I. Jenofonte y la noción de “paraíso” persa
En el s. IV a. C., Atenas enfrentaba las consecuencias de las Guerras Médicas y de la Guerra del Peloponeso. Varias familias de alcurnia se vieron en la ruina porque la tierra cultivable tanto de Ática como de las aldeas campesinas fueron devastadas por completo. Paul Salay afirma que, durante la Guerra del Peloponeso, muchos atenienses propietarios de tierras de cultivo sufrieron importantes pérdidas económicas, debido a las incursiones de pillaje.2 Con respecto a lo anterior, Cristóbal Barea señala:
La agricultura, en efecto, vertebra la relación entre guerra y alimentación y hay que tener en cuenta que la economía en Grecia no sólo dependía de la calidad y cantidad de los campos, sino que se encontraba a merced de agentes externos y coyunturales, entre los que hay que incluir a lo largo de toda la Antigüedad, además de los frecuentes imprevistos climáticos, la guerra. La estrategia militar, sobre todo en el siglo V a. C., se desarrolla en relación con la defensa o el ataque de los recursos agrícolas y la guerra.3
En ese período de postguerra vivió Jenofonte (430-354 a. C.), quien contempló a su ciudad natal empobrecida a causa de los continuos enfrentamientos bélicos y vio campos destruidos.
Por aquellos días Atenas padecía ya una seria deforestación. En Critias, 111 b-d, Platón, contemporáneo del historiador, se refiere al suelo ático como los huesos de un cuerpo enfermo; lamenta que el paisaje, antes fértil, lleno de ríos y fuentes, en su época luzca erosionado y sea incapaz de retener el agua pluvial.4 Debido a la tierra estéril y poco propicia, los habitantes tenían problemas para alimentarse.5
Por su parte, Jenofonte sufrió en carne propia situaciones extremas, pues, perdido con el contingente de los Diez Mil (401 a. C.), enfrentó tanto la carencia de víveres como la dureza del clima.6 Conviene recordar que, para lograr que los mercenarios avanzaran, el general espartano Clearco los animaba a pensar cómo conseguirían alimentos, “porque sin ellos de nada sirve ni un general ni un soldado”.7 También procuraba que sus hombres tuvieran víveres y hacía todo lo posible para proporcionárselos.8 Con base en su amplia experiencia militar, en varios de sus escritos el historiador enfatiza la necesidad de contar con provisiones; Sócrates le recomienda esto a un aspirante a general y Cambises le aconseja lo mismo a su joven hijo Ciro.9
Al analizar las obras de este socrático, es evidente que, durante su accidentada travesía por Asia Menor, puso especial atención en la flora y la fauna. Cabe mencionar que, en 539 a. C., Ciro el Viejo conquistó Babilonia luego de sitiarla y, tras apoderarse de ella, decidió establecerse en el palacio real.10 En la Anábasis, el historiador narra que los mercenarios al mando de Ciro el Joven atravesaron Babilonia,11 cuyos Jardines Colgantes estaban catalogados como una de las Siete Maravillas del mundo antiguo; es probable que Jenofonte conociera esa famosa ciudad con exuberante vegetación.12
El ateniense relata que los soldados marcharon por sitios desérticos (ἐϱήµους) y aclara que con frecuencia toda la región carecía de árboles (ἀλλὰ ψιλὴ ἦν ἅπασα ἡ χώϱα).13 Luego de cruzar varias zonas áridas, informa que en Arabia, cerca del río Éufrates, los mercenarios llegaron a una llanura cubierta de ajenjo; maravillado explica que, aunque no había árboles, todo estaba lleno de plantas aromáticas (ἀϱώµατα).14 Allí observó asnos salvajes, muchas avestruces, avutardas y gacelas.
Ahora bien, ¿qué dice el escritor sobre los paraísos persas? Especialistas como León Rodríguez y Marie-Françoise Marein sostienen que Jenofonte fue el primer autor griego que usó “la palabra paraíso, [que] viene del persa pari (alrededor) y daeza (muro). Dicho vocablo griego pasó al latín como paradisus”.15 También se piensa que este término “proviene del persa antiguo: pairi-dae-za, que significa parque cercado o jardín de recreo del rey. Los babilonios adoptaron el vocablo y lo transformaron en paradisu; luego el término griego παράδεισος pasó al latín como paradisus”16 y de ahí viene nuestra palabra “paraíso”.
