Mientras el científico busca, el poeta encuentra. La producción académica casi siempre ha sido precedida por la sagacidad del poeta; y esto no fue la excepción con el psicoanálisis. En un primer momento de su historia, el método psicoanalítico freudiano ciertamente inició bajo un formalismo de corte positivista y neurológico; sin embargo, debido a la experiencia aportada por sus “histéricas”, Freud reconstruye sus horizontes y empieza a edificar un sistema basado en la interpretación analítica, la asociación libre y la atención flotante, procesos que paradójicamente resignan la búsqueda con el fin de propiciar el encuentro de lo inédito, de eso que el discurso científico ha desdeñado, a saber, los sueños, los lapsus, el chiste, el equívoco y los actos fallidos.
Ahora bien, antes que analizar una obra literaria, y menos aún al escritor, la mirada y la escucha de un psicoanalista debería apuntar a dejarse enseñar por el acontecimiento poético mismo. Desde esa perspectiva se intentará dialogar con la literatura y los escritores, para extraer de eso cierto saber respecto a la creación, el deseo y lo inconsciente. En este sentido, no se realizará ningún tipo de psicoanálisis aplicado a la literatura, sino, más bien, uno implicado, en tanto se trata del análisis de un sujeto que al hablar desea, y en lo que desea se “implica”.
“Psicoanálisis aplicado” usualmente refiere al hecho de que el análisis sale del recinto del consultorio para emplearse en producciones culturales, como la literatura; es decir, cuando se “aplica” la teoría psicoanalítica a textos ficcionales para su lectura, comprensión e interpretación. Muchas de las veces sus portavoces convierten a un autor o a los personajes de sus obras en pacientes, ejercicio que obstaculiza la lectura puesto que éstos no pueden hablar para desdecirse. En todo caso, una operación viable de lectura psicoanalítica de textos literarios radicará en convertir al personaje en sujeto, no en paciente, para así poder leer eso que articula en lo que está escrito sobre él. Patricia Leyack asienta que, entonces, el rumbo se invierte: “somos los psicoanalistas, siempre que se trate de una obra de arte lograda, quienes vamos a poder aprender de lo que el artista consigue transmitirnos a través de ese personaje inventado” (223). Si así fuere, no es el personaje que se deja analizar por el analista, sino que es el analista quien aprende de eso que el personaje apalabra; por lo tanto, no se trata estrictamente de un psicoanálisis “aplicado”, sino de uno “implicado”, en el sentido que es quien lee el que aprende algo del sujeto ficcional.
Por su parte, para Jacques Lacan no existe tal cosa como el psicoanálisis aplicado a las obras de arte. El análisis sólo se puede aplicar, en sentido propio, como tratamiento a un sujeto que habla. Ya lo había dicho éste, a propósito del homenaje que le hizo a Marguerite Duras: “el artista siempre le lleva la delantera al psicoanalista, entonces ¿por qué hacer de psicólogos donde el artista le desbroza el camino?” (2012: 211). Así, Lacan no aplicará el psicoanálisis a las obras de arte sino que aplicará el arte al psicoanálisis, afirmando que el artista le lleva la delantera al analista y que, en todo caso, su arte permite hacer avanzar la teoría y la praxis psicoanalíticas; de aquí que, cuando el analista y el analizante analizan, hacen poesía. Por lo esbozado hasta aquí, se puede afirmar que la práctica psicoanalítica está más próxima a las artes que a las ciencias por cuanto que lo que ésta privilegia no corresponde a la mente, el cerebro o la conciencia, sino a los avatares de la subjetividad, el deseo y lo inconsciente.
En un momento cumbre de su producción, Freud, en su Interpretación de los sueños, llegó a relacionar la investigación psicoanalítica con el quehacer de la obra literaria, al aludir al “filósofo-poeta” Schiller: “Ahora bien, si hemos de creer a nuestro gran poeta-filósofo, Friedrich Schiller, una actitud en todo semejante [al psicoanálisis] es también condición de la creación poética” (1979d: 124), para luego añadir en relación con el método psicoanalítico que:
Si se la considera aislada, una idea puede ser muy insignificante y osada, pero quizás, en una cierta unión con otras, que acaso parezcan también desdeñables, puede entregarnos un eslabón muy bien concertado: de nada de eso puede juzgar el entendimiento si no la retiene el tiempo bastante para contemplarla en su unión con esas otras. […] De ahí vuestras quejas de infecundidad, porque desestimáis demasiado pronto y espigáis con excesivo rigor (124).
