los mortales debido a su hermosa apariencia.26 Además del bello cuerpo que le dio Hefesto a Pandora, Atenea la adornó y ciñó, la Persuasión y las Gracias le pusieron áureos collares, y las Horas le colocaron una guirnalda de flores.27 El poeta le aconseja a su hermano Perses que no se deje engañar por una mujer de amplias caderas y palabras seductoras.28
Cuando Zeus ordenó la creación de Pandora, concibió a la mujer como un mal para los varones. Al ataviarla con muchos adornos, los dioses le concedieron los rasgos femeninos por excelencia: la hermosa, graciosa y púdica apariencia junto con el arte de tejer; pero también le dieron mente de perra, mentiras, palabras seductoras y conducta engañosa.29
A partir de tal relato la belleza y los adornos femeninos se convierten en una poderosa arma de seducción que atrae a los hombres:
El cuerpo de Pandora procede de la arcilla lo mismo que un objeto de cerámica, hermoso pero vacío, y los dones divinos se dirigen a convertir ese atractivo maniquí en portador de todos los simulacros que provocarán los males que afligirán a la condición humana. [...] Pandora tiene un hermoso exterior pero un interior dañino.30
Desde mi punto de vista, la postura que muestra el historiador hacia los artificios para aparentar un hermoso físico se derivan también de su contacto con su maestro Sócrates, quien recomendaba enfáticamente abstenerse de los seres bellos, porque no es sencillo disfrutarlos sin perder la cordura.31 Según el sabio, un solo beso de una persona guapa y atractiva es capaz de transtornar a un hombre sensato y prudente, de manera que dé volteretas sobre cuchillos y brinque en el fuego.32 El beso de una beldad convierte de inmediato en esclavo a un hombre libre, lo hace derrochar su fortuna en placeres nefastos, le quita tiempo para pensar en lo “bello y bueno”, mientras lo obliga a preocuparse por cosas que ni un loco tomaría en cuenta.33 Sócrates establece un símil entre las personas bellas y las tarántulas, porque estos pequeños animales sólo con tocar con su boca a un ser humano le ocasionan mucho dolor e incluso lo dejan sin sentido.34 Por su parte, las personas bellas son más peligrosas que dichos arácnidos, puesto que no hace falta que toquen a los demás para inocular algo que los enloquece, basta con que alguien los mire a la distancia. Y ya que los seres hermosos hieren de lejos, el maestro de Jenofonte recomienda huir a toda prisa siempre que aparezca alguien bello.35
En torno al peligro que representa un individuo bien parecido, Sócrates advertía que el hombre que se casa con una mujer hermosa con la idea de disfrutar de ella ignora en realidad si, a causa de su misma belleza, será desdichado.36 Al referirse a Alcibíades, el filósofo afirma que, por su singular belleza, una multitud de mujeres distinguidas lo acosaron, y fue corrompido por muchos hombres poderosos debido a su influencia en la polis y entre los aliados; y, dado que el demos lo honraba sin que él se esforzara en nada, Alcibíades se confió y se descuidó a sí mismo.37
Por lo que concierne a su postura personal, el filósofo rechazaba con mayor facilidad a los jóvenes bellos y atractivos, que a los individuos más feos y menos agraciados.38
En Memorables, III, 11, 1-18, el historiador describe una escena donde dialogan la hetera Teodota y Sócrates. La apariencia y el comportamiento de esta mujer coinciden con lo que Iscómaco no quiere para su esposa.
Desde que inicia la conversación se especifica que Teodota era una mujer cuya belleza subyugaba la razón, ella convivía con los varones que lograban “persuadirla”.39 Su hermosura era tanta que los pintores acudían a su casa para tomarla como modelo, dependiendo de aquello que el artista quisiera pintar, ella mostraba la parte de su cuerpo que más le conviniera.40 Al escuchar esto, Sócrates se anima a visitarla, para comprobar hasta que grado los rumores eran ciertos.