En la Anábasis, el historiador afirma que Belestis, gobernador de Siria, poseía un “paraíso” muy grande y hermoso, que tenía todos los frutos que producen las estaciones. Ese lugar fue arrasado por Ciro el Joven.17 En la Ciropedia, refiere que, en su tiempo libre, Ciro el Viejo practicaba la cacería como entrenamiento militar y cuando se quedaba en su palacio cazaba a los animales criados en el paraíso.18
En el Económico, Sócrates asevera que en todos sus palacios y en todas sus visitas, el soberano persa procura que haya jardines (ϰῆποι), llamados “paraísos” (οἱ παϱάδεισοι ϰαλούµενοι), dichos lugares están llenos de todo lo bello y bueno que da la tierra, y allí permanece la mayor parte del tiempo, excepto si se lo impide la época del año. Sorprendido, el acaudalado Critobulo exclama que sin duda tales paraísos deben estar arreglados lo más bellamente posible, con árboles y con todas las hermosuras que la tierra genera.19
Sobre el aspecto idílico de los jardines persas, es pertinente señalar que autores como Jesús Lens-Tuero destacan que los escritos de este historiador se insertan en una etapa en la tradición utópica griega, para la cual es muy importante “la pintura del paisaje perfecto que reencontramos en la obra de Platón, de Jenofonte y de Teopompo”.20 Desde dicha perspectiva, este discípulo de Sócrates le da tintes utópicos a su texto al describir un sitio perfecto, con abundancia espontánea de la naturaleza, apartado de la realidad, ubicado en un tiempo lejano o en lugares remotos, a menudo asociados al mito o al folklore.21
Jesús Carruesco se une a la postura anterior y entre otras cosas añade lo siguiente:
este jardín es la imagen espacial de su propietario, [...]. Esta imagen del jardín real tendrá también una larga influencia, sobre todo cuando se le añada, en la obra de Jenofonte, la descripción del paradeisos, el jardín del rey persa. [...] Pero un detalle de la descripción [...] nos advierte de nuevo de que este es un espacio simbólico, una representación mental más que la descripción de una realidad: este jardín no conoce el invierno, todo en él florece a la vez, es la expresión espacial de una imagen mítica, la de la Edad de Oro, uno de los componentes del ambivalente pueblo de los feacios, que por otro lado, como veremos, son también el modelo de la polis ideal.22
II. Paraíso, agricultura y milicia
En el Económico, IV, 20-25, Jenofonte narra el encuentro entre Ciro el Joven y el espartano Lisandro; tanto por la temática como por el lugar dicho episodio recrea en cierta medida el diálogo entre el austero Solón de Atenas y el opulento rey Creso, en su espléndido palacio de Sardes.23 De acuerdo con la obra del historiador, cuando el general Lisandro acudió para presentarle a Ciro el Joven los obsequios de los aliados, el príncipe persa se portó tan amistosamente con él que le enseñó en persona su “paraíso” de Sardes.24 El espartano se quedó embelesado ante la hermosura de los árboles, la simetría del plantío, lo recto de las hileras, la regularidad de todos los ángulos y la gran variedad de agradables fragancias que los acompañaba durante su paseo.25 Acerca de esta descripción, conviene traer a la memoria un artículo que versa sobre los jardines persas, donde Francisco Bueno aporta estos datos:
Los árboles se plantaban siguiendo un trazado geométrico, [...] Entre los árboles cultivados se encontraban especies exclusivamente ornamentales y frutales: álamos blancos, cipreses, pinos, palmeras datileras, almendros, granados y cerezos [...], las flores se disponían al azar. Se sembraban rosas, tulipanes, lirios, narcisos, jacintos, clavellinas, claveles, amapolas, azucenas, jazmines, etc.26
Cuando contempló tan bello lugar, Lisandro exclamó gratamente sorprendido que todo lo maravillaba por su hermosura, pero sentía mucho más admiración por la persona que había diseñado y distribuido cada parte. Al escuchar a su invitado, Ciro contestó alegre que él había diseñado y distribuido todo, incluso él mismo había plantado algunos árboles. Tras oír eso, el espartano observó con cuidado al príncipe, quien portaba ricas vestimentas, usaba perfume, gargantillas, brazaletes y otras joyas. Entonces Lisandro preguntó si en verdad Ciro con sus propias manos había sembrado árboles, el persa respondió que nunca comía sin antes haber sudado al practicar algún ejercicio militar o agrícola.27 Esa contestación hizo que el espartano le estrechara la mano y le dijera: “me parece justo que seas feliz, Ciro, pues porque eres bueno eres un hombre feliz”.28 Con este breve relato Sócrates le demuestra a Critobulo, uno de los ciudadanos más ricos de Atenas, que ni siquiera los hombres más felices y acaudalados pueden prescindir de la agricultura.