Es aquí, a propósito de esas ideas “desdeñables”, como el analista, al igual que el poeta, debería suspender todo juicio objetivo con el fin de hacer surgir lo nuevo e imprevisible en el elemento de vida que escucha en lo que el paciente apalabra. Sin embargo, esto no quiere decir que el material psicoanalítico carezca de rigor y precisión, sino que, al privilegiar aquellos componentes construidos de lenguaje y de deseo, lo favorecido en el gabinete analítico son elementos de otro orden, correspondientes a “otra” escena, que se han de escuchar y trabajar con un tipo de método y técnica distinta -la meta-psicológica-, a saber, la psicoanalítica, fundada por Freud mismo.
El psicoanálisis privilegia entonces un tipo de retórica del inconsciente fundado en todos aquellos efectos poéticos del lenguaje en el cuerpo libidinal, es decir, en la capacidad que tiene la palabra de produ-cir deseo. A propósito de la relación entre retórica, poética y psicoanálisis, en su Seminario 3 sobre las psicosis, Lacan apunta:
La retórica, o arte del orador, era una ciencia y no sólo un arte. Nos preguntamos ahora, como ante un enigma, por qué esos ejercicios cautivaron durante tanto tiempo a grupos enteros de hombres. Si es una anomalía, es análoga a la de la existencia de los psicoanalistas, y quizá la misma anomalía está en juego en las relaciones del hombre con el lenguaje, y reaparece en el curso de la historia de modo recurrente bajo diversas incidencias, y se presenta ahora en el descubrimiento freudiano (1984c: 343).
Por su parte, Freud constantemente sostenía que la labor del analista y la del poeta eran muy semejantes por cuanto ambos trabajan con el material retórico del deseo inconsciente. Lacan también, al referirse al trabajo freudiano de los sueños, lo hace siguiendo un paradigma de corte poético:
Es en la versión del texto donde empieza lo importante, lo importante de lo que Freud nos dice que está dado en la elaboración del sueño, es decir, en su retórica. Elipsis y pleonasmo, hipérbaton o silepsis, regresión, repetición, aposición, tales son los desplazamientos sintácticos, metáfora, catacresis, antonomasia, alegoría, metonimia y sinécdoque, las condensaciones semánticas, en las que Freud nos enseña a leer las intenciones ostentatorias o demostrativas, disimuladoras o persuasivas, retorcedoras o seductoras, con que el sujeto modula su discurso onírico (“Función y campo de la palabra”, en 1984a: 257).
Si el trabajo onírico freudiano atiende una nomenclatura retórica para realizar su análisis e interpretación, Lacan, basado en los tropos literarios de la metáfora y la metonimia, abordados previamente por Roman Jakobson, sugiere que el inconsciente sólo se puede afrontar en términos poéticos, más específicamente, en clave retórica:
El inconsciente, a partir de Freud, es una cadena de significantes que en algún sitio (en otro escenario, escribe él) se repite e insiste para interferir en los cortes que le ofrece el discurso efectivo y la cogitación que él informa. […] el término decisivo es el significante, reanimado de la retórica antigua por la lingüística moderna, en una doctrina cuyas etapas no podemos señalar aquí. […] Pero esta falta de la historia descritos por Freud como los del proceso primario, en que el inconsciente encuentra su régimen, recubren exactamente las funciones que esa escuela [de la retórica clásica] considera para determinar las vertientes más radicales de los efectos del lenguaje, concretamente la metáfora y la metonimia, dicho de otra manera, los efectos de sustitución y de combinación del significante en las dimensiones respectivamente sincrónica y diacrónica donde aparecen en el discurso (“Subversión del sujeto”, en 1984b: 779).
En resumen, lo que hace Lacan es equiparar los mecanismos freudianos de la condensación y el desplazamiento del proceso primario del sueño con las figuras poéticas de la metáfora y la metonimia para así afirmar que el inconsciente está constituido de manera retórica, o como bien lo apunta él, que “el inconsciente está estructurado como un lenguaje” (“La instancia de la letra”, en 1984b: 474).