Cuando el filósofo y sus amigos llegan a la casa de Teodota, ella está posando para un pintor y se quedan a contemplarla. En esta parte del relato, Jenofonte sugiere que, en lugar de actuar con recato, ella disfruta ser vista por los varones, a propósito exhibe sus encantos. Sócrates reconoce que la hetera es la más beneficiada con ese encuentro, pues sabe que sus admiradores incrementarán su fama al propagar lo bella que es. Esto era inapropiado para una ciudadana ateniense, quien vivía encerrada en su casa, debía rehuir el contacto masculino, tenía que ocultar su cuerpo y debía evitar que se hablara de ella.41
En cuanto a su apariencia, Teodota y su madre llevaban ricos vestidos y accesorios, incluso sus sirvientas tenían buen aspecto y se encontraban muy arregladas.42 No resulta extraño que la hermosa mujer ponga mucha atención en enfatizar sus atributos, porque las heteras estaban obligadas a “resaltar su feminidad a través del aspecto físico y sus encantos. Acompañando su exotismo, es proverbial la belleza y el encanto de estas mujeres. [...] Su apariencia es uno de sus principales atributos”.43
Aunque la hetera finge ingenuidad, Sócrates le dice que entre las artimañas que ella usa para atrapar amantes está su cuerpo (que funciona como red) y un espíritu que entre otras cosas le ha enseñado a mirar para agradar, a hablar para seducir.44
La verdadera belleza femenina
Luego de escuchar los argumentos de su esposo, la muchacha obedece y deja de pintarse. De ahí en adelante siempre se mostró limpia (ϰαθαϱάν)45 y discreta, y le preguntó a Iscómaco qué podría hacer para en realidad ser bella y no sólo aparentarlo.46 El marido le aconsejó lo siguiente:
• La mujer en verdad bella se ejercita y cuida su cuerpo. Conviene recordar que Licurgo se opuso a que las espartanas llevaran una vida inactiva y dedicadas al trabajo de la lana (para eso bastaban las esclavas), como su principal deber cívico era procrear ciudadanos, el legislador dispuso que ellas también hicieran ejercicio físico, incluso organizó carreras y pruebas de fuerza para ellas, convencido de que una mujer y un hombre vigorosos concebirían hijos robustos.47
Gracias a su contacto directo con Esparta, Jenofonte se muestra a favor de que también la ciudadana ateniense se ejercite para estar en perfectas condiciones.48 En esta obra el autor ve a las tareas domésticas como actividad física que redunda en la salud y el bello aspecto de la esposa.
En vez de recurrir a los cosméticos para conseguir una buena apariencia, es necesario que la mujer logre la verdadera belleza física al no permanecer siempre en el oikos sentada cual una esclava, al dedicarse al telar como una señora, al enseñarle a otros lo que ella domina y al esforzarse por aprender lo que ignora. Debe supervisar a los demás y recorrer la casa para comprobar que todo esté en orden; así, al mismo tiempo que cumple con sus responsabilidades, pasea. Iscómaco le aclara a la muchacha que es un buen deporte humedecer y amasar harina, sacudir y doblar la ropa.49 Incluso le dice que con estas actividades comería más gustosa, estaría más sana y tendría mejor color.50 Esta última parte hace traer a la memoria un pasaje de la Constitución de los lacedemonios, donde el autor comenta que Licurgo observó que quienes practican ejercicio tienen buen color, buenos músculos y son robustos; mientras los que no se ejercitan están hinchados, son torpes y débiles. Al hacer ejercicio se garantiza el buen estado físico.51 Conviene añadir que las espartanas eran célebres por su belleza, de ahí era Helena; ellas no necesitaban cosméticos para tener una hermosa complexión.52
• Desde el inicio del Económico, Jenofonte menciona entre los peores vicios a la pereza (ἀϱγία), la molicie (µαλαϰία) y la negligencia (ἀµέλεια),53 por eso propone un modelo de mujer trabajadora, semejante a la abeja reina.54 Aunque la mujer ideal pasa todo el tiempo en su hogar, esto no quiere decir que permanezca sin hacer nada; por el contrario, siempre está ocupada. Mientras la mujer en verdad bella se parece a la abeja, la moralmente fea es similar a los zánganos, seres inútiles que les roban a las abejas el alimento reunido con mucho esfuerzo; Iscómaco asevera que hay que extirparlos cuanto antes de las colmenas.55
También Hesíodo estableció una antítesis entre el zángano y la abeja, donde la mujer es un ser inútil como los zánganos en las colmenas.56