A propósito de este pasaje, coincido con Leah Kronenberg en que aquí se evoca la entrevista de Solón y Creso en Sardes, y Lisandro manifiesta que le parece que el joven Ciro es feliz no por su majestuoso jardín, sino porque es un buen hombre. Al igual que el sabio Solón, el militar espartano no se deja deslumbrar por la bella y refinada apariencia del persa,29 sino por la virtud implícita en la plantación de los árboles y la alineación similar a la de los soldados. A mi juicio, lo que en realidad le asombra al general es que el príncipe utilice la agricultura a modo de entrenamiento bélico, pues la forma en que dispone las filas y el cultivo demuestra que sabe de táctica y estrategia bélicas. También le causa extrañeza que en vez de abandonarse a una vida placentera y afeminada en su paraíso, Ciro voluntariamente busque esforzarse. De acuerdo con Jesús Lens-Tuero:
Jenofonte presenta algo nuevo, porque es cierto que en la tradición utópica con gran frecuencia el marco es rural, pero lo común en tales relatos es que la tierra produzca sus frutos espontáneamente. Jenofonte aporta a dichas construcciones una imagen nueva, la del hombre que de modo voluntario y como parte de la vida dichosa en ese mundo de felicidad practica el πόνος de la agricultura. Esta original representación utópica jenofontea responde a la misma exigencia espiritual que, a partir de la tradición independiente de la representación del locus amoenus, dará lugar al nacimiento de la bucólica. Así resulta que el mundo de la pastoral está profundamente emparentado con el que diseñó Jenofonte en la Ciropedia y el Económico.30
Haciendo a un lado el enfoque utópico, resulta muy significativo que Sócrates inserte la peculiar anécdota exactamente después de afirmar que los oficios manuales son dañinos para el cuerpo y para el alma del ciudadano, con base en esto Critobulo le pregunta si hay que imitar al soberano persa, quien considera que la agricultura y el arte de la guerra son dos de las actividades más nobles y necesarias, razón por la cual él mismo practica ambas con gran entusiasmo.31
El filósofo aclara que el rey persa está muy atento al cultivo de la tierra,32 ya sea en persona o mediante gente de confianza supervisa esto: a quienes se esfuerzan por tener campos bien cultivados les otorga más tierras, los llena de regalos y los premia con cargos honoríficos;33 pero a quienes descuidan los campos, ya sea por soberbia o por flojera, los castiga, los destituye de su puesto y nombra otros gobernantes. Critobulo admite que el rey presta la misma atención a las labores agrícolas y a las bélicas.34
Sócrates refuerza su postura al argumentar que Ciro el Viejo, el rey más famoso que ha existido, afirmaba que era el mejor en cultivar la tierra y en defender los sembradíos; por su parte, Ciro el Joven también estaba orgulloso de trabajar la tierra y mejorarla, así como de ser un guerrero.35 Al evocar los paraísos persas y sobre todo el de Ciro el Joven, coincido con Jesús Lens-Tuero en que “el mundo persa ofrecía a la atención de Jenofonte un ámbito privilegiado del оἶκоς del rey, una especie de microcosmos donde la naturaleza había sido llevada por el esfuerzo personal del rey a la total perfección; nos referimos a los famosos paraísos”.36
En cuanto a mí concierne, sostengo que, por medio de su maestro, Jenofonte alude a lo que él mismo comprobó gracias a su trato directo con Ciro el Joven. Conviene agregar que los persas veían a la agricultura como un acto de veneración a la tierra, con eso la tornaban feliz y fructífera.37
A mi juicio, a partir de la noción del “paraíso” persa, entendido como el hermoso sitio donde se conjugan las labores agrícolas y los ejercicios bélicos, Jenofonte va en contra de varios contemporáneos suyos al rechazar la oposición entre la milicia y la agricultura, pues para él forman un binomio indisoluble que incide favorablemente en la paideia del ser humano, por eso hace hincapié en que ambos Ciros sobresalen tanto en las batallas como en las faenas del campo. Cabe recordar que el propio historiador ateniense fue un excelente general y un buen agricultor, es una autoridad en ambos temas.