De esta manera, los materiales aparentemente nimios, absurdos o irracionales que produce un sujeto en análisis constituyen insumos fecundos para la labor psicoanalítica. En mucho, ésta es igualmente la estrategia que emplea un poeta al escribir poesía. Al respecto, y en relación con su caso Dora, Freud acota lo siguiente: “Ahora tengo que considerar una complicación [teórica] a la que por cierto no concedería espacio alguno si fuese literato en vez de médico y, en lugar de hacer su disección, tuviera que inventar un estado anímico así para un cuento.
[…] La censura del literato lo sacrifica con acierto, pues sin duda él simplifica y abstrae cuando hace las veces de psicólogo” (1979c: 53).
Esto significa que la labor creativa del literato anticipa, de alguna manera, el quehacer interpretativo del psicoanalista. Por su parte, la labor textual del analizante se asemeja a la creación escritural del poeta por cuanto, al analizar, el sujeto también hace poesía. Esto implica que quien analiza debe suspender todo entendimiento, no apresurándose por comprender en tanto que la comprensión es el polo opuesto de la verdad. Después de todo, un poema es una ficción, “[el cual] se escribe bajo el dictado del inconsciente del sujeto, con eso que sabe sin saberlo. Pero para ser un poema, uno no es un poema de nacimiento; ha sido necesario pasar por este saber del vacío entre las palabras [que implica el psicoanálisis]” (Samson: 171).
Así las cosas, la técnica “poética” de interpretación psicoanalítica requiere aislar el texto, sea éste un sueño, un chiste, un síntoma, un lapsus o cualquier otra formación del inconsciente, en segmentos significantes; es decir, el texto se descompone, y es a partir de cada uno de sus elementos descompuestos como se puede iniciar el trabajo de desciframiento interpretativo, a saber, su lectura, la cual siempre implica referirse al detalle y sus particularidades. Al respecto Freud afirma que “el método de interpretación de sueños que yo practico se aparta del método popular […] de la interpretación por el simbolismo, y se acerca al ‘método del descifrado’. Como éste, es una interpretación en détail, no en masse; como éste, aprehende de antemano al sueño como algo compuesto, como un conglomerado de formaciones psíquicas” (1979d: 125). De esta manera, la interpretación psicoanalítica se basa en una lectura del detalle (détail), no del conjunto (masse), ejercicio que se realiza por secciones, fraccionando y descomponiendo el texto en pequeños segmentos, como quien lee y analiza un poema. De allí que psicoanalizar sea como escribir y leer poesía.
Por este modo de lectura literaria -poética-, la práctica analítica del detalle privilegia la idea de que un elemento significante no posee un sentido fijo e invariable, sino que, más bien, adquiere un matiz móvil e inestable según sean los sujetos y los contextos en que se presente. La característica fundamental del método analítico reside en no otorgar un sentido previo al texto, sino que éste es determinado por los diferentes vínculos que establece con otros elementos del sistema textual significante. Al respecto, Freud asienta que “mi procedimiento no es tan cómodo como el del método popular del descifrado, que traduce el contenido dado del sueño de acuerdo con una clave establecida; más bien, tiendo a pensar que en diversas personas en contextos diferentes el mismo contenido onírico puede encubrir también un sentido disímil” (1979d: 126).
Por ello, los psicoanalistas deberían proceder como poetas en tanto ambos tendrían que hacer resonar las palabras en más de un sentido ahí donde éstas reverberan como enigma, paradoja o sorpresa. La palabra poética y la analítica tienen esa facilidad común de producir efectos de sentido y de verdad al hacer agujero en el saber constituido de quien las profiere. Son palabras que se procuran para la ambivalencia, la polifonía o la ambigüedad, y aun así, no dejan de resonar.
Las palabras poética y psicoanalítica fungen como voces con doble sentido, las cuales se dispersan a lo largo de la cadena significante debido a las múltiples resonancias que encubren. En fin, son palabras en donde se puede escuchar una pluralidad de voces, y también de silencios. Es un tipo de lenguaje polifónico porque permite múltiples lecturas, aunque siempre con consecuencias. Esto es lo que se llama “leer a la letra”. Una lectura a la letra es una exploración en filigrana de los goces y deseos que el psicoanalista escucha en lo que el sujeto apalabra en análisis. Ahora bien, para que dicha lectura se establezca de facto es preciso que el inconsciente se comprenda como un texto cifrado, es decir, como un escrito a la espera de ser leído, pues en la medida en que lo inconsciente es escritura, éste puede ser interpretado por el analista. Vale subrayar que esta “lectura a la letra” ha de ser siempre diferente, original, singular, ya que cada sujeto es distinto y particular. Así las cosas, la lectura a la letra por la que apuesta el psicoanálisis es un acto inédito, una “invención” de orden poético.