El símil entre la mujer y la abeja se remonta a Semónides de Amorgos, quien afirmaba que únicamente este tipo de mujer hace feliz a su esposo, porque no se presta a las murmuraciones y concibe una hermosa prole. Gracias a su trabajo y cuidado se incrementa el patrimonio familiar, quiere a su marido y éste la ama, envejecen juntos. Sólo ella es ilustre y la rodea un halo divino, además le desagrada la plática superflua de sus congéneres.57
A mi juicio, el paradigma de la mujer-abeja refleja la animadversión hacia las mujeres de buena posición económica que no trabajaban, sino que vivían en la casa como perezosos parásitos; a esto se debe la insistencia en que la mujer realmente bella se distinga por ser hacendosa y productiva en todos los aspectos.58
Aunque la mayoría de autores griegos menospreciaban el trabajo femenino, Jenofonte reconoce que complementa al del hombre y es igualmente valioso, por eso, para el historiador, el trabajo y la belleza femenina van unidos de la mano.59 Según este autor, fueron los propios dioses y la ley quienes establecieron que la ciudadana se encargue de la crianza de los recién nacidos, la molienda del grano para hacer pan y la elaboración de vestidos de lana.60
• Para el historiador, la actitud de la joven realmente bella se caracteriza por su prudencia y moderación. Esto implica mantener una conducta mesurada ante la comida y no dejarse llevar por el impulso sexual.61 Desde su hogar paterno la mujer del hacendado está acostumbrada a no sucumbir frente a la gula.62 Como γαστήϱ, significa al mismo tiempo “estómago” y “útero”, la capacidad sexual femenina es descrita como glotonería, de ahí que los varones censuren el apetito de las mujeres. En este sentido, Jenofonte sigue hasta cierto grado la tradición, pues para él la gula (λιχνεία) y la lascivia (λαγνεία) son dos de los vicios más grandes que avasallan a los seres humanos, sean hombres o mujeres.63
En el Económico se percibe un eco de Hesíodo, quien asocia la gula con el desenfreno sexual femenino. El poeta beocio alude a la mujer como un vientre insaciable tanto en la alimentación como en el sexo. Para él, la mala esposa siempre está al acecho de la comida, consume a su marido y le ocasiona una vejez prematura;64 por eso mismo se refiere a las hijas de Pandora como compañeras de la saciedad, no de la pobreza.65 Las compara con los zánganos y dice que ellas devoran el alimento que las abejas recolectan con tanto trabajo.66
Por lo que se refiere estrictamente a la gula, mientras en Lacedemonia las jóvenes recibían una ración de comida similar a la de los varones, Jenofonte señala que en otras ciudades tanto a las embarazadas como a las muchachas bien educadas se les daba una porción muy pequeña y lo menos condimentada posible.67
En aquella época se pensaba que las mujeres eran seres débiles que estaban a merced de sus emociones. Los varones temían esa conducta irracional y su inclinación a dejarse llevar por sus pasiones, porque veían la amenaza latente de que en algún momento la mujer introdujera a un hijo ilegítimo en el oikos. Como afirma Picazo Gurina:
La importancia de la castidad no estaba relacionada con la “pureza femenina” sino con el hecho de que un buen comportamiento sexual como esposa garantizaría la legitimidad de los hijos. Y esa preocupación explica la relevancia de las leyes relacionadas con el adulterio en la ciudad griega.68
Por eso en Atenas se les exigía a las mujeres, sobre todo a las ciudadanas, una conducta recatada. A la mujer se le inculcaba el αἰδῶς, una modestia cercana a la vergüenza sexual, y la σωφϱοσύνη, que significaba “discreción” y “dignidad”. Bajar la cabeza y los ojos al estar en público o frente a un varón era la mejor forma de mostrar estas virtudes tan valoradas en la antigua Grecia.69 Al respecto, cuando los hombres de Ciro toman como cautiva a Pantea, ella permanece con la mirada en el suelo y con actitud modesta.70 Con el paso del tiempo, el mejor amigo de Ciro se enamoró de esta mujer no sólo a causa de su belleza, sino también por su ϰαλοϰἀγαθία.71
Por su parte, la esposa de Iscómaco manifiesta una conducta reservada, ya que desde niña su madre le enseñó que tenía que ser discreta (εἶναι σωφϱονεῖν); fue educada para ver, oír y cuestionar lo menos posible.72 Sobre esto, en el Discurso fúnebre de Pericles se especifica que la máxima gloria de la mujer consiste en que se hable lo menos posible de ella, porque no debe dar pie a elogios ni a vituperios.73 A partir de entonces los atenienses fomentaron más el silencio y la σωφϱοσύνη como cualidades femeninas.