III. Elogio de la agricultura
A continuación se verá cómo influyó lo que Jenofonte padeció y observó en Asia Menor a la hora de redactar su obra. En el Económico, V, 1-20, se halla lo que denomino elogio de la agricultura, entre los principales argumentos que Sócrates esgrime a favor del cultivo de la tierra están los siguientes: esta actividad es un motivo de placer, un medio para incrementar el patrimonio y una manera de ejercitar el cuerpo para poder realizar cuanto corresponde a un hombre libre.38 En primer lugar, la tierra produce el sustento del ser humano, y a quien la trabaja le otorga lo necesario para vivir sin preocupaciones. En segundo lugar, proporciona todo para adornar los altares, las estatuas y los hombres, también ofrece gratísimas fragancias y bellos paisajes. Tercero, produce numerosos manjares y víctimas propiciatorias para ganarse el favor de las deidades. En lo que toca al aspecto ético, aunque la tierra es muy noble, no deja que recojan sus frutos quienes son desidiosos o flojos. Las labores agrícolas hacen que los hombres aprendan a esforzarse y les inculcan virtudes muy valiosas tanto para época de paz como de guerra: los acostumbran a tolerar las inclemencias del tiempo, a despertarse temprano, a caminar mucho, a permanecer en vigilia, les aportan vigor físico, les enseñan a correr, a disparar y a saltar. Al estar muy unidos a la tierra, los labradores están más dispuestos que nadie a defenderla con las armas.39 En consecuencia, la agricultura es lo más placentero y lo más provechoso para la vida.
Según Jenofonte, la tierra enseña la justicia por ser una diosa; subraya que quienes se dedican a dicha labor tienen una educación enérgicamente viril y están bien entrenados de cuerpo y alma.40 Si bien el historiador no lo dice expresamente, considero que aquí se puede percibir una clara alusión a la καλοκἀγαθία, entendida como belleza física e integridad moral. Por si fuera poco, la agricultura enseña a mandar a los hombres.
A partir de lo anterior se puede deducir que Jenofonte promueve un tipo de educación que le otorga un lugar privilegiado a la agricultura. Intenta fomentar el interés por el cultivo de la tierra, debido a su convicción de que dicha práctica proporciona una educación varonil. Con esto se distancia del ideal ateniense, en esencia urbano, para inclinarse hacia un paradigma campesino.41 Vale la pena decir que para Jesús Lens-Tuero la vida rural le procura al agricultor un entrenamiento físico semejante al de la palestra y el gimnasio, porque en el Económico las faenas del campo ayudan a conseguir un cuerpo sano y listo para la guerra;42 desde su perspectiva, “lo más original y profundo de Jenofonte es su imagen del rey campesino, y su plasmación del πόνος del agricultor como sustituto del πόνος gimnástico”.43
IV. Escilunte: el paraíso de Jenofonte
Pese a que Jesús Lens-Tuero y Jesús Carruesco argumentan que Jenofonte alude a una utopía cuando se refiere al “paraíso” persa, en este apartado se verá que dicho concepto no sólo repercutió en su modo de pensar, sino también en su modo de vivir. Al igual que sus líderes ejemplares Ciro el Viejo y Ciro el Joven, este socrático combinó sus facetas de soldado y agricultor, además cuando tuvo la oportunidad se esforzó por construir en Escilunte su propio paraíso, es decir, llevó su teoría a la práctica y entre otras actividades se dedicó al cultivo de la tierra.