Por lo elaborado hasta ahora, el psicoanálisis freudiano y lacaniano toman de las artes y la literatura herramientas propicias para leer el inconsciente. Y en este sentido es indiscutible la relación irrecusable entre literatura y psicoanálisis. Semejante a esto, y a propósito de la obra Gradiva de Jensen, Freud apunta lo siguiente:
En esta polémica sobre la apreciación del sueño, sólo los poetas parecen situarse del mismo lado que los antiguos, que el pueblo supersticioso y que el autor de La interpretación de los sueños [Freud]. Ahora bien, los poetas son unos aliados valiosísimos y su testimonio ha de estimarse en mucho, pues suelen saber de una multitud de cosas entre cielo y tierra con cuya existencia ni sueña nuestra sabiduría académica. Y en la ciencia del alma se han adelantado grandemente a nosotros, hombres vulgares, pues se nutren de fuentes que todavía no hemos abierto para la ciencia (1979b: 8).
El poeta, cercano al psicoanalista, también se interesa en las manifestaciones psíquicas inconscientes, así como en la significación que éstas conllevan.
En este sentido, los sujetos de los que se ocupa el psicoanálisis, más que ser “personas”, son “personajes”, los cuales moran dentro de sus propias redes de ficción ahí donde cada uno “es hablado” por un gran Otro que le precede. Es así que se concibe al sujeto en psicoanálisis, a saber, en tanto ser sujetado al lenguaje, alguien contenido por los significantes que le preexisten, articulados éstos en específicas texturas novelescas, en las cuales a cada significante le corresponde un papel. Es en este sentido que, para Lacan, un sujeto se define como un significante representado ante otro significante, ya que el sujeto siempre quedará sometido al efecto impuesto por la palabra.
Más específicamente, ¿en qué se relaciona un psicoanalista a un poeta? Freud lo responde hacia el final de su estudio de la Gradiva. Allí explica que
indicar los expedientes y subrogados de que el médico [analista] se vale para acercarse, con mayor o menor éxito, al modelo de una cura por el amor tal como nos la pinta el poeta. […] Si la intelección que habilita al poeta para crear su “fantasía” de tal suerte que podamos descomponerla como a un historial clínico real es de la índole de un conocimiento, nos gustaría saber cuáles han sido las fuentes de ese conocimiento. […] Opinamos que el poeta no necesita saber nada de tales reglas y propósitos, de suerte que puede desmentirlos de buena fe, y que por otra parte no hemos hallado en su creación nada que no estuviera contenido en ella. Lo probable es que nos [psicoanálisis y poesía] nutramos de la misma fuente, elaboremos idéntico objeto, cada uno de nosotros con diverso método; y la coincidencia en el resultado parece demostrar que ambos hemos trabajado bien. […]. El poeta procede de otro modo; dirige su atención a lo inconsciente dentro de su propia alma, espía en sus posibilidades de desarrollo y les permite la expresión artística en vez de sofocarlas mediante una crítica consciente. […] Nosotros desarrollamos estas leyes por medio del análisis de las creaciones de él, tal como las hemos inferido de los casos de enfermedad real; pero esta conclusión parece inevitable: o bien los dos, el poeta y el médico, hemos incurrido en igual malentendido sobre lo inconsciente, o ambos lo hemos comprendido correctamente (1979b: 75-76).