Acerca de su postura ante los placeres, la mujer virtuosa se caracteriza por la ἐγϰϱάτεια. Iscómaco sostiene que la divinidad les concedió tanto al hombre como a la mujer la facultad de practicar dicha virtud.74 En torno a esto, Pantea es un modelo de fidelidad conyugal, pues aunque se encuentra en cautiverio no acepta la propuesta amorosa de Araspas; debido a su lealtad y amor, se suicida sobre el cadáver de su esposo Abradatas.75
• En cuanto al atuendo, Jenofonte señala que los espartanos no utilizan vestidos suntuosos, ya que nada más se engalanan con el perfecto estado físico de su cuerpo.76 Acorde con esto, el autor asevera que el propio porte marca la distinción entre la mujer virtuosa y las esclavas, porque su aspecto más limpio y su manera de vestir con mayor recato la diferencia también de las mujeres acicaladas y embusteras.77 Este pasaje coincide con la escena donde la hermosa cautiva Pantea está sentada en el suelo con sus sirvientas y viste igual que ellas, pese a eso los soldados de Ciro de inmediato se dan cuenta de que ella es la señora, gracias a que era más alta, a su virtud y a su decoro.78
En Memorables, Jenofonte le atribuye a la mujer decente un aspecto sobrio y un ropaje blanco; mientras la mujer malvada porta un vestido insinuante.79 Al contrario de la actitud pudorosa y recatada de la mujer honorable, la hetera exhibe sus encantos ante los varones; mientras la ciudadana procura pasar inadvertida, la hetera busca llamar la atención y hacerse visible para conseguir clientes.
Durante la época clásica las mujeres respetables llevaban vestidos de lana o sobre todo lino, mientras las heteras utilizaban materiales transparentes, “como la gasa, teñidos de color azafrán. Seguían el estilo de los vestidos jónico o dórico”.80 Esta última clase de mujeres sentía una especial predilección por las prendas de seda
cuya calculada transparencia permitía velar los encantos resaltándolos al propio tiempo. Cuando no había seda, usaban lino fino de la isla de Amorgos para conseguir el mismo efecto: parecer desnudas a la distancia [...]. Conocedoras de la efectividad de la belleza y la coquetería, las hetairas usaron esas armas con ingenio [...]. Lo excesivo y complejo de su arreglo es a veces motivo de crítica en los textos conservados.81
Por lo que concierne a la indumentaria llamativa utilizada por las heteras, cuando Dioniso aparecía en escena portaba una seductora túnica femenina teñida de amarillo anaranjado: krokotós.82 La belleza física y la juventud se asociaban con los distintos tonos del amarillo y del naranja; el amarillo era el color de la seducción.83 El rojo y el púrpura también estaban reservados para las heteras.84
Conclusión: Jenofonte y la genuina belleza femenina
Si bien a lo largo del Económico es evidente que para el historiador la belleza física natural y la virtud están estrechamente unidas, la prueba contundente se encuentra en Memorables donde, a propósito de la elección de Heracles, se le aparecen al joven dos mujeres muy distintas: una encarna a la Virtud, es alta, de bello aspecto y naturaleza noble, adornada con la pureza de su cuerpo, mirada pudorosa, imagen sobria, vestida de blanco y con andar pausado; la otra representa al Vicio, es alta, bien alimentada, robusta y blanda, maquillada para verse más blanca y sonrosada de lo que en verdad era, simulando ser más delgada, con ojos coquetos y un vestido vaporoso que dejaba ver su cuerpo, fascinada con llamar la atención de los varones y encantada con contemplar a cada instante su propia sombra, ésta no duda en acercarse rápidamente al muchacho.85
A partir de lo anterior, cabe deducir que, para Jenofonte, el maquillaje y los artilugios femeninos proporcionan una falsa hermosura, que no precisamente va acompañada de un carácter virtuoso. Desde esta perspectiva, la mujer realmente bella es aquella que manifiesta una congruencia entre su belleza natural y su conducta virtuosa.86 La buena presencia física es importante porque el cuerpo es el intérprete de las virtudes femeninas; por este motivo conviene tener un cuerpo disciplinado y productivo en todos los aspectos, alejado de los vicios y la holgazanería.
A pesar de que Jenofonte heredó varios prejuicios, modifica su postura al tomar en cuenta lo aprendido con Sócrates y con los espartanos. Evoca las enseñanzas de su maestro, quien valoraba más la virtud de una mujer real, que la belleza femenina plasmada en una pintura de Zeuxis, rechaza la belleza artificial, porque suele ser engañosa.87 De acuerdo con el filósofo, lo más seductor, deseable y agradable del ser humano no es su apariencia física, sino el carácter del alma:88 es más grato contemplar seres que denotan caracteres bellos, hermosos y amables, que mirar a quienes se comportan de manera fea, malvada y odiosa.89 Con base en lo expuesto cabe argumentar que para Sócrates y su discípulo lo más relevante no es la buena presencia física, sino la virtud, la ϰαλοϰἀγαθία.90
Desde mi punto de vista, el historiador aprovecha el tema de los cosméticos para contribuir a la παιδεία femenina, pues mediante la antítesis entre la mujer virtuosa y la hetera difunde su ideal de bella ciudadana, la mujer ϰαλὴ ϰἀγαθή, cuya belleza y virtud garantizan la estabilidad, la armonía y la continuidad tanto de su casa como de la sociedad.