En opinión de Marein, una vez que este mercenario regresó de su expedición por Asia Menor y se instaló entre los lacedemonios, redescubrió toda la belleza de la tierra griega, a la que le canta con alma de poeta, como un viajero.44
Diógenes Laercio informa que, luego de dejar al rey Agesilao, Jenofonte se dirigió a Escilunte, una región de Elea poco alejada de la ciudad. Lo acompañaba una mujercita llamada Filesia y también sus dos hijos, Grilo y Diodoro, a quienes les decían los Dióscuros.45
En la Anábasis, V, iii, 7-13, el historiador describe su estancia en ese paradisíaco lugar. Señala que, tras ser desterrado de Atenas, los lacedemonios le concedieron una propiedad en una población cerca de Olimpia. En su finca había fieras para practicar la caza. Cuando el sacerdote del templo de Artemisa en Éfeso asistió a los juegos olímpicos, le devolvió a Jenofonte el depósito que le había dado antes de dejar Asia Menor. Con ese dinero el historiador compró un campo para la diosa, le erigió un altar y un templo, réplica pequeña del de Éfeso; también hizo una copia más chica de la estatua de Artemisa que, en lugar de ser de oro, era de ciprés: a través del terreno corría el río Selinunte. Alrededor del santuario plantó un bosque sagrado de árboles que producían cuantos frutos de temporada existen. Cada año el ex mercenario ofrecía un sacrificio y un banquete a la diosa, y todos los ciudadanos y los vecinos participaban en la fiesta. Durante la celebración, los hijos de Jenofonte y los demás ciudadanos realizaban una cacería. Según el testimonio de Diógenes Laercio, desde ese momento el autor ateniense pasaba su vida cazando, invitando a comer a sus amigos y escribiendo historias.46
Al estudiar con cuidado la Anábasis, considero que Jenofonte no sólo reprodujo el famoso Templo de Artemisa en Éfeso, otra de las Siete Maravillas de la antigüedad, sino que también se inspiró en la propiedad que tenía Ciro el Joven en la ciudad frigia de Cefalenas, donde junto con el palacio poseía un gran paraíso lleno de fieras salvajes, que acostumbraba cazar a caballo para ejercitarse. Ahí fluía el río Meandro.47 Por lo tanto, luego de sus andanzas, el historiador ateniense procuró convertir su terreno de Escilunte en un verdadero paraíso. Al respecto, estudiosos modernos como David Morales sostienen que en el Económico Jenofonte deja entrever cómo pasó sus días de sosiego entre los espartanos, incluso se piensa que Iscómaco, el caballero agricultor ideal, en realidad es su autorretrato.48
Fue así como a causa de su dura y ajetreada vida militar, este autor constató que es más agradable pasar el invierno y el verano en el apacible campo. Mediante su querido maestro Sócrates, afirma que la vida rural es más grata para los esclavos, para la mujer, para los hijos y los amigos.49 Alejado del bullicio y de la guerra, Jenofonte se dio tiempo para dedicarse a lo que más le apasionaba: administrar su propiedad, cultivar la tierra, venerar a los dioses, ejercitarse bélicamente, practicar la equitación y cazar. Aunado a lo anterior, aprovechó al máximo su paraíso personal para reflexionar sobre sus vivencias y componer buena parte de sus obras, de manera que su permanencia de casi veinte años en tan bello lugar fue más que productiva.50
Conclusiones
Tras analizar varios textos de Jenofonte, es evidente que para él entre la noción de “paraíso” persa, la agricultura y la virtud hay un estrecho vínculo. En el Económico introduce primero el tema del paraíso y lo relaciona con el cultivo de la tierra, para finalmente llegar a lo que en realidad le interesa: hacer el elogio de la agricultura al destacar su función ético-pedagógica. Con eso se aparta de la mayoría del círculo socrático, ya que lejos de menospreciar el trabajo del campo, Jenofonte lo ve como un aliado en la formación del ciudadano y en el fomento de la virtud.
Para lograr su cometido, este autor utiliza como modelos a Ciro el Viejo y Ciro el Joven, así demuestra que el paraíso no es nada más un sitio donde se puede descansar plácidamente. Refuerza su postura al comprobar que el cultivo y el cuidado de la tierra no están reñidos con el cultivo y el cuidado del alma, porque la agricultura permite aprender y practicar cotidianamente la virtud. Sócrates termina su elogio al afirmar que esta noble actividad es la madre y la nodriza de las demás artes, pues si la agricultura florece también prosperan las otras téchnai; pero cuando la tierra se vuelve estéril, se marchita casi todo.51 De esto dio amplio testimonio el propio Jenofonte durante su residencia en Escilunte, allí valoró la importancia de la vida tranquila dedicado a su familia, al cultivo de la tierra, a la caza y al fructífero ocio literario.