Según lo expuesto por Freud, tanto el poeta como el psicoanalista manipulan el mismo objeto nutriéndose de la misma fuente, pero, no obstante, lo hacen con finalidades y procedimientos distintos ahí donde el poeta suspende toda crítica consciente y objetiva para incursionar en la creación literaria. Por eso, el análisis debería “copiar” esta misma técnica de la no-crítica, ya que es cuando no se ejerce ningún tipo de juicio cuando lo inconsciente puede surgir. Esto es lo que el mismo Freud denominó “asociación libre” para el paciente y “atención flotante” para el analista: si todo acto poético necesita prescindir del juicio y la crítica para así poder dejar surgir su producto, lo mismo debería ocurrir en un tratamiento analítico, puesto que toda comprensión y juicio deberían dejarse de lado para hacer asomar las irrupciones del inconsciente; sin embargo -y he aquí la diferencia- cuando la producción teórica y conceptual metapsicológica se está desarrollando es importante ejercer la reflexión pertinente, el juicio oportuno y la crítica objetiva.
Ahora bien, en psicoanálisis el concepto de “crítica” está muy lejos de significar “juzgar”, “censurar” o “condenar”. Para el psicoanálisis “criticar” significa “analizar”, “descomponer”, “inteligir” o “colegir”. Así las cosas, tanto el poeta como el analista se nutren de la misma fuente elaborando el mismo objeto de estudio -el campo del lenguaje y lo inconsciente-; sin embargo, cada uno lo hace mediante un método y propósito un tanto distinto: uno a través de la fantasía, el otro por el lado de la neurosis. Mientras el primero produce placer con su oficio, el analista se aboga a colegir, precisar y comunicar las leyes de ese objeto para así poder tratar a los sujetos que sufren. No obstante, y en esto se asemejan: ambos se dejan regir por las mismas leyes -las del inconsciente.
Otra diferencia fundamental entre el poeta y el analista es que mientras el primero no está precisado a comunicar sus descubrimientos, es decir, no tiene por qué justificar lo que escribe ni tampoco explicar el procedimiento que emplea para crear, el psicoanalista sí debería responder por lo que hace y dice; debería hacerlo por medio de conceptos y teorías así como por la comunicación de los hallazgos sobre su técnica y su clínica; a saber, el analista debe ser capaz de trasmitir su quehacer analítico, el cual reinventa cada vez que lo realiza, comunicándolo, es decir, al escribirlo y teorizarlo.
En resumen, entre acto analítico y acto poético existen muchos puntos de encuentro, pero también los hay de desencuentro. Éstos se pueden resumir con un comentario que hace el mismo Freud en torno a la cuestión del tema del amor en psicoanálisis:
Hasta ahora hemos dejado en manos de los poetas pintarnos las “condiciones de amor” bajo las cuales los seres humanos eligen su objeto y el modo en que ellos concilian los requerimientos de sus fantasías con la realidad. Es cierto que los poetas poseen muchas cualidades que los habilitan para dar cima a esa tarea, sobre todo la sensibilidad para percibir en otras personas mociones anímicas escondidas, y la osadía de dejar hablar en voz alta a su propio inconsciente. Pero una circunstancia disminuye el valor cognoscitivo de sus comunicaciones. Los poetas están atados a la condición de obtener un placer intelectual y estético, así como determinados efectos de sentimiento, y por eso no pueden figurar tal cual el material de la realidad, sino que deben aislar fragmentos de ella, disolver nexos perturbadores, atemperar el conjunto y sustituir lo que falta. Son los privilegios de la llamada “licencia poética”. Ello no les permite exteriorizar sino escaso interés por la génesis y el desarrollo de unos estados anímicos que describen como acabados. Así se vuelve imprescindible que la ciencia [el psicoanálisis], con manos más toscas y una menor ganancia de placer, se ocupe de las mismas materias con que la elaboración poética deleita a los hombres desde hace milenios. […] Es que la ciencia importa el más completo abandono del principio de placer de que es capaz nuestro trabajo psíquico (1979e: 159).
Si ciertamente analizante y poeta crean a partir de su propio inconsciente, uno lo realiza por el lado de lo bello de la poesía, mientras el otro lo hace al coste de su sufrimiento y neurosis.
Por lo elaborado hasta aquí se puede decir que hay una proximidad franca entre literatura y psicoanálisis ya que ambos están hechos de lenguaje. Mas este lenguaje -el de la literatura y el del psicoanálisis- usualmente refiere a una palabra en la que siempre resuena otra cosa en lo que se dice. Y es en este más allá de la palabra por donde se puede acceder a la verdad del sujeto del inconsciente, tal y como sucede con sus diferentes formaciones, en donde se puede escuchar eso que no se sabe por imposible: “la verdad es el encuentro siempre fallido con un real indecible. Con eso que no llega a designarse en el discurso más que como ombligo, laguna, representación faltante” (Gerber: 78).
Tanto en el discurso del psicoanálisis como en el de la poesía se trabaja con una oquedad, con un imposible de decir, eso que Lacan denomina lalangue (lalengua). Lalengua es el habla singular de un sujeto hecha de puro goce, la cual se ofrece a la lectura en tanto hace sin-sentido y agujero, y que, a pesar de ser tan propia, viene del Otro. Lalengua implica que el sujeto habla porque tropieza con un vacío que lo interpela pero aun así, hablando, goza. O como alguna vez lo señaló Martin Heidegger: el sujeto como tal, no habla, sino que es hablado porque el lenguaje lo antecede marcándolo antes de haber nacido. A propósito de esto Lacan también dijo que él no era poeta, sino poema.
Ahora bien, esta imposibilidad de la escritura remite a la categoría de estilo, tanto para la literatura como para el psicoanálisis. Al respecto Samson asienta que el análisis, como el poema, son un ejercicio de escritura, más precisamente de estilo: “Entonces, el estilo sería la manera particular, determinada por la historia significante de cada uno -Lacan diría la historicidad-, la manera ‘sintomática’, no sólo de escribir el vacío entre las palabras, de escribir la ficción, el poema en que uno se ha convertido, sino también de rendir cuentas, de transmitir cómo, por qué mecanismo, eso se escribió” (172).
Así, la cuestión del estilo es relevante tanto para el psicoanálisis como para la literatura. Inclusive, lo que el método es a la ciencia, se podría decir que el estilo es al psicoanálisis y a la literatura. En literatura, por ejemplo, el estilo corresponde a lo que hace singular a un escritor, aunque de ello no pueda dar cuenta: “El poeta mismo, si le preguntamos, no nos dará noticia alguna [de su arte], o ella será insatisfactoria” (Freud 1979a: 127). O como lo explica Matías Laje: “a todas luces, el poeta es una avis rara que no sabe lo que hace, y sin embargo lo hace, y que no es por la vía del saber, o del deseo de saber, que se deviene poeta” (166).
Por su parte, para el psicoanálisis, el estilo del sujeto es su inconsciente, más precisamente, “es el modo en que cada uno, cuando hay uno, soporta sostener con su cuerpo mismo ese más allá de la belleza” (Ariel: 16). De esta manera, el estilo es la ética del autor que, para el psicoanálisis corresponde a una toma de posición que se afirma ante la singularidad que implica la existencia de cada cual.
En resumen, tanto para la poesía como para el psicoanálisis la palabra siempre dice otra cosa en lo que se enuncia, y en eso precisamente consiste un lapsus, a saber, en un desliz en el habla que acarrea un sentido inusitado, permitiendo advertir que el intríngulis del decir del sujeto es trastocado por la del sujeto del inconsciente, en la medida que lo excede desde lo más íntimo, imputándole su huella. Uno de los más gloriosos lapsus lo ilustra un pasaje literario contenido en la novela La inmortalidad de Milan Kundera que dice así:
Durante el banquete se emborrachó y por la noche llevó a la novia a la casa que iban a compartir. Cegado por el vino y la nostalgia, la llamó en medio del acto amoroso con el nombre de su antigua amante. ¡Fue una catástrofe! ¡Jamás olvidará los grandes ojos que lo miraron con terrible sorpresa! En ese segundo en el que todo se derrumbó, pensó que la amante desechada se vengaba y el mismo día de su boda minaba para siempre con su nombre su matrimonio. Y quizás en ese breve momento fuera también consciente de lo improbable que era lo que había sucedido, de lo estúpido y grotesco que era su error, grotesco hasta el punto de convertir el inevitable fracaso de su matrimonio en algo aún más insoportable. Fueron tres o cuatro segundos tremendos, durante los cuales no supo qué hacer, hasta que de pronto empezó a gritar: “¡Eva! ¡Isabel! ¡Catalina!” No fue capaz de acordarse de otros nombres de mujer y repitió: “Catalina, Isabel. Sí tú eres para mí todas las mujeres. Todas las mujeres del mundo: Eva, Clara, Julia. Tú eres todas las mujeres. Tú eres la mujer en plural, Paulina, Petra, todas las mujeres del mundo entero están dentro de ti, tú tienes todos los nombres…” y le hizo el amor con movimientos acelerados, como un verdadero atleta del sexo: al cabo de unos segundos pudo comprobar que los ojos desencajados de su mujer habían recuperado la expresión normal y que su cuerpo, que un momento antes se había quedado rígido debajo de él, se movía nuevamente con un ritmo cuya regularidad le devolvía la tranquilidad y la seguridad (229).
Este ejemplo literario permite reconocer que detrás de todo lapsus -o en cualquier otra formación del inconsciente, que vendría a ser lo mismo- se puede sondear un deseo inconsciente, el cual se desliza por la cadena significante, importunando al sujeto que lo pronuncia.
De hecho, en el psicoanálisis, los efectos de verdad asoman por las vías de la equivocación, del embuste (Unbewuβte) inconsciente -como en el lapsus- el acto verbal que impropiamente se llama “fallido”: “Nuestros actos fallidos son actos que triunfan, nuestras palabras que tropiezan [los lapsus] son palabras que confiesan. Unos y otros revelan una verdad de atrás. En el interior de lo que se llama asociaciones libres, imágenes del sueño, síntomas [y lapsus], se manifiesta una palabra que trae la verdad” (Lacan 1981: 386).
El lapsus se ofrece al psicoanálisis como un poema que reclama ser interpretado dado su riqueza y polivocidad. Usualmente el lapsus, al emitirse, produce un efecto cómico, de aquí la relación de éste con la estructura del chiste: “a la cima suprema de la estética del lenguaje, [es decir] la poética, que incluiría la técnica, dejada en la sombra del chiste” (Lacan, “Función y campo de la palabra”, en 1984a: 277). Hacia el final de su enseñanza, más específicamente en su Seminario 24 del L’insu, Lacan aborda las formaciones del inconsciente por la vertiente de la poesía, y dice, a propósito del chiste, que “consiste en servirse de una palabra para otro uso para el que estaba hecha, se la arruga un poco, y en el arrugamiento mismo reside su efecto operacional” (clase del 17 de mayo de 1977, inédito). Entonces, para Lacan, el inconsciente es poeta.
Lacan compara el acto literario con la praxis psicoanalítica justamente porque cuando el analizante habla, “hace poesía”, ya que la verdad del inconsciente es también poética: “¿Inspirarse, acaso, en algo del orden de la poesía para intervenir en tanto que psicoanalistas? De hecho, es por ahí por donde tienen que dirigirse, […] Sólo cuando una interpretación justa extingue un síntoma, la verdad se especifica por ser poética” (clase del 17 de mayo de 1977, inédito).
No obstante, el aspecto poético no está del lado de la interpretación per se, sino en el resto de verdad que allí se pone en juego: “Yo, la verdad, hablo”, diría Lacan empleando la prosopopeya, puesto que la verdad del psicoanálisis habla sin preocuparse por adecuarse a la cosa. Y ella -la Verdad- continúa diciendo: “Soy pues para vosotros el enigma de aquella que se escabulle apenas aparecida, […] Yo vagabundeo en lo que vosotros consideráis como lo menos verdadero por esencia: en el sueño, en el desafío al sentido de la agudeza más gongorina y el non-sense del juego de palabras más grotesco, en el azar, y no en su ley, sino en su contingencia” (“La Cosa freudiana”, en 1984a: 393). Así, las palabras, tanto para el psicoanálisis como para la poesía, se dicen para significar otra cosa.
Uno de los ejemplos de esta “agudeza gongorina” moderna -del nonsense verbal al que hace referencia Lacan- lo ilustra, de manera magistral, el capítulo 68 de Rayuela de Julio Cortázar, a propósito de la trabucación articulada en la palabra:
Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las amillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia (533).
En fin, tanto la palabra poética como la analítica comparten el hecho de que su saber posee un tope, o sea, que lo indecible es causa de su decir. Y es precisamente ese agujero de saber el que permite la posibilidad de creación, un inefable lógico que Lacan formula como eso que, a pesar de su imposibilidad, insiste y no cesa de no escribirse. O como él muy bien lo dijo: “los poetas, que no saben lo que dicen, sin embargo, siempre dicen, como es sabido, las cosas antes que los demás” (1983: 17).